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Tan humano, sólo Dios
Manuel Díaz Mateos
“Dios, para ser Dios,
no necesita excluir lo humano,
ni carecer de humanidad,
ni menos aún ser inhumano”.
(Karl Barth)
El 12 de marzo del 2000, el papa Juan Pablo pedía públicamente perdón por los pecados de los
creyentes en la historia, es decir, por las múltiples formas de antitestimonio y de escándalo de
todos los que hemos llevado el nombre de “cristianos”. En el espíritu del Jubileo de la Encarnación,
pedimos perdón y nos comprometemos a enrumbar la vida y la historia para hacerlas más cristianas. Pero se nos acabó el tan voceado y esperado 2000 y el año que terminó nos deja más
sabor a repetitivo y viejo que a nuevo y esperanzador. ¿Estaremos ante un milenio que nace viejo y
contribuimos así al escándalo del ateísmo, por cuanto con nuestra conducta hemos “velado en vez
de revelado el genuino rostro de Dios”, como nos dice el concilio Vaticano II? (GS 19).
1. 2000 AÑOS DE HISTORIA «CRISTIANA»
El número 2000 es sólo una fecha del calendario que avanza inexorablemente y pasa. Se trata del
tiempo medido por el cronómetro (kronos), que aumenta con el pasar de los días. Pero el 2000, en
cuanto número redondo y pleno, es también un tiempo propicio (kairós), una ocasión magnífica
para pensar, hacer balance, corregir y enderezar la vida y la historia. Se trata de 2000 años de
historia en los que se han logrado avances significativos en el campo de la tecnología y de la
ciencia, pero en los que, de igual manera, se han escrito páginas que a todos nos avergüenzan.
Bastaría, como muestra, que nos limitemos al final del segundo milenio, en el que, en palabras de
Juan Pablo II, “la humanidad ha sido duramente probada por una interminable y horrenda serie de
guerras, conflictos, genocidios, «limpiezas étnicas», que han causado sufrimientos indescriptibles:
millones y millones de víctimas, familias y países destruidos, multitudes de prófugos, miseria,
hambre, enfermedades, subdesarrollo y pérdida de ingentes recursos”2. El siglo XX nos deja una
amarga herencia de inhumanidad y de violencia, alimentada por un deseo de dominar y de explotar
a los otros que pareciera demostrar la verdad del viejo adagio “el hombre es lobo para el hombre”,
no hermano.
Examinando la historia de la que somos herederos encontramos varias muestras muy significativas
de lo que podríamos llamar “el regreso de la barbarie”: el holocausto judío, con sus seis millones
de víctimas, y la bomba atómica de Hiroshima, en los que se impone la ley del más fuerte y se
desprecia la sacralidad de la vida humana y la dignidad de la persona. Ambos son signo de
inhumanidad y de barbarie. Pero son igualmente signos de inhumanidad, por la falta de
sensibilidad que hemos mostrado ante ellos, otros signos que manchan la historia de la familia
humana: la esclavitud, vivida como “normal” durante siglos, y la agonía silenciosa de la pobreza,
que mata anualmente a cuarenta millones de seres humanos en un mundo que tiene, como nunca,
las posibilidades de aliviarla y erradicarla3.

Revista Páginas, Vol XXVI, N° 169, Junio 2001.
* Manuel Díaz Mateos. Jesuita. Teólogo y biblista. Profesor de Biblia en el ISET y en la Escuela Superior
Antonio Ruiz de Montoya. Autor de El Dios que libera (1985), Para la vida del mundo (1990), La vida nueva
(1991), El sacramento del pan (1995), La solidaridad de Dios (1996), y numerosos artículos en revistas
teológicas.
