Aquellos Años Dorados

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Aquellos Años Dorados
“Tengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, me da leche merengada, talán
talán…”, esta canción es de mi pre historia personal, se remonta a mi primera infancia,
niñez, de la que tengo como un rompecabezas de muchos recuerdos, diferentes, pero
que todos encajan al final.
Así, mi primer recuerdo es empujando un coche grande
de bebé, entonces ya
caminaba…?
Mi abuela paterna con varios hijos solteros y jóvenes que trabajaban en diversas
tareas vivía en un conventillo a la vuelta de mi casa, yo iba a su pieza alquilada y
jugaba con las pinturitas de mis tías. Las veo en una caja de cartón de pastillas “Volpi”.
En la puerta de la pieza estaba una bolsa de carbón enorme de arpillera, al lado con
un brasero se cocinaba el almuerzo por lo general puchero en una sola olla.
La época era pobre, de post guerra, nada sobraba todo era lo justo o ahí nomás. Se
vivía en conventillos, de moda en ese tiempo, donde no había gas, garrafa, luz
eléctrica ni agua corriente. Las piezas se iluminaban con una lámpara a querosén.
También recuerdo la muerte de mi perra Diana, a la que mató un auto en la calle. La vi
quieta, con los ojos cerrados, ahora se que esa es la muerte. Quedar quieto y
silencioso para siempre.
Por la calle pasaban vendedores que ofrecían a gritos sus mercancías: el achurero, el
verdulero, el más pintoresco era el lechero un italiano de pura cepa, Don Cataldo, que
pasaba con su vaca y con un banquito, se sentaba y ordeñaba a domicilio.
A la media cuadra vivía y aún vive mi tía Mecha o Mechita que era prima hermana de
mi mamá. Mi tía es soltera y vivía con su mamá. Es “Maestra” y cuando yo era niña
ese título me sonaba como si fuese de la nobleza, la realeza, no era común para la
época. Llegó a obtener su título porque la ayudó una “niña”, muy rica y de “familia” que
vivía en el centro, en una casa muy grande, antigua y linda.
La niña Angélica, ayudó a casi toda mi familia materna, les dio trabajo, los orientó en la
vida, propició el ingreso a colegios, a estudiar, a conocer la religión católica, a vivir en
la ciudad. Mi familia materna era oriunda de la Sierras.
Ella era muy rica y muy generosa, era buena con sus fieles empleados, a los que
ayudó siempre aún siendo ya muy viejita. Hasta su muerte, se acompañó con mi tía
materna Albina. Mi mamá en su adolescencia vivió con ella, y recibió toda la educación
que tenía.
Tengo un recuerdo de mi primera infancia donde me veo de la mano de mi mamá
ingresando a la Escuela Alejandro Carbó, siendo muy pequeña para ver a la niña
quien trabajaba allí. Entonces me regaló una cartuchera de tela de jean llena de
lápices de colores, que adoré para siempre.
Después de muchos años, una década tal vez, fui alumna de esa Escuela ¡Qué
hermoso fue recibirme allí de Maestra! Me llenó de orgullo para toda la vida mía y de
mi familia. Era ¡SEÑORITA MAESTRA!
También recuerdo de cuando tendría tres o cuatro años y era una niña muy tímida,
pero conversadora: vivía en una casa vieja, muy antigua que sigue igual, aunque hace
mucho tiempo que no vivo allí.
También vivía allí una joven, linda y elegante que alquilaba una habitación. Vivía sola y
se mantenía con su trabajo. Se llamaba Ángela. Era muy cariñosa conmigo. Un día de
mañana, -quizás un sábado- me invitó a ir al centro. Creo que les pidió permiso a mis
padres, o a mi mamá.
De ese paseo maravilloso sólo recuerdo el viaje de regreso, sentadas las dos en un
“mateo”. Era un coche de alquiler, tirado por caballos. Lo tomamos en la ex plaza
Vélez Sarsfield, que era redonda y enorme. A su alrededor había muchos Mateos.
Ángela traía a su casa un paquete de confitería, con merengues. Estaba bien envuelto
con papel común y atado con un hilo de color. Era un hermoso paquete.
Llegamos a nuestra casa muy contentas con el paseo.
Cuando abrió el paquete, Ángela descubrió que uno de los merengues estaba roto.
Quizás lo habíamos aplastado al sentarnos encima. Entonces, me lo regaló. Mi mamá
lo puso en un platito con una cucharita, sobre ese papel tan lindo, en forma de
canastita ondeada en los bordes.
El merengue era enorme, lleno de crema, riquísimo…
Aún me veo sentada en el patio, en una pequeña sillita, con mi manjar al frente,
comiendo, muy feliz.
No estaba sola: compartía mi tesoro con mi perro. Una cucharada era para mí y otra
para él. Sentado a mi lado esperaba su parte, hasta que lo acabamos.
Desde entonces, y para siempre, me gustan los paseos en coche, los merengues de
confitería muy finos, y la compañía de un perro.
Recuerdo que, cerca de mi casa vivía mi tía Albina con su marido Alfredo y sus tres
hijos: Jorge, Orlando y María Cristina.
Yo era callejera, decía mi mamá, porque me gustaba irme a casa de mi tía a jugar con
mis primos, pero me olvidaba de pedir permiso.
Mis primos jugaban a todo: las rondas, la rueda de la batata, la paloma blanca, las
estatuas, y también a correr en la galería.
Yo siempre tenía las rodillas lastimadas, con costras y un chichón en la frente porque
aterrizaba mal.
Mi tía me decía “Cantinflas” porque siempre se me caía el pantalón, pero nunca lo
perdía porque lo agarraba con las manos.
En la casa de mi tía vivía mi amiga Isabel con su familia. Ella jugaba con nosotros y
siempre se reía mucho, a pesar de ser la mayor de cinco hermanos.
Una tarde, a la hora de la siesta fuimos todos al cine del barrio, que quedaba muy
cerca. Entramos y de pronto quedó todo oscuro y aparecieron Mickey, el Pato Donald,
el perro Pluto, en medio de una música fuerte.
¡Qué hermoso, qué maravilla, un milagro!
Yo no podía decir perro Pluto porque me faltaban los dientes de adelante, entonces
decía perro puto y todos se reían, me parecía que demasiado.
Le pregunté a mi mamá a la noche, si lo que vi en el cine era cierto y si esos
personajes tenían vida ahí y si ellos nos veían también como nosotros a ellos. Me dijo
que no, que eran figuras, que no eran reales.
Quedé muy asombrada, para toda la vida, pero la magia aún existe.
El cine, para siempre, en mi vida.
María Isabel Ledesma
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