Eduardo Galeano: el hombre que rechazaba las certezas y las

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Jorge Ruffinelli
Eduardo Galeano: el hombre
que rechazaba las certezas
y las definiciones
Revista Casa de las Américas No. 281 octubre-diciembre/2015 pp. 128-137
D
128
ice Román Cortázar Aranda en su artículo «Eduardo Galeano. La realidad se escribe con otras letras»: «Ante sus
libros la crítica ha cerrado los ojos. Nada se salva. De ahí
estas páginas».1 Y comprueba su afirmación porque su artículo
tampoco es de crítica literaria. Román nos pone sobre la pista:
Eduardo Galeano, el escritor uruguayo más difundido y leído
de los últimos cincuenta años, fue prácticamente ignorado por
la crítica literaria. Cuando, en 2014, él mismo se refirió con
cierto desconsuelo a su libro Las venas abiertas de América
Latina, pareció poner obstáculos al camino que lo había hecho
célebre, admirado, amado por sus lectores: la brillante prosa
periodística, en muchos momentos de historiador, de sociólogo,
de polemista, que nunca cejó en su enorme fuerza de denuncia, de
contestación, de combate.
Galeano escribió varias novelas y cuentos. Ninguna, ninguno, le aportó tanto reconocimiento, admiración y lectores
como Memoria del fuego en sus tres partes: I. Los nacimientos
(1982); II. Las caras y las máscaras (1984); III. El siglo del
1 «Eduardo Galeano. La realidad se escribe con otras letras», Revista de la
Universidad de México, No. 126, ago. de 2014.
viento (1986). O como Las venas abiertas...,
desde 1971, que siguió circulando en diferentes
idiomas como un manual de latinoamericanismo durante casi cinco décadas. Ante sus libros
literarios, para usar la expresión de Cortázar
Aranda, la crítica cerró los ojos. Daniel Fischlin
y Martha Nandorfy, que reunieron treinta ensayos en el libro colectivo más exhaustivo sobre
la actividad intelectual de Galeano (Eduardo
Galeano through the looking glass, 2002),2 no
consiguieron una sola revisión o análisis de la obra
narrativa-literaria. Aunque se menciona, tampoco
hay una atención detallada y analítica de esa
obra literaria en Galeano. Apuntes para una
biografía (2015),3 la excelente puesta a punto
biográfica e histórica de Fabián Kovacic.
En realidad, el mayor y más consistente
«crítico» atento a la obra narrativa-literaria de
Galeano desde el comienzo fue Mario Benedetti, que como escritor veterano y conocedor
del «hipercrítico» (y misérrimo) medio cultural
montevideano y, además, generoso por ser figura
mayor, paternal o patriarcal ante las generaciones
más jóvenes, se propuso reconocer la actividad
literaria de Galeano. No por azar, él fue el redactor de la entrada «Eduardo Hughes Galeano»
en el Diccionario de Literatura Uruguaya, que
dirigieron y coordinaron respectivamente dos
jóvenes: Alberto F. Oreggioni y Wilfredo Penco.4
En esa entrada del Diccionario –la más compre2 Daniel Fischlin & Martha Nandorfy: Eduardo Galeano
through the looking glass, Montreal/Nueva York/Londres, Black Rose Books, 2002.
3 Fabián Kovacic: Galeano. Apuntes para una biografía,
Buenos Aires, Vergara, 2015.
4 Mario Benedetti: «Hughes Galeano, Eduardo», en Diccionario de literatura uruguaya, Montevideo, Arca,
1987, pp. 298-301.
hensiva dedicada a Galeano hasta esas fechas–,
Benedetti fue cuidadoso de «definir» a Galeano
con dos palabras en un orden preciso, que sin
embargo de inmediato invirtió:
Narrador y periodista. Nació en Montevideo.
De precoz intervención en la militancia estudiantil, es uno de los periodistas uruguayos
de trayectoria más incisiva, inteligente y
creadora [...], Galeano se ha instalado además, con pleno derecho, en el nivel más creador de las últimas promociones de narradores
uruguayos. En 1963 ingresó en la literatura
con una novela breve, Los días siguientes,
de estilo sobrio, depurado, y en la que aún
los matices sicológicos más sutiles estaban
dados con sencillez, sin cargazón inútil. Signada por la apabullante presencia de Pavese,
esta obra es sin embargo el necesario eslabón
para llegar a Los fantasmas del día del león
y otros relatos (1967), colección de cuentos
(dos de ellos excelentes: «Homenaje» y «La
sombra del grano de mostaza que Pablo
perdió») que permite la aproximación a un
creador no solo maduro sino también más
conciente de las posibilidades que maneja,
más sabio en el uso de cierta objetiva ambigüedad como recurso clave de sus relatos.
Esto se verá confirmado en los cuentos de
Vagamundo (1973), que recibiera mención
en el concurso Casa de las Américas correspondiente a 1973. En 1975 su novela La
canción de nosotros recibió el premio Casa
de las Américas.
El resto del artículo, más extenso que el espacio dedicado a la literatura, aparece dedicado
a los libros testimoniales. Allí mismo dividió
129
la obra de Galeano: «por un lado las obras de
ficción... por otro las testimoniales».5
En Letras del continente mestizo (1974) Benedetti no incluyó a Galeano, porque el libro
apuntaba solo a las figuras célebres en el plano latinoamericano. Pero en Crítica cómplice
(1984) Galeano reapareció. Benedetti dividió
este conjunto de ensayos en tres partes: «La comarca», «El continente» y «El mundo». Galeano
apareció en «La comarca»: «Eduardo Galeano:
un estilo en ascuas» y el artículo aparece fechado
en 1967.6 Lo interesante es que se dedica solamente a los libros «literarios» del joven escritor,
quien hacia 1984 ya era de sobra conocido y leído
en el mundo (por sus libros «testimoniales»), y ya
no solo en la comarca.
Aunque reitera o refrita algunas expresiones
y frases de sus reseñas anteriores, Benedetti es
mucho más disciplinado al explicar aquí la obra
de Galeano. Comienza por alertar a quienes conocen a Galeano «por su actividad más notoria
–el periodismo– [que] su lado literario puede
constituir una sorpresa». Reconoce allí:
Galeano es sin duda uno de los periodistas
uruguayos de trayectoria más incisiva, inteligente y creadora. Después de semejante
actitud definida y beligerante, era de esperar
–y hasta de temer– que al desembocar en el
quehacer literario Galeano se sintiera tentado,
como tantos otros, por formas de denuncia,
muy compartibles en su intención y en sus
5 Eventualmente Hiber Conteris, Ida Vitale y yo reseñamos
algunas de sus novelas y libros de cuentos.