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El problema se agudiza cuando examinamos la responsabilidad de los creyentes en la producción
de violencia y de muerte, al pensar en las conquistas, cruzadas o inquisiciones con las que
hacíamos verdad la horrenda declaración de uno de los cronistas de la conquista de América: “La
pólvora contra los indios es incienso para Dios”4. De este modo estamos negando la sacralidad de
la dignidad humana al mismo tiempo que la fe en el Dios encarnado que se hizo uno de nosotros
para salvarnos a todos, pues la inaudita novedad del evangelio consiste en que Dios mismo ha
querido formar parte de nuestra humanidad y relacionarse con ella para siempre. Pero
contrariamente al proyecto de Dios sobre la humanidad, nuestra historia no ha sido de salvación,
sino de condenación, de violencia y de muerte.
Desde una perspectiva bíblica, la visión del capítulo 7 de Daniel nos puede ayudar a descubrir la
densidad teológica del problema que estamos insinuando, el de la inhumanidad de nuestro mundo,
en el que parece triunfar la barbarie y los instintos más primitivos, casi animales, del ser humano
frente a sus semejantes. El profeta Daniel nos presenta una visión teológica de la historia bajo el
símbolo de cuatro bestias: el león, el oso, el leopardo y una cuarta bestia no definida, pero que
“tenía grandes dientes de hierro, con los que comía y descuartizaba y las sobras las descuartizaba
con las pezuñas” (Dn 7,7). Las bestias significan cuatro imperios (Dn 7,17) que han destruido y
comido a la parte más débil e indefensa de la humanidad.
En el texto de Daniel es significativo el hecho de calificar los imperios de “bestias”, como lo hará
más tarde el libro del Apocalipsis, porque quiere denunciar las fuerzas destructoras y los instintos
más primitivos y animales en la historia de los hombres. Se trata de una historia deshumanizante y
deshumanizada que Dios juzga. Y el juicio, nos dice el libro de Daniel, lo pone en manos de una
“figura humana”, un “hijo de hombre” porque en el proyecto de Dios, el gobierno del mundo no está
irremisiblemente bajo el poder de las bestias sino bajo la soberanía de un “hijo de hombre” en el
que los cristianos hemos visto la figura de Jesús, Dios encarnado con rostro y corazón humanos. El
es el “Hijo del hombre” que se ha hecho hombre para mostrar al mundo cuál es le meta de la
humanidad en el proyecto de Dios. El año 2000 nos recuerda la entrada de ese Hijo de Hombre en
esta nuestra historia de inhumanidad y de violencia, siendo él mismo víctima de ellas. Pero Dios ha
decidido tomar en serio el ser humano y su salvación. “Por nosotros los hombres, y por nuestra
salvación, se hizo hombre”, como decimos en el Credo. Dios entra en la historia para recuperar al
hombre y cuanto le humaniza, porque quiere hacerle plenamente hombre a la medida de Cristo (Ef
4,13).
2. RECUPERAR LO HUMANO, HOMENAJE A CRISTO ENCARNADO
Somos herederos de los errores y de las culpas de los que nos han precedido, pero somos también
responsables de la orientación que queremos dar a la historia que nos toca vivir al comienzo de un
nuevo milenio. En este contexto se sitúa la preocupación que motiva este artículo: “ser cristianos,
recuperar lo humano”, para humanizar y humanizarnos, es decir, para ser más auténticamente
nosotros mismos.
“Recuperar lo humano”, por tanto, no lo entendemos como revancha ante lo divino para resucitar
viejos humanismos (“ideologías humanitarias”, diría Camus) o para afirmar la autosuficiencia del
superhombre de Nietzsche. Lo divino no se opone a lo humano sino a lo inhumano. Para el
cristiano, Dios y el hombre no son opuestos e irreconciliables desde que confesamos a Cristo como
perfecto Dios y perfecto hombre. Por eso afirmamos lo humano, en primer lugar, como protesta
ante condiciones inhumanas de nuestro mundo y de nuestra historia que nos deshumanizan y nos
dificultan el ser plenamente humanos y cristianos. En segundo lugar, para nosotros, recuperar lo
humano es ante todo una tarea teológica y cristiana por la que participamos en el proyecto del Hijo
de Dios con su venida al mundo y que el año 2000 nos recuerda. Él vino para salvar y recuperar
definitivamente lo que estaba amenazado y perdido. Como cristianos queremos entrar en ese
proyecto de Dios que toma en serio al hombre. Por eso, recuperar lo humano es, paradójicamente,
un proyecto divino para todos los que creemos en el Hombre Nuevo manifestado en Cristo y en el
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que toda la humanidad está invitada a injertarse y crecer hasta llegar al hombre perfecto y a la
“plenitud de Cristo” (Ef 4,1213). Como dice acertadamente L. Boff, “tan humano, sólo Dios”.
