ESCEPTICISMO Concepción en teoría del conocimiento que sostiene, en principio, que la mente humana no es capaz de justificar afirmaciones verdaderas. Un escepticismo extremo o absoluto sostendría que no existe ningún enunciado objetivamente verdadero para la mente humana, o la imposibilidad total de justificar afirmaciones verdaderas; de este escepticismo se suele decir que se refuta a sí mismo o que es imposible, puesto que se niega en su propia afirmación. El escepticismo moderado o relativo sostiene que son pocos los enunciados objetivamente verdaderos, o bien establece dudas razonadas sobre la capacidad de la mente humana de poder conocer las cosas y, por lo mismo, la somete a examen. Este relativismo propugna una actitud crítica ante el dogmatismo. Históricamente el esceptisimo es una corriente de la filosofía helenística, el pirronismo, o escuela escéptica que nace con Pirrón de Elis (360-272). Las motivaciones iniciales del pensamiento de Pirrón fueron de índole moral, y se centraron en cómo conseguir la felicidad. Para ello Pirrón intentó establecer qué criterios deben dirigir el pensamiento pero, según él, esto chocaba con la constatación de la imposibilidad de conocer la verdadera naturaleza de las cosas ya que todo nuestro conocimiento procede de la sensación, y ésta no nos da un conocimiento de las cosas mismas sino que, por ser cambiante, sólo nos proporciona meras apariencias. Las sensaciones no penetran realmente en el ser de las cosas, por lo que éstas nos son realmente desconocidas. De ahí concluía que ni tiene fundamento la creencia de que podemos conocer las cosas tal como realmente son, ni se puede creer que ninguna opinión sea realmente verdadera. Por ello, no hay ninguna seguridad en nuestros juicios, por lo que es de sabios no pronunciarse y practicar una epokhé o suspensión del juicio, o una aphasía: un no pronunciamiento acerca de lo real. Las consecuencias éticas de esta posición le condujeron a sustentar la necesidad de la imperturbabilidad del sabio o ataraxia, a la que consideraba el único criterio para la consecución de la felicidad. En el terreno práctico, Pirrón pensaba que era mejor seguir las normas de conducta establecidas, no porque sean mejores o peores que otras, cosa que no podemos saber, sino por mero pragmatismo, pero en su conducta el sabio no debe dejarse impresionar por las cosas externas, ya que la felicidad sólo se consigue por la ataraxia. David Hume (1711-1776) integra el escepticismo en la misma actividad filosófica. Distingue entre escepticismo «antecedente» y escepticismo «consecuente». El primero es «anterior a todo estudio y filosofía», y un ejemplo podría ser la duda metódica cartesiana, que plantea la búsqueda de un primer principio de certeza infalible; el segundo es «posterior a la ciencia y a la investigación». Mantener un escepticismo antecedente en forma exagerada —pirrónica— equivale a negar cualquier posibilidad de llegar a la certeza. El escepticismo consecuente es el que hay que adoptar después de haber sometido a examen nuestras posibilidades cognoscitivas. Este escepticismo pone de manifiesto la imposibilidad de conciliar lo que creemos por sentido común y lo que sostenemos tras un examen filosófico de muchas cuestiones: por sentido común creemos que lo que vemos es lo que existe, pero la razón filosófica rechaza identificar nuestras representaciones con los objetos que representan; por otro lado, no disponemos de buenos argumentos para demostrar que nuestras percepciones o representaciones correspondan a los objetos reales. Al hombre razonable le es necesario un escepticismo mitigado o «académico», que es el resultado de combinar un severo examen crítico de nuestras capacidades cognoscitivas con el sentido común y la reflexión. Y así, hay que recordar que todos nuestros conocimientos se reducen a la relación de ideas, o lo que puede saberse por demostración, y a cuestiones de hecho, que fundamos en la relación de causa y efecto. Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de teología o de metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad o el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión1. RACIONALISMO Y EMPIRISMO Descartes fue un moderno poco respetuoso con los sistemas filosóficos del pasado, con Aristóteles o la Escolástica, y un protagonista de la ciencia galileana. Con todo, también deseaba orden y claridad, para combatir el resurgimiento del pirronismo o del escepticismo, y acabó encontrando «reglas» y «principios» (títulos de dos de sus más importantes obras) para gobernar, respectivamente, el pensamiento y el universo. De Descartes, y de la entera familia 1 Investigación sobre el conocimiento humano, Sección XII (Alianza, Madrid 1994, 8ª ed., p. 192). 