Siglo nuevo NUESTRO MUNDO salvatruchas’ y los llamados ‘aztecas’ en los Estados Unidos. Y aun así es tiempo que a ciencia cierta nadie conoce cuán grande es el problema de estas bandas. A diario caen capos, decomisan dinero, droga, armas; hay tiroteos, municipios con corporaciones completas de policías enfangados, fugas en masa con custodios y directores de Ceresos vendidos. Calderón visita Juárez; ahí se toman el café, se dicen alabanzas y él se va a su despacho, con altos niveles de seguridad. La violencia arrecia ya no sólo en esa frontera, el regadero de sangre sigue en todo el territorio. Calderón pide al pueblo que no hable mal de México, que se denuncie a los malos, que todos afrontemos el problema; dice que el país debe estar orgulloso de cumplir dos siglos de ser independiente y un siglo de luces, sin embargo sólo en los primeros tres meses de 2010, datos de varios periódicos a nivel nacional daban una cifra de 2,134 muertos incluyendo civiles, por las acciones entre bandas y fuerzas de seguridad. Los altos mandos en todas las corporaciones policiacas de los tres niveles en los que el pueblo se gasta una buena partida deben dar solución al problema, salirle al toro, enfrentar los espectros sin rostro e investigar, como dicen ellos, “hasta las últimas consecuencias”. El pueblo no ve aun a ningún jefe o político en la cárcel, el aparato de justicia sigue enmohecido y una buena medida sería que se borrara de una vez por todas el fuero, esa maldita y perversa inmunidad que da impunidad a miles de los llamados servidores públicos. El buey sigue en la barranca y se ve difícil sacarlo, está atorado entre abrojos, telarañas y sostenido por unas raíces muy profundas y verdes llamadas dólares. La bola de nieve crece, parece que nadie para su caída. La influenza ya fue detenida, pero el río de sangre nadie lo puede detener. Y mientras esto sucede y el presidente dice que el pueblo debe atorarle al problema, ¿los H. H. ministros de la Suprema Corte de Justicia, qué hacen? Digo, con los más de 350 mil pesos que perciben al mes? Correo-e: [email protected] 48 • Sn El impulso de escribir Angélica López Gándara H ace unas semanas fuimos convocados por Jaime Muñoz: Daniel Maldonado, Ivonne Gómez Ledezma, Daniel Herrera, Miguel Morales, Iván Hernández y yo, para compartir nuestra experiencia sobre por qué escribimos. El siguiente texto es él que leí en el Taller de gráfica ‘El Chanate’. Como casi todos, de niña fui grafitera, descubrí que en una pared o en una puerta con un lápiz podía hacer algún garabato que testificara: “Yo estuve aquí”. En mi casa infantil alguna vez escribí en la esquina inferior de una puerta de madera la palabra: pinchi pinchi, así, con i. Aquello era un acto de rebeldía ya que en mi familia las llamadas malas pala- ¶ Supongo que la tarea de escribir nació como una necesidad primaria de comunicarme y de decir “estuve aquí”, “por aquí pasé” bras eran un verdadero sacrilegio. Pero Silvia, mi hermana mayor, a quien yo hacía mucho renegar, ampliaba mi vocabulario. Un día le jalé el cabello, volteó a verme muy enojada mientras profería algunos pinchi. La palabra me gustó por eso decidí no ir con el chisme a las autoridades correspondientes (para mis papás era más grave decir una ‘malarrazón’ que un estirón de trenza). No sucedió lo mismo un día que, a ella y a mí, nos pusieron a barrer: Silvia se encontró tirada en el piso una canica de las grandes; la lanzó con fuerza y ésta fue a topar con un espejo que, por supuesto, se rompió. Entonces escuché por primera vez en voz de niña un “¡ay, cabrón!”. Esa palabra no me gustó tanto, tal vez por eso en esa ocasión sí fui a delatarla y junto con la noticia del espejo roto agregué la palabra prohibida; era un gran placer poder repetirla sin ser castigada. Mi mamá amenazó a mi hermana con lavarle la boca con jabón. Claro, sentí remordimientos nomás de imaginármela arrojando espuma de fab limón hasta por las orejas. Como decía, Silvia hacía crecer mi vocabulario de varias formas. Gracias a ella acerqué mis 12 años a Hermann Hesse, con El lobo estepario y Bajo la rueda. Igualmente leíamos la novela Mujercitas de Louisa May Alcott donde aparecían cuatro hermanas, y ya que éramos cuatro niñas, nos poníamos a escoger en el dibujo de la portada con la que cada una se identificaba. Recuerdo que una de las protagonistas quería ser escritora y la novela planteaba que ésta no se casaría precisamente por eso, por aspirar a crear literatura. Quizá, inconscientemente, esa fue la razón por la que comencé a escribir tan tarde. Sí, después de varios años de casada, y cuando mis hijos habían alcanzando cierta independencia fue que me dio por expresarme a través de la escritura. De niña leí otros textos, aunque nunca en orden como los Cuentos de los hermanos Grimm y los Cuentos de Andersen (muchos de estos relatos después los vi en películas de Disney acompañando a mis hijos). En la época de secundaria recuerdo el título de Pregúntale a Alicia. Dia-