Capitalismo y emancipación nacional y social de género

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Capitalismo y emancipación
nacional y social de género
Iñaki Gil de San Vicente
Publicado por Matxingune taldea en 2012
Resumen
En Euskal Herria, sin la presencia activa de las mujeres en multitud de prácticas colectivas e individuales, sin ellas
nunca habríamos llegado al nivel actual de construcción nacional vasca. Visibilizar ese papel es una de las primeras
urgencias del feminismo abertzale pero no la única. Salir a la luz pública supone, desde la realidad de una nación
ocupada, asumir que la mujer trabajadora tiene cosas de decir y reivindicar sobre todas las cuestiones; más todavía,
tiene que decir las últimas y decisivas palabras sobre todas esas cuestiones. Además de la visibilización de la mujer
trabajadora en todas sus decisivas aportaciones, hay que avanzar tanto en la crítica del contenido patriarcal de la
sociedad presente como en el contenido patriarcal del mensaje y del proyecto independentista.
Tabla de contenidos
Economía y opresión de la mujer .......................................................................................... 1
Beneficios masculinos de la opresión de género ..................................................................... 10
Ley del valor-trabajo y opresión de la mujer .......................................................................... 15
Capitalismo actual y opresión de la mujer actual .................................................................... 24
Mujer, obediencia y nación ................................................................................................. 39
Economía y opresión de la mujer
A diferencia de las tesis que sostienen que la opresión de la mujer nace de los sentimientos de inferioridad
de los hombres ante las mujeres -que son ciertos-; en contra de las tesis que sostienen que esa opresión se
basa en la desigualdad de culturas y de opciones en el acceso a las «posibilidades de triunfo en la vid» que es cierto-; en contra de quienes sostienen que esa opresión surge de la incompatibilidad emocional y
hasta biológica entre hombres y mujeres, de modo que los primeros se han aprovechado de ella y la han
instrumentalizado, etcétera, en contra de estas y otras interpretaciones, aquí intentamos explicar cómo los
intereses económicos burgueses y sus teorías justificadoras juegan un papel central en esa opresión.
1-1. Opresión, explotación y dominación de género
Con demasiada frecuencia utilizamos mal conceptos imprescindibles para entender situaciones sociales
que por su dureza generan sufrimientos y dolores que exigen respuestas prácticas. Pero, encima, cuando
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esas situaciones son producto de intereses materiales muy concretos, intereses que nos convienen
personalmente por cuanto nos benefician de algún modo, en estos casos, la utilización del lenguaje es o
bien una trampa autojustificadora o bien una necesidad urgente de autocrítica en cuanto sujetos partícipes
en esos procesos injustos. Este es el caso de la opresión de las mujeres por los hombres y del hecho de
que nosotros utilizamos conceptos claves como opresión, explotación y dominación sin precisarlos ni
depurarlos de la carga semántica, política y sexista que llevan dentro, así como sus relaciones con los de
subordinación, privación, sujeción y otros. Vamos a empezar aclarando los tres primeros pues nos parecen
los más importantes, necesarios para entender luego los de subordinación, privación y sujeción.
Por opresión entendemos la situación de la mujer que es obligada a supeditarse, aceptar, obedecer y cumplir
las órdenes, caprichos e insinuaciones de su marido, y en términos amplios, esa situación aplicada a todo
el género femenino sometido a la opresión del masculino. Como veremos, la opresión de la mujer no tiene
porqué ir acompañada de su explotación económica ni por su dominación cultural e ideológica, aunque en
la práctica suele suceder así. La opresión de la mujer puede sustentarse en la amenaza de violencia, en el
miedo a ella y a su padecimiento, o también en la aceptación resignada pero consciente de la opresión por la
ausencia de medios económicos propios para mantener una vida libre, o por autosacrificio personal en aras
de la salvaguarda de los y las hijas que quedarían bajo los caprichos volubles e impredecibles del padre.
Muchas son las razones que explican que las mujeres permanezcan pasivas ante la opresión que sufren,
pasivas pero conscientes de esa opresión y de esa falta de resistencia activa, pero no podemos analizarlas
aquí. Lo que sí interesa destacar es que la opresión produce un beneficio al hombre que la ejerce como es
el caso de la opresión de la mujer que realiza un trabajo doméstico, que rinde unos beneficios concretos
como la limpieza, la comida, etcétera, pero que no son mercancías que se materializan en el mercado sino
lo que, en terminología de Marx, es «trabajo que no existe». Y en cuanto opresión de género, opresión
colectiva, una mujer joven y soltera, o una mujer separada, no se libran de la opresión porque están sujetas
al contexto opresivo objetivo del sistema que permite o tolera los acosos sexuales, las agresiones verbales,
las discriminaciones de todo tipo, etcétera, además de que pueden sufrir la opresión proveniente de su
padre, hermanos, amigos, vecinos...
Por explotación entendemos el mecanismo por el cual unos hombres concretos y una clase social, la
burguesía, extrae una ganancia económica precisa como resultado del proceso entero de explotar la fuerza
de trabajo de la mujer que, al final del ciclo entero, produce un beneficio, una plusvalía al hombre concreto
que la explota y en conjunto a la clase capitalista. La explotación surge cuando existe un trabajo asalariado
que produce una mercancía que, como tal, entra en el circuito del mercado y se realiza en su venta. Las
mujeres que además del trabajo doméstico realizan un trabajo asalariado para un capitalista están oprimidas
por el marido que obtiene unos beneficios por su opresión y explotadas por ese patrón que se enriquece
a su costa. Por eso la doble jornada de trabajo es a la vez una opresión y una explotación. Un debate
interesante sería, si pudiéramos hacerlo ahora, el de dilucidar las dosis de opresión y explotación que sufren
las prostitutas, en el sentido de que pueden realizar un trabajo asalariado no productor de valor pero sí
de beneficio obligadas por un contrato, y a la vez un trabajo no asalariado obligadas por la opresión y
violencia, pero son cuestiones que ahora nos desbordan.
La explotación concreta en un trabajo concreto se ve endurecida, sin embargo, por la opresión de género
que sufre la mujer trabajadora por el simple hecho de ser al tener un salario sensiblemente menor, al
adjudicársele los peores trabajos, etcétera, y esa discriminación de género se sostiene en la opresión de
la mujer preexistente a ese trabajo concreto y apoyada por los hombres en general, por los trabajadores y
por los sindicatos y fuerzas políticas «progresistas». Existe así por tanto una agilización de la explotación
gracias a la existencia previa y objetiva de la opresión de género. Cuando un trabajador acosa sexualmente
a una trabajadora no la está explotando sino oprimiendo, pero cuando el patrón le acosa y le amenaza con
el despido si no colabora o le chantajea con ascensos si consiente, entonces es una mezcla de opresión
sexual y explotación económica.
Por dominación entendemos el conjunto de sistemas ideológicos, culturales, religiosos, educativos,
etcétera, que logran que la mujer esté alienada y acepte la situación que padece como normal, deseada por
los dioses, o como realidades existentes desde siempre. Es decir, sintetizando un panorama tan complejo,
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la dominación es el mecanismo que logra que la mujer no sólo sea inconsciente de su situación o que
permanezca pasiva ante ella aun conociéndola, sino que incluso la defienda y hasta colabore para que otras
mujeres la acepten de buen grado. Muchas de las causas que le llevan a aceptarla se deben a la impotencia
económica, al miedo a la violencia del marido, a las presiones familiares, etcétera, pero estas razones
son en sí mismas fuerzas inherentes al proceso global de dominación en el que se interrelacionan los
mecanismos de opresión y explotación de modo que la dominación resulta cuando esa interacción, al ser
reforzada por específicos factores ideológicos, culturales, educativos, etcétera, culmina en la aceptación
global del orden patriarcal. La efectividad suma de la dominación se logra cuando las mujeres actúan como
reforzadoras de su misma opresión; cuando educan en ella a sus hijas, cuando se comportan diariamente
como reaccionarias y conservadoras propagando la «esencia y eterno femenino», las «armas de mujer»;
cuando presionan a otras mujeres para que no se subleven y aguanten la opresión.
Una trabajadora acosada sexualmente por su patrón está oprimida y explotada, como hemos visto, pero
además está dominada cuando cree que ese acoso es «normal» debido, por ejemplo, a que «los hombres
deben ser muy masculinos» y las mujeres, ella misma, deben torear educadamente esa «esencia fogosa»,
o peor aún, cuando cree que ese acoso o simples piropos confirman su «triunfo como mujer». Una mujer
puede no ser explotada económicamente porque no es asalariada, puede que sea relativamente reducido
el grado de opresión patriarcal que sufre de su marido y del entorno, pero no por eso debe estar libre de
la dominación de género, sino que su nivel de alienación puede ser tal que su vida entera sea una cadena
dorada, cuando no un infierno psicológico repleto de frustraciones y sueños insatisfechos aunque se crea
«feliz y realizada».
En la vida cotidiana se produce siempre una compleja mezcla de opresión, explotación y dominación
dependiendo de múltiples factores que no podemos analizar aquí. Además, según en qué circunstancias
y contextos clasista, las interacciones de la opresión, explotación y dominación se ven ocultas por las
relaciones de subordinación, que son aquellas en las que las mujeres pueden negociar algunos acuerdos
que mitigan la opresión, que les permiten ciertos derechos a cambio de ciertas obligaciones siempre dentro
de un marco de dependencia hacia el poder patriarcal. Igualmente, el concepto de privación hace referencia
a los momentos en los que el patriarcado reduce los derechos entonces existentes de modo que las mujeres
se ven privadas de cosas o derechos que tenían hasta ese momento. Desde esta perspectiva, la privación
se produce cuando aumenta la opresión, o cuando la explotación laboral se endurece al prohibir derechos
sindicales, es decir cuando a las mujeres se les priva de derechos que sí mantienen los hombres y que
ellas mismas mantenían hasta ese momento. La sujeción, por último, hace referencia a una mezcla entre
dominación y subordinación, es decir, cuando por diversas circunstancias el sistema patriarcal no mantiene
una opresión descarada sobre las mujeres sojuzgadas, sino que establece unas relaciones más laxas y
elásticas aunque nunca libres.
A diferencia de lo que sucede en la explotación de clases, en donde a grandes rasgos expuesto la opresión
se realiza en el marco político y la dominación en el ideológico, bajo el patriarcado esta interacción se
refuerza con un componente específico cual es el de la participación consciente y/o inconsciente de los
hombres. Esta diferencia nos remite al problema de las relaciones históricas de supeditación de las formas
y contenidos patriarcales a los sucesivos modos de producción, tema que aparecerá reiteradamente en las
páginas que siguen. Es por esto que el empleo de estos conceptos ha de ser mucho más riguroso cuando
analizamos la situación de la mujer como género en comparación con la de las clases trabajadoras como
fuerza social de trabajo asalariado. Las consecuencias políticas causadas por un uso superficial e impreciso
de la terminología no sólo afecta a la eficacia teórica sino fundamentalmente a la eficacia práctica del
proceso de liberación, que es de lo que se trata.
Si es cierto lo dicho hasta aquí, mucho más lo es cuando está presente la opresión nacional, cuando las
reivindicaciones de clase y de género hay que unificarlas en un contexto histórico objetivo y subjetivo
de nación oprimida. El primer error en ese sentido es el de seguir con el criterio de «tres opresiones»
-la de género, la nacional y la de clase- como si se tratase de una suma de factores independientes,
cuando de hecho es una totalidad concreta históricamente constituida y que refleja la materialidad de
la ley del desarrollo desigual y combinado de las formaciones sociales en el capitalismo. No existen
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«tres opresiones» sino una opresión global, opresión nacional y social de género, por decirlo sin
mayores precisiones. Pensar en términos de «tres opresiones» es pensar desde la lógica reformista y del
Estado ocupante pues simplemente bastaría con ir superando aisladamente cada una de esas opresiones
particulares para resolver el problema. Y no es así. Aunque desde la perspectiva cualitativa y estratégica
de opresión nacional y social de género se ven imprescindibles velocidades y ritmos específicos de los
componentes internos, aun siendo así, lo que prima es la unidad global del proceso liberador en cuanto
totalidad concreta específica y esencialmente diferente a la que sufren las mujeres del Estado opresor. Esto
nos remite al problema de las interrelaciones entre el género y las clases dentro de los contextos étnicos,
etno-nacionales, nacionales y estato-nacionales que han funcionado dentro de la historia de los modos de
producción.
No existe «hecho nacional» fuera o aislado de los hechos sociales, clasistas y de género, sino que
estas clases y mujeres piensan, hablan, sienten, trabajan, se relacionan y luchan con, desde y para
culturas, lenguas, referentes históricos, identidades y sentimientos colectivos preexistentes y que les han
condicionado incluso antes de nacer. Asumen más o menos abiertamente los criterios de esas culturas y
con demasiada frecuencia los valores de sus clases dominantes de modo que, aunque sea sin quererlo,
actúan como instrumentos en la reproducción de su poder. El feminismo no se libra de ese peligro y
muchas feministas de izquierda, que han hecho y hacen aportaciones excelentes a la crítica del poder,
son arrastradas por ese torrente que ha terminado inundando su conciencia teórica o su personalidad no
consciente. Desconocemos si este es el caso de la por demás admirada María Angeles Durán, pero en
su valioso texto «El trabajo invisible en las cuentas de la nación» (en Las mujeres y la ciudadanía en el
umbral del siglo XXI, Edit. Complutense, Madrid, 1998), hace una de las mejores críticas de la contabilidad
como instrumento de dominio y definición de la «realidad» por el poder, pero la hace desde la lógica
española, de la «nación» española, con una muy escueta referencia a las «Comunidades Autónomas», y
aunque muy correctamente plante la necesidad de una contabilidad internacional, parte del axioma de que
en esa contabilidad debe estar «España».
Si la denuncia socialista a la economía burguesa demuestra que manipula, tergiversa, olvida, silencia
y hasta ignora realidades objetivas; si la denuncia feminista al socialismo demuestra que éste, y no
sólo la burguesía, menosprecia y olvida la situación de la mujer, colaborando indirectamente con su
mantenimiento, ¿por qué las mujeres de un pueblo oprimido no pueden y no deben criticar y demostrar a
las feministas del Estado opresor de que olvidan o desconocen, e incluso legitiman, la intervención de ese
Estado contra su pueblo ocupado? Si el socialismo tiene razón cuando exige a los teóricos burgueses más
seriedad y rigor y menos ideología e idealismo, y si las feministas tienen razón al exigir a los socialistas
que estudien e introduzcan en su contabilidad y en sus teorías el «trabajo invisible» de las mujeres,
¿tienen razón las feministas del pueblo oprimido al afirmar que la teoría feminista del pueblo opresor está
contaminada y viciada, cuando no supeditada, por los intereses opresores de su Estado?
Vemos que se establece una ascensión crítico-creativa de elaboración teórica que va de los niveles menos
agudos de opresión, a los más agudos y tensos, de modo que en cada paso enriquecedor se sube un peldaño
cualitativo en el conocimiento crítico de la opresión, explotación y dominación según sus escalas de
complejidad e interrelación de factores históricos. Esta complejidad es incomprensible desde la tesis de las
«tres opresiones» porque los ascensos sucesivos no son simples sumas sino saltos cualitativos resultado de
la sinergia del proceso. De este modo, sólo desde la perspectiva más elaborada y superior en concreciones,
es decir, desde la perspectiva de la nación oprimida se pueden comprender todas las implicaciones y
limitaciones del comportamiento de las clases oprimidas de la nación opresora, al igual que sólo desde el
feminismo independentista de la nación oprimida se pueden entender las limitaciones del feminismo de la
nación opresora, mientras que éste, como el socialismo de las clases oprimidas de la nación opresora, debe
sufrir una mutación cualitativa para poder comprender no sólo la realidad del feminismo o y del socialismo
independentista sino también su propia realidad.
Por ejemplo, para conocer todo lo que hay encerrado en el comportamiento de opresión sexual de Clinton
sobre su esposa y sus amantes femeninas, no basta estudiar ese caso concreto así como la ideología y la
práctica sexista del racismo blanco y protestante de la burguesía yanqui, hasta llegar a los trabajadores
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blancos en su racismo sexual contra las trabajadoras de otra etnia o nación, sino que hemos de llegar hasta
la conciencia de las mujeres trabajadoras negras, chicanas, indias, etcétera, porque es en el interior de la
dominación, explotación y opresión nacional y social de género que padecen en donde se desarrollan todas
las nefastas consecuencias del sistema patriarco-burgués norteamericano. Cada peldaño que ascendamos
en el estudio concreto, ampliando las complejidades pero sintetizando los conceptos teóricos, superaremos
las limitaciones de los progres abochornados votantes de Clinton, ascendiendo a la comprensión teóricas
del comportamiento de la clase burguesa, para luego subir al de la clase trabajadora blanca, para llegar
más arriba al de los trabajadores negros, chicanos, indios etcétera, que oprimen a las mujeres de sus
colectividades. Pero incluso, si queremos hacer un estudio más radical, debemos luego analizar cómo otras
mujeres de otros pueblos oprimidos por el imperialismo norteamericano sufren las consecuencias del apoyo
de las trabajadoras indias, chicanas y negras a la lógica del Tío Sam, obteniendo algún beneficio material y
simbólico, por pequeño que sea, proveniente de las inmensas sobreganancias que obtiene el imperialismo
yanqui y que algunas gotean hasta la vida de esas mujeres, que muy probablemente desconozcan esa
criminal lógica del modo de producción capitalista.
1-2. Ubicación nacional y cultural
En la cultura grecolatina por «economía» se entendía la administración de los bienes e intereses de la casa
por el padre de familia. Recordemos que, en este sentido, Aristóteles, que era un misógino feroz, puso el
título de Economía a los tres tomos de una de sus «obras menores», la dedicada precisamente a la vida
en la casa. El latín ha recogido esta definición y desde entonces por trabajo doméstico hay que entender
el que se realiza en el 'domus', en la casa, en el hogar, que sigue siendo la unidad de medida sobre la
que pibota el sistema oficial de contabilidad de la economía capitalista. Y aunque la cultura euskalduna,
preindoeurpea, no tenía este mismo criterio sino que, como se está demostrando con los estudios históricos,
todo lo relacionado con la casa y la propiedad colectiva e individual se regía por el llamado «derecho vasco»
o «derecho pirenaico-occidental», en el que la vida colectiva y la función de la mujer eran muy diferentes,
aunque era así, actualmente no podemos dejar de recurrir a la terminología grecolatina, indoeuropea, para
comprender qué es la economía dominante. Damos mucha importancia a esta cuestión y nos vamos a
detener en ella un poco. Esta diferencia no debe sorprendernos porque situaciones similares se han dado
en otras partes del globo, por ejemplo en África subsahariana, en donde los rigurosos estudios feministas
han demostrado que la entrada de la dominación europea, con su división patriarcal del trabajo, supuso
un empeoramiento terrible de las condiciones de vida y trabajo de las mujeres. La degradación fue tan
terrible que en 1929 hubo una sublevación de mujeres en la región nigeriana de Abo contra las medidas
patriarcales británicas, y los ejemplos abundan y no sólo en África.
Si debemos recurrir a la terminología indoeuropea, y en concreto al paradigma de la economía patriarcal
grecolatina es porque desplazó y se impuso como dominante a la cultura vasca y a sus prácticas de
producción y reproducción, prácticas que son, en definitiva, las que crean y recrean a la larga la evolución
cultural. No fue un proceso pacífico y tranquilo sino agresivo, violento y conscientemente exterminador
de nuestra cultura, y con ella, en el tema que ahora nos concierne, del papel de la mujer en el proceso
productivo y reproductivo que sustentaba esa cultura anterior, y cuyos restos aun no se han extinguido
del todo. Quiere decir esto que la situación actual de la mujer vasca no es ni «natural», en el sentido de
que viene dada por la especificidad sexual y biológica de la mujer, ni tampoco «normal» en el sentido de
que se ha impuesto exclusivamente por métodos pacíficos y tolerantes. Al contrario. De la misma forma
en que, adelantándose a su tiempo, ya Engels habló de la «derrota histórica» de la mujer a manos del
patriarcado, en Euskal Herria la mujer también ha sufrido sucesivas derrotas históricas, siempre causadas
directa o indirectamente por la criminal expansión de una forma socioeconómica que va desde la supresión
de la propiedad económica y el correspondiente nacimiento de la propiedad privada, de la mercancía y
del dinero, hasta el capitalismo actual. Y esa forma socioeconómica general ha mantenido y mantiene una
básica interdependencia con el sistema patriarcal.
Es este proceso de aplastamiento de una forma social y de imposición de otra antagónica el que explica
que en Euskal Herria las primeras -hasta donde llegan nuestros conocimientos- investigaciones serias
sobre economía se hicieran a partir de mediados del siglo XVIII por hombres de las clases dominantes, en
castellano y dentro del paradigma patriarcal, como los textos de V. Foronda, G. Ustariz, N. Arrikibar, F.J.
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Villarreal y Ezenarro; J.M. Magallón, F.J. Argaiz, Uria Nafarrondo y otros. La fecha es importante porque
muestra que aquí también las clases dominantes empezaban a comprender que el desarrollo de la economía
capitalistas, aunque no la definiesen así, estaba trastocando todos los criterios hasta entonces existentes
sobre usura, préstamos, comercio, aranceles, tributos y recaudaciones, precios y valores, producción
campesina y urbana, proteccionismo y librecambio, innovación y apoyo por parte del Estado, y hasta
los clásicos métodos de ayuda a pobres y menesterosos. Es cierto que ya desde el siglo XV crecía la
preocupación de las clases dominantes en las grandes villas y puertos por estos mismos problemas, pero
no con la sistematicidad y nivel de síntesis teórica que se usaba desde el siglo XVIII. Sin embargo, nos
interesan dos características constantes en este proceso cuales son, una, la tendencia a invisibilizar a la
mujer y separar la «vida económica pública» de la «vida doméstica privada», proceso que se impuso
incluso, y sobre todo, contra las costumbres y derechos de las mujeres a realizar sus propios negocios,
a mantener su vida económica pública, a trabajar fuera del domicilio, etcétera; y otra, la relación directa
político-económica e ideológica de esas reflexiones de las clases dominantes con los crecientes problemas
de orden social y represivo frente a las luchas de las masas trabajadoras, de los artesanos y gremios
empobrecidos, en suma contra las matxinadas y contra la lucha de clases tal cual se materializaba en aquella
fase capitalista preindustrial.
1-3. Evolución fuera de Euskal Herria
Fuera de Euskal Herria, en los países en donde la fuerza represora de la cultura indoeuropea con su modelo
de división y opresión sexual era más fuerte, esta dinámica de exclusión estaba bastante más avanzada.
Por los datos disponibles de las formas de contratación asalariada en el siglo XIII en algunos lugares de
Inglaterra, por ejemplo, se comprueba que ya era plenamente operativa la segregación por sexos, entre
mujeres y hombres, antes de poder acceder a un trabajo asalariado, muy poco valorado socialmente.
Mientras que los hombres accedían a los trabajos menos despreciados por el sólo hecho de ser hombres,
las mujeres debían contentarse con los más rechazados y los peor pagados. En realidad esta segregación
venía de antiguo y también se expresaba en todos los aspectos de la vida social, sobre todo en los más
decisivos para la obtención o acceso al poder. Una constante de esta segregación fue y es la de condenar
a las mujeres a los trabajados de sirvienta, criada, doncella... es decir, servicios domésticos de ayuda a la
mujer de la casa, quien, a su vez, estaba bajo las órdenes de su marido. Sin embargo, esta «costumbre»
por emplear el léxico patriarcal, no desapareció al ir perdiendo importancia el paradigma grecolatino de
la economía como administración de la casa patriarcal, que Aristóteles había expresado mejor que nadie,
por la irrupción imparable del modo de producción capitalista, que se basa en la producción generalizada
de mercancías, o sea, en la ciega ley expansiva del mercado a romper los muros domésticos y a dominar
el entero espacio mundial.
Lo que ocurrió fue una adaptación a las nuevas exigencias de la producción exterior, manteniéndose la
posición secundaria de las mujeres y apareciendo la doble jornada de trabajo. Pero la burguesía respondió
por su parte controlando a sus propias mujeres de clase, a la vez que intentaba acercarse lo más posible
a la nobleza comprando y adquiriendo mediante matrimonio las mujeres de clase noble que no habían
encontrado comprador de su misma clase en el mercado matrimonial. Se fue construyendo así la familia
nuclear patriarco-burguesa en la que la mujer realizaba la doble tarea de trabajo pero dentro del taller
si este era el negocio de su esposo, y sin salir a vender su fuerza de trabajo a nobles, otros burgueses o
campesinos ricos. Por su parte, las mujeres campesinas se veían cada vez más en la necesidad de buscar
trabajo asalariado fuera de la casa porque la expansión capitalista arruinaba a los pequeños campesinos,
angustia similar a la de las mujeres de los artesanos y aprendices arruinados o fracasados, en proceso
que no podemos exponer aquí y que muestra cómo fueron apareciendo diversas formas familiares hasta
la patriarco-obrera a finales del siglo XIX y comienzos del XX, antesala de la aparición de la familia
monoparental actual. Uno de las mayores mentiras que nos ha impuesto la histori0grafía penocéntrica es
la de ocultar el proceso de formación de las diversas familias dentro del capitalismo. Este proceso está
en el fondo de la lenta pero ineluctable desaparición de las diversas familias preburguesas, con efectos
sociales terribles crudamente expuestos por la narrativa crítica, por el socialismo utópico y por muchos
reformadores sociales incluso conservadores. Pero este proceso es inseparable de otro simultáneo como
es el de la aparición de la economía política burguesa.
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Pues bien, la formación de la teoría burguesa se realizó silenciando totalmente o peor aún, justificando sin
paliativos la opresión de la mujer. Como la totalidad de creadores de esa teoría eran hombres de las clases
dominantes, y la inmensa mayoría de ellos querían aumentar su propiedad privada mediante la correcta
aplicación de esas teorías, no sólo partían con una concepción patriarcal sustentadora de un pensamiento
desde la primera infancia, sino que además, consciente o inconscientemente, estaban objetivamente
interesados en el mantenimiento de esa situación por los beneficios de todo tipo que les otorgaba. Sólo a
finales del siglo XVII empezó a utilizarse la palabra ovario que terminaría convirtiéndose en la metonimia
de la mujer desde inicios del siglo XIX. Quiere decir esto que hasta comienzos del siglo XVIII la opresión
de la mujer se sustentaba en una diferencia cultural del género, que no sexual ni biológica que surgió
más tarde, cuando la ciencia naciente asumió la ontología, axiología y epistemología penocéntricas. La
obra maestra que expresa y resume esta evolución -la Enciclopedia- refleja esa mentalidad patriarcal en
la pluma misógina de Rousseau (1712-1778). Los enciclopedistas dieron nueva legitimidad a la opresión
de la mujer al no cuestionar su existencia y al elaborar una concepción exclusivamente masculina de
la sociedad burguesa. A su amparo ideológico, la burguesía triunfante norteamericana en 1783 no tuvo
ninguna consideración para con los derechos de la mujer, y la burguesía francesa triunfante en 1789 no
dudó en pasar por la guillotina a las dirigentes feministas que se habían atrevido a reclamar sus derechos.
En las zonas europeas en las que era más acentuada e intensa esa transformación, las clases dominantes
respondieron con las mismas inquietudes y, en esencia, con las mismas contradicciones. Dependiendo
de sus peculiaridades históricas, las burguesías ascendentes dieron nombres diversos a un pensamiento
teórico que empezaba a formarse, y dependiendo de su mayor o menor desarrollo capitalista potenciaron
más o menos determinadas problemáticas. No es casualidad, en este sentido, que en Gran Bretaña surgiera
la economía política en su sentido fuerte y, por su historia de lucha de clases y de opresión nacional, se
expresara en el concepto burgués de sociedad civil; tampoco es casualidad que en el Estado francés, esas
inquietudes se expresaran en la teoría política del Estado jacobino ultracentralizado con su terminología de
nación burguesa, y, tampoco es sorprendente que en Alemania lo fuera mediante la filosofía política como
expresión de la sociedad burguesa que construía su Estado de clase. Pero tres son las características que se
repiten en este proceso independientemente de sus zonas geográficas de materialización, una, la defensa
de la propiedad privada de los medios de producción y en especial la defensa del derecho de la clase
propietaria a apropiarse de la mayoría del excedente social o plusproducto social realizado como la fuerza
de trabajo social; otra, la demostración «científica», que no sólo cultural y tradicional, de la superioridad
biológica del macho sobre la hembra y, la última, la demostración «científica» de la superioridad de la
«raza blanca» sobre las demás.
1-4. Cuatro fases en la economía política burguesa
Fue en este contexto en el que la economía política burguesa clásica dio sus primeros pasos decisivos.