1 de la filosofía racionalista a que pertenecía, puede decirse que fueron los creadores de un universo «clásico» puesto al día: armonioso, racional, geométrico, en definitiva explicable en términos de las esencias o de la sustancia eternas. Los filósofos racionalistas disputaban acerca del número y de la naturaleza de la sustancia, si, por ejemplo, había dos sustancias, como decía Descartes, o bien sólo una (Spinoza), si la materia o la extensión era una sustancia al igual que la mente, etc. Pero ninguno de ellos dudaba de la existencia de cierta especie de orden esencial al que debieran referirse todo tipo de fenómenos, cosmológicos, psicológicos o sociales. Igual que el clasicismo, por tanto, el racionalismo -o por lo menos las grandes filosofías racionalistas del siglo XVII- estaba a favor de un sistema de cosas intemporal. Esta intemporalidad no es tan clara en el empirismo, esta otra corriente importante de la filosofía del siglo XVII, o en la tendencia opuesta al clasicismo, el «barroco». Al barroco le complacían las curvas, el movimiento, la tensión, los efectos espaciales expansivos —en una palabra, el dinamismo—, como puede verse en los grandes templos de Bernini y Borromini en Roma. Como hemos visto, tanto el empirismo como su aliada la ciencia experimental eran igualmente dinámicos, por lo menos en lo tocante a su concepción del conocimiento2. En general, actitud filosófica de confianza en la razón, las ideas o el pensamiento, que exalta su importancia y los independiza de su vínculo con la experiencia. En este sentido de exaltación de la autonomía de la razón, el racionalismo se aplica tanto a filósofos de la antigüedad griega, como Parménides y Platón, que atribuyen a la razón una autonomía (problemática) respecto del mundo sensible. En sentido estricto, es el «racionalismo moderno» que, como corriente filosófica, nace en Francia en el s. XVII y se difunde por Europa, en directa oposición al empirismo, y que sostiene que el punto de partida del conocimiento no son los datos de los sentidos, sino las ideas propias del espíritu humano. Surge como reacción a la orientación filosófica medieval puesta en crisis por las nuevas ideas del Renacimiento, que entre otras cosa renueva el escepticismo de los antiguos, el espíritu de la Reforma protestante que mina el principio de autoridad doctrinal, y los éxitos del método científico impulsado por la revolución científica. El racionalismo moderno, revolucionario para su época, y cuyos principales representantes son Descartes, su iniciador, Spinoza y Leibniz, representa no obstante una visión general del mundo y del conocimiento armoniosa, ordenada, racional, geométrica y estable, basada en el pensamiento metódico (de la duda o del método more geometrico), la claridad de ideas (principio de evidencia) y la creencia en la estabilidad de las ideas (la doctrina sobre la sustancia), mientras que, en el lado opuesto, el empirismo representa una visión del mundo dinámica, cambiante, interesada por la utilidad del saber, innovadora en teorías del conocimiento y de la sociedad. La estabilidad del ser, frente a la confusión dinámica del devenir. Las principales doctrinas racionalistas son la afirmación de (1) la existencia de ideas innatas, punto de partida (en el sentido lógico) del conocimiento (Leibniz admitía también principios del entendimiento innatos), y (2) la relación directa entre pensamiento y realidad, que Spinoza expresó gráficamente con la frase «El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas». Junto a esto, se sostiene que (3) el conocimiento es de tipo deductivo, como el que se da en las matemáticas, y se atribuye (4) un carácter fundamental a la sustancia (las dos sustancias de Descartes, la sustancia única de Spinoza, Deus sive natura, y las mónadas de Leibniz). En definitiva, la forma característica de argumentación racionalista excluye el recurso a la experiencia y al conocimiento que proviene de los sentidos, y se remite exclusivamente a la razón, a la claridad y distinción de ideas y a la suposición de que el buen pensar coincide forzosamente con la realidad: conocer es conocer por la razón. En efecto, sabiendo yo ahora que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu3. 2 Modern European Thought. Continuity and Change in Ideas, 1600-1950, Collier Macmillan Publishers, Londres 1977, p. 39-41. 3 R. Descartes: Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación segunda, Alfaguara, Madrid, 1977, p. 30. 2 * La doctrina filosófica que sostiene que las ideas y el conocimiento en general provienen de la experiencia, tanto en sentido psicológico (o temporal: «el conocimiento nace con la experiencia») como en sentido epistemológico (o lógico: el conocimiento se justifica por la experiencia). A Aristóteles se debe la primera línea de pensamiento que vincula de manera sistemática el conocer a la experiencia sensible, pero el empirismo, como doctrina filosófica sistemática, se supone característica de la filosofía inglesa; indicios de este tipo de pensamiento se ven incluso en la actitud teórica de algunos escolásticos, como Roger Bacon y Guillermo de Occam, si bien los verdaderos precursores del empirismo teórico son, en realidad, Francis Bacon (1561-1626) y Hobbes (1588-1679); el primero