no ta s Jorge Ruffinelli Eduardo Galeano: el hombre que rechazaba las certezas y las definiciones Revista Casa de las Américas No. 281 octubre-diciembre/2015 pp. 128-137 D 128 ice Román Cortázar Aranda en su artículo «Eduardo Galeano. La realidad se escribe con otras letras»: «Ante sus libros la crítica ha cerrado los ojos. Nada se salva. De ahí estas páginas».1 Y comprueba su afirmación porque su artículo tampoco es de crítica literaria. Román nos pone sobre la pista: Eduardo Galeano, el escritor uruguayo más difundido y leído de los últimos cincuenta años, fue prácticamente ignorado por la crítica literaria. Cuando, en 2014, él mismo se refirió con cierto desconsuelo a su libro Las venas abiertas de América Latina, pareció poner obstáculos al camino que lo había hecho célebre, admirado, amado por sus lectores: la brillante prosa periodística, en muchos momentos de historiador, de sociólogo, de polemista, que nunca cejó en su enorme fuerza de denuncia, de contestación, de combate. Galeano escribió varias novelas y cuentos. Ninguna, ninguno, le aportó tanto reconocimiento, admiración y lectores como Memoria del fuego en sus tres partes: I. Los nacimientos (1982); II. Las caras y las máscaras (1984); III. El siglo del 1 «Eduardo Galeano. La realidad se escribe con otras letras», Revista de la Universidad de México, No. 126, ago. de 2014. viento (1986). O como Las venas abiertas..., desde 1971, que siguió circulando en diferentes idiomas como un manual de latinoamericanismo durante casi cinco décadas. Ante sus libros literarios, para usar la expresión de Cortázar Aranda, la crítica cerró los ojos. Daniel Fischlin y Martha Nandorfy, que reunieron treinta ensayos en el libro colectivo más exhaustivo sobre la actividad intelectual de Galeano (Eduardo Galeano through the looking glass, 2002),2 no consiguieron una sola revisión o análisis de la obra narrativa-literaria. Aunque se menciona, tampoco hay una atención detallada y analítica de esa obra literaria en Galeano. Apuntes para una biografía (2015),3 la excelente puesta a punto biográfica e histórica de Fabián Kovacic. En realidad, el mayor y más consistente «crítico» atento a la obra narrativa-literaria de Galeano desde el comienzo fue Mario Benedetti, que como escritor veterano y conocedor del «hipercrítico» (y misérrimo) medio cultural montevideano y, además, generoso por ser figura mayor, paternal o patriarcal ante las generaciones más jóvenes, se propuso reconocer la actividad literaria de Galeano. No por azar, él fue el redactor de la entrada «Eduardo Hughes Galeano» en el Diccionario de Literatura Uruguaya, que dirigieron y coordinaron respectivamente dos jóvenes: Alberto F. Oreggioni y Wilfredo Penco.4 En esa entrada del Diccionario –la más compre2 Daniel Fischlin & Martha Nandorfy: Eduardo Galeano through the looking glass, Montreal/Nueva York/Londres, Black Rose Books, 2002. 3 Fabián Kovacic: Galeano. Apuntes para una biografía, Buenos Aires, Vergara, 2015. 4 Mario Benedetti: «Hughes Galeano, Eduardo», en Diccionario de literatura uruguaya, Montevideo, Arca, 1987, pp. 298-301. hensiva dedicada a Galeano hasta esas fechas–, Benedetti fue cuidadoso de «definir» a Galeano con dos palabras en un orden preciso, que sin embargo de inmediato invirtió: Narrador y periodista. Nació en Montevideo. De precoz intervención en la militancia estudiantil, es uno de los periodistas uruguayos de trayectoria más incisiva, inteligente y creadora [...], Galeano se ha instalado además, con pleno derecho, en el nivel más creador de las últimas promociones de narradores uruguayos. En 1963 ingresó en la literatura con una novela breve, Los días siguientes, de estilo sobrio, depurado, y en la que aún los matices sicológicos más sutiles estaban dados con sencillez, sin cargazón inútil. Signada por la apabullante presencia de Pavese, esta obra es sin embargo el necesario eslabón para llegar a Los fantasmas del día del león y otros relatos (1967), colección de cuentos (dos de ellos excelentes: «Homenaje» y «La sombra del grano de mostaza que Pablo perdió») que permite la aproximación a un creador no solo maduro sino también más conciente de las posibilidades que maneja, más sabio en el uso de cierta objetiva ambigüedad como recurso clave de sus relatos. Esto se verá confirmado en los cuentos de Vagamundo (1973), que recibiera mención en el concurso Casa de las Américas correspondiente a 1973. En 1975 su novela La canción de nosotros recibió el premio Casa de las Américas. El resto del artículo, más extenso que el espacio dedicado a la literatura, aparece dedicado a los libros testimoniales. Allí mismo dividió 129 la obra de Galeano: «por un lado las obras de ficción... por otro las testimoniales».5 En Letras del continente mestizo (1974) Benedetti no incluyó a Galeano, porque el libro apuntaba solo a las figuras célebres en el plano latinoamericano. Pero en Crítica cómplice (1984) Galeano reapareció. Benedetti dividió este conjunto de ensayos en tres partes: «La comarca», «El continente» y «El mundo». Galeano apareció en «La comarca»: «Eduardo Galeano: un estilo en ascuas» y el artículo aparece fechado en 1967.6 Lo interesante es que se dedica solamente a los libros «literarios» del joven escritor, quien hacia 1984 ya era de sobra conocido y leído en el mundo (por sus libros «testimoniales»), y ya no solo en la comarca. Aunque reitera o refrita algunas expresiones y frases de sus reseñas anteriores, Benedetti es mucho más disciplinado al explicar aquí la obra de Galeano. Comienza por alertar a quienes conocen a Galeano «por su actividad más notoria –el periodismo– [que] su lado literario puede constituir una sorpresa». Reconoce allí: Galeano es sin duda uno de los periodistas uruguayos de trayectoria más incisiva, inteligente y creadora. Después de semejante actitud definida y beligerante, era de esperar –y hasta de temer– que al desembocar en el quehacer literario Galeano se sintiera tentado, como tantos otros, por formas de denuncia, muy compartibles en su intención y en sus 5 Eventualmente Hiber Conteris, Ida Vitale y yo reseñamos algunas de sus novelas y libros de cuentos. 6 Mario Benedetti: Crítica cómplice, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pp. 54-58. 