Un lugar seguro

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Huellas
Narrativa
Un lugar seguro
Por
Gloria Castaño
Cocina casa de verano, Alejandro Mendez, óleo sobre lienzo.
Para las tres
Lhaatenido
nueva casa es amplia, clara y algo silenciosa, pero
sus batallas, y por eso quiero hablar de ella.
Mi papá no quiso compartir sus ideas sobre su diseño,
ni aceptó las sugerencias que le hicieron algunos ex�
pertos. De todos modos, ya nos había oído imaginarla
durante años, entonces quiso sorprendernos y, por su�
puesto, nos creó la expectativa.
Cuando la estrenamos nos emocionó que fuera tan
sencilla y ventilada, pero él estuvo algo tenso hasta
que tuvimos el último desfile de amigos que vino a co�
nocerla. Tan pronto se marchaban, nos preguntaba a
cada uno, como quien no quiere la cosa, qué nos había
parecido la casa. Sin embargo, los piropos se fueron
acabando y ha terminado por aceptar algunas co�
rrecciones. Los hechos lo traicionaron y pusieron en
evidencia las contradicciones de la nostalgia y de las
ganas de renovarnos.
Lo vimos con los ojos encendidos, como un condena�
do, resoplando cada vez que reconoc���������������
ía�������������
alguna remo�
delación inevitable. Lo primero fue la cocina. Era mo�
derna porque mi mamá insistía en que también se po�
día hacer comida en un lugar blanco, resplandeciente
y elegante como en las casas de las ciudades, aunque
se viviera en el monte. Sin embargo, la tacita de por�
celana pronto volvió a ser un pocillo de peltre. Ella
me había confesado que le estaba costando adaptarse
porque le gusta andar descalza y con la baldosa nueva
los pies le dolían, además le hacía mucha falta alguito
de barro, «y más con este calor»… Entonces se tumbó
la pared que separaba la cocina del lado izquierdo de
la casa, donde hay un baño, el lavadero, unos escom�
bros y el senderito al rancho que hace de granero. Era
urgente volver a unir esos dos mundos. La cocina ha�
bía sido construida con ventanas por todos lados, pero
con una sola puerta que daba al interior de la casa.
Pronto tuvimos que volver a la idea del patio trasero y
al orden aparatoso. Ya se había cambiado la ubicación
de la estufa de gas porque los ventarrones apagaban
la llama, y no tardamos en reconocer que eso no era
suficiente. Así que se hizo un rancho para la cocina
rú�����������������������������������������������������
stica, con el añorado suelo de tierra, unas pocas pa�
redes de tabla y el techo de paja. Nada qué hacer, la
tecnología doméstica no pudo reemplazar la versatili�
dad y el sabor que da un fogón de barro���������������
y leña��������
. De to�
dos modos, mi mamá ya había acariciado y desafiado
el fuego de todas las formas posibles; y aunque sufrió
por su irreverencia, al fin lo ha dominado, después de
que incendió un pedazo de la vieja casa y de haber vi�
sitado un par de veces el hospital.
También cambiamos la sala del televisor porque dejó
de hacer parte del círculo materno. La vida útil de la
casa nueva se mudó al piso de tierra y por poco per�
dimos el hábito de ver la tele. Eso alarmó a mi papá,
que se lo llevó al rancho para poder hacer los oficios
mientras se veían las telenovelas, los noticieros y los
programas de concursos.
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Recién nos mudamos, lo primero que extrañamos fue
el viejo jardín. Nos tuvimos que conformar con visi�
tarlo de vez en cuando, pero mi mamá iba todos los
días, regaba las matas, y me consta que les susurraba
a escondidas. Tuvo que esperar a que llegara el invier�
no para trasplantarlas sin que murieran. Todos está�
bamos ansiosos por verlas otra vez; y hasta mi papá,
que había crecido tumbando montaña, sembró unos
borracheros dos días después del trasteo. De todas for�
mas, sigue faltando tiempo para poder volver a escon�
derse detrás de los helechos y los crotus. Las culebras,
en cambio, esas sí que nos acompañaron en el trasteo,
aunque al comienzo no las notamos. Antes llegaban
al viejo rancho en temporada de lluvias, buscando tie�
rra firme y seca, mientras que en verano llegaban tras
algo de humedad y aire fresco. Pero además las atraía
el jardín lleno de rositas, veraneras, cayenos, anturios,
jazmines, verdolagas, cariaquitos, margaritas, pompo�
nes, besitos, lirios, orquídeas, dalias, chocolatas, heli�
conias, maraquitas y conservadores.
Al principio mi mamá solo les tenía un miedo corrien�
te a las serpientes, quizás porque no las había visto
mucho. Recién llegada a la vieja casa halló cinco en
una semana. Entonces empezó a reconocer la per�
manencia de un dolorcito de cabeza cada vez que oía
cualquier cosa sobre ellas. Abandonó los programas
sobre la vida animal, dejó de recibir los almanaques
de fauna silvestre que le regalaban en la ferretería del
pueblo y encerró la casa en un círculo de creolina.