Recuperar lo humano debe convertirse, para los creyentes, en el mejor homenaje al Dios
encarnado que entra en nuestra historia para salvarla y, desde dentro y a través de ella, nos
muestra el camino hacia la plenitud de lo humano que es Cristo, el Hombre Nuevo. Con razón
afirma el concilio Vaticano II que el “misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rm 5,14), es decir,
Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente el hombre al hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS
22). En contraste con la historia “cristiana” de estos dos milenios pasados, en los que las guerras,
la esclavitud y la violencias múltiples han puesto de manifiesto nuestra poca consideración por el
ser humano (Is 33,8), y en los que ciertas espiritualidades nos han invitado de la “huida del
mundo” y al desprecio de lo humano y del cuerpo, porque lo que importaba era “salvar el alma”, el
misterio de la encarnación de Dios, asumiendo nuestra carne, nos muestra un camino diferente.
Por fidelidad a Cristo creemos que el servir al ser humano es proclamar, con hechos, la sagrada
dignidad de todo ser humano y de la vida humana porque Cristo, el Dios hecho hombre, “es el
hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el
primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en
nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios en su encarnación se ha unido, en cierto modo, a todo
hombre” (GS 22). Por eso, en palabras del Concilio afirmamos que “cualquiera que sigue a Cristo,
hombre perfecto, se vuelve él mismo más hombre” (GS 41).
Nuestra fe en Cristo nos hace creer que el camino hacia lo humano no nos lleva a apartarnos de
Dios, sino que es expresión de nuestra fidelidad a Cristo y de la gracia de compartir su misión.
Recuperar lo humano debe convertirse en una tarea profundamente religiosa porque es recuperar
la esencia de la religión de un Dios que se hace hombre para salvar a toda la humanidad. Ahí están
para demostrarlo las parábolas del buen samaritano y del juicio final, en las que está en juego la
humanidad o inhumanidad con la que nos acercamos a nuestros semejantes, de los que Cristo se
ha hecho “hermano”. Con toda razón ha podido escribir Juan Pablo II en su primera encíclica que
“el hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, es el
camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo” (RH 14).
3. LA PALABRA SE HIZO CARNE
El camino trazado por Cristo que los creyentes debemos seguir tiene su primer momento en su
entrada en el mundo por el misterio de la encarnación. Por ella, Dios mismo asume nuestra carne y
se hace uno de nosotros, “semejante en todo a nosotros menos en el pecado” (Hb 4,15). Los
escritos del Nuevo Testamento testifican la verdad de ese Dios que se ha hecho “de nuestra carne
y sangre” (Hb 2,14). Pero es, tal vez, san Juan el que mejor explicita la riqueza teológica de este
hecho para la historia de los hombres. Lo hace en lo que conocemos como el “prólogo” de su
evangelio, en el que leemos una expresión extraña y densa: “La palabra se hizo carne”(1,14). Bien
podría haber dicho “Dios se hizo hombre” y, en una primera aproximación, estaría diciendo lo
mismo. Pero el autor elige otro camino porque quiere hablar de algo más que la mera asunción de
la naturaleza humana. Presenta su pensamiento en una especie de gradación que va desde la
afirmación “Dios es palabra”, pasando por “la palabra se hizo carne”, hasta hacer posible el
camino inverso por el que “la carne se hizo palabra”.
