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VIERNES 29
21’30 h.
Entrada libre (hasta completar aforo)
Salón de actos de la E.U. de Arquitectura Técnica
EL GRAN LEBOWSKI
(1997) EE.UU.
127 min.
Título Orig.- The big Lebowski. Dirección y Guión.- Joel & Ethan Coen. Fotografía.- Roger Deakins
(Technicolor). Montaje.- Joel & Ethan Coen (bajo el seudónimo de “Roderick Jaynes”). Música.- Carter Burwell.
Productor.- Ethan Coen. Producción.- Working Title Films / Polygram Filmed Enter. para Gramercy Pictures.
Intérpretes.- Jeff Bridges (Dude, el nota), John Goodman (Walter Sobchak), Julianne Moore (Maude), David
Huddleston (El Gran Lebowski), John Turturro (Jesús Quintana), Peter Stormare & Flea (los nihilistas), Philip
Seymour Hoffman (Brandt), Sam Elliott (el extraño), Steve Buscemi (Donny), Ben Gazzara (Jackie), Jon Polito (el
detective privado), Tara Reid (Bunny). v.o.s.e.
Candidata al Oso de Oro del Festival de Berlín a la mejor película
Música de sala:
“Mr. Lucky goes latin” (1964)
Henry Mancini y su orquesta
Cuando no visita galaxias lejanas o períodos históricos ajenos, el cine americano puede llegar a ser muy
específico respecto al lugar en que se ambienta la acción y la forma en que hablan los personajes. Sangre fácil, la
película que dio a conocer a los hermanos Coen, es un ejemplo de ello: su especificidad tejana hizo pensar en su
momento que el entonces incipiente cine independiente era una variante regional del cine USA. Luego se vio que,
en el caso de los Coen, esto no era así: su cine provenía de la “cinelandia” del género gangsteril o cómico con la
debida excepción de Fargo. Pues bien, EL GRAN LEBOWSKI es una película específicamente sobre Los
Ángeles; no el Hollywood alucinado de Barton Fink, sino la ciudad californiana donde hay, claro está, presencia de
la colonia fílmica ... aunque aquí sólo se aluda a ella de paso a través de la participación de Bunny (Tara Reid), la
mujer del gran Lebowski, en algunas películas porno.
Jeff, alias Dude (El Nota) (Jeff Bridges), es el pequeño Lebowski -pese a ser el protagonista, el título de la
película sólo podría referirse a él de manera irónica pues tiene un homónimo (David Huddleston) rico y poderoso, al
que cuadra mejor tal calificativo, y un ejemplar perfecto de fauna “angelina” en su dejadez y falta de tensión
urbana-. Dude es un ejemplo excelso de la querencia de los Coen por personajes simples y retardados en su
capacidad de respuesta; la novedad está en su bonhomía, pero cabe sospechar que la apacible benevolencia con la
que se enfrenta a las cosas procede de que vive colgado de un porro. Su principal actividad parece reducirse a las
veladas sociales en la bolera con sus amigos Walter (inmenso, en todos los sentidos, John Goodman) y Donny
(Steve Buscemi), que mantiene con Walter una hilarante relación calcada de la de aquel perrito que seguía con
servil adoración a un mastín en un “cartoon” de la Warner. Si Clerks era la destilación de una filosofía de
mostrador, EL GRAN LEBOWSKI lo es de una filosofía de bolera que consiste en reunirse con los amiguetes no
tanto para jugar una partida como para arreglar los males del mundo y, con suerte, resolver alguna conspiración más
cercana. Como una con la que se topan de bruces nuestros tres amigos cuando el Lebowski grande encarga al
pequeño encontrar a su mujer desaparecida y supuestamente raptada; pero ya sabemos cómo se conjuga la palabra
secuestro en el diccionario de los Coen ... Quienes, por cierto, alcanzan aquí, en la bolera, nuevas cimas en su ya
probada capacidad para examinar de cerca la trivialidad y conducirla sin pestañear (y sin guiñar(nos) el ojo) hacia el
surrealismo.
Si EL GRAN LEBOWSKI está bien localizada en el espacio es para ser más específica en el “décalage” o
dislocación temporal que propone. La acción transcurre en un momento preciso, a principios de 1991, pero los
personajes nos remiten no a una sino a dos décadas diferentes anteriores. Los gustos musicales o el “tema asociado”
a cada personaje son definitivamente poco contemporáneos: Dude adora a los Credence, los villanos son alemanes según cuentan los Coen- sólo porque su “tema” es el tecno pop que surgió de Alemania hace un cuarto de siglo.
