Museo del Romanticismo Guía Museo del Romanticismo • Guía Museo del Romanticismo Guía www.mcu.es http://museoromanticismo.mcu.es MINISTERIO DE CULTURA Ángeles González-Sinde Ministra de Cultura Mercedes E. del Palacio Tascón Subsecretaria de Cultura Ángeles Albert Directora General de Bellas Artes y Bienes Culturales MINISTERIO DE CULTURA Edita: © SECRETARÍA GENERAL TÉCNICA Subdirección General de Publicaciones, Información y Documentación © De los textos y fotografías: NIPO: 551-09-086-4 ISBN: 978-84-8181-412-5 Depósito legal: Imprime: índice Introducción .............................................................. 11 Itinerario ................................................................... 27 Salas . ........................................................................ 39 La escalera ............................................................... 41 Sala I. El vestíbulo ...................................................... 45 Sala II. La antecámara .................................................. 51 Sala III. El antesalón .................................................... 57 Sala IV. El salón de baile................................................ 67 Sala V. El antesalón ...................................................... 75 Sala VI. La sala de los costumbristas andaluces ..................... 81 Sala VII. La sala de los costumbristas andaluces .................... 85 Sala VIII. La saleta de los costumbristas madrileños ............... 89 Sala IX. La salita ......................................................... 93 Sala X. El pasillo ........................................................ 99 Sala XI. El comedor .................................................... 103 Sala XII. El anteoratorio ............................................... 109 Sala XIII. El oratorio ................................................... 115 Sala XIV. La sala de juegos de niños .................................. 121 Sala XV. El boudoir ..................................................... 127 Sala XVI. La alcoba femenina ......................................... 133 Sala XVII. El gabinete de Larra ....................................... 139 Sala XVIII. La sala de la Literatura y el Teatro ...................... 147 Sala XIX. El fumador ................................................... 157 Sala XX. El gabinete .................................................... 163 Sala XXI. El dormitorio masculino .................................. 171 Sala XXII. El despacho ................................................. 179 Sala XXIII.La sala de billar ............................................ 189 Sala XXIV. La estufa o serre ............................................ 198 Sala XXV y XXVI. La sala de interactivos y el teatrino ........... 200 Bibliografía ................................................................ 203 El Museo del Romanticismo ····· El Museo del Romanticismo –movimiento cultural y político que logró su apogeo en toda Europa durante las primeras décadas del siglo xix y que significó una nueva concepción del mundo– está situado en un palacio de estilo neoclásico, realizado bajo la dirección del arquitecto Manuel Rodríguez en 1776, por encargo del marqués de Matallana. Es una construcción amplia, de línea horizontal, con un gran balcón central y otros cuatro menores que lo acompañan a cada lado. La fachada principal está adornada con el escudo que corresponde a quien fue propietario del palacio en 1850, el conde de la Puebla de Maestre, y en su interior dos patios y un precioso jardín organizan el espacio y dan luz y ventilación. A partir de junio de 1921, fue sede de la Comisaría Regia de Turismo, organismo creado por el rey Alfonso XIII, bajo la dirección del marqués de la Vega-Inclán. Desde su fundación, en 1924, el Museo ocupó este inmueble, ubicado en la calle de San Mateo. Finalmente, el Estado lo adquirió en 1927. Al entrar en el vestíbulo, una puerta con cristales, reproducción de la primitiva, da paso al zaguán, en el que se exhibe –frente a la taquilla– el busto en bronce del fundador del Museo, Benigno Vega-Inclán (Valladolid 1858-Madrid 1942), cincelado en 1931 por Mariano Benlliure. INTRODUCCIÓN V El fundador del Museo ····· ega-Inclán fue uno de los protagonistas de la vida cultural española y llevó a cabo infinidad de proyectos de la más variada índole. Fue desde arquitecto restaurador (el Barrio de Santa Cruz y el Alcázar en Sevilla o la Sinagoga del Tránsito en Toledo), hasta creador de instituciones culturales y museos (la Casa del Greco en Toledo y la Casa de Cervantes en Valladolid). Sus inquietudes, centradas en la revalorización, conocimiento y difusión del Patrimonio Cultural Español, quedaron materializadas en el año 1911 cuando Alfonso XIII creó la Comisaría Regia de Turismo –que, desde junio de 1921, se instaló en el edificio que hoy ocupa el Museo–. Al frente de la misma, se dedicó al estudio y promoción de los medios para el fomento del turismo –que entendió, de forma precursora, como “turismo cultural”–. Aplicó una metodología turística sin precedente, actuando en la red viaria (itinerarios marítimos, ferrocarriles y carreteras), creando una cadena de alojamientos de variada escala (hoteles como el Palace fueron replanteados por él, ideó los Paradores Nacionales y construyó los dos primeros –Gredos y Mérida– y realizó alojamientos para el turismo rural en albergues, balnearios y casas rurales) y divulgando la cultura artística y las tradiciones (monumentos, museos, parques naturales, paisajes, tipos humanos y folclore). Dedicó muchos esfuerzos a rescatar del olvido valiosos edificios y restos históricos y fue innovador respecto a los criterios a aplicar en la restauración arquitectónica, evitando la reinvención y las reconstrucciones falsificadoras tan características del momento. Entre sus principales intervenciones pueden señalarse las de los conjuntos monumentales de la Alhambra y el Generalife de Granada, el Alcázar sevillano, la Casa del Greco y la Sinagoga del Tránsito en Toledo o la Casa Cervantes en Valladolid. También en Sevilla rehabilitó el Barrio de Santa Cruz y sus Hospederías, que fue uno de los primeros planes urbanísticos llevados a cabo en España dentro de un casco histórico. Fue el impulsor del Museo del Greco en Toledo, un museo monográfico dedicado a la figura del pintor cretense, por quien sentía especial predilección. Por otro lado, su interés por el siglo xvii le llevó a recuperar la casa que habitó Cervantes en Valladolid, convertida en biblioteca y museo. El proyecto de creación del Museo Romántico fue una de sus obras más deseadas y también en la que encontró mayores dificultades. Valoró en su justa medida el siglo xix español, sobre el que recaía, en esos momentos, un espeso silencio y una total falta de interés. En 1924 vio la luz el Museo Romántico, que se inició con la colección personal que había reunido el marqués a lo largo de su vida y que contenía no sólo pintura, sino también otros objetos de mobiliario y artes decorativas. Entre las piezas más destacables que donó, figura el maravilloso cuadro “San Gregorio Magno” de Francisco de Goya, pintor que consideró, de forma anticipadora, como precursor del Romanticismo. A través de su actividad personal y de su fuerza para implicar a la Administración Pública y a las instituciones en diferentes proyectos, el marqués de la Vega-Inclán dedicó toda su vida a recuperar y difundir el Patrimonio, no solamente histórico y artístico, sino también cultural en el más amplio sentido de la palabra. E El nuevo plan museológico ····· l edificio ha pasado por diversas fases de rehabilitación y restauración. En 1944 se acometió una restauración que afectó a la fachada, crujía de la calle Beneficencia, la escalera y la decoración de las salas, así como al arreglo de los pasillos y del pequeño jardín. Desde ese año, la exposición permanente no había sufrido apenas cambios hasta la actualidad. Posteriormente, en el año 1996, se terminó otra fase de restauración, que afectó sobre todo a los espacios bajo cubierta y a la planta baja. En esta última fase de rehabilitación se ha intervenido en algunas zonas de la planta baja, como los patios y el vestíbulo, se han ganado espacios bajo el patio, para almacenes y vestuarios y se ha llevado a cabo el proyecto museográfico de las salas de exposición permanente. Se sitúa en un edificio o palacio construido a finales del siglo xviii, que fue habitado durante el periodo romántico por la familia del conde de la Puebla del Maestre. Cuando el marqués de la Vega-Inclán lo alquiló, en 1920, para instalar la Comisaría Regia de Turismo, fundada por él, ya no vivían en el palacio sus propietarios y éste alojaba las oficinas y depósitos de la editorial Calpe, periodo en el que sufrió reformas en su planta baja y un incendio, que destruyó la decoración de sus salones. Por ello, el Museo fue concebido como una recreación de ambientes, ya que no contenía ningún testigo “auténtico” de lo que había sido durante la época romántica. Sin embargo, esta situación está lejos de suponer un inconveniente: las casas museo pertenecientes a una determinada familia o propietario pueden ser consideradas como un testimonio escrito o una página inamovible de la historia, lo que las obliga a permanecer siempre iguales a sí mismas. El Museo del Romanticismo, por el contrario, tiene una mayor libertad y flexibilidad a la hora de interpretar el pasado –más en consonancia con la museología actual–. Para llevar a cabo este recorrido “didáctico” y creativo por el siglo xix ha sido necesario, como primera condición, ser muy meticulosos con las reconstrucciones, evitando puntos de vista subjetivos y documentándose muy exhaustivamente. Recrear la forma de vida, las habitaciones y las estancias de un periodo histórico concreto es una difícil labor, que requiere una considerable investigación, planeamiento y recursos. Por ello, aunque ya la idea primigenia del Museo consistía en la reproducción de ambientes, en el nuevo plan museológico se ha remarcado especialmente esta cuestión, mejorando la circulación, ampliando los itinerarios y la temática de éstos, solucionando muchas carencias del anterior montaje y, sobre todo, subrayando su condición de casa museo. Todo ello ha supuesto un importante trabajo previo, que abarca desde estudios arquitectónicos sobre el edificio –estudio patológico y una investigación histórica-arquitectónica-documental– hasta cuestiones meramente decorativas u ornamentales. Se ha tenido en cuenta cómo estaba estructurado el inmueble, cómo eran las habitaciones, los espacios privados y públicos, las zonas nobles y de servicio, etc. Se han investigando antiguas trazas de ventanas y puertas, la disposición de las habitaciones, los colores originales de las paredes, la decoración de los suelos para buscar, en definitiva, cómo era y cómo se vivía en este palacio y las modificaciones que ha ido sufriendo en su estructura original. Al no tener la necesidad de representar a una determinada familia o personaje, ha sido posible abstraer las características generales de la forma de vida de una familia anónima, que deberán coincidir, lo más objetivamente posible, con la manera en que se desarrollaba la vida cotidiana de una clase social definida –la nobleza de viejo cuño y la nueva burguesía–, con un modo de vida “particular” y con unas costumbres, formas, rituales, gustos y sentimientos determinados. El montaje del Museo responde a una reconstrucción de interiores, basada no tanto en la funcionalidad de los espacios, como en la forma en que la habitación pueda expresar el carácter de su posible propietario, la manera en que refleja su alma. No se trata de hacer una réplica de una casa estéril e impersonal, de habitaciones inmaculadas en las que se ha eliminado toda huella de que están habitadas por seres humanos. Tampoco se trata de recrear un ambiente muy ordenado, con obras de arte y decoración artística laboriosamente situadas. La idea es recrear un ambiente que logre dar la sensación, aunque difícil en un museo, de estar habitado y vivido, evitando que la elegancia de los elementos o la formalidad del entorno creen un aire de artificiosidad. C Una casa museo ····· omo se ha dicho, el Museo del Romanticismo –nueva denominación, más lógica, que ostenta en la actualidad– responde a una tipología museística específica: la de casa museo. Custodia un patrimonio que no solamente es material y visible –la propia casa, los muebles, los objetos decorativos, las artes gráficas, la pintura, los textiles, etc.