El problema de la tierra en la colonia

Anuncio
Historia
Prof. Álvaro Sosa
Ficha VII: Bases socioeconómicas
de las revoluciones 1897 y 1904
POBREZA Y HAMBRE EN EL MEDIO RURAL
La familia del peón y los desocupados de los “pueblos de las ratas”, no comían jamás pan y muy rara vez
carne. Estaba fuera de sus posibilidades económicas si vivían en pueblos, y no tenían dónde conseguirla, a
no ser a través del abigeo. Podía suceder una bendición inesperada. Cuando las reses morían de “tristeza”,
los hacendados, luego de quitado el cuero, dejaban que el pobrerío se llevara la carne. Hervida, el germen
no dañaba a nadie. Describió las carencias alimenticias del pobrerío oriental el periódico de Colonia “El
Deber”, en 1900: “Hay vecindarios enteros, por ejemplo el de Miguelete, que en su gran mayoría están
condenados a vivir sin comer carne, porque no encuentran dónde comprarla. Las grandes estancias no
carnean para la venta al menudeo porque es una molestia y después se les fastidia con derechos…; el
puestero por la misma razón que sus patrones, mientras que el abastecedor cierra las puertas de su casa a
los pequeños consumidores, agobiado por el peso de las distintas patentes. De manera tal, que en el
rancho solitario, trabajador y honesto no se come carne desde hace tiempo porque no hay quién se la
venda a ningún precio. Con razón se llenan las cárceles ahora de reos del delito de abigeo... ¿y habrá razón
y habrá derecho para aplicar todo el rigor de la ley del abigeato contra esos pobres paisanos, forzados a
robar para llevar a su rancho un pedazo de carne que mitigue un día el hambre de sus hijos inocentes”
El hambre – en el sentido fisiológico del término – era corriente. En 1902, la sensibilidad del coronel
Breñaza y Jerez le arrancó las siguientes expresiones: “Es necesario vivir como nosotros en campaña para
palpar esta dolorosa verdad... Es preciso salir afuera, a campaña, donde se siente a toda hora, el frío de la
miseria, donde no hay trabajo en absoluto, donde las cárceles se llenan de individuos procesados por
abigeo, donde las industrias están paralizadas, muertas, donde no se hacen transacciones comerciales...
Nunca como ahora… fue tan sensible la miseria en la campaña ni se abrieron tantas veces ni con tanta
frecuencia las puertas de la cárcel para dar paso a individuos procesados por abigeo, que en la dura e
imperiosa necesidad de vivir, roban una miserable oveja para saciar el hambre de sus hijos ...Se roba por
necesidad, por hambre, porque las exigencias imperiosas de la vida desequilibran la razón y perturban el
entendimiento y porque la miseria enerva el espíritu y conduce a los más grandes y dolorosos excesos”
Los hacendados también lo advirtieron. En el Congreso Agrícola-Ganadero de 1895 manifestó el Jefe
Político de Treinta y Tres: “Por doquiera que se atraviese la parte norte y este de nuestro país, salta a la
vista del más despreocupado la tocante desnudez de tan triste realidad. Las chozas que sirven de guarnía a
esa clase errante y pordiosera, son la fiel muestra del estado en que se encuentran los seres humanos que
en ellas se refugian. En el umbral de esas chozas, se ve generalmente una o más criollas desgreñadas,
rodeadas de niños famélicos, haraposos, desnudos… Si del examen de la choza se pasa a examinar otros
ranchos en que viven familias algo menos desgraciadas... porque en esos ranchos existe siquiera el
amparo del hombre jefe de familia, también se nota a primera vista, en muchos de ellos, los efectos de una
tocante y extremada pobreza. La familia consta generalmente de abuelos, padres e hijos; alrededor de esos
ranchos se suele ver, como indicio único de labor, el surco del arado y la sementera anual sobre una
superficie que varía entre 1 y 2 hectáreas de terreno. La indigencia de esas familias se transparenta por
entre las telas raídas de su vestimenta, y se evidencia en la carencia de los alimentos necesarios a la
congrua sustentación familiar. A muy poco que se hable con el jefe de tal familia, se viene en conocimiento
de que él es un agregado, encargado de cuidar los alambrados y alguna portera del campo del propietario, y
de que éste no le permite ni menos le facilita los medios de hacer producir la tierra en la medida suficiente a
satisfacer el hambre y tapar la desnudez. . . Ese hombre y esa familia, son, en la generalidad de los casos,
forzados tributarios de explotaciones y miras ilícitas”
Entonces sucedían esos “cuadros de miseria” que lo diarios capitalinos pintaban, entre pasmos de asombro
y lágrimas de dudosa autenticidad. Uno de ellos ocurrió en Rocha en 1902: “…la mujer Francisca
Velásquez, madre de seis hijos menores, atentó contra su existencia bebiéndose un cuarto litro de
kerosene, mezclado con agua... Interrogada sobre la causa de su extrema determinación, dijo que la
Historia
Prof. Álvaro Sosa
tomaba avergonzada de no poder satisfacer dos meses de alquiler que adeudaba. Dispuso el médico que
se le preparase un puchero, contestando la hija mayor que no había con qué hacerlo”
El doctor Luis J. Murguía, relató en 1902 un sórdido episodio acaecido en Melo, prueba de la hermandad
entre miseria y enfermedad, hermandad que, en este caso, el pobrerío quiso íntima para recibir los socorros
de la caridad: “Hace algunos años se produjo en Melo una epidemia de viruela. El mal se extendió
rápidamente y fue necesario arbitrar recursos para socorrer a los pobres... Diariamente las familias sin
recursos recibían alimentos y dinero… En las rancherías del ejido la epidemia se prolongó rápidamente.