Y decimos primeros porque queremos insistir, de un lado, en el movimiento de esta teoría dependiendo
de la marcha de la lucha de clases globalmente analizada, que no en su sentido restrictivo y mecanicista,
y, de otro lado, dentro de ese movimiento queremos remarcar sus cambios de forma pero insistir en sus
continuidades de fondo, esenciales y definitorias en cuanto modo de producción. Es por esto que la primera
fase, la de Adam Smith (1723-1790) y de David Ricardo (1772-1823), no puede ser abstraída no sólo del
marco de luchas sociales y de creciente competencia y guerras intermitentes entre los Estados burgueses,
sino tampoco del sistema conceptual del patriarcado, con su ontología masculina, su axiología misógina
y su epistemología falocéntrica, con sus correspondientes definiciones sobre las cualidades masculinas
y deficiencias femeninas. La ideología liberal del individuo autónomo con respecto a la sociedad e
independiente con respecto a un Estado reducido a lo imprescindible - el mito del 'laissez faire'- y la
estimación del mercado como lugar en el que deben moverse y triunfar las virtudes públicas masculinas
de virilidad, audacia, iniciativa, análisis, riesgo, cálculo, etcétera, esta ideología es inseparable de la
economía política burguesa. Como es inseparable de ella también la caracterización totalmente contraria
a la anterior de la mujer como pasiva, emotiva, sentimental, desprendida, que prefiere el mundo de lo
privado y conciliador al mundo de lo público y competitivo. Si en la ideología patriarcal la guerra es para
los hombres, en la ideología burguesa lo es el mercado. La fusión de ambas ideologías dio como resultado
la figura del empresario agresivo, con mentalidad de estratega militar que pugna en el mercado, que no es
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sino el campo de batalla de la guerra económica. Son las necesidades de esta «guerra» las que explican
el destino de la mujer como parte especial de lo que Marx definió muy correctamente como «ejército
industrial de reserva», al tratar el paro.
Tanto la economía política burguesa como la ideología liberal e individualista dominante, que forman una
unidad, han permanecido invariables en su esencia a lo largo de tres siglos, cambiando en su forma según
las necesidades de la lucha de clases. Pero en el tema concreto de la opresión de la mujer, esa variación ha
sido bastante menor que en el del trato dado a la fuerza de trabajo masculina. Es decir, el capitalismo ha
sido mucho más flexible para con los trabajadores que para con las mujeres. La razón es muy simple: que
éstas forman la reserva de la reserva, lo último que se moviliza porque, en cuanto mujer, también tiene
otras «tareas» que realizar, igualmente necesarias para el capitalismo. Aquí debemos recurrir una vez más
al paradigma patriarcal grecolatino tan bien expresado, de nuevo, por Aristóteles al reconocer que incluso
un campesino libre pobre que carecía de un esclavo para trabajar su tierra tenía la ventaja de disponer de
una mujer para hacerlo, su esposa. O sea, la reserva de la reserva. ¿Qué características específicas tiene
la mujer para ser tratada de esa forma por la economía política burguesa y por la economía patriarcal
precapitalista? Esta es una pregunta clave que exige una respuesta más detenida que intentaremos sintetizar
en el apartado siguiente. Ahora nos interesa dejar constancia de cómo la economía política burguesa, al
margen de sus corrientes internas, no sólo se ha apropiado de la lógica patriarcal precapitalista, adecuándola
a sus necesidades, sino que, además, va adaptando y cambiando la justificación de esas necesidades según
los vaivenes de la economía, o sea, del beneficio y de la ganancia que es lo que cuenta en definitiva y que,
por último, estas fluctuaciones son causadas también por las luchas y conquistas de las clases trabajadoras
y de las mujeres.
La segunda fase se inicia cuando desde entro mismo de la intelectualidad burguesa más académica se
reniega de sus propios clásicos. Es sabido que Smith y Ricardo llegaron a un punto crítico a partir del cual
o bien avanzaban en la denuncia del capitalismo o bien se detenían aceptando sus contradicciones, como
se aprecia en la obra cumbre del segundo -«Principios de economía política y tributación»- de 1817. Las
críticas de Marx contra ellos surgen precisamente de eso, de su incapacidad para seguir la investigación
teórica. Otros economistas burgueses no se atrevieron ni a eso, sino que retrocedieron burdamente, eran los
calificados por Marx como «economistas vulgares», y de los que no vamos a hablar porque sólo hicieron
apología de la explotación. Sin embargo, desde la mitad del siglo XIX se desarrolló una teoría abiertamente
reaccionaria que ha recibido varios nombres -neoclásica, marginalista, etcétera y que significativamente
apareció en varios países impulsada por autores como Walras (1834-1910), Jevons (1835-1882) y Menger
(1840-1921), entre los más importantes. Estos teóricos no vivieron el miedo de la burguesía europea por
las luchas obreras de 1830-31, pero sí el terror burgués por las de 1848-1849 y sobre todo su pánico por
las de 1871. Y sus teorías van precisamente el romper el armazón no sólo del marxismo, del que conocían
muy poco por no decir nada de importancia, sino fundamentalmente contra las teorías de Smith y Ricardo
en cuanto que habían rozado el cuestionamiento burgués progresista del modo de producción capitalista.
Fundamentalmente atacaron, además de otras tesis, la versión burguesa de la ley del valor trabajo, abriendo
una corriente propagandística que hoy mismo domina en el pensamiento oficial y tiene en el llamado
«neoliberalismo» su directo sucesor y heredero práctico.
Pero lo que ahora nos interesa es que estos autores redujeron la teoría económica a un simple problema de
números, de aritmética, de estadísticas y de fórmulas matemáticas, expulsando la vida real, las luchas y
las prácticas sociales, y llevando a la abstracción suma la ideología liberal del individuo libre, consciente,
utilitarista y egoísta calculador del beneficio marginal que obtiene en la competencia del supuesto libre
mercado. En esta visión idílica e irreal las mujeres desaparecen más incluso que los hombres, tragadas
definitivamente por la total ausencia tanto de la realidad del doble trabajo, como de la injusta división
sexual dentro del trabajo asalariado como, por último, de la explotación patriarcal en la vida cotidiana.
Visión irreal e idílica no sólo porque las clases obreras estaban luchando con dureza y consciencia
crecientes, sino porque las mujeres también lo hacían, e incluso superaban a los hombres en valentía
y heroísmo como lo demostraron en las barricadas de la Comuna de París de 1871. Y si no se puede
descontextualizar el surgimiento y la función reaccionaria del marginalismo del miedo burgués a la luchas
obreras, tampoco se puede olvidar el papel creciente de las mujeres trabajadoras en esas luchas y en
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
otras que han sido silenciadas por la historiografía patriarco-burguesa. El tránsito del colonialismo al
imperialismo; las tensiones interimperialistas en aumento; la oleadas de luchas europeas y coloniales y
la revolución rusa de 1905; la sangrienta guerra mundial de 1914-1918; la revolución rusa de 1917 y la
oleada de revoluciones y contrarrevoluciones posterior, y la estremecedora crisis de 1929 etcétera, estos
y otros acontecimientos tuvieron lugar durante la vigencia del paradigma económico neoclásico, y fueron
las mujeres las que peor salieron paradas, las que más sufrieron y pagaron las consecuencias de la avaricia
criminal imperialista, legitimada teóricamente por los padres del actual «neoliberalismo».
La tercera fase de las relaciones entre la mujer y la economía burguesa se instaura con el giro de
las burguesías más poderosas hacia una política abiertamente intervencionista por parte del Estado. En
realidad nunca ha desaparecido el intervencionismo estatal en la economía, como veremos en su momento,
lo que ha ocurrido ha sido que éste ha abarcado más o menos campos y ha sido más o menos explícito y
público. Por ejemplo, el capitalismo japonés nunca hubiera llegado a ser lo que ha sido hasta su gran crisis
de finales de los años ochenta sin la aplastante intervención del Estado durante todos los días del año, así
durante más de un siglo. Mussolini fue un intervencionista total, como Hitler y como Roosevelt. Lo fueron
antes de que se aceptaran por el capitalismo internacional las teorías de Keynes (1883-1946). Más aún,
sin esas prácticas anteriores, Keynes habría tenido muchas más dificultades para que sus teorías fueran
aceptadas. Pero fue una vez más el miedo burgués a la lucha de clases y a la fuerza de la URSS la que forzó
al capital a aceptar el keynesianismo. La propaganda burguesa y socialdemócrata ha mitificado el supuesto
«Estado del Bienestar» cuando sólo ha sido una táctica dilatoria para frenar la crisis capitalista haciendo
que el el Estado interviniera masivamente apoyando a las grandes empresas, fortaleciendo el complejo
industrial-militar, pagando con el presupuesto público grandes obras de infraestructura para facilitar la
circulación de capitales y disminuir el paro, e interviniera en la política fiscal y en la evolución de los
tipos de interés. Secundariamente, proponía un cierto aumento del salario obrero directo e indirecto para
compensar el aumento de los impuestos y a la vez aumentar la producción de mercancías de consumo
popular.
El efecto sobre la mujer fue doble pues, de un lado, incrementó la demanda de fuerza de trabajo, o sea, la
doble jornada de trabajo, en un momento en el que el sindicalismo y la patronal seguían defendiendo el que
la mujer cobrase menos y trabajase en los peores puestos y, de otro lado, aceleró la compulsión consumista
al facilitar la compra a crédito y al ofertar mercancías que reforzaban el modelo familiar nuclear en vez de
otra forma de vida familiar. La «línea blanca» -frigorífico, horno, lavadora, etcétera- estaba pensada para
el «dulce hogar» de las polucionadas barriadas obreras con sus grandes torres de pisos aislados en medio
de la masa urbana incomunicada. La técnica puesta a disposición de la mujer para que ahorrara tiempo de
trabajo en casa estaba -y sigue estando- pensada no para emanciparla sino para facilitar el funcionamiento
de la familia patriarco-trabajadora como lugar de formación y recuperación psicosomática de la fuerza
de trabajo. El sistema educativo, sanitario, de transportes, etcétera, lo que se llama «servicios sociales»
buscaba desactivar la conciencia obrera e intensificar el doble trabajo de la mujer y la viabilidad de la
familia nuclear, con su correspondiente comportamiento sexual y afectivo, cultural, consumista, etcétera.
El keynesianismo no se planteó ayudar a la emancipación de la mujer sino ayudar a que la burguesía
explotara a la mujer bajo una apariencia de «libertad» asegurada por el aumento de gastos e ingresos, los
«servicios sociales» y la relativa seguridad en el trabajo extradoméstico.
La cuarta fase comienza precisamente cuando el keynesianismo se agota tanto por las crecientes luchas
sociales y por el aumento de la conciencia y organización de las mujeres, como por el desenvolvimiento
de las contradicciones endógenas inherentes al modo de producción capitalista. Esta dialéctica es la que
explica que desde finales de los setenta, por poner una fecha tope, el grueso de las burguesías optaran
abiertamente por resucitar el viejo marginalismo, la teoría neoclásica anterior al keynesianismo, pero ahora
denominándola «neoliberalismo». No hace falta decir que, desde mediados de los setenta e incluso antes
según la marcha de la crisis en cada Estado, las mujeres eran las primeras víctimas en y de las medidas
de la burguesía. Despedir fuerza de trabajo y aumentar el ejército industrial de reserva es una medida
común y necesaria para el capitalismo, y las mujeres son las primeras en ser despedidas o sometidas a un
empeoramiento de sus condiciones de trabajo. Los sindicatos obreros, dominados por los hombres, toleran
y hasta aplauden esos ataques de género. También toleran que los nuevos puestos de trabajo que puedan
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
encontrar sea mucho peores que los anteriores, precarizados, sin seguros, y sometidos al acoso sexual
creciente. El llamado «neoliberalismo», en este asunto, ha repetido y multiplicado la salida tradicional del
patriarcado de todos los tiempos, pero dentro del capitalismo: descargar más sobre la mujer que sobre el
hombre la ofensiva contra el trabajo.
Decimos que ha multiplicado los ataques y añadimos que lo hace con público cinismo porque un
poder básico del llamado «neoliberalismo», como es el siniestro Banco Mundial, tuvo la desfachatez de
escribir en un documento oficial -«Una mayor participación de la mujer en el desarrollo económico»lo siguiente: «Las políticas que ajuste que entrañan estabilización macroeconómica, reforma del gasto
público, reestructuración de las empresas públicas y reforma de la política comercial pueden, a corto
plazo, tener efectos adversos en la población. En algunos países y en ciertas situaciones, esos efectos
pueden recaer en forma desproporcionada en las mujeres (...) las políticas de ajuste pueden producen
efectos adversos a corto plazo, que pueden ser más pronunciados para las mujeres que para los hombres, y
las mujeres no siempre obtienen beneficios inmediatos como consecuencia de los cambios favorables de
política. Al proyectar las operaciones de ajuste, es importante reconocer la diferencia de efectos adversos
de las políticas de ajuste en el corto plazo. En la medida en que los efectos se pueden identificar, el Banco
deberá incorporar medidas de protección social en el programa de ajuste. Si los datos son insuficientes para
evaluar las diferencias en las repercusiones de las políticas de ajuste, el Banco deberá ayudar al gobierno
a generar datos desglobados por sexos» (1995, Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento/Banco
Mundial, 1818 H Street, N.W. Washington, D.C. 20433, Estados Unidos, pp. 80-81).
Beneficios masculinos de la opresión de
género
Nos hemos preguntado antes sobre qué tiene de particular la mujer para que, a partir de un determinado
momento histórico, que varía según factores que no podemos analizar aquí, el hombre en general obtiene
determinados beneficios mediante la sojuzgación de la mujer como género. Responder a esta pregunta es el
primer paso para entender lo que sigue porque la fuerza del patriarcado tal como se ejercita en la sociedad
capitalista contemporánea, radica, entes que nada y sin olvidar otros factores, en la invisibilización de la
opresión femenina, que no sólo en su negación. Negar esa opresión es la respuesta a una pregunta anterior
que puede hacerse una mujer o muchas, y también algún hombre, pero lo más conveniente para el sistema
patriarco-burgués es borrar todo rastro de opresión, crear una ficción de igualdad de derechos dentro de la
«diferencia natural» que separa a los géneros, de modo que nadie, y menos las mujeres, duden siquiera de
la situación y la vivan como lógica, normal y natural. Sólo se niega algo cuando se ha afirmado lo contrario
o se ha puesto en duda su racionalidad.
2-1. Una opresión ocultada e invisible
Ocultar la opresión en general, que no sólo la patriarcal, se logra de muchas formas, y en la economía
política burguesa, mediante la inexistencia interesada de términos teóricos, conceptos explicativos, planes
de investigación especiales, estadísticas específicas, desglose de estadísticas comunes, creación de comités
especializados de estudio de esas problemáticas, etcétera, pero lo fundamental es que ese rechazo no sólo
proviene del retraso y/o de la negativa explícita a investigar, sino también y sobre todo, de un lado, de la
propia característica del pensamiento humano que en la inmensa mayoría de los problemas va por detrás de
la evolución real de la vida, es decir, de la tendencia de lo subjetivo a ir por detrás de lo objetivo, constante
que se demuestra en los problemas de toda ciencia o pensamiento para usar el lenguaje establecido y que
resulta viejo y obsoleto para estudiar y expresar lo nuevo, los problemas novedosos que desbordan las
viejas palabras y teorías; y de otro lado, del interés consciente y subconsciente del pensamiento opresor
para no permitir que las personas oprimidas aprendan a pensar por su cuenta y este interés es especialmente
fuerte en el egoísmo patriarcal. Así se comprende que en la contabilidadeconómica apenas haya recursos
teóricos ni métodos contables adecuados para calibrar el volumen de trabajo que realmente se realiza en
una sociedad, y se prefiere recurrir a métodos indirectos y parciales para elaborar un sistema contable que
además de ser un medio de definición de la realidad según los intereses del capitalismo, excluyendo de la
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
contabilidad lo que no interesa y remarcando lo que sí interesa, también es un instrumento de legitimación
del poder patriarco-burgués.
Este segundo factor es especialmente dañino y represor en las llamadas «ciencias sociales», en donde los
interesas dominantes controlan y vigilan el funcionamiento de universidades, instituciones y entidades que
subvencionan muchos estudios, también de las editoras y de los medios de comunicación que publican
o condenan al ostracismo esas investigaciones según su contenido, etcétera, de modo que existe una
dogmática oficial con sus correspondientes guardianes del saber dirigen la producción teórica hacia
los fines deseados por las clases dominantes. La muy pequeña participación de las mujeres en estas
instituciones del saber oficial dificulta aún más las posibilidades de estudios críticos, pero no son las
únicas dificultades porque otras surgen de la misma concepción patriarcal de estas «ciencias sociales».
Por ejemplo, en la sociología burguesa, la situación de la mujer sólo empieza a ser estudiada con cierta
sistematicidad a partir de los años sesenta -anteriormente había habido estudios aislados- y como respuesta
urgente al aumento de las luchas feministas y al propio desprestigios creciente de la escuela funcionalista,
la entonces dominante en la sociología burguesa.
En la opresión patriarco-burguesa ese sistema de ocultación e invisibilización es especialmente efectivo
porque moviliza los intereses conscientes o inconscientes, directo o indirectos de la inmensa mayoría de
los hombres y, desgraciadamente, de bastantes mujeres. Cuando el Banco Mundial no tiene más remedio
que reconocer que puede haber «datos insuficientes» sobre la situación de la mujer, y que no lleguen a
«identificarse» determinados efectos negativos de las medidas de choque propuestas, reconoce que el saber
oficial no tiene en cuenta la situación de la mujer. La pretensión del Banco Mundial de «ayudar» a las
instituciones y a los gobiernos para que realicen esos estudios es tanto como meter el zorro en el gallinero.
La concluyente experiencia confirma que no son las instituciones gubernamentales las que sacan a la luz
pública la verdadera situación de las mujeres sino los colectivos concienciados, los grupos de mujeres
luchan por su emancipación. Su acción y su presión obligan a esos poderes y al propio Banco Mundial a
ir por detrás. Pero el interés del Banco Mundial por elaborar sus propias cifras también surge del interés
del capitalismo por intensificar y perfeccionar la explotación de las mujeres en todo el planeta.
Teniendo en cuenta las dificultades vistas nos atrevemos a proponer una lista de algunos beneficios que
los hombres extraemos de la explotación de las mujeres. El orden de exposición no es aleatorio porque
si bien existentes diferencias de apreciación según las sociedades y sus formas productivas, sus culturas,
sus componentes clasistas, etcétera, siendo esto cierto también lo es que por debajo de esas diferencias
existe una experiencia práctica acumulada durante generaciones de poder patriarcal que nos remite al
problema crucial del control del tiempo, del cuerpo y de la personalidad entera de la mujer por el hombre.
Es cierto que según las circunstancias ese control se manifestará de una forma u otra, pero, en líneas
generales y a largo plazo, lo que explica en última instancia ese orden es el beneficio material y simbólico
que el hombre obtiene con la explotación de la mujer, o si se quiere, el plustrabajo material que extraer
y los beneficios sexuales, afectivos, culturales, simbólicos, psicológicos, etcétera, que se derivan de ese
plustrabajo que es expropiado a la mujer y hecho propiedad del hombre. Tal plustrabajo se materializa
siempre en un excedente físico, sexual, cultural, etcétera, del que se apropia el hombre y aunque recurra
a diferentes justificaciones o incluso valore ciertas cosas más que otras según el desarrollo de las fuerzas
productivas y las consiguientes necesidades para su reproducción, aún así, la dinámica de fondo sigue
siendo esencialmente la misma.
2-2. Siete grandes beneficios masculinos
El primer componente es el de la función que cumple el trabajo doméstico en la economía capitalista,
al realizar múltiples tareas imprescindibles para la producción de la fuerza de trabajo social mediante el
nacimiento de trabajadores y trabajadoras y para su reproducción psicosomática y reciclaje tecnológico.
Este trabajo es uno de los componentes fundamentales de la producción del trabajo socialmente necesario,
pero también en la política de natalidad del Estado y, por no extendernos, en los sistemas de control,
integración y desviación de las tensiones sociales, laborales y salariales mediante su desviación y descarga
contra las mujeres que absorben esas tensiones, como veremos. Basta un ejemplo, el del trabajo doméstico
como esponja que absorbe incluso la cobardía, el miedo y la posibilidad de muchos trabajadores alienados
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
que prefieren que sus mujeres se agoten en casa supliendo con su extenuación lo que podría resolverse
con un aumento del salario dorcto o indirecto, de las prestaciones sociales y con la obtención del «salario
doméstico» y otras formas de integración del trabajo doméstico en la ley del valor-trabajo.
El segundo componente es precisamente el de explotar la fuerza de trabajo de la mujer en la casa, en la
fábrica, en cualquier trabajo, como esclava, sierva, doncella, asalariada, hermana, amiga, esposa, madre,
tía o abuela. La explotación surge desde el momento en el que el hombre, el que fuera, lograr ahorrar parte
de su propia fuerza de trabajo, evitarse sudor y cansancio propios, disponer de más tiempo libre para lo que
fuera, etcétera, que lo que conseguiría sin explotar a esa mujer, la que fuera. Es decir, cuando el hombre
aumenta de algún modo su bienestar a costa del aumento del malestar de la mujer. No importa aquí tanto
el nivel de consciencia con el que se aplican las alienaciones, engaños, trampas, amenazas, disciplinas,
coerciones y violencias necesarias para mantener y ampliar esa explotación, como el hecho de su práctica
sostenida durante siglos que ha terminado por legitimarse mediante la religión y la ley, o desaparecer de
la evidencia crítica mediante la costumbre o la normalidad.
El tercer componente es el de la explotación y opresión del cuerpo de la mujer bien como paridora
de hija e hijos bien como objeto sumiso de placer falocéntrico, bien como ambas cosas a la vez. Las
prioridades dependen de las necesidades estratégicas del sistema dominante, en nuestro caso del patriarcoburgués, según las tasas de nacimiento y recomposición de la fuerza social de trabajo, de las reservas
militares, de la edad de la mujer y de los deseos sexuales de los hombres. No hace falta insistir en el
trasfondo esencialmente económico de las políticas de natalidad, pero sí en el trasfondo también económico
de la explotación sexual falocéntrica porque, en última instancia, lo que se ventila con ella no es la
intercomunicación emancipadora entre las personas sino la recomposición psicosomática y la autoestima
del hombre como ser dominante que debe vigilar a diario por la continuidad del sistema patriarcal y su
dialéctica interna con el sistema de explotación de clase y nacional.
El cuarto componente es el de la dominación política, cultural e ideológica de la mujer alienada que actúa
como «reserva de conservadurismo» en los períodos de cierta tranquilidad en el orden capitalista pero
que se transforma en un ariete reaccionario con gran capacidad de movilización material y simbólica de
masas en los momentos críticos en los que la clase dominante necesita detener el ascenso de las luchas
emancipadoras. Una fuerza que actúa tanto en la vida personal y familiar cotidianas, vigilando a los hijos
y las hijas según las órdenes patriarco-burguesas, como en la llamada «vida pública». Tampoco hace falta
insistir en el decisivo trasfondo económico que bulle dentro de esa reserva, al margen de lo que sobre ello
piensen o sientan las mujeres alienadas afectadas. El capital concede tanta importancia a esta dominación
que le dedica una inmensa masa de recursos, instituciones, propaganda de todas clases, etcétera, para
mantener viva esa fuerza conservadora en la normalidad y reaccionaria en los momentos de crisis.
El quinto componente es el de la opresión, explotación y dominación -global, en suma- de la mujer para
fortalecerla autoestima psicológica y personal del hombre, que usa a la mujer -novia, esposa, amante,
secretaria, madre, etcétera como trofeo de exhibición pública en la competitividad de status social,
como ejemplo del patrimonio patriarcal, como escaparate de las virtudes socialmente establecidas y su
cumplimiento dentro y fuera de la casa, como muestra de la virilidad conquistadora del macho, como
instrumento de cambio u oferta material o simbólica a quien quiera relacionarse con el macho y su
propiedad patriarcal, etcétera. Estamos hablando del proceso global por el que la psicología y mentalidad
mercantil del hombre resuelve el complejo de inferioridad hacia la mujer, la utiliza para igualar o superar
la tasa media oficial de masculinidad y dominio públicamente refrendado de la mujer propia, y la emplea
como decoración o reclamo en la imagen pública de su vida comercial.
El sexto componente es el de la opresión brutal de la mujer como sumidero, desagüe y alcantarilla de
las frustraciones y fracasos personales de los hombres, que no sólo como instrumento de autoestima
psicológica. La mujer es el pozo negro que absorbe la porquería ético-moral y personal del hombre como
género. Son la violencia material y simbólica, la dependencia económica hacia el dinero del hombre y las
presiones del entorno familiar y cotidiano, las que en última instancia permiten que la mujer padezca esa
crueldad. La violencia sexista y el acoso sexual en el trabajo son partes de ese componente, pero también los
comentarios despectivos, las imágenes comerciales, los chistes y hasta la galantería caballerosa. Aunque
12
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
muchas veces existe una intercomunicación entre esta opresión brutal y la anteriormente vista, no hay que
cometer el error de fusionarlas.
El séptimo componente es el de la dominación simbólico-referencial de la mujer en cuanto arquetipo al
que ofertar todos los tesoros y premios que debe conquistar un hombre con su virilidad agresiva, violenta
y militarista. Se trata de la ideología del cazador, guerrero y conquistador que tiene en el arquetipo de la
mujer, su madre o su novia, el ideal mistificado al que rendir culto en la batalla y al que debe ofrendar
los frutos de sus victorias. En muchos casos ese ideal se transforma en la compulsión de conquistar o
seducir a otras mujeres, sobre todo a las de otros machos con poder para humillarlos y feminizarlos
simbólicamente al acceder a sus hembras. En otros, en la adoración de diosas, vírgenes y santas que
subliman los sentimientos anteriores.
2-3. Lo viejo, lo permanente y lo nuevo
Naturalmente e insistimos en esto, las interacciones entre los seis componentes, y otros que no se
han citado, dependen de múltiples factores que no podemos exponer aquí y que exigen un estudio
concreto de cada caso. Sin embargo, dado que el plustrabajo material y simbólico al que nos hemos
referido, y el excedente global, psicosomático, en el que se materializa, está en la base del proceso, por
eso, indefectiblemente, todas las sociedades patriarcales tienen códigos esencialmente idénticos sobre
el particular. Variarán las formas ideológicas de legitimación de esa esencia, y también cambiarán las
formas y contenidos de la explotación al tener que supeditarse el patriarcado a los diferentes modos
de producción. Pero, visto el problema desde la perspectiva de tiempo largo, el tiempo de duración del
patriarcado en cuanto expropiación más o menos brutal y siempre injusta del excedente generado por la
mujer, desde esta visión no hay diferencias cualitativas en aquellos aspectos que sobrevivan adaptados a
las innovaciones impuestas por los modos de producción. Hay que remarcar lo de «sobrevivir», porque
otros han desaparecido al no ser necesarios para las nuevas clases dominantes Debemos partir siempre
de la historicidad de esas características, del hecho básico de que son producto de las necesidades de
explotación y de que, por eso mismo, pueden y de hecho de que algunas son olvidadas y superadas, y otras
readecuadas más o menos profundamente.
Pongamos cuatro ejemplos básicos para explicar esta dialéctica. Uno es el de la evolución de las
instituciones familiares en la Europa occidental desde el siglo XIII, cuando comienza a recuperarse la
economía dineraria y a expandirse la mercantilización, forzando y rompiendo todos los sistemas de linaje y
de producción familiar de valores de uso, etcétera. Pues bien, la evolución de las familias campesinas más
o menos amplias, de las familias nobles, de la inicial familia burguesa del siglo XV a la burguesa del siglo
XVIII y la lenta aparición de la familia obrera desde mediados del siglo XIX, estos cambios exigen ubicar
siempre las relaciones patriarcales dentro y supeditadas a la evolución socioeconómica. Otro ejemplo es
el de los cambios en las prácticas sexuales dentro y fuera de esas diversas familias, con sus formas propias
según las clases y las culturas nacionales, pero siempre, a la larga, sometidas a una presión creciente de la
disciplina mercantilizadora como se comprueba al ver el retroceso de las libertades sexuales de las mujeres
europeas desde el siglo XIII en adelante y los sucesivos códigos disciplinadores y represivos puestos por
los poderes.
El tercero es el de la evolución de las diversas corrientes del cristianismo en cuanto cuerpo ideológico
alienador, en el sentido marxista de la religión como opio del pueblo, y en el de la muy correcta
crítica feminista como religión patriarcal y misógina, de modo que esta religión fue cambiando en sus
legitimaciones sobre las familias oficiales y en sus persecuciones a las libertades de las mujeres siempre,
dentro de una autonomía relativa obvia, en función de las necesidades del poder. Por último, viendo todo lo
anterior, estos cambios empero no han anulado comportamientos brutales de los hombres que reaparecen
en los momentos cruciales y que nos remiten a las prácticas de los mongoles para quienes, en palabras
del propio Gengis Khan: «La mayor delicia para un hombre es derrotar a sus enemigos, hacerlos correr
delante de él, ver las caras de sus seres queridos bañadas en lágrimas, montar sus caballos, apretar en
sus brazos a sus hijas y mujeres». Si comparamos muy frecuentes comportamientos sexistas brutales en
el actual capitalismo «civilizado» con estas palabras de comienzos del siglo XIII, vemos una siniestra y
terrible continuidad de fondo. Cambiando los caballos por los bienes actuales, el resto sigue inalterable,
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
y eso que los mongoles vivían en una economía precapitalista, con poco uso del dinero, mucho trueque
y bastante economía comercial, por ejemplos, caravanas de hasta 500 camellos recorriendo los miles de
kilómetros de la ruta de la seda.
