El tránsito citadino de Hugo Argüelles D o l o res Carbonell y Luis Javier Mier Cuando Hugo murió deseamos haber estado más cerca de él los últimos años. Más cerca, como lo estuvimos esas tardes —deliciosas— en las que nos recibía a eso de las cinco en el Danubio (el restaurante al lado de su casa), apenas levantado de la cama y dispuesto a ordenar, como siempre, una crema de tomate a la que añadía inverosímiles y numerosas cucharadas de ¡azúcar! Y mientras saboreaba aquel potaje de los diablos, se entregaba generosamente, contestaba nuestras preguntas, nos permitía indagar en su pasado, en su presente y hasta en su probable futuro. A lo largo de dos, tres horas, poblaba nuestras mentes de historias fantásticas, de anécdotas y chismes literarios, de aventuras insólitas en los túneles de su casa en Ve r a c ruz, de sus varias m u e rtes y de sus muchas resurrecciones. Pocas veces —salvo grandes excepciones como la de Ludwik Margules— hemos encontrado tanta genero s idad entre los teatreros como la de Argüelles, tanto interés, tanto respeto y reconocimiento por la investigación periodística en un tema que le suele ser ingrato: el teatro. Quizá por ello Hugo nos permitió la entrada a un recinto sagrado: su casa. Lugar laberíntico —ya que Argüelles había “cosido” dos casas de la Colonia Condesa—, nos invitó a su salita de música, poblada de un número insospechado de discos y, en los últimos tiempos de discos compactos, y también al salón donde deambulaban Doña Macabra y la Dominga de La ro nda de hechizada; Consuelo, la de Los prodigiosos; Librado Tecpan, el de El cocodrilo solitario del panteón rococó... entre muchos, muchos otros. Nos permitió también visitar —a través de sus relatos— sus otras guaridas... la casa de Veracruz, la de San Juan de Letrán, el cuarto de servicio de Morena... Cuando supimos de su muerte y luego de imaginarnos su encuentro definitivo con quien tantos años coqueteó, lo primero que pensamos fue en la pequeña y singular mansión de Cacahuamilpa, en si sus fantasmas se habrían quedado atrapados entre aquellas paredes o se habían ido con él, en la aventura que sería para algunos Retrato de Hugo Argüelles por Augusto Ramírez, 1968 REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 85 Aquella ave arrastrada por el norte tomó leche y luego ambos, niño y ave, se fueron a dormir. “La metí bajo el fogón de la cocina y al día siguiente la busqué regresando de la escuela, necesitaba saber qué clase de ave era...” En un volumen de zoología —a los que ya era aficionado desde entonces— apareció el dibujo de aquel animal. “Era idéntica y abajo decía muy claramente: kiwi, ave australiana. Y pensé, no puede ser un kiwi, sin embargo, era idéntica.” En la noche, mientras Hugo hacía sus deberes, el ave se paseaba sobre la mesa... Plano de Alejandro Luna para la escenografía de El cocodrilo solitario del panteón rococó descubrir lo que ocultaba cada uno de los rincones de aquella casa que olía a humedad, a palomas y a perros... También recordamos la colección de muñecos de cera, las pinturas, los cientos de retratos que flanqueaban el pasillo y donde Hugo aparecía retratado con quienes había querido. Nuestra mejor forma de estar cerca del hombre, de reatraparlo, fue releer uno de los capítulos que habían brotado de aquellas tardes de asombro ante la sopa azucarada. Más que ninguno de los cuatro que publicamos entonces para celebrar sus cuarenta años de dramaturgo, el de sus hábitats era el que encerraba más magia, el más entrañable y, también, el que mejor describía quien era Hugo Argüelles... Me acuerdo que caminaba de un lado al otro y, súbitamente, sin que yo pudiera impedirlo, metió el pico en el tintero. Luego, aventó, escupió la tinta y trazó con caracteres rápidos, moviendo