6 Mario Benedetti: Crítica cómplice, Madrid, Alianza
Editorial, 1988, pp. 54-58.
130
postulados, pero lamentablemente ajenas a la
exigencia artística [54].
Ese era uno de los temas en contención de la
época: hasta qué punto el escritor social y políticamente comprometido utilizaba la literatura
para avanzar sus ideas. Galeano, observa Benedetti con acierto, evadió esos cantos de sirenas, y
su primera novela, y sus cuentos, se ubicaron en
un estilo subjetivo y hasta minimalista, lejos de
lo político. De ahí que se mencionara a Pavese
como «inspiración», para dar de los «seres y las
cosas», una «visión entre tierna y sombría», y
que Benedetti atribuyera a Los días siguientes
una «tierna reticencia» y un «sombrío desprendimiento» (55) –expresiones poéticas pero de
escasa iluminación crítica.
Así escribíamos los críticos en aquella época,
con expresiones genéricas, poco o nada específicas, y por eso no hay que ser muy severo con la
retórica de Benedetti. Todos cometíamos esos
pecados, con la excepción de Ángel Rama, que
tenía un pensamiento naturalmente teórico y
podía relacionar cosas muy apartadas y diferentes entre sí, concibiendo relaciones que no
hubiéramos imaginado. (Ese es el lugar en que
se unen la inteligencia y la creatividad).
En otras palabras: en sus textos narrativos Galeano se impidió caer en la politización, tal vez
porque tenía un amplísimo campo para hacerlo
en sus libros periodísticos. Creo que mucho más
que de Pavese, cuando se habla de literatura a
su respecto, cierta búsqueda de la ambigüedad
expresiva en el relato de los hechos, hay que recordar al máximo exponente: Juan Carlos Onetti.
En los sesenta y setenta, la narrativa de Onetti
desarrollaba el universo de la incertidumbre, la
ambigüedad, lo cual llevaba a los lectores a la
interpretación múltiple y hasta contradictoria
de los hechos y motivos en la acción de los personajes. Por su lado, Benedetti organizaba sus
propios cuentos y novelas sobre un principio de
estrategia estructural. Y eso también le atraía a
Galeano, por eso no hay que descontar la «influencia» literaria de Benedetti sobre Galeano.
Existía una antigua tradición en las técnicas de
manipulación del lector, desde Horacio Quiroga,
que calculaba sus cuentos para dar la sorpresa
final, o bien creaba atmósferas en que sus personajes se movían, y esas atmósferas acababan por
explicarlos. La narrativa de Benedetti es mucho
más fácil de «entender» por directa y despojada
de ambigüedades, que la de Onetti. Esos rasgos
la hacían enormemente popular. Y a la hora de
analizar obras narrativas de otros escritores –por
ejemplo, cuando Benedetti analizó Los días
siguientes– hizo hincapié en las estrategias estructurales del relato, como si hubiera sido una
novela propia.
Un concepto básico era la verosimilitud. Las
acciones tenían que ser verosímiles y estar de
acuerdo al «carácter» de cada personaje. Entonces, cuando Benedetti se refiere a Nina, el segundo personaje femenino de Los días siguientes,
juzga «inexperiencia» del escritor su fracaso en
crear la verosimilitud:
Esa segunda relación, que en sí misma podría
tener validez y en realidad incluye buenos
diálogos, no llega a empalmar con la anécdota mayor y en cierto modo la perjudica.
Galeano no logra hacer totalmente creíble esa
coexistencia de dos mujeres en la vida más
bien pasiva del protagonista, y ese es probablemente el único punto en que revela cierta
inexperiencia [56].
Juzgada así la primera novela del discípulo,
Benedetti imagina que el joven escritor ha «superado ya el comprensible complejo de primer
libro», y en consecuencia escribe los cuentos
de Los fantasmas del día del león (1967), que
«permiten la aproximación a un creador por
cierto mucho más maduro, más conciente de las
posibilidades de los temas que maneja, y sobre
todo más legítimamente osado en el ejercicio de
su aventura». El lector del ensayo puede intuir lo
que Benedetti intenta decir, a través de sus generalidades, sobre la escritura literaria de Galeano.
Como señalé antes, todos incurrimos de una u
otra manera en este lenguaje de la crítica que cree
decir mucho pero no dice nada. Al observar que
en algunos cuentos Galeano incluye personajes
niños, Benedetti lo vincula a «una tradición»
que pasa por Richard Hughes (ninguna relación
con el apellido paterno de Galeano), Raymond
Queneau y un mucho menos conocido Bruno
Gay-Lussac. Y en un siguiente párrafo trae a
colación a Hemingway diciendo que «Galeano
demuestra haber asimilado inmejorablemente las
lecciones del viejo y despojado Hemingway al
rehallar la difícil equidistancia entre la aséptica
credibilidad del diálogo (los personajes no tienen
por qué dar demasiados datos acerca de episodios
que conocen de sobra) y un mínimo asidero para
quien lo lee» (58).
Aparte de esta tentadora manera de asumir el
análisis de la crítica literaria, lo que me importa
destacar aquí es que el ensayo de Benedetti se
cierra como un decreto: «Con este libro concentrado, de estilo en ascuas, rico de diálogo, nutrido
de hondos significados laterales, Galeano da un
decisivo paso adelante y se instala en el nivel más
creador de la última promoción de narradores
uruguayos» (59).
131
En 1971 Eduardo Galeano publicó Las venas
abiertas de América Latina y todo cambió.
El 6 de agosto de ese mismo año publiqué en
Marcha (ya ocupaba la dirección de Literarias)
una larga entrevista con él: «El escritor en el
proceso americano». Yo fui uno de los muchos
que cayeron presas del influjo de Las venas...,
lo cual era una tabla de salvación porque nunca
llegaron a entusiasmarme los cuentos y novelas
de Eduardo. Hacer la entrevista no ofrecía otra
dificultad que tomar el ascensor y subir dos pisos
desde el departamento en que vivía mi madre
hasta el apartamento en que vivía Galeano. Un
año antes habíamos compartido una estancia en
La Habana, Eduardo como jurado de la categoría
cuento y yo como jurado en novela, en el concurso anual de la Casa de las Américas. El diálogo
de la entrevista fue bueno, salvo que los dos hijos
pequeños de Eduardo me caminaron por encima,
claro que con el cuidado de no molestar en lo
más mínimo a su ya famoso padre.