Si la dialéctica entre lo viejo, lo permanente y lo nuevo se manifiesta en todas las cosas, es en el problema
de las relaciones de supeditación del patriarcado a los modos de producción en donde aparece en toda su
complejidad. La pervivencia de las palabras de Gengis Khan en nuestro presente, por no remontarnos a
época más antiguas en las que las mujeres eran tratadas bastante peor que los animales, es un ejemplo
concluyente. Pero la diferencia cualitativa del capitalismo con respecto al feudalismo y a otros modos
de producción es que el capitalismo, para existir, debe acumular y por ello debe producir más y más
mercancías, mientras que el feudalismo y otros modos de producción anteriores podían existir dentro de
un equilibrio inestable pero estático entre la producción de valores de uso para el consumo familiar y hasta
colectivo en determinadas regiones y la producción de valores de cambio, mercancías, para intercambiarlas
en el mercado del propio pueblo o en las regiones circundantes, dentro de contradicciones específicas a
cada modo de producción que no podemos analizar aquí. En el capitalismo, la producción de mercancías
obliga más temprano que tarde a la mujer a buscar trabajo fuera de casa, o al contrario, según la evolución
económica, a volver a casa al tener que abandonar el trabajo asalariado, o al tener que dedicar más
tiempo a esa casa. Se terminan rompiendo las viejas relaciones patriarco-feudales y surgen las patriarcoburguesas en un proceso cargado de tensiones, luchas, sacrificios y también algunas victorias que mejoran
las condiciones de vida y trabajo. Las relaciones patriarcales viejas y superadas no tienen más remedio
que amoldarse a esos cambios, o perecer.
Pero es la propia clase dominante la que interviene en ayuda de esa adaptación a los cambios objetivos,
en un proceso lleno de contradicciones y disputas internas, pero también alianzas mutuas contra las
mujeres. Una alianza terrible fue la de las burguesías protestantes y católicas contra las libertades de las
mujeres deteniendo, torturando y quemando a de miles de ellas en Europa bajo la acusación de brujería,
con el apoyo entusiasta del sadismo católico, luterano, calvinista, etcétera. Según los avatares de las
luchas de la mujer y siempre dentro de las contradicciones totales, se han repetido esas alianzas entre los
hombres que se enfrentaban mutuamente en otras luchas y hasta en guerras. Lo sucedido, por ejemplo,
en las revoluciones burguesas es sintomático al respecto, como también lo es, a otra escala, la profunda
identidad de las medidas que toman todas las burguesías para descargar sobre las mujeres las políticas
de aumentos de la explotación invisible mediante la expulsión del mercado de grandes ramas del trabajo
socialmente necesario, mediante la condena de las mujeres trabajadoras en la «vida pública» a volver al
trabajo doméstico; o a la inversa, según las necesidades opuestas, forzar su salida de casa para ir a la
fábrica bien por que haya guerra y se necesita multiplicar la producción y hasta los servicios logísticos,
bien porque haya demanda de trabajo asalariado. Lo mismo podemos decir de las políticas de natalidad
dictadas desde el Estado burgués y sujetas siempre a las necesidades de acumulación del capital. Según
sean las tradiciones históricas patriarcales de cada país, según sus relaciones de fuerzas internas y según las
necesidades de acumulación de capital -insistimos en esta «razón última» aunque aparentemente abstractavariarán esas políticas natalicias con efectos totales y vitales sobre, contra, las mujeres de todas las edades.
A partir de esa diferencia cualitativa de la acumulación del capital, que es una de las originalidades
creativas de Marx, la suerte de las mujeres bajo el capitalismo queda supeditada a las fuerzas irracionales
de la acumulación y a la ley del valor-trabajo que, entre otras cosas, designa a la larga el movimiento de los
capitales de una rama productiva a otra, de un a industria a otra, haciendo que unas empresas desaparezcan
y otras tengan sobreganancias transitorias, beneficios por encima de la media, afectando en primerísimo
lugar a las mujeres. Es verdad que la misma suerte la corren el resto de trabajadores asalariados, y no
solamente las mujeres con doble jornada de trabajo. Lo que afecta especialmente a las mujeres es que esos
cambios, sin son negativos para la empresa que les explota, le condenan a volver al infierno doméstico o a
tener que esforzarse sobremanera porque sus salarios se han visto reducidos o no aumentan lo suficiente,
y la cosa se complica más si se reduce también el de sus maridos, y hasta el de algunas personas si viven
en casa. Mientras que los hombres en paro tienen «vida pública», cuadrillas, amigos, etcétera, la inmensa
mayoría de las mujeres no sólo no tienen esa posibilidad sino que encima socialmente está mal visto que
la tengan. La dominación patriarco-burguesa hace que la mujer deba multiplicar su trabajo doméstico para
suplir el salario que ha perdido o para compensar su reducción si es eso lo que ha ocurrido, haciendo más
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
valores de uso para el consumo doméstico, gastando más tiempo en buscar tiendas más baratas, gastando
más tiempo en atender a los enfermos y personas mayores, etcétera, mientras que el hombre está libre de
ese sobretrabajo precisamente porque es hombre. De igual manera, debe aguantar y sufrir las frustraciones
y descargas de violencia de su marido e hijos al ser el sumidero de las tensiones creadas por el aumento
de la explotación, precarización e incertidumbre vivencial.
Ahora bien, esta especificidad histórica del capitalismo le añade una contradicción propia que no existía
en modos anteriores que disponían de regulaciones y disciplinas adecuadas a sus formas específicas de
explotación, opresión y dominación de las mujeres. En el capitalismo, la ciega necesidad de producción
generalizada de mercancías termina por forzar y romper al final la estructura básica del marco familiar
patriarco-burgués, que es el sitio en donde se produce el grueso del trabajo socialmente necesario mediante
el trabajo doméstico. Sin embargo, en determinados momentos, la burguesía y en general los hombres
necesitan controlar esa tendencia por razones que veremos, aplicando regulaciones sociales, salariales,
natalicias, productivas, educativas, sexuales, etcétera, destinadas a ampliar la productividad material
y simbólica, psicosomática, que obtiene de las mujeres, y que hemos intentado sintetizar arriba. Eso
crea contradicciones objetivas que no existían en modos de producción anteriores, y por tanto, sobre la
base de esas contradicciones, surgen las posibilidades de una conciencia, de una subjetividad feminista
cualitativamente diferente a la que podía existir en sociedades anteriores. No es casualidad, en modo
alguno, que sea con y mediante la expansión de la mercancía y de la ley del valor-trabajo cuando, a su
calor, se produce una radicalización en las luchas feministas históricamente analizadas.
Ley del valor-trabajo y opresión de la mujer
Uno de los objetivos teórico-políticos de la reacción neoclásica o marginalista era, como hemos visto
arriba, negar los avances y descubrimientos de Smith y Ricardo sobre las contradicciones internas del
capitalismo y en especial su versión burguesa, y hay que insistir en este contenido de clase, de la ley del
valor-trabajo. En realidad, ya lo habían intentado los economistas vulgares desprestigiados por Marx pero
sin mayor insistencia porque no era una cuestión entonces decisiva debido al todavía poco antagonismo
de las luchas obreras, como sí empezó a suceder a mediados del siglo XIX. El mayor ataque contra la
propia economía política burguesa en aquél tiempo, aparte del marxista, proviene de los marginalistas
y de su teoría subjetiva del valor, que no es sino una mejora de la ideología utilitarista consustancial a
la burguesía. Luego, por no extendernos, el keynesianismo rechaza también la teoría del valor-trabajo
de Marx y mantiene una esencial conexión con el subjetivismo marginalista al insistir en los factores
psicológicos que condicionan la evolución del consumo y por tanto de la economía. Por último, el llamado
«neoliberalismo» vuelve al marginalismo de sus padres teóricos. ¿Qué importancia tiene esta evolución
para el tema que tratamos? Toda.
En última instancia, desde que los pensadores griegos y chinos de las clases dominantes comenzaron allá
por el siglo V adne a preocuparse por los problemas causados por la creciente independencia del dinero y
de la mercancía con respecto a la economía de simple producción de valores de uso, desde entonces, y ha
pasado tiempo, el problema clave ha sido el de la producción, realización y precio del valor. Obviamente,
en cada época, por ejemplo con el florecimiento económico y cultural de los musulmanes desde el siglo
IX o de los europeos desde el siglo XIII, esas inquietudes se pensaban según sus contextos y limitaciones,
pero, en síntesis, el problema del valor palpitaba o aleteaba al margen de la terminología empleada. La
burguesía ascendente no tuvo miedo a enfrentarse a ese problema porque, de un lado, lo necesitaba para
comprender cómo funcionaba el capitalismo y poder así fortalecer su lucha contra la nobleza; por otro
lado, porque el capitalismo británico tenía que enfrentarse sobre todo al francés -ya había superado al
holandés- que todavía a comienzos del siglo XIX seguía influenciado por la teoría fisiócrata de Quesnay
(1696-1774) que pese a sus aportaciones novedosas seguía centrada en la esfera de la circulación y no
en la de la producción, que es la decisiva; y, por último, porque todavía en 1817, por poner esta fecha
de la publicación del texto fundamental de Ricardo antes citado, las clases trabajadoras no habían dado
el salto cualitativo que separa la petición o súplica de lo que se llama «justicia social», que nos remite a
la esfera de la circulación, a la lucha por la instauración de la dictadura proletaria, la expropiación de los
expropiadores y la superación histórica del salariado, lo que nos remite a la esfera de la producción.
15
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
Este salto se produjo en muy poco tiempo, el que va de Blanqui (1805-1881) a Marx (1818-1883), y fue
unido, en el tema que nos interesa, a la irrupción definitiva del feminismo socialista como continuación y
superación histórica del feminismo burgués sufragista. La reacción marginalista surge precisamente en ese
período y retrocede hasta el idealismo y al subjetivismo al abandonar la problemática del valor material y
objetivamente mensurable, como planteaban Smith y sobre todo Ricardo, a la problemática subjetiva de la
preferencia individual por el interés utilitarista. Ya hemos dicho que Keynes no abandona esta perspectiva
aunque la suaviza un poco al considerar el problema desde la psicología del consumidor. Pero vuelve
fortalecida de nuevo con el llamado «neoliberalismo» que culmina todo un proceso revisionista iniciado a
finales de los cincuenta por teóricos reformistas como Touraine con su tesis de la «sociedad postindustrial»,
y abre otro en el que abundan modas de todo tipo sobre «economía inmaterial», «bienes intangibles»,
«infoeconomía», «dinero que produce dinero», etcétera. La intelectualidad burguesía ha abandonado las
pretensiones de objetividad y de conocimiento científico de sus primeros teóricos y ha retrocedido a
lo subjetivo, ha abandonado la esfera decisiva de la producción y ha retrocedido a la secundaria de la
circulación. Y este retroceso tiene efectos terribles sobre la práctica y la teoría de la emancipación de las
mujeres.
3-1. ¿Qué dice la ley del valor-trabajo?
Creer que el capitalismo se regenera mediante la circulación de mercancías y dinero, es creer que la clase
dominante no explota la fuerza de trabajo y no oprime a las clases trabajadoras; es creer en la «justicia
social» y en el mito del «salario justo y digno» en vez de en la necesidad de la lucha revolucionaria, y, en
la opresión de las mujeres, es creer que su libertad se obtendrá dentro del capitalismo y sin acabar con el
sistema familiar patriarcal actualmente existente, simplemente reformándolos. Saber, por el contrario, que
lo hace en y mediante la producción de mercancías es saber que existe la explotación y que no se puede
acabar con ella dentro del capitalismo, de la propiedad privada de los medios de producción y dentro de
la vigencia de la ley del valor-trabajo.
¿Qué dice esta famosa, controvertida y denigrada ley? Pues que las mercancías tienen un valor medible
por la cantidad de trabajo abstracto socialmente necesario para su producción; que esta cantidad es la suma
de todas las previas cantidades de trabajos necesarios para su producción; que esa medición es un proceso
práctico en el mercado lo que hace que los productores busquen los negocios más rentables abandonando lo
menos rentables; que esos cambios determinan la distribución de la fuerza de trabajo total en una sociedad
sin reparar en sus efectos negativos; que en última instancia la razón de esos cambios es la necesidad
del máximo beneficio de los capitalistas; que, inevitablemente, esa necesidad ciega exige la explotación
de la fuerza de trabajo con sus efectos de opresión y dominación; que la burguesía introduce cada vez
más medidas político-económicas para intentar retrasar los efectos de esa ley o volverlos contra las masas
trabajadoras, y que, para concluir, la ley del valor-trabajo debe ser consciente superada según se avanza
hacia el socialismo, de modo que el socialismo pleno, que es la antesala del comunismo, sólo se desarrollará
en la medida en que se haya extinguido simultáneamente la ley del valor-trabajo.
Para la emancipación de la mujer saber que la esfera de la circulación es secundaria con respecto a la de
producción, y saber que la producción capitalista nos remite fundamentalmente a la ley del valor-trabajo,
saber esto supone organizarse no sólo para superar el capitalismo sino también para superar la familia
patriarcal actual y de todo el universo relacional, afectivo, sexual, etcétera, que genera objetivamente.
Como veremos en su momento, la familia patriarcal actual se sustenta en la invisibilización del trabajo
doméstico realizado por la mujer, que es el grueso del trabajo socialmente necesario. Sacar este trabajo
a la luz es romper el pilar básico del sistema patriarco-burgués porque deja al descubierto el proceso que
estructura la opresión, la explotación y la dominación alrededor del plustrabajo material y simbólico que
realiza la mujer. Decimos pilar básico porque existen otros pilares que incluso aun siendo muy importantes
en y para las múltiples formas en las que se manifiestan esas prácticas, aun siendo así, en última instancia
se centralizan en el mantenimiento y/o ampliación del plustrabajo material y simbólico, psicosomático,
de la mujer.
Precisamente es esta centralización la que explica el doble efecto que para la emancipación de las
mujeres tiene la ley del valor-trabajo. De un lado, en la medida en que esa ley sólo rige para los trabajos
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
productores de mercancías, como veremos, por ello mismo hace que «no existan» otras formas de trabajo,
especialmente el trabajo socialmente necesario, el que es imprescindible para que la humanidad disponga
del grueso de sus productos de subsistencia; esta invisibilización fortalece la opresión de las mujeres al
«demostrar » lo contrario, que no son oprimidas porque realizan un trabajo «libre», porque el trabajo
doméstico es libremente aceptado por la mujer ya que responde a su «esencia». De otro lado, sin embargo,
lograr que la ley del valor-trabajo refleje la existencia del trabajo doméstico, es decir, demostrar no sólo
su existencia objetiva sino que además puede ser cuantificado porque produce cosas, semejante logro
supone un golpe muy duro a la opresión de la mujer. No es casualidad, en este sentido, que el grueso de
la economía burguesa se ha negado a hacer el mínimo esfuerzo en ese sentido, y cuando lo ha hecho ha
sido para desviar la naturaleza del problema.
También es muy significativo que solamente desde la aportación marxista del valor-trabajo se puede
empezar a solucionar esa problema crucial. Es cierto que Marx no habla del trabajo doméstico, pero sí
es verdad que insiste en la naturaleza familiar del proceso de reproducción de la fuerza de trabajo social
y dentro de este, del papel decisivo de los gastos familiares totales para designar el valor de la fuerza
de trabajo, y desde ahí más los problemas de la conversión de los valores en precios y de la influencia
determinante de la lucha de clases en todo ello, relacionar el papel de la institución familiar con el
capitalismo. Igualmente es cierto que en su obra, y en la de Engels, abundan las críticas directas y explícitas
a la institución familiar.
La ley del valor-trabajo registra las mercancías producidas por la fuerza de trabajo humana, pero son
las condiciones sociales concretas las que designan qué son las mercancías, cuando empiezan a serlo y
cuando dejan de serlo. Tenemos tres ejemplos al respecto. Uno es el del trabajo doméstico, sobre el que
nos extenderemos luego. El segundo es el de la creciente «economía criminal», es decir, de los negocios
ilegales que se realizan con las drogas no legalizadas, o con las legalizadas pero en un tráfico y venta
ilegal, con el comercio ilegal de armas, con la explotación y opresión sexual de las mujeres, niños y niñas
y personas esclavas sexuales en la prostitución, con el tráfico y venta de fuerza de trabajo inmigrante e
ilegal, con la expoliación y destrucción ilegal de la naturaleza y un largo etcétera; luego, mediante las redes
de blanqueo de dinero y de entrada de ese dinero blanqueado fundamentalmente en la burbuja financiera,
en el mundo de la especulación financiera y en mucha menor medida en la esfera de la producción de
bienes de producción.
Esas impresionantes masas de dinero, de capital especulativo e improductivo, apenas es contabilizado por
la ley del valor-trabajo en un primer momento sino que sólo después de una serie de procesos que no
podemos analizar aquí. Los efectos negativos que ello produce en la marcha del capitalismo son enormes,
aunque lo insoportables costos definitivos los padecen las masas trabajadoras del planeta. Según sean los
intereses específicos de las diversas fracciones de la burguesía, y de sus intereses en la jerarquía mundial
capitalista, son más o menos ásperas las tensiones negociadoras para legalizar e integrar en la contabilidad
económica partes de esa economía criminal, legalizándola de un modo u otro, y a la inversa, extraer de
la contabilidad partes legalizadas para ilegalizarlas y ampliar la economía criminal si así se produce un
aumento fulminante de las grandes ganancias. No hace falta decir que son las mujeres las que pagan los
platos rotos de esta dinámica.
El tercer ejemplo es el de la economía sumergida, es decir, de la que se mueve fuera de los sistemas de
contabilidad oficial que una prácticas que van desde lo ilegal, cuando explotan a trabajadores y trabajadoras
inmigrantes sin papeles o falsifican otras marcas, o emplean productos prohibidos, etcétera, hasta lo
alegal en el sentido de que se aprovechan de los espacios vacíos y en gris de la legislación vigente para,
moviéndose en sus límites, obtener sobreganancias que de otra forma serían imposibles. Entre lo ilegal
y lo alegal, en sus espacios flexibles, existen miles de negocios, empresas, comercios, tiendas, talleres,
almacenes, redes de distribución, etcétera, muchas de las cuales son de pequeña cuantía pero otras grandes
y hasta internacionalmente relacionadas. En estas condiciones, las mujeres y las personas jóvenes son
quienes más indefensión tienen, y de entra ellas destacan las personas inmigrantes, la fuerza de trabajo
asalariada que muchas veces malviven en una esclavización moderna. No hace falta decir que estas
realidades nos remiten a las estrechas conexiones entre la economía sumergida y la economía criminal
pues, por ejemplo, mucha de la primera se sostiene gracias a los servicios que les presta la segunda y
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
viceversa pues la ecomía criminal necesita y se beneficia de muchas pequeñas empresas sumergidas, y de
otras muchas emergidas y legales. La ley del valor-trabajo no puede controlar directamente la economía
sumergida porque debe esperar a que sus mercancías oy/o sus beneficios en forma de dinero entren tarde
o temprano en los sistemas de contabilidad vía mercado y contabilidad públicas.
Las interrelaciones entre trabajo doméstico, economía criminal y sumergida no sólo afectan con saña a
las mujeres sino que, además, forman un universo de posibilidades de maniobra en el que la burguesía
encuentra instrumentos muy efectivos para intentar retrasar los efectos a la larga de la ley del valortrabajo. Pero aquí nos interesas aquellos que se logran mediante la opresión de las mujeres y a la vez
redundan en un reforzamiento de esta. Ya nos hemos referido a las prácticas burguesas por aumentar
o disminuir la explotación asalariada de la mujer; por aumentar o disminuir los servicios sociales de
sanidad, educación, transporte, asistencia a la vejez, ayudas especiales, discriminaciones positivas, etc;
por aumentar o controlar los niveles de consumo para fortalecer el beneficio capitalista o para intentar
contener las crisis; por aumentar o controlar las tasas de natalidad según las perspectivas globales de la
acumulación capitalista, etcétera. En última instancia, estas y otras alternativas nos remiten a la ley del
valor-trabajo y a sus efectos directos o indirectos.
3-2. Ley del valor-trabajo y opresión invisible
La inmensa mayoría de los hombres, al margen de su edad, piensan que lo que hacen las mujeres en sus
casas no es trabajo, o que si es trabajo, es un trabajo que no tiene importancia, que aunque canse y agote
nunca es tan nefasto como el trabajo asalariado que ellos hacen fuera de casa. Creen incluso que las mujeres
que sufren la doble jornada de trabajo, fuera y dentro de casa, no están doblemente explotadas porque en
casa no padecen explotación alguna ya que lo que hacen les realiza como mujeres. A lo sumo ellos les
ayudan en algunas cositas por eso de la igualdad de los derechos humanos.
Visto el problema desde la economía política oficial, burguesa, tienen «razón» porque el trabajo doméstico
no existe para esta economía, incluso para algunas versiones especialmente simplonas y desvirtuadas de
la crítica marxista a la economía política burguesa. Esta gente no quiere reconocer que su vida personal
cambiaría a peor drásticamente sin ese «trabajo que no existe» y que tendrían que dedicar mucho más
tiempo y energías personales a realizar ellos mismo esos trabajos inexistentes, o, también, que tendrían
que enfrentarse mucho más ásperamente a la patronal para lograr un aumento de los salarios suficiente
para pagar a una persona que realice esos mismos trabajos pero cobrando un sueldo, el añadido al salario
«normal». Pero también ocurre que esa gente si intuye y hasta sabe lo que obtiene de ganancia en su
comodidad física y en su autoestima machista con esa opresión que hemos intentado resumir torpemente
arriba en esos siete grandes bebeficios. Por estas razones el sistema patriarco-burgués está objetiva y
subjetivamente interesado en que la opresión de la mujer siga siendo invisible, que «no exista» en suma.
Invisibiliza esa opresión excluyendo el trabajo doméstico y el trabajo socialmente necesario de la vigencia
objetiva de la ley del valor-trabajo mediante muchos trucos -desde la misma contabilidad hasta las
economías criminal y sumergida, pasando por las leyes e imposiciones que cambian el estatus legal del
trabajo asalariado y/o no asalariado de la mujer, etcétera, de modo que no hay manera de demostrar su
existencia. Pero también puede lograrlo negando explícitamente la existencia de la ley del valor-trabajo de
manera que se evita cualquier discusión molesta e inoportuna. Se corta de cuajo y basta. El hecho es que
la inmensa masa de la población desconoce que, primero, el trabajo doméstico, que es trabajo socialmente
necesario, sin embargo no es un trabajo productor de valores de cambio, es decir, que se venda en el
mercado aumentando el salario familiar porque así lo impide el sistema patriarco-burgués que se niega
en redondo.
Segundo, ya que es un trabajo necesario pero que no crea valor por esa decisión, la mujer que lo realiza
malvive en una contradicción personal diaria entre la posibilidad creativa inherente a todo trabajo necesario
y el hecho de que no se plasma en algo provechoso, lo que genera un vacío existencial, un verdadero
fracaso vital que amarga la vida de quien lo padece en silencio. Tercero, ese «trabajo que no existe» por
decisión del sistema patriarco-burgués impide que las mujeres se organicen por su cuenta como lo hace
la clase trabajadora, porque la misma naturaleza impuesta del trabajo doméstico es incompatible con la
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
creencia, insostenible por otra parte, de que la mujer es una clase social específica del supuesto modo de
producción doméstico y, cuarto, para colmo, ese fracaso existencial sentido diariamente por millones de
mujeres beneficia al capitalismo por varias vías que veremos en su momento, entre ellas el aumento de la
masa de plusvalía. Son tan importantes estas cuatro cuestiones que nos exigen un análisis más detallado.
En primer lugar, la ley del valor-trabajo sólo actúa para aquellos valores de uso que se venden en el
mercado y que por tanto son también valores de cambio, es decir, son mercancías. Sin embargo, el trabajo
doméstico no produce mercancías sino productos para el consumo privado, familiar, o en algunos casos
para regalar o a lo sumo para economía de trueque y reciprocidad. Si alguna familia se dedica a hacer
productos para el mercado porque la penuria económica se lo exige, no es trabajo doméstico y menos de
sólo una mujer, sino trabajo artesanal independiente o trabajo artesanal coordinado si está dentro de una
cadena de compra-venta sea cooperativa o no, o simplemente trabajo asalariado a domicilio si cobra de
una industria exterior. Es cierto que en situaciones de crisis aguda algunas familias intentan vender en
los mercados locales productos realizados en su casa, pero entonces han dado un paso cualitativo porque
inmediatamente, bajo la economía capitalista, deben aceptar sucompetencia, precios, productividad media
y reglamentaciones existentes, lo que suprime la vida familiar, barriendo su independencia y supeditando
su tiempo y fuerza de trabajo a los dictámenes del mercado y de la ley del valor-trabajo.
Pero la inmensa mayoría de las mujeres sólo trabajan para el uso doméstico, para cocinar, limpiar, coser,
arreglar, aguantar al marido, atender psicológica y afectivamente a la familia, cuidar de los enfermos,
etcétera, y no para vender fuera de casa. Es más, esta posibilidad se va haciendo más remota en la medida en
que el capitalismo industrializa áreas enteras del antiguo trabajo doméstico, desde alimentos precocinados
hasta ropa barata, de modo que trabajar para el mercado artesanal es cada vez más difícil. Estas y otras
transformaciones económicas hacen que el trabajo doméstico vaya desplazándose hacia los componentes
simbólicos, psicológicos, afectivos, pero sin perder nunca del todo los componentes materiales y palpables.
Ahora bien, si existiera una decisión social destinada a visibilizar el trabajo doméstico dándolo un valor,
estas dificultades cambiarían rápidamente, como veremos luego.
En segundo lugar, el trabajo doméstico es un trabajo concreto que hace cosas concretas -limpiar un retretepero que no puede dar el salto a un reconocimiento público porque no se quiere medir su costo medio,
aunque se le puede perfectamente comparar con el salario que cobra una persona que limpia otro retrete en
un colegio u hospital. Desgraciadamente para la mujer, la ley del valor-trabajo sólo reconoce como «trabajo
que existe» el que se somete a la ley del mercado, y esa exigencia obliga a ese trabajo concreto a tener
una identidad pública, una relación objetiva con los demás trabajos del mismo orden. Estamos hablando
del «trabajo abstracto», es decir, en cuanto abstracto, del trabajo que puede ser medido y comparado con
los demás del mismo estilo. Eso lo determina el mercado capitalista. Cuando una mujer obrera limpia la
letrina de una casa burguesa, hospital o colegio, cobra según el costo social medio del trabajo asalariado
en esos lugares, pero cuando esa mujer vuelve cansada a su casa y limpia su retrete, entonces ese esfuerzo
no es reconocido por la economía capitalista porque su mercado no quiere medir ese cansancio. Es por
tanto «trabajo invisible» que no lo ven ni sus hijos ni su marido, que se ríen de ella diciendo que apenas
hace nada en casa. La invisibilidad del propio trabajo agota psicosomáticamente a la mujer, genera el
vacío existencial, la certidumbre del fracaso vital, cosa que se confirma con la vejez y la viudedad, cuando
la mujer se queda sola o abandonada en la pobreza, muy frecuentemente sin el apoyo de los hijos. La
alienación en todas sus formas de existencia es la que interviene para rellenar falsamente ese vacío y para
aparentar plenitud y felicidad vital.
El mito del «instinto maternal», creado por la burguesía ascendente para fortalecer su familia patriarcoburguesa, legitima esa y otras miserias. La burguesía, en una muestra más de cinismo, utiliza esas tragedias
para ampliar sus beneficios con programas-basura en televisiones, radios, revistas «del corazón», etcétera,
para obtener dinero, fortalecer la alienación y hacer aguantable la soledad de la mujer. Pero no solamente
para esto, con ser básico para el poder. También busca mantener preparada a la mujer para que mejore su
capacidad de «transferir» tranquilidad, suavidad, descanso emocional, serenidad y sosiego, es decir, para
producir el suficiente «amor maternal» imprescindible para compensar el creciente desgaste emocional y
psicológico introducido por las nuevas disciplinas laborales, por la intensificación del desgaste intelectual
y de las nuevas disciplinas de trabajo en grupo. Lo mismo sucede con los actuales sistemas educativos
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
que al someter al niño o a la niña a mayores presiones competitivas los agotan y tensan emocionalmente,
lo que de inmediato repercute en la carga emocional del trabajo doméstico. Aunque más adelante nos
extenderemos sobre este particular al analizar la reproducción de la fuerza de trabajo social, ahora hay que
decir que la ley del valor-trabajo actualmente no está capacitada para cuantificar este «trabajo psicológico»
de la madre, pieza clave en la opresión y dominación patriarco-burguesa y con resultados directos en la
productividad del trabajo mediante la creación de una estructura psíquica obrera adaptada a la explotación
psicológica intensiva del capitalismo actual.
En tercer lugar, el trabajo doméstico aísla e incomunica a las mujeres, y aunque muchas de ellas tengan
un trabajo asalariado, su vida entera está dominada por la dictadura del tiempo doméstico, de la familia.
Dado que la ley del valor-trabajo impide que las mujeres se relacionen estructuralmente en el mercado,
les condena a coincidir momentáneamente en las compras, tiendas, peluquería, sacando a los y las hijas
o padres, y siempre bajo la dictadura del tiempo doméstico. Relacionarse estructuralmente es crear lazos
colectivos e individuales, prácticas de conciencia crítica frente a la injusticia. Dado que esa ley determina
los grandes ciclos de aumento o retroceso del paro, dependiendo que otros factores que no podemos
exponer, agrava la debilidad e incertidumbre de las mujeres al carecer estas, como hemos visto, de bases
estructurales y objetivas en el proceso productivo y en el mercado, lo que debilita aún más sus ya débiles
posibilidades de autoorganización como género. Los debates en los años setenta sobre si la mujer era
una clase social del llamado modo de producción doméstico; los posteriores debates sobre cual es la base
objetiva de la centralidad de género, o los actuales sobre los problemas de ciudadanía de la mujer, sin
extendernos, tienen en común el olvido de la ley del valor-trabajo. Así se han construido castillos de arena
teórica que se han pulverizado cuando el capitalismo cambiaba su dinámica, demostrando su ineficacia
para luchar sistemáticamente contra el sistema patriarco-burgués.