–, sino también inmaterial y alusivo, que hace referencia a los usos de la habitación, los roles familiares, los hábitos sociales, las modas, los gustos, la forma de vida, etc. A través de una documentación y un estudio exhaustivos, se recrean diversas salas y ambientes, tal y como se supone que deberían encontrarse en un domicilio burgués del periodo, con el fin de explicar el desarrollo de la vida cotidiana de una determinada clase social. En su calidad de casa museo, es capaz de informar al visitante sobre diversos aspectos de una sociedad, de una época y de un periodo artístico como el Romanticismo –cuyos límites cronológicos en España se sitúan durante el reinado de Isabel II (1833-1868)–. Además, su discurso ofrece la posibilidad de llegar a conocer cómo se desarrollaba la vida cotidiana de una determinada clase social: sus ideas, preferencias, gustos, tendencias artísticas y decorativas, creencias, jerarquías sociales y sexuales, educación, ocio, nivel de tecnología, etc. El resultado es una combinación en la que la microhistoria y la macrohistoria encuentran una síntesis narrativa eficaz. Precisamente por tratarse de una casa museo es una suma de elecciones impuestas por los ambientes, por la disposición de cada una de las estancias, en relación con los espacios, con sus secuencias, con las variaciones de la luz, con los lazos que queremos que se lleguen a crear entre los objetos y la intrincada trama de interrelaciones que se establecen entre éstos y los acontecimientos históricos, artísticos y sociales de la época. Sentida como una creación desde dentro, parece que los posibles habitantes de la casa dejaron su impronta en ella a través de los años. Es evidente que los interiores pueden ser considerados como elementos parlantes, donde las habitaciones y los objetos, están investidos de valores afectivos y de sentimientos; forman parte integrante de las relaciones de las personas que habitan el espacio y crean con ellas una correspondencia psicológica. La idea de “atmósfera vivida”, que preside el montaje del Museo, consolida lo que podemos denominar como “el poder de los objetos”. El impacto que siente el visitante al ver (los cuadros, los dibujos y estampas, los muebles, las arañas, las porcelanas y floreros de flores artificiales, palidecidas por el tiempo bajo fanales de cristal, los autómatas, los mudos juguetes, las pistolas de duelo, los libros y las cartas), oir (el crujido de la madera, los relojes que continúan dando las horas, los móviles o cajas de música) u oler (la cera, el cuero, etc.), en fin, el pasear por esta vieja casa, es imposible que se aprecie en una fotografía o en una película. Es una experiencia única e irrepetible, cada vez más difícil de encontrar en la actualidad. S Un Museo moderno y abierto ····· in embargo, se debe tener en cuenta que nuestra prioridad no es únicamente la reproducción fidedigna de un determinado ambiente: se trata de convertir espacios que fueron concebidos para ser habitados, en lugares de utilidad pública, con unos objetivos didácticos, que son el fin y la filosofía fundamental de todo museo. Es por ello que queremos aunar dos mundos teóricamente irreconciliables: una casa, un lugar íntimo en el que, todavía hoy, se pueda respirar la forma de habitar de una determinada época y, por otro lado, un espacio de dinamismo y de progreso, con una importante política de actividades, es decir un lugar de exhibición pública, en el que se deben garantizar unas condiciones de exposición adecuadas y que tiene como fin último la enseñanza y el deleite del visitante. El Museo del Romanticismo no renuncia al dinamismo, la apertura y la modernidad que ofrece la museología contemporánea y apuesta por una amplia política de actividades, que ofrezca al visitante la posibilidad de encontrarse con un museo vivo, abierto, un lugar donde se aprenda a interpretar el pasado de una manera creativa y en armonía con los tiempos actuales. No podemos olvidar que el movimiento romántico, tras la máscara de lo que parecía una nostalgia por el pasado, escondía una profunda modernidad, una manera de sentir y aprehender la existencia, sin la cual sería imposible entender el mundo contemporáneo. La casa era un lugar de lucimiento social, pero también era un mundo aislado, en el que sólo estaba permitida la entrada a unos pocos. Sin embargo, los tiempos han cambiado y desde dentro invitamos a todos a embarcarse en este apasionante y único viaje hacia el siglo xix, lo que consideramos es el fin último de la visita al Museo del Romanticismo. E ¿Qué es el Romanticismo? ····· l Romanticismo es un movimiento artístico y literario que se impuso en Europa en los primeros años del siglo xix. Sus características y cronología varían mucho de unos países a otros. Es muy difícil ofrecer una definición concisa de lo que es el Romanticismo, ya que abarca un conjunto de fenómenos muy diversos, en los que el aspecto subjetivo es fundamental. No es tanto un estilo como una manera de sentir y de entender la vida, una concepción nueva del mundo. Si hay algo que define a este movimiento es, precisamente, la idea de contradicción, la inestabilidad y variabilidad del significado, del uso de las palabras, los estilos, los actos, etc. Aunque el movimiento romántico europeo no fue idéntico en los diferentes países y tuvo en cada uno de ellos diferentes modos y cronologías, podemos hablar, de manera simplificada, de una serie de rasgos y temas recurrentes: – Primacía de los sentimientos y las emociones frente al racionalismo ilustrado. El hombre romántico da rienda suelta a sus emociones personales, que basculan desde los momentos más plenos de entusiasmo, hasta una melancolía casi enfermiza. – Eclosión de un acentuado individualismo. El culto al yo, centro y objeto máximo de la vida espiritual, es, en oposición a la rígida disciplina neoclásica, uno de los rasgos centrales de este movimiento. – Se produce una preponderancia de la inspiración y la imaginación como fuentes artísticas y de conocimiento. El Romanticismo, que en realidad es una “manera de sentir”, confiere a la obra de arte la capacidad de su- gerir una realidad más profunda e insondable, por detrás de aquello que percibimos habitualmente. – El ansia de libertad, producto de ese acendrado individualismo romántico, incidirá en todos los órdenes de la vida y el arte. Opuesto a ésta, aparece el tema del destino, como muestra del sentimiento de frustración que domina al romántico. – Hay en el romántico una fuerte tendencia al escapismo, fruto del rechazo del presente y de la realidad externa, que no le satisface, por lo que suele buscar un ideal inalcanzable. El mundo cotidiano le parece gris, mediocre, pobre, incapaz de satisfacer sus ideales y, de ese sentimiento de decepción y de desengaño, surge la inadaptación que le llevará a rebelarse o a huir. – La exaltación de los valores nacionales y de lo popular provoca en el romántico un fuerte interés por la historia. Éste bucea en el pasado en busca de los rasgos peculiares de la personalidad nacional, bien para lamentar su desaparición, bien para descubrir unos valores que se deben preservar y defender como los pilares en los que asentar el futuro. E El Romanticismo en España ····· l Romanticismo es uno de los momentos más conflictivos de la historia de España. En este periodo de tiempo, que comprende aproximadamente el reinado de Isabel II (1833-1868), ocurren muchos acontecimientos: alternancias de partidos, cuarteladas, revoluciones, guerras, inestabilidades sociales y económicas, desamortizaciones, avances tecnológicos, epidemias y una pluralidad de formas de vida, sentimientos, ideologías, costumbres, etc. El movimiento romántico penetró muy tardíamente en nuestro país, debido a la Guerra de la Independencia y a sus consecuencias y, especialmente, a la vuelta al Absolutismo más radical. Se debe tener en cuenta que a la muerte de Fernando VII, en 1833, el Romanticismo todavía luchaba por imponerse. Hasta los años cuarenta no se asienta definitivamente y, cuando lo hace, se trata de un movimiento de signo moderado, sin el suficiente nervio y fuerza para impulsar un arte verdaderamente original y nuevo. Mientras que en otras naciones europeas –como Inglaterra, Francia o Alemania– la revolución burguesa había conseguido –en los primeros años de la centuria– un gran crecimiento basado en la industrialización, España, a finales del siglo xix, todavía era un país muy poco industrializado, dependiente de las inversiones extranjeras y con enormes contrastes: los avances en la siderurgia y el ferrocarril convivían con el estancamiento del campo, donde malvivían millones de campesinos sin tierras. Pero también es verdad que los treinta y cinco años que se sucedieron desde 1833 hasta 1868, conocieron la realización de un agitado proceso revolucionario global en España, que sustituyó el régimen señorial en crisis por un nuevo sistema –el capitalis- mo–, que supuso una transformación profunda de las bases económicas y sociales y afectó a la forma de propiedad, a los sistemas de trabajo y producción y a la situación de las clases sociales. En estos momentos emerge una burguesía comercial, financiera e industrial, una clase media deseosa de crear su propio destino y de afirmarse, implantando su ideal de vida y sus valores. Poco numerosa en los albores del siglo, esta clase media, que oscila entre dos jerarquías sociales –pueblo y aristocracia– irá tomando progresivamente conciencia de sí misma a lo largo de la centuria. El hombre medio se proyecta también a través de la vía estética y se impone como tema, tanto a los escritores, como a los artistas plásticos decimonónicos. El interés por captar las clases medias, sus valores, sus ambiciones y su comportamiento social, se convertirá en el tema por antonomasia. La revolución liberal burguesa influyó decisivamente en el arte, no sólo por los cambios socioeconómicos que introdujo, sino también por la aparición de un nuevo estilo de vida, que tendrá su reflejo artístico en el cambio de gusto que provocó. L Las colecciones del Museo ····· as colecciones del Museo se caracterizan por su riqueza y heterogeneidad. Este aspecto, contribuye a enfatizar su condición de casa museo y respalda la propuesta expositiva, basada en una recreación de ambientes. Además, el Museo cuenta con un interesante archivo histórico y una biblioteca monográfica especializada. En la colección de pintura del Museo pueden encontrarse obras de importantes artistas, considerados como precedentes del mundo romántico (Francisco de Goya, José Aparicio Inglada y Vicente López Portaña, entre otros). A partir del segundo tercio del siglo xix, algunos géneros pictóricos, en los que se reflejan los valores e ideas del Romanticismo, adquieren entidad propia. Es el caso del paisaje, desarrollado por artistas como Jenaro Pérez Villaamil o José Elbo o el fascinante mundo del orientalismo, que incluyó también, influenciado por la visión de algunos viajeros extranjeros, el supuesto exotismo de nuestro país. En cuanto a la pintura costumbrista, existe una amplia representación de las escuelas madrileña y andaluza. Otro género es la pintura de historia, testigo de algunos acontecimientos de la época o de episodios del glorioso pasado español. En el campo del retrato destacan también los artistas más relevantes del momento, como Federico de Madrazo, Carlos Luis de Ribera o Antonio María Esquivel. En lo relativo a la miniatura, la colección está integrada por unas doscientas setenta y cinco piezas, en su mayoría retratos. Es un conjunto muy heterogéneo, en el que predominan los autores españoles y franceses. Durante el siglo xix se produce el cambio en la consideración del dibujo como género artístico alcanzando identidad propia. La colección del Museo comprende piezas de gran calidad y diversas técnicas, con asuntos como vistas de Madrid, escenas costumbristas y, sobre todo, retratos. La colección de estampas, una interesante fuente documental para el estudio del siglo xix, es una de las más importantes del Museo, tanto por cantidad –casi tres mil piezas– como por calidad y variedad. Entre las técnicas más empleadas destaca la litografía, como procedimiento más habitual, que posibilitó la publicación de una gran cantidad de libros y revistas ilustradas. Formada por más de cuatro mil fondos, la colección de fotografía del Museo destaca tanto por la variedad de técnicas, como por su riqueza temática. En lo que respecta a las primeras, abarca la mayoría de los procedimientos fotográficos –desde los daguerrotipos y ambrotipos, hasta los procesos de producción en la era industrial y las técnicas fotomecánicas– lo que permite recorrer la historia de la fotografía desde su nacimiento, en pleno movimiento romántico. También son destacables los ingenios visuales, como las fotografías estereoscópicas y la excepcional colección de diaphanoramas. La colección de mobiliario se compone de alrededor de seiscientas piezas, con una cronología que abarca desde el reinado de Fernando VII hasta el de Isabel II. El mobiliario se asocia con la decoración de cada una de las estancias del Museo, y refleja las tendencias de la moda del momento. El estilo Imperio francés, caracterizado por la solidez de sus formas y la profusión de motivos decorativos, se impone durante el periodo fernandino y pervive bajo la regencia de María Cristina, con algunas novedades. Pero la mayor parte de los muebles conservados en el Museo pertenece al periodo isabelino. Estos se caracterizan por la búsqueda de comodidad y confort, además de por su tipología formal y decorativa, que se hace eco de la moda historicista, caracterizada por la riqueza de materiales, el gusto por lo exótico y la profusión de tapicerías. Las artes decorativas están igualmente bien representadas. La cerámica y la porcelana se encuentran presentes en sus múltiples formas y diversas procedencias: desde cerámica estampada española, como la realizada en las fábricas de Sargadelos, La Cartuja, Cartagena, Valdemorillo, etc., o bien de procedencia inglesa, porcelanas de París, Sèvres o Meissen, hasta las lozas más populares de Talavera o Puente del Arzobispo. Cabe destacar además, el excepcional conjunto de barros andaluces y murcianos de temática costumbrista. También tiene entidad propia como conjunto la colección de abanicos, que abarca todos los estilos decimonónicos, desde los pequeños ejemplos de estilo Imperio, hasta los enormes pericones de finales del siglo xix. Otros complementos son también dignos de subrayar, como la joyería, que presenta una gran diversidad de materiales –oro, plata, acero, ebonita, lava o cabello natural– o las labores manuales femeninas, que se pusieron de moda en la época, a través de objetos realizados en los más singulares componentes, como cabello, conchas, animales y plantas disecados. Otras colecciones presentes en el Museo son la de escultura, la indumentaria –complementos y otras prendas–, los juguetes –muñecos, juegos de mesa, autómatas, elementos de recreo, etc.–, los objetos del ajuar doméstico y personal –juegos de tocador, juegos de escribanía, juegos de fumador, etc.