Raza, nación y biología El genoma de los mexicanos “Una de las

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Raza, nación y biología
El genoma de los mexicanos
“Una de las herencias del priismo es el racismo paternalista que se compadece del otro”.
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2009-05-23 | Milenio semanal
Foto: Nelly Salas
Para muchos, México es un producto uniforme; una nación definida por un pueblo nuevo surgido de un
choque cultural de proporciones históricas. Una raza única e incuestionable que canta el mismo Himno y
habla la misma lengua. Pero el rostro de las naciones suele ser producto de una convergencia de mitos y
leyendas. En una entrevista concedida a MILENIO Semanal, el antropólogo Carlos Zolla —coordinador
de investigación del Programa Universitario México Nación Multicultural (PUMC) — hace un breve
recuento del racismo, la exclusión y la discriminación que se esconden detrás del proyecto mexicano de
nación. “Tomemos el caso de México a comienzos del siglo XVI. Es posible percibir dos grandes
corrientes en disputa”, explica el doctor Zolla. “Vasco de Quiroga y fray Bernardino de Sahagún fueron
ejemplos de la corriente antirracista que, de paso, era antiesclavista. Las corrientes científicas, hijas de la
ilustración, van a tomar la eugenesia, la higiene, estudios de la criminalidad, etcétera, como elementos
de un racismo más o menos encubierto. Creo que los Estados-nación independientes que tuvieron
dominio colonial han vivido de diferente manera, pero como una constante, esta tensión entre posiciones
racistas y posiciones antirracistas”, añade Zolla.
“Durante el siglo XIX mexicano había quienes se inscribieron en una suerte de darwinismo claramente
racista y otros que por el contrario encontraron en Darwin un elemento para analizar científicamente
aspectos de la evolución que llevaban a conclusiones opuestas a ésta. Hubo toda una fracción de
evolucionismo que planteó que no solamente por cuestiones culturales sino también por cuestiones
biológicas, el mestizaje era un resultado positivo y superior de una herencia indígena y otra hispánica.
No era ni lo uno ni lo otro, sino un nuevo producto, una raza de bronce alrededor de la cual debería de
girar el concepto de nación. Una de las consecuencias que produjo esto es el ideologema de que este país
se construyó sobre españoles e indígenas y hoy hay remanentes de eso, fundamentalmente mestizos e
indígenas”, dice Zolla, añadiendo que el aporte africano a la composición demográfica de México ha
pasado un tanto inadvertido: “Hay un período de más de 100 años —durante la trata esclavista, desde
fines del siglo XVI hasta casi principios del siglo XVIII— en donde por cada español entraban 10
africanos, principalmente esparcidos en Veracruz, la Costa Chica de Guerrero, la de Oaxaca y una
pequeña facción que llegó a Chiapas”, explica.
Otra migración de negros parece obedecer a una anécdota chistosa más que a un hecho histórico: “Para
finales del siglo XVI y comienzo del siglo XVII, los grandes lagos entre EU y Canadá comienzan a
vaciarse. Los seminoles se vieron obligados a migrar. Finalmente se instalaron en Coahuila,
acompañados de sus propios esclavos negros y, con el tiempo, se hartan de tanta tierra y tan poca agua y
deciden volverse. Pero como para ese entonces ya había pasado 1810 y la esclavitud había sido abolida
por Miguel Hidalgo, los negros dejaron que sus ex amos regresaran solos hacia territorio estadunidense”,
cuenta Zolla de este paréntesis histórico.
Fotoarte: Archivo
“Como en el nazismo, y espero que lo que voy a decir no sea ofensivo para ciertas conciencias, también
nuestras ideologías de Estado invocaron un pasado prehispánico glorioso. Claro que se trataba de indios
muertos y el problema siempre fueron los vivos, a quienes durante mucho tiempo se les denominó como
el ’problema indígena’. El indigenismo de Estado tenía como propósito solucionar precisamente ese
’problema’”, señala. “Durante el siglo XIX hay fuertes polémicas en México entre un sector ilustrado,
incluso positivista, que va a tener posiciones racistas claras, y pensadores político liberales que piensan
que el elemento fundamental es la igualdad. Hemos construido el país a partir del planteamiento de ser
mestizos, portadores de una cultura nacional, en la que se apoya la solidez de la sociedad. Aun los
pueblos indios —decía Aguirre Beltrán, reconocido por su investigación de la población negra en
México— son mestizos y portan un mayor número de rasgos mestizados que características de su
pasado prehispánico.
