Sinfonía de culpas Magnolia (1999)

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Sinfonía de culpas
Magnolia (1999)
Con Magnolia, su tercer y más ambicioso proyecto fílmico, Paul Thomas Anderson no sólo se consolida como
uno de los directores norteamericanos más interesantes de la última década, sino también se cristaliza una
obra tan consecuente en sus posiciones e intereses como versátil y expansiva en sus formalizaciones. Desde
el relato minimalista de Hard Eight (1996) hasta el entramado sinfónico de Magnolia, pasando por el retrato
generacional, aunque unívocamente focalizado, de Noches de placer (Boogie Nights, 1997), la creación de
Anderson evidencia una ambición totalizadora, orientada hacia el texto polifónico, que no por variar –de
manera quizás drástica– sus motivos y estrategias, deja de ser íntimamente unitaria.
PADRES E HIJOS
Lo primero que encontramos en común en sus obras es lo temático. En las tres asistimos básicamente a
una búsqueda de redención, de saldo y reconciliación con el pasado (“hemos terminado con el pasado pero
el pasado no ha terminado con nosotros” se repite en Magnolia), que se encarna con recurrencia en
conflictos paternales (lo que la asemeja a otras críticas contemporáneas a la institución familiar, como Happiness y Belleza americana). Claro que, como buen narrador, Anderson desarrolla este tema siempre de
manera novedosa. En Hard Eight tenemos una redención en silencioso progreso entre Sydney (Philip Baker
Hall) y John (John C. Reilly), característica que da a la trama esa emotiva inescrutabilidad, sugerente y sutil
que, a mi juicio, constituye el más atractivo mérito del filme. En Boogie Nights, esa reserva cede a la
exhibición total de la condena y salvación de Eddie Adams (Mark Whalberg), alias Dirk Diggler, cuya génesis
personal, a pesar de su marginalidad, representa la de toda una época y un género cinematográficos. Este
ensanchamiento no se contradice con el modelo paternal descrito, que no deja de ser central (como a primera vista parecería) sino que se desplaza del padre –o los padres, aquí Jack Horner (Burt Reynolds) y Amber
Waves (Julianne Moore)– hacia el hijo pródigo, articulando y dando consecuencia dramática a la historia.
Y es en Magnolia, gracias a la focalización múltiple, donde se combinan ambas aproximaciones.
Conservando el aliento épico de Boogie Nights, Anderson recupera la orientación más íntima de Hard Eight,
multiplicándola y logrando, aunque indirectamente, realizar un diagnóstico subjetivo de la sociedad
contemporánea, caracterizada externamente por la hostilidad y la opresión, e internamente por la soledad, la
desesperación y la culpa. Así, los relatos paralelos, gracias a una compleja red de vasos comunicantes,
describen una cadena de expiaciones (en su sentido formal y simbólico), en la que la vida es vista como una
fábrica de ultrajes y penitencias, heredadas al infinito, desatando una tempestad de odios y arrepentimientos
que nos recluye en la rabia, el desamparo y la confusión más insalvables.
Estos sentimientos se hallan presentes, con un pulso cassavetiano, a lo largo de todo el filme, alternando
distintas intensidades como en una composición musical, donde el azar y la expiación serían los leitmotivs
principales. El tono desgarrado y trágico prevalece y se acentúa cada vez más en un in crescendo que acoge, en sus últimos compases, una luminosa discordancia; el pequeño ingrediente que faltaba para derivar
tanta energía dramática hacia un final de impactante belleza: las pequeñas gotas, los pequeños reflejos, las
pequeñas palabras y sonrisas que pueden purificar, o al menos cicatrizar, años de desasosiego.
El desarrollo narrativo de este movimiento, la manera como Anderson va preparando el desenlace, no
sólo me parece lo mejor de la película, sino también la prueba más definitiva hasta ahora vista sobre el
talento de este joven realizador, cuyas capacidades exceden de sobra el dominio de los planos-secuencia y
el dinámico montaje sonoro y visual demostrado antes.