–, los elementos de higiene, las armas, la numismática, los objetos de devoción y religiosos, etc., que contribuyen a recrear los usos y costumbres de la época. ITINERARIO A La planta baja ····· l fondo del zaguán, flanqueando la cancela de hierro y cristal que abre al primer patio, encontramos dos importantes retratos de la reina romántica y su consorte, pintados en Madrid, en 1852, por el gaditano Ángel María Cortellini (1819-post. 1887), pintor honorario de cámara. El rey consorte, Francisco de Asís, es retratado siguiendo la forma convencional de representación de la realeza: ataviado con uniforme militar de gala, sobre el que luce diversas condecoraciones –entre las que destaca la Orden del Toisón de Oro y la Gran Cruz de la Orden de Carlos III– con el bastón de mando en la mano y la corona real sobre cojín. La inexpresividad del retratado y su inmovilidad acercan este cuadro a la primera etapa de la fotografía documental. El retrato de Isabel II, que forma pareja con el anterior, incluye igualmente los símbolos de la realeza –la corona y el cetro– y capta a la reina en un interior palaciego, mirando al espectador, con traje azul de gala, de amplio escote de barco con encaje rematado con perlas, y tiara en la cabeza, sobre el velo. Este cuadro es prácticamente igual al realizado, en 1850, por Federico de Madrazo –con la reina de cuerpo entero– para la embajada de España ante la Santa Sede, del que existen varias copias de diversos pintores. Atravesando esta cancela y los dos bonitos patios a continuación, se da paso a una zona semipública del Museo, sin colecciones ni exposición, dedicada especialmente a actividades e investigación: la biblioteca –monográfica sobre el Romanticismo–, el auditorio y el área de educación, estas dos últimas dependencias con posible entrada independiente por la calle Beneficencia. Volviendo al zaguán, nos encontramos, a la derecha, justo al lado de la entrada y sin atravesar la cancela de cristal, la bella y recoleta sala de exposiciones temporales. Entrando ya en el Museo, pero esta vez en el lado izquierdo, se sitúa la tienda y, a continuación, las salas del jardín, denominadas así porque dan paso a un sorprendente jardín romántico, pequeña naturaleza encerrada en la que un magnolio ha crecido prodigiosamente buscando la luz, entre las enredaderas y la hiedra, y donde se escucha el tranquilizador sonido del agua que proviene del surtidor de la fuente. En el zaguán se sitúa la escalera de acceso a la planta noble del edificio, donde se inicia la exposición permanente del Museo. La exposición permanente. Itinerarios ····· A lo largo del siglo la casa irá adquiriendo un mayor protagonismo, así como los conceptos de vida privada, ámbito familiar, confort, hábitat, etc. También será el lugar donde se definirán los roles respectivos de sus diferentes miembros (la familia), con sus correspondientes disposiciones espaciales, donde se ubicará a la mujer según la imagen social que se le exige, donde se irá definiendo progresivamente la existencia de los niños, donde se “esconderá” y reducirá a la servidumbre, donde se entrelazarán los sentimientos, ideas, ritos, intrigas, etc. El interior de la casa se fue haciendo cada vez más atractivo. Se fue convirtiendo en un lugar privado, con un sentido cada vez mayor de la intimidad, de identificación con la vida de familia. El principal objetivo del Museo es conseguir una correcta ambientación de la época, para lo que es necesario contar con una gran variedad de piezas de muy distinta naturaleza, que sean capaces de transmitir e ilustrar la vida cotidiana durante el Romanticismo: mobiliario, indumentaria y una inmensa diversidad de objetos de artes decorativas. Este leitmotiv constituye uno de los valores más importantes del centro, además de convertirse en uno de los mayores atractivos para el público. Itinerario ambiental. Vida cotidiana ····· Como museo dedicado al Romanticismo tiene encomendada la misión fundamental de transmitir al público en qué consistió este movimiento artístico y cultural. Esta misión cobra una especial relevancia porque es, desde su origen, una de las escasas instituciones museísticas de nuestro país dedicadas de forma monográfica a este periodo concreto y decisivo para nuestra historia y cultura. En torno a sus colecciones, se compone un discurso multilineal, que permite analizar en profundidad no solamente las características intelectuales y estéticas del momento, sino también aquellas relativas a los usos y costumbres de la sociedad urbana de la época. En este sentido, el Museo tiene una clara vocación didáctica y comunicativa, que permite el acceso de los ciudadanos a un conocimiento global del periodo, tanto desde el punto de vista artístico como antropológico. El visitante puede acceder a distintos tipos y niveles de información, a través de dos recorridos fundamentales: un recorrido ambiental, con especial referencia a los aspectos decorativos y al desenvolvimiento de la vida cotidiana en la época y un recorrido que sigue un criterio temático, en el que se muestran cuestiones históricas y políticas, además de artísticas. E studiando los planos actuales del Museo es fácil detectar la existencia original de, por lo menos, dos zonas diferentes dentro de la casa, que fueron evolucionando hasta llegar a la construcción más amplia de lo que hoy día es este palacio. En líneas generales, observamos dos bloques constructivos, que giran alrededor de los dos patios centrales y que se constituyen en dos fachadas diferentes, una en la calle San Mateo (que sería el núcleo de mayor importancia, donde se disponen las habitaciones más nobles o públicas) y otra posterior, en la calle Beneficencia (que correspondería a la entrada trasera y a una parte más privada, relacionada con el servicio y con la organización interna de la casa, y no con el lucimiento social). Destaca en la estructura del edificio la escalera de acceso a la planta noble, iluminada por una airosa linterna que recoge la luz natural. En el montaje del Museo se diferencian varios espacios domésticos, en función de las personas que los habitaban –ámbito de servicio, ámbito social, habitaciones diferenciadas por edad o por género, etc.– y también del grado de accesibilidad de los visitantes a la casa. Es posible separar un ámbito masculino (privado y semipúblico), donde destaca el gabinete, el dormitorio, el fumoir y la sala de billar; el femenino (privado y semipúblico), reflejado, entre otras habitaciones, en el dormitorio y en el coqueto boudoir; el infantil (privado), con su universo de juegos; y el de servicio, “los espacios escondidos”. Otros aspectos, como la higiene, los usos y costumbres de la época (la religiosidad, el vestido, la comida, el juego, la etiqueta, etc.), el mobiliario y la decoración, los artistas y artesanos o los niveles de tecnología, completan la visión ofrecida de la época. Itinerario temático. Aspectos artísticos Géneros En la casa isabelina y con respecto al pasado encontramos muchísimos cambios importantes. El techo desnudo, las paredes de piedra y el piso de planchas de madera de siglos anteriores fueron sustituidos por el refinado estuco, el papel o el entelado de la pared y las amplias alfombras en el suelo. Los muebles se especializaron, surgiendo diferentes tipos, que tuvieron en cuenta también las cuestiones ergonómicas. Hubo un aumento en la densidad de objetos y en la decoración, así como un efecto de “ablandamiento”, debido al almohadillado de los muebles, al papel pintado de la pared, las alfombras, las cortinas, los textiles, etc. Se dio también un triunfo de la tapicería en cortinajes y muebles; las telas se adueñaron de las habitaciones y fueron el único elemento unificador de los distintos gustos existentes en cada estancia. Se perfeccionaron los productos “industriales” y se difundió la fabricación en serie de diferentes tipos de objetos y ornamentaciones. La mezcla indiscriminada de recuerdos de todo tipo acumulados, consigue que sea realmente difícil extraer unas claras características de estilo. Tres son los aspectos fundamentales a destacar en estos momentos, descritos de forma sistemática por los viajeros extranjeros: el eclecticismo, la pérdida progresiva de calidad y de buen gusto y la imitación de modelos foráneos. Entre los muebles que acicalan la vivienda, predominan los que corresponden a los estilos de la época, fernandino, cristino e isabelino, combinados con muebles más exóticos, tan de moda por aquel entonces (chinerías, elementos árabes, orientales, etc.). En cuanto a la decoración, dominaba un total “horror vacui”, constituido por medio de todo tipo de objetos dispuestos de forma acumulada: bibelots (objetos pequeños de escaso valor), porcelanas, relojes, etc. que conformaban un hábitat humano donde convivían, de manera espontánea y, en ocasiones, un tanto arbitraria, viejas fotografías, recuerdos, instrumentos musicales, imágenes religiosas, mesas, tibores, libros, paisajes, pequeños escritorios, porcelanas y floreros, cajas de música, juguetes y muñecas, pistolones de duelo, libros y cartas, etc. E ····· l retrato adquiere ahora una nueva importancia, que se combina con ciertas características, que logran transgredir las normas académicas. Ya no se valora la idealización del personaje, sino que se tiende a resaltar la psicología del retratado, sus pasiones y preferencias. El paisaje evoluciona y desaparece como excusa de fondo. La naturaleza, alejada de tópicos bucólicos y pastoriles, se convierte en reflejo y acompañamiento de los estados de ánimo del artista, que se atreverá a expresar sus pasiones a través de la pintura. Los paisajes agrestes, recónditos, abandonados, salvajes y en libertad alcanzan valor por si mismos y sustituyen al ordenado telón de fondo del paisaje neoclásico. El costumbrismo es otra corriente que irrumpe con fuerza. Se trata de una exaltación de las características peculiares de una nación, región o ciudad, representadas a través de personajes y escenas tipificadas. Los usos populares o las escenas cotidianas captan el interés del artista, que consigue ver en ellos la poética de una vida más auténtica y la armonía del hombre con la naturaleza y la tradición. La intensificación del comercio en Oriente, las guerras en las colonias y la moda de los viajes influyen en la aparición del orientalismo. El anhelo de lejanía o evasión se podía focalizar de dos maneras diferentes: bien refugiándose en la historia, en los tiempos pasados y las culturas antiguas o viajando –ya fuera físicamente o con la imaginación– a otros lugares, lo que trajo como consecuencia la sed de aventuras característica de la época. Esto repercutió en la idealización de espacios geográficos como el Próximo Oriente y en los países considerados exóticos, categoría en la que, paradójicamente, se incluía también a España, que produjo una fascinación centrada en aspectos tales como la atmósfera de reminiscencias orientales, el misterio, el mundo caballeresco o la búsqueda de la naturaleza y de la vida más libre. El gusto por el Próximo Oriente y los países mediterráneos, el exotismo como nota dominante en la imagen de España, conducen a multitud de artistas foráneos a representar escenas de nuestra herencia oriental. La pintura de historia sufrió un importante cambio durante el Romanticismo. Ya no se trataba de ilustrar episodios del pasado con Itinerario temático. Aspectos artísticos Temas una enseñanza moral, sino de ser fiel a la realidad histórica, a la verdad de los hechos y, a la vez, conseguir insuflar sentimiento a la obra. La exaltación de los valores nacionales y de lo popular provocó un fuerte interés por el pasado, por los rasgos peculiares de la personalidad nacional, ya fuera para preservarlos y defenderlos o para lamentar su desaparición. Hay una revitalización de lo que se ha dado en llamar “orden cristiano feudal”, una valoración del pasado, de los orígenes, puesto que fue en los siglos medievales cuando nació y se formó Europa. La pintura religiosa continuó dando algunos frutos, bien fuera ajustándose a la oficialidad o alejándose de ella, en pos de una mayor expresividad e individualidad. Las inquietudes espirituales y filosóficas del hombre romántico contribuyeron a la aparición de algunos temas que habían sido apartados por el racionalismo dieciochesco: Dios, el alma, el sentido de la vida, el destino, etc. El antiguo arte cristiano se empleó como instrumento evocador de un mundo espiritual irreversiblemente perdido. Hubo un culto generalizado por las maravillas del arte, que habían sido sometidas a la destrucción del tiempo. A ello se unió una obsesión por la muerte y un gusto por lo lúgubre, lo fantasmagórico o lo sobrenatural, junto con el tema de las ruinas, símbolo de la caducidad y la inconstancia de la existencia. E ····· l Romanticismo, tanto en las artes visuales como en la literatura, es un movimiento en cuyo seno conviven y se enfrentan la tradición oficial (definida por la Academia) y los impulsos de progreso y modernidad. Las manifestaciones artísticas reflejan, por un lado, la decadencia de los valores caducos del Antiguo Régimen y, por otro, la búsqueda de una nueva estética, más apasionada y de tinte individualista. La exaltación de la libertad lleva al artista a rechazar todas las normas, tanto las que se refieren al comportamiento, como las impuestas tradicionalmente para la creación. Aparecen así nuevas categorías en el arte, nuevas teorías y medios. Se combina la poesía y la música para hacer “un arte total”. Hay una ruptura de los géneros tradicionales, que habían sido establecidos por el arte oficial. Los artistas llevan a cabo trabajos más personales y privados, como, por ejemplo, bocetos sobre la naturaleza, que expresan su visión más directamente. El color también es más apreciado por su poder para transmitir emociones y sentimientos, la pintura parece crecer de forma orgánica, fluyendo de la mente del artista y de su pincel, y no se limita, como ocurría anteriormente, a ser una cuidadosa imitación (idea clasicista de la mímesis). El mundo literario ejerció una influencia fundamental en las artes plásticas. Surgirán grandes literatos como Zorrilla, Bécquer o Larra. Unida a la figura de este último, aparece la temática del suicidio y la muerte: el hombre romántico da rienda suelta a sus emociones personales y nos las muestra, tanto en los momentos plenos de Itinerario temático. La época Acontecimientos históricos y políticos entusiasmo, como en los de una casi enfermiza melancolía, en una angustia constante, que acaba convirtiéndose en uno de los rasgos básicos del sentir romántico. La vida se presenta como un problema sin solución y, la existencia, en su inestabilidad, se siente dominada por fuerzas desconocidas. Los términos genio e inspiración adquieren un nuevo valor. Existe una imposibilidad, por parte del artista, de poder conciliar su arte con la vida en sociedad, de adaptar su inspiración y su genio al mundo del presente, lo que le distancia del resto de los hombres: genio y soledad. El concepto de originalidad se hace inseparable del mito del artista como ser incomprendido, solitario, difícil y combativo; cualidades que fueron recogidas luego por todos los movimientos modernos y que serán un ingrediente que ya no abandonará al arte hasta nuestros días. Entre los temas que tendremos ocasión de tratar durante nuestro recorrido por la exposición permanente del Museo destacan: la literatura y el teatro (literatos, dramaturgos y actores, la muerte del artista, el suicidio, el periódico y el folletín, temas literarios); el artista y el genio (el autorretrato, el coleccionismo, la música y el baile); el costumbrismo (los tipos, las costumbres e indumentaria, los bandoleros, contrabandistas y truhanes, la fiesta taurina); el Orientalismo y Medievalismo (el culto a las ruinas, los monumentos de la España medieval); el mundo infantil (los juegos, la muerte niña); el mundo femenino (la seducción, la familia, la relación madre e hija, el matrimonio); el mundo masculino (el hombre fatal, el intelectual, el lechuguino, el marino, el militar, el banquero, hombre de negocios