130 postulados, pero lamentablemente ajenas a la exigencia artística [54]. Ese era uno de los temas en contención de la época: hasta qué punto el escritor social y políticamente comprometido utilizaba la literatura para avanzar sus ideas. Galeano, observa Benedetti con acierto, evadió esos cantos de sirenas, y su primera novela, y sus cuentos, se ubicaron en un estilo subjetivo y hasta minimalista, lejos de lo político. De ahí que se mencionara a Pavese como «inspiración», para dar de los «seres y las cosas», una «visión entre tierna y sombría», y que Benedetti atribuyera a Los días siguientes una «tierna reticencia» y un «sombrío desprendimiento» (55) –expresiones poéticas pero de escasa iluminación crítica. Así escribíamos los críticos en aquella época, con expresiones genéricas, poco o nada específicas, y por eso no hay que ser muy severo con la retórica de Benedetti. Todos cometíamos esos pecados, con la excepción de Ángel Rama, que tenía un pensamiento naturalmente teórico y podía relacionar cosas muy apartadas y diferentes entre sí, concibiendo relaciones que no hubiéramos imaginado. (Ese es el lugar en que se unen la inteligencia y la creatividad). En otras palabras: en sus textos narrativos Galeano se impidió caer en la politización, tal vez porque tenía un amplísimo campo para hacerlo en sus libros periodísticos. Creo que mucho más que de Pavese, cuando se habla de literatura a su respecto, cierta búsqueda de la ambigüedad expresiva en el relato de los hechos, hay que recordar al máximo exponente: Juan Carlos Onetti. En los sesenta y setenta, la narrativa de Onetti desarrollaba el universo de la incertidumbre, la ambigüedad, lo cual llevaba a los lectores a la interpretación múltiple y hasta contradictoria de los hechos y motivos en la acción de los personajes. Por su lado, Benedetti organizaba sus propios cuentos y novelas sobre un principio de estrategia estructural. Y eso también le atraía a Galeano, por eso no hay que descontar la «influencia» literaria de Benedetti sobre Galeano. Existía una antigua tradición en las técnicas de manipulación del lector, desde Horacio Quiroga, que calculaba sus cuentos para dar la sorpresa final, o bien creaba atmósferas en que sus personajes se movían, y esas atmósferas acababan por explicarlos. La narrativa de Benedetti es mucho más fácil de «entender» por directa y despojada de ambigüedades, que la de Onetti. Esos rasgos la hacían enormemente popular. Y a la hora de analizar obras narrativas de otros escritores –por ejemplo, cuando Benedetti analizó Los días siguientes– hizo hincapié en las estrategias estructurales del relato, como si hubiera sido una novela propia. Un concepto básico era la verosimilitud. Las acciones tenían que ser verosímiles y estar de acuerdo al «carácter» de cada personaje. Entonces, cuando Benedetti se refiere a Nina, el segundo personaje femenino de Los días siguientes, juzga «inexperiencia» del escritor su fracaso en crear la verosimilitud: Esa segunda relación, que en sí misma podría tener validez y en realidad incluye buenos diálogos, no llega a empalmar con la anécdota mayor y en cierto modo la perjudica. Galeano no logra hacer totalmente creíble esa coexistencia de dos mujeres en la vida más bien pasiva del protagonista, y ese es probablemente el único punto en que revela cierta inexperiencia [56]. Juzgada así la primera novela del discípulo, Benedetti imagina que el joven escritor ha «superado ya el comprensible complejo de primer libro», y en consecuencia escribe los cuentos de Los fantasmas del día del león (1967), que «permiten la aproximación a un creador por cierto mucho más maduro, más conciente de las posibilidades de los temas que maneja, y sobre todo más legítimamente osado en el ejercicio de su aventura». El lector del ensayo puede intuir lo que Benedetti intenta decir, a través de sus generalidades, sobre la escritura literaria de Galeano. Como señalé antes, todos incurrimos de una u otra manera en este lenguaje de la crítica que cree decir mucho pero no dice nada. Al observar que en algunos cuentos Galeano incluye personajes niños, Benedetti lo vincula a «una tradición» que pasa por Richard Hughes (ninguna relación con el apellido paterno de Galeano), Raymond Queneau y un mucho menos conocido Bruno Gay-Lussac. Y en un siguiente párrafo trae a colación a Hemingway diciendo que «Galeano demuestra haber asimilado inmejorablemente las lecciones del viejo y despojado Hemingway al rehallar la difícil equidistancia entre la aséptica credibilidad del diálogo (los personajes no tienen por qué dar demasiados datos acerca de episodios que conocen de sobra) y un mínimo asidero para quien lo lee» (58). Aparte de esta tentadora manera de asumir el análisis de la crítica literaria, lo que me importa destacar aquí es que el ensayo de Benedetti se cierra como un decreto: «Con este libro concentrado, de estilo en ascuas, rico de diálogo, nutrido de hondos significados laterales, Galeano da un decisivo paso adelante y se instala en el nivel más creador de la última promoción de narradores uruguayos» (59). 131 En 1971 Eduardo Galeano publicó Las venas abiertas de América Latina y todo cambió. El 6 de agosto de ese mismo año publiqué en Marcha (ya ocupaba la dirección de Literarias) una larga entrevista con él: «El escritor en el proceso americano». Yo fui uno de los muchos que cayeron presas del influjo de Las venas..., lo cual era una tabla de salvación porque nunca llegaron a entusiasmarme los cuentos y novelas de Eduardo. Hacer la entrevista no ofrecía otra dificultad que tomar el ascensor y subir dos pisos desde el departamento en que vivía mi madre hasta el apartamento en que vivía Galeano. Un año antes habíamos compartido una estancia en La Habana, Eduardo como jurado de la categoría cuento y yo como jurado en novela, en el concurso anual de la Casa de las Américas. El diálogo de la entrevista fue bueno, salvo que los dos hijos pequeños de Eduardo me caminaron por encima, claro que con el cuidado de no molestar en lo más mínimo a su ya famoso padre. Comencé por preguntarle por su relación con la literatura y su aparente alejamiento de ella. No había publicado narrativa en los últimos años. Y yo había escuchado que Eduardo la consideraba una «forma superada de la acción». Su respuesta fue negativa y defensiva: No, yo no creo eso de la literatura, y menos desde que la izquierda ha generalizado tanto sobre el complejo del escritor ante el «hombre de acción». Escribir puede ser un acto, es una forma posible de la acción. Todo depende. De modo que, ya ves, no comparto esa actitud de desprecio por la literatura. Hay