la hermana y el monstruo

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LA HERMANA Y EL MONSTRUO
F
ui una niña feliz. Por otra parte, yo creo que todos los niños son
felices. Los hombres, con su duro conocimiento de la vida, son los
que aseguran que hay niños dichosos y niños desgraciados. Pero
esa seguridad está en ellos mismos, no en los propios interesados, que se
hallan demasiado atentos al placer nuevo del existir, para entregarse a ninguna
meditación comparativa, fuente de tristeza. En el niño todo es novedad, hasta
el dolor fugitivo. Yo vi a uno pasar su dedo de rosa por la llama de una vela y
decir convencido:
– ¡Qué lindo! ¡Quema!
Otro, hincándose en el puñito tierno sus agudos dientecillos, dijo
sacudiendo entre risas la mano cruelmente marcada por su propio mordisco:
– ¡Uy, cómo me duele!
La sensación de desdicha en el niño resulta tan efímera que es
frecuente ver al que sufre una penitencia, entrar a ella en un acceso de llanto
desesperado, y a los pocos minutos, con los ojos aún llenos de lágrimas, cantar
como si no fuese verdad su borrasca.
Fui, pues, feliz, como todos los chicos. Pero en mi radiante cielo hubo
una nube que estaba corporizada en algo fraterno, lejano, doméstico, y
monstruoso: una hermana. Tengo que explicar el porqué de estos adjetivos que
se dan de encontrones y que se refieren a uno de los seres que más quiero en
el mundo. Yo tenía una hermana, como he dicho. Pero no la conocía. Era la
mayor y yo la más pequeña. Entre las dos hubo una serie de hermanos
muertos en su primera infancia. Mi hermana contrajo matrimonio apenas pisó
en la adolescencia, y se fue con su marido a un pueblo muy apartado del
nuestro. Pero siguió andando por nuestra casa en el recuerdo de todos y en la
adoración de mi madre que la creía un conjunto de maravillas. No daba yo un
paso que no tropezase con ese fantasma perfecto, constante término de
comparación con mis desaciertos.
– ¿Cómo llevas ese desgarrón en el delantal, Susana? Tu hermana lo
hubiera zurcido en seguida.
– ¡Qué cuaderno más desprolijo! Había que ver los de tu hermana, tan
limpios, con una letra tan hermosa.
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– Vete a hacer las trenzas. Tu hermana nunca andaba despeinada.
– ¿Otra vez escondiste la cara cuando la tía Bernardina fue a besarte?
Vas a sentarte una hora, a oscuras, de penitencia, en el cuarto de la plancha.
– No me importa. La tía Bernardina es muy fea. Pincha cuando besa.
– Pero es muy rica y no tiene hijos, Susana. Hay que ser amable con
ella. Tu hermana era obediente y la besaba siempre. Ella le regaló unos aros
de oro.
– Yo no quiero aros de oro.
– Eres muy mala. ¡Ah, si fueses dócil como tu hermana!
Llegué a detestarla. Yo no podía pensar en ella como en un ser parecido
a los otros. Se me figuraba un monstruo vago, sin rostro y sin voz, pero que
dominaba en la casa y constituía mi rencor y mi pesadilla. Tener una hermana
se me antojó entonces una desdicha tan grande como pudiera serlo el que me
aprisionase una bruja o un hechicero llegara a raptarme. Cuando veía a mi
madre en la mesa del comedor, inclinada muy atenta hacia un papel de cartas,
bajo la luz amarilla de la lámpara, me decía con amargura:
–Le escribe al monstruo.
Y huía a esconderme en la cocina, junto a mi negra Feliciana, para que
no me obligase a poner al margen, con mi gruesa y torcida caligrafía, alguna
frase de cariño que me costaba un mundo pergeñar. A la hija de nuestra
lavandera, que luego, durante toda la vida ha sido uno de mis afectos más
humildes y más fieles, le pregunté un día:
– Paula, ¿tú tienes hermanas?
– Sí –contestó Paula–. Tengo una. Se llama Elodina.
– ¿Y es buena?
–No. Me hace las trenzas apretadas y de noche me empuja a la orilla de
la cama porque quiere tenerla toda para ella sola.