Dios es palabra
Dios es Palabra, no silencio o indiferencia, y, por ser palabra, está dirigida a alguien, es decir, al
hombre al que habla, ama y busca para establecer con él la comunión. Es palabra que existe desde
siempre, pero que entra en la historia, en la que reina el caos, la oscuridad y la muerte, para
llenarla de luz, de vida y de sentido. En cierto modo, el sentido profundo del prólogo del cuarto
evangelio es decirnos que toda la historia de los hombres está acompañada y gobernada por la
palabra que Dios dirige al hombre, y que esa historia y esa palabra tienen un centro que es la
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aparición de Dios entre nosotros en su Hijo, hecho Hijo de Hombre. Esa palabra es plenitud de vida
y de sentido, palabra llena de amor y de fidelidad de la que todos hemos recibido. Teniendo como
trasfondo la creación, a la que el autor alude con la expresión “al principio”, y realizada por el poder
de la palabra (Sal 36,6), el texto nos dice que la creación del hombre ha llegado a su plenitud en
Cristo, Hombre Nuevo según la imagen original del proyecto de Dios. Pero, al decir el autor que Dios
es palabra, está hablando de algo humano como es el lenguaje, la palabra, por lo que el ser
humano se diferencia de los animales y puede establecer la comunión con sus semejantes y con
su Dios. En el ser humano y en su lenguaje se revela el misterio de Dios, porque el hombre está
hecho “a imagen y semejanza” de Dios (Gn 1,26). Dios es palabra dirigida al hombre y es, al mismo
tiempo, palabra sobre Dios y sobre el hombre, porque nos habla de la condescendencia de Dios y
la dignidad del ser humano.
La palabra se hizo carne
“Hacerse carne” dice más que “hacerse hombre” o “tomar la naturaleza humana”. Es un hecho que
el autor quiere resaltar, teniendo en cuenta el contexto de la primera herejía cristiana, el
docetismo, es decir, la doctrina del grupo de cristianos a los que les resultaba extraño que Dios
pudiera hacerse hombre. Lo humano y lo divino son irreconciliables para estos cristianos que
negaban la verdad de la humanidad de Dios. Para ellos, Jesús fue hombre sólo en apariencia. La
carne no revela a Dios (no es palabra) porque es indigna de Dios. Baste pensar en el escándalo
que suscita en los primeros discípulos la sola mención de que Jesús de Nazaret es el Mesías. “¿De
Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1,46). Nazaret representa lo escondido, humilde e
insignificante, consecuencia de la “carne” (la verdad de la existencia histórica) de Jesús.
Por el contrario, para el autor del cuarto evangelio, la carne nos habla escandalosamente de la
verdad de la humanidad, por eso nos dirá que el impostor o el anticristo (el que se opone a Cristo)
es todo el que niega que Jesús “ha venido en la carne” (1 Jn 4,2). En Jesús, nos dicen los primeros
testigos, se ha hecho visible la palabra de la verdad y de la vida que ellos han podido “ver y tocar
con las manos” (1 Jn 1,1), gracias a la realidad de la carne. El Dios invisible se ha hecho visible en
la verdad de la carne.
Pero esa verdad de la carne encierra otros dos aspectos muy importantes. La carne significa
solidaridad y debilidad. Los que participan de la misma carne y sangre son de la misma familia. Y
en la familia, porque hay lazos de carne, se asume todo como propio: el gozo y la tristeza, el éxito y
los fracasos de uno lo son de toda la familia, por eso la expresión “se hizo carne” nos habla
también de la solidaridad de Dios con lo humano, incluida la debilidad, tan extraña a la concepción
de Dios como “todopoderoso”. En fidelidad a la carne asumida, el evangelio nos va a presentar a
Jesús cansado y sediento (Jn 4,6), sintiendo afecto hasta las lágrimas (Jn 11,35) o experimentando
turbación y miedo (Jn 12,27). Y esta “debilidad” de la carne, ¿nos habla sólo de lo humano de
Jesús o nos revela al Dios encarnado en lo humano y con rostro y corazón humanos?