escritores que escriben novelas y al mismo tiempo dicen que hay que destruir el lenguaje y emprenden la guerra contra las palabras. Como si no hubiera cosas 132 más importantes contra las cuales combatir, con las palabras y con otras armas. Lo que había conmigo era simplemente el hecho de que decidí consagrar cuatro años de mi vida a trabajar en un libro de economía política que finalmente terminé a fines del año pasado. De economía política, fijate vos. Galeano manifestó su voluntad de volver a escribir narrativa, y en un exceso de modestia juzgó su primera novela en estos términos: «Yo pienso que aquella novelita que publiqué, Los días siguientes, es muy mala, por ejemplo, muy débil, bastante artificiosa...». En 1973 volví a escribir sobre Galeano, esta vez para reseñar su nuevo libro de cuentos, Vagamundo (1973). Detecté en la estructura del libro –que contiene veinticinco textos en cuatro secciones–, el propósito de «diluir lo individual en lo general, la experiencia privada en la experiencia común». En realidad, era un experimento de resumir en textos pequeños experiencias de significados amplios, que «recargan» esos textos con un valor simbólico, al modo de las fábulas. Ya existía en Las venas abiertas..., aunque no era tan fácil detectarlo, porque ese libro se compone también de una miríada de relatos, sucesos, anécdotas que amplían lo singular a lo general, o que hacen que lo singular signifique mucho más que un hecho o circunstancia específica. Este modo de narrar ya era suyo, y se volvería mucho más notorio en sus siguientes libros y constituiría un atractivo para sus miles de lectores. No para mí. Al contrario, en mi nota digo que me pareció hallar en algunos de sus «cuentos» un deseo ampliatorio, novelístico: «hay una palpitación que promete realizaciones más amplias. Me refiero a la apetencia [de esos textos] por el relato extenso, novelístico, que denuncian varias de las piezas incluidas aquí». En algunos textos creí ver «un ritmo que se hace novelístico, que busca a la novela para extenderse, y en algunos casos parecen incluso fragmentos plenos de novela. Es en esa dirección que Galeano encontrará el medio propicio para el desarrollo de su escritura». A veces la crítica literaria padece este síndrome, que consiste en «aconsejarles» a los escritores qué caminos tomar. Galeano no solo no siguió mi consejo, sino que siguió el camino contrario: incrementó la tendencia miniaturista de sus textos narrativos. En este sentido, Fabián Kovacic hizo una observación interesante, al filiar justamente en el exilio catalán (1976-1984) el desarrollo de la vocación literaria de Galeano a través de los textos breves. A partir del exilio, nació el Galeano netamente escritor. Mejor dicho: desarrolló plenamente su veta narrativa que zigzaguea entre la ficción y los hechos documentados. Es un Galeano decidido a doblar la apuesta en su trayectoria como cazador de palabras. Atrás van a quedar los textos largos, periodísticos –salvo en la edición de libros que recogen sus trabajos anteriores– para ser remplazados por el texto corto, trabajado con paciencia de orfebre y puntillosidad de investigador. Aparece el escritor nacido del periodista que observa la realidad con ojos conceptuales, mirada flotante, tratando de describir la belleza pero también de encontrarle un sentido y nexo entre lo que representa en sí misma y la relación con el contexto que la rodea.7 7 Kovacic, p. 273. Mi intuición es que Galeano vivió las siguientes décadas, hasta su muerte, con nostalgia por aquel escritor que no había logrado ser. Que no sería nunca. Por cierto, no eran Pavese, ni Queneau, los autores de aquellos modelos inalcanzables, que Galeano tenía en su imaginación de lector. Había sido Onetti. Fue Onetti. Siempre fue Onetti. (Pequeña excursus entre paréntesis. Un día de 1973 encontré a Noé Jitrik en una librería de Montevideo. Jitrik me contó que acababa de regresar de su exilio en Francia y lo habían nombrado para ocupar la cátedra de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires. En ese instante me ofreció ser su Profesor Adjunto. En ese instante, acepté. Mis clases sobre los contextos de las novelas que el catedrático enseñaba ocupaban dos horas cada lunes en la noche. Como yo viajaba desde Montevideo una vez a la semana, y me quedaba dos días en Buenos Aires, Eduardo Galeano, ya director de Crisis pero viajero impenitente, me prestaba su apartamento cuando él estaba ausente. Un día en que Eduardo estaba en Buenos Aires, otro azar hizo que estuviera Juan Carlos Onetti, y cenamos los tres, no recuerdo en qué restaurante aunque supongo que sería en alguno que Onetti recordaba de sus años porteños. Mientras cenábamos, se me ocurrió contar que quería escribir una novela sobre algo que me había sucedido, emocionado y motivado. Eduardo rio con sarcasmo adivinando mi fracaso: el motivo estaba en esa mesa. En el país que tenía a Onetti de supremo novelista, estaba frito el aprendiz que intentara sacar la cabeza del anonimato. Y tenía razón. Mi intento de novela murió en ese instante. Lo que Eduardo no supo nunca y nadie más supo, hasta ahora, es que Onetti me robó la novela. Unos meses después, en su apartamento montevidea133 no de Juan Carlos Gómez, me lo confesó. Más aún: me mostró el cuaderno escolar en el que ya había escrito unas diez páginas del inicio de mi –digo, de su– novela. Como no había manera de fotocopiarlas, prendí una grabadora de cinta y le pedí que leyera esas páginas. Esa grabación es la única prueba de su intento de existencia. Estoy convencido, sin fundamento, de que luego Onetti no continuó escribiéndola, como había hecho con otros proyectos abortados. Tal vez el cuaderno mismo sobrevivió en su archivo, y está allí. No tengo manera de saberlo). Eduardo Galeano siempre mantuvo en conflicto la negociación sobre la naturaleza de su escritura. ¿Era periodismo? ¿Era literatura? Me refiero a una negociación constante entre la percepción de sí mismo que tiene todo escritor sobre lo que hace, y la de los lectores a partir de su experiencia receptiva. En 1994 tuvimos la última conversación, y esta vez fue en mi casa, a diez mil kilómetros del Café El Brasilero, de su domicilio, o simplemente de Montevideo. Eduardo y su esposa Helena residieron durante tres meses en Stanford, donde Galeano impartió el primer y único curso universitario de su vida, tanto o más exitoso como cualquier intervención pública en