Había, sin embargo, algunas familias que se salvaron, pero su miseria, su afán de comer, hizo que cayeran
contagiadas por el terrible mal. La noticia del socorro en dinero y alimentos a los enfermos despertó la
codicia de muchos que permanecían inmunes, los que buscaron medios de ser socorridos ‘pidiendo
prestado a sus vecinos un enfermo para llevarlo a sus ranchos y ponerlo en contacto con sus hijos sanos’ y
obteniendo así la alimentación y el socorro en dinero que se daba a los atacados!”
El batllista Domingo Arena, invitado por la “Liga del Trabajo” de Tacuarembó (ciudad donde había vivido de
niño) para inaugurar una exposición ganadera, dijo: “Soy un persuadido de que la frecuencia con que se
han producido nuestras aventuras guerreras, se debe en gran parte a causas económicas, y principalmente
a la falta de arraigo de nuestros paisanos. Los hombres sin hogar, sin más propiedad que el recado de su
caballo, se alzan como el polvo ante la más leve ventolina! Para los seres que viven en la ociosidad y en el
merodeo, la revuelta es la satisfacción irresponsable de sus apetitos, la conquista de la carne gorda fuera
de la tutela de la ley! La misma compañera de ese hombre —tan desamparada como él— lo empuja y hasta
lo acompaña en la aventura. Pero colóquese a esos desamparados en condiciones más razonables,
déseles sitio para su rancho, proporcióneseles trabajo remunerador, póngase en condiciones de mantener a
sus hijos, y se verá como sería más difícil lanzarlos a lo desconocido y a la muerte, muchos veces sin
ningún ideal, para que sus cadáveres sirvan de escalones!”
Todos los textos han sido extractados de BARRÁN, José P., NAHUM, Benjamín, “Historia rural del Uruguay
moderno”, Tomo IV, EBO, Montevideo, 1972, pp. 25 a 55.
EL CONTENIDO SOCIAL DE LA REVOLUCIÓN
Como sostuviera Alejandro Victoria en la carta enviada a Luis Mongreli en 1911, para el pobre la revolución
era una fiesta: comía a gusto, montaba un buen “pingo” y recorría toda la República siendo respetado por
quienes, en época de paz, le pagaban un sueldo miserable o lo despedían.
El alimento abundante, la ansiada carne después de la abstinencia que sólo el abigeo rompía de vez en
cuando, era el beneficio mayor. El fuego para asarla se hacia con los postes de los “odiados” alambrados.
Describió el tono festivo de los campamentos revolucionarios, el abanderado de Aparicio Saravia en 1897:
“Al terminar una marcha para acampar, lo primero que se hacía era atar los caballos... Atados, uno iba a
buscar leña, ya de los montes más cercanos, o bien de los alambrados, y otro de los compañeros iba a la
carneada, a no ser que hubiera sobrado carne del día anterior. La carneada era bulliciosa y pintoresca. Se
formaba rodeo con las reses destinadas al sacrificio, y los enlazadores las iban apartando entre los
aplausos o las bullas de sus compañeros… Rodolfo [su primo] era uno de los más diestros, de manera que
en nuestro fogón casi nunca faltaba la carne gorda…”
Aunque los jefes revolucionarios intentaban establecer un mínimo de disciplina, una masa importante de
soldados y hasta jefes, escapaba a sus controles y se carneaba a diestra y siniestra. Por lo demás, los
oficiales y el caudillo sabían que mucho del espontaneísmo con que se les seguía estaba dado en un pacto
tácito, nunca escrito pero siempre valedero: pelear a cambio de comer bien. El interrogatorio a que fue
sometido un prisionero blanco “de buena familia montevideana”, en 1904, es revelador:
“—¿Son ustedes muchos?