Comencé por preguntarle por su relación con
la literatura y su aparente alejamiento de ella. No
había publicado narrativa en los últimos años. Y
yo había escuchado que Eduardo la consideraba
una «forma superada de la acción». Su respuesta
fue negativa y defensiva:
No, yo no creo eso de la literatura, y menos
desde que la izquierda ha generalizado tanto
sobre el complejo del escritor ante el «hombre
de acción». Escribir puede ser un acto, es una
forma posible de la acción. Todo depende. De
modo que, ya ves, no comparto esa actitud de
desprecio por la literatura. Hay escritores que escriben novelas y al mismo tiempo dicen que hay
que destruir el lenguaje y emprenden la guerra
contra las palabras. Como si no hubiera cosas
132
más importantes contra las cuales combatir,
con las palabras y con otras armas. Lo que
había conmigo era simplemente el hecho de
que decidí consagrar cuatro años de mi vida a
trabajar en un libro de economía política que
finalmente terminé a fines del año pasado. De
economía política, fijate vos.
Galeano manifestó su voluntad de volver a
escribir narrativa, y en un exceso de modestia
juzgó su primera novela en estos términos: «Yo
pienso que aquella novelita que publiqué, Los
días siguientes, es muy mala, por ejemplo, muy
débil, bastante artificiosa...».
En 1973 volví a escribir sobre Galeano, esta
vez para reseñar su nuevo libro de cuentos,
Vagamundo (1973). Detecté en la estructura del
libro –que contiene veinticinco textos en cuatro
secciones–, el propósito de «diluir lo individual
en lo general, la experiencia privada en la experiencia común». En realidad, era un experimento
de resumir en textos pequeños experiencias de
significados amplios, que «recargan» esos textos
con un valor simbólico, al modo de las fábulas.
Ya existía en Las venas abiertas..., aunque no era
tan fácil detectarlo, porque ese libro se compone también de una miríada de relatos, sucesos,
anécdotas que amplían lo singular a lo general,
o que hacen que lo singular signifique mucho más
que un hecho o circunstancia específica. Este
modo de narrar ya era suyo, y se volvería mucho
más notorio en sus siguientes libros y constituiría un atractivo para sus miles de lectores. No
para mí. Al contrario, en mi nota digo que me
pareció hallar en algunos de sus «cuentos» un
deseo ampliatorio, novelístico: «hay una palpitación que promete realizaciones más amplias.
Me refiero a la apetencia [de esos textos] por el
relato extenso, novelístico, que denuncian varias
de las piezas incluidas aquí». En algunos textos
creí ver «un ritmo que se hace novelístico, que
busca a la novela para extenderse, y en algunos
casos parecen incluso fragmentos plenos de
novela. Es en esa dirección que Galeano encontrará el medio propicio para el desarrollo de su
escritura». A veces la crítica literaria padece este
síndrome, que consiste en «aconsejarles» a los
escritores qué caminos tomar. Galeano no solo
no siguió mi consejo, sino que siguió el camino
contrario: incrementó la tendencia miniaturista
de sus textos narrativos.
En este sentido, Fabián Kovacic hizo una
observación interesante, al filiar justamente en
el exilio catalán (1976-1984) el desarrollo de
la vocación literaria de Galeano a través de los
textos breves.
A partir del exilio, nació el Galeano netamente
escritor. Mejor dicho: desarrolló plenamente
su veta narrativa que zigzaguea entre la ficción
y los hechos documentados. Es un Galeano
decidido a doblar la apuesta en su trayectoria
como cazador de palabras. Atrás van a quedar los textos largos, periodísticos –salvo en
la edición de libros que recogen sus trabajos
anteriores– para ser remplazados por el texto
corto, trabajado con paciencia de orfebre y
puntillosidad de investigador. Aparece el escritor nacido del periodista que observa la realidad con ojos conceptuales, mirada flotante,
tratando de describir la belleza pero también
de encontrarle un sentido y nexo entre lo que
representa en sí misma y la relación con el
contexto que la rodea.7
7 Kovacic, p. 273.
Mi intuición es que Galeano vivió las siguientes
décadas, hasta su muerte, con nostalgia por aquel
escritor que no había logrado ser. Que no sería
nunca. Por cierto, no eran Pavese, ni Queneau, los
autores de aquellos modelos inalcanzables, que
Galeano tenía en su imaginación de lector. Había
sido Onetti. Fue Onetti. Siempre fue Onetti.
(Pequeña excursus entre paréntesis. Un día de
1973 encontré a Noé Jitrik en una librería de Montevideo. Jitrik me contó que acababa de regresar
de su exilio en Francia y lo habían nombrado
para ocupar la cátedra de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires.
En ese instante me ofreció ser su Profesor Adjunto. En ese instante, acepté. Mis clases sobre
los contextos de las novelas que el catedrático
enseñaba ocupaban dos horas cada lunes en
la noche. Como yo viajaba desde Montevideo
una vez a la semana, y me quedaba dos días en
Buenos Aires, Eduardo Galeano, ya director de
Crisis pero viajero impenitente, me prestaba su
apartamento cuando él estaba ausente. Un día en
que Eduardo estaba en Buenos Aires, otro azar
hizo que estuviera Juan Carlos Onetti, y cenamos
los tres, no recuerdo en qué restaurante aunque
supongo que sería en alguno que Onetti recordaba de sus años porteños. Mientras cenábamos,
se me ocurrió contar que quería escribir una
novela sobre algo que me había sucedido, emocionado y motivado. Eduardo rio con sarcasmo
adivinando mi fracaso: el motivo estaba en esa
mesa. En el país que tenía a Onetti de supremo
novelista, estaba frito el aprendiz que intentara
sacar la cabeza del anonimato. Y tenía razón. Mi
intento de novela murió en ese instante. Lo que
Eduardo no supo nunca y nadie más supo, hasta
ahora, es que Onetti me robó la novela. Unos
meses después, en su apartamento montevidea133
no de Juan Carlos Gómez, me lo confesó. Más
aún: me mostró el cuaderno escolar en el que
ya había escrito unas diez páginas del inicio de
mi –digo, de su– novela. Como no había manera
de fotocopiarlas, prendí una grabadora de cinta
y le pedí que leyera esas páginas. Esa grabación
es la única prueba de su intento de existencia.
Estoy convencido, sin fundamento, de que luego
Onetti no continuó escribiéndola, como había
hecho con otros proyectos abortados. Tal vez el
cuaderno mismo sobrevivió en su archivo, y está
allí. No tengo manera de saberlo).
Eduardo Galeano siempre mantuvo en conflicto la negociación sobre la naturaleza de su
escritura. ¿Era periodismo? ¿Era literatura?
Me refiero a una negociación constante entre la
percepción de sí mismo que tiene todo escritor
sobre lo que hace, y la de los lectores a partir de
su experiencia receptiva. En 1994 tuvimos la
última conversación, y esta vez fue en mi casa,
a diez mil kilómetros del Café El Brasilero, de
su domicilio, o simplemente de Montevideo.
