Trama y tema de El Cuarto de atrás en relación a su contexto histórico y social Autores: ROSARIO GÓMEZ CLAVIJO y JAVIER GURPEGUI VIDAL, del IES “Martínez Vargas” de Barbastro. publicado por el C.P.R. de Monzón. -Acercamiento argumentalEn El cuarto de atrás, podemos rastrear las marcas de este momento social y literario que procederemos a desmontar de afuera a dentro. En los aledaños de la novela, y como es costumbre en su autora, encontramos dos fechas que enmarcan su escritura: "Madrid, noviembre 1975-abril 1978" (M. G. 1979: 211). Atención a ese momento en el que arranca el proceso, noviembre del 75, que no podemos sino relacionar con ese episodio en el que C, en compañía de su hija y una amiga de ésta, asiste al entierro de Franco desde el televisor del Bar Perú, cercano a su casa de Madrid. Es evidente que ése es el acontecimiento histórico, que desencadena tanto la escritura de la novela por parte del personaje real de M. G., como los recuerdos de C, su "otro yo". Pero no es la Historia de los generales y los gobernantes lo que interesa a la novelista y a la narradora. No se trata de reconstruir fielmente el pasado, atendiendo a los protocolos de la Historia. Recordemos el impacto que causa el ver a su coetánea Carmen Franco Polo durante el entierro: "fue verla caminando despacio, enlutada y con ese gesto amargo y vacío que se le ha puesto hace años, encubierto a duras penas por la sonrisa oficial, y se me vino a las mientes con toda claridad aquella otra mañana que la vi en Salamanca con sus calcetines de perlé y sus zapatitos negros, a la salida de la Catedral" (M. G. 1979: 136). En este sentido, el entierro del dictador es el verdadero hipocentro de la narración, cuyo desvelamiento genera el emerger, turbulento y sin embargo liberador, del recuerdo: "pensé que Franco había paralizado el tiempo, y precisamente el día que iban a enterrarlo me desperté pensando en eso con una peculiar intensidad" (M. G. 1979: 133). En el arranque de la novela, una dedicatoria y una cita. La primera se dirige al famoso matemático autor de Alicia en el país de las maravillas (1865), y su continuación, Al otro lado del espejo (1871): "Para Lewis Carroll, que todavía nos consuela de tanta cordura y nos acoge en su mundo al revés" (M. G. 1979: 6). La cita pertenece al escritor francés Georges Bataille (1897-1962): "La experiencia no puede ser comunicada sin lazos de silencio, de ocultamiento, de distancia" (M. G. 1979: 7). Ambos, Carroll y Bataille, nos van a proporcionar sendas claves para el acceso al sentido de la novela (Egido, 1994). En primer lugar, el "mundo al revés" de Carroll nos conduce a la lógica del espejo, esa superficie en la que nos miramos, en la que se mira Martín Gaite, que nos devuelve nuestro propio reflejo, pero no exactamente igual, sino invertido. El nombre de Carroll, en este caso, va asociado a lo lúdico y lo infantil. "[Vamos por el aire como en una ficción de Lewis Carroll, planeando sobre los tejados de una ciudad" (M. G. 1979: 166), relata C. en un momento dado. Y por ello no extraña la importancia de los juegos infantiles en la novela (Jurado, 2002: 197-98): el escondite inglés, el parchís, los patines, o las piedrecitas blancas, nos remiten a la actividad lúdica y narrativa de quien, como Picasso, "más que buscar, encuentra". No olvidemos que, si en la segunda parte de las aventuras de Alicia el espejo es la puerta de acceso al País de las Maravillas, en la primera novela, llega hasta él persiguiendo hasta su madriguera a un conejo que corre presuroso, reloj en mano, a una cita a la que llega con demora. Idea esta última que nos lleva al Cuarto de atrás que da título a la novela, ese ámbito en que, según la novelista, "[a]lude a un cuarto concreto de mi infancia, el cuarto de jugar, que estaba en la parte de atrás de mi casa de Salamanca". Pero también hay un simbolismo, porque en la mente humana existe una