el pico de un lado a otro, la palabra “kiwi” que quedó ahí, escrita en el cuaderno de la tarea. Volteé a verla, en el asombro, y pensé que aquello no me lo iba a creer nadie, porque era irreal, inverosímil. Al día siguiente el ave había desaparecido de la casa de Ve r a c ruz... una vieja mansión del siglo XVIII en la que también había un pasadizo secreto, en la que se bailaba de cinco a diez y en la que, aún después de la decadencia económica, Hugo gozaba del espacio de los rincones, de los juegos de luces a través de los vitrales. “Por eso —decía—, siempre la obsesión de poner por todos los techos de mis casas vitrales como aquellos, porq u e me encanta cómo se cuela el sol, y los rombos y las figuras que se convierten en algo vivo, lleno de colores.” D E LO S T E C H O S D E O R I Z A B A S A N J UA N D E L E T R Á N LAS H A S TA C A S A S D E L M AG O El primer domicilio de Hugo nos brindó una de esas historias que no olvidas, que no importa si son pura invención, lo excitante es que alguien pudo imaginarlas. La casa que me da mis primeros gustos y quizá las más grandes sorpresas está en Veracruz. Ahí podía tener a mis animales, y tenía palomas, perros, gatos, canarios... Y aquí es donde ocurre mi primer historia, la de un ave... Una noche de norte, de esos furiosos que se dan en Ve r a c ruz, “oí a lo lejos el leve ulular del viento, el sonido débil y muy frágil canto de un pájaro, era una queja y me despertó”. El niño tomó una vela y salió al patio. Ahí, oculta entre las plantas estaba una pequeñísima ave. “La tomé y la metí a la cocina, prendí la luz y vi que tenía un pico enorme, que llegaba hasta el suelo en una curva perfecta.” 86 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO Hugo pasaba sus vacaciones en Orizaba, en casa de la tía C h a ro. En el traspatio un oloroso guayabo era su centro de acción. “Allá arriba me transformaba en un Asmodeo, en una especie de diablo que levanta los techos de las casas, atestiguando cómo es que se dan las relaciones de a f e c t o... o de odio entre vecinos y en familias”. Desde entonces, las noches comenzaron a enseñarle a desvelar los más íntimos secretos de la farsa y el sarc a smo, la insolencia y el esperpento, el fetichismo y la crudeza. El objetivo de todo esto fue sólo uno: usar la pluma como un bisturí, dando tajos cert e ros, profundos y despiadados para despedazar a la familia, exponerla, denunciarla, deshacerse de la rabia interna, del enojo, de la propia historia... Desde lo alto de aquel guayabo la vida cotidiana se tejía en escenas: escenas familiares, escenas amatorias, escenas de reclamación, pleitos, violencia... “Pero allá arriba yo era el rey.” HUGO ARGÜELLES RENUNCIAR AL MAR A los dieciocho años Hugo se vio forzado a renunciar al mar, a los espacios enormes, a sus amigos y a su estilo de vida. Pe ro también en la capital, a pesar de lo reducido de su primera vivienda en las calles de San Juan de Letrán, su mirada halló lugar por donde escapar. Cerca de su esquina —la que formaban San Juan de Letrán y Vi zcaínas— brillaban las luces de Las Brujas, La Rata Muerta, El Gusano y El Barba Azul. También discurría la vida de las prostitutas a lo largo de Vi zcaínas. Entonces —recordaba con fruición, sonrisa irónica y la inolvidable ceja levantada— empecé a hacer una vida nocturna que mis padres ignoraban porque, desde mi cuartito y viendo por la ventana, observo y decido: Hoy voy a ir a tal parte, a tal callejón... Pero la estancia en San Juan de Letrán no duraría mucho. Muy pronto su familia se mudaría a una casa en las calles de Morena. Sin embargo, en un principio aquella casa no se encontró con Hugo. Por lo menos no lo hizo hasta que él, ya estudiante de Medicina y asiduo a las tertulias en la casa de Luis González