Eduardo y su esposa Helena residieron durante
tres meses en Stanford, donde Galeano impartió
el primer y único curso universitario de su vida,
tanto o más exitoso como cualquier intervención
pública en cualquier país, en cualquier época.
Una tarde nos aislamos en mi casa, y el diálogo (hasta ahora inédito) fue en realidad un
apasionado monólogo durante el cual Eduardo
Galeano trazó las líneas fundamentales de su
identidad intelectual y como escritor. El texto
que sigue es una parte esencial de lo que dijo.
SEÑAS DE IDENTIDAD
No quiero que esta conversación sirva para encasillarme todavía más como escritor «político», que
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es el modo que tiene la gente de abaratarme, de
decir, bueno, esa es la mala literatura panfletaria
que se ocupa de esas cosas. Lo que te quería decir ahora, justamente, es hasta dónde lo que uno
hace es un ensayo, o no es un ensayo, y eso es
o no es obra de ficción. Todas esas distinciones
son como un cuento que nunca me creí. Siempre
he tratado de violar alegremente las fronteras
que otros han dibujado para romper el mensaje humano, para compartimentar el lenguaje
humano, ¿no? Yo no me lo creo eso. Creo que
la voz humana, cuando es verdadera, cuando
suena de verdad, se desenjaula sola. O sea, que
toda definición de la literatura es peligrosa pero
es sobre todo peligrosa la tendencia a encasillar
la literatura dentro de determinados géneros. Yo a
eso le tengo alergia. No me gusta nada esa cosa.
Y me gustaría, al revés, poder decir por escrito y
por hablado, de tal manera que no sea clasificable, que lo que uno dice no pueda ser materia de
clasificación. Siempre siento que están clavando
la mariposa a la pared cuando clasifican la literatura en géneros y lo que yo quiero hacer no es
clasificable. O sea, yo no sé si es. Memoria del
fuego, por ejemplo, ¿qué es? Es un ensayo, es
un libro narrativo también, es obra de narración,
poesía épica, pero es documento, es testimonio,
es todo a la vez, ¿no? Quisiera ser todo a la vez
y ojalá pueda.
De repente Las venas abiertas... fue un ensayo
en el sentido más clásico. Aunque recuerdo que
cuando lo presenté al concurso de Casa de las
Américas, allá por el año setenta, el jurado la
descalificó porque no era una obra que se ajustara
a las reglas del género ensayo y sin embargo es lo
más parecido a un ensayo que yo he escrito desde
que escribo. El resto es una cosa más loca, que
se escapa más, ¿no? Pero ya esa era heterodoxa
desde el punto de vista de los jurados que no le
dieron el premio. Y el Libro de los abrazos, por
ejemplo, es todavía más inclasificable. ¿Qué es
eso? Son viñetas muy cortas que cuentan cosas
que me pasaron, que les pasaron a otros, realidades, sueños. Si es borrosa la frontera que separa
los géneros cuánto más borrosas son las fronteras
que uno a veces quiere ponerle a la vida cuando
dice, bueno esto ocurrió, esto otro es materia de
imaginación. Todo, al fin y al cabo, viene de la
realidad y todo lo que viene de la realidad a ella
vuelve multiplicado por... vaya a saber por qué
energías que uno le agrega o quisiera agregarle a
esa historia que de la realidad ha recibido. Pero
la realidad es real no solo en sus horas de vigilia
cuando ya anda despierta por los campos o las
calles, sino que la realidad también es real cuando duerme o se hace la dormida, y tiene sueños
o pesadillas, que a veces son más reveladoras de
la realidad. Más reveladores de la realidad, esos
sueños, esas pesadillas, que la realidad misma,
¿no? El sueño sabe de nosotros más que nosotros. Entonces ese también es un material de la
realidad. En realidad todo es de ella, ¿no? Todo
es realista, hasta las cosas más locas y volanderas jamás generadas por la fantasía humana son
obras de realismo, porque la realidad es loca. Ella
es loquísima, es una señora loquísima, por suerte.
Por suerte es tan loca, ¿no? Eso hace que a uno
le vuelva el alma al cuerpo cada vez que se cae,
y que dos por tres se cae. Porque uno en el fondo
sabe que esa es una fuente de optimismo, que la
realidad es asombrosa, asombrosamente loca y
que por eso es libre. Quiero decir que nunca van a
poder meterla del todo dentro de una computadora
y que siempre va a haber algún huequito, algún
agujerito por donde ella se va a escapar cada vez
que la metan presa.
Me acuerdo cuando, hace algunos años, le
hicieron la pregunta de la autodefinición a Peloduro, Julio Suárez, aquel espléndido humorista
uruguayo. Un periodista lo invitó a hacer una
autodefinición y él dijo: «No tengo auto, ni
definición». Y ese es también mi caso. No tengo auto, ni definición. Ni quiero tener auto, no
sé manejar, ni me interesa aprender, y tampoco
tengo definición, ni quiero definirme, ni ser definido, porque siento que eso es muy enemigo de la
libertad. O sea, que lo mejor que le puede ocurrir
a uno es que lo que uno hace, lo que uno es, no
pueda ser enjaulado por ninguna computadora.
Una de las tradiciones, de las costumbres más
incómodas para mí, es ese asunto de los géneros,
de la división de la literatura en géneros que
obliga a encasillar el mensaje escrito.
Yo no sé a qué género corresponden las cosas
que escribo, ni quiero averiguarlo, porque probablemente todo lo que escribo corresponde a una
voluntad que uno tiene de violar alegremente
esas fronteras, burlarse de ellas, a partir de la
certeza de que la palabra humana cuando de veras vuela, vuela libremente, y toda clasificación
de algún modo clava la mariposa contra la pared.