y el coleccionista). A ····· través de las piezas seleccionadas es posible ofrecer también una visión general de los acontecimientos de este periodo: del absolutismo fernandino a la regencia de María Cristina, pasando por el reinado verdaderamente romántico de Isabel II, sus dificultades monárquicas con el carlismo, la Guerra de África y su fin con la Revolución de 1868. La crisis política, provocada por los partidos “turnantes”, a la que se unió la crisis económica y financiera, son el balance de un reinado de inestabilidad. SALAS E La escalera ····· n el zaguán se sitúa la escalera de acceso a la planta noble del edificio, con tribuna central, desde la que, durante los bailes de gala, se podía ver tocar a los músicos de la orquesta. En el espacio privado de la casa es donde se materializaban las miras de poder, en las que la idea de propiedad jugaba un papel fundamental: el propietario se rodeaba de una serie de objetos lujosos, no tanto por una necesidad innata de crear un entorno adecuado, como por la finalidad de deslumbrar a los otros. La casa se convierte entonces no en el espacio vital, sino en la esfera de influencia, del dominio y del patrimonio. Su aspecto exterior, la fachada, no necesitaba ser impresionante; su jardín y sus patios eran invisibles desde la calle. Dentro, sin embargo, la mayor parte de los objetos y los muebles estaban dispuestos para el lucimiento: juegos de luces y reflejos producidos por matices infinitos de dorados, que reverberaban en los espejos, como un eco que multiplicaba la propia imagen y la de los objetos que la rodeaban. Estos últimos, en mezcla indiscriminada de estilos, se disponían siempre de forma acumulada, densa, sin dejar espacios libres, como si fueran una vestidura capaz de absorber los más diversos escándalos. Narcisismo de la decoración, destinado sólo a impresionar a los hombres más superficiales. A ambos lados de la escalera, nos dan la bienvenida los protagonistas indiscutibles de esta historia: las nuevas clases adineradas, la burguesía, representada en los dos imponentes retratos de tamaño natural de Basilio de Chávarri y su esposa Rita Romero, pintados por el gaditano Ángel María Cortellini (1819-post. 1887) en 1861 y 1863, respectivamente. En ellos destaca el fino modelado, la atención prestada a los detalles físicos y, especialmente, la oportunidad de atisbar un rico interior palaciego, con abundancia de mármoles, textiles, cortinajes, alfombras con diseños florales y todo tipo de accesorios, que son descritos de manera minuciosa. Al final del periodo isabelino, la aristocracia del dinero se afirmó con la construcción de nuevos palacios y palacetes, que gozaban de un aislamiento, unos jardines y una amplitud de entorno que contrastaban con los antiguos caserones en los que seguía afincada la vieja nobleza madrileña. El Madrid moderno del ensanche –aprobado por el gobierno en 1860– contaba con una urbanización que difería notablemente de la del interior del antiguo perímetro de las murallas: calles y construcciones más amplias, así como plazas, parques y paseos para el disfrute público. El caballero, elegantemente vestido, parece que se dispone a salir –no olvidemos que todavía el carácter del hombre se consideraba más público que privado–, con el gabán reposando sobre su brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha sujeta un sombrero de copa y los guantes. Reflejo de sus conocimientos intelectuales son los diversos libros –depositados sobre el velador y la mesita– que le rodean y contribuyen a la inequívoca consistencia de su persona. Se adorna, además, con la gruesa leontina de oro de su reloj de bolsillo y con diversas condecoraciones, entre las que destaca la placa de la Gran Cruz, correspondiente a la categoría de Comendador de Número (Orden que fue instituida por el rey Fernando VII el 24 de marzo de 1815, reorganizándose por Real Decreto de 26 de julio de 1847, en el que tomó el nombre de Real Orden de Isabel la Católica). La esposa descansa su brazo izquierdo sobre una consola y sujeta en la mano derecha un pañuelo de encaje. Peina su cabello con moño bajo y luce un espléndido vestido de baile escotado, adornado con collar de cuentas esféricas, pendientes, brazaletes, anillos y broche de camafeo con un retrato. La feminidad era también una cuestión de pura apariencia y no hay nada que adquiera un símbolo de identidad más importante que la ropa. El periodo romántico fue uno de los momentos históricos en que más se acentuaron las diferencias entre la vestimenta femenina y la masculina y cuando se ejerció un control más estricto sobre las transgresiones en esta materia. El arquetipo femenino del momento no tenía como única función el reflejo del ideal de belleza, sino que se constituía, además, en auténtico modelo de buen comportamiento: la mujer debía ser privada y doméstica. Ésta complacida por los interiores confortables y lujosos de la clase media, muchas veces se convertía en una propiedad más. La revolución liberal burguesa influyó decisivamente en el arte, no sólo por los cambios socioeconómicos que introdujo, sino también por la aparición de un nuevo estilo de vida, que tendrá su reflejo sobre todo en el retrato, que ofrece la oportunidad a esta nueva clase social de imponer su propia imagen. La burguesía, deseosa de emular a la nobleza y de mostrar su nueva y pujante situación, comenzó a adquirir arte para decorar sus mansiones, resaltar su distinción social y cultivar sus gustos con el fin de convertirse en verdadera elite. ............................. Ángel M.ª Cortellini Basilio de Chávarri 1861 Óleo sobre lienzo i sala El vestíbulo ····· L a primera sala del Museo hace las veces de hall o vestíbulo, elemento de recibimiento que da paso a la parte noble de la casa. Siendo la primera habitación con la que se encuentra el visitante, se sintetizan en ella algunas de las novedades y características de la casa isabelina, en la que encontramos ya importantes cambios con respecto a la forma de decorar del pasado: un aumento en la densidad de objetos y en la decoración, un efecto de “ablandamiento”, debido al almohadillado de los muebles, la profusión de alfombras, cortinas, textiles, etc., y un eclecticismo que revive indiscriminadamente estilos antiguos, modelos foráneos y tendencias estéticas muy diversas. La casa fue un lugar para el tiempo de ocio; era un lugar social, pero también privado; la etiqueta doméstica exigía un rígido ritual (tarjetas de visita, intercambios de notas, etc.). Era la época de la conversación, de los cotilleos, de la música, del juego, de todo un ritual en las visitas. Las novelas y, con ellas, la lectura, adquirieron popularidad, así como los juegos domésticos: los hombres jugaban al billar, las mujeres bordaban y todos juntos jugaban a las cartas. Se organizaban bailes, cenas y funciones teatrales de aficionados. La decoración de esta zona es bastante sobria, con paredes pintadas en un atractivo color verde y un mobiliario que contiene ya muchos de los “prototipos” más característicos del periodo romántico: sillería, velador, reloj de péndulo y mesa de juego. El mobiliario revela, tal vez más que la pintura, el espíritu de una época y es capaz de mostrarnos, desde el primer momento, el carácter de los posibles ocupantes de la casa. La sillería de nogal es de época Carlos IV y se inspira en los modelos Hepplewhite y Sheraton ingleses, con respaldos en forma de escudo y patas rectas y afiladas. En el centro se sitúa un velador decorativo de influencia medieval, de hacia 1840, que sigue las pautas de la moda gótica en los arcos apuntados, los perfiles poligonales, las dobles columnas y la base en forma de estrella octogonal, que evoca el perfil de las fuentes monásticas de este periodo. Estos elementos góticos son la versión mobiliaria del estilo “Catedral”, tan difundido en esos mismos años en las artes del libro, especialmente en la encuadernación. Aunque las primeras manifestaciones del estilo neogótico surgieron en Inglaterra en el siglo xviii, la aparición de elementos medievales en el mobiliario fue muy característico del Romanticismo y se relaciona con la obra de Eugène Viollet le Duc, en Francia y de Pugin, en Inglaterra, cuyos diseños, desde 1840, se extienden por toda Europa. En la pared de la derecha encontramos una interesante mesa de juego plegable, con tablero de dos hojas que se cierran en forma de sobre, mediante un mecanismo de bisagra y plataforma giratoria. Cuando esta pequeña y curiosísima mesa está abierta, el tablero se apoya directamente sobre su armazón; sin embargo, cuando está cerrada, se puede utilizar como mesa de arrimo o para soportar adornos. Este es un precedente de mueble multifunción y del precoz interés por el aprovechamiento del espacio que, desde ahora, será característico de las casas más “modernas”, en las que la organización y las funciones de los muebles y de los objetos son algo cada vez más específico. Un severo reloj de péndulo de estilo isabelino marca con su tictac la distribución del tiempo y ordena el acompasado y rígido ritmo de la vida doméstica burguesa. Una inscripción identifica a José Pradère como el autor de la pieza y a Mondragón como su lugar de realización. Desde el punto de vista del itinerario temático, esta primera sala se dedica a explicar, a través de las piezas seleccionadas, toda la problemática que se suscitó en torno al derecho de sucesión al trono de la reina romántica. La infanta contaba tan sólo tres años cuando, al morir su padre Fernando VII, comenzó su reinado, teniendo como regente a su madre María Cristina. Para ello fue necesario que su padre suprimiese la Ley Sálica que, desde Felipe V, privaba a las mujeres del derecho al trono. Esta irregularidad en la sucesión, se convirtió en el detonante de las Guerras Carlistas ya que, Carlos María Isidro, herma- no del monarca fallecido, se sentía más legitimado que su sobrina para acceder a la corona. Las pinturas y estampas con el rostro de la nueva reina niña fueron muy abundantes y tuvieron un matiz propagandístico. En muchas de ellas se muestra en toda su majestad, a pesar de tener tan pocos años, lo que contribuye a un cierto envaramiento e inexpresividad, que restan vitalidad al personaje. En el centro de la pared derecha se exhibe una obra del taller de Vicente López, con un marco espectacular; aunque la reina se resiente de falta de ternura infantil ya que, desde los tres años, la reina debía ser representada con la más regia majestad frente a quien quería hurtársela, su tío, el infante Don Carlos. A cada lado, el retrato del rey Fernando VII –en el que se muestra como un “ciudadano” cualquiera, posando en solitario, sin ningún atributo de su poder– y el de la reina gobernadora María Cristina –de Valentín Carderera (1796-1880)– que aparece en todo su esplendor, con capa de armiño y luciendo el “primer aderezo” que el rey le regaló con motivo de su enlace, formado con piedras preciosas que habían pertenecido a la madre del monarca. Para remarcar este parentesco lleva terciada, sobre el vestido, la banda de la Real Orden de la Reina María Luisa. Debajo, sobre la mesa de juego, un curioso barro popular policromado –procedente de la almoneda de bienes de la infanta Isabel, hija de Isabel II– en el que aparece la reina regente María Cristina como si fuera una representación medieval de la Virgen como trono de Dios, protegiendo y mostrando el Mundo a su hija Isabel, que está sentada sobre sus rodillas. A los lados, dos floreritos decorados con retratos de las dos reinas románticas y, sobre el velador, un bonito busto de Isabel II niña en alabastro. Más adelante en el tiempo, esta protección madre-hija se trasladará a la propia reina Isabel II que, en la monumental escultura de bronce y mármol, firmada por Victor Bernard (1817-1892) en Madrid, en 1852, aparece en compañía de su hija –la infanta María Isabel Francisca de Asís, la popular “Chata”– bajo el amparo de un ángel guardián. Enmarcando la puerta de salida encontramos otros dos espléndidos retratos de la reina niña. Tenían como finalidad fundamental dar a conocer su rostro de forma más cercana, en un claro intento de difundir su imagen entre las clases populares, con el fin primordial de reforzar el gobierno de la Regente, debilitado por la rebelión militar carlista. El primero, a la izquierda, firmado por Carlos Luis de Ribera (Depósito del Museo del Prado), aunque dentro del acusado acento oficial, ofrece algo más de naturalidad que el anterior. Se representa de cuerpo entero, en un interior palaciego, vestida con traje de gala blanco y manto de armiño, a los que se unen todos los símbolos que la acreditan como reina: el trono, la corona real y el cetro. Sin embargo, el de la derecha, el estupendo Isabel II niña, estudiando geografía, obra de Vicente López (1772-1850), es ajeno a la parafernalia oficial que solía acompañar a los retratos de la familia real, y subraya el aspecto más privado. Lo mismo ocurre con la litografía situada en la pared izquierda de la puerta de entrada, que reproduce una pintura de José Gutiérrez de la Vega, en la que la futura reina aparece con su hermana, la infanta María Luisa Fernanda y en la que se recrea una escena muy cotidiana, alejada de las complicaciones iconográficas que caracterizaron a los retratos reales. El lenguaje alegórico es también claramente propagandístico. Se vislumbra en obras al óleo, especialmente en la firmada por el valenciano José Ribelles Helip (1778-1835), que presenta a Isabel II niña y a su madre en el papel de liberadoras de la patria frente al carlismo. La alegoría también se refleja en la estampa, como la que reproduce una obra pictórica al temple, ejecutada por Vicente López, Isabel la Católica guiando a Isabel II. Fue litografiada en el Real Establecimiento Litográfico, en el año 1833, y está cargada de significación política, al igualar a la pequeña reina con su predecesora, simbolizando así su importancia para España y su legitimación dinástica. Otras estampas salidas de las prensas del Real Establecimiento Litográfico nos muestran la importancia que tenía la publicidad para el desarrollo de algunos acontecimientos políticos: el Juramento prestado por los próceres y procuradores del Reino a la reina gobernadora María Cristina, el día 24 de julio de 1834, con motivo de la solemne apertura de las Cortes o la Vista del interior del Real Monasterio de San Jerónimo durante la Jura de Su Majestad FernandoVII. ............................................................ José Ribelles y Helip Alegoría de España con la Reina María Cristina e Isabel II ca. 1833 Óleo sobre lienzo ii sala La antecámara ····· L a antecámara es “el espejo de la casa”, puesto que debe informar al visitante sobre la pujante situación social y económica de sus poseedores. Las paredes están estucadas en un exquisito color verde y el techo, en el que se finge el pabellón de un quiosco oriental, está pintado por Juan Gálvez y procede del Casino de la Reina (Depósito del Museo del Prado), palacete que la villa de Madrid regaló, en 1816, a la reina Isabel de Braganza –segunda esposa de Fernando VII–. Se levantaba junto a la Glorieta de Embajadores y estaba decorado con bellas pinturas murales de la mano de Vicente López (1772-1850), Zacarías González Velázquez (1763-1834) y Juan Gálvez (1774-1847). Posteriormente, en 1865, cuando era director del Museo del Prado Federico de Madrazo, pudieron ser rescatadas de la ruina y conservadas hasta nuestros días, gracias a que no se trataban propiamente de pinturas murales, sino que eran obras sobre lienzo, incrustadas en el techo a modo de “quadri riportatti”. La decoración se completa con seis cornucopias de madera dorada de estilo Rococó que, provistas de una bujía, producían una luz que reverberaba y se reflejaba en el espejo. En el centro de la sala, se encuentra un bello ejemplar de mesa-velador, cuyo tablero de alabastro lleva incrustaciones de piedras policromas. Su uso era múltiple, sirviendo tanto para jugar, como para tomar una colación y su forma, circular y con pedestal, fue muy frecuente en el momento. Sobre el mismo un interesante barro policromado con una sátira de la mo- narquía isabelina, en la que se representa a la reina Isabel II como una pesada carga para la acémila en la que cabalga, que simboliza la nación española. La sillería, de época fernandina, es de caoba y estilo Imperio; tiene respaldo rematado en copete dorado, decorado con motivos de palmetas y volutas simétricas. El estilo del mobiliario cultivado en España bajo el reinado de Fernando VII (1814-1833) equivale aproximadamente al Restauration francés y al Regency tardío inglés, aunque es más pesado y práctico, con predominio de las formas rectangulares, los chapeados lisos y las aplicaciones de madera dorada (raramente de bronce). Desde el punto de vista temático continuaremos con aspectos relacionados con el reinado de Isabel II, pero esta vez ya en relación con su mayoría de edad. Preside la sala el impresionante retrato de Isabel II dirigiendo una revista militar, firmado por Charles Porion (1814-1868?) en 1867. La reina comparece con traje y atributo de jefe de los ejércitos, con la insignia de Capitán General –una vez más, el arte oficial contribuye a legitimar el derecho al trono– mientras que su marido, Francisco de Asís, está en un segundo plano, tanto en el lienzo como en el escenario político. La presencia de los militares Castaños, Espartero y O`Donnell a la derecha, y Narváez, entre otros, a la izquierda, confirma el apoyo de las instituciones militares y gubernamentales a la soberana. Un pequeño óleo atribuido a Antonio María Esquivel recoge a ambos esposos –Isabel II y Francisco de Asís– en la fecha de sus bodas reales, 1846, cogidos del brazo y bajando por una escalera palaciega sobre un fondo ajardinado, pudiendo tratarse de un boceto preparatorio para un cuadro de mayor tamaño. Muy curiosa es la pequeña fuente de cerámica estampada –los objetos de uso se convierten en soportes de primer orden para propagar algunos hechos e ideas– realizada en Inglaterra por la conocida fábrica William Adams and Sons, con el tema de las Bodas de Isabel II y su hermana Luisa Fernanda, en la que aparecen junto a sus consortes –Francisco de Asís y el duque de Montpensier– en la Basílica de Atocha en 1846. Otro boceto, esta vez atribuido a Federico de Madrazo, presenta una dulce efigie de la reina, tocada con tiara de diamantes y velo, que mira al espectador en ligero giro a la izquierda. A ambos lados de la puerta de entrada se exponen un marco vitrina –que contiene las reales efigies de Fernando VII y de su hija Isabel II– y un interesante abanico, realizado en la fábrica de Juan Bautista Montunai (Valencia), en torno a 1833, con la representación de las virtudes de la princesa, que demuestra que los objetos ................................... Fuente Bodas de Isabel II y Luisa Fernanda ca.1846 William Adams and Sons. Inglaterra Loza estampada de uso diario podían servir también de soporte a su campaña de legitimación como reina. De la antecámara pasamos a la zona más noble y pública de la casa, constituida por un gran salón de baile y dos salones a cada lado, donde se exhibe el mobiliario y la decoración más suntuosa: importantes paredes enteladas, arañas de cristal, cortinas con pasamanerías y damascos, porcelanas doradas, chimeneas de mármol y grandes espejos, que reflejan la luz de las lámparas y multiplican las imágenes, ofreciendo una sensación de espacio más amplio y abierto. Así lo apreciamos en la jugosa descripción del escritor Antonio Flores que, en su obra La sociedad de 1850, describe un salón aristocrático: “... se encuentra en todas las casas un gran salón, con dos gabinetes colaterales, que ocupan los dos tercios y algo más de la superficie del edificio, que monopolizan toda la luz y todo el aire y que tienen a su disposición todos los balcones de la fachada principal. Estas habitaciones, que son las que dan tono y las que determinan la categoría del cuarto y el valor del inquilino que le ocupa, no faltan en ninguna de las casas de la corte. Verdad es que en ellas no se alojan ni el jefe de la familia, ni la mujer, ni los hijos, pero se guardan los muebles de más lujo y las alhajas de más precio que hay en el cuarto.” Es evidente la prioridad que se daba en esta zona a las apariencias frente a la intimidad, ya que la casa era, sobre todo, un escenario de teatro social. Por ello, en estas estancias no solía haber pasillos: cada habitación daba directamente a la siguiente, dispuesta en hilera o “enfilade”, con lo que se podía gozar de una visión continuada desde un extremo de la casa hasta el otro. ........................................................... Charles Porion Isabel II dirigiendo una revista militar (detalle) 1867 Óleo sobre lienzo iii sala El antesalón ····· E l primer antesalón comunica en “enfilade” con el gran salón de baile y está bellamente decorado, con paredes enteladas en seda dorada. El impresionante techo pintado procede, como el de la anterior habitación, del Casino de la Reina –específicamente del tocador del palacio–; es obra de Zacarías González Velázquez (1763-1834) y representa una Alegoría de la Noche (Depósito del Museo del Prado). El mobiliario es de estilo fernandino, una interpretación del Imperio francés, que llega muy tardíamente a nuestro país a causa de la Guerra de la Independencia. Es de corte rigurosamente clasicista, con formas sólidas y ostentosas, inspiradas en la Antigüedad grecorromana. La técnica de trabajo experimenta un descenso, pues aunque la base sigue siendo la caoba, maciza o chapeada, las todavía exquisitas aplicaciones de bronce del mueble original francés son aquí sustituidas por chapas troqueladas o por simples tallas sobre madera dorada. Sobresale el diván o canapé, de líneas muy elegantes, que hace juego con las pequeñas sillas de asiento circular y patas rematadas en garra de león –símbolo de poder–. Completa esta tipología del mueble fernandino el maravilloso tocador de caoba, de claro influjo francés, inspirado en el realizado para la emperatriz Josefina en 1809, la pequeña mesita rinconera, con vástago central en forma de cisne con alas desplegadas, y la importante consola de formas geométricas muy sólidas. Ejemplo de la importancia de la música en las veladas románticas es el precioso piano –en madera de palosanto y marquetería– de la casa Boisselot et Fils de Marsella, “Facteurs du Roi”, que construyó también expresamente para Liszt. Según reza una inscripción, en cartela sobre el teclado, este piano ganó la medalla de oro en la Exposición de París de 1844. Desde el punto de vista temático, en esta sala se explican los antecedentes históricos y políticos del Romanticismo español, con especial mención al fin del reinado de Carlos IV y la influencia de su valido Godoy, que dejaron el país en manos de los franceses, lo que desembocó en la Guerra de la Independencia. Protagonista indiscutible de los acontecimientos, Manuel Godoy, se ganó la simpatía de la reina María Luisa, esposa de Carlos IV, así como la antipatía del pueblo llano y de ciertos sectores de la aristocracia, que le culparon de la invasión de las tropas napoleónicas. Tras el motín de Aranjuez, tuvo que exiliarse, junto con la familia real, en Francia. A la izquierda de la puerta de salida se sitúa su excepcional retrato, de la mano de Antonio Carnicero (1748-1814), uno de sus artistas protegidos, le muestra –libre de la fastuosidad oficial requerida para captar la personalidad de tan emblemática figura– en su papel de hombre público, político e intelectual ilustrado. Comparece en su calidad de Príncipe de la Paz, título que le fue otorgado por el rey, coincidiendo con el acontecimiento de la Paz de Basilea, firmada con Francia en 1795. Este hecho se subraya por la presencia, sobre la mesa, de un mapa del Estrecho de Gibraltar, alusión al cambio de política que fue realmente el inicio de nuestras desgracias: la alianza con Francia y la guerra con nuestro anterior aliado, Gran Bretaña. En 1806 Francia exigió a España, igual que había hecho con todos los estados “aliados”, la colaboración para el bloqueo continental que había decidido imponer a Inglaterra. De esta forma, un ejército de 15.000 hombres, al mando del marqués de la Romana, Pedro Caro y Sureda, fue enviado al norte de Europa para vigilar puertos y aduanas. Al estallar la Guerra de la Independencia, el marqués decidió escapar a Dinamarca, burlando la vigilancia de las tropas francesas y acudir a la defensa de España, lo que logró con la ayuda de navíos ingleses, en los que regresó a su patria, trasladando la mayor parte del ejército expedicionario. La Academia de Bellas Artes de Cádiz decidió conmemorar este importante acontecimiento mediante la realización de un cuadro, situado a la derecha del espejo, El embarque del marqués de la Romana y sus tropas, que encargó, en 1809, a Juan Rodríguez, apodado “el Panadero” (1765-1830). El pintor, cuya producción era plenamente costumbrista, no quiso hacer un cuadro de historia al uso, por lo que, tanto por el tema elegido, como por su formato, consiguió crear una pintura más íntima y cercana, como realmente lo fue el hecho que narra: un ge- neral que se enfrenta a las órdenes militares recibidas, y que “deserta” para venir en ayuda de su país. Contamos además con un interesante Retrato del marqués de la Romana, de Vicente López (1772-1850). Se trata de un boceto, inspirado en estampas precedentes, ya que el protagonista había muerto en el momento de ser pintado por el artista. Lo que éste buscaba, no era tanto una copia exacta de la apariencia general del modelo, cuanto el .............................. Antonio Carnicero Manuel Godoy, Príncipe de la Paz 1796-1801 Óleo sobre lienzo ...................................................................... José Aparicio Desembarco de FernandoVII en el Puerto de Santa María 1823-1828 Óleo sobre lienzo hecho de recoger, a través de la expresión facial, la tremenda humanidad e importancia del personaje que fue no solamente uno de los más brillantes y respetados militares –defensores de la patria desde la época de Carlos III– sino también un intelectual y humanista hasta el final de sus días. Interesante también es el cuadrito anónimo, en el muro a la izquierda de la entrada, que lleva el sugerente título de Alegoría de la Unión de Inglaterra y España contra Napoleón. No conocemos ninguna otra pintura con esta temática –más propia de la estampa– en la que se sublima el odio y el rencor hacia los invasores franceses, a través de imágenes alegóricas. En este caso, dos representaciones femeninas de Inglaterra y España –caracterizada como la Diosa Minerva– rechazan a la figura de Napoleón, que aparece con la copa de veneno, el áspid y el manto de armiño –símbolos del reinado del mal– intentando envenenar a ambas naciones. También en los cuadros, estampas y esculturas del momento encontramos un gusto por la muerte heroica, dramática y emotiva. La preferencia por las gestas de carácter nacionalista llevó a cultivar el tema de la Guerra de la Independencia, acontecimiento patriótico relativamente reciente, que dejó una huella profunda en la historia de España y que tenía un valor de enseñanza para el futuro. Paradójicamente, no existen obras pictóricas –con la exclusión evidente de Goya– que tengan como asunto el inicio del conflicto, sucedido el Dos de Mayo de 1808 en Madrid. ............................................ Jarra de bola con el general Palarea, Talavera de la Reina ca. 1815 Loza La muerte de Daoíz en el Parque de Artillería de Monteleón, de Leonardo Alenza (1807-1845) –colgado a la izquierda del espejo– es la primera pintura conocida con esta temática y fue llevada a cabo muchos años después, en 1835, por un artista que no se interesó nunca por la pintura de historia y que, además, no había sido testigo directo de los hechos. En este cuadro ha desaparecido la minuciosa descripción y se ha llevado a cabo una voluntaria reducción sintética. Esta forma de pintar –con tendencia a la paleta oscura, así como a una expresividad en el trazo– es moderna para el momento, de mayor libertad y franqueza. Podríamos pensar que se trata simplemente de un boceto, donde el artista se muestra mucho más personal y libre que en los tradicionales y académicos lienzos de historia. Frente a las grandes batallas y a los ejércitos regulares, se perfiló otra forma de lucha: la guerrilla. Los soldados franceses utilizaron el término petite guerre –guerra pequeña– para designar a esas partidas que, en reducido número, dificultaban las operaciones militares imperiales. La importancia militar de la guerrilla en el conflicto fue innegable –llegó incluso a colaborar eficazmente con unidades regulares– y constituyó también una valiosísima ayuda para las tropas británicas en la Península. El guerrillero se convirtió en un mito, aunque, en ocasiones, su figura estaba más próxima al bandolero que al patriota. La generación romántica fue la que lo encumbró como héroe, asimilando muchas de sus características iconográficas al tipo del bandolero y contrabandista. En todo caso, estos guerrilleros fueron muy queridos por el pueblo, ya que encarnaron el modelo del héroe liberador, que no se contentaba con luchar por sus propios intereses, sino que decidía resistir también para liberar a todos sus compatriotas. El pueblo se identifica con estos héroes, cuya existencia tiene lugar siempre al borde del precipicio, del peligro. Se les representa –como en el curioso retrato al temple sobre cartón, colgado sobre la vitrina derecha, de Juan Palarea, “el Médico”– siguiendo una iconografía más popular que se vale, para subrayar la valentía y virilidad del personaje, del uso de ciertas exageraciones expresivas, como los gestos algo altivos y desdeñosos, los fuertes contrastes de luz y de sombra en la cara o la exageración de los detalles, como, por ejemplo, los entorchados y las condecoraciones. El héroe popular se caracteriza por la amplitud de su difusión. Su retrato se extendió a otros objetos y soportes, como la cerámica de uso diario que, en vez de ser rubricada con la conocida expresión “Viva mi dueño”, alentó las luchas patrióticas, al hacer protagonista de su decoración a las imágenes de los guerrilleros. Un buen ejemplo es la interesante jarra talaverana –en la vitrina de la derecha– con la misma efigie –por cierto, esta vez de sabor muy “naif ”– del guerrillero Juan Palarea, “el Médico”. En la vitrina de la izquierda, se exponen varios objetos relacionados con la Constitución de Cádiz de 1812. La Constitución estableció una monarquía liberal y parlamentaria, basada en los principios de la soberanía nacional y en la separación de poderes. Aunque la guerra se había hecho en nombre del rey, todos sus logros se debían realmente a la ausencia de éste. La vida de “la Pepa” fue breve, ya que se abolió cuando Fernando VII subió de nuevo al trono, tras finalizar la guerra, en 1814, instaurando de nuevo la monarquía absoluta. Durante el Trienio Liberal (1820-1823), protagonizado por Rafael Riego –cuyo retrato anónimo se exhibe a la derecha de la puerta de salida– el monarca vuelve a jurar –obligado– la Constitución de Cádiz, el 9 de marzo de 1820. Pero este sueño liberal duró bien poco: el cuadro de José Aparicio, el Desembarco de Fernando VII en el Puerto de Santa María en 1823 –situado a la derecha de la puerta de salida– muestra a Fernando VII, que había sido retenido por el gobierno liberal, en el momento en que es liberado, desembarcando junto a los Cien Mil Hijos de San Luís, ejército francés que, bajo los auspicios de la Santa Alianza, fue creado para defender los derechos de las dinastías reales de Europa. El acontecimiento marca el fin del Trienio Liberal y el inicio de la llamada “Década Ominosa” (1823-1833), periodo de máximo absolutismo del reinado de Fernando VII. Este interesante boceto –el cuadro original fue destruido– nos recuerda el abrupto despertar y el desencanto que supone la vuelta, otra vez plagada de engaños, de la memoria conservadora del Antiguo Régimen. .................................................................................... Leonardo Alenza La muerte de Daoíz en el Parque de Artillería de Monteleón (detalle) 1835 Óleo sobre lienzo iv sala El salón de baile ····· E sta habitación solía ser la más espaciosa de la casa y la de mayor lucimiento, ya que estaba destinada a un uso plenamente social. El lujo y la ostentación son sus características más evidentes: paredes enteladas en damasco de seda rosado, que hacen juego con los cortinones de las puertas y las ventanas, con el sillón circular –llamado borne– situado en el centro, y con la espléndida sillería isabelina de caoba, que perteneció al ministro Antonio María Fabié, en cuyos salones solía tener lugar una típica tertulia romántica, a la que acudían Gustavo Adolfo Bécquer, la Avellaneda y Campoamor, entre muchos otros. En los grandes espejos de las paredes brillan el oro y la seda y se reflejan los angelotes y las delicadas flores de la alfombra de la Real Fábrica, fechada en 1830. El destello de las dos arañas fernandinas resalta el fantástico techo, del mismo autor y procedencia que el de las salas anteriores, que representa una Alegoría de la Aurora. Entre los balcones se sitúan importantes consolas, soporte perfecto, junto a la repisa de la chimenea, para acumular los pequeños objetos, fotografías y bibelots –porcelanas, fanales, cajas de música, relojes, etc.– que, en realidad, son la “memoria” de la familia. A cada lado de la chimenea, se exhiben dos espectaculares jarrones de la dinastía Qing (Deposito MNAD), realizados en el siglo xix, en porcelana blanca y azul, con decoración de orlas geométricas, peonías y un ave entre ramas de pino y ciruelo. La dinastía Qing continuó la tradición Ming de la porcelana en blanco y azul, consiguiendo nuevos espectros de un azul muy brillante y luminoso. Este tipo de producción estuvo destinada principalmente a la exportación, algo que, sin embargo, no hizo que perdiera calidad. La música –que es plena protagonista en estas habitaciones– experimenta una evolución similar a la de los grandes movimientos plásticos y literarios. Muchas de las tendencias que aparecen en éstos, se reflejan también en el dominio de lo sonoro: el individualismo, la exaltación del sentimiento y de la pasión, el exotismo, el interés por el folclore, que da origen a todas las corrientes del “nacionalismo” musical, etc., encuentran, gracias a la música, una manera excepcional de manifestarse. Asistimos ahora a un extraordinario desarrollo de la orquesta y al protagonismo del piano en el que, a diferencia del clavicordio, la fuerza mayor o menor de la pulsación determina la intensidad del sonido, por lo que se convierte en un medio “directo” muy adecuado para expresar los sentimientos e impulsos del intérprete. También aparecen ahora algunos cambios importantes en la tradicional relación entre el artista y la sociedad. El músico gana en libertad, al no estar sujeto a una “servidumbre” personal: ya no tiene que componer para un príncipe, sino para el público anónimo que llena las salas de conciertos y los teatros de ópera. Por lo que se refiere a los bailes, los más populares fueron la mazurca, el rigodón o el galop. En cuanto a los instrumentos musicales de la sala, destacaremos el arpa, firmada por Sebastián Erard –“constructor de pianos y arpas del rey y de las princesas”, según reza en una inscripción en el lateral del clavijero–, con pedal a doble movimiento. Es típicamente romántica, no sólo por su organología, sino por su decoración neogótica, que se concentra en el capitel superior con capillas, en las que se encuentran ángeles tañendo diversos instrumentos. En el frente de la sala, a la derecha, se encuentra el piano, de finas maderas y con el escudo real en su tapa, que fue construido especialmente para la reina Isabel II, por la casa Pleyel de París (es una donación del infante Alfonso de Orleans) y su sonido, todavía hoy, es inmejorable. A la izquierda de la puerta de entrada, se sitúa el pianoforte –que produjo dos grandes figuras ligadas a este instrumento: Federico Chopin (1810-1849) y Franz Liszt (1811-1876)– y que es un bonito ejemplar inglés, con patente de Longman and Broderip´s de Londres y ciertos detalles estructurales que anticipan ya el piano vertical. La ornamentación es de orlas estriadas, en marquetería de dos tonos, y las patas son torneadas, como las clásicas de los pianos isabelinos. Sobre el pianoforte, protegida bajo un fanal de cristal, se exhibe una interesante figura de madera policromada, con la representación de Francisco I, rey de las Dos Sicilias, padre de la reina regente María Cristina de Borbón. Por lo que se refiere a la pintura, esta sala se centra temáticamente en el género del retrato, que tuvo tanto auge durante el Romanticismo, así como en sus diferentes tipologías. El arquetipo femenino creado por la sensibilidad del momento no tenía como única función el reflejo del ideal de belleza, sino que se constituía, además, en auténtico modelo de comportamiento. Las reglas mundanas de comportamiento, el lenguaje de cortesía, la etiqueta, la ropa, la moda, las prohibiciones en lo que se refería al vestido, el .................................. José Gutiérrez de la Vega Isabel II 1845 Óleo sobre lienzo comportamiento mundano en general cobraron un importante vigor durante el Romanticismo. La mayoría de nuestros pintores decimonónicos reducen el tema femenino al retrato, en el que se nos muestra a una mujer serena, de gráciles ademanes, dulce, distinguida, confiada en su destino y arropada por su posición social o por la protección que el matrimonio le ha trasmitido. Así lo vemos en el maravilloso retrato de María Encarnación Cueto de Saavedra, duquesa de Rivas de Federico de Madrazo (1815-1894) o en el retrato de María del Carmen Moré, marquesa de las Marismas del Guadalquivir de Francisco Lacoma. En este último, la protagonista mira hacia el espectador y, aunque aparece su tocador, con su maquillaje, ungüentos, objetos de moda ligados a esa época caracterizada también por el valor de parecer, todo ello se ordena siguiendo una estricta contención. En esta escena no se adivina la coquetería, todo es rígido, serio, no hay misterio, ni susurros, ni declaraciones amorosas, ni ornamentos suntuosos. La mujer no es diosa, ni sirena, es simplemente esposa. Los protagonistas masculinos de los cuadros que hacen pareja con estos –el escritor y político Ángel de Saavedra, duque de Rivas o el banquero y coleccionista Alejandro Aguado, marqués de las Marismas del Guadalquivir– muestran sin embargo a sus protagonistas llevando a cabo labores intelectuales. La fuerza literaria y la escritura eran potestad del mundo masculino, ya que actividades tales como escribir o pensar eran enemigas de la verdadera naturaleza del sexo débil. Dos importantes pintores románticos andaluces logran evocarnos el estilo de la época e introducirnos en los lujosísimos interiores de las clases altas románticas de mediados de siglo. El Retrato del infante Francisco de Paula –hijo de Carlos IV y María Luisa– pintado por Ángel María Cortellini (1819-post. 1887) tiene la clara intención de mostrar al personaje como si se tratara de un autentico burgués. El retrato de Josefa García Solís, de Antonio María Esquivel (1806-1857) (Depósito del Museo del Prado), parece utilizar el tema de la mujer en la ventana ................................................ José Aparicio La familia de Gaspar Soliveres (detalle) 1831 Óleo sobre lienzo para definir el carácter interior y, a veces claustrofóbico, del espacio doméstico, esencialmente femenino. Otro sevillano, José Gutiérrez de la Vega, nos muestra el retrato más oficial de la realeza, su Retrato de Isabel II a los quince años, situado al frente, a la derecha de la puerta de salida, incluye los elementos iconográficos característicos: corona, cetro, trono, etc., aunque pintados ........................................ Francisco Lacoma y Fontanet Alejandro Aguado, Marqués de las Marismas del Guadalquivir 1832 Óleo sobre lienzo con una gama de colores cálidos y de toques fluidos, que consiguen una sensación atmosférica inigualable. El retrato de familia fue un género que había cambiado notablemente con respecto al pasado. Si durante el siglo xviii fueron más importantes las ideas ilustradas del servicio y la dedicación pública que los simples valores afectivos o familiares –como es bien visible en el singular retrato familiar de La duquesa de Osuna como dama de la Orden de la reina María Luisa, 1796-97, de Agustín Esteve (Depósito del Museo del Prado)–, durante el Romanticismo lo importante era remarcar los lazos que unían a cada uno de los miembros de la familia, regulados ahora por valores mutuos de amor y respeto, más que por aquellos de sumisión y control. Buen ejemplo son el retrato de La familia de Gaspar Soliveres, de José Aparicio (1770-1838) o el moderno retrato de Las hijas del duque de Montpensier, de Alfred Dehodencq. v sala El antesalón ····· E l último salón noble, contiguo al salón de baile, está decorado y amueblado para crear un ambiente apropiado para las reuniones sociales más informales y las tertulias. El interior de la casa se fue haciendo cada vez más atractivo y su disposición fue cambiando, conforme iba dominando la idea de confort. El mobiliario “arquitectónico” e inamovible se fue sustituyendo por otro más liviano y flexible: como las llamadas “sillas volantes” que, colocadas junto a las paredes de la sala, podían ser desplazadas en el momento de su uso hacia el punto de tertulia. Las de esta sala son de caoba, tapizadas en damasco, y pertenecieron al escritor y poeta Juan Ramón Jiménez. Se combinaron con otros muebles móviles, para uso diario, que se podían colocar en agrupaciones informales, en torno a una mesa de juego –como en este caso– o en diversos grupos, para fomentar las conversaciones más intimas. En este ambiente acogedor no podía faltar la música, centrada en dos excelentes pianos: el primero, situado en la pared de la izquierda, al lado de la ventana, es un pequeño y curiosísimo instrumento firmado, en 1827, por el madrileño José Colmenarejo. De mecanismo inglés, presenta una decoración muy romántica, a base de escudos e instrumentos musicales. Enfrente, se sitúa un piano piramidal (giraffenklavier), ejemplo paradigmático de los tipos de piano jirafa que empezaron a fabricarse a principios del siglo xviii, en concreto en 1735, cuando, para reducir el voluminoso mueble del piano de cola, se ideó la colocación de la caja en posición vertical, lo que produjo instrumentos demasiado altos, de ahí su curiosa denominación. Diversos objetos de artes decorativas, un candelabro de bronce y porcelana, un metrónomo de Metzel, junto con la araña de cristal y la alfombra, completan la decoración de esta sala. Desde el punto de vista temático, esta zona se dedica a aspectos más serios, relacionados con los avatares políticos y las contiendas del reinado de Isabel II: las Guerras Carlistas y la Guerra de África. Precisamente durante el Romanticismo, el retrato adquiere un verdadero auge y deja de estar restringido únicamente a la representación áulica, para incluir a otros protagonistas decisivos para la nación. Las imágenes y retratos oficiales de los personajes activos en la vida política o con puestos relevantes en el ejército debían reflejar no sólo sus acciones más ejemplares, sino también sus cualidades morales. En el muro frontal destaca el Retrato ecuestre del general Prim, de Antonio María Esquivel (1806-1857), que le representa joven, como mariscal de campo, en su momento de mayor gloria, con el desarrollo del fragor de la batalla en la lejanía. La referencia a la Antigüedad se remarca por el hecho