¿De manera que todas las hermanas eran unos monstruos? Quise a
Paula desde entonces, tanto por amistad infantil como por solidaridad de
desdichas: las dos padecíamos el infortunio de tener una hermana.
Un día en que me entregaba como siempre a la delicia de vivir entre los
rosales y los helechos, uno de los cuentos que me narraba mi madre y en el
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que hacía de heroína y de todos los personajes a la vez, vi que mamá, pálida y
apresurada cruzaba el patio con un papel verde en la mano. Y oí su voz
llamando a mi padre, que aserraba madera bajo el parral:
– ¡Juan Luis, un telegrama!
Un telegrama. ¡Bah! Si hubiese venido en cansado corcel un emisario
del Rey Pick, o una carta del ogro que quiso asar a Pulgarcito y sus seis
hermanos, sí que valdría la pena de agitarse. Sin embargo, a la hora del
almuerzo mi madre estaba con los ojos enrojecidos y mi padre tenía un aire
preocupado.
–Murió el marido de tu hermana, Susana –dijo ella pasándome su dulce
brazo mórbido alrededor del cuello.
Francamente, no sentí dolor alguno, sino una mayor sensación de
hostilidad hacia mi hermana, que supe callar con instintiva astucia infantil. Pero
me dije con un convencimiento radical:
–No murió. Lo ha devorado el monstruo.
Por unos días la casa se llenó de visitas todas las tardes, y mi madre,
sobre su eterno vestido de muselina clara, se puso un chalcito de lana negra y
un cinturón de moaré del mismo color. Ése fue siempre su luto. Cuando tuvo
que vestir ropa de viuda, decía suspirando:
–No soy yo misma. Esto me pesa como plomo. Casi no puedo respirar.
Otro día, al regresar de casa de mi madrina, encontré la nuestra en
revolución. Se movilizaron cosas guardadas durante mucho tiempo y el cuarto
de costura se transformó en un dormitorio.
Roja, afanosa y radiante, mi madre me recibió con la noticia que la
colmaba de dicha:
–Mañana llegará tu hermana. Vamos a tenerla con nosotros para
siempre.
Me quedé con la boca abierta. Llegaría el monstruo. El fantasma iba a
ser tangible. Me tocaría, como a Paula, la desventura de llevar las trenzas
apretadas hasta levantarme las cejas como un chino, y de dormir en la orilla de
la cama. Hosca, me mantuve al margen de todos los preparativos. Por primera
vez en mi vida resistí a la tentación de fisgonear en los roperos con olor a
alcanfor, largo tiempo cerrados, y de hurtar natillas, especialidad de
Guadalupe, la negra cocinera, y predilecta golosina del monstruo. Olvidada de
todos ambulé un rato desorientada por la casa, y luego, con mi vestido de
piqué tieso de almidón y festones, mis botitas blancas, mi peinado de trenzas
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coronado por un moño de cinta azul, fui a esconderme en mi subterráneo de
enredaderas, resuelta a dejarme raptar por cualquier mago o hechicera que me
llevase lejos de allí. De pronto, el alboroto de las negras sirvientas, de guardia
en el portón:
–Ama Isabel… Ya se ve la diligencia…
Carreras, ruido de puertas, lejano y cada vez más próximo ruido de
cascabeles, tropel de caballos, estrépito de ruedas, luego la ronca voz del
mayoral en la puerta de nuestra casa:
–Bajá el baúl y desatá la canasta. Alcanzame vos la criatura.
Y en el rumor de las palabras confusas, más próxima, más próxima,
dulce, conquistadora, otra voz que ya me tomaba el corazón para siempre:
– ¿Y la nena? ¿Dónde estás, hermanita?
Con infinitas precauciones saqué la cabeza por entre las guías floridas.
A pocos pasos, el monstruo, con un niño muy lindo de la mano, rodeaba con un
brazo la cintura de mi madre, sonrosada de dicha, y miraba en torno suyo
buscándome con los ojos.
Pero el monstruo era una delgada y pálida muchacha vestida de luto,
con tristes ojos como de terciopelo, y trenzas oscuras, iguales a las mías.
Después, la he adorado.
Juana de Ibarbourou (1892 – 1979)
Extraído de: “Chico Carlo” (1944)
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