Las venas abiertas de América Latina
Se publicó en el año 71, yo lo escribí a fines del 70
–en las noventa últimas noches del año 70, con
muchos litros de café, mientras durante el día
hacía otras cosas. El libro se publica en el 71,
después de perder el concurso de Casa de las
Américas, porque no era, según el jurado, un
ensayo en el sentido clásico. Lo que probablemente lejos de ser un defecto era la mejor de
sus virtudes, y es a partir de ahí que yo siento
que hay un suelo sobre el cual empiezo a ca135
minar con más seguridad. Sin que sienta que a
cada paso tropiezo y caigo. O sea, Las venas...
me ofreció un piso más seguro sobre el cual
caminar, aunque yo desconfío, desconfiaba
entonces y ahora también, de toda certeza que
no desayune dudas cada mañana. A mí la gente
que tiene certezas absolutas sobre las cosas, que
no están sometidas cotidianamente al fuego de
la duda –al fuego cerrado, cruzado de la duda–
que tiene que acribillar esas certezas, esa gente
a mí me produce espanto y pánico. Son quizá los
hombres de madera que los dioses mayas habían
creado por error antes de hacer a los hombres y a
las mujeres con todos los colores del maíz. Antes
de que nosotros fuéramos hechos blancos, rojos,
negros, marrones, con los colores del maíz. Los
dioses mayas, chambones, por error nos hicieron
de madera, y aquellas gentes de madera no tenían
aliento, por lo tanto tampoco tenían desaliento, ni
sangre en las venas, ni decían cosas que valiera
la pena escuchar. Y esas gentes, esos falsos seres
humanos, fueron destruidos por los dioses. Los
dogmáticos que andan por el mundo son los que
se escaparon de esa aniquilación divina, y hoy
son los que tienen certezas absolutas y de certeza
en certeza van por el mundo imponiéndoles a los
demás sus verdades como únicas posibles. Yo me
siento muy lejos de todo eso. Las venas... fue un
libro que nació de muchas dudas, de muchas...
cómo te diría... preguntas que me zumbaban en
la cabeza y que probablemente zumbaban como
moscas porfiadas en las cabezas de muchos. Pero
las mejores respuestas a las mejores preguntas
son nuevas preguntas, y Las venas... no quiso de
ningún modo ofrecer una especie de catecismo
o dogmático manual para reducir la realidad
latinoamericana a una serie de datos. Sino simplemente proporcionar al lector una serie de
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datos que estaban encerrados bajo siete llaves
en la literatura especializada y codificada de los
politólogos y los sociólogos y los economistas
y los historiadores, y poner esa información al
alcance de los lectores para que ellos supieran
que las versiones oficiales de la realidad no eran
las únicas posibles y que había otras memorias
que esperaban turno para ser reveladas.
Fue a partir de Las venas... que inicié otros
viajes. Pero como te digo, a partir de ese suelo
sólido pude empezar a pisar y no era un suelo
hecho solo de certezas sino también de dudas.
O sea, de certezas que cotidianamente se han
ido alimentando de dudas, y eso hace que sean
certezas vivas, ¿no? Porque cada día mueren y
nacen de nuevo. Fue a partir de Las venas... que
pude escribir algunos libros más íntimos, digamos, como Días y noches de amor y de guerra,
o El libro de los abrazos, en los que cuento
cosas de mí, pero dentro de mí hay tanta gente,
que hablando de mí cuento cosas de los demás
también, ¿no? Y después, la experiencia de la
trilogía de Memoria del fuego... que es una tentativa de ampliación de Las venas abiertas... en
extensión y sobre todo en profundidad. Mostrar
otros niveles de la memoria, otros espacios de
la vida viva que fue y que si uno la cuenta como
debe ser al contarla vuelve a ocurrir, porque
cuando uno cuenta algo que ocurrió, con fuerza
y con magia, eso ocurre mientras uno lo cuenta,
¿no? Del mismo modo se decía que en el Tíbet,
cuando los hechiceros convocaban a los jinetes
en las batallas, estaban ellos en el centro de una
comunidad, contando alguna pasada batalla, y
hablaban de los caballos, y contaban historias
que tenían caballos, contaban y cantaban historias
de caballos, y entonces las huellas de los cascos
quedaban, en ese momento, impresas en la arena.
Porque ellos habían traído los caballos al llamarlos con sus palabras. Y yo creo que cuando la
memoria es convocada con la necesaria energía
de hermosura, ella vuelve a ocurrir, ella vuelve a
ser. Por eso los tres tomos de Memoria del fuego
están escritos en tiempo presente. El pasado ocurre mientras uno lo cuenta, ¿no? Esa era por lo
menos la intención. No sé si lo logré o no, pero
la intención era arrancar el pasado de los museos,
sacarlo, ese pasado quieto, mentiroso, muerto, y
devolverle la vida perdida. Que el pasado respire
y nos enseñe a no repetirlo, porque la memoria
es nuestro alimento y nuestro veneno.
Ella es tramposa también, cambia con uno, a
veces nos propone refugiarnos en el pasado. Esas
trampas que la memoria abre a nuestro paso,
nos dice todo tiempo pasado fue mejor y entonces nos ofrece coartadas para el miedo de vivir,
para el miedo de enfrentar la vida como es. Y uno
corre la tentación de elegir la nostalgia en lugar
de preferir la esperanza, que es más peligrosa y
dolorosa pero, bueno, es lo que vale la pena, ¿no?
Y yo sé que la memoria te tiende esas celadas,
esas trampas, esas emboscadas, pero también sé
que ella es una fuente de muy lindas energías. De
muy lindas energías de vida cuando uno aprende
de ella para no repetirla.
Una de las causas de los desastres de este
mundo de fin de siglo es la mala memoria. La
mala memoria que hace que sigamos condenados
a repetir la historia en una calesita incesante, en
lugar de empezar a hacerla, ¿no? Ya va siendo
hora de imaginar el futuro en lugar de aceptarlo
y para eso hay que recuperar el pasado. Recuperarlo como fue, con toda su carga de horrores y
dolores, pero también de incesantes hermosuras.
No para rendirle homenaje, no para tenerlo ahí
en un estante, ¿verdad?, en el museo, y decir: oh,
qué bello fue el pasado americano, sino como en
la tradición indígena del noroeste de América
cuando el alfarero viejo ya se va a retirar, ¿no?,
porque ya le tiemblan las manos, y los ojos no
le responden, entonces ofrece su vasija mejor, su
obra de arte, su obra maestra al alfarero nuevo,
al joven que empieza. Y este, el que se inicia,
en lugar de recibir aquella obra maestra para
convertirla en objeto de contemplación y de
admiración, recoge la vasija del viejo maestro
y la estrella contra el suelo. La rompe en mil
pedacitos y esos pedacitos los incorpora a su
arcilla. Esa es la memoria en la que yo creo. La
memoria hacia delante, no hacia atrás. La memoria que nos hace escuchar voces del pasado que
hablan al futuro. Porque para los navegantes con
ganas de viento, la memoria no es un puerto de
llegada sino un punto de partida. Un lugar desde
el cual uno viaja emprendiendo la aventura de la
transformación de la realidad.
Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015,
en Montevideo.