de tratarse de un retrato ecuestre, y su monumentalidad y falta de movimiento le hacen parecer, más que una obra pictórica, una verdadera estatua clásica. El general Prim (1814-1870) fue el prototipo de héroe militar del Romanticismo. De ideología liberal y con constantes desavenencias con el regente Espartero, perteneció al progresismo antidinástico, estando a la cabeza de la sublevación de 1868. Tras la Gloriosa, fue el encargado de buscar una alternativa a los Borbones, que se materializó en la persona de Amadeo de Saboya. El atentado que acabó con su vida, el mismo día del desembarco del futuro rey, haría fracasar definitivamente este plan. Tres años más tarde, sin el apoyo de su principal impulsor, la situación se hizo insostenible, por lo que abdicó el rey y se proclamó la Primera República. Al lado izquierdo de este monumental cuadro vemos a Agustín Argüelles, tutor de Isabel II, pintado por Leonardo Alenza (1807-1845), uno de los mejores retratos del Museo por su resuelta técnica y por la penetración psicológica del retratado; cualidad ésta que resulta aún más patente en El conspirador carlista (1856), de Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870), situado en frente, verdadero retrato “parlante”, ya que nos muestra las maquinaciones contra la monarquía de un artillero carlista que lleva, bajo el brazo, un diario de tendencia absolutista titulado La Esperanza. A cada lado se sitúan dos importantes estampas litográficas realizadas en París, por Luis López Piquer (1802-1895), con la efigie del más conocido general carlista: el primer conde de Morella, Ramón Cabrera (1806-1877). Las tres guerras carlistas –con una cronología que se extiende desde 1833 a 1876– tuvieron lugar entre los partidarios de Carlos María Isidro de Borbón y los liberales. La cuestión dinástica, no fue la única razón para su desenlace, siendo también vital el tema foral y el influjo del clero y la religión. Al lado de la ventana, se expone una pequeña estampa con una escena situada en los Montes de Aralar, que separan las provincias de Navarra y Guipúzcoa. Otro importante conflicto fue la campaña de Marruecos (18591860), que se inició a raíz de un incidente fronterizo en el que fueron atacadas las posiciones españolas en Ceuta. La opinión pública se mostró resueltamente a favor de una intervención militar. Tras la decisiva batalla de Tetuán (1860), los marroquíes solicitaron un armisticio. Sin embargo, la llamada “paz chica”, tras la “guerra grande y gloriosa”, no colmó las aspiraciones de la opinión pública, debido a la gran cantidad de bajas, la mala gestión de los recursos y la exagerada concesión de honores militares. También el general Prim fue decisivo para el desenvolvimiento de la Guerra de África: héroe de la victoria de Castillejos, estuvo al mando de las compañías de voluntarios catalanes embarcados en Barcelona en enero de 1860. A la izquierda del retrato del general Prim, El regreso de la Guerra de África, pintado por Eduardo Cano de la Peña (1823-1897), resulta realmente sorprendente por el hecho de presentar al héroe –el general Prim– en su ambiente cotidiano y doméstico, siendo el verdadero tema del cuadro el del retorno del esposo al hogar tras las campañas africanas. También son especiales, por tratarse de documentos de primera mano, los dos cuadritos, a la derecha del retrato, atribuidos a Joaquín Sigüenza Chavarrieta (1825-1902), Recibimiento del ejército de África en la Puerta del Sol y el Desfile del ejército de África ante el Congreso de los Diputados, que recogen el momento en el que una multitud se encuentra en las calles madrileñas para aclamar a las tropas vencedoras, entre disparos, linchamientos, alaridos y empujones. A su lado, una interesante alegoría de Paulino de la Linde (1837-post.1862), realizada hacia 1860, y que tiene por título Isabel II y su familia con el Patriarca de las Indias dando gracias a laVirgen. La familia real, acompañada por el Patriarca –dignidad honorífica cuyo remoto origen se relaciona con la concesión de las tierras de las Indias de Occidente, efectuada por la Santa Sede a los reyes de Castilla– se encuentra arrodillada frente a la Inmaculada Concepción, agradeciéndole su intercesión por las vic- torias alcanzadas por el ejército español en África. Al fondo, se distinguen los “héroes que vertieron su sangre por la patria”. En cuanto a la escultura, destacaremos el precioso busto en mármol de la esposa del general Prim, Francisca Agüero González, que nos muestra a la mujer de éste, perteneciente a una familia mexicana adinerada y que participó activamente en la causa liberal. El rey Amadeo de Saboya le concedió el título de duquesa en pago al apoyo que ella y su marido le demostraron. A cada lado del retrato del general Prim se sitúan dos esculturas de hierro fundido, con las figuras de un militar conservador, Diego de León –que reproduce la obra de Sabino Medina (1812?-1888)– y un ministro revolucionario, Juan Álvarez Mendizábal –que reproduce, con variantes, la realizada por José Gragera (1818-1898) en 1854, que estuvo en la antigua plaza del Progreso, hoy Tirso de Molina–. En el paño de la derecha de la puerta de entrada, destaca una importante estampa litográfica, con el tema del Banquete celebrado por los progresistas, el día 29 de diciembre de 1863, que recoge una completa galería de personajes del momento y refleja la conflictiva situación política de esos años. La imposibilidad de ejercer el sufragio en la práctica, supuso la protesta y el aislamiento de los progresistas al régimen, así como el fin de su papel como oposición. A su lado, se exhibe una estupenda acuarela, firmada por José María Casado del Alisal (1833-1886), con el Retrato del general Espartero. Está dedicada a la esposa de éste –“A la Srma. Señora Princesa de Vergara”– en 1872, y presenta al que fuera regente de España en todo su esplendor, una vez que el rey Amadeo de Saboya le hubiera concedido el título de Príncipe de Luchana, con tratamiento de Alteza Real. Al otro lado, la interesante litografía firmada por Bernardo Blanco y Pérez (1828-1876), que tiene por título Entrada de las tropas españolas en Tetuán, que tuvo lugar el 6 de febrero de 1860. Pertenece al libro “Episodios de la Guerra de África” y describe un asunto muy similar al del abanico que se exhibe en la vitrina de la izquierda. En las vitrinas encontramos varios bustos de militares, fundidos en la fábrica de Trubia. Otros objetos, como condecoraciones, medallas y monedas, pistolas y, especialmente, dos bonitos abanicos, uno con la proclamación del rey Amadeo de Saboya y el otro con el tema de los soldados españoles socorriendo con alimentos a los habitantes de Tetuán durante la Guerra de África, completan esta temática. ..................................................... Antonio M.ª Esquivel Retrato ecuestre del General Prim (detalle) 1844 Óleo sobre lienzo vi sala La sala de los costumbristas andaluces ····· U na vez pasada la zona más noble de la casa, entramos en un espacio destinado a un uso más íntimo y privado –cuyas ventanas ya no dan a la calle principal, sino a los patios y jardín– al que también se dejaba acceder a las visitas de confianza. La casa se dividía en territorios y las habitaciones se separaban dependiendo no solamente de su función, sino también de la persona que habitaba en ellas. En este ámbito más privado, se ilustrará un mundo de estatus social más bajo, alejado de la afectación de la vieja nobleza o la nueva burguesía. Por ello se ha decorado con un ambiente menos formalista: la sillería, de madera de nogal y enea, es una bonita interpretación popular del estilo Imperio, con una clara influencia inglesa (tipo Sheraton). En ese momento las exposiciones industriales dieron un fuerte impulso al mueble seriado; en España los más famosos eran los que procedían de Vitoria. La denominación de “silla de Vitoria” alude a aquellas sillas portátiles con asiento de enea o paja y una estructura de palos torneados. Completan el mobiliario de la sala una cómoda buró –mueble alto para poder escribir de pie– que sigue el modelo “Regencia”, y la lámpara de techo con quinqué. Desde el punto de vista temático, dedicamos toda esta área (salas VI, VII y VIII) al costumbrismo, que dominaba el discurso figurativo de buena parte de los artistas románticos. Era una manera idealista de acercarse a la realidad, que tenía como punto de partida la visión de lo popular como algo “pintoresco”. Estaba destinado a una clientela de extranjeros que buscaban el tópico de lo español y a una burguesía nacional que prefería olvidarse de la verdadera realidad social del momento. El costumbrismo en pintura puede ser interpretado de dos maneras bien diferentes: la de la escuela andaluza (como veremos en las salas VI y VII), que ofrecía una imagen del pueblo y sus costumbres dulcificada, alejada de la realidad, con una clara influencia de Murillo y la escuela pictórica madrileña (sala VIII), más realista y crítica, continuadora de la tradición de Goya, que aportaba una forma de ver la sociedad más desgarrada y patética. Uno de los factores de exotismo más apreciado por los extranjeros fue la originalidad y variedad de la indumentaria española. Los tipos y trajes tuvieron casi la misma importancia que el paisaje o las vistas urbanas. Muestra de ello es el bonito óleo, situado en el paño frontal izquierdo, de Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870), La nodriza pasiega: el traje aquí juega una importante misión, ya que, para ser nodriza era necesario ser oriunda del Valle del Pas (Cantabria), condición que había sido tradicionalmente imprescindible para amamantar a los hijos de la familia real. La importancia de los trajes se dejó vislumbrar también en el baile, en las reuniones de ambiente urbano o popular, en las ocasiones de galanteo y en las fiestas tradicionales, válvula de escape que hacía olvidar las posibles miserias de la vida cotidiana. Ejemplo de ello son: La fuente de la ermita de laVirgen de Sonsoles (Ávila) (Depósito del Museo del Prado), que se exhibe en la pared de la derecha, o el precioso boceto Baile de campesinos en Soria, ambos del hermano del poeta Valeriano Domínguez Bécquer y El Baile en la ermita de laVirgen del Puerto (Depósito del Museo del Prado), del también sevillano Manuel Rodríguez de Guzmán (1818-1867), situado en la paño de la izquierda. En la pared frontal, a ambos lados de la puerta, distinguimos tres bonitos óleos del ubetense José Elbo (1804-1844), con asuntos muy tópicos y pintorescos relacionados con el mundo popular andaluz, donde sobresale el tratamiento teatral de los efectos lumínicos: Una venta, El calesín o La calesa. .......................................... Valeriano Domínguez Bécquer Nodriza pasiega 1856 Óleo sobre lienzo vii sala La sala de los costumbristas andaluces ····· C ontinuando con el ambiente anterior, esta habitación está amueblada con un cómodo sillón de enea, con banco corrido de tres plazas y respaldo decorado con gran sobriedad, y una sillería a juego. Son una versión popular del estilo inglés (Sheraton), de líneas rectas elegantemente proporcionadas y de una ligereza y delicadeza, tanto de forma como de ornamentación, que no están reñidas con una gran robustez, a pesar de sus formas eminentemente delgadas y finas. Destacan las dos vitrinas –en esta sala y en la anterior– con una importante colección de estatuillas de barro, que representan tipos populares procedentes de talleres de Granada, Málaga y Murcia. Muchas de ellas están firmadas por artistas de la talla de José Álvarez Cubero (1768-1827) o Antonio Gutiérrez de León (1831-1891). Desde el punto de vista temático se exponen otros asuntos del costumbrismo andaluz. Uno de sus personajes más arquetípicos fue el del bandolero y contrabandista, que comparte muchas de sus características iconográficas con las del guerrillero de la Guerra de la Independencia. Esta leyenda fue también alimentada por los viajeros extranjeros, que vieron el fenómeno con demasiado “color local”. El precioso cuadro Los Contrabandistas, situado en el centro de la pared derecha, está firmado por el francés Henri Pierre Léon Pharamond Blanchard (1805-1873), miembro de la comisión –dirigida por el barón Taylor– que visitó nuestro país con la misión de comprar cuadros de la escuela barroca, destinados a la Galería Española de Luís Felipe en el Louvre. Estos temas tan queridos para los extranjeros fueron seguidos de cerca por los pintores españoles, cuyo mayor interés era vender a una clientela ávida de “emociones” y que buscaba el tópico de lo español. Aquí pueden verse: Contrabandistas en la Serranía de Ronda, del sevillano Manuel Barrón (1814-1884), Bandoleros, del gaditano Ángel María Cortellini (1819-post.1887) y, aunque no propiamente andaluz, pero siguiendo esta idea de país exótico lleno de peligros y aventura, la divertida tablita firmada por el ferrolano Jenaro Pérez Villaamil (18071857), Asalto a la diligencia –tema que también había sido representado por Goya–. Bajo ésta, un bonito barro popular con la escena de un contrabandista herido. Junto a los majos, los bandoleros y los contrabandistas, los “tipos” del torero y del picador constituyen los más importantes rasgos del tópico español. Seguramente el torero más romántico fue Francisco Montes “Paquiro”, que en 1836, escribió una de las primeras reglas del toreo. El pintor gaditano Ángel María Cortellini le muestra preparándose justo antes de la lidia en un pequeño óleo. También preparándose para la corrida, Manuel Cabral y Aguado Bejarano (1827-1891) en Patio de caballos nos muestra esta vez, al varilarguero –que en el periodo romántico era tan importante o más que el propio matador– acompañado de un torero vestido de blanco y oro, y la inevitable maja. Del jerezano Joaquín Manuel Fernández Cruzado (1781-1856?) se exhiben dos interesantes cuadritos, La salida del toro y El pase de muleta, que ilustran dos fases de la lidia: la del picador vara en ristre esperando la embestida del toro y a un torero dando garbosamente un pase natural de frente. En relación con la fiesta y el ocio, son también muy comunes en esos momentos las escenas centradas en el mundo de la taberna, el mesón o la venta, donde era muy habitual que los parroquianos se entretuvieran jugando a las cartas. Con esta temática pueden verse, en el paño de la izquierda, La partida de cartas, de Manuel Barrón (1814-1884) o Jugando a las cartas, del también sevillano Rafael García “Hispaleto” (1833-1854). La sala se completa con el maravilloso óleo, situado en el paño de enfrente a la derecha, Dama sevillana, de Rosendo Fernández Rodríguez (1840-1909), fechado un poco tardíamente, en 1865, que nos sorprende por su delicadeza y modernidad y, frente a éste, los cuadros más populares de La Copla o La pareja serrana, de Manuel Cabral y Aguado Bejarano. ............................. Ángel M.