En cuarto lugar, el mantenimiento del trabajo doméstico no responde sólo a los intereses particulares de los
hombres sino también a los del capitalismo en cuanto tal porque el trabajo de las mujeres en casa supone un
considerable ahorro en el capital variable y un aumento consiguiente de la masa de plusvalía. Tengamos en
cuenta que el valor de la fuerza de trabajo del marido viene determinado, a grandes rasgos, por el conjunto
de gastos que éste debe hacer para mantener esa capacidad, y, si está casado, esos gastos son los de su
familia. Cuando la mujer trabaja en casa, hace cosas imprescindibles para que el marido trabaje fuera con
lo que reduce el valor del trabajo del marido porque éste no puede cobrar al patrón lo que no existe, ya
que el trabajo doméstico es un «trabajo que no existe», como hemos visto. Cuando el trabajador no tiene
familia debe pagar él todas esas cosas, si no vive con sus padres y entonces se las hace gratis su madre o
sus hermanas. Cuando ese trabajador debe desplazarse fuera, debe pagar la pensión, etcétera, en el sueldo
se le especifican esos extras, pero muy medidos para que no pierda el patrón. Todos los Estados burgueses
tienen instituciones para medir el valor de la «cesta de la compra» por lo bajo y siempre presionan para
que los salarios no suban. Las luchas obreras pueden forzar ese límite pero el equilibrio es muy inestable
y precario.
Para la burguesía mantener los salarios por debajo de su valor real es aumentar su masa de plusvalía pues el
capital variable, que es de donde se pagan los salarios, ha ahorrado el dinero que no ha pagado al trabajador.
Y una forma muy efectiva de mantener bajo el valor real del salario es mantener el trabajo doméstico,
es decir, hacer que no sea controlado por la ley del valor-trabajo, lo que redunda en el mantenimiento de
la familia patriarco-burguesa. Incluso aunque un salario pequeño del marido obliga a la mujer a buscar
trabajo fuera de casa, aumentando los recursos totales, incluso así debe mantener el trabajo doméstico.
Prácticamente ninguna familia obrera puede contratar una trabajadora doméstica a pesar de tener dos
sueldos o incluso tres, el de algún o alguna hija e incluso la «ayuda» de la jubilación del padre, y son pocas
las familias pequeño burguesas que pueden hacerlo.
Vemos así cómo la ley del valor-trabajo tal como ahora la manipula el capitalismo condiciona totalmente
la vida de las mujeres. Ser conscientes de esta realidad es ser conscientes, a la vez, de que el futuro de
la emancipación de las mujeres se juega en la misma lucha contra el futuro del capitalismo y de sus
relaciones de opresión patriarco-burguesa. Hay que decir claramente que esta visión teórica es más realista
y lúcida que la que reduce las causas de esa opresión a factores culturales, políticos, biológicos, etcétera.
No negamos la existencia de estos y otros factores, y la historia del feminismo muestra una larga lista de
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
valiosas investigaciones en ese sentido, pero el problema radica en que si están descentradas de la lógica
capitalista y son vistas como causas únicas y exclusivas, en ese aislacionismo metodológico, se desconoce
que la sociedad actual tiene una coherencia material impuesta por la dialéctica entre las fuerzas productivas
y las relaciones sociales de producción, dialéctica que, en la opresión de la mujer, explica cómo y porqué
el capitalismo supo depurar y adaptar a sus intereses el sistema patriarco-feudal, y de crear sus propios
mecanismo de opresión de las mujeres, diferentes a los anteriores. Desconociendo esta totalidad social,
la emancipación de las mujeres deriva hacia luchas parciales, aisladas, algunas de las cuales pueden ser
integradas y desinfladas con relativa facilidad si así le conviene a la clase dominante en ese momento.
3-3. Ley del valor-trabajo y opresión visible
Uno de los pasos urgentes para la emancipación de la mujer, y con ella de toda la humanidad, es la de
romper el modelo patriarco-burgués de trabajo doméstico y el desarrollo de otra forma de socialización
y de vida familiar no patriarcal en la que el trabajo de producción y reproducción de fuerza de trabajo
social no sea en modo alguno parecido al actual sino un trabajo socializado al máximo mediante las
tecnologías blandas y descentralizadas, en otro contexto urbanístico y arquitectónico y, sobre todo, en
otras relaciones económicas en las que haya desaparecido la mercancía y no rija la ley del valor-trabajo,
y en otras relaciones de género en las que la mujer no sea un objeto de explotación por el marido. Para
avanzar en esta dirección hay que agudizar al máximo todas las contradicciones estructurales del sistema
patriarco-burgués sacándolas a la luz y a la superficie para que las mujeres puedan tomar consciencia de
la opresión objetiva que padecen. En la medida en que el trabajo doméstico siga siendo un «trabajo que
no existe», en esta medida tampoco existe la opresión.
Sin embargo, son las contradicciones sociales objetivas las que delatan su existencia, del mismo modo
que son los terribles efectos de la economía criminal los que la delatan, y los costos improductivos de la
economía sumergida los que fuerzan al Estado a destaparla o al menos a controlarla de algún modo. Y
aunque el trabajo doméstico tenga una naturaleza propia por el componente patriarcal, con las ventajas
que hemos visto que eso ofrece al capitalismo, no es menos cierto que la lucha sostenida de las mujeres
está logrando desvelar su contenido opresor y mostrar su existencia objetiva. Se trata, por tanto, como
venimos diciendo, de sacar a la superficie el hecho de que la explotación de la mujer es una realidad
cuantificable como primer paso para acabar con la tiranía del silencio. En cierta forma, y salvando las
distancias entre uno y otro ejemplo, la emancipación de las mujeres se encuentra en una tesitura similar a
la que se encontraron los movimientos obreros cuando tuvieron que exigir, aceptar o rechazar los planes
burgueses de incipiente seguridad social.
Actualmente se discute por suerte cada vez menos sobre si el movimiento feminista debe reivindicar el
llamado «salario doméstico» o cualquier otra forma de hacer visible el trabajo doméstico. Desde posturas
de supuesta «izquierda» se sostiene que no, que eso sería caer en las trampas integradoras del sistema
patriarco-burgués e incluso del conservadurismo «femenino» que reivindica lo mismo. Se nos dice que
esas y otras «conquistas» son «cadenas de oro» que atarán a la mujer al trabajo doméstico reforzando asi la
posición del marido. Pensamos que esta postura no sólo desconoce la lógica de funcionamiento del sistema
que pretende combatir sino que además ignora otras experiencias que pueden servir de ejemplo, como los
las del clásico debate sobre cómo relacionar las reivindicaciones tácticas inmediatas, las reformas a costo
plazo, con las reivindicaciones estratégicas que deben ir vitalmente expuestas y ejemplarizadas en esas
conquistas tácticas en el presente. Este debate se sostuvo con creciente fuerza desde las primeras luchas
obreras con conciencia política, que no sólo economicistas, y hasta ahora la experiencia histórica en este
sentido muestra que las conquistas tácticas arrancadas desde posiciones de fuerza y convencimiento de
seguir con la lucha aceleran el proceso general emancipador.
No tenemos espacio para analizar cómo las grandes oleadas de ascenso de las luchas obreras y populares
fueron masacradas no tanto mediante la integración del movimiento con las reformas usadas como soborno
desmoralizador que también ha sido así aunque ni tanto como se afirma desde la tesis que reduce las razones
de la lucha de clases a la simple mejora salarial, sino sobre todo mediante una combinación de traiciones
de los partidos políticos y de los sindicatos, especialmente de los socialdemócratas, unidas a prácticas
represivas más o menos selectivas contra las izquierda revolucionarias o, en los casos extremos, sólo
21
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
mediante las contrarrevoluciones y golpes de Estado burgueses más criminales y sangrientos. Tendríamos
que hacer una especial referencia al papel jugado por la URSS stalinizada y sus representantes en los
Estados burgueses -los PCs oficiales- para comprender otro de los factores responsables del fracaso de
algunas de esas oleadas, y es el de los intereses de la burocracia exsoviética triunfante desde finales de los
años veinte para negociar la «paz social» con el capitalismo.
La dialéctica entre reforma y revolución no sólo ha sido y es objeto de debate permanente entre las
izquierdas, sino que es una de las inquietudes más enervantes de todas las burguesías, precisamente porque
conocen su fuerza expansiva. Ya a finales del siglo XIX algunas burguesías empezaron a conceder cierta
seguridad de empleo, de bajas por accidente, de prestaciones por enfermedad, de jubilaciones y hasta
pensiones de viudedad, de ayudas a la educación básica y a la sanidad, y sobre todo, en lo que nos interesa,
de ayudas a la familia patriarco-obrera para la compra de casas salobres y de comida de mejor calidad.
Determinadas burguesías idearon seguros públicos o privados y empresariales, con más o menos garantías
éstos del Estado, para desactivar el malestar obrero, mejorar la capacidad psicosomática y técnica de la
fuerza de trabajo, etcétera. Y todavía Keynes era un joven que no llegaba a los veinte años de edad. Pero
estas conquistas, y también propuestas de reformas que algunos capitalistas, ministros, reformadores y
sociólogos empezaron a plantear antes de Marx, y que incluso, salvando las distancias, podemos rastrear
en sociedades precapitalistas como la grecorromana y otras muchas con sus medidas de amortiguación y
control del malestar popular, fueron luego recortadas más o menos, congeladas y hasta suprimidas durante
un tiempo según los vaivenes de la lucha de clases y de la ferocidad burguesa. Incluso ahora, como veremos
en el capítulo siguiente, una de las características del llamado «neoliberalismo» es la de recortar u hasta
destruir totalmente estas «ayudas» siguiendo las directrices del marginalismo anterior.
Las lecciones que se pueden extraer de éstas y otras experiencias consisten en que las clases dominantes
toleran esas conquistas en la medida en que tienen miedo a las reacciones en su contra que surgirían si
pretendiese suprimirlas, pero si puede lo hace gradual y sigilosamente, intentando dividir a las clases
oprimidas. En el caso de los derechos de la mujer, las experiencias en todos los países en los que estas
han logrado determinadas conquistas es que, por lo general, su continuidad es más problemática porque
los hombres apenas salen en su defensa si esas conquistas son atacadas por el Estado o incluso apoyan
esas restricciones. De forma parecida a como los hombres de la nación opresora apoyan la opresión de
su burguesía contra otro pueblo, o de forma parecida a como los hombres apoyan la opresión racista de
las personas trabajadoras inmigrantes, de las «sin papeles», por los beneficios directos o indirectos que
extraen, en el caso de las mujeres las razones para el colaboracionismo de género son aún más poderosas y
hasta irracionales. Y de la misma manera en que es fundamental para las personas inmigrantes disponer de
papeles que al legalizarles les protejan un poco más, y de la misma forma en que para los pueblos oprimidos
es vital ser reconocidos como pueblos que existen en cuanto tales y no como partes de un Estado opresor,
en el caso de las mujeres la urgencia por aparecer en la escena pública, en la calle y en el mercado, es decir
por ver reconocida su realidad como parte decisiva en la producción del trabajo socialmente necesario y
del trabajo doméstico, esta urgencia es vital.
En realidad, se trata de la misma lógica que llevó a los campesinos, aprendices de artesanos y artesanos
a sueldo, a proletarios urbanos, a trabajadores en talleres y luego fabriles, etcétera, a luchas a muerte
para que la burguesía reconociera que su trabajo era una realidad y que por tanto no sólo «merecían»
un salario oficial sino también una serie de prestaciones públicas que les garantizasen sus condiciones
de vida. Esas prestaciones no solamente cuestionan la legitimidad de la propiedad privada de los medios
de producción al plantear directamente el problema del control social del excedente colectivo, sino que
también debilitan la masa total de plusvalía. Por ambas razones básicas, a demás de otras particulares,
las clases dominantes siempre se han resistido a concederlas, y cuando lo han hecho ha sido porque o
bien comprendían que la sobreexplotación agitaba la fuerza de trabajo y convenía dosificarla, o bien
querían desactivar el malestar popular cambiando algo adjetivo para que no cambiase nada sustantivo.
Sin embargo, porque esas concesiones cuestionaban a la larga el poder y la plusvalía, por eso mismo el
capital intentaba reducirlas o suprimirlas siempre que podía. Otro ejemplo es la reivindicación de la «renta
básica universal», que en las condiciones actuales del capitalismo plantean en términos «modernos» las dos
permanentes cuestiones citadas arribas, la legitimidad de la propiedad privada de los medios de producción
y la masa total de plusvalía, o en términos más precisos y definitivos, la tasa media de ganancia.
22
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
Sacar a la luz el trabajo familiar mediante la conquista de un «salario doméstico» es avanzar en esta lógica
de superación de las maniobras clásicas de la burguesía para ocultar el funcionamiento real de todas las
opresiones. Ahora bien, por ser opresión de la mujer y que por ello se basa en una coherencia de género
por parte de la inmensa mayoría de los hombres, esta reivindicación tiene encima un contenido más radical
que las anteriores. Pero su efectividad depende de que esa conquista vaya inmersa en una permanente
concienciación feminista organizada para advertir que servirá de muy poco si no va acompañada de
un proceso de emancipación personal integral, que facilite la independización económica, psicológica y
política de la mujer. Se trata del riesgo de que la mujer aun habiéndose concienciado de su situación no se
atreva empero a dar el salto a la libertad porque no ha buscado o no ha encontrado un trabajo exterior que
se lo permita, y porque ese «salario doméstico» se lo ha gastado o se lo ha entregado al marido, estando
al final sin recursos propios. Se trata del riesgo de que ese «salario» ahogue por su comodidad las dudas y
las preguntas sobre su situación, apaciguando tensiones y dando la sensación de una felicidad falsa. Pero
situaciones así también la ha padecido y padece el movimiento obrero masculino, que muy frecuentemente
se desmoviliza y acepta cualquier migaja salarial con tal de no enfrentarse al poder establecido.
Éstos y otros peligros son ciertos y corresponden a la compleja dinámica, siempre refluyente, del salto
de la conciencia de sí a la conciencia para sí en cualquier persona oprimida. En el caso de la mujer
las dificultades son mayores y por eso mayor la necesidad de una organización específica que esté
permanentemente luchando contra esos riesgos. Aquí también valen las lecciones extraídas de otras luchas
y de las experiencias adquiridas en el decisivo asunto de la forma de organizar la conciencia subjetiva
para acelerar la transformación material de las contradicciones objetivas. Teniendo esto en cuenta, y
reafirmando la importancia clave de la organización militante feminista como contrapunto a los riesgos
inevitables, se pueden citar como mínimo cuatro argumentos sobre la necesidad positiva del «salario
doméstico» y de todas las conquistas que visibilicen el trabajo de la mujer en el domicilio y lo sometan
a la ley del valor-trabajo.
En primer lugar, sacar a la luz el trabajo doméstico mediante un «salario» es introducir toda la política
patriarco-burguesa en el campo de influencia de la ley del valor-trabajo, algo que muy tempranamente
termina dificultando las varias tácticas que tiene el capital para descargar sobre las mujeres sus estrategias
para recuperar los beneficios. Dado que la ley del valor-trabajo obliga a toda la mercancía a supeditarse
a la dictadura de la competencia, del mercado, de las oscilaciones de las tasas concretas de plusvalía,
etcétera, en esa medida inevitable, si se convierte el trabajo doméstico en una mercancía, cosa que es fácil
de hacer en el grado actual de técnica contable, se reducen mucho las posibilidades de maniobra del capital
para desplazar sus crisis contra las mujeres. Lo esencial de esas maniobras consiste en que las mujeres
carguen con un sobretrabajo sin un correspondiente sobresueldo o, a la inversa, asuman un empeoramiento
de sus condiciones de vida sin compensación alguna, por simple «instinto maternal». Dado que al no
existir oficialmente el trabajo doméstico, se puede entonces cargar y recargar lo que no existe y sin pagar
absolutamente nada. Es decir, el capital puede aumentar su masa de plusvalía aumentando el sufrimiento
de las mujeres. Pero si ese sufrimiento tiene un precio reconocido socialmente, entonces el capital debe
pagar ese aumento o debe buscarse otra solución.
En segundo lugar, el capital ya no puede utilizar a las mujeres como la reserva de la reserva, indefensa
y pasiva porque al disponer de una «salario doméstico» garantizado, puede ya rechazar los trabajos más
explotadores, presionando al alza desde la garantía que le ofrece el «salario doméstico». Se trata de una
garantía muy similar a la que tenían muchos trabajadores en paro, que podían cobrar subsidios suficientes
como para condicionar la vuelta al trabajo asalariado sin tener que claudicar al egoísmo innato del capital.
El odio burgués al «garantismo» de estas prestaciones viene precisamente de ahí, de que aumentar o al
menos mantiene la fuerza de presión de la clase trabajadora, limitando la indefensión de los parados y
forzando a los empresarios a ofertar salarios menos expoliadores. Por eso siempre, que no sólo con el
«neoliberalismo», la burguesía ha atacado al «garantismo» cuando ha podido. En el caso de la mujer, las
ventajas son incluso mayores ya que su opresión es cualitativamente superior a la de los hombres.
En tercer lugar, en el interior del trabajo doméstico, la mujer dispone ya de un recurso material y moral
de defensa y reconocimiento. Esto es muy importante porque rompe todo argumento machista sobre la
no productividad del trabajo doméstico y aumenta la autoestima de la mujer, ayudándole a llenar su vida.
23
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
Quienes sostienen que eso no se producirá sino que se fortalecerán las cadenas patriarcales olvidan no sólo
el efecto positivo y sinérgico de esa autoestima, sino además el aumento de la independencia económica de
la mujer para realizar su vida. Esta posibilidad es ahora más urgente que nunca antes porque el capitalismo
no sólo está multiplicando la presión alienadora del consumismo compulsivo sino que además impone que
la «felicidad» sólo es alcanzable mediante ese consumismo alienador. Si la mujer sigue sin independencia
económica por pequeña que fuera, seguirá sujeta a la dependencia del marido en un contexto estructural
capitalista que le condena a pedir y rogar cada vez más al marido porque se ha incrementado la presión de
la «vida pública» sobre la vida familiar, «privada», como veremos más adelante al analizar los problemas
crecientes del capital para realizar la plusvalía.
En cuarto lugar, el aumento de la autoestima e independencia relativa de la mujer tiene un claro efecto
ejemplarizante sobre las hijas, que ven desde que nacen que su madre dispone de una situación no
supeditada, o no supeditada del todo, al padre, que no le pide permiso para todo, o que puede tomar
ciertas decisiones propias sin consultar con el padre. Este ejemplo de cierta libertad es decisivo para la
concienciación de las mujeres desde su mismo nacimiento, ya que empiezan a pensar viendo el ejemplo
inmediato de una madre que no es absolutamente dependiente del padre. Los efectos acumulativos de
esta diferencia concienciadora inicial pueden ser insostenibles para el sistema patriarco-burgués. La
experiencia habida hasta el presente es que las niñas serán más libres si, aunque no sólo sí, sus madres les
han enseñado las ventajas de la libertad desde sus primeros instantes de vida, y el ejemplo es la primera
y fundamental lección.
De todas formas, éstas y otras razones deben ser analizadas sin perder de vista sus correspondientes riesgos,
que los tienen, como los cambios que se están dando en la sociedad capitalista y que afectan directa y
profundamente a la mujer trabajadora.
Capitalismo actual y opresión de la mujer
actual
¿Por qué hablamos de capitalismo y mujer actuales cuando en las páginas anteriores hemos insistido
reiteradamente en la dialéctica de lo viejo, lo permanente y lo nuevo? Pues para entrar en directo a uno de
los temas cruciales, a saber, ¿ha variado cualitativamente el presente y el futuro de la mujer por el hecho
de haber variado también cualitativamente la sociedad capitalista, como se nos asegura? La verdad es que
oímos y leemos de todo, que si el capitalismo ha desaparecido porque «ha muerto la clase trabajadora»,
que si el capitalismo ha cambiado hacia otras formas totalmente nuevas en las que desaparece la lucha
material por el poder material para imponerse la lucha simbólica por el poder informativo y simbólico,
que si los Estados han perdido todas sus antiguas atribuciones y son cadáveres en manos de las grandes
corporaciones y transnacionales, que si la vida va a cambiar hasta hacerse irreconocible al generalizarse el
uso de las nuevas tecnologías de todo tipo, y así un largo etcétera. Sin embargo, cuando pinchamos esos
globos vemos que sólo tienen el aire de la propaganda porque dentro no hay otra cosa que demagogia. Y
ese vacío es tanto más insoportable cuanto que no dicen apenas nada sobre la mujer, cuando todos los datos
analizados por colectivos progresistas activan las sirenas de alarma y encienden las luces rojas de peligro.
En Euskal Herria este bombardeo tiene características propias provenientes del interés especial de los
Estados español y francés por desactivar las condiciones de impulsan la creciente militancia de mujeres
jóvenes y mayores en el feminismo abertzale y en otros muchos grupos y movimientos populares. Una
de esas características, y no la menor desde luego, es la que expresa el choque civilizacional antagónico
entre los restos de cosmovisión euskalduna, preindoeuropea, y la indoeuropea y en concreto la forma
actual que adquiere en este momento histórico y en esta parte de Europa la anterior cultura penocéntrica
grecorromana. Las culturas franco-españolas dominantes no sólo vociferan sobre los aspectos arriba
expuestos sino que también se presentan en Euskal Herria con una especial insistencia en todos los
valores machistas y sexistas, reaccionarios, conservadores y con un ya descarado racismo antieuskaldun.
Si siempre ha sido necesaria la intervención de los poderes estatales para la continuidad de las relaciones
patriarcales, en el caso vasco esa necesidad es imperiosa. Y tanto más lo está siendo y lo será en un futuro
24
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
como respuesta al crecimiento de la conciencia nacional y muy especialmente, en el tema que tratamos,
del aluvión de mujeres jóvenes.
Actualmente, en cualquier debate o discusión sobre el futuro de nuestra nación vasca la presencia de la
mujer empieza ya a ser un asunto no sólo de simple «derecho de participación» y de «inclusión en la
ciudadanía vasca», sino que también de cuestionamiento radical del viejo concepto masculino de nación,
impuesto por la cultura grecorromana y su ontología machista, para avanzar hacia otro diferente, si se
quiera «primitivo» -con honor sea dicho- y preindoeuropeo, en el que las relaciones de género no sean en
modo alguno como las actuales. Avanzar en esta dirección exige, antes que nada, conocer las tendencias
del capitalismo actual y sus efectos sobre la mujer vasca, lo cual nos lleva al problema de la confusión
teórica existente y a sus efectos.
4-1. Desconcierto teórico y modas intelectuales
Dentro del proceso de ampliación y enriquecimiento teórico del feminismo hay que distinguir dos grandes
bloques. Uno es el compuesto por estudios creativos, y por ello críticos, que muestran la naturaleza
de la dominación patriarcal investigando sobre historia, epistemología, ciencia, economía, lingüística,
biología, antropología, geografía, arqueología, etcétera, desde perspectivas globales y con métodos
interdisciplinarios. Pero el otro es una masa de interpretaciones baratas y superficialidades universitarias
sobre «conciencia», «diferencia», «identidad», «igualdad», «ciudadanía», etcétera. Esta división no es
nueva y se puede constatar su existencia en todas las épocas pues siempre han existido quienes en vez de
investigar buscan la fama con tópico y generalidades. A los hombres les sucede otro tanto o peor. Pero hace
dos décadas, sobre todo en la intelectualidad masculina no militante, empezó la moda de inventar nombres
nuevos para hablar sobre cosas que ya hace un siglo o más eran bastante conocidas o al menos intuidas.
Y esa moda se ha reducido incluso a la aceptación acrítica de nombres inventados por la intelectualidad
reformista o simplemente por periodistas de la prensa burguesa.
Sin entrar ahora a hacer arqueología de cada uno de ellos, podemos seguir claramente la evolución de
esta moda desde que irrumpió la palabra mundialización, luego la de neoliberalismo, más tarde la de
globalización para terminar, por ahora, con la de nueva economía; y eso que nos referimos sólo a las que
tienen estrictas conexiones con la marca económica mundial, porque si nos extendermos a la sociedad en
su conjunto tendemos desde la generalización de la antigua «sociedad postindustrial», hasta la «era de la
información» pasando por la «sociedad del riesgo», etcétera. ¿Y qué decir de las modas político-filosóficas
que van desde el «fin de la historia» al «postmodernismo» pasando por el «psotestructuralismo», etcétera?
Esta inflación de modas refleja la horfandad y debilidad teórica de muchos intelectuales que no supieron ni
pudieron comprender la profundidad de la crisis de comienzos de los setenta para el capitalismo. La crisis
irreversible del socialismo burocrático y el agotamiento del papel histórico de la socialdemocracia, como
tapón primero del bolchevismo y después del stalinismo, estos factores, además de otros, descolocaron a
esa intelectualidad que para comienzos de los noventa no tenía punto de comparación con la intelectualidad
revolucionaria de hace un siglo, la que había investigado majestuosamente bien el tránsito del colonialismo
al imperialismo y sus consecuencias sociales, incluidas las que caerían sobre las mujeres. En estas
condiciones de parálisis creativa, la dominación ideológica burguesa vía reformismo o vía autoritarismo
puro y duro era aplastante. Obviamente se resintieron las capacidades de pensamiento crítico en todos los
problemas pero en especial en los más complejos y decisivos como son los de las relaciones de los cambios
capitalistas con la emancipación de los pueblos, de las mujeres y de las clases sociales.
Sin embargo basta leer con atención la obra de Marx desde mediados de los cincuenta del siglo XIX,
en especial los Grundrisse y el Libro tercero de El Capital, sin entrar ahora al debate eterno sobre las
«profecías teóricas» del Manifiesto Comunista de Marx y Engels en 1848 sobre el capitalismo actual e
incluso sus frases explícitamente «postmodernas» para escarnio de tanto charlatán; igualmente, basta releer
la obra de Lenin sobre el imperialismo y en general la de todos los marxistas de la época, y, para no
extendernos, las de Trotsky sobre el fascismo, la política económica del New Deal y la crisis capitalista de
los treinta, para descubrir, de un lado, que en esos ochenta años de historia capitalista se habían sentado
las bases de procesos actuales que entonces fueron analizados en lo esencial, y hablamos de un período
25
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
de creatividad teórica sorprendente que va desde 1857 a 1940, por limitarlo con fechas precisas; de otro
lado, que el capitalismo ha tenido fases y oleadas en las que la mundialización, el «neoliberalismo», la
globalización y hasta la «nueva economía» incluso esta con ese mismo nombre, aparecieron aunque no
con el grado de desarrollo tecnológico actual; además, en lo que concierne a la explotación de la mujer,
fueron años de decisivos avances prácticos y teóricos que se han silenciado interesadamente para ocultar
los cualitativos pasos liberadores instaurados inmediatamente con la victoria revolucionaria en la URSS
en 1917, y otras muchas experiencia socialistas, comunistas, anarquistas, libertarias, anarcocomunistas,
etcétera, que aún hoy, recuperadas y actualizadas, nos sorprenden por su vigencia, y, por último, que éstos
y otras personas revolucionarias de esa larga época insistieron siempre en que el futuro y las victorias
se deciden sólo con la lucha, que nada está determinado mecánicamente, que pueden ocurrir derrotas y
desastres, que el Estado burgués no es una fuerza neutra sino una máquina de terror y que es imprescindible
acabar con él e instaurar el poder obrero.
Por razones que no podemos analizar, estos avances prácticos y teóricos fundamentales para el tema que
tratamos, el del capitalismo y la emancipación de la mujer, han sido olvidados y en la actualidad son
desconocidos por la inmensa mayoría de mujeres que se enfrentan a un futuro incierto y estremecedor
sin ninguna referencia, creyendo que nunca ha habido mejora alguna, que su destino está férreamente
determinado, en suma, que no hay futuro para ellas ni para sus familias. La responsabilidad de los partidos
políticos reformistas es grande en el olvido, silenciamiento o desprestigio de las experiencias e ideas
citadas, pero también lo es la de las y los intelectuales progres y acomodados en el confort de la vida
integrada en el sistema. Hay que saber que en la Europa capitalista de los años sesenta en adelante,
prácticamente hasta ahora, el grueso de la intelectualidad ha sido absorbido por las instituciones y por el
mercado de consumo rápido de modas ideológicas sin contenidos. Así se ha extendido la creencia de que
la suerte de la mujer no sólo está ya echada en el peor de los futuros, sino que encima no tiene apenas
relación con la evolución socioeconómica, dependiendo de factores «culturales», «psicológicos», «éticos»,
«vivenciales», etcétera, es decir, subjetivos en el sentido unilateral de no guardar relación dialéctica alguna
con la objetividad socioeconómica y política.
En Euskal Herria padecemos también esta situación pero en menor medida que en otras naciones. La razón
no es otra que la existencia de una lucha global que azuza no sólo la conciencia sino también la práctica de
colectivos múltiples. Aunque el nivel alcanzado de comprensión teórica no es todavía suficiente (nunca lo
es), no es menos cierto que en muchas luchas y reivindicaciones concretas de todo lo relacionado con la
mujer se avanza en alternativas prácticas concretas que son las que en definitiva permiten luego verdaderos
avances teóricos. La existencia de esa lucha global tiene una de sus causas en la pervivencia de restos
de una cosmovisión preindoeuropea en la que, por lo que ya empezamos a conocer, las relaciones de
género no estaban sometidas al poder masculino, al menos con la intensidad de lo que sucedía en la cultura
grecorromana e indoeuropea en general.