Dude, en particular, se expresa con términos anacrónicos de la era hippy y su mismo apodo remite a esa época,
como lo hace la droga de su elección o la fijación de Walter con sus “batallitas” de Vietnam. Incluso el hecho de
que los protagonistas “vivan” en una bolera subraya su carácter estático, trasnochado, residual de otra era.
Pero la cosa es más complicada: si EL GRAN LEBOWSKI sucede en Los Ángeles de los 90 con
personajes definidos por su cuelgue de los años 60, la narrativa les hace dar un nuevo salto atrás, colocándolos en el
marco genérico de los años 40. Más específicamente los Coen los sitúan en el contexto de una “historia detectivesca
a lo Raymond Chandler (o Ross McDonald)”. Esto se ve muy claramente en el personaje de Maude Lebowski
(Julianne Moore). Es una pintora que realiza su obra arrojando pintura sobre el óleo desnuda desde un columpio (los
Coen se inspiran en el movimiento Fluxus que unía plástica y performance en el Nueva York de los 60) pero, desde
el punto de vista narrativo, ocupa la función genérica de chica-sofisticada-que-utiliza-al-héroe (Bacall en El sueño
eterno, aunque no sea el mejor ejemplo), con el divertido giro añadido de que cuando retoza con él lo hace para
quedarse embarazada y criar al hijo ella sola (como buena feminista de los 60 que es). Y hay otra curiosa variante
genérica a tres bandas temporales: los Coen citan ese momento arquetípico de la ficción detectivesca en el que el
villano noquea o droga al detective. La convención tradicional es ofrecer una alucinación resuelta en forma de
collage; pero aquí se convierte en un gran número musical que cita la coreografía de un Busby Berkeley ... y se
constituye quizás en el mayor ejemplo de completa digresión narrativa de todas las “set pieces” con las que nos han
obsequiado los Coen1.
La licencia para cruzar una cita de los 30 con una de los 40 se la da a los Coen la condición, muy años 60, de
“porrero” de su protagonista Dude. Esa condición está en el origen mismo del proyecto: según confesión propia, a
los Coen les atrajo la idea de colocar en el centro de la clásica ficción detectivesca a un sujeto terminalmente
perezoso, desfasado, en quien la condición de disponible del héroe tradicional llega a ser un chiste dada la
indecisión que caracteriza su vida, un héroe de (in)acción que actúa en estado de placentero sopor y que jamás (y en
eso no está solo dentro de la particular fauna de los Coen) tiene la tentación o la perspicacia de adelantarse a los
acontecimientos. Hacer eso con la venerada figura del detective privado es una operación revisionista cuyo mejor
precedente (dejando a un lado las parodias) se encuentra, claro está, en El largo adiós, la (justamente) denostada
incursión de Robert Altman en el Chandler territory.2 Los Coen tomaron directamente como modelo el film de
Altman para EL GRAN LEBOWSKI, repitiendo la misma operación de situar el guijarro de un héroe inadecuado
en la tensa maquinaria de una película negra, jugando al desfase histórico para poner en evidencia algunas de las
convenciones del género (en el caso de Altman, era un hombre de los 40 que estaba como pez fuera del agua en el
mundo californiano de los 70), y haciendo una nueva aportación a la filmo-geografía sobre Los Ángeles de la que el
cine de Altman ofrece tantos ejemplos ilustres, de Tres mujeres a Vidas cruzadas.
A los Coen, como al propio Altman, se les acusa a menudo de condescendencia hacia sus personajes en sus
irónicas películas. Una ironía que surge de la distancia con que contemplan cómo se debaten en las tramas, las
trampas, en las que les encierran. “Mira en tu corazón”, le suplicaba en Muerte entre las flores John Turturro a
Gabriel Byrne: ¿dónde tienen el corazón los Coen? En EL GRAN LEBOWSKI, como ya ocurriera en Fargo con
el personaje de Frances McDormand, se perciben al menos sus latidos. A pesar de que el improvisado detective
Dude se enfrenta a una intriga que tiende a resolverse sola, sin necesitar su activa intervención heroica, y a pesar del
estatismo de su vida en la bolera y de las erradas sugerencias de su ineficaz amigo Walter, creo que pocas veces se
ha podido detectar en los Coen una actitud tan afectuosa como la que exhiben respecto a su estelar trío metepatas
(así lo revela, entre otras cosas, el inesperado impacto que supone la muerte de Donny). Por otra parte, visto el tipo
de protagonistas que suele proponer el cine americano comercial, tiene su valor que los Coen se fijen en “personajes
de segunda” (un poco a la manera de La Cuadrilla y otros post-azconianos de nuestro cine); frente a los
“triunfadores” que apadrina, en la película, el hipócrita gran Lebowski, los Coen prefieren a este trío de
beneficiarios sin rumbo de la sociedad del bienestar.