Stanford, agosto de 2015
c
137
Rosario Peyrou
La frontera norte en el imaginario
cultural uruguayo
Revista Casa de las Américas No. 281 octubre-diciembre/2015 pp. 138-144
E
138
n estos años del Bicentenario de la Independencia y mientras pensamos en las fronteras culturales en la América
Latina, parece oportuno recordar algunas características
del vínculo de la cultura uruguaya con el Brasil. Como un
convidado de piedra en la historia del país, el Brasil es parte de
nuestra mala conciencia nacional. Tenemos una relación ambivalente con ese país enorme y avasallante: una relación atravesada
por contradicciones, atracción y rechazo, temor y desconfianzas.
Desde la fundación por Portugal de Colonia del Sacramento en
1680 para establecer un mojón fronterizo en su enfrentamiento
de límites coloniales con España, la intervención lusobrasileña
implicó injerencias y desbordes. Tuvimos ocupación portuguesa y ocupación brasileña, y fuimos entre 1817 y 1825 la
«provincia Cisplatina» del Imperio. Etapa que no queremos
recordar, la Cisplatina emerge en la historia nacional como un
período de retroceso y de decadencia moral; de luchas por la
independencia pero también de colaboracionismos y traiciones
de elites dirigentes y figuras nacionales, en partes equivalentes.
Estuvieron también, claro, la anexión por Brasil del territorio de
las Misiones y la alianza del gobierno brasileño con el general
Venancio Flores, levantado contra la autoridad legítima del
gobierno de Berro, y responsable de la masacre
de la ciudad de Paysandú en 1865. Y eso sería
el preludio de la Guerra de la Triple Alianza
contra el Paraguay, seguramente el episodio más
vergonzante de nuestra historia.
Amenaza y mala conciencia, el Brasil estuvo
pudorosamente ausente del imaginario oficial,
que prefirió mirar, durante la etapa de la modernización, a las metrópolis europeas, despegándose en lo posible de aquel pasado violento y
«bárbaro» y de todo lo que recordara al país su
«destino sudamericano», para usar las palabras
de Borges.
Hubo quienes sin embargo se interesaron
por la riquísima cultura del Brasil. Pablo Rocca
estudió con minucia el tema de las relaciones culturales entre las elites intelectuales de
Uruguay y Brasil en su imprescindible Ángel
Rama, Emir Rodríguez Monegal y el Brasil:
Dos caras de un proyecto latinoamericano.
Allí, después de historiar esfuerzos hechos por
las vanguardias de los años veinte y por ciertas
figuras individuales, se detiene en lo que significó el semanario Marcha para la divulgación
de la literatura brasileña. Rodríguez Monegal
había vivido sus años de adolescencia en Río
de Janeiro y tenía un interés genuino por lo que
sucedía en ese país-continente. Ángel Rama,
que había crecido en el latinoamericanismo de
don Carlos Quijano, director de Marcha, tuvo,
a su vez, una razón más abarcadora: la de tomar
la cultura latinoamericana en su conjunto sin
excluir a la zona de lengua portuguesa. Dos personalidades brasileñas jugaron a su vez un papel
fundamental en ese acercamiento a la cultura y
el pensamiento del Brasil: el antropólogo Darcy
Ribeiro –exiliado en Montevideo a raíz del golpe
de Estado de 1964 contra el gobierno de João
Goulart–, que tuvo una participación muy activa
tanto en la Universidad como en Marcha y en
proyectos editoriales junto a Rama; y el crítico
y ensayista Antonio Candido, quien además de
traer un panorama enriquecedor de la literatura
de su país, ejercerá una importante influencia en
el pensamiento teórico de Rama, que atenderá
con especial dedicación, a partir de 1960 –año
en que Candido viaja a Montevideo a dar clases en
la Universidad de la República–, lo que se producía en el Brasil. Esa disposición coincidía
además con el amplio latinoamericanismo que
en materia cultural emprendía la cubana Casa
de las Américas, con la que Rama mantuvo una
larga relación.
Al creciente interés uruguayo por la cultura
brasileña debe sumarse, sobre todo desde la década del sesenta, la influencia de la música, con
el impacto rítmico de la bossa nova, difundida
desde temprano en el Uruguay por Vinícius de
Moraes, entonces diplomático en Montevideo,
que supo recoger un compositor clave en nuestra
música popular como fue Eduardo Mateo.
Las fronteras invisibles
Pero desde mucho antes de la conformación
de nuestra nacionalidad existía un intercambio
inevitable, ignorado por demasiado tiempo, a
través de las fronteras, que no fueron solo límites, sino puentes, territorios compartidos. Hay
que recordar que en el Primer Censo Nacional
de 1860 la población del país alcanzaba los doscientos mil habitantes, de los cuales cuarenta mil
eran brasileños que vivían en la zona nordeste
del territorio uruguayo.
Doble movimiento entonces: a la labor de un
puñado de artistas, de músicos e intelectuales que
139
efectivamente atendieron a la diversa cultura del
Brasil, correspondió un proceso mucho menos
visible, pero más poderoso, que podría llamarse
de neoculturación o hibridación cultural: el de
la conformación de una cultura regional de la
frontera. Se sabe que los límites políticos en la
América Latina no necesariamente coinciden
con las delimitaciones culturales, y que por encima del mapa político existe otro que tiene que ver
con las tradiciones, las conformaciones étnicas,
los usos y costumbres y hasta con las actividades
económicas. En este segundo mapa, dice Ángel
Rama basándose en las clasificaciones de Darcy
Ribeiro, el estado de Río Grande do Sul muestra
vínculos mayores con el Uruguay o la región
pampeana argentina que con Matto Grosso o
el nordeste de su propio país. Pero esto sucede
también en un país de dimensiones tanto más
reducidas como el Uruguay, que tampoco tiene
la homogeneidad que la mitología nacional le
adjudicó.
Es interesante observar cómo la cultura de la
modernización –y en eso fue factor fundamental
la escuela pública– ante la necesidad de generar
un sentimiento de nación en un país en cierta
forma «inventado» por la geopolítica internacional, insistió en la difusión de un imaginario que
veía al Uruguay como un territorio homogéneo,
integrado y armónico, desconociendo o negando
peculiaridades étnicas, lingüísticas y culturales.
La última dictadura (1973-1985), que derribó tantos mitos nacionales –el de la Suiza de
América, el de la democracia ejemplar respetuosa de los derechos de las minorías, el del
ejército civilista–, puso en cuestión también,
sin proponérselo, ese imaginario «integrado»
que sustentaba nuestro propio espejo de nación.
Así asomaron después del restablecimiento
140
democrático obras que reflejaban la existencia
de subculturas como la de los afrodescendientes, o las de inmigrantes de orígenes minoritarios,
o tomaban el tema indígena, después del largo
silencio que mereció en el Uruguay la masacre
de Salsipuedes, que exterminó a los charrúas, y
que la novela ¡Bernabé, Bernabé! de Tomás de
Mattos se ocupó de recordar.