También en esta cuestión tan importante, el feminismo abertzale empieza a estudiar el pasado y sus
posibles lecciones actuales, aunque dentro de una total dejadez de las instituciones regionalistas y de
la intelectualidad acomodada, y bajo una creciente presión contraria de los Estados español y francés.
Esto confirma dos cosas que en las que estamos insistiendo en el sentido de que, de un lado, si ningún
avance del conocimiento crítico es posible al margen de la superación de las resistencia del pensamiento
dócil y obediente, en el caso de la liberación de la mujer la resistencia del pensamiento penocéntrico
es más fanática; y de otro lado, cuando esta lucha se libra en un contexto de emancipación nacional y
social de género, como nuestro caso, entonces se movilizan en su contra todos los recursos conscientes e
inconscientes, racionales e irracionales, de que disponen los Estados ocupantes.
Precisamente son estas condiciones de lucha las que exigen a los Estados multiplicar la producción de
fugaces modas intelectuales destinadas a obnuvilar, desorientar, saturar los espacios de debate con ruidos,
abstracciones y vaciedades atractivas pero insustanciales. Así vemos que los problemas estructurales que
afectan a las masas, y en especial a la mujeres, apenas aparecen en la industria de alienación cultural y
menos aún en la producción ideológica del pode estatal tanto la que se realiza en su territorio propio como
la que se produce en el territorio vasco. Dejando obviamente de lado la bazofia reaccionaria que chorrean
las y los intelectuales del Opus Dei y otras organizaciones semiclandestinas paraestatales caracterizadas
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
por su misoginia grecorromana y judeo-cristiana, tenemos la nefasta influencia de la producción alienadora
del orden educativo en toda su extensión, desde las primeras horas en la infancia hasta los cursillos de
postgraduado pasando por las fases intermedias, especialmente la universitaria.
4-2. Acumulación capitalista y opresión de la mujer
El llamado «neoliberalismo» es un conjunto de medidas esenciales del capitalismo para reactivar su
acumulación. ¿Qué es la acumulación capitalista? Antes de responder hay que advertir que en este texto no
vamos a diferencias entre acumulación, acumulación ampliada, valoración y «autoexpansión del capital»
que es la expresión que utiliza Marx. Dicho esto, respondemos que la acumulación es el aumento del
valor del capital que se obtiene cuando se han descontado todos los gastos realizados antes y durante
el proceso económico y del resto sobrante se dedica una parte a ampliar el capital productivo, el que
se puede invertir en más fábricas, en más negocios para que produzcan más plusvalía y más capital,
en suma. Del resto anterior, lo que gastan los burgueses en sus vicios, lujos, ostentación o simple vida
según el nivel medio de consumo burgués, etcétera, así como otros gastos improductivos en los que no
podemos extendernos, este total de gastos que no vuelven a la producción ampliada, son gastos que se
dilapidan más o menos rápidamente, que terminan debilitando a la clase dominante. La acumulación,
valoración o «autoexpansión», es la necesidad ciega del capitalismo para seguir creciendo, y de los
capitalistas individuales para, además de explotar a las clases trabajadoras, despedazarse entre ellos con
tal que arrancarse sus mutuas ganancias. Un capitalista que no acumula lo mismo que los demás tiende a
desaparecer, y uno que lo haga más rápido que los demás terminará dominándolos. Del mismo modo, un
capitalismo estatal que acumule más que otro, terminará dominando a otros Estados, imponiéndoles sus
condiciones y obteniendo sobreganancias por esa ventaja.
La necesidad ciega y objetiva de recuperar el proceso y la velocidad de acumulación es la que exige
al capitalismo no sólo recurrir a guerras y atrocidades, sino también derrotar al movimiento obrero
mediante ofensivas periódicas que aplican soluciones ya descubiertas por la burguesía industrial británica a
comienzos del siglo XVIII, y otras medidas anteriores provenientes del capitalismo mercantil y de la teoría
fisiocrática. Es esta característica genético-estructural del modo de producción capitalista la que obliga a
reconocer que el neoliberalismo, al igual que la globalización, etcétera, no es una fase cualitativamente
nueva del capitalismo, y menos aún «otro capitalismo», como leemos u oímos con frecuencia, sino la
adecuación a las condiciones históricas del finales del siglo XX, del último cuarto del siglo XX en concreto,
de las tradicionales medidas de recuperación de los beneficios que ya aplicaba la burguesía con mucha
anterioridad.
Cuando decimos «medidas esenciales» estamos diciendo que el capitalismo es un modo de producción
que tiene ciertas características de funcionamiento -leyes dialécticas y por tanto contradictorias de
funcionamiento- que no podemos exponer aquí, pero que funcionan siempre en y por medio de la lucha
de clases, en y por medio de las ofensivas y de las resistencias de las masas oprimidas, en y por medio
de la intervención más o menos descarada u oculta del Estado. Desde esta perspectiva, el neoliberalismo
ha recuperado no sólo las tesis marginalistas y neoclásicas anteriormente expuestas, sino que incluso ha
retrocedido a las tesis ideológicas de la economía clásica, de Smith y de Ricardo, y en algunas cuestiones
ha retrocedido aún más, como es en la defensa propagandística y práctica de la prioridad de la esfera
de la circulación sobre la esfera de la producción, con lo que recupera a la economía preclásica, a los
economistas preindustriales, mercantilistas y fisiócratas.
Volvemos a encontrarnos otra vez con la dialéctica entre lo viejo, lo permanente y lo nuevo. Es decir,
el neoliberalismo recupera los auténticamente viejos valores de la economía preclásica, preindustrial y
los reactiva en estos momentos, los lanza a la calle para justificar y aplicar una feroz agresión a las
condiciones de vida y trabajo de la gente. La ideología mercantilista justifica que la burguesía cometa todas
las atrocidades imperialistas porque, se nos dice, en la libertad de mercado está el secreto de la riqueza, y
no en la defensa de las economías de los pueblos débiles o carentes de recursos tecnológicos. Al contrario,
el mercantilismo exige que se abran las fronteras para que los productos producidos por economías más
poderosas se vendan en esos mercados y los arrase: es el destino de los más débiles incapaces de resistir a
los más fuertes. A la vez, la insistencia en la prioridad de la circulación, del trasiego de dinero de un banco
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
a otro, de un seguro a otro, de una bolsa a otra, de que todo está permitido con tal de multiplicar el dinero,
aunque sea la corrupción, la economía criminal, el blanqueo de dinero, la narcoeconomía, la economía
sexual masificada, el tráfico de armas y de productos venenosos y mortales, etcétera, insistencia que
tiene su antecedente en el terrorismo sanguinario de la expansión colonial cono las empresas económicomilitares capitalistas, esa prioridad dada a la circulación justifica el cierre de muchas empresas y que los
capitales así liberados no vuelvan a abrir otras empresas productoras sino vayan a la especulación, al globo
financiero, al juego de la bolsa.
Estos valores preindustriales que en su momento la misma burguesía abandonó porque no aceleraban
la acumulación, que es de lo que se trata, son actualmente recuperados por el capitalismo con la moda
neoliberal, pero aplicados en un contexto diferente, en el explícitamente defendido por la economía clásica
de Smith y de Ricardo. Estos autores, pese a sus aciertos, sin embargo sostenían que era el mercado con su
«mano invisible» el que regulada los equilibrios y restablecía el orden de los beneficios capitalistas. Ahora,
lo viejo del mercantilismo y de la circulación de la teoría fisiocrática ha sido remodelado para aplicarse
a una nueva liberalización de la libertad burguesa de saqueo y explotación, saqueo de la naturaleza y
explotación de la humanidad. En en fondo, eso era lo que sin mayores duda morales justificaban y hacían
los economistas clásicos, pero con la lucidez teórica de saber que su amado capitalismo tenía unos límites
internos que les quitaban el sueño. La actual práctica neo-liberal, es decir, del permanente liberalismo
burgués readecuado a las condiciones de la crisis terrible de comienzos de los años setenta y que con
altibajos dura hasta ahora, insiste en que haya «menos Estado» para las clases oprimidas, para las mujeres
y para los pueblos ocupados y «más Estado» para las clases dominantes.
¿Qué quiere decir esto? Pues justo lo contrario de lo que dice la propaganda oficial. Ahora la burguesía
exige que el Estado abandone los gastos sociales, las ayudas al paro y a la jubilación, las pensiones
de viudedad, los gastos en guarderías, transportes, educación, sanidad, etcétera. Quiere que esos gastos
públicos, es decir, arrancados por las luchas de las masas oprimidas a la riqueza privada de la burguesía,
y que el Estado debe «devolver» a las masas públicas, estos gastos, deben ser de nuevo privatizados, es
decir, devueltos a las ganancias privadas de las clases dominantes. Eso quiere decir menos Estado, o sea
que éste no interfiera en el empeoramiento de las condiciones de vida y trabajo de las gentes, y deje las
manos libres al capital privado para que multiplique sus beneficios. «Más Estado» quiere decir que sí
debe aumentar su represión, su brutalidad, sus ataques intimidatorios para que esas masas acogotadas no
estallen, no protesten; el Estado debe aumentar su poder violento, debe aumentar las leyes represivas, debe
aumentar las campañas de alienación y propaganda, debe ponerse incondicionalmente a las órdenes del
capitalismo. Esto y no otra cosa es lo que pedían los economistas clásicos, y era lo que efectivamente
ocurría cuando el Estado masacraba huelgas y manifestaciones, prohibía derechos de asociación obrera,
cerraba boletines clandestinos, intervenían regulando las condiciones de vida de las masas para facilitar la
explotación asalariada, potenciaba los ejércitos para fortalecer el colonialismo, etcétera.
Aun y todo así, la burguesía europea tuvo miedo desde mediados del siglo XIX, como hemos visto, y
comprendió que debía extender su demanda liberal a todas las facetas de la vida, sobre todo a la práctica
más brutal de la economía capitalista entonces existente. Surgió así, como hemos visto antes, la corriente
neoclásica y marginalista, que negó la misma importancia histórica del trabajo abstracto humano, que negó
la objetividad de la economía en su desarrollo productivo de valor y que dio argumentos ideológicos a la
patronal para que masacrara al movimiento obrero. Surgió así o mejor dicho, resurgió así, la figura del
empresario implacable, frío en su egoísmo y dispuesto a todo con tal de superar el peligro de un movimiento
obrero y de unas mujeres trabajadoras en claro proceso ascendente de autoorganización. Esas prácticas
inmisericordes han sido recuperadas desde finales de los setenta y comienzos de los ochenta. No es
que hubieran desaparecido, pues durante el keynesianismo muchos Estados capitalistas tenían verdaderas
dictaduras militares que reprimían cualquier libertad y derecho, como en Hego Esukal Herria, y como en
Ipar Euskal Herria durante los años del gaullismo, que sólo toleraba determinadas formas democráticas,
pero no todas. En la situación de crisis de los setenta en adelante, la práctica implacable del empresario,
del yuppi ex rojo que aceptaba el sistema, del arrepentido y del desertor de la barricada que se convertía en
«nuevo filósofo» y después en «postmoderno», esta práctica era la única posible para intentar recuperar
y aumentar la tasa de acumulación.
28
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
La acumulación, que tiene una dependencia absoluta hacia la ley del valor-trabajo que no podemos exponer
aquí, es por ello mismo una fuerza esencialmente antifeminista en el sentido de la liberación de la mujer
como la superación de las causas materiales de la opresión, explotación y dominación. Cuando se privatizan
los gastos sociales para poner a disposición de la burguesía nuevos negocios que permitan aumentar la
acumulación; cuando se privatizan y se lanzan al mercado financiero inmensas masas de capital extraídas
de los fondos de pensiones, de las jubilaciones y de los ahorros de la gente, ahorros destinados a asegurar
la vejez de las mujeres y en menor medida de los hombres; cuando el capital industrializa y destroza las
relaciones cotidianas para mercantilizar hasta los sentimientos, está multiplicando las cadenas explotadoras
y opresoras al introducir a la mujer, sobre todo a la joven, en el proceso de explotación sexo-económica de
su cuerpo, de su figura, de su fuerza de trabajo, con efectos demoledores sobre su vida y su personalidad.
Cuando en aras de la acumulación se restringen los derechos sindicales y laborales, las primeras en pagar
las consecuencias son las mujeres trabajadoras y cuando como efecto de esa lógica el paro llega a los
hombres, son las mujeres en la cárcel domiciliaria las que aguantar la proliferación de frustraciones y
caída de la autoestima de los hombres; cuando obedeciendo a la irracional compulsión de «!acumulad,
acumulad malditos¡», como denunció Marx, los jóvenes son educados en la ferocidad individualista y en
los valores del burgués que tiene el dólar y el pene como unidad de medida de lo humano, entonces son
las mujeres las que, al estar al final de la cadena como ya dijo y defendió Aristóteles, padecen sobre ellas
los desprecios, insultos, amenazas, golpes y palizas de desconocidos y conocidos, de los vecinos, amigos,
familiares, hermanos, novios, maridos y padres, hasta desembocar en el asesinato.
La expresión «la maté porque era mía» es la más tétrica muestra de la acumulación capitalista en sus
últimas consecuencias. Una característica de la acumulación es que cumpliendo los irracionales objetivos
del capital, se destruyen puestos de trabajo, se cierran empresas y se abandonan zonas industriales, se
desinvierte en la esfera de la producción y se hincha al máximo el globo especulativo, se destruye la
naturaleza, se envenena al ser humano, en definitiva, se destruye el futuro para hacer que el presente
sea propiedad de una minoría. La muerte es puesta a disposición de la propiedad privada, y la riqueza
multiplica la pobreza. La destrucción de lo colectivo es una exigencia para la creación de lo privado. En
este contexto, todo, absolutamente todo, es puesto a órdenes de la acumulación ampliada. Y los hombres,
que frente a las mujeres se crecen como los empresarios frente a los obreros, no dudan en aplicar en su
vida «privada» lo mismo que el sistema hace en la vida «pública».
Esos hombres, aunque rechacen más o menos el cierre de una empresa, o el que se echen al océano o
se incineren miles de toneladas de alimentos, mantequilla, leche, fruta... en medio del hambre mundial,
esos hombres sin embargo sí ven como normal que ellos mismos apliquen esa lógica destructiva en su
casa. Además, esa lógica está reforzada por las relaciones patriarcales anteriores al modo de producción
capitalista, supervivientes de otros modos precedentes, de manera que ese hombre, esos hombres, creen
que su comportamiento es «natural» porque «siempre ha sido así». A la propiedad privada burguesa se
le añade la ideología anterior de la propiedad privada de género de la cultura indoeuropea y en concreto
grecorromana y judeo-cristiana, y de la misma forma en que aquellas civilizaciones podían pegar y
maltratar hasta la muerte a sus mujeres, y en la medida en que la sociedad burguesa se asienta sobre el
maltrato y la violencia de las masas oprimidas, en esa medida y por esa lógica, el hombre aplica el criterio
de acumulación a su mujer porque está dispuesto a tomar cualquier medida para, cuando menos, no ver
reducido su capital propio, su mujer.
4-3. Tasa de ganancia y opresión de la mujer
La necesidad de acumulación está siempre presente en las preocupaciones burguesas, pero sus ritmos
y momentos de comprobación son más lentos que otras necesidades más urgentes. Los ritmos de
acumulación oscilan más lentamente que otros ritmos, y lo hacen en plazos más largos, pero por eso
mismo sus oscilaciones son definitivas porque sacan a la luz la «verdad» histórica de proceso capitalista,
su buena o mala salud. Por eso, sin olvidar su importancia clave, la burguesía presta una atención más
próxima e inmediata a otros procesos más inmediatos y de ciclos más cortos. Una de las obsesiones del
neoliberalismo, en este sentido, es la de vigilar más de cerca esos ciclos cortos para no sólo maximizar
las ganancias sino para acelerar e imprimir velocidad a sus realizaciones, a lo que se llama proceso de
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
circulación y realización del capital. Esta velocidad impresa mediante la intervención tenaz del Estado y
de las organizaciones empresariales, incluidas las oficialmente criminales, afecta sobremanera a la vida de
las clases trabajadoras y en especial a las mujeres que deben adaptar sus trabajos domésticos a los ritmos
crecientes de la explotación que ellas mismas padecen fuera de casa, y que padecen también sus maridos
e hijos e hijas que trabajan asalariadamente, etcétera. Lo que la propaganda oficial denomina «vértigo
social», por ejemplo, no es sino una de las expresiones desquiciadas de la obsesión burguesa por acelerar
la circulación y realización del capital, es decir, por imprimir velocidad a la explotación y a la producción
de plusvalía. Y aquí interviene decisivamente la tasa de ganancia.
¿Qué es la tasa de ganancia? Es la relación entre la plusvalía que el capital obtiene y la suma de dinero
que ha adelantado para obtener esa ganancia. Por ejemplo, un empresario invierte cien millones en todos
los gastos que le supone el proceso de trabajo asalariado de deiz obreras, incluidos los derechos sociales y
sindicales alcanzados, y con esos 100 millones obtiene una plusvalía de 120 millones. La tasa de ganancia
es la relación entre esos 120 millones últimos y los 100 iniciales, es decir, 20 milloncitos de nada que
engordan el bolsillo de ese tirano. Pero quiere y necesita tener más dinero, y expulsa a las trabajadoras
y tras recurrir a una ETT -esclavismo moderno legalizado- contrata sin los derechos anteriores a ocho
trabajadoras para que realicen incluso más trabajo del que hacían las diez anteriores, ahora en paro y
condenadas a pudrirse en el «dulce hogar» o a rebajar sus condiciones de trabajo asalariado. Logra así
reducir los 100 millones de gasto previo a 90 al tener que pagar menos salarios y menos tasas a la seguridad
social, y al aumentar la intensidad y el tiempo de trabajo, logra que «sus» trabajadoras produzcan más, con
lo que su plusvalía sube de 120 millones a 130. Ahora el empresario obtiene una tasa de ganancia superior
pues había invertido 90 millones y ha obtenido 130, es decir una ganancia de 40 millones Si comparamos
este segundo resultado con el primero vemos que ha aumentado «milagrosamente» de los 20 primeros a
los 40 últimos. La tasa de ganancia se ha doblado a costa del aumento de la explotación de las mujeres
trabajadoras.
¿Pero sólo explotación laboral? No, desgraciadamente no. Porque al reducirse los derechos laborales y
sindicales, esas trabajadoras tienen menos defensas contra la explotación de su fuerza de trabajo, pero
también contra las groserías, acosos y abusos del empresario o de sus perros guardianes, los capataces. Es
decir, al debilitarse la defensa de las trabajadoras aumenta la impunidad del patrón, y éste puede chulearse,
pavonearse y hasta excederse con ellas o con alguna con la que se ha encaprichado. Sucede así que un
debilitamiento de las conquistas obreras supone automáticamente un aumento de la opresión patriarcal
y sexista en los sitios de trabajo. A la explotación laboral incrementada se le añade el incremento de la
opresión sexista en esos mismos sitios de trabajo. Pero esto no es todo, ya que al debilitarse la capacidad
colectiva de presión de la clase trabajadora contra la clase burguesa en y mediante los contratos colectivos,
etcétera, debilitados por el aumento de la precarización en los contratos y demás, entonces aumenta el
desánimo y sobre todo las presiones contra las mujeres para que vuelvan a casa. En esas condiciones de
desventaja con respecto a los derechos alcanzados anteriormente y luego destruidos por el capitalismo, las
mujeres trabajadoras han de mendigar un puesto de trabajo sin apenas pretensiones, aceptando cualquier
inmundicia y sabiendo que pueden ser despedidas con mucha más facilidad que antes, con lo que se ven
obligadas a aguantar, a no protestar, a callarse y a no denunciar la chulería y los acosos sexuales. A la
explotación endurecida se le ha sumado la opresión de género envalentonada.
¿Pero sólo explotación laboral y opresión patriarcal? No, desgraciadamente no. Los ataques generalizados
contra las clases trabajadoras y en especial contra las mujeres siempre van precedidos por campañas de
justificación y de engaño, por propaganda de los valores burgueses de individualismo y egoísmo, del
sálvese quien pueda... Y, en lo que nos toca, por campañas de fortalecimiento del machismo, del mito de
la «esencia femenina» y del «instinto maternal», etcétera, destinadas a justificar los despidos de mujeres
antes que los de hombres, a reducir los gastos y ayudas sociales en guarderías, hospitales, educación, como
luego veremos. Son campañas previas fielmente realizadas por la prensa, por la Iglesia, por las editoriales
que publican esas barbaridades e incluso por los partidos y sindicatos reformistas que han pactado en
secreto el ataque a las mujeres trabajadoras o que no quieren salir en su defensa.
Así se crea un clima social que ve bien la «vuelta de los valores eternos» de la maternidad, de la familia, de
la castidad, de la obediencia al marido, etcétera. Es decir, previamente, y hay que insistir en esa secuencia
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
nada fortuita, la sociedad capitalista ha endurecido sus sistemas de dominación de género, de alienación
de las mujeres, de control ideológico, cultural y sexual para que buena parte de ellas acepten y hasta
colaboren con el retroceso que se aproxima. Y las que se nieguen y resistan serán acusadas de locas,
histéricas, pecadoras y «malas mujeres». No es casualidad, ni mucho menos, el que aumente la tasa de
malestar psicosomático, afectivo y emocional de las mujeres cuando aumentan las agresiones que padecen.
Por tanto, a la explotación y opresión multiplicadas se le añade, e incluso le precede, un aumento de la
dominación.
Volvemos así a lo que hemos intentado explicar al comienzo de esta ponencia, las relaciones entre
explotación, opresión y dominación. Ahora comprendemos más fácilmente las interacciones complejas
entre esos diversos factores y su relación estructural con el proceso capitalista jerarquizado siempre
alrededor de la ganancia de la clase dominante, que es el requisito básico para mantener y acelerar la
acumulación ampliada del capital.
4-4. Fuerza de trabajo social y opresión de la mujer
La acumulación capitalista debe ser acumulación ampliada, debe buscar más y más, debe crecer un
poco más cada vez sobre lo alcanzado anteriormente. Ello le exige una reproducción ampliada de sus
condiciones de producción, lo que a su vez le lleva a aumentar la explotación de la fuerza de trabajo
bien mediante la forma intensiva, con la introducción de más y mejores máquinas, bien mediante la
forma extensiva con el alargamiento de las jornadas de trabajo, bien simultaneando ambas formas. Pero
alargar las horas de trabajo tiene un límite fisiológico objetivo, el constituido por la capacidad de aguante
psicosomático de la especie humana en ese momento histórico. Por lo tanto, el capital se ve necesitado
de potenciar más desde un momento preciso la explotación intensiva, la realizada mediante mejoras
tecnológicas que permiten ahorrar tiempo y multiplicar la productividad del trabajo. Aun y todo así, no
tarda en surgir otro problema que debe ser resuelto periódicamente, y es el de la formación de la fuerza de
trabajo social, la formación de las personas trabajadoras tanto para manejar esas nuevas máquinas como
para aguantar los nuevos ritmos de trabajo, con su superior intensidad de desgaste psicológico y nervioso,
de atención a la rapidez de la cadena o de destreza en varias tareas si es el trabajo en grupo, etcétera. De
una u otra forma, surge el problema periódico de la reproducción de la fuerza de trabajo social, y con este
problema se agudiza automáticamente el de la opresión de la mujer.
La acumulación del capital exige que el trabajo doméstico absorba el sobreesfuerzo correspondiente al
aumento de los gastos que exige la adecuada reproducción de la fuerza de trabajo. En la medida en
que el capital introduce máquinas mejores y aunque éstas máquinas se basen en una simplificación y
descualificación del trabajo, es decir, se busque simplificar movimientos y se intente hacerlas lo más
sencillas posibles, pese a este esfuerzo por descualificar el trabajo, a la larga y comparando las sucesivas
fases capitalistas, este sistema necesita incrementar no sólo la educación de las personas trabajadoras
y su periódico reciclaje tecnológico, cosa cada vez más frecuente por la creciente obsolescencia de las
máquinas, sino también formar una fuerza de trabajo que aguante la creciente tensión nerviosa inherente a
las nuevas tecnologías. Surgen así dificultades nuevas en la reproducción biológica que exige a las mujeres
una sobrecarga en sus trabajos domésticos con aumento de funciones que no existían en las anteriores
fases capitalistas.
Además, la industrialización creciente de la cotidianidad, del ocio y del tiempo de recomposición de la
fuerza de trabajo, es decir, del tiempo de descanso, estas tendencias imparables incrementan las exigencias
y las tareas del trabajo doméstico. La industrialización del llamado ocio o del supuesto «tiempo libre»
quiere decir que la gente ha de consumir más para poder ir a «descansar». El ejemplo del bricolage, de los
deportes normales o de aventura, el tiempo dedicado a «ir de compras» aunque no se compre nada y se pase
la tarde en el hipermercado, el ahorro para poder pagarse unas vacaciones para descargar el agotamiento
nervioso, etcétera, estos ejemplos que podemos alargar casi hasta el infinito muestran que en el capitalismo
actual «descansar» es, en la inmensa mayoría de los casos, una forma más de cumplir con el mandato
del consumismo compulsivo de baja calidad. Todos los datos demuestran que la productividad del trabajo
desciende precisamente los días posteriores a las vacaciones y fines de semana, los lunes, por ejemplo;
y, a la inversa, confirman que en esos días aumentan los accidentes, las depresiones, las borracheras,
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
los conflictos interpersonales y el consumismo compulsivo como intento de gratificación psicológica. Si
rastreamos la cadena de tareas que se esconden en esos procesos terminamos siempre en el papel clave del
trabajo doméstico como base que sustenta la industrialización del mal llamado «tiempo libre».
La reproducción cualificada de la fuerza de trabajo social está en función de las necesidades del capitalismo
y no a la inversa. Tenemos el ejemplo de las necesidades urgentes de los empresarios por disponer de
personas trabajadoras cualificadas en las nuevas tecnologías, desde las primeras máquinas de vapor hasta
los muy recientes ordenadores de cuarta generación con todos los estudios especiales, pasando por las
máquinas digitalizadas y un largo etcétera. También un problema serio es el de la cualificación media de
los jóvenes para servir en el ejército capitalista, problema ya detectado originariamente en los Países Bajos
en el siglo XVII, pero definitivamente confirmado en Gran Bretaña a comienzos del XIX y luego ya en
todos los Estados capitalistas industrializados debido a la rápida modernización del armamento. Aunque
existen otras exigencias de modernización educativa, estas dos son y serán durante el capitalismo las
fundamentales aunque se desarrollen los ejércitos profesionales y se multipliquen las escalas y divisiones
dentro del proceso productivo entre las personas trabajadoras cualificadas y descualificadas y dentro de
cada uno de estos bloques.
No hace falta esperar a que los Estados cambien y adapten los sistemas educativos para responder a las
urgentes demandas de la burguesía. Ya con anterioridad las propias familias, empezando por las burguesas
y siguiendo por las pequeño burguesas y las trabajadoras con altos salarios, saben lo importante que es
la cualificación tecnológica. De hecho, la educación privada tiene una de sus bazas en que prepara a sus
estudiantes en las más modernas asignaturas facilitándoles una casi entrada en el mercado de trabajo, cosa
que no sucede con la educación pública. Pero en un período relativamente corto, la mayoría de las familias
obreras comprenden la importancia de la cualificación aunque sea media e intentar dársela a sus hijos, y
después tal vez a sus hijas. De cualquier modo, a la larga o a la corta, la mujer es sometida a un incremento
de sus obligaciones para con la educación de sus hijos, y para con el reciclaje de su marido, sobre todo
si éste es joven o tiene un trabajo cualificado.
Estos factores hacen que el trabajo doméstico en la actualidad tenga que absorber y satisfacer mayores
exigencias emocionales, afectivas, culturales y educativas que antes. Hoy en día, ser una «buena madre»
exige disponer de una capacidad de carga psicológica superior a la de hace dos décadas, por poner una
fecha. A la vez, dado que han aumentado las incertidumbres globales y la precarización de la existencia
colectiva de la familia, las demandas afectivas tienen contenidos más precisos en cuanto a la satisfacción
de las frustraciones. No es lo mismo responder a una incertidumbre transitoria producida por una crisis
pasajera, que responder a una incertidumbre permanente causada por la precarización de la existencia y
por la multiplicación de las tensiones y de la competitividad interpersonal. Más temprano que tarde, el
trabajo doméstico ha de resolver ese salto en la intensidad y extensión de la demanda afectiva. Y esto
es sólo una parte del problema porque otra es que esa demanda, por lo general, ha de solventarse en un
panorama de estancamiento salarial cuando no de retroceso, o sea, de empobrecimiento, lo que agrava
todos los problemas y exige una mayor dedicación de tiempo.