especie de cuarto trastero, donde se almacenan los recuerdos, un cuarto donde todo está revuelto y cuya cortina sólo se levanta de vez en cuando sin que sepamos cómo ni por qué" (citado en Jurado, 2003: 209). Con lo cual nos acercamos a esos "lazos de silencio, de ocultamiento, de distancia" que, según Bataille son necesarios, paradójicamente, para la comunicación, porque sólo desde la intuición de lo reprimido, y de la consiguiente sensación de carencia, necesitamos comunicar. Así nos adentramos en los rituales propios del género fantástico, poco cultivado en España cuando se publica la novela, y explícitamente presente en el primer capítulo, cuando C. promete a Todorov: "palabra que voy a escribir una novela fantástica" (M. G. 1979: 19). Para Todorov, lo sobrenatural se configura en relación con lo que en cada época se considera "real", y se basa en la fuerza del lenguaje (citado en Egido, 1994). Por ello se hace necesaria nuevamente, la presencia de un interlocutor, el "hombre de negro", auténtico mayeuta, impulsor de la escritura de El cuarto de atrás, a través de la conversación y de esas misteriosas píldoras, que "avivan", pero también "desordenan" la memoria (M. G. 1979: 108). Personaje cuya identidad viene sugerida por el grabado "Conferencia de Lutero con el diablo", y que, como es frecuente en las obras de ficción, marca el límite con lo inconveniente, con lo que no puede ser dicho. No es el verdadero constructor del recuerdo, sino tan sólo lo incentiva, sugiere las reglas del juego de la búsqueda, aconsejando la desconfianza respecto a las piedrecitas blancas (M. G. 1979: 116) que guían la búsqueda. No es casual que poco más tarde, a propósito de la investigación para lo que sería Usos amorosos de la postguerra española, la protagonista cae en la cuenta: "lo que yo quería rescatar era algo más inaprensible, eran las miguitas, no las piedrecitas blancas: precisamente los perecedero, y no las grandes letras de la Historia, es lo que le importa en ese momento. I.- EL HOMBRE DESCALZO Los recuerdos asaltan a C. una noche en la que no puede escribir y decide pintar. Ya que no tienen eje cronológico que los una, la mejor forma de estructurar nuestra pesquisa será ceñirnos al hilo narrativo de la propia novela, y no el de la vida histórica de la novelista real. Así, en "El hombre descalzo" (M. G. 1979: 9-25) encontramos a C, novelista, adicta a las pastillas, en busca de un libro Introducción a la literatura fantástica (1968), de Tvetan Todorov- en una habitación en desorden, intentando en vano "convocar las palabras" con las que escribir una novela fantástica. Desde el primer momento presiente un "silencio raro como el preludio de algo que va a pasar" y esta sensación, emocionante pues "lo mejor está siempre en esperar", le lleva a la infancia: al circo al que asistió de niña y a la excitación ante el espectáculo que le esperaba. Cada elemento del presente le retrotrae a un recuerdo del pasado, como cuando pinta la "C." de su nombre, inicial también "de casa, de cuarto, de cama" (M. G. 1979: 11), todos ellos escenarios de la infancia. Además, entre sus papeles ha encontrado un indicio del primer viejo deseo que se cumplirá esa noche: la carta de amor que le escribe un hombre descalzo desde una playa, al estilo de las que ella anhelaba recibir de joven; pero ya no recuerda ni la carta ni a su autor, y para añadirle más misterio, la firma se ha borrado y la letra le resulta familiar. Los recuerdos en este primer capítulo más bien son pinceladas, sin referencias concretas en el tiempo, pero resulta más nítida la memoria de los espacios interiores, como el balcón de su casa, desde el que desea salir a la noche en busca de una vida interesante como las heroínas de Elisabeth Mulder, o el de la habitación compartida con su hermana. "[PJerdida en el bosque" (M. G. 1979: 19) metáfora de sus propios sentimientos- entre los tesoros de su imaginación, presiente de nuevo que algo va a pasar. C. se considera la misma niña que fue, pero no acaba de reconocerse como tal, niña provinciana que ahora la mira pidiéndole paso para que la recuerde y su imagen se recomponga, para que su corazón deje de estar "impaciente e insomne" (M. G. 1979: 23). Así, paralelamente se van quedando dormidas las dos. II.