Con la aceptación de nuestra diversidad se empieza a despertar la atención hacia las fronteras,
vistas ahora no como muros de contención, sino
como pasajes de intercambio y de conformación
de identidades específicas.
Por otra parte, la globalización también contribuyó en ese sentido, ya que tuvo como consecuencia paradójica, junto a la difusión de las nuevas
tecnologías de la comunicación que tendieron a
uniformizar el planeta, una reacción de afirmación de las culturas locales, lo que ha sucedido
en el mundo entero, con resultados positivos
para frenar la desaparición de formas distintas
de ver el mundo, y muchas veces consecuencias
negativas, como todos hemos visto en los enfrentamientos étnicos de Europa del Este.
Una narrativa regional
Lo cierto es que en las últimas décadas se empezó a observar a nivel de la producción artística la
existencia de una «frontera móvil», una cultura
regional que incluye nuestro norte, el sur del
Brasil y la pampa argentina, y que tiene formas
lingüísticas peculiares. Uno de los más recientes
y visibles síntomas de esa cultura regional es,
en música, el movimiento que Jorge Drexler ha
llamado «templadismo» y Vítor Ramil «estética
del frío», que reúne a músicos uruguayos como
el propio Drexler, brasileños como Paulinho
Moska y Vítor Ramil, argentinos como Lisandro
Aristimuño y Kevin Johansen. En literatura el
fenómeno es más abarcador, tiene raíces mucho
más antiguas, y se manifiesta de formas diversas.
Pero llama la atención que recién en 2008 se
conociera en castellano un clásico riograndense
como los Cuentos gauchescos de João Simões
Lopes Neto, publicado en 1912 y redescubierto
gracias a la edición de Banda Oriental. Un libro
que toma, con una suerte de energía salvaje y
un lenguaje rico salpicado de castellanismos,
episodios de la Revolución de los farrapos (18351845) y la guerra del Paraguay, dos acontecimientos estrechamente ligados a nuestra historia.
Un libro que termina de conformar el mapa de
la literatura de ese período histórico. También le
debemos a Banda Oriental el conocimiento de
escritores riograndenses contemporáneos como
Sergio Faraco, Aldyr García Schlee y Tabajara
Ruas, que han trabajado sobre esa frontera y esa
historia común, como lo han hecho otros narradores uruguayos, desde Saúl Ibargoyen Islas a
Mario Delgado Aparaín y Tomás de Mattos.
Voy a tomar como ejemplo dos textos narrativos, relativamente recientes, uno brasileño y
otro uruguayo, que se ambientan en el mundo
fronterizo. Se trata de los relatos que componen
La venganza de la Diosma, de Ignacio Olmedo
(Trilce, 2004) y la novela Persecución y cerco de
Juvencio Gutiérrez, de Tabajara Ruas (publicada
en Brasil en 1995 y traducida por Pablo Rocca
y Heber Raviolo para Banda Oriental, en 1997).
Nacido en Artigas en 1927, Ignacio Olmedo
sitúa las historias de su libro en una frontera a la
vez real y mítica que se extiende en ambas márgenes del río Cuareim y se expande a un amplio
territorio que incluye Bella Unión, Uruguayana,
Alegrete, Paso de los Libres y Livramento. En
textos relativamente autónomos, el libro remite
a un mundo primitivo y violento, el de las primeras décadas del siglo pasado, cuando la frontera
es una indiferenciada tierra de nadie donde no
hay más ley que la del instinto y las pasiones.
Deformadas por la fantasía popular y el paso
del tiempo, estas historias están contadas con
una eficaz transposición literaria de la oralidad
fronteriza. En una línea que podría recordar a la
de Mario Arregui, por su voluntaria lejanía del
costumbrismo y por el uso acerado de un instrumental técnico moderno para narrar sucesos
del mundo rural, Olmedo hace su aporte en el
plano del lenguaje. Como lo había hecho antes
Saúl Ibargoyen, Olmedo utiliza un español que
en ocasiones acude a palabras en portugués pero
que, sobre todo, es una forma transculturada de
la sintaxis de este lado de la frontera. «¿Así que
querés saber del Hilario?» –dice, por ejemplo,
un personaje–. «¿Cuándo te dejarás de amolar
mexendo tiempos que no son los tuyos y revolviendo memorias de gente que no conociste?».
Algo parecido sucede con la literatura de
Tabajara Ruas. Nacido en Uruguayana en 1942,
Ruas es autor de varias novelas entre las que se
encuentran Os varões assinalados, Netto perde
sua alma y A cabeça de Gumersindo Saraiva,
ambientadas, como en los cuentos de Lopes
Neto, en la frontera uruguayo brasileña en
tiempos de la revolución farroupilha. Ruas es
director cinematográfico y durante la dictadura
militar de su país se exilió en Argentina y Chile.
Me interesa especialmente Persecución y cerco
de Juvencio Gutiérrez porque creo que es su
obra mayor y uno de los libros imprescindibles
escritos en Brasil en los últimos veinte años.
La geografía de este libro notable coincide casi
totalmente con la de Olmedo, aunque el tiempo
141
evocado y el mundo imaginario sean otros:
Persecución y cerco... transcurre principalmente en la ciudad de Uruguayana, pero la acción
se desplaza en ocasiones a Porto Alegre, Paso de
los Libres en Argentina, Paso de los Toros y
Bella Unión en Uruguay. En un procedimiento
parecido al de Olmedo, el lenguaje de la novela
es el portugués de Río Grande, que integra con
naturalidad palabras y hasta frases en español.
Es una novela de iniciación adolescente y
cuenta –con impecable maestría técnica– una
historia que transcurre en un solo día que marcará
la entrada del joven narrador a la edad adulta: el
día en que su tío, el contrabandista perseguido
Juvencio Gutiérrez, vuelve a Uruguayana desde
su exilio del otro lado de la frontera, y es cercado por la policía y muerto a tiros. La historia,
que tensa un drama con escondidos secretos de
familia y construye un puñado de personajes
difíciles de olvidar, es vista a través de los ojos
del adolescente que sueña con ese ancho mundo
que trae el tren de Paso de los Libres y se despliega más allá del puente sobre el río Uruguay.
Ciudadano de esa geografía fronteriza, el adolescente guarda en su cuarto un póster del club de
fútbol uruguayo Peñarol, su madre lee la revista
argentina El Hogar y en su casa consumen vino
de Bella Unión y queso de Paso de los Libres.