La carne se hizo palabra
Tal vez nosotros estamos acostumbrados a pensar que Dios se revela en Jesús cuando hace
milagros o en las manifestaciones de poder, y eso parece evidente. Pero la carne, la debilidad, lo
humano, por ejemplo, las lágrimas de un niño que nace, ¿no revelan facetas del Dios que Cristo
nos manifiesta con rostro humano? Anticipando la respuesta no dudamos en afirmar que si la
palabra se hizo carne, también la carne se hizo palabra.
Desde un punto de vista puramente humano, el hombre, compuesto de alma y cuerpo, se expresa
como unidad en la carne, es decir, es el cuerpo y es el cuerpo vivo (no el cadáver) el que exterioriza
el misterio que llevamos dentro. Por eso podemos hablar de “expresión corporal” y de “lenguaje no
verbal”. Un abrazo, una mirada, una sonrisa son algo más que simples movimientos del cuerpo, de
la carne y de lo material. Es quizás el mundo de las emociones el que pone en evidencia la íntima
relación entre la interioridad y la exterioridad del ser humano, entre lo material y lo espiritual. Por
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ejemplo, un estadio lleno de hinchas de un equipo de fútbol difícilmente puede permanecer
sentado y silencioso ante el gol de su equipo. El gozo se exterioriza y se contagia en los gritos o en
los saltos o en las lágrimas por la emoción sentida. Existen también celebraciones eucarísticas en
las que la gente participa con todo el cuerpo, con los gestos, las palmas, los movimientos y el
corazón.
Por todo lo dicho, podemos afirmar sin dificultad que también Dios es así, porque se ha hecho
carne y, desde entonces, la carne humana (el cuerpo y la existencia) tienen la función
“sacramental” de revelar a Dios. Tomemos, por ejemplo, el gozo de la fiesta de bodas en Caná, en
la que Cristo participó, o la mesa que Jesús compartía con los excluidos por la sociedad de su
tiempo. Para Jesús, el comer y el beber son actos humanos que revelan a Dios, el Dios que acoge a
los pecadores y come con ellos, anticipando en este simple gesto humano el gran sueño del Reino
de Dios. Y, si ese gesto es comida y bebida humana, no podemos estar de acuerdo con lo que se
dice, por ejemplo, en la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, de que la risa es “diabólica”.
Jesús también asumió algo tan humano como es la capacidad de sonreír y de alegrarse con los
amigos. Las comidas de Jesús, con su dosis de gozo y de fiesta, expresaban la alegría de acoger y
sentirse acogidos e iguales, estando todos en casa y con buenos amigos.
En la misma línea de expresión “sacramental” de la divinidad irían otros gestos muy humanos que
nos trasmiten los evangelios, como son Jesús tocando y acariciando a los niños, los cuales se
sentían a gusto en su compañía, o la indignación de Jesús (reflejada en el rostro o la mirada) contra
sus discípulos que no comparten su punto de vista (cfr. Mc 10,1316). El comportamiento de Jesús
no es el de un dios que todos aceptan porque hace las “cosas de Dios”, sino el de un hombre que
escandaliza con su comportamiento (“comilón y borracho”, se dice en Mt 11,19), desencadena el
conflicto y lo vive en su propia carne hasta morir excluido por su pueblo. Y en su muerte no
descubrimos, a primera vista, la muerte de un héroe, sino la de un ser humano asaltado por el
miedo y la tristeza (Mc 14,34), que grita con fuerza a su Dios: “Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Mc 15;34). En todos estos casos se trata de lo humano, plenamente absorbido por
Dios, para revelarnos el rostro humano de Dios. Por eso leemos en san Marcos la admirable
confesión de un pagano que ve a Jesús morir entre el abandono y el desprecio de los hombres y se
atreve a afirmar: “Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios” (Mc 15,39). Por paradójico que
parezca, este hombre confiesa a Dios cuando lo que aparece es muy poco humano. La carne nos
habla de Dios.