- EL SOMBRERO NEGRO En "El sombrero negro" (M. G. 1979: 27-71) llega un personaje misterioso en medio de una tormenta, el hombre de negro, facilitador del diálogo y el recuerdo. Las primeras preguntas se centran en la valoración de la trayectoria literaria de C, comenzando por El balneario, primera novela de la autora, que ella concibió como de misterio. Este recuerdo trae aparejado el momento en que la escribió (1954), fecha en que la novelista, recién casada con el también escritor Rafael Sánchez Ferlosio, se instala en la casa de Doctor Esquerdo de Madrid, donde vivirá hasta su muerte en el año 2000, el espacio en que se desarrolla El cuarto. La tormenta nocturna le hace recordar Galicia, la casa materna en la que veraneaba de niña. También al hilo de la conversación surge también el recuerdo del primer viaje en solitario, tras convencer a su padre, cuando le dieron, con 20 años, una beca de estudios en Coimbra. Eran los años cuarenta y no era costumbre que una chica viajara sola. En este viaje se afianza su amor por Portugal y el deseo de hacer el doctorado sobre el cancionero galaico-portugués del siglo XIII, tema que posteriormente cambiará por el de los usos amorosos del siglo XVIII en España (referencias que no aparecen en la novela). Con El balneario también se hace presente la experiencia que lo provocó: la estancia, junto con su padre, en el balneario de Verín, Orense, en el verano del 44, lugar que le pareció "literatura" (M. G. 1979: 49), una premonición de la futura novela. El recuerdo de un amor imposible al que conoció allí, la ambigüedad que ella presentía en su mirada, hace que el hombre de negro le reproche su constante búsqueda del orden y la comprensión de todo; por el contrario, "la literatura es un desafío a la lógica no un refugio contra la incertidumbre" (M. G. 1979: 55). La misma C. está de acuerdo en que la literatura es su refugio ya que desde los años de la guerra, quizás para olvidarse de los bombardeos y el frío, se ha refugiado en un castillo de papeles. Le vienen a la cabeza los recuerdos de la "niña novelista" que fue: sus primeros diarios, poemas, y las cartas que se enviaba con una compañera de curso, hija de maestros encarcelados por rojos, a la que admiraba porque "nunca tenía frío ni miedo, que son para mí las dos sensaciones más envolventes de aquellos años" (M. G. 1979: 57). Luego ahondará en esta amistad: con ella inventó la isla de Bergai, y comenzaron a escribir a medias una novela sentimental, género muy del gusto de la joven M. G. Aquí tenemos las primeras referencias a la guerra civil, período que la autora vivió en Salamanca, su ciudad natal, donde pasará su infancia y primera juventud, época que no es recordada como amarga, pues ir a los refugios era como un juego. Con la guerra se hace presente Carmencita Franco, niña de su edad, por quien sentía una mezcla de pena y admiración. La hija de Franco y la actriz Diana Durbin eran las referencias de las adolescentes de la época -en los años 40 se imitaban los rizos de Carmencita-, aun siendo completamente distintas: Carmencita era la "princesa" triste, y la actriz representaba el modelo americano de chica traviesa, atrevida e ingeniosa. III.