Indios, gitanos, `emos`

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INTOLERANCIA
Indios, gitanos, ‘emos’
Por: Héctor Abad Faciolince
Una de las hipótesis más probables sobre la extinción de los Neanderthales (una especie tan afín
al homo sapiens como los tigres a los leopardos) es que los humanos los exterminamos hace 30
mil años.
Acabamos con ellos con tal de no tener que convivir con unos homínidos que se parecían lo
suficiente a nosotros para inquietarnos, y al mismo tiempo eran lo bastante distintos para querer
matarlos. No se puede negar que cierta tendencia xenófoba hace que nuestra especie se incline
cíclicamente hacia el genocidio, ya no contra otras especies, sino contra otras culturas: los
romanos arrasaron con los etruscos, los europeos exterminaron a los indios, los ingleses a los
aborígenes australianos, los nazis a los judíos, los hutus a los tutsis...
La vanidad humana, en todos los períodos de la historia, nos ha hecho pensar que ya hemos
llegado a un grado de civilización que nos hace inmunes a la barbarie. Tendemos a creer que
eso del exterminio a los distintos ocurría antes, cuando éramos más bestias, pero ahora ya no.
Una serie de noticias de estos días nos deberían recordar que tenemos todavía el mismo cerebro
de aquellos hombres primitivos que exterminaron a los Neanderthales. La más rara de estas
noticias es el posible descubrimiento, en el corazón de la Amazonia brasileña, de una población
india que lleva al menos un siglo sin contacto con el “hombre blanco”. Un helicóptero se acerca y
los hombres de la tribu se defienden con arcos y flechas. Todo es raro: el ojo curioso con que
queremos ver y proteger (como si fueran animales en vía de extinción) a esos seres extraños
como marcianos, y también su reacción inmediata, “natural”, de disparar flechas contra el aparato
que vuela sobre sus chozas.
En la cultísima Italia no ocurren cosas muy distintas. Esta semana el gran jefe calvo de la blanca
tribu itálica ha lanzado una campaña, no digamos para exterminar, pero sí para hacerles la vida
imposible a los gitanos. Aunque el 37% de los gitanos que viven en Italia sean italianos, el nuevo
gobierno de Berlusconi, que atribuye todos los vicios (robos, ruido, mugre, trampas) a esas tribus
seminómadas europeas, está legislando para desterrarlos.
Y aquí, en el norte del Cauca, el Consejo Regional Indígena denuncia el asesinato de dos
comuneros del resguardo de Tacueyó. Quizá quienes los mataron simplemente se pregunten por
qué los miembros de esas comunidades no hablarán ni comerán como nosotros, no se vestirán
como nosotros, por qué no querrán ir a una oficina o a una fábrica ocho o diez horas al día, como
nosotros. Como son tan raros, tan distintos, la solución más a la mano es matarlos. En Colombia
sacamos pecho porque somos ricos en pájaros o en ranas, pero no se nos ocurre pensar en la
inmensa riqueza cultural que consiste en tener poblaciones y lenguas indígenas auténticas, y que
no piden otra cosa que seguir viviendo como a ellos les gusta en los territorios que siempre
ocuparon.
Nuestro cerebro (y aquí incluyo el de los indios, el de los mestizos, el de los blancos, el de los
negros) sigue siendo el mismo: alérgico a los extraños. Nos molesta lo distinto. En el Chocó los
negros odian a los indios, en el sur de Colombia los de unas comunidades a otras, y en las
ciudades también se detestan los que pertenecen a las distintas tribus urbanas. Leo que hay
punks de derecha y hasta gomelos de izquierda que abominan a los emos, unos muchachos que
se visten y se maquillan de negro, parecen depresivos y se dejan un mechón de pelo sobre el
ojo. Los ven y los agarran a patadas.
Seamos francos: todo lo que es muy distinto de nosotros nos parece odioso. Los artistas de
bluyines no se maman a los ejecutivos de corbata; la tribu de los mamertos abomina al gremio de
los banqueros. Con modales que nos parecen menos o más civilizados, lo que hace Berlusconi
en Italia contra los gitanos es idéntico a lo que hacemos aquí contra los indios, o los madereros
peruanos contra las últimas tribus amazónicas. Somos xenófobos, racistas, territoriales. Para no
practicar esos instintos hay que reconocer que los tenemos. Lo único civilizado es dominar al
bárbaro que todos (indios, negros, blancos, asiáticos) llevamos dentro. Todos tiramos a matar:
unos con helicópteros y otros con arcos.
Las mayorías
Por: Lisandro Duque Naranjo
La semana que hoy termina ofreció el lamentable espectáculo de unas mayorías escolares
abucheando de manera agresiva a dos condiscípulas adolescentes recién reintegradas —
mediante recurso de tutela— al establecimiento del que habían sido expulsadas por asumirse
abiertamente como novias del mismo sexo.