destaca la necesidad de recurrir a la inducción y a la observación para hacer ciencia y el supuesto del segundo —racionalista en muchos de sus planteamientos— de que «todo es cuerpo» no permite comenzar y justificar el conocimiento si no es a partir de la sensación. Quienes dan forma sistemática al empirismo son, sin embargo, Locke (1632-1704), Berkeley (1685-1753) y Hume (1711-1776). A ellos se debe la versión clásica del empirismo, cuyos puntos fundamentales son: (1) la afirmación de que no existen ideas innatas y (2) que el conocimiento procede de la sensación, o experiencia interna o externa; de este modo afirma tanto la prioridad temporal del conocimiento sensible (el conocimiento empieza con la experiencia) como su prioridad epistemológica o lógica (el conocimiento requiere de la experiencia como justificación). Los textos más fundamentales del empirismo clásico pertenecen a J. Locke, en especial a su obra Ensayo del entendimiento humano (1690). El libro ofrece una crítica cerrada a la doctrina de las ideas innatas, tal como las entendían los cartesianos; no hay ideas innatas ni principios teóricos o morales previos a la experiencia. El entendimiento, antes de toda experiencia, no es más que una tabula rasa. Además, trata del origen de las ideas a partir de la experiencia sensible, interna o externa; nacidas las ideas simples de la sensación o de la reflexión, el entendimiento puede a partir de ellas componer ideas complejas. En una de estas ideas complejas, la sustancia, pueden distinguirse cualidades primarias (objetivas) y cualidades secundarias (subjetivas). Las ideas simples de Locke se agrupan en cuatro clases: 1) las que provienen de un solo sentido; «amarillo», por ejemplo. 2) las que provienen de varios sentidos; la «forma», por ejemplo. 3) las que provienen de la reflexión interna, por pensar sobre ideas simples de los sentidos; el «pensamiento» y la «voluntad», por ejemplo. 4) las que proceden, de forma combinada, de la sensación y la reflexión a un mismo tiempo a manera de síntesis; la percepción de la «existencia» de un objeto externo, por ejemplo, o el «dolor». La mente, combinando, relacionando y abstrayendo, puede formar ideas complejas —«la belleza, la gratitud, un hombre, un ejército, el universo»—, relaciones y abstracciones. Las ideas complejas se dividen en modos, sustancias y relaciones. Una sustancia es una idea compleja con la que concebimos un ser particular; la idea de «hombre», por ejemplo. Un modo es la idea compleja con la que pensamos, por abstracción, conjuntos de ideas simples —referibles a diversas sustancias— que no subsisten como un ser particular; la «danza», por ejemplo, o la «belleza». Hume, a su vez, admite la crítica de Berkeley y asume como punto de partida que las ideas son fenómenos de la conciencia, pero critica no sólo la idea de sustancia externa, sino también la de sustancia interna, o yo. De ahí procede su escepticismo, por cuanto lo que pensamos supera con creces lo percibido, pero sólo hay certeza de lo percibido, y su fenomenismo. En tiempos de Hume, el modelo científico newtoniano es una ciencia empírica con pleno derecho; el empirismo de Hume dirige su atención, no sólo hacia la manera y el fundamento de nuestro conocer, sino también hacia una ciencia empírica del hombre: el Tratado de la naturaleza humana (1739) no confiesa otro objetivo que el de lograr en el mundo de la moral lo que Newton ha logrado en el mundo de la física. Las investigaciones de Hume se centran, no sólo en el estudio del entendimiento, sino también en el de las pasiones y la moral. La crítica que instaura el empirismo clásico acaba, en Hume, en el fenomenismo y el escepticismo. Frente a la dogmática seguridad que exige y pretende haber hallado el racionalismo, el empirismo oferta la razonabilidad del conocimiento probable y de los límites del conocimiento. El valor histórico del empirismo está en su crítica; pero no en la empresa no lograda de fundar suficientemente el conocimiento científico. Ofrece una alternativa, pero no una síntesis y, por lo mismo, no una superación del racionalismo y el dogmatismo. Supongamos, pues, que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda instrucción, sin ninguna idea. ¿Cómo llega entonces a 3 tenerla? [...] ¿De dónde extrae todo ese material de la razón y del conocimiento? A estas preguntas contesto con una sola palabra: de la experiencia; he aquí el fundamento de todo nuestro saber, y de donde en última instancia se deriva: «las observaciones que hacemos sobre los objetos sensibles externos, o sobre las operaciones internas de nuestra mente, las cuales percibimos, y sobre las que reflexionamos nosotros mismos, son las que proveen a nuestro entendimiento de todos los materiales del pensar». Estas son las dos fuentes de conocimiento de donde parten todas las ideas que tenemos o que podemos tener de manera natural4. 4 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano, l.2, cap. 1, 2 (Editora Nacional, Madrid 1980, vol.1, p. 164). 4