- VEN PRONTO A CÚNIGAN “Ven pronto a Cúnigan" (C. M. 1979: 73-98), representa el deseo de libertad. Mientras prepara en la cocina un refresco para su invitado, C. se siente estimulada para poner en orden su casa, orden que refleja su buen estado de ánimo para ponerse a escribir sobre un tema pendiente: el ensayo sobre los usos amorosos de la posguerra al que no sabe todavía cómo dar forma. Su idea es retomar el mundo narrado en Entre visillos, novela sobre la juventud de la burguesía de provincias de los cincuenta, con la que ganó el Premio Nadal en 1958. Durante dos años, había ordenado el trabajo por temas: modistas, peluquerías, canciones, novelas, costumbres, bares, cines, etc.. Finalmente, en 1987 G. M. publicaría esta obra con el mismo título, Usos amorosos de la postguerra española. En la cocina de su casa, sonriente, se mira en el espejo que le devuelve la imagen de la niña, y luego de la joven que fue. La joven se le ha aparecido bastante veces a lo largo de 24 años de vida independiente, desde que casó en el año 1953, cada vez que limpiaba su casa. Su rebeldía contra el orden y la limpieza se había fraguado en la casa de sus abuelos paternos, en la Calle Mayor de Madrid, vivienda que dos criadas se encargaban de mantener permanentemente limpia. En esta casa, la joven C. "soñaba con vivir en una buhardilla donde siempre estuvieran los trajes sin colgar y los libros por el suelo, donde nadie persiguiera los copos de polvo que viajaban en los rayos de luz" (M. G. 1979: 89). En lo fundamental, la C. adulta no ha traicionado a la niña y joven que fue, aunque reconoce que un poco de orden exterior es también necesario para tener ordenado el interior. C. recuerda lo emocionante que resultaba para una familia de provincias aquellas temporadas que pasaban en Madrid. Entre las costumbres del momento estaban las visitas a las casas, concertadas de antemano, en cuyas conversaciones los temas giraban en torno a la salud, la comida y la familia, y en las que los niños tenían que estar presentes. La niña C. no entendía por qué tenía que "salir a las visitas" (M. G. 1979: 77) si luego nadie le hacía caso; en el fondo deseaba una visita inesperada, de alguien de afuera, que contara cosas emocionantes contrapuestas a aquella monotonía. Esa "visita inesperada" es precisamente otro de los deseos que se cumplen en esa noche mágica: el hombre de negro. Ella deseaba tener la vida emocionante de las heroínas de novela, y por ello en sus visitas a la capital quería separarse de la mano de su madre y vagar sola, por calles o con gentes desconocidas, porque lo desconocido por el simple hecho de serlo ya era excitante. La casa de los abuelos venía a ser un "pasadizo" de orden y limpieza, del que había que escapar; Cúnigan en cambio era un lugar "mágico, único, magnífico en verdad" (M. G. 1979: 79), como decía una canción de la época. Con todo, en Madrid la niña C. desarrollaba un amplio programa de actividades, siempre en compañía de sus padres. La gente de provincias con recursos -M. G. era hija de un notario madrileño establecido en Salamanca- aprovechaba para ir de modistas, lo que constituía todo un ritual, puesto que "vestirse en Madrid, con una modista que tenía telas propias, era el no va más." (M. G. 1979: 83). Se distinguía claramente entre costureras y modistas, y también entre modistas que admitían telas y las que las tenían propias. Se asistía también a estrenos de cine y teatro que no hubieran llegado a provincias. Ir al teatro era "más solemne y excepcional" (M. G. 1979: 84), y lo que más le gustaba a la niña C: "Esos primeros instantes de silencio (en la escena) me ponían un nudo en la garganta". En Madrid, también se salía a tomar el aperitivo, se iba al médico, al museo del Prado, de compras a los grandes almacenes, a recorrer el Jueves Santo las estaciones donde se exponía el Santísimo Sacramento, a la Plaza Mayor a comprar musgo para el Belén... En todas sus salidas, la niña C. observaba a los desconocidos y los admiraba pensando que iban camino de Cúnigan. Años después una joven Carmen Martín Gaite, aburrida de la vida de Salamanca y ávida de aventuras, se traslada a Madrid a hacer el doctorado -referencia que no aparece en la novela-, ciudad en la que