Número 1/2012. Sección didáctica. EL FUTURO DE LA PROFESIÓN DE JURISTA MARÍA TERESA DE MIGUEL REBOLES Ganadora del Premio al Mejor Ensayo de las I Jornadas para futuros profesionales del Derecho y la Ciencia Política INTRODUCCIÓN La profesión de jurista no se trata, como todos sabemos, de una profesión nueva, puesto que los antiguos oradores, escribanos, relatores, jueces, que en el mundo han sido a lo largo de la historia siempre han procurado prestar sus servicios para ganarse de esta forma clientela, y además ser útiles a la comunidad, velando por la buena convivencia. Los jurisconsultos fueron, tanto ayer como hoy, personas versadas en el conocimiento de las leyes y la jurisprudencia. Lo verdaderamente ideal en el orden jurídico sería que la ley pudiera regular no sólo todas las materias, sino también todos los infinitos matices con que cada materia se nos puede presentar en la realidad. Pero como no es así, siendo el texto de la ley insuficiente para que los jueces y tribunales puedan fundar sobre su letra una resolución jurídica, se ven obligados a suplir con su interpretación del derecho la insuficiencia de la ley: constituyéndose así la jurisprudencia, complemento necesario de la ley. La profesión de jurisconsulto o jurista tuvo gran importancia en la sociedad romana y podemos considerarla como un producto específico de ella. Sin embargo, los actuales hábitos consumistas, utilitaristas, que llevan a devaluar la profesión, y asimismo la proliferación de licenciados o graduados en Derecho en más ocasiones de las deseadas sin la adecuada preparación, hacen necesaria una revisión profunda de esta profesión para hacerla más atractiva a los ojos de los «usuarios». En una sociedad que tiene cada vez más estímulos en diferentes perspectivas, la buena imagen de un abogado se convierte sin duda en la mejor tarjeta de visita; si, además, quiere ser competitivo, debe renovarse frecuentemente para sorprender y ganar la atención. De entre las posible e innumerables salidas profesionales con que cuenta el futuro licenciado o graduado en Leyes (registrador, juez, fiscal, abogado —laboralista, penalista...—) me atendré a comentar solamente el futuro del jurista en las figuras de: el abogado en su despacho individual, el Mediador y el abogado en el bufete internacional. Solo ante el peligro: el abogado del despacho individual Mucho se ha discutido sobre el futuro del abogado en el despacho individual. Se ha hablado de la soledad, del trabajo frustrante, del desamparo ante problemas como si un cliente no quiere pagarte los honorarios porque considera que la consulta que ha realizado no es motivo de pago ni es trabajo (si no decide, además, denunciar al abogado por la «excesiva minuta» y apelar al Colegio Profesional que aplicará la Ley —dura lex sed lex—), lo cierto es que este abogado realiza el «trabajo de campo», algo que ni funcionarios ni judicatura pueden comprender si no lo han vivido en carne propia. Este abogado no tiene ingresos regulares, pero sí gastos fijos: el alquiler, agua, luz, teléfono, material de oficina... y debe luchar día a día con la morosidad de los clientes —que en ocasiones no le pagan hasta que no ha concluido todo el proceso, agotando hasta la última instancia—, la incomprensión del funcionariado —que piensa que «va por libre»—, el desconocimiento de sus compañeros —que, trabajando en los grandes despachos o en la fiscalía, viven en otro mundo—, o los del turno de oficio —que, aunque también reciben sus honorarios tardíamente, tienen derecho a la huelga y otros privilegios que nuestro abogado artesano, sentado en su despachito, no tiene. Muchas voces afirman que este espécimen acabará desapareciendo: uniéndose a otros compañeros o instalándose en los grandes despachos o en multinacionales. Pero yo apuesto por lo contrario, por ese abogado metódico, ordenado, con disciplina de trabajo. La disciplina, en contra de lo que puede pensarse, no se asemeja a obediencia en una atmósfera de control ni a sometimiento a la autoridad porque sí. La disciplina es un medio para conseguir el autocontrol. Un abogado dispuesto a escu2 char y a interpretar la idiosincrasia de su cliente, reciclándose continuamente con estudios complementarios, acudiendo a jornadas y seminarios o manteniendo altas sus expectativas de eficacia. Porque una barrera que frena el éxito en la ejecución es la carencia de motivación y uno de los componentes de esa motivación es la esperanza de éxito. Nuestro abogado se levantará cada mañana cuidando su aspecto, dando cuenta del