cualquier país, en cualquier época. Una tarde nos aislamos en mi casa, y el diálogo (hasta ahora inédito) fue en realidad un apasionado monólogo durante el cual Eduardo Galeano trazó las líneas fundamentales de su identidad intelectual y como escritor. El texto que sigue es una parte esencial de lo que dijo. SEÑAS DE IDENTIDAD No quiero que esta conversación sirva para encasillarme todavía más como escritor «político», que 134 es el modo que tiene la gente de abaratarme, de decir, bueno, esa es la mala literatura panfletaria que se ocupa de esas cosas. Lo que te quería decir ahora, justamente, es hasta dónde lo que uno hace es un ensayo, o no es un ensayo, y eso es o no es obra de ficción. Todas esas distinciones son como un cuento que nunca me creí. Siempre he tratado de violar alegremente las fronteras que otros han dibujado para romper el mensaje humano, para compartimentar el lenguaje humano, ¿no? Yo no me lo creo eso. Creo que la voz humana, cuando es verdadera, cuando suena de verdad, se desenjaula sola. O sea, que toda definición de la literatura es peligrosa pero es sobre todo peligrosa la tendencia a encasillar la literatura dentro de determinados géneros. Yo a eso le tengo alergia. No me gusta nada esa cosa. Y me gustaría, al revés, poder decir por escrito y por hablado, de tal manera que no sea clasificable, que lo que uno dice no pueda ser materia de clasificación. Siempre siento que están clavando la mariposa a la pared cuando clasifican la literatura en géneros y lo que yo quiero hacer no es clasificable. O sea, yo no sé si es. Memoria del fuego, por ejemplo, ¿qué es? Es un ensayo, es un libro narrativo también, es obra de narración, poesía épica, pero es documento, es testimonio, es todo a la vez, ¿no? Quisiera ser todo a la vez y ojalá pueda. De repente Las venas abiertas... fue un ensayo en el sentido más clásico. Aunque recuerdo que cuando lo presenté al concurso de Casa de las Américas, allá por el año setenta, el jurado la descalificó porque no era una obra que se ajustara a las reglas del género ensayo y sin embargo es lo más parecido a un ensayo que yo he escrito desde que escribo. El resto es una cosa más loca, que se escapa más, ¿no? Pero ya esa era heterodoxa desde el punto de vista de los jurados que no le dieron el premio. Y el Libro de los abrazos, por ejemplo, es todavía más inclasificable. ¿Qué es eso? Son viñetas muy cortas que cuentan cosas que me pasaron, que les pasaron a otros, realidades, sueños. Si es borrosa la frontera que separa los géneros cuánto más borrosas son las fronteras que uno a veces quiere ponerle a la vida cuando dice, bueno esto ocurrió, esto otro es materia de imaginación. Todo, al fin y al cabo, viene de la realidad y todo lo que viene de la realidad a ella vuelve multiplicado por... vaya a saber por qué energías que uno le agrega o quisiera agregarle a esa historia que de la realidad ha recibido. Pero la realidad es real no solo en sus horas de vigilia cuando ya anda despierta por los campos o las calles, sino que la realidad también es real cuando duerme o se hace la dormida, y tiene sueños o pesadillas, que a veces son más reveladoras de la realidad. Más reveladores de la realidad, esos sueños, esas pesadillas, que la realidad misma, ¿no? El sueño sabe de nosotros más que nosotros. Entonces ese también es un material de la realidad. En realidad todo es de ella, ¿no? Todo es realista, hasta las cosas más locas y volanderas jamás generadas por la fantasía humana son obras de realismo, porque la realidad es loca. Ella es loquísima, es una señora loquísima, por suerte. Por suerte es tan loca, ¿no? Eso hace que a uno le vuelva el alma al cuerpo cada vez que se cae, y que dos por tres se cae. Porque uno en el fondo sabe que esa es una fuente de optimismo, que la realidad es asombrosa, asombrosamente loca y que por eso es libre. Quiero decir que nunca van a poder meterla del todo dentro de una computadora y que siempre va a haber algún huequito, algún agujerito por donde ella se va a escapar cada vez que la metan presa. Me acuerdo cuando, hace algunos años, le hicieron la pregunta de la autodefinición a Peloduro, Julio Suárez, aquel espléndido humorista uruguayo. Un periodista lo invitó a hacer una autodefinición y él dijo: «No tengo auto, ni definición». Y ese es también mi caso. No tengo auto, ni definición. Ni quiero tener auto, no sé manejar, ni me interesa aprender, y tampoco tengo definición, ni quiero definirme, ni ser definido, porque siento que eso es muy enemigo de la libertad. O sea, que lo mejor que le puede ocurrir a uno es que lo que uno hace, lo que uno es, no pueda ser enjaulado por ninguna computadora. Una de las tradiciones, de las costumbres más incómodas para mí, es ese asunto de los géneros, de la división de la literatura en géneros que obliga a encasillar el mensaje escrito. Yo no sé a qué género corresponden las cosas que escribo, ni quiero averiguarlo, porque probablemente todo lo que escribo corresponde a una voluntad que uno tiene de violar alegremente esas fronteras, burlarse de ellas, a partir de la certeza de que la palabra humana cuando de veras vuela, vuela libremente, y toda clasificación de algún modo clava la mariposa contra la pared. Las venas abiertas de América Latina Se publicó en el año 71, yo lo escribí a fines del 70 –en las noventa últimas noches del año 70, con muchos litros de café, mientras durante el día hacía otras cosas. El libro se publica en el 71, después de perder el concurso de Casa de las Américas, porque no era, según el jurado, un ensayo en el sentido clásico. Lo que probablemente lejos de ser un defecto era la mejor de sus virtudes, y es a partir de ahí que yo siento que hay un suelo sobre el cual empiezo a ca135 minar con más seguridad. Sin que sienta que a cada paso tropiezo y caigo. O sea, Las venas... me ofreció un piso más seguro sobre el cual caminar, aunque yo desconfío, desconfiaba entonces y ahora también, de toda certeza que no desayune dudas cada mañana. A mí la gente que tiene certezas absolutas sobre las cosas, que no están sometidas cotidianamente al fuego de la duda –al fuego cerrado, cruzado de la duda– que tiene que acribillar esas certezas, esa gente a mí me produce espanto y pánico. Son quizá los hombres de madera que los dioses mayas habían creado por error antes de hacer a los hombres y a las mujeres con todos los colores del maíz. Antes de que nosotros fuéramos hechos