—Sí, somos muchos. En realidad, somos en esta fecha de 10 a 12.000 hombres. Pero no todos están
armados. Pocas veces hemos conseguido contar con munición… Además, hay mucha gente inútil; muchos
niños, muchos viejos, que vienen a incorporarle repletos de entusiasmo sin comprender que más son un
estorbo que una ayuda; alguna gente vaga que sólo busca lo que preconizaba la célebre divisa: Aire libre y
carne gorda.
—Pero esa es gente brava, que pelea.
Historia
Prof. Álvaro Sosa
—No, amigo... esa gente merodea; busca ocasión de realizar fechorías; se resiste a la disciplina; gusta de
campar por su respeto o a las órdenes de algún jefe de su misma calaña, esa gente es la que desacredita al
ejército.
—¿Y no pueden suprimirla?
—¿Quién puede depurar un ejército de voluntarios? ¿Quién va a pedir certificados de buena conducta a los
que espontáneamente se presentan?
—Una buena disciplina...
—Es muy difícil entre tropas irregulares. Hay algunos de esos mismos jefes antedichos que son pequeños
caudillos a su manera; ante medidas de fuerza cundiría el descontento, crearían atmósferas de rebelión,
empezarían las deserciones por grupos…”
Es sabido que el hambre provoca el deseo de saciarse y la exageración en el comer. Esa actitud fue
corriente en el ejército revolucionario. Para el pobrerío, ésta era, al fin, su revancha sobre los hacendados.
Relató una fuente colorada la conducta de las “hordas saravistas” en las estancias de Soriano: “Los
primeros grupos nacionalistas atravesaron el paso de Lugo en el Arroyo Grande, en la madrugada del día
10 [de febrero de 1904], y a la tarde llegaron hasta las estancias de Urtubey, de donde arrearon caballos,
potrillos, petisos y hasta las yeguas. En diversas estancias de Cololó hicieron lo mismo, con excepción de
los establecimientos pertenecientes a vecinos de filiación colorada, de donde han llevado hasta los tachos
de cocina, ropas, cortado alambrados por e1 placer de dañar, quemando los postes y dejando en el medio
del campo grandes fogones encendidos, junto a los cuales se asaban numerosas reses, de las que se
extrajo únicamente las lenguas que una vez cocinadas, las ataban a los tientos. Lo demás lo dejaban,
según decían irónicamente ‘para que tuvieran comida hecha los señores hacendados’. Hasta cuenta un
vecino que, como pidiese a un tal Da Costa, que capitaneaba una numerosa partida, que utilizasen unas
reses desolladas para no sacrificarle sin el menor provecho otras tantas, aquél le contestó, en tono de
jarana, que el ‘dotor’ del ejército, por ser delicados de estómago, les recetaba como único alimento la
lengua de ternera. Y seguían carneando, estropeando los ganados, cortando los alambrados, para
entreverar los de un potrero con los de otro, a la vista de los desdichados propietarios importantes”
En abril de 1904, tres grandes terratenientes —Cipriano Da França Mascarenhas, Tomás Jefferies y Alberto
Nin— fueron “delegados” por el Congreso Ganadero para entrevistarse con Aparicio Saravia. Entre otros
objetivos, buscaban que el caudillo diera órdenes precisas para que sus tropas respetaran la propiedad de
bienes y haciendas. Saravia prometió acceder. Pero lo que observaron los terratenientes en su
campamento no fue tranquilizador. Interrogado uno de ellos por “El Siglo”, dijo: “Cruzando por entre un
grupo revolucionario, un soldado preguntó a otro quiénes eran los “delegados”. El interpelado contestó: esos
son los de la Comisión que vienen a pedir que nos maten de hambre! El delegado más cercano al grupo fijó
su atención en los revolucionarios y vió que el que había dado la respuesta aterradora a su compañero,
lucía en el sombrero una ancha divisa cuyo lema era el siguiente: Aire libre y carne gorda!”
Todos los textos han sido extractados de BARRÁN, José P., NAHUM, Benjamín, “Historia rural del Uruguay
moderno”, Tomo IV, EBO, Montevideo, 1972, p. 70 a 72.
Descargar