alto grado de conocimiento de su especialidad, generando confianza para vender bien sus servicios, y sintiendo que, como decía Mark Twain, «una persona no puede sentirse cómoda sin aceptarse a sí misma». El tercero hombre: el mediador En esta figura el abogado debe ser más un «solucionador de conflictos» que un simple jurista o conocedor de leyes. Hasta ahora no ha tenido en España una fama notable pero es de esperar que el mediador tenga un buen futuro. Actualmente trabajan desde los «gabinetes de mediación» y, en estos tiempos de crisis, el trabajo no debe faltarles. Ante un problema determinado es deseable tener la visión de una persona externa, no contaminada por el día a día —por ejemplo, en una empresa—, que pueda aportar una visión nueva y objetiva basada en su experiencia como jurista. El mediador ahora presta sus servicios también en los conflictos de divorcio, reparto de bienes o la custodia de los hijos (en divorcio, parejas de hecho o cualquier otra forma que surgiere entre dos partes), temas que han cobrado relevancia en nuestra sociedad. Antes, los abogados eran parte en el conflicto, en unos procesos caros y lentos que a menudo conllevaban más problemas que los que solucionaban. Ahora se apuesta por la mejor comunicación, siendo el mediador el responsable principal de ello. Se ha pasado del juicio, donde sólo ganaba uno, a superarse con la mediación, donde se intenta que ganen todos. Será labor del abogado mediador saber plantear a las partes las concesiones favorables a cada una, empleando unas dotes de comunicación eficaces, ya que tendrá que razonar no sólo con el cliente sino también con su entorno: familia o amigos, para que no echen por la borda el fruto de tanto trabajo. Y, en la medida de lo posible, el mediador deberá ser capaz de evitar la implicación personal en los casos que atiende, que suelen ser en ocasiones dramáticos, y de los que deberá aprender, ya que nada humano debe ser ajeno al abogado. Así, los juristas debemos aspirar, sin ningún prejuicio social, a una sociedad más justa y mejor, siendo capaces 3 de contemplar el hecho delictivo con una mentalidad científica, manejando y ponderando datos y circunstancias. Es ésta, pues, una profesión con futuro, y con un futuro no exento de trabajo, pero con expectativas reales. Con las horas contadas: el abogado del despacho internacional En este ámbito, el abogado se introduce en todo un entramado de relaciones internacionales que lo llevarán a conectar con diferentes problemas. El abogado debe aprovechar los elementos actuales de los que disponemos en este nuestro siglo XXI, por ejemplo, las tecnologías de la información. Hace unos años era impensable una relación abogado-cliente a miles de kilómetros de distancia y ahora disponemos de videoconferencias, Messenger, etc. También entre los componentes del despacho se usan los banners (marketing corporativo), el management jurídico, las bases de datos; y el know-how que hace que podamos hablar de un Derecho global en estos tiempos de globalización, donde el jurista debe procurar hacer una nueva visión del Derecho a partir de principios fundamentales. En esta ocasión, en el trabajo en los despachos, se espera que el abogado sea flexible y tolerante con personas que tienen costumbres y comportamientos diferentes a los nuestros. Ser flexible supone, en primer lugar y aunque parezca contradictorio, establecer ciertos límites a la conducta. Se favorece, así, el aprendizaje de las normas de comportamiento de los otros. Ser flexible implica, además, ser capaz de ponerse en el lugar del otro. Por último, significa que toda persona necesita saber quién es (identidad), establecer relaciones, tener cierto poder e influencia y obtener frutos de su trabajo (rendimiento). Y puesto que frecuentemente el abogado deberá salir a otros países, debe también desarrollar una gran capacidad de aprendizaje, ya que necesitará conocer la realidad económica, política y social de allá donde vaya. La búsqueda de la paz y de un orden internacional más justo debe llevarnos a considerar situaciones e instituciones mediante las que, del mismo modo que se han ido globalizando los movimientos de capital y las culturas de mayor consumo, se pueda comenzar a hablar, por ejemplo, de procedimientos judiciales y penales que superen las fronteras de los Estados y de otros sistemas efectivos de acercamiento e integración Actualmente la labor en los despachos internacionales adolece en ocasiones de abogados con no demasiada resistencia al estrés y a trabajar bajo presión, ya