J.F. Lyotard: Peregrinación sin rima N o decir muchas cosas porque trae problemas, ni demasiado pocas porque carece de fuerza, recordaba —en la onda Zen de Dôgen— Jean-François Lyotard. ¿Qué entonces decir, ni mucho ni poco? Penetrar como el viento en la hierba, “sumergirse en el flujo de las nubes, decepcionar a la llamada del conocimiento, renegar del deseo de entender y apropiarse de los pensamientos”. Si el tiempo realmente no existe y el espacio en definitiva no es más que aquél que cada cual lleva consigo, qué otra cosa pueden ser los pensamientos sino nubes, nubes que rondan a velocidades variables pero confusas por la inconmensurabilidad de sus fronteras. “Cuando piensas que has penetrado profundamente en su intimidad al analizar su llamada estructura o genealogía o incluso su posestructura, es en realidad demasiado tarde o demasiado pronto” (Lyotard). Después de todo “los pensamientos no son frutos de la tierra”. Cuanta arrogancia la del hombre moderno que quiso hacer compendio de nubes, más aún, sistemas totales de conocimientos, esto es, de nubes. Y hacer de éstos realidades, peor aún, la realidad, tratando de reducir a un espacio intelectual la insuperable distancia entre la cosa y el pensamiento. 43 Esta peregrinación tras un tiempo irreal y en un espacio difuso, de la elevación metafórica a la etérea condición inasible de lo que sólo existe merced al tiempo y al espacio, es decir, que no existe, rompe la narrativa textual de un discurso representativo, modelador de la realidad, que había fundado como ideal de racionalidad el pensamiento moderno. Por esa razón Lyotard podía entender cabalmente lo que significaba la condición posmoderna. Una vez socavadas las bases de la legitimidad del saber, de la arrogancia moderna de los grandes metarrelatos y derruida la metafísica, todo el pensamiento quedaba en manos del lenguaje. Pero no hablemos ya de metanarrativas lingüísticas, de discursos articuladores de tiempos y espacios significantes. Se trata del “giro lingüístico”, de la reducción de los “problemas filosóficos” a las terapias del lenguaje, pero no como si éste fuera el bisturí analítico de “lo que hay” en el pensamiento o, en el más crudo realismo, de lo que hay en el mundo externo. Se trata de entender que es allí, en el lenguaje, donde están todas esas cosas que la ciencia moderna creyó representar, o más aún, reproducir para un lector ingenuo de imágenes de realidades. Es la muerte del realismo y también del idealismo. Volver sobre los propios pasos de una narrativa de pensamiento que no tiene ni principio ni fin, sino momentos particulares en cada expresión, es decir, al margen de todo sistema. Penetrar en el pensamiento–nube a través del lenguaje no es tarea fácil pues estamos demasiado atados por los ideales de una modernidad que prácticamente nos tenía condenados no a la racionalidad, sino a la “racionalización” (Merleau– Ponty), es decir a la irracionalidad, confesó Lyotard. Es como el peregrinar de una vida. En ella la ciencia, la ética, la estética, la política, se concentran en una sola dimensión que se extiende difusamente en un campo sin lí44 mites y en un tiempo negado por la memoria, donde no es posible rimar el nacimiento con la muerte. 45