Es esta trasparencia de la carne la que le lleva a san Juan a afirmar que, en Jesús, “hemos visto” la
gloria de Dios (Jn 1,14), una gloria que no sólo aparece en los signos de poder, sino incluso en el
fracaso de la cruz. La hora de la cruz, hora de fracaso y de muerte, es, para san Juan, la hora de la
glorificación y manifestación del Dios a quien “nadie ha visto nunca”. Por eso nos dirá también que
el Hijo de Dios, aparecido en la carne humana, se ha convertido en el exegeta o revelador del
Padre, hasta el punto de poder declarar Jesús a sus discípulos: “Quien me ve a mí, ha visto al
Padre” (Jn 14,9). El Dios invisible se revela en la carne. En una declaración extraña hecha por
Jesús a Natanael y a sus compañeros, se les asegura que “verán los cielos abiertos y a los ángeles
de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre” (Jn 1,51). El misterio del Dios invisible, hecho visible
en la carne de un Hijo de Hombre. Por atrevido que parezca, de ahora en adelante, en Jesús, Dios y
hombre, se da el encuentro con Dios mismo. Con toda razón afirmaba san Ireneo: “Caro cardo
salutis”, la carne es el eje de la salvación o en la carne se juega la salvación por aquello de que “lo
que no es asumido, no es redimido”.
5. “RES SACRA HOMO”
Por todo lo que llevamos dicho, recuperar lo humano significa, ante todo, recuperar al ser humano
porque Dios quiere salvarlo y llevarlo a la plenitud misma de Dios (Ef 4,13) 5 . Es el ser humano,
injertado en Cristo por la solidaridad del misterio de la encarnación, el que se ha convertido en
lugar privilegiado de la presencia y del encuentro con Dios en el mundo. Con razón se ha podido
hablar del “sacramento del prójimo” y del ser humano como templo o imagen de Dios. Son
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metáforas a las que todo ser humano asocia la sacralidad, pero lo nuevo de la metáfora consiste
en afirmar que la sacralidad se ha desplazado del templo o de la imagen o del sábado hacia el ser
humano. Esto es lo que Jesús defiende con su declaración: “El sábado es para el hombre porque el
hombre es señor del sábado” (Mc 2,2728). ¿Habrá llegado la hora de poner lo más sagrado
(después de Dios, por supuesto) en el centro?
“Res sacra homo” podemos afirmar los creyentes; el hombre es un ser sagrado. Pero notemos que
quien acuñó esta frase no fue un creyente sino el filósofo pagano Séneca, y lo hizo en un contexto
en el que quería censurar y proscribir el uso del ser humano para espectáculos públicos, al
enfrentarlo con las fieras o contra otro ser humano en la lucha entre gladiadores. Es decir, se
afirma la sacralidad de todo ser humano para condenar la brutalidad de la violencia contra el
hombre, la degradación o los abusos contra su dignidad.
Podemos concluir, por tanto, que, si de experiencia religiosa se trata, el misterio de la encarnación
abre a los hombres un camino “nuevo y vivo” (Hb 10,19), el camino de la carne y de lo humano,
sobre todo el camino de la solidaridad en la debilidad para dignificar la carne, la existencia humana
de todos los seres humanos. El camino de la carne fue el camino de Jesús que el creyente debe
hacer suyo. «El hombre es el camino de la Iglesia», ha dicho Juan Pablo II. Se trata de recuperar lo
humano y al ser humano como lugar de la experiencia religiosa, porque es repetir en la historia la
experiencia de Jesús. Con toda razón se ha podido escribir que “la gran revolución religiosa llevada
a cabo por Jesús consiste en haber abierto a los hombres otra vía de acceso a Dios distinta de lo
sagrado, la vía profana de la relación con el prójimo, la relación ética vivida como servicio al
prójimo y llevada hasta el sacrificio de uno mismo. Se convirtió en salvador universal por haber
abierto esta vía de acceso a todo hombre”6 .