que los 4 plazos son estrictos y los costes elevados. Ahora, afortunadamente, se ha dado una máxima valoración del tiempo y el abogado cobra sus honorarios en función de las horas trabajadas, no como antes que se cobraba por caso o trabajo realizado. LA FORMACIÓN DEL JURISTA No debemos olvidarnos que el Derecho es una de las mayores conquistas de la cultura humana y se debe ejercer desde un sentido humanista, porque trabajamos con sentimientos, reacciones vitales, ambiciones, ilusiones, fracasos. Ya decía Justiniano definiendo a la jurisprudencia como «divinarum atque humanarum rerum notitia, iusti atque iniustiti scientia» —«el conocimiento de las cosas divinas y humanas, la ciencia de lo justo y de lo injusto». La buena y multidisciplinar formación del jurista es clave para conseguir abogados eficaces en esta sociedad. A mi entender, el abogado actual, los estudiantes que dentro de unos años salgamos al mercado laboral, no puede limitarse a recordar información —leyes, códigos— y saber aplicarla a casos concretos. El abogado debe estar vinculado a la realidad que le ha tocado vivir, su contexto personal: la inmigración, las minorías étnicas, los problemas de la tercera edad cada vez más mayoritaria… A este tenor, la aparición de un mosaico de culturas antes ocultas a la mirada social —o no tomadas en consideración— ha hecho que nuestra apreciación de lo que es un ser humano haya variado desde una consideración muy abstracta (cartesianolockeana) del sujeto hasta lo se ha venido a llamar «muerte del sujeto»; es decir, resulta inevitable consagrar las identidades culturales como sujetos de la acción política y, por tanto, jurídicamente considerados. De lo más importante de esa formación es la retórica. El jurista no solamente debe recordar códigos o demostrar empatía, sino que debe saber expresar tanto su lógica como sus sentimientos. Porque la verdadera Constitución es la que materialmente existe en la sociedad y que sustenta desde abajo (sub-iacet) al texto constitucional y lo sostiene; ella es el verdadero objeto del constitucionalismo y en ella reside la democracia. No es tanto un conjunto de normas, valores, criterios, sino, como señala Santi Romano en su obra El ordenamiento jurídico, son aspectos como la lealtad constitucional, el sentimiento y patriotismo constitucional, los que están en la base de la Constitución; ellos son la Grundnorm de nuestra convivencia. El patriotismo se funda siempre en el sentido de la 5 solidaridad y la responsabilidad, en los lazos que nos unen con la comunidad que es la nuestra, que no se refieren a entidades abstractas ni a formas concretamente jurídicas como el Estado o la Administración. El legislador no debe olvidarse de que toda la legislación emanada del mismo Derecho debe ser interpretada en clave de los derechos fundamentales, que, como todos sabemos, deben ser desarrollados para dotarlos de eficacia social. Marco Fabio Quintiliano, rétor calagurritano, en su famosa Institutio Oratoria (Sobre la formación del orador) señala acertadamente en su libro XI la adecuación que debe haber entre la actuación del orador con voz y gestos y cada uno de los componentes del discurso, teniendo en cuenta, además, el destinatario y su contexto. La palabra y todos los elementos que conforman la acción retórica deben constituir una unidad a la hora de expresar cualquier mensaje. Si el lenguaje del cuerpo y hablado no concuerdan, o lo que es peor, se contradicen, el público se mostrará inseguro porque no entenderá el mensaje. El orador que comienza, por ejemplo, diciendo al auditorio «estoy contento de estar aquí esta tarde con ustedes», pronunciado con tono bajo y mirando al suelo, no debe extrañarse si no se le cree la alegría de que habla. La «representación» del orador, la actio latina, ha de revelar su propia fuerza convincente en la pronunciación de sus discurso, entre lo recomendado y lo practicado por el orador harán el resto. La retórica clásica nos enseña que el carácter, los modos de comportarse el orador, en el género de la oratoria deliberativa, tanto en su profesión como en su vida, confieren credibilidad y, por tanto, poder persuasivo. Un ejemplo de orador brillante fue Práxedes Mateo Sagasta, riojano de Torrecilla de Cameros, gran orador y mejor argumentador, como así lo demostró en su discurso sobre la conveniencia de la libertad de cultos el 28 de febrero de 1855 ante los diputados que formaban parte de las Cortes Constituyentes elegidas en 1854. Sagasta, conocedor de la retórica clásica, argumentó su discurso