y González (donde se encontró por primera vez con Luis G. Basurto), descubrió que arriba, lo que era el cuarto de la criada, tenía posibilidades. Descubrirlas coincidió también con revelaciones personales definitivas. Fue entonces cuando, a instancias del director de la Facultad de Medicina (Argüelles había decidido conve rtirse en médico), Raúl Fournier, Hugo se acercó “personalmente” al teatro. Como director, montaría Las cosas s i m p l e s,de Héctor Mendoza. En ese México de los años cincuenta, la obra brincaría de la Un i versidad Nacional Autónoma de México a la Sala Molière de la Casa de Francia. Y una noche, Sa l vador Novo se sentaría en una de sus butacas para luego acercarse al muchacho y decirle, muy a su estilo: “Chato, lo que has hecho es bellísimo”. Entonces Novo le otorgaría una beca para pervertirlo, desviarlo hacia otras cosas, dejarlo caer para siempre en manos del drama. A partir de ahí, “comencé a llevar una doble vida. En las mañanas estaba en el hospital. Por las tardes desaparecía, supuestamente para llevar a cabo alguna práctica hospitalaria”. Pero la mentira no duraría. Luego de que Velorio en turno se convirtiera en Los cuervos están de luto y, que junto con Los prodigiosos obtuvieran el Premio Nacional de Teatro 1957 y 1958, “dejé la medicina y entré a estudiar Literatura Dramática y Teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Mientras, en la Escuela de Bellas Artes le aprendería a Novo, a Fernando Wagner, a Celestino Goroztiza, a André Moreau...”. En la azotea de Morena —su nuevo reino— Hugo mascaría con paciencia esas enseñanzas y las de Luisa Josefina Hernández, encargada de revelarle la magia de las estructuras teatrales, los géneros y los estilos. Ahí también, con el bisturí del aprendiz, exploraría las entrañas de las palabras de Emilio Carballido y Sergio Magaña, “quienes me enseñaron los secretos iniciales e iniciáticos de la dramaturgia”. LA B OA D E SAN FRANCISCO Después de la estancia de un año en Eu ropa y de la d olorosa muerte de su madre, al volver en el 62 Argüelles cambió de escenografía y, con todo y utilería, se fue a Cerro de San Francisco, en la Campestre Churubusco. En esa nueva casa Hugo celebró, dicen las malas y las buenas lenguas, fiestas estrafalarias. También le dio asilo a una enorme boa a la que, él mismo recordaba, “era espeluznante verla bajar por el pasamanos de la escalera ante la mirada de horror de los invitados”. La Campestre, decía Hugo con un dejo de travesura en el tono de voz, “me trae a la mente una atmósfera de diversión increíble, reacciones espléndidas y amigos entrañables. Ahí todo el mundo se divierte, y bebe, y canta, y baila y empiezan los Beatles”. Fue bajo el techo de la casa de Cerro de San Francisco que Hugo concibió a Doña Ma c a b ra, aquella t elenovela tan atípica que no ha encontrado igual y que le dio a ganar dinero. Y con él en el bolsillo decidió dar un paseo por la Colonia Condesa... Fue ahí donde descubrió por primera vez la mítica mansión de Cacahuamilpa, y le gustó por rara, pequeña, extraña y sorprendente. Esta vieja casona fue escenario de un mundo de experiencias extrañas. Tenía reuniones, fiestas, y alguna noche de esas una amiga me dice con gran pena que en el baño se ha topado Diseño de Alejandro Luna para la escenografía de El cocodrilo solitario del panteón rococó REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 87 Entrar a su casa —como re veló alguna vez Víctor Hugo Rascón Banda— es ingresar a un mundo extraño donde el tiempo se detuvo entre fotografías, diplomas, discos, l i b ros, pinturas, máscaras, carteles, pasillos en penumbra y laberintos. Dicen que en su casa ha tenido hasta cocodrilos. Dicen que es un iniciado en cosas mágicas e inexplicables... Puesta en