Fue un sobresalto mayúsculo descubrir que el doctor J. von Haller

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Fue un sobresalto mayúsculo descubrir que el doctor J. von
Haller era una mujer. No tengo nada en contra de las mujeres;
lisa y llanamente, nunca se me había ocurrido que pudiera
verme hablando con una de ellas de las cosas tan íntimas que
me habían llevado a Zúrich. A lo largo de los exámenes físicos,
dos de los médicos con los que me encontré eran mujeres, y no
tuve ningún reparo. Les permití examinarme por dentro tal
como se lo habría permitido a cualquier hombre. Mi mente, en
cambio, era harina de otro costal. ¿Alguna mujer podría,
sabría, querría entender qué era lo que no funcionaba bien?
Antes estaba extendida la idea de que las mujeres son muy
sensibles. La experiencia profesional que he tenido con ellas
como clientes, testigos y adversarios había disipado todas las
ilusiones que pudiera concebir yo en ese sentido. Hay algunas
mujeres sin duda muy sensibles, pero todavía no me he encontrado con nada capaz de convencerme de que sean, en conjunto,
más propensas a la sensibilidad que los hombres. Y yo creía
estar necesitado de un manejo delicado. ¿Estaba la doctora J.
von Haller a la altura de las circunstancias? Nunca había tenido noticia de una mujer psiquiatra, salvo las que tratan a los
niños. Y mis problemas no eran ni mucho menos los de un niño.
Allí estaba yo, pese a todo, y allí estaba ella, en una situación
que parecía de índole más social que profesional. Me encon-
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traba en lo que parecía ser una sala de estar, y la disposición
de los sillones era tan poco profesional que fui yo quien tomó
asiento a la sombra, mientras que la luz de los ventanales a ella
le iluminaba de lleno la cara. No había diván.
La doctora von Haller me pareció más joven que yo. Tendría
unos treinta y ocho, supuse, pues si bien ostentaba una expresión juvenil ya peinaba canas. Tenía un rostro agraciado, de rasgos amplios, pero no toscos; una nariz excelente, aquilina si uno
quisiera hacerle el cumplido, aunque a punto de ser ganchuda
si uno prefiriese no hacérselo; la boca grande, los dientes estupendos, blanquísimos, aunque no con la clásica blancura norteamericana; los ojos muy bellos, castaños, a juego con su
cabello; la voz agradable, baja; no tenía un dominio lo que se
dice perfecto del inglés coloquial, y se le notaba un ligero acento. Vestía de manera anodina, ni a la moda ni con desaliño, de
ese modo que Caroline califica de «clásico». Era toda ella una
persona que inspiraba confianza. Pero también lo soy yo, y
conozco todos los trucos profesionales necesarios para hacerlo. Hay que guardar silencio, dejar que sea el cliente quien
hable; no conviene hacer sugerencias; que el cliente desembuche y se desahogue; hay que estar atento a cualquier titubeo
suyo que pueda ser revelador. Todo eso lo estaba haciendo
ella, pero también lo hacía yo. El resultado fue una conversación forzada y rebuscada durante un buen rato.
—¿Y fue el asesinato de su padre lo que le llevó a venir para
someterse a tratamiento?
—¿No le parece suficiente?
—La muerte del padre siempre es un momento crítico en la
vida de un hombre, pero por lo común dispone de tiempo
para prepararse psicológicamente antes de que llegue. El padre
envejece, renuncia a sus exigencias sobre la vida, se prepara de
manera manifiesta para afrontar la muerte. Una muerte violenta
es sin duda una sacudida severa. Pero usted era consciente de
que su padre debía morir tarde o temprano, ¿no es así?
—Supongo. No recuerdo haber pensado en ello.
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—¿Qué edad tenía?
—Setenta.
—Tampoco se trata de una muerte prematura. Es la edad que
nos asigna el salmo.
—Pero es que fue un asesinato.
—¿Quién lo asesinó?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Fue conducido, o bien condujo él
mismo su coche, a un muelle del puerto de Toronto. Cuando
sacaron su coche del fondo del agua lo hallaron agarrado al
volante con tanta fuerza que tuvieron dificultades para soltarle las manos. Tenía los ojos completamente abiertos. Y una
piedra en la boca.