No es extraño, por tanto, que todos los datos indiquen un aumento del desgaste nervioso de la mujer. La
causa no sólo es la multiplicación de las exigencias y demandas familiares, además de un empeoramiento
de las tensiones personales y hasta de los miedos por el aumento de la agresividad machista en casa,
sino que fundamentalmente se trata del agotamiento de la institución familiar en cuanto tal en esta fase
capitalista. El keynesianismo instauró políticas de apoyo a la familia precisamente para, mediante su
recuperación, facilitar la reproducción de la fuerza de trabajo social que necesitaba el capitalismo en ese
período. Pero el neoliberalismo, obsesionado por el enriquecimiento inmediato, ha dejado a las familias
abandonadas a la simple y bruta autoridad del marido, al que previamente se le ha reideologizado en los
valores más agresivamente machistas. Con menos recursos sociales cada vez, en un contexto de aislamiento
y retroceso, las mujeres deben incrementar su trabajo doméstico a la vez que aguantan un empeoramiento
de su trabajo asalariado, las que lo tienen. Los datos sobre el aumento del alcoholismo doméstico y
del abuso de toda clase de pastillas y productos excitantes o calmantes, según los casos, así como de
las ludopatías, muestran que el agotamiento está llegando a límites que ya inquietan a la propia clase
dominante, preocupada no por la felicidad de las mujeres sino por su ganancia y su acumulación ampliada.
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
4-5. Realización de la plusvalía y opresión de la mujer
La acumulación capitalista se detendría si se detuviese la realización de la plusvalía que obtiene de la
explotación de la fuerza social de trabajo. Esa fuerza ha sido creada y es permanentemente recompuesta por
el trabajo doméstico, como hemos visto, pero aún así esa fuerza de trabajo, esa población trabajadora, debe
cumplir el mandamiento de «¡consumid, consumid, malditos!». Si el mandamiento de «¡acumulad!» va
destinado a la burguesía, el de «¡consumid!» va destinado no sólo a la ultraminoritaria clase dominante sino
a la inmensa mayoría de la población. Y esos mandatos no son producto del capricho de los empresarios
como personas individuales que fuerzan a la gente a consumir los productos que ella misma fabrica, en una
especie de trampa cínica y macabra, o es una especie de círculo que se retroalimenta eternamente. No. El
consumo está inserto en la misma acumulación, es una parte suya, un componente básico del capitalismo.
Y en la medida en que la acumulación exige cada vez más consumo para asegurar más acumulación, en esa
medida debemos hablar del consumismo como la aceleración que el capital introduce en todo el proceso
para asegurar la acumulación.
Esta definición del consumismo es fundamental para superar la verborrea al uso y para entender la
importancia de la crisis de la familia y con ella el empeoramiento de la situación de la mujer. No negamos
que el consumismo tenga un componente psicológico de ansiedad, frustración, depresión, necesidad de
compensaciones y de recuperación fácil de la autoestima, etcétera; tampoco negamos que ese componente
sea más fuerte en la mujer que en el hombre, y menos aún que la manipulación alienadora del consumismo
sea, además de un instrumento del sistema patriarco-burgués, un nuevo negocio capitalista. No negamos
nada de eso. Simplemente decimos que esas verdades dependen de la necesidad de la acumulación, que
es ésta su causa y no a la inversa, que no es la depresión psicológica la que crea el consumismo sino que
es la dialéctica acumulación-consumo la que crea la depresión psicológica y la necesidad compulsiva de
consumir irracionalmente y que, por no extendernos, no es que el hombre sea más fuerte psicológicamente
que la mujer y por eso no ha caído tanto en la compulsión consumista sino que es el sistema patriarcoburgués el que ha hundido a la mujer en el consumismo para oprimirla mejor.
El consumo es la condición indispensable para que la plusvalía se convierta en dinero, es decir, para que
las mercancías producidas puedan venderse y realizar así el circuito completo de la producción capitalista.
Por realización de la plusvalía se define este proceso consistente en que la mercancía producida se vende
por un dinero, por un precio, que sea lo más alto posible para que el empresario, el propietario de la fábrica
en la que se ha producido esa mercancía, pueda recuperar no sólo el total del capital adelantado sino más, lo
más posible. Cuanto más obtenga por la venta, más plusvalía habrá realizado, habrá convertido en capital
y, tras reponer las máquinas gastadas, materias primas, sueldos, etcétera, -el capital constante y el variablemás ganancia «limpia» habrá obtenido. Vemos así cómo se realiza un circuito completo que va del capital
inicial al capital final tras pasar por la mercancía. Lógicamente, el empresario quiere, desea y necesita
que el capital sea mayor, mucho mayor, que el inicial, o sea, un capital ampliado. Esa ampliación última,
«limpia» de gastos, impuestos, servicios, etcétera, es la ganancia. Pero ocurre que para llegar al capital
final ampliado hay que vender y alguien tiene que comprar. Esa compra es el consumo.
Cuanto más se venda y más se compre, cuanto más se consuma, más circuitos se realizan, más rápidamente
se completan y por eso, más ganancias «limpias» se habrán obtenido. Pero si el consumo no es suficiente y
no garantiza la venta de la mercancía, ésta se almacena a la espera de poder ser vendida. Cada día que pasa
sin ser consumida esa mercancía se desvaloriza, pierde valor porque otra mercancía ha ocupado su lugar
o porque se deteriora, etcétera, y en la medida en que se desvaloriza también lo hace el capital adelantado
para su producción. Además, la competencia hace que se intente acortar el período que va de la producción
a la venta, y esa urgencia se incrementa por el hecho de que otras mercancías competidoras son más baratas
y tal vez mejores a pesar de tener el mismo precio debido a que se han fabricado con mejores máquinas
y/o se ha explotado más a los trabajadores.
Éstos y otros factores presionan cada vez más en el capitalismo actual para reducir el tiempo que pasa
una mercancía expuesta en el mercado sin venderse. A la vez, para garantizar el beneficio, se producen
mercancías diferentes sólo en la forma, en el color o en la imagen externa, para atraer la atención de los
consumidores. Pero al poco tiempo otras empresas copiarán y superarán esos cambios de forma añadiendo
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
otros y multiplicando la oferta de consumo, mientras que en unión con hipermercados, bancos, cajas de
ahorro, etcétera, facilitarán al máximo las condiciones de pago a plazos, de crédito, de financiación, de
endeudamiento camuflado del consumidor para que éste compre y compre sin parar, compulsivamente,
esperando pagar más tarde. Semejante espiral alocada es el consumismo compulsivo de baja calidad pues
la inmensa mayoría de los productos son de una rápida obsolescencia, es decir, han sido fabricados para
que se rompan y se gasten al poco tiempo de su compra, y están diseñados para que no compense llevarlos
a un técnico para su arreglo. El grueso del consumo de masas es de baja calidad, y la alta calidad queda
restringida a la burguesía.
La familia trabajadora, la que vive del salario del hombre y frecuentemente de la mujer, fue desde
mediados del siglo XIX en algunos países y también desde mediados del XX en otros del capitalismo
desarrollado, un lugar de producción de fuerza de trabajo, como hemos visto. La diferencia entre unos
países y otros responde al grado de desarrollo del capitalismo industrial y de la industrialización agraria
con la consiguiente llegada masiva de población a la ciudad que abandona el campo. Este proceso es ahora
para nuestro estudio secundario, pero muestra que la evolución de la familia trabajadora está totalmente
supeditada a las fases capitalistas y que, también, su supeditación creciente al consumismo como parte de la
acumulación no es producto de la mera propaganda comercial sino de tendencias estructurales capitalistas.
Desde esta perspectiva, la industrialización no sólo afecta a la familia patriarco-obrera en lo relacionado
con la formación de la fuerza de trabajo, sino cada vez más con respecto a la realización de la plusvalía.
Más aún, dado que aumenta la productividad del trabajo industrial y con ella los servicios de todas clases
para agilizar la venta de las mercancías cada vez más abundante; dado que la saturación de capitales hace
que se industrialicen trabajos anteriormente doméstico y que se industrialice el llamado ocio o «tiempo
libre» con la proliferación de múltiples ofertas de todo tipo; dado que la precarización, desregulación y
cambios en la geografía productiva con los aumentos de las distancias y de los tiempos, obligan a la gente
a recurrir a servicios de comidas rápidas, servicios de estancia, etcétera, debido a éstos y otros cambios
inherentes a la expansión del hiperindustrialismo -que no del postindustrialismo- se pasa del consumo al
consumismo, y con ese tránsito la familia es sometida a presione anteriormente inexistentes.
Ahora la familia está bajo un diluvio de órdenes consumistas que no provienen sólo del márketing
publicitario y comercial, sino también de las demandas de los hijos o las hijas fácilmente manipulables por
la publicidad, y también de las modernas formas de mantener el status social exterior mediante la muestra
de un consumo forzado, superior en uno o dos puntos al nivel de consumo lógico según la escala salarial
de las familias concretas -obsesión confirmada por todos los estudios sobre el consumo y en especial en el
de la compra de coches por su simbología especial- lo que incrementa las presiones conservadoras. Según
los países capitalistas y de sus formas particulares, las familias serán sometidas a presiones consumistas
máximas o a presiones de mantener cierto ahorro, siempre atendiendo a las necesidades de sus respectivas
burguesías. Pero la tendencia general del capitalismo desarrollado es la de potenciar el crédito y otras
formas de pago no inmediato. La experiencia obtenida por la burguesía es que la mezcla de deudas
familiares y posibilidades de consumo a crédito, esta mezcla que mantiene la tensión entre lo que hay que
pagar por gastos anteriores y lo que se puede seguir comprando a crédito que se pagará más adelante, esta
dinámica, se convierte en una cadena de oro difícilmente rompible.
Hay que tener en cuenta que esa dinámica se sostiene sobre la creencia de que las deudas adquiridas nunca
llevarán a la familia al embargo de sus bienes porque las formas regulares de pago lo evitan, y que, además,
los momentos de duda e inquietud por el futuro son aparentemente solucionados por otro acto consumista,
que demostraría su «solvencia social». En mayor o menor grado, todas las familias obreras mantienen un
equilibrio inestable entre salarios y gastos, equilibrio que se rompe en determinadas fechas y eventos y
que se recupera en los meses de austeridad. Cuando ese equilibrio se vive en una coyuntura de crisis se
intentan seleccionar y restringir gastos, y cuando la coyuntura es expansiva se relanzan los gastos. Pero la
tendencia general del capitalismo actual es la de reducción del ahorro familiar y de aumento de sus deudas,
préstamos e hipotecas. Lo peor de esta tendencia es que además se produce en medio de la depauperación
o empobrecimiento social como del aumento de los gastos que de los servicios anteriormente públicos y
ahora privatizados. Antes, en las primeras épocas del consumo de masas, que no todavía del consumismo
compulsivo, la seguridad del pago a crédito que entonces se iniciaba se basaba en la seguridad del trabajo
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
estable, de los derechos sindicales y sociales, de la continuidad del salario social e indirecto y, por no
extendernos, en la creencia de que los hijos tendrían trabajo nada más acabar los estudios y de que las
hijas no tendrían problemas en encontrar maridos con sueldos fijos. Ahora eso está desapareciendo, y
el consumismo compulsivo debe realizarse en medio de precarización e incertidumbre existenciales en
aumento.
Surgen así algunas contradicciones que ayudan a explicar, sin olvidar otras causas que no podemos
exponer, un fenómeno doble como el de que, por un lado, en los últimos años las clases trabajadoras de casi
todos los países capitalistas endurezcan la defensa de los derechos sociales atacados por el neoliberalismo,
presionando incluso a la derecha a presentarse de forma populista e interclasista que contrasta con la
anterior postura decididamente proburguesa y, por otro lado, que en estos mismos países se está viviendo
un endurecimiento del sistema patriarco-burgués que se extiende también a los hombres de las clases
trabajadoras. No vamos a extendernos en el primer asunto. En el segundo hay que decir que proliferan
las denuncias del envalentonamiento machista de la sociedad burguesa, proceso unido al retroceso desde
finales de los setenta hasta finales de los noventa de casi la totalidad de movimientos democráticos,
progresistas y clasistas. En este marco, el consumismo tiene varias funciones abiertamente contrarias a la
emancipación de la mujer.
Una es que aumentan las cargas y obligaciones de la mujer en la familia para controlar y racionalizar los
gastos y las presiones consumistas impuestas desde el exterior. Estas presiones se suman a las que surgen
del aumento de las frustraciones y ansiedades causadas por la precarización existencial. Recordemos que
son las mujeres las que realizan el grueso de las compras, las que mantienen las relaciones con las hijas y
los hijos, las que actúan de intermediarias entre estos y el padre y su poder, las que deben buscar un trabajo
asalariado fuera para ayudar al pago de los gastos y deudas, etcétera No debe sorprendernos entonces que,
como hemos visto, aumente el desgaste psicosomático en las mujeres ya que, además de lo anteriormente
visto, el control e intento de racionalización del consumo exige un desgaste superior a la mayoría de las
tareas domésticas por la especial alienación interna al consumismo. Un ejemplo: es muy difícil negarse
asiduamente a las peticiones de los hijos e hijas para tales o cuales gastos porque la madre conoce mucho
mejor que el padre todo lo que significa la imagen corporal aunque no sepa nada de la importancia que
tiene para la sana personalidad de sus hijos e hijas que tengan una positiva imagen inconsciente del cuerpo.
Otra es que el consumismo es descaradamente misógico y sexista en su imagen y contenido, aunque vaya
destinado a las mujeres. El grueso de la publicidad es groseramente machista e impone un terrorismo
simbólico espeluznante sobre la imagen consciente e inconsciente del cuerpo de la mujer. Este terror
simbólico refuerza el estatus de objeto sexual de la mujer y agrava la sensación de vacío y poca autoestima
de la mujer, sobre todo de la que ha superado ya la treintena de años y ve como su cuerpo se aleja día a
día de la imagen oficial que se impone en la publicidad, y no hablemos de las mujeres mayores, viudas,
con pensiones y jubilaciones mínimas o sin ellas, expulsadas de la vida interrelacional con personas de su
misma edad y condenadas a la soledad, a ser una carga para sus familiares o abandonadas en un geriátrico.
En el contexto cotidiano de una doble jornada de trabajo, estas presiones son aún más dañinas por la
necesidad de presentar una imagen corporal acorde con las exigencias machistas. El capital ha creado
una industria simbólico-material del cuerpo de la mujer que es un componente decisivo del consumismo
cotidiano de la mayoría de las familias y que ha extendido su mercado hasta las niñas y empieza a hacerlo
hacia las mujeres mayores. En realidad se trata de la lógica ciega del capitalismo por mercantilizarlo todo
lo que, en este caso, exige que la toda la vida de las mujeres sea objeto de una presión salvaje. Y todos los
datos muestran que el capital ya está mercantilizando la imagen corporal de los hombres.
Además, esta mercantilización del cuerpo favorece la oleada machista y las tendencias crecientes al abuso
sexual. En el interior de las familias, la hipersexualidad dominante ayuda a la agresividad del marido contra
la mujer y las hijas, y refuerza la autoestima masculina en el interior de su «reino privado». Naturalmente,
esta situación varía según los países capitalistas y la relación de fuerzas entre las mujeres y los hombres
pero, como tendencia general, la industrialización del sexo y la extensión del consumismo erótico de masas,
con su dominio en la publicidad que invade los rincones más privados de la vida familiar, se produce en
toda la sociedad capitalista y refuerza la jerarquía de sexos, que no sólo de géneros. Este problema es
importante porque ataca una de las necesidades básicas de la emancipación femenina que es la de exigir y
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
lograr que la mujer no sea un objeto sexual sino una persona independiente con su pensamiento propio. El
consumismo erótico de masas, que frecuentemente se fusiona con el consumismo compulsivo, actúa así
como una fuerza material y simbólica enemiga irreconciliable de la emancipación de la mujer porque su
modelo de sociedad gira alrededor de la sexualidad penocéntrica cuya característica básica es imponer el
retroceso de la mujer como género independiente y crítico a la mujer como objeto sexual.
Por último, el consumismo compulsivo también actúa muy fuertemente contra la emancipación práctica
de la mujer que se separa y/o se divorcia y crea la familia monoparental. Hay que tener en cuenta que
la inmensa mayoría de las separaciones y/o divorcios suponen una considerable merma económica para
la mujer, privada del salario masculino y que apenas puede esperar que su ex marido cumpla con la ley
de colaborar con los gastos de los hijos, y el panorama es mucho peor cuando no hay divorcio oficial y
la mujer no puede esperar o ni siquiera desea ninguna ayuda. Hay que tener mucho coraje para en esas
condiciones dar ese salto. Las presiones consumistas caen entonces con especial saña sobre los hijos e hijas
jóvenes si las hay, y en general sobre toda la familia monoparental. En la medida en que la realización de
la plusvalía exige un incremento del consumo, el único incremento que el sistema patriarco-burgués puede
esperar por el aumento de las separaciones y divorcios puede ser el del aumento de pisos de alquiler, y el
de las ganancias de los abogados y desgraciadamente de psicólogos en algunos casos.
La realización de la plusvalía multiplica todas las opresiones que padece la mujer, pero, sobre todo, acelera
al máximo la temporalidad patriarco-burguesa, que es un componente decisivo en la economía capitalista
del tiempo de trabajo.
4-6. Economía del tiempo de trabajo y opresión de la mujer
Si algo diferencia cualitativamente la situación de la mujer bajo el capitalismo en relación a su situación
bajo anteriores modos de producción, es que en el primero están sometidas a una temporalidad más intensa
y más veloz. Ello es debido a que en el capitalismo, la economía del tiempo de trabajo es de decisiva
importancia, es decir, el intento de abreviar la duración de todos los procesos parciales que constituyen
el proceso global de acumulación ampliada del capital. Esta obsesión por la rapidez es consustancial al
capitalismo, aparece antes que la formación de la primera familia patriarco-burguesa y va unida a una
dinámica en la que destacan dentro de la expansión de la economía dineraria y de las mercancías que
la sustentan, algunos factores decisivos que son impulsados por esa mercancía expansiva y a la vez la
impulsan, siendo los más importantes, la generalización del reloj, la mejora del transporte, la aparición de la
letra de cambio y la aparición de la imprenta. Como vemos, son cuatro factores con directa responsabilidad
en la superación capitalista de la unidad espacio/temporal del feudalismo y en la paralela instauración de
una unidad diferente, necesaria y adecuada a la creciente velocidad de la acumulación capitalista.
La formación de una unidad espacio/temporal burguesa diferente a la feudal iba a crear más temprano
que tarde una nueva familia capaz de generar la estructura psíquica burguesa acorde con las necesidades
mercantiles entonces existentes. Sin la construcción patriarco-burguesa de su estructura familiar hubiera
sido imposible el desarrollo capitalista a partir de un determinado nivel de complejidad. Los cuatro factores
citados -reloj, transporte, letra de cambio e imprenta- tendrán desde entonces una importancia decisiva en
la evolución de todas las formas de familia que existen en el capitalismo. Aunque sus transformaciones
económicas, sociales, técnicas y científicas se irán dando bajo el impulso de las contradicciones capitalistas
con ritmos propios, pero siempre dentro de un desarrollo desigual pero combinado, aunque sea así nunca
romperán sus relaciones con las familias y menos con la unidad espacio/temporal capitalista. Al contrario,
aumentarán sus presiones conforme el capitalismo mercantilice la totalidad de la existencia social.
En realidad, la obsesión por la economía del tiempo de trabajo surge de la necesidad de recortar el tiempo
de rotación del capital, que es el tiempo que tarde en realizarse el circuito completo que va desde el inicio
de la producción hasta el final de todo el proceso, cuando el capitalista contabiliza sus ganancias totales y
observa que el capital inicial se ha incrementado en la magnitud de la plusvalía. El tiempo de rotación del
capital está formado por el tiempo de producción, es decir, el que se tarda en producir la mercancía, y el
tiempo de circulación que es el que se tarda en venderla y convertirla en dinero. El capitalismo necesita
reducir los tiempos de la producción y de la circulación, y para ello introduce toda serie de novedades
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
y mejoras técnicas, nuevas y más estrictas disciplinas laborales, nuevas y mejores redes de transporte,
etcétera. Inevitablemente las familias se ven zarandeadas por esos cambios no teniendo más remedio que
adaptase a ellos, o hundirse en la ruina. Antes de que se acelerara el ritmo de innovación tecnológica desde
finales del siglo XVIII, uno de los factores fundamentales en la expansión burguesa fue el de las mejoras de
los sistemas de medir el tiempo, en los sistemas de transporte, en la agilización del manejo y contabilidad
del dinero y en la rapidez de transmisión del conocimiento. Vemos que en los cuatro factores la reducción
del tiempo es una necesidad imperiosa que nos remite, en última instancia, a la economía del tiempo de
trabajo. Pero tras la revolución industrial, esas mejoras no han hecho más que multiplicarse si bien siempre
sometidas a las contradicciones, crisis y conflictos de todo tipo.
Por ejemplo, la mejora en el transporte no ha supuesto, por lo general, una reducción del tiempo
medio dedicado a trasladarse de casa al trabajo y volver. El caos urbanístico ha sido una causa en
ese aumento del tiempo pero las razones fundamentales vienen de la desaparición de las barriadas
industriales en las que las viviendas obreras estaban cerca de las fábricas y del retroceso de derechos
laborales y sociales que garantizaban la estabilidad geográfica en el puesto de trabajo. El alejamiento
y centralización de grandes superficies, hipermercados, servicios sociales, sanitarios, asistenciales,
administrativos, deportivos, culturales, universitarios, etcétera, esta desestructuración de la unidad espacio/
temporal de la clase trabajadora causada por el ataque burgués a la centralidad del movimiento obrero
ha supuesto un aumento del tiempo dedicado a trasladarse para cuestiones necesarias. De entre todas las
personas de la familia, es la mujer, la madre en especial, la que paga las consecuencias de ese aumento
del tiempo dedicado al transporte, y debe recuperarlo con la intensificación de la productividad de su
trabajo doméstico, en donde también rige la economía del tiempo. La mejora en los electrodomésticos y
el aumento de mercancías preparadas o semipreparadas que anteriormente se hacían en casa, ha servido
para economizar esfuerzo físico pero no el creciente esfuerzo psicológico de la mujer en casa.
La agilización en el manejo y contabilidad del dinero que supuso la invención de la letra de cambio abrió
los senderos que condujeron al crédito como antesala de la actual financierización de la economía. Sus
repercusiones en el consumismo son innegables como innegables sus efectos negativos sobre las mujeres.
Pero esto es sólo una parte del problema porque la otra consiste en que el tiempo de la economía financiera
se ha constituido en uno de los tiempos decisivos en la rotación del capital, ya que éste es industrial,
comercial y/o financiero. Así, la temporalidad de la familia trabajadora ya no está sólo sujeta al horario
laboral del marido y al del consumismo, que depende del horario comercial, más las presiones más o
menos puntuales del tiempo de pago de las compras a plazos. Ahora, con las tecnologías que permiten
una relativamente fácil obtención de tarjetas de crédito, formas varias de financiación, etcétera, con eso a
muy corto plazo se agudiza el problema del control de los plazos de pago, del tiempo de pago, y aunque el
capital financiero y el capital comercial -bancos y grandes superficies e hipermercados- tienen formas de
cobro automático según los plazos convenidos, la realidad es que la familia ha de ser bastante más rigurosa
en el control de sus gastos y pagos que antes, cuando casi todo se pagaba al contado o se fiaba, o incluso
cuando surgieron los primeros pagos a letra de cambio. No hace falta decir que la mujer ve aumentadas
sus obligaciones al respecto.
La imprenta ha sido desde su aparición un instrumento clave en el adoctrinamiento de la mujer para
que cumpla con su «esencia femenina». La familia patriarco-burguesa se constituyó, entre otras cosas,
alrededor de la Biblia protestante como libro ordenador de la vida cotidiana, con los tiempos dedicados a
la meditación de sus contenidos, órdenes y mandamientos. Su variante, la familia pequeño-burguesa, se
constituyó, entre otras cosas, alrededor de textos religiosos pero ya más especializados sobre las formas de
administración de la familia, de los deberes de sus componentes y sobre todo de la madre y de las hijas. La
familia patriarco-obrera, más tardía en su aparición, tuvo estas mismas presiones educativas, con biblias
especialmente resumidas y comentadas para las madres trabajadoras, pero en algunos casos dispuso de
pequeños textos alternativos y hasta críticos provenientes de organizaciones de izquierda.
No hace falta decir que el feminismo no hubiera existido sin la imprenta, pero ahora lo que nos interesa
es saber cómo ésta ha sido un instrumento de adecuación de las relaciones patriarcales a las necesidades
del capital y de las clases sociales. En la actualidad uno de los recursos más efectivos en la alienación
de las mujeres es la estrecha simbiosis entre telebasura y «revistas del corazón», con sus espacios sobre
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
problemas familiares, económicos, afectivos y psicológicos, sexuales e «íntimos», sanitarios, educativos,
etcétera. Una malla argumental que sostiene esos espacios es la de preparar a las mujeres para la vida
«moderna», para las nuevas exigencias del trabajo asalariado, para ayudar a la educación de los hijos ehijas
y a los problemas del marido, para «orientarle» en la administración del hogar.
Como resumen de los efectos anteriores y a la vez como fuerza directriz que dirige a los demás, nos
encontramos con la dictadura de la temporalidad burguesa, que no es sino la expresión cotidiana y vivencial
de la economía capitalista del tiempo de trabajo. Semejante realidad objetiva es la que impone que la
referencia básica sea la del vértice superior de la pirámide clasista con las relaciones patriarcales que le
apoyan internamente. La familia patriarco-burguesa, como imagen y modelo oficial que pretenden imitar
las otras familias existentes en el capitalismo, queda supeditada a la dictadura del tiempo y ya en concreto, a
la necesidad de controlar el tiempo no sólo con los relojes situados en casa, con los horarios de vida familiar
desde el desayuno hasta la cena, etcétera, sino fundamentalmente con la supeditación incondicional al
tiempo de rotación del capital, asumiendo todos los esfuerzos para facilitar su acortamiento. Dado que la
institución familiar patriarco-burguesa es históricamente inseparable de la expansión de la unidad espaciotemporal capitalista, en su núcleo genético-estructural palpita la identidad de intereses entre la familia y
el capital.
El componente patriarcal proveniente de la cultura indoeuropea y grecorromana, aparece en la propia
definición de la economía como administración de la casa, del hogar, sea éste en forma de linaje, familia
amplia, familia campesina, familia burguesa, etcétera. Pero es el componente capitalista el que se ha
impuesto sobre el viejo elemento patriarcal supeditándolo y adaptándolo a sus intereses, y desarrollando así
una unidad espacio/temporal nueva acorde con la economía capitalista del tiempo de trabajo. Ese segundo
componente en la secuencia cronológica, es el que explica que la familia patriarco-burguesa no identifica
familia y riqueza como ocurría en las familias preburguesas, sino familia y tiempo de rotación del capital.
La diferencia es cualitativa porque una cosa es la riqueza y otra es el capital. Para comprender mejor
esa diferencia tendríamos que recurrir a la concepción marxiana del materialismo histórico y, dentro de
éste, del concepto de modo de producción. A partir de esa diferencia entre riqueza y capital podemos
entender otras diferencias entre usura y beneficio, prodigalidad y ahorro, ostentación e inversión, etcétera,
con sus consecuencias inevitables sobre las normas, regulaciones y disciplinas corporales, costumbristas,
higiénicas, sexuales, amorosas, afectivas, paterno-filiales, culturales y un largo etcétera que expresan la
diferencia entre la burguesía y las anteriores clases dominantes, así como los cambios introducidos por el
capitalismo en las relaciones patriarcales preexistentes.
La familia patriarco-burguesa es una pieza clave en la reducción general del tiempo de producción al asumir
en su cotidianidad privada tareas coercitivas que le supondrían al capital gastos represivos, alienadores
e integradores tremendos. Así la familia es una pieza insustituible en el descanso y recomposición de la
fuerza de trabajo, en el impulso sistemático y a veces desesperado que imprime al estudio y capacitación
tecnológica para aumentar la productividad del componente intelectual de la fuerza de trabajo, en la
aceptación colaboracionista de las horas extras, en la vigilancia tiránica de la puntualidad para llegar al
trabajo y completar el horario laboral. Sin esta disciplina permanente de la fuerza de trabajo social, el
capitalismo tendría grandes dificultades de orden público para reducir el tiempo de producción. Además,
su importancia aumenta día a día en lo que respecta a la reducción del tiempo de circulación y en especial
a su fase de realización de la plusvalía, con el consumismo compulsivo como práctica decisiva, lo que le
lleva, por último, a un aumento de su importancia en la financierización no solamente de la economía sino
de la cotidianidad, fenómeno que ahora empieza a extenderse y que ya muestra algunos efectos alienadores
específicos que no podemos analizar aquí.
No hace falta decir que, de un lado, la mujer, y sobre todo la madre, es vital en todas las exigencias y
disciplinas de horario que garantizan la reducción del tiempo y, de otro lado, que es vital el rigor en el
trabajo doméstico para asegurar que los demás cumplan con sus tiempos correspondientes. Así, sobre la
madre recae la responsabilidad última de que su familia cumpla con la economía del tiempo de trabajo
asalariado. Las consecuencias de esa permanente vigilancia sobre su misma vida, requisito inexcusable
para poder facilitar el tiempo de los demás, descargándoles de tareas que les retardarían, no hacen sino
desgastarle física, psicológica y emocionalmente. Lo que ocurre es que el modo de producción capitalista
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
ha llevado la expropiación del tiempo propio de la mujer por el hombre a cotas imposibles de alcanzar
en los modos de producción anteriores, que no se basaban en la máxima economía del tiempo de trabajo.
La mujer es expropiada de su tiempo propio y debe, simultáneamente, ser la vigilante que impone a los
demás que cumplan con su tiempo asalariado.