Cada vez que veía alguna, la alegría y ternura de mi
madre daban paso a un ceño fruncido y una serie de
rituales consagrados a sus huéspedes indeseadas. Ha�
bía llegado a intuirlas, y entonces una fuerza superior
la poseía y la obligaba a hurgar el jardín y a voltear los
colchones, las tablas y los cajones de los dormitorios
hasta encontrarlas. Las inocentes pagaban entonces la
suerte de haber llegado al paraíso equivocado. No ha�
bía manera de que escaparan. A veces se oía un silbido
dulce y muy delgado que delataba familias enteras, y
descubrió que a algunas les gustaba andar en parejas,
hasta que la muerte las separaba.
Mi papá procuraba espantarlas y siempre callaba
cuando las veía, sobre todo si se trataba de las peque�
ñas cazadoras, unas serpientes ágil�������������������
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es, verdes o amari�
llas, que sobresalían del pasto cuando levantaban la
cabeza para perseguir a quien las desafiara, y sacu�
dían la cola como un látigo que dejaba una llaguita ar�
diendo unos cuantos días. Mi papá las protegía porque
ahuyentaban a las mapanares, que eran pardas, len�
tas, con una mirada profunda y realmente temibles.
Hace unas décadas, la mayoría de sus víctimas morían
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“Al principio mi mamá solo les tenía
un miedo corriente a las serpientes,
quizás porque no las había visto
mucho. Recién llegada a la vieja
casa halló cinco en una semana”.
o perdían una pierna, hoy en día se conforman con
una cicatriz espantosa.
Hubo una temporada en la que aparecían muy segui�
do. Se podían encontrar en cualquier parte del rancho
y en cualquier momento. Por eso nos acostumbramos
a ver el suelo antes de poner los pies en él. Sobre todo
al despertar.
“El sapo y la culebra” de Carlos Bazán.
“Mi mamá se negó siempre a dar
crédito a quienes afirmaban que
las culebras estaban en vía de
extinción y trataba de demostrar
lo contrario sacando la cuenta
de las que mataba cada mes”.
Mi mamá se negó siempre a dar crédito a quienes afir�
maban que las culebras estaban en vía de extinción y
trataba de demostrar lo contrario sacando la cuenta
de las que mataba cada mes. Por poco entró en trance
cuando se encontró con un güio en la carretera. Lo co�
gió a machete y le prendió candela, pero el animal se
enroscó, escondió su cabeza y se esfumó en otro des�
cuido. Dejó un rastro que llegó hasta el estero, donde
debió curarse las heridas comiendo bichos del panta�
no durante algunas semanas y recuperando la fuerza
suficiente para sacar su cuerpo del lodo.
La casa nueva, en cambio, con paredes que se unen
al piso de baldosa, nos daba la confianza de poner los
pies en el suelo con los ojos cerrados. Sin embargo,
pasó poco tiempo para que escucháramos aquel vie�
jo grito de mi mamá inaugurando el nuevo templo. Se
trataba de una culebra que se disfraza de coral, delga�
da y vistosa. Tiene colores más brillantes que los de
la auténtica, tratando de ocultar el hecho de que es
realmente inofensiva. La coral verdadera no aparece
mucho, prefiere esconderse en los matorrales, tratan�
do de opacar los intensos colores que la convierten en
blanco fácil de sus enemigos y que ahuyentan a sus
presas.
Hemos buscado cualquier señal de su paradero. Tal
vez gallinas o alguna vaca desaparecidas, pero nada.
Llegamos a pensar que se había comido un venado al
que se le enredaron los cuernos en una cerca, pero lue�
go lo vimos con su grupo, esperando a que le crecieran
para aparearse de nuevo.
Otro día, mis sobrinitas se divirtieron impresionadas
al ver la boa que un tío de mi papá tuvo de mascota.
Cuando el viejo murió, la serpiente se perdió, y pare�
ce que se fue a vivir al nuevo granero, donde ganó la
batalla que el viejo gato de la casa había perdido con�
tra las ratas. La pobre escupía de la ira y se retorcía
tratando de soltarse la soga con que la amarraron a
un árbol. Cuando nos aburrimos del espectáculo y nos
distrajimos con cualquier otra cosa, desapareció sin
dejar rastro. ¡Corre, pequeña!, ¡mueve tus piernitas!
Webgrafía
Hay que estar atentos. Las niñas ya saben que si ven
un sendero de flores aplastadas, o si perciben un olor
extraño, deben alejarse, no sea que el animal las duer�
ma, las abrace y las devore antes de recordar el cami�
no a casa.
Óleo de Alejandro Mendez. Tomado de: http://images.artelista.
com/artelista/obras/big/2/3/9/7662932159416203.jpg
Dibujo de Carlos Bazán. Tomado de: http://image.posta.com.mx/
sites/default/files/el_sapo_y_la_culebra._autor_carlos_bazan.
jpgTomado de: http://images.artelista.com/artelista/obras/
big/2/3/9/7662932159416203.jpg
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