blancos, rojos, negros, marrones, con los colores del maíz. Los dioses mayas, chambones, por error nos hicieron de madera, y aquellas gentes de madera no tenían aliento, por lo tanto tampoco tenían desaliento, ni sangre en las venas, ni decían cosas que valiera la pena escuchar. Y esas gentes, esos falsos seres humanos, fueron destruidos por los dioses. Los dogmáticos que andan por el mundo son los que se escaparon de esa aniquilación divina, y hoy son los que tienen certezas absolutas y de certeza en certeza van por el mundo imponiéndoles a los demás sus verdades como únicas posibles. Yo me siento muy lejos de todo eso. Las venas... fue un libro que nació de muchas dudas, de muchas... cómo te diría... preguntas que me zumbaban en la cabeza y que probablemente zumbaban como moscas porfiadas en las cabezas de muchos. Pero las mejores respuestas a las mejores preguntas son nuevas preguntas, y Las venas... no quiso de ningún modo ofrecer una especie de catecismo o dogmático manual para reducir la realidad latinoamericana a una serie de datos. Sino simplemente proporcionar al lector una serie de 136 datos que estaban encerrados bajo siete llaves en la literatura especializada y codificada de los politólogos y los sociólogos y los economistas y los historiadores, y poner esa información al alcance de los lectores para que ellos supieran que las versiones oficiales de la realidad no eran las únicas posibles y que había otras memorias que esperaban turno para ser reveladas. Fue a partir de Las venas... que inicié otros viajes. Pero como te digo, a partir de ese suelo sólido pude empezar a pisar y no era un suelo hecho solo de certezas sino también de dudas. O sea, de certezas que cotidianamente se han ido alimentando de dudas, y eso hace que sean certezas vivas, ¿no? Porque cada día mueren y nacen de nuevo. Fue a partir de Las venas... que pude escribir algunos libros más íntimos, digamos, como Días y noches de amor y de guerra, o El libro de los abrazos, en los que cuento cosas de mí, pero dentro de mí hay tanta gente, que hablando de mí cuento cosas de los demás también, ¿no? Y después, la experiencia de la trilogía de Memoria del fuego... que es una tentativa de ampliación de Las venas abiertas... en extensión y sobre todo en profundidad. Mostrar otros niveles de la memoria, otros espacios de la vida viva que fue y que si uno la cuenta como debe ser al contarla vuelve a ocurrir, porque cuando uno cuenta algo que ocurrió, con fuerza y con magia, eso ocurre mientras uno lo cuenta, ¿no? Del mismo modo se decía que en el Tíbet, cuando los hechiceros convocaban a los jinetes en las batallas, estaban ellos en el centro de una comunidad, contando alguna pasada batalla, y hablaban de los caballos, y contaban historias que tenían caballos, contaban y cantaban historias de caballos, y entonces las huellas de los cascos quedaban, en ese momento, impresas en la arena. Porque ellos habían traído los caballos al llamarlos con sus palabras. Y yo creo que cuando la memoria es convocada con la necesaria energía de hermosura, ella vuelve a ocurrir, ella vuelve a ser. Por eso los tres tomos de Memoria del fuego están escritos en tiempo presente. El pasado ocurre mientras uno lo cuenta, ¿no? Esa era por lo menos la intención. No sé si lo logré o no, pero la intención era arrancar el pasado de los museos, sacarlo, ese pasado quieto, mentiroso, muerto, y devolverle la vida perdida. Que el pasado respire y nos enseñe a no repetirlo, porque la memoria es nuestro alimento y nuestro veneno. Ella es tramposa también, cambia con uno, a veces nos propone refugiarnos en el pasado. Esas trampas que la memoria abre a nuestro paso, nos dice todo tiempo pasado fue mejor y entonces nos ofrece coartadas para el miedo de vivir, para el miedo de enfrentar la vida como es. Y uno corre la tentación de elegir la nostalgia en lugar de preferir la esperanza, que es más peligrosa y dolorosa pero, bueno, es lo que vale la pena, ¿no? Y yo sé que la memoria te tiende esas celadas, esas trampas, esas emboscadas, pero también sé que ella es una fuente de muy lindas energías. De muy lindas energías de vida cuando uno aprende de ella para no repetirla. Una de las causas de los desastres de este mundo de fin de siglo es la mala memoria. La mala memoria que hace que sigamos condenados a repetir la historia en una calesita incesante, en lugar de empezar a hacerla, ¿no? Ya va siendo hora de imaginar el futuro en lugar de aceptarlo y para eso hay que recuperar el pasado. Recuperarlo como fue, con toda su carga de horrores y dolores, pero también de incesantes hermosuras. No para rendirle homenaje, no para tenerlo ahí en un estante, ¿verdad?, en el museo, y decir: oh, qué bello fue el pasado americano, sino como en la tradición indígena del noroeste de América cuando el alfarero viejo ya se va a retirar, ¿no?, porque ya le tiemblan las manos, y los ojos no le responden, entonces ofrece su vasija mejor, su obra de arte, su obra maestra al alfarero nuevo, al joven que empieza. Y este, el que se inicia, en lugar de recibir aquella obra maestra para convertirla en objeto de contemplación y de admiración, recoge la vasija del viejo maestro y la estrella contra el suelo. La rompe en mil pedacitos y esos pedacitos los incorpora a su arcilla. Esa es la memoria en la que yo creo. La memoria hacia delante, no hacia atrás. La memoria que nos hace escuchar voces del pasado que hablan al futuro. Porque para los navegantes con ganas de viento, la memoria no es un puerto de llegada sino un punto de partida. Un lugar desde el cual uno viaja emprendiendo la aventura de la transformación de la realidad. Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, en Montevideo. Stanford, agosto de 2015 c 137 Rosario Peyrou La frontera norte en el imaginario cultural uruguayo Revista Casa de las Américas No. 281 octubre-diciembre/2015 pp. 138-144 E 138 n estos años del Bicentenario de la Independencia y mientras pensamos en las fronteras culturales en la América Latina, parece oportuno recordar algunas características del vínculo de la cultura uruguaya con el Brasil. Como un convidado de piedra en la historia del país, el Brasil es parte de nuestra mala conciencia nacional. Tenemos una relación ambivalente con ese país enorme y avasallante: una relación atravesada por contradicciones, atracción y rechazo, temor y desconfianzas. Desde la fundación por Portugal de Colonia del Sacramento en 1680 para establecer un mojón fronterizo en su enfrentamiento de límites coloniales con España, la intervención lusobrasileña implicó injerencias y desbordes. Tuvimos ocupación portuguesa y ocupación brasileña, y fuimos entre 1817 y 1825 la «provincia Cisplatina» del Imperio. Etapa que no queremos recordar, la Cisplatina emerge en la historia nacional como un período de retroceso y de decadencia moral; de luchas por la independencia pero también de colaboracionismos y traiciones de elites dirigentes y figuras nacionales, en partes equivalentes. Estuvieron también, claro, la anexión por Brasil del territorio de las Misiones y la alianza del gobierno brasileño con el general Venancio Flores, levantado contra la autoridad legítima del gobierno de Berro, y responsable de la masacre de la ciudad de Paysandú en 1865. Y eso sería el preludio de la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, seguramente el episodio más vergonzante de nuestra historia. Amenaza y mala conciencia, el Brasil estuvo pudorosamente ausente del imaginario oficial, que prefirió mirar, durante la etapa de la modernización, a las metrópolis europeas, despegándose en lo posible de aquel pasado violento y «bárbaro» y de todo lo que recordara al país su «destino sudamericano», para usar las palabras de Borges. Hubo quienes sin embargo se interesaron por la riquísima cultura del Brasil. Pablo Rocca estudió con minucia el tema de las relaciones culturales entre las elites intelectuales de Uruguay y Brasil en su imprescindible Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y el Brasil: Dos caras de un proyecto latinoamericano. Allí, después de historiar esfuerzos hechos por las vanguardias de los años veinte y por ciertas figuras individuales, se detiene en lo que significó el semanario Marcha para la divulgación de la literatura brasileña. Rodríguez Monegal había vivido sus años de adolescencia en Río de Janeiro y tenía un interés genuino por lo que sucedía en ese país-continente. Ángel Rama, que había crecido en el latinoamericanismo de don Carlos Quijano, director de Marcha, tuvo, a su vez, una razón más abarcadora: la de tomar la cultura latinoamericana en su conjunto sin excluir a la zona de lengua portuguesa. Dos personalidades brasileñas jugaron a su vez un papel fundamental en ese acercamiento a la cultura y el pensamiento del Brasil: el antropólogo Darcy Ribeiro –exiliado en Montevideo a raíz del golpe de Estado de 1964 contra el gobierno de João Goulart–, que tuvo una participación muy activa tanto en la Universidad como en Marcha y en proyectos editoriales junto a Rama; y el crítico y ensayista Antonio Candido, quien además de traer un panorama enriquecedor de la literatura de su país, ejercerá una importante influencia en el pensamiento teórico de Rama, que atenderá con especial dedicación, a partir de 1960 –año en que Candido viaja a Montevideo a dar clases en la Universidad de la República–, lo que se producía en el Brasil. Esa disposición coincidía además con el amplio latinoamericanismo que en materia cultural emprendía la cubana Casa de las Américas, con la que Rama mantuvo una larga relación. Al creciente interés uruguayo por la cultura brasileña debe sumarse, sobre todo desde la década del sesenta, la influencia de la música, con el impacto rítmico de la bossa nova, difundida desde temprano en el Uruguay por Vinícius de Moraes, entonces diplomático en Montevideo, que supo recoger un compositor clave en nuestra música popular como fue Eduardo Mateo. Las fronteras invisibles Pero desde mucho antes de la conformación de nuestra nacionalidad existía un intercambio inevitable, ignorado por demasiado tiempo, a través de las fronteras, que no fueron solo límites, sino puentes, territorios compartidos. Hay que recordar que en el Primer Censo Nacional de 1860 la población del país alcanzaba los doscientos mil habitantes, de los cuales cuarenta mil eran brasileños que vivían en la zona nordeste del territorio uruguayo. Doble movimiento entonces: a la labor de un puñado de artistas, de músicos e intelectuales que 139 efectivamente atendieron a la diversa cultura del Brasil, correspondió un proceso mucho menos visible, pero más poderoso, que podría llamarse de neoculturación o hibridación cultural: el de la conformación de una cultura regional de la frontera. Se sabe que los límites políticos en la América Latina no necesariamente coinciden con las delimitaciones culturales, y que por encima del mapa político existe otro que tiene que ver con las tradiciones, las conformaciones étnicas, los usos y costumbres y hasta con las actividades económicas. En este segundo mapa, dice Ángel Rama basándose en las clasificaciones de Darcy Ribeiro, el estado de Río Grande do Sul muestra vínculos mayores con el Uruguay o la región pampeana argentina que con Matto Grosso o el nordeste de su propio país. Pero esto sucede también en un país de dimensiones tanto más reducidas como el Uruguay, que tampoco tiene la homogeneidad que la mitología nacional le adjudicó. Es interesante observar cómo la cultura de la modernización –y en eso fue factor fundamental la escuela pública– ante la necesidad de generar un sentimiento de nación en un país en cierta forma «inventado» por la geopolítica internacional, insistió en la difusión de un imaginario que veía al Uruguay como un territorio homogéneo, integrado y armónico, desconociendo o negando peculiaridades étnicas, lingüísticas y culturales. La última dictadura (1973-1985), que derribó tantos mitos nacionales –el de la Suiza de América, el de la democracia ejemplar respetuosa de los derechos de las minorías, el del ejército civilista–, puso en cuestión también, sin proponérselo, ese imaginario «integrado» que sustentaba nuestro propio espejo de nación. Así asomaron después del restablecimiento 140 democrático obras que reflejaban la existencia de subculturas como la de los afrodescendientes, o las de inmigrantes de orígenes minoritarios, o tomaban el tema indígena, después del largo silencio que mereció en el Uruguay la masacre de Salsipuedes, que exterminó a los charrúas, y que la novela ¡Bernabé, Bernabé! de Tomás de Mattos se ocupó de recordar. Con la aceptación de nuestra diversidad se empieza a despertar la atención hacia las fronteras, vistas ahora no como muros de contención, sino como pasajes de intercambio y de conformación de identidades específicas. Por otra parte, la globalización