Esa obligación le viene impuesta por el componente patriarcal y tiene el efecto perverso de que refuerza
la apariencia de libertad de la mujer, de que no es oprimida, ni explotada ni dominada ya que, día a día
e incluso aunque trabaje fuera de casa, es ella la que prepara, ayuda, facilita, vigila, fuerza y reprocha
a los demás para que cumplan con sus respectivos horarios, siempre bajo la delegación del marido. Esa
diferencia es la que explica que en la familia patriarco-burguesa la mujer sea la que menos tiempo propio
tenga en realidad aunque, en apariencia, sea la que más tiempo disponible tenga, precisamente porque
no existe el tiempo de trabajo doméstico al no verse reflejado en la ley del valor-trabajo, como hemos
intentado explicar.
Mujer, obediencia y nación
Desde que Aristóteles dijo que el coraje del hombre se demuestra cuando manda y el de la mujer cuando
obedece, se oficializó un principio básico que se ha mantenido a lo largo de toda la administración del
poder por las clases dominantes. La sumisión y la obediencia de la mujer ha sido una necesidad de las
clases dominantes para asegurar su continuidad. Pero ha sido también un principio incuestionable que
ha moldeado el sistema de pensamiento penocéntrico y con él la totalidad de construcciones culturales
supeditadas a la lógica patriarcal. Desde esta perspectiva, hay que realizar un radical cuestionamiento de
la toda la sociedad capitalista, incluidos los restos que en ella subsistente legados por anteriores modos
de producción. En esta dialéctica de lo viejo, lo permanente y lo nuevo, que también se produce en las
relaciones entre el capitalismo y modos anteriores, una cosa que permanece es el principio aristotélico de
obediencia de la mujer. Es cierto que adquiere formas diferentes en cada época, pero desde entonces su
esencia permanece inalterable o al menos eso pretenden los hombres.
La mujer debe ser obediente en todo momento y lugar, aunque depende de la época que sus formas
concretas sean más o menos estrictas, explícitas e incondicionales, y, teniendo en cuenta los contextos de
resistencia y lucha reivindicativa de la mujer, pueden rebajarse según se conquistan derechos y libertades
de cualquier tipo. Sin embargo, es en las cuestiones decisivas para las clases dominantes en donde a la
mujer se le exige una obediencia estricta, aunque no lo parezca. Hemos visto con algún detalle, aunque
no el necesario, los mecanismos de obediencia que el capitalismo impone a la mujer tanto en el trabajo
doméstico como en el trabajo asalariado, ambos analizados dentro de una totalidad en la que la opresión y
la dominación abarca también a las prácticas simbólicas, sexuales, afectivas, etcétera. Pero cometeríamos
un serio error si no comprendiéramos que en lo esencial y definitorio del poder político sucede otro tanto,
pero que esa obediencia es también invisibilizada con el mito ideológico de la «madre patria», que no
de la «tierra madre», que es otra cosa totalmente diferente. En definitiva, nos estamos refiriendo a que la
sumisión de la mujer en el capitalismo se difumina en la nada, «desaparece» como si no existiera gracias
a la ideología de la nación como imagen de la madre idealizada por la familia patriarco-burguesa. Una
de las deficiencias insuperables del reformismo, incluido el feminista, es que no supera esta imagen y la
subsume e integra en los ambiguos e interclasistas «derechos de ciudadanía».
5-1. Mercancía, valor de cambio y nación patriarcal
Antes de que se impusiera el modo de producción capitalista, la mujer ya era una «mercancía». De hecho, el
intercambio de mujeres en las sociedades tribales preclasistas tenía la función no sólo de establecer alianzas
duraderas, evitar conflictos y disputas violentas, sino también asegurar un rápido aumento de natalidad
mediante la «compra» de mujeres jóvenes por tribus a las que alguna calamidad había puesto en riesgo
de ver peligrosamente mermada su fuerza de trabajo colectiva. El desarrollo de la agricultura sedentaria
aumentó la naturaleza de «mercancía» de la mujer, tanto por su fuerza de trabajo en el campo y su capacidad
para engendrar descendencia, como por sus «prestaciones sexuales» en culturas en las que se había pasado
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
del uso de la agresividad colectivamente controlada para resolver las disputas, a la organización de la
violencia en formas de conflictos sangrientos, paso anterior a la invención de la guerra en sentido moderno,
cosa que ocurre precisamente cuando ya se han establecido definitivamente las relaciones de opresión y
subordinación patriarcal. Así, a lo largo de un período que aproximadamente va del 3100 al 600 antes de
nuestra era, se sientan las bases definitivas para hacer de la mujer una «mercancía» que posteriormente
el capitalismo explotará al máximo.
Pero no es una mercancía cualquiera. Es una mercancía que siente, piensa y actúa. Sin embargo,
también sienten, piensan y actúan los esclavos, siervos y obreros, que empero tienen un precio menor
o cualitativamente diferente al de la mercancía mujer. La razón hay que buscarla en la cualidad única
de esta mercancía, la de producir vida, que no sólo sexo, porque sexo y placer también lo producen los
esclavos, siervos y obreros. Esa extraordinaria y única conjunción de cualidades hacen de la mujer una
mercancía especialmente valiosa, única, al menos mientras los hombres no hayan dominado el secreto de
la procreación. Y es su valía la que justifica todos los sistemas de control y vigilancia que se le imponen
debido a sus capacidades productivas, o dicho en otros términos, los propietarios de la mercancía llamada
mujer, los padres y el sistema patriarco-burgués, toman especiales precauciones para que esa mercancía
tenga un alto valor de cambio, lo que le exige a su vez disponer de un valor de uso apreciable. Tanto para
adquirir uno como otro es imprescindible la obediencia de la mujer.
En toda sociedad patriarcal, la identidad colectiva está en función de los intereses del género dominante,
de los hombres, y cuando esa sociedad es patriarco-clasista, está en función de los hombres de esa clase
dominante. Así se comprende que los hombres intercambien a las mujeres, las vendan y las compren, las
presten o las cedan como pago de botín de guerra y de las indemnizaciones que ha impuesto el vencedor,
y también que toleren con harta frecuencia sus violaciones y raptos por los hombres ocupantes. Desde
esta constante histórica, se comprende definitivamente que la sexualidad machista tenga un inequívoco
componente utilitarista y mercantilista de la mujer, pues, en el fondo, existe una relación muy estrecha
entre el valor de uso y de cambio de una mujer y el proceso de formación del dinero como equivalente
universal, que históricamente surgió después de la «mercantilización» de la mujer y fue la base de la
posterior expansión del dinero a partir de la experiencia adquirida por los hombres en el intercambio de
mujeres. Esa experiencia es una de las bases de la síntesis social que se expresó desde entonces en la
ontología, axiología y epistemología penocéntrica.
La conversión de la mujer en propiedad privada machista es la base histórica de la conversión de otras
cosas en propiedad privada de la clase dominante, y cuando esa mujer y esas cosas deben intercambiarse,
una de las formas constitutivas del equivalente universal, del dinero, fue la mujer. De esta forma la
colectividad de hombres que ya en ese nivel de desarrollo social dominan e imponen la síntesis social,
la definición oficial que se impone a sí misma esa colectividad, es inseparable de la mercantilización de
la mujer. Así se comprende que muchas religiones pongan a la mujer como celestial recompensa a los
guerreros muertos en combate, y que todas las costumbres machistas toleren o aprueben las violaciones
de las mujeres de los pueblos vencidos por los hombres vencedores. Del mismo modo, muchas sociedades
«desarrolladas» silencian, ocultan, toleran o apenas penalizan los abusos y agresiones sexuales de los
hombres sobre las mujeres, excepto cuando son propiedad oficial de otro hombre. Esa relación entre sexo
y dinero o acumulación en el capitalismo es la que explica la brutal agresividad de los hombres cuando ven
en peligro sus privilegios machistas. Igualmente, se comprende así que en los sistemas patriarco-clasistas,
las identificaciones colectivas sólo tengan en cuenta a las mujeres como valores de uso propio y valores
de cambio para con otros pueblos. De mismo modo, en el sistema patriarco-burgués, la nación es una
construcción masculina en la que la mujer sólo tiene la opción de la obediencia.
Bajo la dominación capitalista es imposible que exista una nación no patriarcal porque ese mismo modo de
producción no se habría desarrollado sin la subsunción y transformación simultánea de algunas relaciones
patriarcales del feudalismo, que no de todas. Incluso la burguesía ha adecuado con especial cuidado para
su interés patriarco-clasistas valores del pasado más misógino y machista como, por ejemplo, ideologías
y prácticas militaristas que hacen del honor reaccionario y de la obediencia ciega al mando una seña de
identidad en la que el desprecio a la mujer es garantía de la heroicidad en el combate. Hoy sabemos por la
antropología feminista y crítica, que estos mismo valores estaban presentes en sociedades preburguesas e
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
incluso preclasistas, como en tribus guerreras de territorios no civilizados, es decir, todavía no aplastados
irrecuperablemente por la mercantilización capitalista. Hemos puesto este ejemplo porque la historia del
capitalismo tampoco hubiera sido igual sin el papel decisivo de los Estados y de sus aparatos militares, y
porque, sobre todo, ese militarismo contenía desde muy antiguo una tendencia evolutiva que anunciaba
algunas de las características posteriores del capitalismo, como ya advirtió Marx en su momento. Otro
ejemplo que tiene una relación intrínseca con el anterior en la que no podemos extendernos, es el
de los diferentes rechazos del machismo burgués a las prácticas homosexuales y lesbianas según las
circunstancias, casos e intereses en juego, pero no rompiendo nunca el cordón umbilical que ata la ideología
heterosexual dominante a la opresión de la mujer y al mito de la «madre patria», es decir, a un mito que
exige para sobrevivir que la mujer sea la paridora de suficiente, obediente y fanática carne de cañón.
Éstos y otros ejemplos nos remiten en última instancia al valor de uso de la mujer como paridora del
sistema patriaco-burgués y, sobre todo, a su valor de cambio en el mercado de la producción de una
estructura psíquica de masas disciplinada para morir resignadamente por la acumulación capitalista. Las
cuatro formas más frecuente de morir por la burguesía en el capitalismo desarrollado -terrorismo machista
y/o patronal, expulsión de la fuerza de trabajo social obsoleta ya sea doméstica y/o asalariada del sistema
sanitario eficiente, accidentes por la aceleración caótica de la temporalidad capitalista impuesta por la
necesidad de acortar el tiempo de rotación del capital,y, por último, asesinatos por las represiones y en las
guerras injustas- son inseparables de la estructuración material y simbólica de la nación patriarco-burguesa.
Pensamos que conviene insistir en que esas cuatro formas de matar a la gente nos remiten con anterioridad
incluso a la mercantilización de la mujer como paridora y formadora de la estructura psíquica de masas
alienadas y, por tanto, en cuanto mercancía, a su valor de cambio en un capitalismo que hiperindustrializa
absolutamente todo, incluido el mito de la nación interclasista amenazada en su bienestar, en su capital
acumulado y en su capacidad de producción por la creciente competencia interimperialista.
5-2. Desalienación de la mujer y crisis de la masculinidad
La mercantilización de la mujer en el capitalismo no se ha realizado sin resistencias, al contrario. De
hecho, la línea roja que recorre la lucha de la mujer consiste precisamente en la oposición a las formas que
en cada período adquiere la reducción de la mujer a simple mercancía con su valor de uso y de cambio.
Sin poder profundizar aquí, la resistencia de las mujeres europeas a la mercantilización creciente desde
el final de la edad media, cuando el comercio empieza a romper las viejas restricciones de todo tipo, va
ascendiendo precisamente en contra de los nudos cruciales del nuevo orden; así, por ejemplo, ya desde los
tempranos siglos XII y XIII las mujeres luchan decididamente para asegurar sus derechos de viudedad;
poco después, desde el siglo XV luchan abiertamente contra la masiva costumbre de la violación y, por
no extendernos, desde el siglo XVI en adelante luchan por entrar en el sistema educativo, en los colegios
y universidades. El que fueran pocas estas mujeres y el que tardaran ese tiempo en hacerlo sólo muestra
la aterradora fuerza alienante del sistema patriarco-feudal decadente y la astuta adaptabilidad del sistema
patriarco-burgués ascendente para seguir sojuzgando a la mujer. Pero indica que la resistencia existía y que,
dentro del silencio casi total sobre la lucha de la mujer, su intervención no podía ser anulada o suprimida
de los registros masculinos.
Una de las razones que explican a nuestro entender que los sistemas de control patriarco-clasistas no
puedan silenciar definitivamente las luchas de las mujeres, es que éstas atacan la mercantilización que
sufren. En la medida en que la lucha contra la mercantilización es la lucha contra el valor de cambio,
contra el precio que tiene esa mujer en el mercado sexo-económico, en esa medida se ataca de raíz la
lógica machista y sobre todo la burguesa. La rabia y el rechazo masculino que ello provoca explica que
de algún modo u otro, con más o menos extensión, veracidad y objetividad, los medios de registro de la
historia terminen reflejando la ira masculina por la emancipación femenina. Más aún, en la medida en que
esa lucha contra el valor de cambio alcanza a afectar el valor de uso de la mujer, es decir, en la medida en
que la mujer consigue ser ella misma la que determine libremente su vida, su valor de uso en una sociedad
no controlada por los hombres, en esa medida el ataque a la lógica patriarcal es devastador y destructor.
Hay que partir del hecho de que la mujer es una «mercancía» especial y única, y que por eso mismo su
valor de uso debe ser definido desde criterios más cualitativos que los que definen al valor de uso de un
trabajador masculino, que también es una mercancía para el patrón.
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
En este sentido el valor de uso de la mujer debe ser definido antes que nada por su capacidad de crear
vida, lo que hace que su emancipación pase fundamentalmente por la reapropiación de su cuerpo, de esa
capacidad psicosomática global cualitativamente superior en todos los aspectos al hombre, como día a
día lo confirman los estudios críticos. En este sentido, la alienación de la mujer debe ser definida como
más grave y nefasta que la del hombre ya que si partimos de la tesis de que la alienación es el paso
universal del valor de uso al valor de cambio, tenemos que concluir en que la mujer es expropiada de
su libertad personal de decidir ella misma que va a hacer con su cuerpo y con los productos de su valor
de uso, con sus hijos y con su descendencia. Cuando la mujer es rebajada a simple paridora, trabajadora
polivalente y objeto de placer machista, es decir, mercantilizada, cuando por tanto se le asigna e impone
un valor de cambio, entonces, su alienación es cualitativamente más grave que la que sufre un trabajador
masculino que ve cómo el producto de su fuerza de trabajo le es expropiado por el sistema que le explota
y él mismo es reducido a un apéndice de la máquina. Por eso, de un lado, la desalienación de la mujer, es
decir la reconquista de su libertad de decisión de su propio valor de uso, debe ser más profunda, radical y
sistemática que la desalienación del hombre y, de otro lado, éste mismo tiende a oponerse a esa liberación
aunque sea la de su propia madre, hermana, amiga, vecina o mujer.
Toda la experiencia acumulada confirma que el hombre siente pánico ante la emancipación de la mujer y
que ese pánico, además, adquiere contenidos de caída de su autoestima machista, de crisis de su identidad
de género masculino, de endurecimiento caracteriológico con una fuerte tendencia a estallidos de su
agresividad y violencia, a la toma de posturas autoritarias y reaccionarias. No es casualidad, entonces, que
las grandes reacciones de los hombres contra las mujeres surjan tras y contra los avances emancipadores
de éstas, vividos consciente o inconscientemente como un peligro por los hombres. La razón de la
irracionalidad reactiva de la misoginia masculina hay que buscarla, según el grueso de la teoría crítica
feminista, en que el hombre no sólo sabe conscientemente o sospecha e intuye la calidad y cantidad los
beneficios que está perdiendo, sino que, además, es su propia identidad masculina trabajosa y duramente
formada a partir del alejamiento de su madre la que se está rompiendo por dentro mismo de sus anclajes
inconscientes. Semejante dialéctica entre lo irracional y lo racional en las reacciones autoritarias y/o
brutales masculinas contra la emancipación de la mujer nace precisamente de la compleja interacción entre
las frustraciones y prohibiciones sentimentales inherentes a la formación de su identidad de género, con
la certidumbre de lo que pierde con esa emancipación de la mujer.
La adoración masculina al pene como seña identitaria básica asumida en el patriarcado por la inmensa
mayoría de hombres, adoración históricamente innegable, tiene entre otras la función de reafirmar la
endeblez esencial de la identidad masculina, surgida no como expresión de una existencia en sí misma, tal
cual le ocurre a la identidad de la mujer, sino como una existencia a posteriori, secundaria, y que se debe
reafirmar como reacción a la de la mujer, anterior, ontogenética y filogenéticamente. El cambio cualitativo
del capitalismo en la adoración penocéntrica consiste en que ésta, de un lado, se viste de biologicismo y
cienticismo; de otro lado, desde Freud y sobre todo desde la abstrusa verborrea de Lacan, también se viste
de psicologicismo y, por último, mediante la industria del consumo erótico de masas y de la pornografía
machista, se ha convertido en un negocio en alza que limpia y desatasca las cañerías por las que el sistema
capitalista quita presión al malestar colectivo masculino mediante la falsa gratificación de una líbido
cargada de angustias y tensiones. De todas formas, este cambio capitalista aún siendo importante no es
estrictamente necesario en los momentos cruciales de miedo masculino a los avances de la mujer pues,
como veremos, bastantes de las grandes reacciones machistas simplemente se han impuesto con el recurso
a la simple ferocidad penocéntrica.
Sin ser exhaustivos, podemos hablar de dos grandes series de crisis de masculinidad, la que afecta al
sistema patriarco-burgués con dos grandes crisis anteriores a la que estalló en la década de los setenta, y
la que afecta al patriarco-«socialista» con dos grandes crisis. En los siglos XVII y XVIII surgió entre los
hombres de las clases dominantes una división entre quienes optaron por unos valores próximos a los de
las mujeres de su misma clase y quienes endurecieron los valores patriarcales. Ocurría que, como hemos
visto más arriba, los avances en las reivindicaciones de la mujer entre los siglos XII-XVI habían dado
un acelerón en el XVII, y ello había provocado la discrepancia en los hombres de esas clases. Unos, los
menos, proponían en su práctica cotidiana que los hombres debían comportarse de una manera similar
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
a las mujeres, pero la mayoría les acusaba del peor de los afeminamientos cuando no era así. De todos
modos, la crisis no se resolvió mediante pactos y diálogos sino de manera brusca y tajante porque tanto la
revolución norteamericana como la francesa, ambas burguesas, no sólo no hicieron caso a las demandas
de las mujeres sino que encima endurecieron los códigos autoritarios patriarcales.
La segunda crisis de la masculinidad patriarco-burguesa comenzó a finales del siglo XIX y aunque tuvo
en el miedo al sufragismo feminista su primera manifestación, en realidad su miedo profundo provenía
del nacimiento del feminismo socialista en el último tercio de ese siglo XIX. La agudización de las
tensiones interimperialistas y sobre todo de las clasistas y feministas socialistas agravó el problema de
la identidad masculina patriarco-burguesa. Uno de los secretos que explican tanto la ferocidad de las
guerras de esa época, sobre todo de las dos guerras mundiales, como de la misoginia de los regímenes
conservadores, autoritarios, contrarrevolucionarios, militaristas y nazi-fascistas, con sus apoyos de masas
y su idolatría penocéntrica, y del comportamiento antifeminista de los cristianismos, uno de los secretos
es el del miedo masculino a la emancipación de la mujer en general y sobre todo al de la mujer trabajadora
que denunciaba la familia patriarco-obrera, que exigía el derecho al trabajo asalariado en las mismas
condiciones que los hombres, que se lanzaba a la huelga, que estaba en las barricadas y hasta en la
clandestinidad revolucionaria.
La tercera crisis surgió en los años setenta ante los avances del feminismo de los sesenta y sobre todo ante
el imparable deterioro del poder masculino en todas las instituciones familiares por la entrada creciente de
las mujeres en el trabajo asalariado, por su cualificación universitaria, por su relativa emancipación sexual
y amorosa, por sus opciones políticas de izquierda que se habían demostrado fehacientemente en las luchas
que recorriendo todo el capitalismo desarrollado desde mediados de los sesenta hasta comienzos de los
ochenta, por la participación de las mujeres del llamado «tercer mundo» en las guerras de emancipación
nacional y social de sus pueblos, etcétera. Uno de los secretos de la dureza contra las mujeres del llamado
«neoliberalismo» radica en que la burguesía reaccionó activando el viejo individualismo machista del
hombre solitario y egoísta que triunfa en la vida y mantiene a su familia y a su mujer sin tener que trabajar
ésta fuera de casa; activación reforzada con la excusa de racionalizar la producción, reducir costos, etcétera,
lo que llevaba a expulsar obreras, reducir salarios sociales y ayudas públicas a las mujeres, y todo lo que
hemos visto anteriormente no hubiera tenido el relativo éxito que tuvo si no llega a obtener el apoyo del
reformismo político-sindical machista y sin la legitimación simultánea de sexualidad zafia, agresiva y
penocéntrica destinada a recuperar la autoconfianza del macho en su virilidad cuestionada por el aumento
de la conciencia y del aprendizaje sexual de las mujeres.
Aunque aún es pronto para evaluar históricamente las peculiaridades del sistema patriaco-«socialista», sin
entrar ahora al debate sobre qué es el socialismo, pues comparándolo con el sistema patriarco-burgués es
muy joven, sí sabemos que su primera crisis de identidad masculina la sufrió a los pocos años de victoria
de la revolución de 1917. Desgraciada pero significativamente, en cuanto explica la fuerza alienadora del
capitalismo y la dejadez de las izquierdas para mantener la memoria de sus victorias innegables, la inmensa
mayoría del movimiento feminista desconoce los cualitativos avances y conquistas que supuso para la
mujer la revolución de 1917, al igual que todas las demás revoluciones. Pero ahora no es el momento para
explayarnos en aquellos logros que aportan lecciones que recordaremos en el siguiente y último apartado
de este texto.
Ahora nos interesa indicar que la reacción machista se produjo simultáneamente a la burocratización del
poder y al debilitamiento de la democracia socialista, con sus secuelas de retroceso de la participación
obrera y popular en el proceso revolucionario. Conforme la década de los veinte se agotaba y comenzaba
la de los treinta, la burocracia se fortaleció como poder y aunque no llegó a constituirse en una «nueva
clase dominante», sí se arrogó unos derechos impropios de un sistema socialista. Una de las fuerzas de ese
retroceso era la del renacido machismo que ahora con los ropajes «socialistas» -con comillas- recortaba los
avances anteriores, fundamentalmente los que aseguraban la destrucción de la familia anterior, la creación
de formas de vida comunales y colectivas, las experiencias de otras relaciones sexuales, el avance en otras
formas de socialización de la infancia y de la pedagogía socialista, etcétera. Sin embargo, quedaron sin
tocar derechos de la mujer muy superiores en la práctica a los que éstas disponían en los Estados burgueses
más «democráticos», por no hablar de los más reaccionarios y machistas.
43
Capitalismo y emancipación nacional y social de género
Precisamente, la segunda crisis de la masculinidad patriarco-«socialista» surge cuando las burocracias
dominantes en esos regímenes deciden acelerar su proceso de constitución de clase social burguesa,
destruyendo los restos de derechos socialistas e intentando legalizar la propiedad privada de los medios
de producción. Esta contrarrevolución se produce en medio del retroceso socioeconómico y caída en la
crisis desde comienzos de los ochenta, y en medio del hundimiento del orgullo y autoestima colectiva
de ser, en la URSS, la segunda potencial mundial y la primera incluso en algunas cuestiones. La chula
prepotencia del imperialismo norteamericano no hace sino agravar esa crisis de identidad. Lo que sucede
en el sistema patriarco-«socialista» es que todavía las mujeres mantenían derechos incompatibles con
la propiedad privada de los medios de producción y con la definitiva mercantilización de su valor de
uso, imposible de realizarse objetivamente porque todavía el valor de cambio estaba controlado por leyes
no capitalistas aunque tampoco socialistas al menos en el sentido de los clásicos marxistas. Una de las
condiciones que impusieron los piratas capitalistas cuando fueron a «racionalizar» la agotada economía
«socialista» fue la de aniquilar definitivamente los restos de derechos de la mujer supervivientes desde
1917. Los hombres no tuvieron ningún reparo en hacerlo, y además estaban deseando una excusa porque
la precarización de su existencia por la crisis general del sistema les impulsaba a descargar sus costos y
sacrificios sobre las mujeres, pero no podían hacerlo definitivamente sin destruir la totalidad de los logros
de 1917. Tras la quiebra del «socialismo» las mujeres han sido las que más han retrocedido en todos los
aspectos.
5-3. Ciudadanía europea masculina y naciones oprimidas
Es obvio que no podemos hacer ahora un análisis de cómo las respuestas de salida tanto del sistema
patriaco-burgués como del patriarco-«socialista» a sus respectivas crisis han terminado ayudando a la
recuperación del capitalismo. Y no podemos hacerlo porque, por una parte, como hemos intentado explicar
anteriormente, la contabilidad y la propia economía política buguesa están diseñadas para invisibilizar y
ocultar, o tergiversar totalmente, los datos reales de la aportación del trabajo de las mujeres; por otro lado,
además, la recuperación del orden material y simbólico capitalista moviliza fuerzas sociales complejas,
muchas de ellas irracionales y subterráneas, cuyos efectos emergen a la superficie de manera distorsionada
al cabo de los años, lo que dificulta aún más el análisis y, por último, en el caso del hundimiento de la
URSS, las dificultades se multiplican no sólo por las diferencias de todo tipo, sino también por el grado de
corrupción, descomposición y doble contabilidad práctica existente en su economía, y una muestra más
de su alejamiento de los proyectos socialistas iniciales. De todos modos, reconociendo estas dificultades,
sí nos parece innegable que esas reacciones frecuentemente feroces del machismo para reafirmar su
supremacía de género, ha ayudado sobremanera al capitalismo a capear y solucionar sus crisis sucesivas.
Por ejemplo, la alianza reaccionaria entre la burguesía independentista norteamericana y la fracción
probritánica tras la victoria sobre el ejército ocupante en 1783, alianza que no tuvo en absoluto en cuenta
el papel y las reivindicaciones de las mujeres, permitió una solidez disciplinadora imprescindible para
asegurar el inicio el expansionismo yanqui. El caso de la revolución francesa es aún más clamoroso, con
la represión y muerte de las dirigentes feministas, y con el patriarcal Código Napoleónico posterior, y
del orden patriarco-burgués intaurado en 1815 en casi toda Europa y que garantizó la explotación de las
clases trabajadoras aproximadamente medio siglo. Otro tanto hay que decir de los regímenes de terror o
de fuerte autoritarismo y conservadurismo con los que las burguesías europeas respondieron a la oleada de
revoluciones y de emancipación socialista de la mujer iniciada en 1917, sin olvidar las diferentes leyes de
control o represión del movimiento obrero y del feminismo socialista anterior a 1914. De igual modo, la
descarga sobre las mujeres del grueso de los costos y sufrimientos de la crisis capitalista iniciada a finales
de los sesenta y comienzos de los setenta, ha supuesto al capitalismo actual sobreganancias inestimables.
Analizado el problema desde esta perspectiva larga, es incuestionable que el capitalismo ha obtenido
enormes fuerzas de recuperación de sus crisis mediante el uso, y mediante la fría provocación desde sus
instrumentos ideológicos y propagandísticos, de la ira masculina ante la emancipación de las mujeres.
Más aún, actualmente el capitalismo europeo está jugando a la doble baza de, por un lado, potenciar una
«ciudadanía europea» que haga de cemento ideológico y legitimador de la Unión Europea y, por otro
lado, potenciar soterradamente la recuperación de valores machistas propios de nacionalismos patriarcoburgueses que refuercen los intereses reaccionarios de las burguesías estatales. Maniobra doble que busca
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
provocar efectos alienadores acumulativos sobre las identidades colectivas, las producciones culturales,
los procesos de integración de las clases trabajadoras en Europa y, como síntesis, en la demagogia
propagandística de la Unión Europea como una «casa común» en la que pueden convivir «ciudadanos»
carentes de género y de identidad colectiva, de identidad nacional, de identidad de clase, etcétera. Es
decir, se intenta crear una ficción sobre la «ciudadanía europea» abstracta, que oculte la dominación
del capitalismo germánico en primer lugar, dentro de la dominación del sistema patriarco-burgués, y,
apoyado en ambos, la dominación de los Estados particulares sobre sus pueblos tanto propios como
sobre los que ocupan e invaden, como es el caso de Euskal Herria y varios más. Una ilusión alienadora
sobre una «ciudadanía europea» que no existe por ningún lado y que sirve al capitalismo europeo
para reordenarse jerárquicamente alrededor de la hegemonía alemana, supeditando a los demás poderes
estatales y estableciendo una cadena de opresiones y explotaciones en la que al final son las mujeres de
las naciones y grupos étnicos oprimidos que carecen de recursos políticos propios para defenderse, las que
padecen todas las cargas y costos.