se instalará definitivamente. El aparador de la cocina, herencia materna, le lleva al recuerdo de "el cuarto de atrás" de su casa de Salamanca, cuarto donde se encontraba el aparador, y donde C. se refugiaba, y donde aprendió a leer y a jugar, el único cuarto de la casa donde estaba permitido el completo desorden. Curiosamente este aparador había estado en casa de la madre de C. en un cuarto al que también llamaban "cuarto de atrás" , y que supuso para su madre su "desván en el cerebro". Esta herencia, como el cesto de costura de la abuela Rosario, se transmite "de generación a generación y de mujer a mujer". De ahí que no es casual que fuera en su madre, buena lectora, donde encontró el aliento para los estudios. En una ocasión una amiga de su madre al observar lo mucho que gustaba estudiar a la joven, le dijo que la "mujer que sabe latín no puede tener un buen fin" (M. G. 1979: 93), a lo que su madre contestó que "hasta a coser un botón aprende mejor una persona lista". Aun con todo fue su madre quien le dio a leer El amor catedrático, novela sentimental sobre una chica que se atreve a estudiar y acaba casándose con su profesor de latín, como si para las chicas de entonces ese fuera el objetivo fundamental. El matrimonio como finalidad era el tema de muchas de las películas y novelas de la postguerra, retórica predicada por la Sección Femenina y enseñada en el Servicio Social: se pretendía hacer de la mujer una buena ama de casa, dedicada a las labores, a los hijos y al marido. Por ello, las dos grandes virtudes eran la laboriosidad y la alegría. La novelista Carmen de Icaza y la revista Y de la Sección Femenina se convirtieron en portavoces literarios de esos ideales. El gran ejemplo de las españolas de la época era Isabel la Católica por su "voluntad férrea", "espíritu de sacrificio" y "alegría" (M. G. 1979: 95), alegría que a la joven C. le costaba entender. Esta propaganda de los años cuarenta hizo que crecieran sus ansias de libertad, su alianza con el desorden y "en contra de la idea del noviazgo como premio a unas posibles virtudes prácticas”. IV.- EL ESCONDITE INGLÉS Tras dejar a la joven que fue en el espejo de la cocina, C. comprueba que el hombre de negro no tiene prisa, y que ha encontrado al interlocutor ideal porque "ni lleva programa ni se esfuerza por agotar temas, todo queda insinuado, esbozado" (M. G. 1979: 106). Las misteriosas pildoras que él le administra la transportan a los recuerdos agradables de su niñez. C. compara el paso del tiempo con el escondite inglés -juego infantil que da título al IV capítulo-, ya que todo transcurre "de una manera tramposa, de puntillas" (M. G. 1979: 116) sin que nos demos cuenta, pero al volver la vista atrás con los recuerdos, y más aún si son sin fecha, permanecen estáticos como los niños queremos atrapar en el escondite inglés. Por eso es tan difícil ordenar la memoria, "entender lo que estaba antes y lo que estaba después". En cambio, para el hombre de negro, "el desorden en que surgen los recuerdos son su única garantía", pues precisamente no hay que fiarse de las piedrecitas blancas sino de las migas. En otro momento recuerda la feroz crítica que en su época recibían la mujer "fresca" y la loca. Lo bien visto era ser semejante a los demás y conformarse con el destino que a uno le hubiera tocado: "quedarse, conformarse y aguantar era lo bueno; salir, escapar y fugarse era lo malo" (M. G. 1979: 125). Únicamente estaban bien vistas las fugas de Don Quijote y de Santa Teresa pues se consideraban realizadas por un alto ideal. Y la joven C, que admiraba las fugas en honor de la libertad, aprendió a fugarse de forma callada, por medio de la imaginación, "por la espiral de los sueños, por dentro, sin armar escándalos ni derribar paredes [porque] cada cual ha nacido para una cosa" (M. G. 1979: 126). C. cuenta que la idea de su libro sobre los usos amorosos se la dio Carmencita