—¿Una piedra?
—Sí, esta piedra.
Se la tendí, colocada sobre el pañuelo de seda en el que la llevaba. Era la prueba «A» en la investigación sobre el asesinato de Boy Staunton: un trozo de granito rosa, canadiense, más
o menos de la forma y el tamaño de un huevo de gallina.
Ella la examinó con atención. Luego, despacio, se la introdujo en la boca y me miró solemnemente. ¿O no fue solemnemente? ¿Hubo un destello en su mirada? No lo sé. Demasiado
me desconcertó lo que había hecho para saber, encima, cómo
lo hizo. Se la sacó, la limpió cuidadosamente con el pañuelo y
me la devolvió.
—Pues sí, se podría hacer —dijo.
—Es usted una persona muy fría —dije yo.
—Sí. Ésta es una profesión muy fría, señor Staunton. Dígame una cosa: ¿no ha sugerido nadie que su padre tal vez se haya
suicidado?
—Desde luego que no. Sería absolutamente impropio de él.
De todos modos, ¿por qué piensa inmediatamente en eso? Le
he dicho que fue asesinado.
—Pero no se han hallado pruebas del asesinato.
—¿Cómo lo sabe?
—Tengo el informe que sobre usted ha preparado el doctor
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Tschudi, y he pedido a la bibliotecaria de nuestro Neue Zürcher Zeitung que verifique su archivo. En efecto, se informó de
la muerte de su padre, no en vano tenía relación con varios bancos suizos. La información es forzosamente discreta, muy breve, pero me pareció que el suicidio era la explicación en general aceptada.
—Fue asesinado.
—El informe del doctor Tschudi me hace pensar que tiene
usted la impresión de que su madrastra ha tenido algo que
ver en todo esto.
—Sí, sí, pero no de una manera directa. Ella lo destruyó.
Fue ella quien hizo de él un infeliz, un hombre completamente distinto del que era. Yo nunca he sugerido que ella lo llevase al muelle. Lo asesinó, desde luego, pero psicológicamente...
—¿De veras? Tenía la impresión de que a usted la psicología
le importaba más bien poco, señor Staunton.
—La psicología tiene un papel destacado en mi profesión. Soy
un abogado especializado en derecho penal, y bastante reconocido por cierto. ¿O eso también lo ha verificado usted? Algo
he de saber sobre cómo funcionan las personas. Sin una apreciación psicológica bastante aguda no podría dedicarme a lo
que me dedico, es decir, a extraer de las personas cosas que ni
de lejos querrían contar. El mismo trabajo que usted, ¿no?
—No. Mi trabajo consiste en escuchar a las personas, que
dicen lo que a toda costa desean decir, aunque mucho se temen
que nadie las entienda. Usted utiliza la psicología como un
arma ofensiva en interés de la justicia. Yo la utilizo como curación. Un abogado tan agudo como usted sabrá sin duda apreciar la diferencia. Ha demostrado que la comprende. Cree que
su madrastra asesinó psicológicamente a su padre, pero no
cree que eso fuera suficiente para empujarlo al suicidio. Bien,
yo he conocido situaciones como ésa. Pero si ella no fue la
asesina material, ¿quién cree usted que pudo haber cometido
el asesinato?
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—Quien le pusiera la piedra en la boca.
—Oh, vamos, señor Staunton. Nadie podría poner esa piedra en la boca de un hombre en contra de su voluntad, o no al
menos sin romperle los dientes y dejar pruebas manifiestas de
violencia. Lo he intentado. ¿Lo ha intentado usted? No, ya me
parecía que no. Su padre debió de introducirse la piedra en la
boca.
—¿Por qué?
—Tal vez alguien le dijo que lo hiciera. Alguien a quien no
podía o no quería desobedecer.
—Eso es ridículo. A mi padre nadie podría obligarle a hacer
algo que él no quisiera hacer.
—Es que tal vez quisiera hacerlo. Tal vez quisiera morir. Es
algo que suele pasar, no sé si lo sabe.
—Él amaba la vida. Era la persona más vitalista que jamás
haya conocido.
—¿Incluso después de que su madrastra lo asesinara psicológicamente?
