GALDÓS, Trafalgar Concluida la relación de Marcial, se trabó de

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GALDÓS, Trafalgar
Concluida la relación de Marcial, se trabó de nuevo la disputa sobre si mi amo iría o no a la
escuadra. Persistía Doña Francisca en la negativa, y D. Alonso, que en presencia de su digna
esposa era manso como un cordero, buscaba pretextos y alegaba toda clase de razones para
convencerla.
«Iremos sólo a ver, mujer; nada más que a ver -decía el héroe con mirada suplicante.
-Dejémonos de fiestas -le contestaba su esposa-. Buen par de esperpentos estáis los dos.
-La escuadra combinada -dijo Marcial-, se quedará en Cádiz, y ellos tratarán de forzar la
entrada.
-Pues entonces -añadió mi ama-, pueden ver la función desde la muralla de Cádiz; pero lo que
es en los barquitos... Digo que no y que no, Alonso. En cuarenta años de casados no me has
visto enojada (la veía todos los días); pero ahora te juro que si vas a bordo... haz cuenta de que
Paquita no existe para ti.
-¡Mujer! -exclamó con aflicción mi amo-. ¡Y he de morirme sin tener ese gusto!
-¡Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo se matan esos locos! Si el Rey de las Españas me
hiciera caso, mandaría a paseo a los ingleses y les diría: «Mis vasallos queridos no están aquí
para que ustedes se diviertan con ellos. Métanse ustedes en faena unos con otros si quieren
juego». ¿Qué creen? Yo, aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que el Primer Cónsul,
Emperador, Sultán, o lo que sea, quiere acometer a los ingleses, y como no tiene hombres de
alma para el caso, ha embaucado a nuestro buen Rey para que le preste los suyos, y la verdad
es que nos está fastidiando con sus guerras marítimas. Díganme ustedes: ¿a España qué le va
ni le viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los días cañonazo y más cañonazo por una
simpleza? Antes de esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué daño nos habían hecho los
ingleses? ¡Ah, si hicieran caso de lo que yo digo, el señor de Bonaparte armaría la guerra solo,
o si no que no la armara!
-Es verdad -dijo mi amo-, que la alianza con Francia nos está haciendo mucho daño, pues si
algún provecho resulta es para nuestra aliada, mientras todos los desastres son para nosotros.
-Entonces, tontos rematados, ¿para qué se os calientan las pajarillas con esta guerra?
-El honor de nuestra nación está empeñado -contestó D. Alonso-, y una vez metidos en la
danza, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve el mes pasado en Cádiz en el bautizo de
la hija de mi primo, me decía Churruca: «Esta alianza con Francia, y el maldito tratado de San
Ildefonso, que por la astucia de Bonaparte y la debilidad de Godoy se ha convertido en tratado
de subsidios, serán nuestra ruina, serán la ruina de nuestra escuadra, si Dios no lo remedia, y,
por tanto, la ruina de nuestras colonias y del comercio español en América. Pero, a pesar de
todo, es preciso seguir adelante».
-Bien digo yo -añadió doña Francisca-, que ese Príncipe de la Paz se está metiendo en cosas
que no entiende. Ya se ve, ¡un hombre sin estudios! Mi hermano el arcediano, que es partidario
del príncipe Fernando, dice que ese señor Godoy es un alma de cántaro, y que no ha
estudiado latín ni teología, pues todo su saber se reduce a tocar la guitarra y a conocer los
veintidós modos de bailar la gavota. Parece que por su linda cara le han hecho, primer ministro.
Así andan las cosas de España; luego, hambre y más hambre... todo tan caro... la fiebre
amarilla asolando a Andalucía... Está esto bonito, sí, señor...
BÉCQUER, Leyenda La fe salva
Vagando una tarde por las estrechas calles del Madrid viejo, viajero sin rumbo definido, perdido
en el laberinto de mi fantasía, que de tantos fantasmas y evocaciones llenaba las solitarias
rúas. De cada encrucijada, de cada portalón surgía una sombra evocadora; de cada balcón de
los señoriales palacios muertos, parecía salir la música de un clave acariciado por una blanca
mano de mujer. ¡Palacios viejos! ¡Aún conserváis la luz de las grandes arañas que un día
alumbraron vuestros anchos salones, en versallescas fiestas galantes; frágiles marquesitas,
tocadas sus cabezas con empolvadas pelucas de nieve, trenzaron ligeros minuetos, y
valses pausados, sobre los mullidos tapices de Oriente que cubrían vuestros suelos! ¡Aún
conserváis el eco de los clavicordios, de las palabras de amor de que fuisteis testigos! La vida,
toda la vida, con sus alegrías y sus miserias, sus inagotables placeres y sus dolores infinitos
vibró un día en vosotros. Hoy solamente sois el gris fantasma de vuestra perdida grandeza, el
recuerdo de un pasado muerto, una reliquia...
Empezaba a ponerse el sol y decidí terminar mi paseo, volver nuevamente a la realidad, dejar
otra vez aquel mundo de evocaciones y de sombras en el que tanto me agradaba perderme. La
vida me llamaba con voz fuerte e imperativa. Caminaba despacio, envuelto en mi ancha capa,
cuando pasé por una iglesia cuya plañidera campana decía su canto en tarde.
Como una voz desconocida que sonase en mi oído, recordé que aquella era la iglesia que
guardaba, en una de sus capillas, la virgen que dio vida a mi amiga, y que conservaba entre
sus exvotos unos verdes ojos de mujer. Entré; una docena escasa de fieles musitaban sus
oraciones en el silencio. La función religiosa acababa de terminar hacía un momento, y uno de
los servidores del culto apagaba lentamente las luces. Casi en tinieblas iba quedando el
templo. Mi curiosidad me hizo buscar la pequeña capilla en que la imagen se venera, y
recordando los datos que confusamente guardaba en la memoria, la encontré al instante. Lleno
de un vago temor, mezcla de fe y miedo, entré en ella.
¡Y vi el milagro! En el rostro de la virgen, un rostro de dolor, obra de algún visionario artífice, en
aquella cara ennegrecida por el beso de los años, brillaban unos alucinantes ojos de
esmeralda. Una trágica luz fosforescente salía de ellos. Caí de rodillas al pie del viejo altar
mientras mis labios decían una oración; oración extraña, de palabras confusas, voz de mi fe y
canto pagano a la pobre mujercita que apagó la luz de sus pupilas para que de su
eterna noche surgiera una vida.
¿Cuánto tiempo estuve allí? No lo sé. De mi éxtasis vino a sacarme el sacristán agitando un
manojo de grandes llaves, y los fieles, que al pasar por mi lado me miraban como a una cosa
rara, dudando si aquel hombre que estaba ante el altar era un santo o un loco, inclinándose
más a esta segunda idea.
¿Qué sabían ellos, pobres humanos, de las grandes batallas del alma?
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