escena de la obra El cocodrilo solitario del panteón rococó Y sí, en aquella casa convivían cientos de muñecas y ángeles de cera, incontables palomas y aquel temible trío de perros que, o eran bravísimos o eran estupendos actuando el papel de villanos. Todos ellos, testigos “v i vo s” de los encantamientos que ahí sucedieron muchas noches. IMPOSIBLE con un fantasma. Corrían rumores y yo tambien me daba cuenta que, cuando iba por un pasillo, alguien parecía doblar en la esquina dejando tras de sí el sonido del vuelo de una falda... Y yo me decía: Qué interesante, una casa con fantasmas. Me gusta vivir con fantasmas... Pero el exitoso trabajo en el cine como guionista y una bonanza en el bolsillo empujaron al personaje a buscar otro espacio. A tres cuadras, en Tabasco, alquiló una casa bellísima, de arquitectura francesa y dos plantas “donde viví de cuento principesco. Hice fiestas sensacionales, compré antigüedades, pinturas, obras de arte y comencé a formar una discoteca asombrosa”. En esas latitudes también creció la colección de palomas y se presentaron los perros, al tiempo que bautizaba los sets de la casa: la cripta comedor, el estudio Luis Echeverría XIV, la sala de estar y de no ser... DE V U E LTA C O N LO S FA N TA S M A S . . . Los tiempos de riqueza no duraron para siempre. Una gran subasta proveyó de los fondos necesarios para que Hugo se hiciera, por fin, de un techo propio. El destino quiso que Cacahuamilpa estuviera en venta, así que con un “no se hable más, es mía, mañana ve n g o”, Argüelles volvió con sus fantasmas para siempre. El ave nocturna inició entonces una labor de “costura” porque, poco a poco, fue adquiriendo la caballeriza de la casa de atrás, un pequeño patio interior para sus palomas... “La casa —decía Hugo— iba dando respuesta a mis necesidades internas, iba agarrando personalidad, carácter.” La ve rdad es que esa casa que olía a perros se fue mimetizando con su singular inquilino, pareciéndose a él, siendo parte de él. 88 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO M E ZC LA R , A M O N TO N A R . . . Un día Hugo decidió que su casa necesitaba un estudio más. Pero, ¿para qué quería un hombre solo más de un estudio en una casa ya laberíntica? “Los quería —decía Hugo incisivo— porque uno era para escribir piezas, el otro para tramar comedias y aún necesitaba de un espacio más para las farsas.” Imposible mezclar, amontonar... Hay personajes que no me caben en un cuarto, porque son de época y el puro vestuario necesita otro espacio... Ésta era pues la casa que yo necesitaba, una a la que irle quitando y poniendo, una a la que inventarle una terraza, una en la que pudiera crear espacios y cambiar de estados de ánimo según me pegue la gana. Quizá por ello Cacahuamilpa era —tal vez aún lo es— una casa donde se debatían fuerzas especiales, una casa donde se paseaban cientos de personajes de sombra y de luz, mitad fantasmas, mitad nahuales... Ahí, en lo que hubiera sido el garaje, en una atmósfera llena de humedad, aprendieron de teatro Sabina Berman, Víctor Hugo Rascón Banda, Tomás Urtusástegui, Oscar Liera, Leonor Azcárate, Jesús González Dávila, Luis Ed u a rdo Re yes... siempre entre las ocho y la medianoche (horas en las que Hugo se compartía mejor con sus alumnos). Ahí, entre sus laberínticos pasillos, hay que imaginarlo todavía, al filo de la madrugada y seguido de sus mastines, persiguiendo el vuelo de una falda o el roce de una bota que ha doblado la esquina. Sin embargo ahora, con las capacidades que otorga la muerte, es posible que haya ampliado más que nunca sus dominios... Y mientras se oculta el sol, también es posible imaginarlo a nuestras espaldas, sonriendo, supervisando que este recuento de casas lo describa como él hubiera querido.