también contribuyó en ese sentido, ya que tuvo como consecuencia paradójica, junto a la difusión de las nuevas tecnologías de la comunicación que tendieron a uniformizar el planeta, una reacción de afirmación de las culturas locales, lo que ha sucedido en el mundo entero, con resultados positivos para frenar la desaparición de formas distintas de ver el mundo, y muchas veces consecuencias negativas, como todos hemos visto en los enfrentamientos étnicos de Europa del Este. Una narrativa regional Lo cierto es que en las últimas décadas se empezó a observar a nivel de la producción artística la existencia de una «frontera móvil», una cultura regional que incluye nuestro norte, el sur del Brasil y la pampa argentina, y que tiene formas lingüísticas peculiares. Uno de los más recientes y visibles síntomas de esa cultura regional es, en música, el movimiento que Jorge Drexler ha llamado «templadismo» y Vítor Ramil «estética del frío», que reúne a músicos uruguayos como el propio Drexler, brasileños como Paulinho Moska y Vítor Ramil, argentinos como Lisandro Aristimuño y Kevin Johansen. En literatura el fenómeno es más abarcador, tiene raíces mucho más antiguas, y se manifiesta de formas diversas. Pero llama la atención que recién en 2008 se conociera en castellano un clásico riograndense como los Cuentos gauchescos de João Simões Lopes Neto, publicado en 1912 y redescubierto gracias a la edición de Banda Oriental. Un libro que toma, con una suerte de energía salvaje y un lenguaje rico salpicado de castellanismos, episodios de la Revolución de los farrapos (18351845) y la guerra del Paraguay, dos acontecimientos estrechamente ligados a nuestra historia. Un libro que termina de conformar el mapa de la literatura de ese período histórico. También le debemos a Banda Oriental el conocimiento de escritores riograndenses contemporáneos como Sergio Faraco, Aldyr García Schlee y Tabajara Ruas, que han trabajado sobre esa frontera y esa historia común, como lo han hecho otros narradores uruguayos, desde Saúl Ibargoyen Islas a Mario Delgado Aparaín y Tomás de Mattos. Voy a tomar como ejemplo dos textos narrativos, relativamente recientes, uno brasileño y otro uruguayo, que se ambientan en el mundo fronterizo. Se trata de los relatos que componen La venganza de la Diosma, de Ignacio Olmedo (Trilce, 2004) y la novela Persecución y cerco de Juvencio Gutiérrez, de Tabajara Ruas (publicada en Brasil en 1995 y traducida por Pablo Rocca y Heber Raviolo para Banda Oriental, en 1997). Nacido en Artigas en 1927, Ignacio Olmedo sitúa las historias de su libro en una frontera a la vez real y mítica que se extiende en ambas márgenes del río Cuareim y se expande a un amplio territorio que incluye Bella Unión, Uruguayana, Alegrete, Paso de los Libres y Livramento. En textos relativamente autónomos, el libro remite a un mundo primitivo y violento, el de las primeras décadas del siglo pasado, cuando la frontera es una indiferenciada tierra de nadie donde no hay más ley que la del instinto y las pasiones. Deformadas por la fantasía popular y el paso del tiempo, estas historias están contadas con una eficaz transposición literaria de la oralidad fronteriza. En una línea que podría recordar a la de Mario Arregui, por su voluntaria lejanía del costumbrismo y por el uso acerado de un instrumental técnico moderno para narrar sucesos del mundo rural, Olmedo hace su aporte en el plano del lenguaje. Como lo había hecho antes Saúl Ibargoyen, Olmedo utiliza un español que en ocasiones acude a palabras en portugués pero que, sobre todo, es una forma transculturada de la sintaxis de este lado de la frontera. «¿Así que querés saber del Hilario?» –dice, por ejemplo, un personaje–. «¿Cuándo te dejarás de amolar mexendo tiempos que no son los tuyos y revolviendo memorias de gente que no conociste?». Algo parecido sucede con la literatura de Tabajara Ruas. Nacido en Uruguayana en 1942, Ruas es autor de varias novelas entre las que se encuentran Os varões assinalados, Netto perde sua alma y A cabeça de Gumersindo Saraiva, ambientadas, como en los cuentos de Lopes Neto, en la frontera uruguayo brasileña en tiempos de la revolución farroupilha. Ruas es director cinematográfico y durante la dictadura militar de su país se exilió en Argentina y Chile. Me interesa especialmente Persecución y cerco de Juvencio Gutiérrez porque creo que es su obra mayor y uno de los libros imprescindibles escritos en Brasil en los últimos veinte años. La geografía de este libro notable coincide casi totalmente con la de Olmedo, aunque el tiempo 141 evocado y el mundo imaginario sean otros: Persecución y cerco... transcurre principalmente en la ciudad de Uruguayana, pero la acción se desplaza en ocasiones a Porto Alegre, Paso de los Libres en Argentina, Paso de los Toros y Bella Unión en Uruguay. En un procedimiento parecido al de Olmedo, el lenguaje de la novela es el portugués de Río Grande, que integra con naturalidad palabras y hasta frases en español. Es una novela de iniciación adolescente y cuenta –con impecable maestría técnica– una historia que transcurre en un solo día que marcará la entrada del joven narrador a la edad adulta: el día en que su tío, el contrabandista perseguido Juvencio Gutiérrez, vuelve a Uruguayana desde su exilio del otro lado de la frontera, y es cercado por la policía y muerto a tiros. La historia, que tensa un drama con escondidos secretos de familia y construye un puñado de personajes difíciles de olvidar, es vista a través de los ojos del adolescente que sueña con ese ancho mundo que trae el tren de Paso de los Libres y se despliega más allá del puente sobre el río Uruguay. Ciudadano de esa geografía fronteriza, el adolescente guarda en su cuarto un póster del club de fútbol uruguayo Peñarol, su madre lee la revista argentina El Hogar y en su casa consumen vino de Bella Unión y queso de Paso de los Libres. Pero sobre todo es por su sensibilidad de habitante de una ciudad de provincias, necesitado de entender el mundo y asumir su propia identidad, por lo que su peripecia es tan universal y a la vez nos resulta tan cercana. Junto a su pasión por el cine, el personaje alimenta una curiosidad recién inaugurada con la lectura de novelas de aventuras, pero también lee Los alimentos terrestres de André Gide (un texto cuya presencia en la novela ilumina la historia del tío y de la madre) y O tem142 po e o vento, el clásico de Erico Veríssimo que en