Intolerancia y Evitación - AMORC

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Intolerancia y Evitación
Por Ralph M. Lewis, F.R.C.
Revista El Rosacruz A.M.O.R.C.
Podemos y debemos disciplinarnos a nosotros mismos
Todos presumimos de conocer la naturaleza de la intolerancia. Generalmente la
concebimos como el negar a otros la expresión de opiniones y la participación en
actividades que difieren de las nuestras. Obviamente, para las necesidades de nuestra
sociedad, cada individuo no puede ni dar completa expresión a todas sus ideas ni
entrar en todas las actividades que pueden atraerle. Hay, y tienen que haber,
concepciones y conducta que sean reconocidas como correctas y otras como
incorrectas. Las últimas, de este modo, deben ser restringidas.
Tal restricción, no obstante, no constituye intolerancia.
Para evitar caer en la categoría de la intolerancia, se vuelve muchas veces una tarea
muy difícil la determinación de lo que es y lo que no es correcto, ya sea en el pensar o
en la acción. La historia nos habla de muchas personas intolerantes en sus actitudes
hacia otros, que quizás estaban motivadas por un sentido de rectitud. La ignorancia es
uno de los factores principales que llevan a la intolerancia.
Uno puede conocer verdaderamente un tema y, como resultado de tal conocimiento,
estar convencido de que es conclusivo. No estando igualmente familiarizado con el
tema opuesto, tiene éste para él la apariencia de estar equivocado. De buena fe,
entonces, el individuo se opone a lo opinión que él, inexactamente, cree que es falsa.
La intolerancia se manifiesta más frecuentemente en las sectas religiosas. La causa es
usualmente doble. La primera es ignorancia. La concepción religiosa, el idealismo y
dogma de otra secta, parecen ser bastante extraños. Todo lo que puede uno oír acerca
de otro credo está lejos de ser tan íntimo como el de uno. Esto, por lo tanto, parece
faltar de la autoridad y competencia del dogma religioso personal y mejor conocido.
Cada religioso desea creer que él ha abrazado la mejor fe. Todo lo demás, entonces,
debe ser falso. Para muchos devotos el reconocer o aun tolerar otra creencia es una
injusticia a su fe. Así, la segunda causa de la intolerancia religiosa es la ciega devoción
que muchos religiosos tienen por su fe.
Ciertas conductas y la concepción o pensamientos asociados con ellas deben ser
observadas biológica e higiénicamente, a la vez que socialmente. Esto ocurre porque la
experiencia lo ha probado o la razón ha hecho aparente que desacreditarlos impone
efectos desastrosos sobre los hombres en general. Por ejemplo, la civilización
altamente organizada cree esencial declarar la bigamia fuera de la ley; bajo sus
presentes convenciones y costumbres, encuentra el existente estado de matrimonio
más beneficioso para el hogar, el estado y la moral pública.
A menos que circunstancias futuras puedan probar que la presente concepción es falsa,
esta opinión sigue siendo un derecho social cuyo cumplimiento se impone a todos los
individuos. Al suprimir a todos los miembros de la sociedad que podrían creer en
forma diferente y podrían desear actuar de acuerdo con sus opiniones personales, la
sociedad no debe ser considerada intolerante.
Puede establecerse la teoría de que ninguna oposición a opiniones o acciones opuestas
constituye intolerancia si es que se hace por el bien de la mayoría. Aquí entra en juego
un factor crítico del que tenemos hoy muchos ejemplos: ¿Justifica su supresión la sola
demanda en masa (de la gente) relacionada con alguna doctrina que no aprueban? Para
ser más breve, solamente porque la gente no quiere algo, ¿es eso malo?
Desgraciadamente, en nuestras democracias existe propensión a extirpar como falso
todo aquello que no tiene interés público; esto es equivalente a apoyar como correcta
cualquier cosa aprobada por la opinión pública. La diferencia entre el interés de las
masas y su verdadero bien, es importante.
No hay mejor ejemplo de intolerancia que el que una sociedad busque justificar como
correcta la dominación religiosa de un estado. Cuando un gran número de la población
pertenece a una religión y esa religión obtiene el control del estado, se legisla para que
esa ideología religiosa se apoye en forma adversa en contra de la minoría.
En tales incidentes, siempre la historia nos ha mostrado que ocurren actos de intolerancia agresiva. Para apoyar los “intereses” particulares de sus adherentes, un estado
controlado en esta forma suprime, directa o indirectamente, a todas las otras
religiones. Desde un punto de vista imparcial, tal supresión no muestra servir el bien
del estado, como un todo. Sirve, más bien, al prejuicio y a la ignorancia de un grupo,
colectivamente.
El bienestar de la gente en quien descansa la determinación de intolerancia no debe
depender exclusivamente de ideas abstractas. Antes de que se prohíban las
concepciones o las actividades de otros sobre la base del bienestar público, debe
demostrarse que tales pensamientos o actos producen efectos tangibles en detrimento
de la gente.