Empezaba a perder terreno. Esto era humillante. Soy espléndido en cualquier interrogatorio, a pesar de lo cual allí estaba,
perdiendo el equilibrio, perdiendo pie una y otra vez ante la doctora. Bueno: en mis propias manos tenía el remedio.
—No me parece que esta línea de conversación sea provechosa. No me parece que conduzca a nada que me pueda servir de ayuda —dije—. Si tiene la amabilidad de indicarme cuáles son sus emolumentos por la consulta, podemos darla ahora mismo por zanjada.
—Como quiera —dijo la doctora von Haller—. Pero tengo
el deber de indicarle que son muchas las personas a las que no
les gusta la primera consulta, por lo que desean escapar. Y
luego regresan. Usted es un hombre de inteligencia superior a
la media. ¿No simplificaría las cosas que se saltase ese primer
deseo de huir y que continuásemos? Estoy convencida de que
es usted demasiado razonable, y que por eso mismo no ha
supuesto que esta clase de tratamiento vaya a ser indoloro. Siem-
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pre es difícil, sobre todo al comienzo. Para todos. Y en especial para las personas de su tipo.
—¿Así que ya me tiene clasificado?
—Le ruego me disculpe; sería una impertinencia afirmar una
cosa así. Me refiero solamente a que las personas más inteligentes y adineradas, que tienen por costumbre salirse con la
suya, son a menudo hostiles e irritables al comienzo de un
tratamiento analítico.
—Entonces, usted me sugiere que haga de tripas corazón y
que sigamos.
—Que sigamos, desde luego. Pero es mejor que no haya que
hacer de tripas corazón. Creo que recientemente ha tenido
que hacer demasiadas veces de tripas corazón. Suponga que procedemos de una manera más llevadera.
—¿Le parece a usted llevadero dar a entender que mi padre
se quitó la vida, cuando yo le he dicho que fue asesinado?
—Estaba diciéndole solamente algo que con absoluta discreción se daba por sobrentendido en la noticia. Estoy segura
de que eso ha tenido que oírlo antes. Y sé que esa clase de
insinuaciones suelen ser muy desagradables. Pero cambiemos
de terreno si le parece. ¿Sueña usted a menudo?
—Ah, caramba: así que ya hemos llegado a lo de los sueños.
Pues no, no sueño mucho. O tal vez debería decir que no presto demasiada atención a los sueños que tengo.
—¿Ha tenido algún sueño últimamente, desde que decidió
venir a Zúrich, o desde su llegada?
Me pregunté si debería contárselo. Aquello me estaba costando mis dineros. Así pues, me dije, ¿por qué no disfrutar del
espectáculo completo, fuera el que fuese?
—Sí. Ayer noche tuve un sueño.
—¿Y bien?
—Un sueño muy vívido, al menos para mí. Mis sueños suelen ser residuales, cosas fragmentarias, sin ilación. No perduran en mi memoria. Éste fue muy distinto.
—¿En color?
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—Sí. De hecho, a todo color.
—¿Y cuál era el tono general del sueño? Es decir, ¿lo disfrutó?
¿Le resultó placentero?
—¿Placentero? Pues sí, yo diría que fue placentero.
—Cuénteme qué soñó.
—Me encontraba en un edificio que me resultaba familiar,
aunque no estuviera en un sitio que me resultara conocido. Pero
de alguna manera tenía relación conmigo, yo era allí alguien de
cierta importancia. Tal vez debiera decir que me vi rodeado por
un edificio, porque era una especie de colegio, como los colegios universitarios de Oxford. Atravesaba deprisa el patio central, pues iba a salir por la puerta de atrás. Al pasar por debajo del arco de la puerta, dos hombres que estaban allí de guardia (los conserjes, policías, funcionarios o guardianes de alguna clase) me saludaron y sonrieron como si me conocieran. Yo
les hice un gesto de saludo. Entonces me encontré en la calle.
No era una calle canadiense; más bien parecía una calle de
una bonita localidad de Inglaterra, tal vez de la Europa continental, ya sabe usted, con árboles a uno y otro lado, y edificios agradables, como casas, aunque parecía haber una tienda,
o dos, y pasó por delante de mí un autobús lleno de pasajeros.