Pero sobre todo es por su sensibilidad de habitante de una ciudad de provincias, necesitado de
entender el mundo y asumir su propia identidad,
por lo que su peripecia es tan universal y a la vez
nos resulta tan cercana. Junto a su pasión por el
cine, el personaje alimenta una curiosidad recién
inaugurada con la lectura de novelas de aventuras, pero también lee Los alimentos terrestres de
André Gide (un texto cuya presencia en la novela
ilumina la historia del tío y de la madre) y O tem142
po e o vento, el clásico de Erico Veríssimo que
en la novela pauta la relación del narrador –hijo
de un librero culto, melómano y comunista– con
el imaginario regional.
Dos poetas
Esa mistura de lenguajes y sensibilidades existe
también en el campo de la poesía uruguaya. Un
poeta clave como Washington Benavides, oriundo de Tacuarembó y profundo conocedor de la
literatura de Brasil, ha integrado a una zona de
su obra el mundo familiar de la frontera, además
de dar a conocer a dos generaciones de poetas y
escritores el rico legado de la poesía brasileña.
No ha escrito, en cambio, directamente en portugués. Distinto es el caso de Alfredo Fressia,
residente desde 1976 en São Paulo, autor de un
libro que se llama significativamente Frontera
móvil y que compuso uno de sus libros, Rua
Aurora, en la lengua del Brasil.
Hoy, como en el caso de la narrativa, quiero
acercar el foco al mundo de la frontera y tomar
a dos poetas uruguayos de generaciones distintas
nacidos en el norte: Elder Silva y Fabián Severo.
Nacido en Pueblo Lavalleja, en el límite entre
Salto y Artigas, en 1956, Elder Silva es otro caso
de transculturación literaria, a través de una cosmovisión anclada en su circunstancia norteña y
expresada con una dicción poética contemporánea. Cercano a la estética del brasileño Ferreira
Gullar, Silva conoce bien la poesía de Brasil, y
una amplia zona de su obra refleja esa familiaridad. En su libro La frontera será como un tenue
campo de manzanillas (Premio Luis Feria de la
Universidad de Tenerife, España), publicado en
2007, tiene una sección entera escrita en portugués y varios poemas que combinan ambas
lenguas, en un híbrido que no es portuñol, pero
que acusa la facilidad del pasaje entre una y otra.
«Louvado seja meu pai./ (Louvado seja nesta
terça feira de novembro/ sem ele, sem seu olhar.)/
Louvados sejam meus avos Sabino Vicente,/ a
Mariazinha,/ a donna Palmira sempre de preto,/
encomendándose al más aláa/ todas las mañanas/ de los últimos años de su vida [...]».
El caso del más joven Fabián Severo es especialmente interesante. Nacido en Artigas en
1981, publica en 2010 su primer libro, Noite
nu Norte, escrito enteramente en portuñol, ese
dialecto del portugués hablado en la frontera
con Brasil. Los antecedentes de esta práctica
escrita son escasos. Recuerdo ahora un libro del
riverense Agustín R. Bisio (1894-1952), Brindis
agreste, publicado en 1947, y algunas letras de
canciones de Carlos de Mello. Conviene recordar
que el portuñol no es el resultado de la influencia
de la lengua portuguesa sobre el español, sino de
la influencia del español, desde fines del siglo xix,
sobre el portugués original hablado en la zona.
Y que, teniendo raíces más antiguas que nuestra
existencia de país independiente, recién empezó
a ser reconocido como una modalidad lingüística
particular a partir de los estudios solitarios de José
Pedro Rona en 1959, continuados a partir de la
década de 1970 por Elizaincín, Behares y Barrios,
de la Cátedra de Lingüística de la Facultad de
Humanidades. Estos estudios debieron abrirse
paso después de décadas de represión del uso del
portuñol en las escuelas de la frontera.
El libro de Fabián Severo rompe muchos tabúes
y es, sobre todo, un gesto de coraje al atreverse a
hacer poesía en una modalidad dialectal no normatizada, atendiendo a la fonética y adaptando la
ortografía –a veces vacilante– al lector de lengua
castellana. Severo escribe su libro «como un acto
de amor a su lengua materna», como resalta Luis
Behares en el prólogo; un libro que habla del dolor
de vivir en una lengua despreciada. En Noite nu
Norte el poeta esgrime su condición de extranjería
con orgullo y conciencia de las dificultades del
intento: «Semo da frontera/ neim daquí neim dalí/
no es nosso u suelo que pisamo/ neim a lingua que
falemo», dice, y «Miña lingua le saca la lengua
al disionario/ baila um pagode ensima dus mapa/
y fas como a túnica y a moña/ uma cometa pra
voar y solta pelu seu».
Con su áspera belleza y su gesto de rebeldía,
el libro de Fabián Severo nos interpela. Cuando
escribo estas líneas Severo está dando un paso
más, al presentar su novela Viralata, la primera
escrita enteramente en portuñol.
Recién en 2008 la nueva Ley de Educación
reconoció la existencia de nuestra diversidad lingüística y a texto expreso habla de «las diferentes
lenguas maternas existentes en el país», lo que
había sido hasta ahora sistemáticamente rechazado por el Estado uruguayo. En consecuencia, en
2009 Uruguay se integró a una propuesta iniciada
por Argentina y Brasil, en el marco del Mercosur,
que consiste en instalar Escuelas Interculturales
Bilingües en uno y otro lado de la frontera. Es una
experiencia incipiente, pero en el mismo sentido
que la difusión de la literatura de la región, habría
que saludarla como un intento de rehacer un espejo imaginario que nos refleje con más fidelidad
y, por lo tanto, con mayor justicia.
Bibliografía
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–––––––: No robarás las botas de los muertos,
Montevideo, Alfaguara, 2002.
143
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falemo brasilero. Dialectos portugueses en
Uruguay, Montevideo, Editorial Amesur, 1987.
Elizaincín, Adolfo: Bilingüismo y problemas educativos en la frontera uruguaya brasileña, Lima,
Universidad Nacional de San Marcos, 1978.
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Coluna, Caracas, Monte Ávila, 1975.
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144
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Rocca, Pablo: Ángel Rama, Emir Rodríguez
Monegal y el Brasil: Dos caras de un proyecto
latinoamericano, Montevideo, Ediciones de la
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Rona, José Pedro: El dialecto «fronterizo» del
Norte del Uruguay, Montevideo, Universidad
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Severo, Fabián: Noite nu Norte, Montevideo,
Ediciones del Rincón, 2010.
Silva, Elder: La frontera será como un tenue
campo de manzanillas, Montevideo, Civiles
Iletrados, 2007.
Simões Lopes Neto, João: Cuentos gauchescos,
Montevideo, Banda Oriental, 2008. c
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