Uno de los puntos álgidos es sin duda la secuencia, hacia el final del filme, donde la voz en off del
moribundo Earl Partridge (Jason Robards) atraviesa una a una las distintas historias, todas afinadas en una
nota de contenida pero inminente explosión, convirtiéndose en una especie de mea culpa grupal, o en el
veredicto de una supraconciencia que anticipa el desencadenamiento de la tragedia, el punto cero previo a la
caída. A partir de ahí, todas las líneas narrativas eclosionan en silencio, mostrando todo su patetismo, toda
su esperanza. Wise Up, la canción de Aimee Mann (cuya presentación es otra cosa que agradecemos), es
otro de los momentos en que los distintos dramas se unifican, elevando en su clamor una especie de
invocación al Ser Supremo, una confesión coral que dará inicio a las personales, hasta recibir la increíble
plaga que más que de castigo sirve de catarsis, de limpieza, tras la cual al menos una respuesta sale a la luz.
Luego de aproximadamente tres horas en las que maneja con maestría el monumental relato, Anderson se
da el lujo, además, de que todo confluya hacia un final sorprendente, con una verdadera vuelta de tuerca
emocional: el amor como una promesa de cura abrumadora. Subiendo el volumen de la música, de tal manera que desplaza el parlamento a un segundo plano; esta última escena adquiere una fuerza sentimental
abrumadora.
EL AZAR Y LO VEROSÍMIL
Los méritos hasta ahora nombrados, como el “buen oído” dramático y la pericia narrativa, a los que se
agrega su sobresaliente dirección de actores, son los que nos pueden hacer pensar en Anderson como un
director experimentado, de largo oficio, imagen que contrasta con su pasmosa juventud. Pero también
encontramos en Magnolia otros elementos que, de manera más marcada que en sus anteriores trabajos, nos
remite a un director más arriesgado y provocador. Tenemos pues a un Anderson clásico y a uno más
recalcitrante, que en el caso de Magnolia se hace presente desde el prefacio, en el que se sientan las bases
de la poética que se manejará en el filme. Apelando al formato del reportaje, se exponen tres casos cuya extrema contingencia los expulsa de lo probable, buscando refugio en los meandros de lo posible. De esta
manera, sacando partido de un reformulado realismo, se acreditarían las libertades tomadas más adelante,
en especial los recursos del canto simultáneo y de la precipitación anfibia. Si se aceptan éstos como licencias
poéticas, resulta más fácil hacerlo también con las coincidentes relaciones entre los personajes, que en sí
mismas son menos novedosas que lo que Anderson parecería creer con sus constantes, y quizás excesivas,
justificaciones.
Así, lo azaroso y lo plausible adquieren tal redundancia en el discurso que pasan de ser un mero
planteamiento ficcional a tema de la obra, que lógicamente no tiene mucha relación con el arriba comentado.
Y es esta desproporción o divergencia, según como se la mire, el mayor problema del filme. Los únicos
puntos de contacto son las dos principales licencias mencionadas que, sin embargo, lejos de fundamentar tal
opción, acusan cierto ánimo efectista, atribuible al Anderson más juvenil. Una propuesta que unifique ambas
líneas temáticas de manera más orgánica hubiera sido preferible.
Otra posible objeción es que, entre todas las historias, hay algunas como las de los telegenios (William H.
Macy y Jeremy Blackman), que no quedan muy bien resueltas, además de que su peso dramático puede
pecar de deleznable; esto sin embargo no las llega a descalificar, ya que, vistas como relatos secundarios, su
función más bien sería de catalizar, servir de bisagras o de reflejos menos densos del conflicto central,
contribuyendo al efecto conjunto. A su vez, el manejo del tiempo, pese al encubrimiento del acelerado
montaje (comparable a un frenético zapping) puede parecer desconcertante, sobre todo cuando una llamada
telefónica puede demorar tanto como el nacimiento y desarrollo de una relación amorosa. Pero esto, claro, si
se le ve realísticamente, cosa no recomendada desde el principio.
De cualquier modo, ante experiencias cinematográficas tan placenteras como ésta, no es raro sentirse
tentado a conceder que toda objeción, aunque necesaria, puede resultar superflua.
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