Esta «ciudadanía europea» es una creación netamente patriarco-burguesa aunque sean las opciones
político-sindicales reformistas, del espectro socialdemócrata la mayoría y después las ex -«comunistas»,
las que más empeño pongan en divulgarla, y, en el tema que nos concierne, está sirviendo para echar
definitivamente al olvido todas las posibilidades teóricas y prácticas de emancipación de la mujer abiertas
en el período que va de mediados de los sesenta a comienzos de los ochenta. Dicho de otro modo, mientras
que entonces se cuestionó desde múltiples perspectivas la opresión de la mujer y, en muchas de ellas, se
mantuvo una continuidad teórico-crítica con las luchas de emancipación surgidas en el siglo XIX, o antes
incluso, ahora, al calor de la reacción masculina, todo eso está siendo borrado o sumergido bajo el océano
de la «ciudadanía» abstracta en la que la mujer desaparece como ser especialmente explotado. Interesa
insistir en que el grueso del esfuerzo legitimador de la «ciudadanía» proviene del reformismo porque ayuda
a comprender que, por un lado, se mantenga la apariencia de respeto a las mujeres mientras que en la
realidad se produce una involución machista en todos los sentidos y, por otro lado, explica el callejón sin
salida en el que se ha metido la corriente feminista que, con buena intención, centra el grueso de su actual
militancia en la conquista de la «ciudadanía» por la mujer.
Así, contradictoriamente, mientras las burguesías europeas de la Unión Europea azuzan ellas mismas
o dejan que lo hagan los grupos de extrema derecha, racistas, nazi-fascistas y misóginos, los peores
sentimientos del nacionalismo patriarco-burgués de cada Estado dominante, manipulando a sus clases
y mujeres como peones ciegos en sus transacciones internacionales y volviéndolas contra las personas
inmigrantes y las naciones que esos Estados ocupan e invaden, mientras sucede así las corrientes
reformistas parlotean en el vacío sobre una «ciudadanía» que no tiene ningún derecho práctico. Por
debajo de esa contradicción, y protegida por las superficiales escaramuzas reformistas, avanza la reacción
masculina reforzando su identidad de género. La verdadera contradicción, sin embargo, no es la anterior,
la creada por la demagogia reformista, sino la que va creciendo entre esta recomposición del machismo y
las prácticas de muchas mujeres que forzadas por la mercantilización capitalista, por el agotamiento del
marco familiar para dar responder a las nuevas demandas, etcétera, intentan avanzar en su emancipación.
Esta contradicción de fondo se libra, además, dentro de las estrategias de las burguesías para aumentar
las tasas de natalidad y para desplazar sobre las mujeres no sólo los costos de esa política natalicia sino
también los de las medidas antiobreras.
En este contexto, la manipulación sorda que las burguesías hacen del racismo y de la xenofobia, la
pervivencia de viejos recelos y hasta rechazos, por no decir odios seculares, entre pueblos y culturas
europeas que no han olvidado los traumas de guerras y genocidios no tan lejanos, o sea, esta innegable
presencia de las identidades de fondo de los pueblos -que se constata una y otra vez en los sucesivos
eurobarómetros- no hace sino reavivar parcialmente algunos de los viejos valores machistas que reaparecen
bruscamente dentro de nuevas formas. Esta «vuelta del pasado», que se aprecia ya crudamente hasta
en la violencia en los deportes de masas e incluso de élite cuando juegan selecciones estatales, reactiva
buena parte de los viejos valores machistas de violencia sexista, racista y autoritaria. A la vez, semejante
resurgir se apoya en la industria pornográfica que sostiene el consumo erótico de masas y que con
su penocentrismo agresivo envalentona la apabullada identidad masculina. La desestructuración de la
unidad espacio/temporal de las clases trabajadoras anteriormente vista, la desaparición de la URSS como
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
referentes para viejos militantes estalinistas, el giro de la socialdemocracia aún más hacia el centro-derecha
con la excusa de la «tercer vía», éstos y otros cambios sociopolíticos de envergadura multiplican los vacíos
y la precarización existencia. ¿Nos debe extraña entonces que resurjan comportamientos brutales, sexistas,
racistas y reaccionarios? No, lo que debiera extrañarnos es que existiendo las condiciones objetivas para
ello no hubieran surgido.
El actual capitalismo europeo necesita más los componentes machistas de las culturas existentes en la
Unión Europea, que una «ciudadanía». No afirmamos que esta segunda le sobre, no, afirmamos que le viene
bien pero que mejor le vienen los comportamientos autoritarios de las masas masculinas que recuperan en
su «vida privada» el poder patriarcal y lo ponen a plena disposición de la acumulación capitalista. Hoy, en
el contexto actual, la «ciudadanía europea» es un señuelo propagandístico que agota y pudre buena parte
de los esfuerzos de colectivos sinceros pero miopes porque lo que está en juego, en el tema que tratamos,
es la lucha frontal entre el sistema patriarco-burgués que refuerza su identidad machista recurriendo a
viejos fantasmas y a nuevos contenidos, y la posibilidad de que el movimiento feminista avance en una
construcción antipatriarcal y anticapitalista que sustente otros modelos culturales, populares y nacionales
superiores a los que construyó y regeneró el capitalismo.
En esta lucha, la batalla por la «ciudadanía europea» de la mujer tiene que resolver primero el hecho
escalofriante de que existen opresiones más atroces que las limitaciones de derechos ciudadanos, aun
siendo estos importantes. Pero, lo que está por debajo de esos derechos, es el endurecimiento de una
ofensiva contra las mujeres que articula, entre otros, el endurecimiento de su explotación asalariada y su
opresión doméstica, su supeditación a la nueva sexualidad penocéntrica, su relegación en la «vida pública»
y en las decisiones de todo tipo y, por no extendernos, el reforzamiento de su papel como paridora y como
símbolo en los diversos nacionalismo patriarco-burgueses que los Estados opresores reactivan.
Aunque es importante el debate sobre la «ciudadanía europea» de la mujer, más importantes es combatir y
detener el relanzamiento de ideologías irracionales, misóginas y reaccionarias que constituyen el meollo
del nacionalismo patriarco-burgués, porque lo que está en juego es el inicio de un proceso de lenta
confluencia de los nacionalismos patriarco-burgueses más fuertes hasta constituir una fuerza atractora
y centralizadora que homogeinice la ideología del imperialismo europeo que ya defienden abiertamente
intelectuales burgueses. Salvando todas las distancias, no sería la primera vez que así ocurre ya que una
de las bazas del nazi-fascismo en los treinta fue lograr la aglutinación más o menos sólida de diferentes
nacionalismos europeos que incluso se habían enfrentado a muerte entre ellos en la guerra de 1914-1918.
Hoy, con la excusa del «enemigo exterior», de las persona inmigrantes, y del «enemigo interior», las
nacionales oprimidas dentro de la Unión Europea, con éstas y otras excusas, se está reorganizando la
extrema derecha europea, blanca, capitalista y machista, de forma similar a la de los años treinta aunque
no con su intensidad y velocidad, por ahora. Es decir, para no extendernos, la «vuelta del hombre» no es
sólo un anuncio publicitario sino una realidad terrible porque, a diferencia del anuncio, ese hombre es el
«hombre» adecuado a las necesidades expansivas del capitalismo europeo.
Por otra parte, la experiencia histórica confirma las batallas decisivas en lo que concierne a las libertades
y los derechos no se libran exclusivamente en el marco institucional, como pretende el reformismo, sino
en el plano decisivo de las relaciones de poder en los lugares donde se libra la opresión, explotación y
dominación. También confirma que las burguesías han utilizado siempre el concepto de «ciudadanía»
como un cajón al que por una parte echaban los votos y «derechos» de los explotados y oprimidos, y
después de las mujeres, pero del que sacan a la vez sigilosa y eficazmente los poderes reales, los sistemas
de decisión práctica y estratégica, los poderes militares y los poderes económicos, etcétera. El cajón
al que aludimos es el parlamentarismo capitalista, que no vale para nada en la vida práctica excepto
para aparentar un inexistente «control democrático». Además, existen otras constantes reformista que
han llevado al fracaso, integración, desactivación y/o represión de muchas luchas, y nos referimos a la
obsesión por impedir la independencia organizativa y práctica de las personas oprimidas y sujetarlos a la
acción institucional y a la burocracia reformista. Así, desde finales del siglo XIX hasta ahora, mientras el
reformismo se obsesionaba por el parlamentarismo, por la «democracia» abstracta, por el supuesto «Estado
del bienestar» y ahora por la «ciudadanía europea», la lucha real y decisiva se libraba en la calle, fábricas,
cuarteles y también en las casas y en las camas.
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
Volvemos aquí al debate anterior sobre las relaciones entre reforma y revolución, entre avances prácticos
y reivindicaciones cualitativas. Solamente desde la perspectiva y el proyecto estratégico que plantea
la superación histórica de la opresión nacional y social de género, se puede plantear alguna iniciativa
«reformista» en el sentido de utilizar la «ciudadanía» como uno de los métodos, junto a otros muchos,
de avance liberador hacia fines que desbordan y superan la definición oficial de ciudadanía. Recordemos,
para acabar, que fue la burguesía la que inventó este término, excluyendo de él a las mujeres, trabajadores
y naciones oprimidas, y que les fue reconociendo ese «título» sólo cuando las reivindicaciones eran tan
fuertes que había que apagarlas de algún modo, y eso se lograba abriéndoles la puerta a un edifico vetusto
y vaciado de todo poder efectivo, el Parlamento.
5-4. Mujer trabajadora y nación no patriarcal
Desde el asentamiento definitivo del patriarcado en el Creciente Fértil, China e India, hemos asistido a
una irregular expansión de la opresión de la mujer siempre en una estrecha relación con la expansión de la
economía dineraria. Aunque existe una autonomía específica entre economía dineraria, la que nos remite
en definitiva a los embriones de la mercantilización de las cosas, y relaciones patriarcales, la realidad es
que esa autonomía, de un lado, tiende a desaparecer cuando las clases dominantes de la sociedad necesitan
endurecer los mecanismos de opresión; de otro lado, tiende a estrecharse en la medida en que aumenta esa
mercantilización y se estrecha precisamente incrementando la conversión de la mujer en una mercancía
muy especial y única y, por último, cuando un modo de producción se agota y empieza a ser reemplazado
por otro -proceso no automático ni lineal, y que puede detenerse, estancarse o retroceder- el que avanza
y supera al viejo se apropia de algunas de las viejas relaciones patriarcales y las adapta a sus nuevas
necesidades y crea otras que antes no existían, pero siempre, hasta ahora, aprovechando en beneficio de
sus clases dominantes la opresión de la mujer.
A lo largo de este proceso, vemos que la mujer empieza siendo la «primera mercancía», aunque de una
cualidad que ninguna más tendrá en los cuatro o cinco mil años de historia del mercado, es decir, del lugar
donde se intercambian esas mercancías. De hecho, al ser la «primera mercancía», su manejo ha enseñado
a los hombres que la convirtieron en su propiedad a convertir en otras «mercancías» a las personas que han
esclavizado cogidas a la fuerza a otros pueblos o compradas o intercambiadas, y después, en una cronología
que no podemos precisar aquí, los hombres enriquecidos por ese comercio aprendieron a explotar y a
oprimir a sus propios compatriotas, a la gente pobre de su pueblo que fueron transformados en clases
oprimidas. Simultáneamente a esta evolución, esos hombres aprendieron a manejar el dinero y a medir las
cosas en estrecha relación con la medición del valor de uso y de cambio de sus mujeres convertidas en
«mercancía», además, también, de las lecciones que aprendían en sus relaciones con la naturaleza mediante
la observación del trabajo, observación que también dependía mucho del trabajo de las mujeres.
Tener presente este período muy corto en la evolución humana es necesario para comprender no sólo
el papel de la mujer en general en la evolución colectiva, sino sobre todo de la mujer trabajadora en la
evolución de su colectivo, de su propio pueblo y nación. Porque ese proceso también ha marcado profundas
diferencias dentro de las mujeres, ya que mientras la mayoría de ellas, las trabajadoras vivían y viven
oprimidas y explotadas, la minoría de ellas, las de las clases dominantes, vivían y viven subordinadas y
sojuzgadas, pero con una nivel de opresión no comparable al de las clases trabajadoras. Tenemos el caso
de la mujer burguesa que paga unos salarios de miseria y sin ningún derecho sindical ni social a las mujeres
asalariadas que trabajan en su casa, que lavan y preparan las cosas, que tienen que aguantar en silencio
las «bromas» y acosos de su marido e hijos, etcétera. Estas diferencias se agudizan incluso cuando las
mujeres trabajadoras de un pueblo oprimido son, por ejemplo, golpeadas, vejadas, maltratadas, explotadas
y denigradas por las mujeres del pueblo opresor que saben o intuyen que, según su posición de clase,
extraen más o menos beneficios materiales y simbólicos de la opresión de ese pueblo ocupado y de sus
mujeres trabajadoras.
Tener presente este proceso, además, es necesario para comprender que las mujeres oprimidas han
recurrido con bastante más frecuencia de lo que reconoce la historiografía escrita por los hombres a todas
las formas de lucha y de resistencia. Es muy abundante e irrebatible la bibliografía crítica que demuestra el
conjunto de sistemas de resistencia pasiva, boicoteo pacífico, sabotaje invisible, ralentización del trabajo
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
doméstico, incumplimiento de los «deberes conyugales», etcétera, de las mujeres en su vida «privada» y
«pública». Igualmente abundan ya los estudios que demuestran que las mujeres se han movilizado en los
talleres, en las fábricas, en las huelgas obreras, en los mercados y en todas partes en las que vendían y
venden su fuerza de trabajo. Pero las mujeres también han recurrido a la violencia dura y desesperada para
defenderse ellas mismas, a sus hijos e hijas y a su pueblo. Una de las razones que explican el que desde
los inicios del patriarcado todos los sistemas de propaganda y alienación insistiesen en el «pacifismo»,
«cobardía», «mansedumbre», «comprensión» y «espíritu dialogante y consensuador» de las mujeres es
precisamente la de ocultar esa experiencia histórica y la de alienar y dominar a las mujeres jóvenes con
esa propaganda para que ellas sí, a diferencia de sus madres y abuelas, sean «buenas madres».
Conociendo esta experiencia histórica es más fácil comprender el papel estratégico que juegan las mujeres
trabajadoras en la lucha de emancipación de sus pueblos. De hecho, en Euskal Herria, han jugado un
papel estratégico pero invisible en las largas décadas de dictadura, en los años de guerras y en los años
de «democracia» impuesta. En Euskal Herria, concretamente, sin la presencia activa de las mujeres en
multitud de prácticas colectivas e individuales, sin ellas nunca habríamos llegado al nivel actual de
construcción nacional vasca. Visibilizar ese papel es una de las primeras urgencias del feminismo abertzale
pero no la única, como veremos. A lo largo de las páginas precedentes hemos insistido en la capital
importancia de que las luchas y las prácticas de las mujeres salgan cuanto antes a la luz pública, a la
calle, al debate y acción colectiva. Hemos insistidos en eso porque una de las obsesiones históricas de las
relaciones patriarcales desde hace 5.000 años hasta ahora es la de ocultar a la mujer siempre que puede,
y cuando no puede hacerlo, por causas mayores, trivializar, desprestigiar y ridiculizar esa presencia para
que aun siendo pública se desconozca su real aportación a la vida colectiva.
Salir a la luz pública supone, desde la realidad de una nación ocupada, asumir que la mujer trabajadora
tiene cosas de decir y reivindicar sobre todas las cuestiones; más todavía, tiene que decir las últimas y
decisivas palabras sobre todas esas cuestiones. La mujer trabajadora ocupa en todas las sociedades el último
escalón de la jerarquía explotadora y opresora, debajo suyo no hay nadie; y cuando esa mujer está además
oprimida nacionalmente entonces soporta sobre su cuerpo la cualidad irrenunciable de ser la última del
último eslabón de la cadena de extracción de plustrabajo materail y simbólico, global, que recorre toda la
sociedad. Ya se trate de la mujer inmigrante que debe sufrir todas las privaciones y encima debe aguantar
-al margen ahora del grado de consciencia crítica que haya adquirido de su injusta realidad objetiva- las
tradiciones que le dan el poder a su marido, o ya se trate de la mujer trabajadora de la nación oprimida
que debe atender a todas sus tareas pero también, si ella misma no está en la cárcel o en el exilio, debe
atender a las consecuencias derivadas del encarcelamiento, exilio o muerte de algún/a pariente directo o
de algún amigo o amiga. En este caso como en todos los demás, es la mujer trabajadora la que asume el
grueso de las tareas añadidas por la lucha contra la opresión nacional, del mismo modo que la fuerzas de
ocupación aplican contra ella torturas especiales que demuestran el contenido sexista del nacionalismo
patriarco-burgués del Estado ocupante.
Además de la visibilización de la mujer trabajadora en todas sus decisivas aportaciones, hay que avanzar
tanto en la crítica del contenido patriarcal de la sociedad presente como en el contenido patriarcal
del mensaje y del proyecto independentista. Antes de seguir, hay que ser conscientes de que sin esa
visibilización no tendrán apenas efectividad el resto de tareas porque si ya en sí la mejor pedagogía es
la práctica y el ejemplo directo, en la liberación de la mujer dicha lección adquiere todo su significado.
Muchos hombres que se creen progresistas y «anti-machistas» lo son en la medida en que no deben
enfrentarse a la lucha de las mujeres que conocen personalmente y de las que extraen directa o
indirectamente algunos beneficios que perderían o que tendrían que compensar con cesiones propias si esas
mujeres se emanciparan realmente. En éstos como en otros muchos, la mejor y única a la larga solución
concienciadora es la práctica de la emancipación y el poner en el brete al hombre concreto o al opresor
en general. Pero si la lucha es la mejor pedagogía siempre, tanto más lo es cuando se trata de aumentar la
conciencia de otras mujeres que están alienadas por las razones vistas.
Pues bien, la denuncia de la sociedad patriarco-burguesa no será completa ni radical si no se atacan los
beneficios materiales y simbólicos que extraen los hombres de las mujeres en general y la clase burguesa
de las mujeres trabajadoras en especial. Un error grave que puede cometer el feminismo abertzale es
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
prestar más atención a las críticas culturalistas, ideológicas, normativas y demás que hacen las corrientes
feministas reformistas. No negamos la valía y necesidad de tales denuncias, pero insistimos en que deben
referirse siempre a sus relaciones de dependencia para con el proceso de extracción de un plustrabajo
material y simbólico, afectivo, sexual, etcétera. En el capitalismo actual las situaciones denunciadas por
esas corrientes tienen una importancia grande y en algunos problemas atañen a situaciones tremendamente
injustas, pero en la medida en que no son integradas en una totalidad en la que lo decisivo en última
instancia es la extracción de ese plustrabajo global de la mujer por el hombre, en la medida en que no
cuestionan en última instancia que el capitalismo ha convertido a la mujer en una mercancía como nunca
antes lo habían hecho otros modos de producción, o sea, dado que no van al centro del problema, siempre
dejan abierta la ventana para que por ella se cuelen las propuestas patriarco-burguesas de reformas que
palíen, reduzcan o incluso endulcen la opresión, pero sin suprimirla. Y por reducida que sea esa ventana,
la burguesía, si quiere y necesita, se cuela por ella.
Se trata, en definitiva, de demostrar que, de un lado, si no se acaba con el valor de cambio de la mujer
no se supera históricamente el sistema patriarco-burgués; de otro, que siempre que se siga planteando esa
lucha dentro de la esfera de la circulación, es decir, en los marcos que conciernen a los derechos formales,
a las condiciones de venta de la fuerza de trabajo, a las condiciones de trato y respecto cotidiano, a las
condiciones de educación, etcétera, siempre que se siga sólo y exclusivamente por ahí, no se llegará nunca
al centro del problema que no es otro que el que las mujeres sean las propietarias de sus cuerpos y de sus
capacidades de producción psicosomática, es decir, se pase a denunciar la propiedad patriarco-burguesa
de las fuerzas productivas globales de la mujer; además, que ese ascenso de la crítica de la esfera de la
circulación a la crítica de la propiedad privada masculina de la esfera de la producción debe ir unido a
una crítica de las instituciones que legitiman esa propiedad privada masculina del cuerpo y de la mente
de la mujer. De lo contrario, además de empezar la casa por el tejado, criticando primero los efectos y el
tejado y no las causas y los cimientos de la casa, se concede un tiempo vital de reflexión al poder existente,
reflexión que le permite retomar la iniciativa y contraatacar.
Un ejemplo de esto lo tenemos en que son los hombres y las grandes transnacionales capitalistas las que
controlan y dirigen según sus intereses concretos los avances en biotecnología y en la industrialización
capitalista de la vida en el planeta, incluida la humana. Hemos puesto este ejemplo porque indica cómo
mientras el feminismo reformista plantea reivindicaciones sobre derechos en los que estamos de acuerdo,
sin embargo apenas presta atención a cómo el sistema patriarco-burgués está industrializando ya sin
tapujos la esencia misma de la mujer, su capacidad de producir vida. Hasta ahora, los sucesivos sistemas
patriarcales expropiaban a la mujer de esta capacidad mediante la violencia, la alienación religiosa, el
engaño científico u otros métodos, pero desde hace una década el capitalismo ha pasado a industrializar
la producción de la vida como una mercancía más. Aunque estamos en los inicios de este salvajismo,
las denuncias ético-morales que reclaman «controles democráticos» y la supeditación de la industria
biotecnológica a unos acuerdos políticos y bioéticos, estas denuncias bienintencionadas jamás detendrán la
industrialización de la vida para acelerar el tiempo de rotación del capital y con él, su valoración. Una vez
más, no negamos la importancia de elaborar una bioética no patriarco-burgués que, junto a otras conquistas,
intente controlar en lo posible la voracidad burguesa. Pero eso no es lo decisivo aunque sea importante,
porque lo esencial radica en que no sea la burguesía la propietaria de la industria de la vida, sino en que
lo sean las mujeres y además en otro modo de producción -el comunista- en el que la industria en modo
alguno sea como lo que ahora es, sino lo contrario.
Precisamente este ejemplo nos permite dar ya el paso a las aportaciones críticas del feminismo abertzale
al modelo de construcción nacional, al independentismo socialista abertzale y antipatriarcal. La primera
debe consistir, a nuestro entender, en que se ha de dar una revaloración cualitativa de la mujer trabajadora
en la vida práctica y teórica, no sólo en la imagen propagandística -en la foto- sino fundamentalmente en
las estructuras organizativas y en la elaboración del pensamiento abertzale. Sin este primer paso, no se
avanzará en los siguientes porque la resistencia masculina abertzale empieza ante la presencia misma de la
mujer en las reuniones, y se endurece cuando esa presencia comienza a expresar su pensamiento, sus ideas
y sus reivindicaciones. No tiene por qué ser una resistencia abierta, notoria y pública. Llega a ser peor
y más dañina porque es una resistencia burocrática, pesada, estructural, que surge de las inercias de los
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Capitalismo y emancipación nacional y social de género
aparatos y de la forma patriarcal de «hacer política»; una resistencia que se endurece cuando las mujeres
comienza a autoorganizarse y a pensar por su cuenta y para sus intereses.
La segunda aportación crítica ha de ser la de apostar por la iniciativa de la mujer abertzale en todas aquellas
formas de actuación que hasta ahora se creían exclusivas de los hombres. El patriarcado ha insistido
siempre en la «docilidad femenina» y en la «virilidad masculina», y sólo cuando le han hecho falta mujeres
para ayudar a la guerra e incluso para participar activamente en unidades selectas, cosa cada vez más
frecuente, ha reconocido su eficacia. No se trata sólo de que algunas mujeres abertzales actúen en tal o
cual forma de resistencia, etcétera, sino que el independentismo abertzale defienda y muestre que la mujer
es capaz de defenderse en su vida pública y privada sin esperar ni depender del hombre, sea capaz de
tomar la iniciativa en la autodefensa, de autoorganizarse y de llegar a la independencia teórica y práctica
en su militancia reivindicativa. Este paso también es decisivo dentro y fuera de la izquierda abertzale,
porque rompe de cuajo uno de los mitos básicos de todos los sistemas patriarco-clasistas cual es el de
la incapacidad de la mujer para sentir emocionalmente la necesidad de autodefensa, que no sólo para
reaccionar puntualmente en un caso excepcional de agresión a sus hijos o hijas respondiendo a su supuesto
«destino» en el sentido aristotélico, o a su «naturaleza» e «instinto maternal» en el sentido del pensamiento
patriarco-burgués. Hay que decir que toda la vida de la mujer, desde que nace hasta que muere, desde que
se despierta hasta que se duerme, e incluso cuando duerme atemorizada por la violencia machista, está
afectada y terriblemente limitada por esta mentira interesada del patriarcado.
La tercera es la necesidad de superar el pensamiento patriarcal en sí mismo y la urgencia por empezar
a utilizar un lenguaje no sexista, no patriarcal, no sólo no burgués ni franco-español. Todo lenguaje es
un instrumento de opresión o al contrario, de emancipación. No existe lenguaje neutro, aséptico, libre
de connotaciones subjetivas y normativas, incluyentes y/o excluyentes, sin cargas ni contenidos sexistas,
nacionales y clasistas. Y el que un lenguaje, como la cultura y la identidad que estructura, tenga más
o menos carga reaccionaria y autoritaria, o más o menos carga emancipadora y libertadora, depende
de la historia de la lucha de clases, de genero y de identidad nacional-cultural que se hayan mantenido
en ese pueblo. Por eso es imprescindible estudiar y aprender ese lenguaje y usarlo en sus contenidos
emancipadores a la vez que se depuran y abandonan sus cadenas reaccionarias. Mas siendo esto cierto, en
el caso de la opresión de la mujer el problema se complica porque el lenguaje ya está cargado desde el
triunfo del patriarcado en ese pueblo, y a partir de ahí toda la elaboración posterior se ha realizado usando
un instrumental lingüístico-cognoscitivo ya previamente contaminado o definitivamente podrido por las
relaciones patriarcales. No por suerte sino precisamente gracias en buena medida a la lucha de las mujeres
en el complejo lingüístico-cultural euskaldun se mantienen activas viejas formas que deben ayudar mucho
a la lucha lingüístico-cultural, que es una de las luchas políticas y de género decisivas.
La cuarta es la exigencia de que en todas las elaboraciones teóricas y en todas las propuestas abertzales
ha de estar recogida la inevitable y objetiva presencia de la mujer en ese problema concreto. Este punto es
delicado porque, de un lado, la práctica totalidad de los hombres y la mayoría de las mujeres desconocen
que no existe ningún problema social, económico, político, tecnocientífico, urbanístico, sanitario, cultural,
deportivo y un largo etcétera que no tenga una repercusión directa o indirecta sobre las mujeres. Del mismo
modo en que no existe un lenguaje neutro, tampoco existe ningún problema social que no tenga efectos
sobre la mujer, efectos mayormente contrarios a la mujer. La insistencia que damos a la visibilización
de la mujer parte, además de otras cuestiones, de este principio apodíctico, incuestionable desde una
teoría revolucionaria. Ahora bien, reconocer esta realidad exige una preparación teórica y práctica capaz
de descubrir esos efectos en contra de la mujer en todos los problemas, y llevarlos de inmediato a los
programas prácticos. Aquí lo teórico, que siempre nace y se alimenta de lo práctico, demuestra su enorme
importancia porque solamente esa espiral inacabable práctica-teoría-práctica... permite descubrir y luchar
contra esos problemas. Desgraciadamente, la izquierda abertzale no ha adquirido todavía esa capacidad.
La quinta es la preparación teórica de la izquierda abertzale para conocer y denunciar la industrialización
capitalista de la vida. Hay que partir de la base de que sólo muy recientemente la izquierda más preparada en
la crítica revolucionaria de la tecnociencia capitalista ha tomado consciencia de la escalofriante gravedad
de esa industrialización, porque se trata de un peligro aparecido hace una década pero que se acelera y
crece exponencialmente. Hay que ser conscientes de que con la industrialización de la vida se habrá dado
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un paso terrible en la mercantilización definitiva de la materia y por tanto en la alienación objetiva y
subjetiva de nuestra especie. Naturalmente, las primeras y esencialmente afectadas son las mujeres y con
ellas, todos los demás. Pero criticar la industrialización de la vida mediante la subsunción en el capital de
la tecnociencia y en especial de la biotecnología exige imperiosamente desarrollar una crítica feminista
de la tecnociencia realmente existente en cuanto instrumento de poder patriarco-burgués. Y una crítica así
ha de ser a la vez una demanda urgente por la independencia estatal de Euskal Herria y por que ese poder
popular asegure las investigaciones propias y las relaciones internacionales suficientes para dotarnos de
un sistema socialista -en su primera fase- garantizador de los derechos de la mujer a su propio cuerpo.
La sexta y última aportación es -debe ser- un enriquecimiento de la anterior en el sentido de que ese
paso socialista en la expropiación de la propiedad privada masculina del cuerpo de la mujer es -debe sersólo eso, un paso más en un proceso que concluye -debe concluir- en la extinción histórica del valor de
cambio de la mujer trabajadora, es decir, en la extinción histórica de la «mercancía-mujer». Tal logro
es -debe ser- simultáneo al de la extinción histórica de la ley del valor-trabajo porque ésta, como hemos
intentado explicar, es la que regula y refuerza la mercantilización de la mujer. Naturalmente, la ley del
valor-trabajo no será echada al basurero de la historia si a la vez no se acaba con el modo de producción
capitalista, sustituido y superado por el modo de producción y distribución comunista. La aportación crítica
cualitativa del feminismo abertzale se resume, en definitiva, en la certidumbre de que Euskal Herria nunca
será independiente y libre si la mujer vasca sufre algún grado de opresión, y la liberación de la mujer es
inseparable de la superación histórica del sistema patriarco-burgués y del modo de producción capitalista.
Así, emancipación de la mujer, independencia no patriarcal y comunismo forman una unidad que surge
de la lucha contra la opresión nacional y social de género que sufre Euskal Herria.
Iñaki Gil de San Vicente
8 de noviembre de 2000
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