Si en nuestros días se ha podido hablar del “eclipse de Dios”, pero también del “regreso de lo
religioso”, el misterio de la encarnación de Dios nos abre pistas para ese posible regreso de lo
religioso. Por un lado, a los hombres se les ha hecho difícil el creer en Dios tal vez por la
responsabilidad de los creyentes, ya que no hemos revelado un Dios que convenza. Y ahí está para
probarlo la historia de inhumanidad que hemos vivido, porque las injusticias y el sufrimiento de los
inocentes, frente a los que hemos pasado con indiferencia, hacen poco creíble nuestro lenguaje
sobre Dios, sobre todo del Dios que se hizo hombre para salvar a la humanidad. Por eso hemos
podido preguntarnos si es posible hablar de Dios después de Auswich o después de Ayacucho. Es
que nada oculta tanto el rostro de Dios como el sufrimiento y la violencia contra el ser humano.
Por otro lado, se habla también del regreso de lo religioso, aunque no todos entendamos lo mismo
cuando hablamos de ello. Si lo religioso regresa deberá ser como experiencia profunda de Dios en
lo humano y en la historia y no solamente como vuelta a prácticas externas de religión que pueden
ser viejas, nuevas, esotéricas o extravagantes (hay movimientos religiosos suicidas o diabólicos). A
los creyentes les toca vivir la originalidad de Jesús marcada por su misterio de la encarnación. La
carne del hombre, habitada por el Espíritu y consagrada por la solidaridad de Cristo “hecho carne”
como la de sus hermanos, nos marca el camino de la sacralidad y nos dice dónde está el verdadero
templo y la verdadera imagen de Dios. Desde que Dios se ha hecho uno de nosotros, no es
alejándonos del ser humano cómo nos acercamos a Dios, ni menos aún por la exclusión o condena
de algunos de nuestros semejantes, sino por el servicio y la solidaridad con todos como los vivió
Cristo. Por eso, dice acertadamente Moingt: “El camino que conduce hacia Dios no es ya el que va
de la tierra al cielo pasando por el templo, sino el camino que Jesús ha tomado para llegar a los
vencidos de la historia”7.
“Res sacra homo” debemos proclamar con nuestra voz y con nuestro compromiso, y debemos hacerlo
con estupor, con valentía y con admiración gozosa, “porque ese profundo estupor respecto al valor y a la
dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este
estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, en el mundo
contemporáneo”8. Quizá, en fidelidad al dinamismo de la encarnación de Dios en la historia, el gran
desafío del milenio que tenemos por delante es humanizarnos y humanizar nuestro mundo, porque la
divinización del hombre pasa necesariamente por recuperar lo humano y asumir, con la seriedad con la
que Dios lo hace, la sacralidad de la vida y de la dignidad de todo ser humano en esta tierra en la que
crece el Reino de Dios.
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NOTAS:
1 Publicado en Cuadernos de Espiritualidad, n. 93, enero del 2001.
2 Juan Pablo II, “Paz en la tierra a los hombres que Dios ama”, discurso en la Jornada Mundial de la Paz del 1º de enero del 2000,
nº 3.
3 El 29 de septiembre de 1999 decía el presidente de Estados Unidos dirigiéndose a la asamblea anual del Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial: “¿Deberemos resignarnos ante el hecho de que, mientras en Estados Unidos la gente disfruta tal
vez de la economía más fuerte de su historia, mil trescientos millones de seres humanos, nuestros semejantes, sobrevivan con
menos de un dólar al día? ¿Deberemos aceptar el hecho de que casi cuarenta millones de personas mueran al año de hambre?
Se trata de un número que casi iguala a todos los muertos de la segunda Guerra Mundial... ¿Tendremos que resignarnos a aceptar
que algunas personas o naciones están condenadas a quedarse atrás para siempre?”.
4 Se trata del cronista Oviedo informando al rey de España sobre los avances de la conquista en el Caribe. Citado por HANKE, La
lucha por la justicia en la conquista de América, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1949, p. 189.
5 Así lo confiesa la Iglesia en la fiesta de la Navidad cuando pide “concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha
dignado compartir con el hombre la condición humana” (Oración de la misa del día de Navidad).
6 J. MOINGT, El hombre que venía de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1995, p. 154.
7 MOINGT, Op. Cit., p. 158.
8 Juan Pablo II en su primera encíclica, Redemptor hominis, nº 10. El énfasis es nuestro.
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