Yo iba deprisa, iba camino de alguna parte, y doblé velozmente a la izquierda y eché a caminar por el campo. Iba por un
camino, la población había quedado a mi espalda; me parecía
caminar a la orilla de un campo en el que se estaban realizando unas excavaciones. Supe que estaban tratando de hallar
algunas ruinas. Atravesé el campo hasta un chamizo improvisado que se hallaba en el centro del yacimiento arqueológico,
no me pregunte por qué, pero sabía que lo era, y entré por la
puerta. El chamizo era por dentro muy distinto de lo que me
esperaba; como ya le he dicho, parecía un cobertizo provisional para herramientas y cosas semejantes, pero por dentro era
de estilo gótico. El techo era bajo, pero bellamente abovedado, de piedra. Todo era de sillares de piedra. Había allí dentro
un par de hombres jóvenes, dos tipos normales y corrientes, de
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veintitantos años, diría yo, que estaban conversando en la
embocadura de algo que era, o yo al menos lo sabía, una escalera de caracol que descendía directamente hacia la tierra.
Quise bajar por la escalera, y pedí a los dos jóvenes que me permitieran pasar, pero no me hicieron caso, y aunque no me
hablaron en ningún momento, y siguieron hablando el uno
con el otro, yo noté con toda claridad que habían pensado
que yo era un simple entrometido, un intruso que no tenía
derecho a bajar por la escalera, y que probablemente tampoco tenía verdaderos deseos de bajar. Así pues, salí del chamizo y volví al camino y emprendí el regreso a la población, y
entonces me encontré con una mujer. Era una persona extraña, como una gitana, aunque no era una gitana vistosa, de las
que van vestidas de un modo llamativo; llevaba una ropa anticuada, andrajosa, que parecía habérsele descolorido con el
sol y la lluvia; llevaba un sombrero de ala ancha, de terciopelo negro, muy desgastado, con unas plumas de colores llamativos. Parecía tener algo importante que comunicarme, y no
dejaba de darme la lata, pero yo no entendía nada de lo que me
decía. Hablaba en una lengua extranjera; supuse que era romaní. No me estaba pidiendo dinero, aunque a pesar de todo
estaba claro que quería algo a cambio. «Bueno —me dije—,
cada país tiene a los extranjeros que se merece.» Lo cual es un
comentario estúpido, si se para usted a analizarlo. Sin embargo, yo tenía la sensación de que se me estaba agotando el tiempo, de modo que apreté el paso para volver a la localidad,
doblé bruscamente a la derecha, y esta vez a punto estuve de
darme de bruces contra la cancela de entrada al colegio. Uno
de los guardianes me llamó a voces: «Esta vez podrá lograrlo,
señor. Seguro que esta vez no le multan». Y acto seguido me
encontré sentado a la cabecera de una mesa, con mi toga de abogado, presidiendo una reunión. Eso fue todo.
—Un sueño muy bueno. Tal vez es mejor soñador de lo que
usted piensa.
—¿Va a decirme que tiene algún significado?
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—Todos los sueños tienen algún significado.
—Sí, para José y el faraón, o para la esposa de Pilatos, puede ser. Le va a costar mucho trabajo convencerme de que los
sueños significan algo aquí y ahora.
—Estoy segura de que me va a costar mucho. Por el momento, quiero que me diga, sin pararse a pensarlo demasiado, si ha
reconocido a algunas de las personas que aparecen en su sueño.
—A ninguna.
—¿Le parece que podrían ser personas a las que aún no
haya visto? ¿O personas a las que ayer no hubiera visto?
—Doctora von Haller, usted es la única persona que he visto hoy y que no había visto ayer.
—Ya me parecía. ¿Podría ser yo alguna de las personas
que aparecen en su sueño?
—Va usted demasiado deprisa para mí. ¿Me está dando a
entender que yo puedo haber soñado con usted antes de conocerla?
—Eso sería absurdo, ¿verdad que sí? Sin embargo... lo que
yo le pregunto es si podría ser yo alguna de las personas
que aparecen en su sueño.
—No había en el sueño nadie que pudiera ser usted, a no ser
que quiera sugerir que era usted la gitana a la que no se le
entendía nada, y espero que no pretenda que yo me trague
una cosa así.