Sin embargo, este asunto de la posición de los Coen respecto a sus personajes es uno de los que más a
menudo se les plantea en las entrevistas. Pienso que la cuestión se suscita por la tensión que suele existir en su cine
entre una realización hipercontrolada y la ausencia de una moraleja discernible; sus películas están muy dirigidas
pero no se dirigen hacia ninguna conclusión. No se trata de pedirles que nos lleven de la manita con subrayados
explicativos. Pero cuando una película se muestra como una operación deliberada y minuciosa, en donde el punto
de vista no pertenece a los personajes o a la realidad, estamos acostumbrados a percibir a cambio un sentido global:
al fin y al cabo, si se controla la perspectiva es para sacar alguna conclusión, que se espera tanto más contundente
1
El rapto de los quintillizos en Arizona Baby (y no digamos la brillante secuencia inicial del encuentro de la pareja protagonista), el
atentado que sufre Albert Finney a los acordes de “Danny Boy” en Muerte entre las flores, el lanzamiento del hula hop en El gran salto
... ; todas estas set pieces hacían avanzar la acción si bien a veces según el principio de dilatación que rige el cine de los Coen, principio
que tiene en el bloqueo que sufre Barton Fink -y que se transmite a todo el metraje de la película- su ejemplo más prolongado. Pero detener
la acción para hacer una digresión aislada sólo tenía el precedente de la secuencia del japonés en Fargo.
2
Pero sin olvidar la mirada más aparentemente “convencional”, pero no por ello menos revisionista, que supuso el personaje de Lew
Harper interpretado por Paul Newman en el film Harper (Jack Smight, 1966), a partir de las novelas de Ross McDonald y su creación, el
detective privado de Los Ángeles, Lew Archer.
cuanto más se note la mano del autor sobre sus criaturas. Cuando esto falla (todo encaja pero no forma ningún
diseño), se produce un proceso de extrañamiento en el espectador que le conduce a separarse de los personajes y a
ver en todo momento la ironía del todopoderoso enunciador. Los Coen siempre hacen alguna forma comedia. pero
¿a expensas de quién?
Pienso que los Coen tenían algo de esto en mente al crear uno de los hallazgos más divertidos de EL GRAN
LEBOWSKI: el narrador, que luego aparece como personaje dentro de la acción con el nombre de El Extraño
(Sam Elliott), en una especie de versión vaquera del elegante personaje de Anton Walbrook creado por Ophüls para
La ronda. El Extraño es el único que parece ver algo grande en Dude (como para adjudicarle el título de la
película): “Había una vez un hombre...un hombre”, dice y de pronto se queda sin palabras, se lía y se le va “el santo
al cielo”. ¿Qué pasa aquí? El narrador es, por definición, una voz omnisciente o que al menos no se lanza a contar
algo que no tiene mucho sentido. El narrador es también una construcción que remite al propio proceso narrativo
(quien se interne en las procelosas aguas de la narratología descubrirá que hay docenas de posibles tipos de
narradores), por eso los estudiosos hacen su agosto con narradores falsos (el prólogo de Pánico en la escena),
mentirosos (el del episodio de Alejandro Agresti en City Life), imposibles (el de El crepúsculo de los dioses, por
muerto) o incoherentes (el de Leolo). Los Coen hacen aquí su modesta contribución: el narrador que a) está
descaradamente del lado del héroe, b) se le va un poco la cabeza, y c) no consigue darle un sentido a su historia.
Puede que no sea más que un chiste (“nos hacía gracia imaginar a un narrador distraído”, dicen) pero consigue
desmontar la convención de la clausura y direccionalidad del relato y poner en solfa su debatida posición sobre sus
criaturas de ficción.
Dentro de la impecable simetría de la obra de los Coen hasta el momento, tres thrillers y tres comedias, EL
GRAN LEBOWSKI ocupa un lugar intermedio: es un ejercicio de cine negro pero se parece sobre todo a la
comedia excéntrica de Arizona Baby. De regreso de ese viaje a la realidad “más extraña que la ficción” que fue
Fargo, vuelve a contener referencias genéricas y juegos visuales. A diferencia de Renoir, en el cine de los Coen
nadie tiene sus razones (ni siquiera el narrador) y el objetivo de la partida es incierto. Pero siguen siendo únicos a la
hora de convertir en algo fascinante y divertido la observación minuciosa de objetos brillantes, personas obtusas y
tramas opacas.
Texto (extractos):
Antonio Weinrichter, “Fargo, filosofía de bolera”, rev, Dirigido, abril 1998.
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