“Claro que había personas más reaccionarias que Beltrán; gente como José Vasconcelos”, aclara el
doctor Zolla, refiriéndose a quien fuera secretario de Educación y rector de la UNAM. El desconcertante
lema de esta institución, Por mi raza hablará el espíritu, lleva la firma de este político y pensador
galardonado, cuya reputación goza de un prestigio por demás cuestionable. En su libro La raza cósmica,
Vasconcelos propone el prototipo racial que según él debería de ser el modelo a seguir por el resto del
mundo. “Una estirpe nueva, de síntesis, integral, definitiva, matriz, una quinta raza que funde o fusiona a
todas las demás precedentes; al negro, al indio, al mongol y al blanco, hecha con el genio y con la sangre
de todos los pueblos, más capaz de verdadera paternidad y de visión universal”, aseguraba el filósofo en
lo que parece ser la diatriba de un científico desquiciado.
“La historia del Estado mexicano es una historia de tensiones ideológicas, teóricas, políticas, científicas,
culturales. Una de las herencias que nos ha dejado el priismo es este racismo paternalista que tenemos,
el que se compadece del otro (…) Si hay algo que caracteriza el racismo es que se mueve con
estereotipos e ideologemas” agrega Zolla. “Hay una serie de categorías asociadas que se han filtrado en
más de una ocasión, sobre todo en estos días y a propósito de la influenza. Aparecen muy ligados los
términos racismo, xenofobia, exclusión, desigualdad y creo que hay que distinguirlos: hemos sido
particularmente sensibles ante la actitud xenofóbica de ciertos países hacia los ’mexicanos infectados’.
Nos ha molestado especialmente que se califique al virus como mexicano, además de porcino, lo cual es
bastante despectivo en una escala de valores determinada”, señala Zolla.
“Ingenuo pensar que todos somos iguales”
Desde sus inicios, el ser humano ha encontrado en la otredad la manera más eficiente para explicarse y
definirse a sí mismo; para formar una identidad tangible que le permita entender su lugar dentro de su
entorno. Somos el producto de todo aquello que no somos. Esa necesidad de asumirnos diferentes y
únicos ha teñido de sangre los campos de batalla a lo largo y ancho del mundo en el nombre de Dios, la
patria o la democracia.
“Entiendo por nacionalismo el hábito de suponer que los seres humanos pueden ser clasificados como
los insectos”, decía un atinado George Orwell. Al parecer, la raza no es más que un monstruo mitológico
salido de las agendas sociopolíticas que acecha en los lugares comunes de la imaginación colectiva. El
único lugar donde éste se siente incómodo es dentro de los márgenes de la ciencia: “Siempre ha existido
la costumbre de tratar de justificar y demostrar la superioridad de la cultura en el poder a través de la
biología. La ciencia siempre ha tenido dueño”, explica Joaquín Giménez Héau, coordinador de la
Unidad Informática para la Biodiversidad del Instituto de Biología (UNAM). “Tendríamos que
remontarnos al siglo XVIII para hablar de uno de los grandes personajes de la biología: el naturalista
sueco Carlos Linneo, quien publicó el primer libro (Systema naturae) donde se describen y clasifican las
especies, sobre todo en lo que se refiere a las plantas. Este sistema fue el punto de partida formal para la
taxonomía moderna, y Systema naturae describe cuatro variedades del Homo sapiens, a saber,
Americanus: colorado, colérico, de porte derecho, de piel morena y cabellos negros, lacios y espesos,
con labios gruesos, fosas nasales largas, mentón casi sin barba, porfiado, contento con su suerte, amante
de la libertad, pintado su cuerpo con líneas coloradas, combinadas de distintas maneras. Europaeus:
blanco, sanguíneo, musculoso, cabellos rubios, largos y espesos, inconstante, ingenioso, inventivo,
cubierto totalmente con ropas, gobernado por leyes. Asiaticus: amarillo, melancólico, de fibras rígidas,
cabello negro, ojos marrones, severo, fastuoso, avaro, vestido con largas túnicas, gobernado por la
opinión. Afer: negro, flemático, de complexión débil, con cabellos crespos, astuto, perezoso, negligente,
con el cuerpo frotado con aceite o grasa, gobernado por la voluntad arbitraria de sus dueños”, concluye
Giménez Héau.
“A pesar de que Linneo no utiliza el término de ’raza’ sino el de ’variedad’, sus apreciaciones sobre los
africanos sentaron, quizá, las bases del racismo ’científico’ posterior”, agrega. “Igual sucede con el
Conde de Buffon, quien retoma la descripción de Linneo y propone que el mejor medio para los
humanos está en la zona templada, entre los paralelos de 400 y 500 (leguas francesas). Allí es para
Buffon donde se encuentran las mejores condiciones de vida y, por ende, los seres humanos más bellos y
mejor dotados del mundo, resultantes de un equilibrio perfecto con el medio ambiente; las demás
variedades humanas se alejan de ese modelo ideal en proporción a la distancia de la que viven del clima
templado. A finales del siglo XVIII, Adriaan Gilles Camper, y posteriormente Charles White,
comparando cráneos y otros huesos humanos y de monos, concluyeron que existían cráneos que caían en
la categoría de humanos y otros que caían en la categoría de ’parecido al chango’, siendo estos últimos
por supuesto los de los africanos. Ahora bien, no es casualidad que existieran estos intentos sistemáticos
de degradación física e intelectual de los africanos a fines del siglo XVIII, la época en la cual comenzó
una crisis en el comercio de la trata de esclavos. Por eso es que se buscó que la ciencia de entonces diera
nuevas razones para justificar la continuidad de este comercio. Si los africanos no eran humanos, la idea
de que el tráfico de esclavos era inhumano perdía relevancia”, dice el biólogo.
