domingo xix del tiempo ordinario (c)

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DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO (C)
Homilía del P. Jordi-Agustí Piqué, monje de Montserrat
8 de agosto de 2010
Sab 18, 6-9 / Heb 11, 1-2. 8-19 / Lc 12, 32-48
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Largas y hasta paradójicas las lecturas de hoy. Quizás demasiado difíciles para un
domingo de agosto. Pero la fe no se toma vacaciones. Y por lo tanto nos
adentraremos por unos momentos en la degustación de la mesa de la Palabra que nos
ofrece este domingo. Quisiera centrar mi homilía en un tema, paradójico, que aparece
repetidamente en los textos de hoy: el tema de la riqueza.
El libro de la Sabiduría nos ha evocado el paso de Dios en medio de su Pueblo
esclavo en Egipto, la noche en que el paso del ángel hace morir a los primogénitos de
Egipto se convierte en signo del cumplimiento de la salvación que viene del Dios de
Israel. Egipto queda sin descendientes que adoren a sus dioses. Porque el Dios de
Israel es el único Dios. El castigo de unos es motivo de gloria para quien Dios ha
llamado. Paradoja, contradicción: justicia redistributiva que «a los hambrientos los
colma de bienes y a los ricos los despide vacíos».
La carta a los Hebreos alaba la actitud de quienes han sabido esperar en la fe. Alaba a
los que llegan a poseer lo que esperaban: han podido conocer una realidad escondida,
no evidente. Abrahán, Isaac, Jacob: recibieron la promesa casi imposible de una
descendencia, «una riqueza de vida». Sara, estéril, recibió el don de la «riqueza» de
un linaje. Pero todos murieron en la espera del cumplimiento de la fe: avistaron una
salvación, pero sólo en parte. Para nosotros son fundamento y ejemplo en nuestro
pobre camino de fe.
Y en el evangelio Lucas nos relata una serie de palabras de Jesús que siguen a la
parábola del rico insensato que se fía de la propia riqueza y no sabe que puede perder
la propia alma. Jesús se dirige a su pequeño rebaño: les exhorta a reunir tesoros en el
cielo, a velar, a estar atentos para no ser sorprendidos por el ladrón. Y concluye la
parábola del administrador prudente con la famosa afirmación: «Al que mucho se le
dio mucho se le exigirá; al que mucho se le confió más se le exigirá».
La pregunta sale espontánea: ¿de qué riqueza hablan las lecturas de hoy? ¿Qué tiene
que ver la fe con la riqueza? ¿Somos nosotros el pequeño rebaño, o nos tenemos que
situar en el rol de estos ricos confiados en su propia riqueza? ¿Qué es lo que nosotros
cristianos hemos recibido y qué se nos pedirá en el Juicio del amor?
La respuesta es sencilla y tiene un nombre: Jesús, la misericordia de Dios, su
justicia. El cumplimiento de las promesas hechas a los Padres en la fe: la realización
que lleva a cabo las promesas hechas a Abrahán, Isaac y Jacob, la culminación de la
descendencia de Sara, el punto donde apoyar la propia fe. Porque es él quien juzgará
a los vivos y a los muertos, es Él a quien tenemos que esperar velando. Por lo tanto la
riqueza de que hablan las lecturas es Cristo mismo: Él que lleva a cumplimiento las
promesas escondidas durante siglos y que manifiesta el verdadero ser misericordioso
de Dios. Él que entregándose en la cruz pone al descubierto, como el velo del templo
que se rasga, cuál es la razón de nuestra esperanza.
Por lo tanto somos nosotros el joven rico, sí, pero nosotros somos ricos en la fe.
Nosotros somos el pequeño rebaño, sí, pero nosotros somos ricos porque tenemos
como único buen Pastor a Cristo. Nosotros somos los ricos en cosechas, porque la
Palabra nos es dada con toda su riqueza. Nosotros somos, como comunidad e
individualmente, los administradores de los dones de la fe que el dueño, Cristo el
Señor, nos ha dado y por eso lo esperamos en vela activa. Ricos en la fe, salvados en
la esperanza, hermanos en la caridad: cristianos en el Cristo en medio de nuestro
mundo, sabiduría de Dios, locura por los hombres.
Los peligros y las dudas no nos son ahorrados: también nosotros vivimos en la fe las
realidades de nuestro mundo. Pero estamos obligados, urgidos, a anunciar que nada
es definitivo fuera de Cristo, que nos presenta el rostro misericordioso del Padre y nos
da la fuerza del Espíritu Santo.
Con esta fuerza ahora celebraremos la eucaristía: alimentados con la Palabra y
fortalecidos con la fuerza del sacramento volveremos a nuestro pequeño mundo. Pero
volveremos enriquecidos, transformados, fortalecidos en la fe. A cada uno de nosotros
toca administrar este don. Como iglesia debemos hacer fructificar y difundir el perfume
de Cristo. Como hijos en el Hijo tenemos que perseverar en la fe. Y no podemos
desfallecer: la desesperanza es signo de poner la fe en cosas caducas que hoy son y
mañana no. La fe en Cristo es un valor que permanece.
Que la fuerza del Espíritu nos llene de gracia para dar alabanza al Padre, al Hijo y al
amor que los une: Trinidad santa, Unidad admirable, Riqueza infinita de Amor. Amén.
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