El hecho ocurrió en un colegio de Manizales. Habría que destacar la entereza del defensor del
pueblo de esa ciudad quien, al día siguiente de la rechifla, acompañó a las dos afectadas al
plantel y, parándose en la raya, les garantizó su derecho a no ser estigmatizadas.
Para eso tuvo que llevar más autoridades y contar desde luego con la valentía de la pareja de
jóvenes. Quizás fuera necesario seguir pendientes de la suerte de éstas ya por dentro de ese
ámbito adverso —producto menos de la propia iniciativa escolar que de las consejas de padres
de familia y de uno que otro profesor mojigato—, a efecto de sancionar como corresponde a
quienes las hostilicen por mantener un noviazgo que ciertos núcleos atrasados se empecinan en
calificar como anómalo o con una expresión de acústicas inquisitoriales: “contra-natura”.
Hace tres años, en un pequeño municipio huilense, una cantidad de energúmenos —parece que
la mayoría del pueblo—, la emprendió a piedras e insultos contra varios enfermos de sida a
quienes la Secretaría de Salud —como no sé de medicina, ignoro si correctamente— había
concentrado en una vivienda en las afueras de la población. La prensa no hizo un seguimiento
sobre el asunto, así que es imposible saber en qué paró aquello, que no debió ser bien.
Esta semana en Cali, el periódico El País ha estado haciendo una encuesta entre sus lectores
solicitando el sí o el no a propósito de la conveniencia de ocupar militarmente la Universidad del
Valle. A la hora de escribir esta columna, por el sí ha votado el 80%. Como quien dice que faltan
cuatro puntos todavía para completar la vergüenza y saber de dónde provienen los votantes.
Estos episodios, en el caso de que no abundaran muestras de las brutalidades en que suelen
incurrir las mayorías, bastarían para tener a éstas bajo sospecha de enajenación permanente.
“Las malas ideas —decía alguien cuyo nombre no recuerdo—, tienen el descaro de sentirse
legítimas sólo por el amplio respaldo de que gozan”.
Sartre, en sus Reflexiones sobre la cuestión judía, describe la fruición que experimentaban los
franceses del pueblo al lanzarles piedras a las casas de los judíos previamente marcadas con
pintura roja por los invasores alemanes. “Esos gestos los redimían de su sentimiento de
inferioridad social al provocarles el alivio de pensar que había gente peor que ellos”, decía el
escritor. Agredir a quienes —según la propaganda nazi y para justificar su exterminio—,
constituían lo más bajo de la especie humana, hacía sentir seres superiores a los despreciados
habituales no judíos.
De la hostilidad reciente contra Piedad Córdoba, alguien en internet dijo: “Es el caso de una
morena que se cree negra, atacada por un mundo de mestizos que se creen blancos”. Esa rabia
contra la senadora ha mermado, por fortuna, pues la gleba se alborota es por instantes y es
mudable según soplen los vientos. “Gleba”, lo aclaro, no es el pueblo raso, sino el pueblo raso
cuando desde arriba, y aprovechándose de su condición de muchedumbre, le manipulan sus
ignorancias ancestrales.
Paul Valery, al decir lo siguiente, me saca con decoro de este aprieto, para que nadie piense que
me las estoy dando de café con leche o de esa cosa de mal gusto que llaman “gente de bien”:
“La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen para provecho de gentes que sí se
conocen pero no se masacran”. Aquello, pues, de que “el pueblo unido jamás será vencido”,
estaría por demostrarse. Si antes parece —independientemente de doctrinas— que cuando una
multitud opina igual, es porque una sola persona está pensando por ella.
Formar parte de cualquier minoría, desde luego, no necesariamente le da la razón a nadie, pero
sí debiera por lo menos hacerlo digno del respeto de los que son más numerosos. Las mayorías,
en cambio, se vuelven un problema cuando ni siquiera se plantean la eventualidad de estar
equivocadas. Lo que es un desastre en momentos en que, obedeciendo las órdenes, o las
sugerencias veladas de quien las inspira, se vuelven implacables. Cuentan las crónicas que el
Cóndor Lozano jamás les dijo a sus matones que había que matar a fulano. Se limitaba a decir,
crípticamente, algo así como “perencejo está hablando más de la cuenta últimamente”, y al día
siguiente perencejo amanecía muerto.
Claro que la democracia es el gobierno de las mayorías, siempre y cuando éstas no se crean con
el derecho a ignorar, o a considerar como sobrantes de la sociedad, a quienes se comporten o
piensen diferente a ellas. A los que ya hasta miedo les da pronunciar obviedades sólo porque
disienten del catecismo oficial, tan aparatoso y omnipresente. Aquí la gente busca afanosa el
confort de lo “normal”, para no meterse en problemas. Ya no se habla, se cuchichea.
Quizás por eso estoy admirando tanto al par de peladas manizaleñas que le pusieron la cara a
sus rabiosas compañeras.
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CONCEPTO DE INTOLERANCIA
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