Franco en el momento en que la vio por televisión en el entierro de su padre. Para explicarle lo que supuso para ella la muerte de Franco regresa a su fecha de nacimiento, en diciembre de 1925. Recuerda que hasta los nueve años su visión de la política era lúdica, ayudada por un jeroglífico que circulaba durante la II República y que aludía a los políticos de entonces de una forma divertida, y que nada tenía que ver con su vida; en cambio, a partir de los nueve años se convierte en algo sórdido y que regía sus vidas de un modo agobiante, de forma que todo lo relacionado con la política tenía connotaciones negativas: estraperlo, Fiscalía de Tasas, cartilla de racionamiento, Comisaría de Abastecimientos y Transportes, etc. Y Franco siempre presente, motivo por el que la impresión que le produjo su muerte fue de incredulidad, y al pensar que entonces ya se podía hablar y hacer lo que uno quisiera, se dio cuenta de que no era "capaz de discernir el paso del tiempo a lo largo de ese período, ni diferenciar la guerra de la postguerra". Siente así que se cierra un doble ciclo en su vida: el histórico y el personal. (M. G. 1979: 135). V.- UNA MALETA DE DOBLE FONDO La conversación queda interrumpida por una llamada de teléfono que atiende C. (M. G. 1979: 143-173), y que sirve para reflexionar sobre el amor: primeramente, es un guiño a las novelas sentimentales de la postguerra ("Esmeralda", una mujer que en un arrebato de celos pregunta por "Alejandro", supuestamente el hombre de negro, eran característicos en estos relatos). En segundo lugar, con las coplas de Concha Piquer, que contaban historias de mujeres perdidas por amor, justamente lo contrario de lo que predicaba la Sección Femenina, pues la pasión desbordada de canciones como Tatuaje les "estaba vedada a las chicas sensatas y decentes de la nueva España" (M. G. 1979: 154). El efecto que en el contexto de la novela produce este episodio, sobre el que luego volveremos, podría relacionarse con el distanciamiento brechtiano: como una buena parte de los referentes culturales populares que maneja M. G., los celos de Esmeralda basculan entre la parodia y el melodrama, algo característico de la novela rosa, que opera dentro de una estética exacerbada de lo evidente. Precisamente, Esmeralda y Alejandro viven en un chalet de Ciudad Lineal, donde se encontraba la casa que C. imaginó para su novela Ritmo lento (1963). VI.- LA ISLA DE BERGAI En "la isla de Bergai" (M. G. 1979: 175-201) afloran sus sueños de evasión: "Siempre que notes que no te quieren mucho o que no entiendes algo, te vienes a Bergai", (M. G. 1979: 180) le decía su amiga del Instituto Femenino de Salamanca. La invención de su propia isla, como refugio de las insatisfacciones, surgió entre las dos: Bergai es un compuesto de la primera sílaba de sus apellidos. De nuevo, pues, el recuerdo de esta niña, que le enseñó que "todo podía convertirse en otra cosa, dependía de la imaginación", imaginación y recuerdo que M. G. ha rescatado del olvido en esta novela, porque "lo importante es saber contar la historia de lo que se ha perdido, de Bergai, de las cartas..., así vuelven a vivir", pues "si no se perdiera nada, la literatura no tendría razón de ser". (M. G. 1979: 195-196). VII.- LA CAJITA DORADA La Cajita dorada comienza con la vuelta a una nueva realidad, una de la que no tenemos dudas, su hija acaba de llegar a casa. Este capítulo, tan breve, es el símbolo a la vez de lo misterioso y de lo real. En ese diálogo con su hija desemboca este final circular. Ahora se nos presenta a la mujer en la cama con el deseo de dormir, pero “mis dedos tropiezan con (...) la cajita dorada”. ¿Es la cajita doradas el regalo de un anónimo visitante que ha ejercido la función de narratario ideal? O ¿abriendo la cajita y tomando una de sus píldoras entraremos de nuevo en la dimensión de la memoria?. ..........................................