la novela pauta la relación del narrador –hijo de un librero culto, melómano y comunista– con el imaginario regional. Dos poetas Esa mistura de lenguajes y sensibilidades existe también en el campo de la poesía uruguaya. Un poeta clave como Washington Benavides, oriundo de Tacuarembó y profundo conocedor de la literatura de Brasil, ha integrado a una zona de su obra el mundo familiar de la frontera, además de dar a conocer a dos generaciones de poetas y escritores el rico legado de la poesía brasileña. No ha escrito, en cambio, directamente en portugués. Distinto es el caso de Alfredo Fressia, residente desde 1976 en São Paulo, autor de un libro que se llama significativamente Frontera móvil y que compuso uno de sus libros, Rua Aurora, en la lengua del Brasil. Hoy, como en el caso de la narrativa, quiero acercar el foco al mundo de la frontera y tomar a dos poetas uruguayos de generaciones distintas nacidos en el norte: Elder Silva y Fabián Severo. Nacido en Pueblo Lavalleja, en el límite entre Salto y Artigas, en 1956, Elder Silva es otro caso de transculturación literaria, a través de una cosmovisión anclada en su circunstancia norteña y expresada con una dicción poética contemporánea. Cercano a la estética del brasileño Ferreira Gullar, Silva conoce bien la poesía de Brasil, y una amplia zona de su obra refleja esa familiaridad. En su libro La frontera será como un tenue campo de manzanillas (Premio Luis Feria de la Universidad de Tenerife, España), publicado en 2007, tiene una sección entera escrita en portugués y varios poemas que combinan ambas lenguas, en un híbrido que no es portuñol, pero que acusa la facilidad del pasaje entre una y otra. «Louvado seja meu pai./ (Louvado seja nesta terça feira de novembro/ sem ele, sem seu olhar.)/ Louvados sejam meus avos Sabino Vicente,/ a Mariazinha,/ a donna Palmira sempre de preto,/ encomendándose al más aláa/ todas las mañanas/ de los últimos años de su vida [...]». El caso del más joven Fabián Severo es especialmente interesante. Nacido en Artigas en 1981, publica en 2010 su primer libro, Noite nu Norte, escrito enteramente en portuñol, ese dialecto del portugués hablado en la frontera con Brasil. Los antecedentes de esta práctica escrita son escasos. Recuerdo ahora un libro del riverense Agustín R. Bisio (1894-1952), Brindis agreste, publicado en 1947, y algunas letras de canciones de Carlos de Mello. Conviene recordar que el portuñol no es el resultado de la influencia de la lengua portuguesa sobre el español, sino de la influencia del español, desde fines del siglo xix, sobre el portugués original hablado en la zona. Y que, teniendo raíces más antiguas que nuestra existencia de país independiente, recién empezó a ser reconocido como una modalidad lingüística particular a partir de los estudios solitarios de José Pedro Rona en 1959, continuados a partir de la década de 1970 por Elizaincín, Behares y Barrios, de la Cátedra de Lingüística de la Facultad de Humanidades. Estos estudios debieron abrirse paso después de décadas de represión del uso del portuñol en las escuelas de la frontera. El libro de Fabián Severo rompe muchos tabúes y es, sobre todo, un gesto de coraje al atreverse a hacer poesía en una modalidad dialectal no normatizada, atendiendo a la fonética y adaptando la ortografía –a veces vacilante– al lector de lengua castellana. Severo escribe su libro «como un acto de amor a su lengua materna», como resalta Luis Behares en el prólogo; un libro que habla del dolor de vivir en una lengua despreciada. En Noite nu Norte el poeta esgrime su condición de extranjería con orgullo y conciencia de las dificultades del intento: «Semo da frontera/ neim daquí neim dalí/ no es nosso u suelo que pisamo/ neim a lingua que falemo», dice, y «Miña lingua le saca la lengua al disionario/ baila um pagode ensima dus mapa/ y fas como a túnica y a moña/ uma cometa pra voar y solta pelu seu». Con su áspera belleza y su gesto de rebeldía, el libro de Fabián Severo nos interpela. Cuando escribo estas líneas Severo está dando un paso más, al presentar su novela Viralata, la primera escrita enteramente en portuñol. Recién en 2008 la nueva Ley de Educación reconoció la existencia de nuestra diversidad lingüística y a texto expreso habla de «las diferentes lenguas maternas existentes en el país», lo que había sido hasta ahora sistemáticamente rechazado por el Estado uruguayo. En consecuencia, en 2009 Uruguay se integró a una propuesta iniciada por Argentina y Brasil, en el marco del Mercosur, que consiste en instalar Escuelas Interculturales Bilingües en uno y otro lado de la frontera. Es una experiencia incipiente, pero en el mismo sentido que la difusión de la literatura de la región, habría que saludarla como un intento de rehacer un espejo imaginario que nos refleje con más fidelidad y, por lo tanto, con mayor justicia. Bibliografía Delgado Aparaín, Mario: Causa de buena muerte, Montevideo, Arca, 1982. –––––––: No robarás las botas de los muertos, Montevideo, Alfaguara, 2002. 143 Elizaincín, A.; L. Behares, y G. Barrios: Nos falemo brasilero. Dialectos portugueses en Uruguay, Montevideo, Editorial Amesur, 1987. Elizaincín, Adolfo: Bilingüismo y problemas educativos en la frontera uruguaya brasileña, Lima, Universidad Nacional de San Marcos, 1978. Ibargoyen Islas, Saúl: Fronteras de Joaquim Coluna, Caracas, Monte Ávila, 1975. –––––––: Los dientes del sol, Montevideo, Monte Sexto, 1987. –––––––: La sangre interminable, México, Oasis, 1982. Mattos, Tomás de: A la sombra del paraíso, Montevideo, Alfaguara, 1998. –––––––: Don Candinho o Las doce orejas, Montevideo, Alfaguara, 2014. Olmedo, Ignacio: La venganza de la Diosma, Montevideo, Trilce, 2004. 144 Rama, Ángel: Transculturación narrativa en América Latina, México, Siglo XXI, 1982. Rocca, Pablo: Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y el Brasil: Dos caras de un proyecto latinoamericano, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 2006. Rona, José Pedro: El dialecto «fronterizo» del Norte del Uruguay, Montevideo, Universidad de la República, 1959. Ruas, Tabajara: Persecución y cerco de Juvencio Gutiérrez, Montevideo, Banda Oriental, 1998. Severo, Fabián: Noite nu Norte, Montevideo, Ediciones del Rincón, 2010. Silva, Elder: La frontera será como un tenue campo de manzanillas, Montevideo, Civiles Iletrados, 2007. Simões Lopes Neto, João: Cuentos gauchescos, Montevideo, Banda Oriental, 2008. c