—Estoy segura de que nadie podría lograr que un abogado
tan capacitado como usted se tragase una cosa tan ridícula
como ésa, señor Staunton. Pero no deja de ser extraño, ¿no le
parece?, que haya soñado que se encuentra con una figura
femenina de unas características completamente distintas a lo
habitual en su experiencia, que trataba de decirle a usted algo
importante que usted no supo entender, y que no quiso entender, porque estaba ansioso por regresar a su recinto cerrado,
tan placentero, y a su toga de abogado, para presidir además
alguna reunión sin duda importante.
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—Doctora von Haller, no tengo ninguna intención de ser
descortés, pero creo que está usted devanando una interpretación ingeniosa a partir de la pura nada. Debe saber usted que
hasta que vine hoy a su consulta desconocía que J. von Haller
fuera una mujer. Por eso, aun cuando hubiera soñado que
venía a ver a un analista de esa manera tan... imaginativa, ésa
es una realidad que no podría haber aparecido en mi sueño,
¿no es cierto?
—No es una realidad, salvo en la medida en que todas las
coincidencias son realidades. Usted se encuentra con una mujer
en su sueño y yo soy una mujer. Pero no necesariamente soy esa
mujer. Le aseguro que no es infrecuente que un paciente nuevo tenga un sueño importante, y revelador, la víspera misma de
iniciar el tratamiento, antes de haber conocido a su analista. Es
algo que siempre preguntamos, por si acaso. No obstante, un
sueño anticipatorio que contiene una realidad desconocida es
algo sumamente infrecuente. No será preciso, sin embargo,
que lo comentemos ahora. Ya tendremos tiempo más adelante.
—¿Está segura de que habrá un «más adelante»? Si he entendido bien el sueño no logro comprender absolutamente nada
de lo que dice la gitana, de su parloteo indescifrable, y regreso a mi mundo familiar. ¿Qué es lo que deduce usted de eso?
—Los sueños no son premoniciones del futuro. Sólo revelan
un estado anímico en el que el futuro puede hallarse de manera implícita. Su estado de ánimo en estos momentos es muy
semejante al de un hombre que no desea conversar con mujeres a las que no entiende. Pero su estado de ánimo podría
cambiar. ¿No le parece?
—La verdad es que no lo sé. Con franqueza, esta conversación me está pareciendo una pelea a cara de perro, en la que
uno y otro tratamos de cobrar cierta ventaja. ¿Seguirá de esta
misma forma el tratamiento?
—Por un tiempo es posible que sí. Pero a esos niveles no
serviría para sacar nada en claro. Bien, su hora casi ha con-
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cluido, de modo que permítame que abrevie un poco y que le
hable con toda sinceridad. Si he de ayudarle en algo, tendrá
usted que hablarme desde su mejor yo, con sinceridad y con plena confianza. Si continúa usted hablándome siempre desde
un yo inferior, receloso y suspicaz, tratando de sorprenderme
en la charlatanería que quiera encontrar en mis palabras, no
podré hacer nada por usted, y al cabo de muy pocas sesiones
pondrá usted fin al tratamiento. Tal vez sea eso lo que ahora
pretende. Nos queda un minuto, señor Staunton. ¿Va a presentarse usted a la próxima cita, sí o no? Por favor, no piense
que me ofenderá su decisión de no continuar, ya que son
muchos los pacientes que desean venir a verme. Si tuviera ocasión de conocerles, cualquiera podría asegurarle de que no
soy una charlatana, sino una doctora seria y experta. ¿Cómo
quiere que quedemos?
Siempre he detestado que me pongan entre la espada y la
pared. Estaba muy molesto. Pero cuando fui a recoger mi sombrero vi que me temblaba la mano, y ella también lo vio. Era
preciso hacer algo respecto de ese temblor.
—Vendré a la hora concertada —dije.
—Bien. Que sea cinco minutos antes de la hora, si no es
mucha molestia. Tengo una agenda realmente apretada.
Y así me encontré en plena calle, enfurecido conmigo mismo
y con la doctora von Haller. Sin embargo, en algún tranquilo
rincón de mi ánimo no me sentía contrariado por el hecho de
volver a verla de nuevo.
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