“Poco después de la Segunda Guerra Mundial y las delirantes teorías raciales propagadas durante el
Tercer Reich, surgió un movimiento dentro de la biología que desmentía la existencia de las razas
humanas. Con los avances en la investigación genética se pulverizó la justificación biológica del
racismo. Todos los estudios muestran que no hay diferencias genéticas significativas entre los seis mil
millones de humanos existentes. Hoy en día sabemos que la diferencia genética entre las personas es 0.1
por ciento, y de este 0.1 por ciento, sólo varía 10 por ciento en los caracteres que utilizamos para
identificar las características del pelo, la nariz y el color de nuestra piel. Esto quiere decir que
compartimos 99.9 por ciento de nuestro genoma: somos prácticamente idénticos. La nueva discusión es
si el concepto de raza aplica o no en los seres humanos.
Ilustración: Eduardo Salgado
“Antes se describían los organismos desde una perspectiva exclusivamente morfológica: como te veo te
describo. En el caso de los seres humanos el rasgo más evidente es el color de la piel, por eso se ha
utilizado para hacer una clasificación pero, en un estudio reciente publicado en la revista Science,
encontraron que de 25 a 38 por ciento de la diferencia entre el color de la piel entre negros y blancos
está dada simplemente por el cambio de una proteína en un gen (SLC24A5). Podemos decir entonces
que en términos genéticos el color de la piel es absolutamente insignificante. En realidad, el tipo
sanguíneo es mucho más importante y sin embargo no vemos guerras entre grupos sanguíneos: la
historia nunca ha registrado un derramamiento de sangre deliberado entre ejércitos B positivo y A
negativo”, advierte Giménez. “En este mismo sentido se ha demostrado que dos negros africanos pueden
distar mucho más genéticamente entre sí que cualquiera de ellos en comparación con un blanco; la
compatibilidad sanguínea entre un negro y un blanco puede ser mayor que entre dos individuos de la
misma ’raza’ y, como consecuencia, los órganos de un negro pueden ser más aptos para un blanco que
los de otro blanco”, añade. Así, “no pueden existir ’razas humanas’ por varias razones. La primera es
que no hay un acervo genético claramente diferenciado. Es decir, no hay sólo blancos y negros: hay
negros, negrillos, morenos, morenos claros, y así, gradualmente, en una constante que se va
modificando; una continuidad. No hay un punto en el que podemos decir de aquí para allá es una y de
aquí para allá es otra. Si nos vamos del más blanco al más negro, podemos encontrar un ser humano en
cada uno de los tonos de color. Ya desde 1905 el Congreso Internacional de Botánica eliminó el valor
taxonómico de raza, y el único uso de este concepto que se mantiene en la biología es cuando se habla
de especies domesticadas cuya selección genética está decidida por el ser humano: hay razas de perros,
de palomas, de borregos”, cuenta Giménez Héau.
“Al comprobar que los seres humanos compartimos la gran mayoría de nuestros genes se descarta de
manera automática la opción de que el comportamiento o la inteligencia estén definidos por éstos. La
inteligencia es la expresión de una cantidad enorme de genes. Lo que sí obedece a la genética es la
forma del cerebro de cada quien o el número de neuronas. Pero somos mitad gen y mitad medio
ambiente: la inteligencia, o la capacidad de interligar, tiene que ver con las conexiones neuronales. El
desempeño de éstas, a su vez, depende de tu historia, de tu aprendizaje. Esto quiere decir que aun si
existieran las razas no podrían definir la inteligencia ni el comportamiento; eso lo define el medio, la
cultura. Si bien la genética derrumba las teorías racistas en el ámbito biológico, se empieza a patentar un
racismo étnico: se va de lo genético a lo social”, agrega. “Es muy ingenuo pensar que todos somos
iguales. Sí existen diferencias y hay que asumirlas; como hay que asumir el hecho de que éstas no son lo
suficientemente considerables como para hacer una clasificación biológica. En pocas palabras: la
especie humana es demasiado nueva como para haber creado distintas razas.
Ari Volovich
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