siguiendo su estructura: exordio, argumentación central (exposición y demostración) y conclusión. Pero el jurista que hable en público ha de andarse con cuidado. El orador populista se sirve de imágenes amables, capaces de crear un estado de ánimo ideal; presenta un panorama que no tolera contradicciones sobre su persona. Defiende la imagen de un enemigo amenazante, de una conspiración contra el pueblo y establece paradigmas: pobres y ricos, explotados y explotadores, nosotros y ellos. Pero el ser humano, además de razón también es corazón, sensibilidad con entendimiento. Así, 6 junto con las argumentaciones lógicas el orador debe poner todos los móviles psicológicos que aludan a los sentimientos, emociones y creencias del público. En el discurso persuasivo hay muchos elementos que se dirigen al inconsciente. El orador acudirá a exaltar valores comunes, halagando, componiendo y creando sentimientos de culpa, lástima. El tono, la mirada, el gesto, son nuestra expresión más clara del sentimiento, son el lenguaje directo de la naturaleza que todos entendemos; las palabras son signos convencionales. Es labor del jurista la de reorientar la situación social preexistente por medio de un discurso retórico eficaz, valiéndose de ideas verdaderas dispuestas para que encuentre la aceptación del oyente por la lógica de la argumentación, de procedimientos psicológicos que muevan a la benevolencia al jurado o público. El lenguaje es un sistema de signos, fenómenos perceptivos que enuncian o dan a conocer otra cosa no percibida, la cosa significada. El lenguaje oral quizá se haya formado a partir de una tendencia precoz de utilizar, como forma expresiva, la riqueza de las articulaciones vocales y de emitir sonidos. El raciocinio, la razón, por contra, es el método de conocimiento mediante el cual el espíritu pasa de un juicio a otro para llegar a la conclusión, y en el que lo esencial es saber elegir los elementos necesarios a la solución del problema, reunirlos luego y combinarlos para construir la conclusión. Ésa es la tarea fundamental del jurista. La razón es el conjunto de los principios directores del conocimiento, que son esos juicios generales que dan rigor a los otros, que ponen la base de nuestro conocer. Estos principios deben ser observados por el jurista: el principio de no contradicción, ya que todo razonamiento riguroso exige que no se contradiga; el principio de causalidad, partiendo de que todo hecho tiene una causa y, así, se espera que en las mismas condiciones las mismas causas producen los mismos efectos; por último, el principio de finalidad, que podemos resumir en que todo ser tiene un fin. El jurista debe disponer de todo ello en su mente para ordenar su argumentación y luego poder plasmarla adecuadamente en sus escritos. ÉTICA Y MORAL He dejado para el final una consideración delicada que debe considerar el jurista: la ética o la moral. Es un paradigma que debe plantearse; no vale todo a cualquier precio. La justicia si no es justa podría no ser válida. La mayoría de las personas que utilizan las palabras ética y moral lo hacen como si fuesen sinónimas; lo que significa que desconocen su respectiva y, aunque emparentada, muy diversa semántica. En7 trar en el terreno de esa distinción me llevaría a llenar muchas páginas e internarme por vericuetos que me alejarían del propósito de este trabajo. Debe bastarnos, por tanto, a los efectos de la lengua, saber que la moral admite divisiones, sobrenombres y apelativos, mientras que la ética se predica sin apellidar. Lo moral remite a la costumbre (del latín mos, moris), siendo moral lo que la costumbre tiene por norma y normal en el comportamiento humano; pero a su vez ético proviene del griego ethikos (ethos: costumbre), como contrario a lo patético, de pathos (dolencia), que es lo que se sale de lo normal y acostumbrado, quedando por ello como fuera del espacio y de la escena del mundo (ob-scæna). Significar las cosas es propio de la ética, así como llevar ese significado a las acciones humanas es lo específico de la moral. Ésta implica un compromiso ético en un espacio y un tiempo determinados. Aquélla no reconoce compromiso alguno, es inespacial y atemporal. Pues bien, las costumbres —importantes para nuestro Derecho— son hijas tanto de nuestras necesidades más primarias cuanto de nuestras reflexiones más profundas. En la reflexión reciben su eticidad; en la praxis, su moralidad. Pero sólo si la ética por su significado objetivamente las reprueba, podrá decirse que son verdaderamente obscenas. 8