Un pensamiento, solamente por ser diferente del mantenido por la mayoría, no es
suficiente evidencia de una influencia adversa sobre sus vidas. Debe demostrarse que
esas ideas e ideales mantenidos por un individuo o grupo de personas son motivos que
originan que ellos actúen en forma desventajosa para el público, en los aspectos físico,
mental y social.
Debe haberse advertido que no hemos hecho aquí referencia alguna a los principios
morales.
Como en el pasado, hay una fuerte tendencia a abolir doctrinas morales específicas que
se dice están en contra del interés público. En muchas de esas instancias, las
prohibiciones impuestas fueron ejemplos de absoluta intolerancia. No podía mostrarse
que tales doctrinas o ideales eran realmente dañinos al bien público o afectaban la
salud pública o la libertad.
En consecuencia, la abolición de enseñanzas en las cuales se ve envuelta la cuestión
moral debe estar relacionada con cualquier consecuencia que resulte de ella y tenga un
efecto tangible sobre el bien público. De nuevo destacamos que una diferencia de
opinión de esa sostenida por las masas de gentes, no es suficiente justificativo para su
supresión.
¿Cómo pueden los individuos evitar una actitud de intolerancia personal? En efecto,
¿por qué se oponen tanto a las diferentes opiniones y acciones de otros, aun cuando sus
contenidos no sean dañinos? La causa reside en el ego humano y en el instintivo
impulso de superar.
Estamos dispuestos a entregarnos enteramente a nuestros instintos y deseos y cuando
quiera que sea que se presente la oportunidad. Somos una composición, no sólo de
nuestros pensamientos, sino que también de nuestras respuestas y deseos
emocionales. Se hace difícil para muchas personas separar de tal modo el deseo del ser,
de manera que impersonalmente puedan analizar su valor en relación al bien de los
demás.
En consecuencia, ordinariamente defendemos un interés personal, creencia o deseo,
exactamente como lo haríamos con nuestra persona física. Buscamos avanzar tales
creencias y favorecer tales deseos intelectuales tan vigorosamente como cuando
buscamos modos y métodos a través de los cuales obtener nuestra subsistencia.
Los deseos del Ser
En esta agresión instintiva de esta promoción de los deseos del ser, violamos los
derechos y la dignidad de otros seres humanos. Creamos conflictos con sus esperanzas,
aspiraciones y creencias, y ellos tienen un igual e innegable derecho a expresarlos.
Nosotros no podemos interpretar nuestro bien personal como que todos los
pensamientos y deseos contrarios necesariamente ponen a nuestro ser en peligro y
deben, por lo tanto, ser opuestos.
Tal concepción destruiría a la sociedad. Pondría a cada individuo que pensase o
actuase en forma diferente a otro, en contra de su vecino. Encontramos esta clase de
conducta en muchos de los animales bajos no gregarios. Sin embargo, esto no es
merecedor del hombre, y derrota a aquellos elementos de su naturaleza que requieren
esfuerzo unificado y vida en grupo.
Esta intolerancia puede ser rectificada por una actitud de evitación. Consiste esta en un
cierto freno a nuestros instintos animales. No es nada más que una forma de disciplina
personal y sacrificio para frenarnos en cierto modo y para alistarnos a no tener algunos
de los goces de nuestros sentidos físicos y poderes personales, permitiendo con ello a
los demás hacer lo mismo.
Si examinamos cada ocurrencia de intolerancia, encontramos que el individuo no
quería necesariamente dañar a alguien o privarlo de sus derechos, pese a que sus
acciones tendían a eso. Era realmente porque le concernían solamente sus propios
intereses y la satisfacción de sus propios deseos, que violó la santidad del ser de
alguien.
No estamos verdaderamente ejercitando todas nuestras potencialidades si permitimos
al deseo y al instinto motivar solamente en nuestras relaciones con otros. Para alcanzar
las más altas relaciones humanas se requiere un entendimiento racional del bienestar
común.
Podemos y debemos disciplinarnos. No podemos vivir solos. Debemos sacrificar algo de
nuestra propia satisfacción para el bien colectivo en el que queremos participar.
Aunque parezca raro, la libertad a veces se vuelve un obstáculo para la intolerancia.
Insistir descuidadamente en una libertad personal o lo que interpretamos que es,
interfiere con el liberalismo de la tolerancia. La libertad es el ejercicio de la voluntad;
es conformarse a lo que queremos hacer o tenemos el deseo de hacer. Sin embargo, si
ejercitamos nuestras voluntades personales a su más amplio grado, como una muestra
de libertad, ¡no podemos ser tolerantes! Debemos imponer indulgencia en la voluntad y
el deseo instintivo por la libertad si queremos conocer la tolerancia y la paz que sigue a
ella.
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