La ciudad noruega de Longyearbyen es la que está situada más al

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24 | VIAJES
RR Las casas de Longyearbyen se destacan por su colorido y la presencia de numerosas motos de nieve.
Viaje al
norte
extremo
La ciudad noruega de Longyearbyen es la que está
situada más al norte del mundo y, según sus habitantes,
también la más feliz.
POR: Guillermo Altares/El País
RR El avistamiento de osos polares es una de las actividades que los turistas realizan en el poblado noruego.
TENDENCIAS | LATERCERA | Sábado 9 de abril de 2016
S
ólo debe existir un
lugar en el mundo
donde alguien puede
entrar con un rifle y
un pasamontañas en
un banco sin que nadie se inmute: Longyearbyen.
Esta frase, pronunciada por uno
de los 10 policías que vigilan un
territorio tan grande como Irlanda, puede servir para resumir
la vida en la ciudad situada más
al norte del mundo, capital del
archipiélago de las Svalbard, de
soberanía noruega. Tiene 2.240
habitantes, 40 nacionalidades y
un gigantesco valor estratégico
que no hace más que crecer con
el cambio climático, que propicia nuevas rutas marítimas a
través del Polo Norte y un acceso
más rápido a sus inmensos recursos naturales.
El único problema de seguridad son los osos polares–unos
tres mil en las tres islas principales–, motivo por el que la ley
exige que cualquier ciudadano
que abandone los escasos núcleos de población debe ir armado con un rifle para poder tumbar a una criatura imprevisible,
peligrosa y que puede llegar a
pesar hasta 800 kilos.
Una de las primeras imágenes
que sorprenden al contemplar
esta plácida localidad de casas de
madera de diferentes colores es
que desde ninguna vivienda
emerge humo de chimeneas,
pese al frío polar (en el sentido
literal de la expresión, ya que el
Polo se encuentra a 1.400 kilómetros). La madera, como cualquier otro producto, es un lujo,
porque en las islas Svalbard no
crecen árboles, ni se puede cultivar nada: el suelo es permafrost
(tierra helada) y el 60 por ciento
de su territorio son glaciares.
Todo, la leña, las naranjas, los
coches o la leche se traen por
avión o barco, salvo el carbón
mineral y la carne de foca y reno.
Instalarse en ese rincón del
mundo representa un esfuerzo
enorme de infraestructura.
A mil kilómetros del Cabo
Norte, se trata de un gigantesco
desierto helado en mitad del
océano Ártico, muy cerca de la
zona de hielo permanente del
Polo. Sin embargo, cuenta con
una gran ventaja: la corriente
del Golfo, más cálida, impide la
formación de hielo gran parte
del año en su costa este y hace
que las temperaturas sean menos extremas que en otros luga-
res a esa latitud. Longyearbyen
aprovecha un amplio puerto natural en un fiordo y se extiende
hacia el interior, rodeada de
montañas siguiendo un valle.
Sin embargo, pese a ser mucho
más accesible que otros lugares
del Ártico, no tiene pueblos nativos: nadie vivía allí antes de la
llegada del explorador holandés
Willem Barents en 1596. Ahora
es más bien todo lo contrario.
No importa con quién se hable,
con la cajera del supermercado
colombiana, con dos obreros polacos, con una noruega que ejerce de guía turística y mantiene
una manada de 12 perros de trineo en una cabaña fuera de la
ciudad, con un venezolano que
trabaja en la universidad mientras que su pareja en una empresa turística, con una glacióloga
francesa que está a punto de
agarrar el avión de vuelta, con
una enfermera jubilada noruega
que ha montado una empresa,
con el pastor o con un antiguo
reportero en Los Ángeles que
ahora dirige un diario local en
Internet (bueno, dirige y escribe, porque es el único trabajador). Pese al frío (aunque este
año no ha habido invierno, las
temperaturas pueden alcanzar
los 40 grados bajo cero y en verano no suben de los 10), los
osos y los glaciares, todo el
mundo describe la vida en Svalbard como El Dorado Polar.
“Estuvimos de vacaciones aquí
y nos preguntamos cómo sería
vivir en Svalbard. Entonces decidimos dar el salto, probar la
experiencia y ya llevamos dos
años y medio”, explica Jorge
Kristiansen, venezolano de 37
años. La tranquilidad, la seguridad, la sensación de vivir una
aventura y la solidez de una comunidad que confía en la bondad de los desconocidos –el 20
por ciento de la población cambia cada año, con lo que, en realidad, nadie es de ahí, todos son
extranjeros– son los principales
motivos. “La oscuridad es tenaz”, asegura Claudia Antonsen,
colombiana de 45 años, sobre la
larga noche polar que resiste
gracias a generosas dosis de vitamina D. Durante cuatro meses
es de noche y durante otros cuatro es de día. “La calma, la nieve, la aventura, la naturaleza, la
belleza”, agrega para explicar
por qué decidió instalarse allí
desde Bogotá. Casada con un
noruego que trabaja como taxis-
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