Martín epugner, Tehuelche: al margen del romance heroico

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Martín epugner, Tehuelche: al margen del romance heroico
Por Julián Guillén
Martín epugner, Tehuelche: al margen del romance heroico
Corría, no podía detenerse, no debía detenerse.
Hacía frío y caía un aguacero pertinaz y despiadado, como siempre que llueve en Buenos Aires.
Trataba de protegerse cerrando más y más el capote sobre el pecho; el puño izquierdo se le helaba
en ese inútil intento.
Le dolía la pierna herida, el sable inglés rozaba su rodilla y conseguía irritar la llaga del costado
izquierdo. Su mano derecha empuñaba el trabuco, y en la cintura sentía la presión de la chuza
calzada en el cinturón.
Era una noche oscura, ventosa, y las calles estaban anegadas. Había ratas, cientos de ratas
relucientes de humedad que corrían sobre el barro; los pies se le entumecían, las botas se
empantanaban, estaba cubierto de fango y de tristeza.
¿Por qué a estos jodidos colorados se les daba por invadir la ciudad en invierno? Le dolía todo el
cuerpo, le costaba avanzar y aún le faltaban varios portales para llegar al Retiro. Desde allí a unos
pocos metros alcanzaría un albergue: si no era en la casa donde fregaba Relmú, sería en la pulpería
de los Paylawán. Pero para eso todavía tenía que atravesar la Fortaleza.
Escuchó unos cascos y presintió la patrulla. ¿Serían los ingleses? ¿Serían los cristianos? Criollos,
castellanos o colorados, igual lo chuzarían.
Se ocultó en una recova, se afirmó en la pared de adobe húmeda y descarnada. Contuvo la
respiración, se quedó quieto. El capote que le cubría el poncho pampa era de un inglés que acuchilló
en la calle de las Torres; pero llevaba el trarilonko sobre la frente. Era un indio y de todas maneras
estaba desahuciado.
Se apegó más a la pared. El quinqué de la esquina proyectó sobre la mitad de la calle la sombra de
cuatro jinetes sin bandera. Los Blandengues siguieron por la transversal, no lo vieron. Sintió que se
le aflojaban los tobillos y cayó de rodillas. Miró al cielo oscuro y sin estrellas, el agua le limpiaba la
cara y las penas. Tenía que seguir, tenía que encontrar fuerzas para seguir adelante. Se tocó la herida
y se le agudizó el dolor; la mano y la cacha del trabuco quedaron manchadas de sangre. Se levantó
apoyándose sobre la pierna derecha; sintió que se le negaban los músculos y los huesos.
Caminó, solo caminó, ya no podía correr.
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Escuchó tiros y explosiones lejanas. Cada paso le requería un esfuerzo incapaz de soportar; se
mareaba, se bamboleaba.
Hacía mucho tiempo que sentía cansancio por la puta vida que llevaba, de cuartel en cuartel, de
embestida en embestida, pero no quería terminarla así, quería volver a abrazarse a Relmú y no
separarse nunca más de ella. Quería volver a verla desatándose las trenzas, con su cuerpo desnudo, la
piel morena, la piel más hermosa que había conocido.
Tropezó y cayó de nuevo, esta vez sobre la pierna desgarrada, se le abrió más la herida y pensó en
el enfermero del regimiento. ¿Dónde andaría el pobre negro? ¿Se lo habría llevado alguno de los
santones a los que invocaba? ¿O todavía andaría penando por este mundo?
Se preguntó por qué Katemilla, Wakalán, Kintay, Lorenzo, Kurrupillán y los otros caciques los
habían ofrecido al Cabildo. Entregaron a su pueblo como ganado al matadero:
“Mandad sin recelo y ocupad la sinceridad de nuestros corazones. Los
grandes lonkos que aquí veis, os ofrecen hasta el número de veinte mil de
nuestros súbditos, todos gente de guerra. Queremos que sean los primeros
en embestir a esos colorados que os quieren incomodar”.
Así tradujo el lenguaraz Felipe.
Adormecido por la desolación y el dolor de la gangrena, recordó el encendido hablar patriótico de
los cabildantes porteños. Él los había escuchado a medias, a través de las ventanas abiertas de la
Audiencia. Hablaban en castilla, pero él los entendía. De poco les serviría ahora la patria y su
discurso heroico, pensó, cuando tendrían que hablarles en la lengua del diablo a los oficiales ingleses
que alojaban en sus casas. Casas de ricos en ciudad usurpada.
“Buenos Aires, nido de filu venenosas”, le había dicho el mismo indio Felipe al salir de la
Audiencia. “Criollos malparidos. Ayer nos robaron, hoy nos piden ayuda, mañana nos fusilarán”, y
tenía razón el lenguaraz.
Colorados o españoles, criollos o negros esclavos: a él ya no le importaba nada de eso. Se
preguntó dónde estaba Ngenechén, su Dios, dónde los pillanes de la guerra. Había visto a los suyos
en las salas de Niños Expósitos y en otros hospitales, muertos, malheridos, delirando en
mapudungun, maldiciendo en lengua pampa, añorando los llanos abiertos: su tierra. La Compañía de
Indios, Pardos y Morenos estaba deshecha.
Lonkos desgraciados, susurró, nos vendieron por yerba y aguardiente.
Cuando despertó había dejado de llover y, pese a la penumbra, una claridad ligera y grisácea
había vuelto transparentes las sombras.
Se encontraba en medio de una calle encharcada, angosta y desconocida, sobre el cuerpo sin vida
y sin uniforme de un mulato joven: eran los restos de una barricada.
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Se estaba desangrando. Un ardor difuso le quemaba el vientre y se extendía hasta el pie izquierdo.
Hubiera querido gritar, llamar a Relmú, pedir ayuda, pero el aliento parecía hervir sin hacer ruido en
el agua de un frasco, no en sus pulmones.
Escuchó ruidos que era incapaz de reconocer. Todo se fundía en una especie de clamor informe y
ruidoso, que le nublaba los deseos y el miedo. Al principio pensó que era el canto de los grillos y las
chicharras en su pampa natal, el persistente grito metálico de los insectos en el calor de la tarde.
Era la madrugada del 12 de agosto de 1806, y una algarabía de repiques triunfantes en los
conventos y las iglesias festejaban la victoria.
Se arrastró despacio por el barro, para alejarse de la trinchera, mezcla de piedras, hierros, olor a
muerte y ladrillos deshechos. Levantó la vista y vio, a unos metros, una luz opaca saliendo por una
ventana amplia y baja, de molduras bien delineadas. Se encontraba, sin saberlo, frente al colegio de
San Marcos y el presbítero Pantaleón Rivarola escribía su “Romance Heroico”, en el amanecer de
la rendición inglesa:
“Luego que el fuego suspende, el bravo Whitelocke abdica. Por nuestro
Dios y su Rey, el pabellón se enarbola:
¡Viva el Rey! dicen los unos; los otros: ¡muera Inglaterra!”
Martín Epugner, indio de las pampas, werken letrado, oriundo de más al sur del río Salado,
alcanzó a tocar el cristal del ventanal del colegio de San Marcos. El escribiente, sacerdote y maestro
de filosofía, no pudo escucharlo:
“...el fuego se suspende, la gente se sosiega, las campanas todas juntas,
en
repiques muy alegres, la ilustre victoria expresan”.
La mano ensangrentada dejó una marca tenue sobre los cristales mojados. Después volvió sobre
el pecho, el capote abierto, a la vista el poncho pampa, tiesa la pierna exangüe.
Allí quedó el cadáver del tehuelche.
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