ª Cortellini Bandoleros ca.1845 Óleo sobre lienzo viii sala La saleta de los costumbristas madrileños ····· E sta pequeña salita, con techo decorado con el motivo de las “randas” –siguiendo los patrones de la cerámica popular– está amueblada con una consola inspirada en los modelos del Biedermeier alemán, con formas macizas de sobria elegancia, un costurero portátil de pie, en madera de caoba y una sencilla silla de costura de “Vitoria”. En ella se exponen algunos ejemplos de la llamada escuela costumbrista madrileña, cuyos componentes –Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870), Francisco Lameyer (1825-1877) y Leonardo Alenza (1807-1845)– cultivaron un populismo de matiz goyesco, más auténtico y bronco que el folclorismo sentimental del que hacía gala la escuela romántica andaluza. Estos pintores fueron muy criticados por los sectores más academicistas por varias razones: la importancia que otorgaban a la imaginación o la invención –considerada poco seria y propia de pintores de segunda fila– y el uso de una factura deshecha y una textura inacabada –abocetada– que, junto a la velocidad de ejecución, se veían como algo casi “indecente”. Muchos de estos “defectos” tenían su origen en el mismo Goya. Del genio aragonés recogen también buena parte de la temática, que nos ofrece una España al revés, un mundo patas arriba donde todo se confunde: la ambición sin escrúpulos, los matrimonios forzados y desiguales, la mala crianza de los niños, las supersticiones de los ignorantes, la corrupción del poder, la búsqueda servil de la moda, la ociosidad y la mala educación de las clases altas, la hipocresía, etc. En definitiva, lo absurdo en la conducta de los seres racionales y la gran disparidad existente entre lo que la gente simula ser y lo que en realidad es. El matrimonio desigual se recoge en el interesante cuadrito –atribuido por algunos estudiosos a Goya– titulado La segunda boda del jorobado, una denuncia de las uniones de conveniencia, donde priman los intereses económicos o de sangre, y de la diferencia de edad de los cónyuges, hechos que fueron criticados además de por Goya, por Leandro Fernández de Moratín, en su conocida obra “El sí de las niñas”. Los horrores de la Inquisición fueron tratados especialmente por Eugenio Lucas Velázquez, cuyas concomitancias con el pintor aragonés y las dificultades de atribución de su obra (confundida en muchos casos con la del propio Goya) han perjudicado mucho su justa valoración. Este tema tan goyesco es bien visible en sus obras El agarrotado, Escena de la Inquisición y Auto de fe 1853, plagadas de enigmáticos personajes que parecen escapados de una pesadilla. En la misma línea se encuentra el pequeño óleo sobre cartón atribuido al aragonés Pablo Gonzalvo Pérez (1827-1896), Escena de cárcel, de parecida técnica, con colores cálidos, y de gruesa y empastada materia. Otros temas también goyescos de Lucas son los dos pequeños y abocetados cuadritos, uno pintado sobre hojalata y otro sobre una tabla de nogal, cuyos títulos son Escena de bandidos (compárese con la misma temática tratada en la sala anterior por la escuela andaluza) y Máscaras en un baile, de colores cálidos y técnica suelta. Del otro gran madrileño –Leonardo Alenza– mostramos únicamente dos pequeños cuadritos –otras de sus obras pueden apreciarse en las salas XII y XVII– que, como los Caprichos de Goya, son crítica a todos los errores y males que se pueden encontrar en la sociedad. Alenza se sirve de animales –en este caso el mono– como hacía el aragonés, para subrayar los vicios sociales: El mono ermitaño es una sátira contra el clero y La crítica contra los de su propia profesión, a través de un “mono pintor” rodeado de varios personajes demoníacos. De esta manera, como un virtuoso simio, había representado en varios dibujos a su compañero en el Liceo, el paisajista Jenaro Pérez Villaamil. La sala se completa con una visión de las calles madrileñas a través de varias estampas de los Caprichos de Alenza y de Francisco Lameyer: charlas callejeras y campestres, jugadores de cartas, vendedores de dulces, bailes, músicos, etc. son captados desde un punto de vista más real, en el que no se oculta la mediocridad y pobreza de la vida cotidiana, de la que ambos fueron testigos y cronistas. Una visión costumbrista y más anecdótica se muestra en el cuadro anónimo titulado La cita, que tiene por tópico asunto el cortejo entre majos. .................................. Eugenio Lucas Velázquez Auto de fe 1853 Óleo sobre tabla ix sala La salita ····· E n esta salita nos encontramos con un espacio más privado –decorado de una manera íntima y confortable– que hace de transición hacia el comedor. La influencia de la mujer sobre la disposición de la casa fue definitiva, apareciendo, gracias a ella, importantes cambios en el confort de la misma. El uso de una o más salas como habitación de reunión para toda la familia reflejaba la necesidad de tener en la casa un lugar más relajado y menos formal. El término “cuarto de estar” se hizo común a mediados de siglo. Las pesadas cortinas oscuras en las ventanas parecen indicarnos que los posibles habitantes de la casa temían que la luz excesiva dañara los muebles o pudiera inundar sus sentimientos más secretos. Todas las tapicerías –que en este caso son de “época”– van a juego con las maravillosas cortinas de seda pintada en azul oscuro, donde destacan delicadísimas mariposas sobre medallones de flores y pájaros. El mobiliario también hace juego, desde la consola y su precioso espejo, hasta la importante sillería, en madera de palosanto ebonizado, con adornos de filete metálico. En las paredes frontales, dos vitrinas empotradas muestran una bonita colección de abanicos, accesorio femenino eminentemente romántico y un curiosísimo conjunto de litofanías (placas de porcelana moldeadas con temas pictóricos que, vistos a la luz, se destacan en claroscuro). El recorrido temático se centra en un género tan vital para el Romanticismo como el paisaje y las vistas arquitectónicas. Para los clasicistas el paisaje se consideraba secundario y únicamente era admisible concebido como teatro de la acción humana. Con el Romanticismo la naturaleza, alejada de tópicos bucólicos y pastoriles, será fiel reflejo y acompañamiento de los estados de ánimo del artista, que se atreverá a expresar sus pasiones a través de la pintura. Entre todos los pintores viajeros, destacaremos la personalidad de Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854). Inspirado por aquellas neblinas y densas atmósferas sugerentes con las que interpretaron España los pintores ingleses como David Roberts, es uno de los temperamentos más románticos y, sin duda, el pintor más brillante de cuantos se acercaron a la pintura de paisaje en España. Con el propio Roberts llevó a cabo su famosísima publicación España artística y monumental, patrocinada y dedicada a un hombre de negocios, promotor cultural y coleccionista: Gaspar de Remisa (cuyo retrato podemos observar en la sala XXII). La litografía a color y más tarde, en torno a 1860, la cromolitografía, permitieron llevar a cabo estos libros de viajes, de enormes e incómodas dimensiones, cuajados de maravillosas láminas con vistas de edificios y paisajes de las diferentes ciudades españolas: Sepulcro en el monasterio del Parral en Segovia, Sepulcro del cardenal Cisneros en la iglesia de San Ildefonso de Alcalá de Henares e Interior de la iglesia de la Magdalena en Zamora. En ellas se recoge el interés por mostrar la pequeñez del hombre moderno ante la monumentalidad del arte cristiano medieval y lo efímero de nuestra existencia. Parecido objetivo tienen también los óleos, como Interior de la catedral de Sevilla, donde Villaamil trasmite no solamente la monumentalidad de la arquitectura gótica, sino una visión poética y subjetiva del interior de una iglesia medieval. En la misma línea se muestra en la acuarela San Pablo de Valladolid o en el esplendido óleo Interior de la capilla de San Isidro en la iglesia de San Andrés de Madrid. Un día de carnaval al pie de la Lonja de Sevilla, de Joaquín Domínguez Bécquer (1819-1879), tío del poeta y del pintor, es un magnífico ....................................................... Jenaro Pérez Villaamil Fuente de Isabel II en la calle de la Montera 1835 Óleo sobre lienzo ejemplo de paisaje urbano, de concepción muy moderna, que vuelve a resaltar el lado monumental de la ciudad, que conecta con el pasado y con la vida presente de aquellos años. Muchas pinturas, siguiendo la lección impuesta por los libros ilustrados que contenían los viajes de Isabel II, tenían como meta no solamente ilustrar sobre las bellezas artísticas de nuestro país, sino principalmente defender los grandes hechos y obras llevados a cabo por la monarquía, convirtiéndose en uno de los primeros ejemplos de propaganda política dirigida. Entre éstas pueden verse: Fuente de Isabel II en la calle de la Montera o Vista de la ciudad de Fraga y su puente colgante, ambos de Villaamil. También es de la misma temática el interesante cuadrito de Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870), La traída de las aguas de Lozoya, que recoge el momento de apertura del surtidor de la calle Ancha de San Bernardo, el día de la inauguración del Canal de Isabel II, que hizo posible –para asombro de la población– la llegada del agua potable a las fuentes de la ciudad. Finalizamos el recorrido con algunos ejemplos del paisaje costumbrista: Vaqueros con ganado, de José Elbo (1804-1844), sabe combinar oportunamente el género pintoresco y popular con el paisajístico, y una concepción escenográfica muy romántica, con sus fondos de carácter tan “flamenco” –la influencia de la pintura de los Países Bajos del siglo xvii fue definitiva–, a base de pinceladas sueltas con efectos de lejanías vaporosas, que acentúan los contrastes de luz. En Paisaje con animales, pintado en 1847 por Jenaro Pérez Villaamil, el aparente bucolismo se ve desmentido por una extraña y mágica luz rojiza, que domina toda la atmósfera; al fondo se vislumbran las ruinas de un castillo rocoso. A pesar del realismo de los animales, la percepción del espectador es la de un paisaje fantástico e irreal, de celajes poderosos y naturaleza amenazante. En la mima línea, pero más convencional, se muestra Andrés Cortés y Aguilar (1812?-1879?) en Paisaje con ganado, aunque sigue siendo una naturaleza en la que se proyecta el sentimiento. x sala El pasillo ····· L a puerta de la derecha da paso a un pasillo, con sendas vitrinas a los lados y acceso al comedor, que se sitúa en frente. En esta habitación se exhiben diversas piezas que tienen que ver con la higiene más íntima masculina. Puede sorprender que este asunto se trate en una zona tan cercana al comedor, sin embargo, se debe tener en cuenta que en la época la burguesía no se mostró muy interesada en tener un cuarto apropiado para su aseo más íntimo. Muy al contrario, era habitual que, en cualquier parte de la casa, se colocará una jofaina para lavarse o que, cuando las señoras se retiraban, se procediera a abrir y sacar los orinales para que fueran utilizados por los caballeros. Para estas cuestiones higiénicas se recurría a una tecnología tradicional: aparadores para orinal, sillas orinal, mesillas de noche, jofainas sobre pedestales que, en la parte baja, contienen recipientes para orinales. El “retrete cerrado” era una caja con una tapa, que los sirvientes llevaban a cualquier habitación cuando se necesitaba. Todavía en esos momentos, las condiciones de saneamiento dejaban mucho que desear: hasta finales de siglo no se relaciona la función especializada de la higiene con una habitación separada y concreta. Tampoco había agua corriente en las casas; ésta se suministraba a través de un pozo común o bien la subían los aguadores que contaban con la licencia para proveerse de ella en las fuentes públicas. En la vitrina derecha se muestra el retrete de Fernando VII (Depósito del Museo del Prado) que, en origen, fue instalado dentro del propio Museo del Prado –en la sala 39, donde en la actualidad se exponen obras de Goya–. En esta zona existía una sala de descanso de los reyes, que tenía aneja una pequeña habitación de paredes muy decoradas, que estaba destinada a la higiene íntima del monarca. Aunque fue encargada por Fernando VII, su decoración mural no estuvo terminada hasta después de su muerte, en 1835. El mueble de aseo de Fernando VII, que se encontraba en dicha habitación, fue depositado en el entonces Museo Romántico desde prácticamente sus inicios, en el año 1923. Se trata de un mueble de caoba con incrustaciones de bronce y gran sillón central de respaldo semicircular, tapizado en terciopelo. En el asiento se abría un orificio para expulsar las aguas fecales. En estas cuestiones íntimas no había tantas diferencias de clase: el retrete del rey era un mueble de lujo, imponente y acolchado, pero igualmente necesitaba de la consabida “evacuación”, que se realizaba a mano, recogiendo las inmundicias en unos recipientes instalados a ese fin. La fetidez debía inundar también el territorio de la realeza, llegando hasta el elegante y elogiado salón del Prado. En la vitrina de enfrente, se exhiben diversos objetos (Depósito MNAD) relacionados con la higiene –tema que se completa en la sala XXI–: un bonito y sofisticado tocador de estilo Imperio, en madera de caoba, datado en torno a 1800-1810 y realizado en París, procedente del castillo de Bendinat (Mallorca), que cuenta con un sorprendente cajón con diversos espacios para guardar los objetos de aseo e higiene personal. Sobre él, su propio juego de tocador de plata dorada, consistente en una bandeja oval que contiene diversos útiles de manicura –lima, tijera, cepillo, etc.– realizados por el platero parisino Jean-Charles Cahier. También sobre el tocador se sitúa un importante estuche de afeitado de plata –navajas, espejo, peine de marfil y piedra de afilar– de estilo Rococó, realizado hacia 1740-1760. El neceser de viaje de Fernando VII (Depósito del Museo del Prado) –ca. 1820–, cuyo contenido se expone sobre una pequeña peana, está forrado en seda roja y contiene una serie de objetos que nos dan una clara idea de cómo trascurría el ritual de limpieza: palangana y jarra “vermeil”, cajita dorada para polvos dentífricos, cepillo de dientes con mango dorado y dos vasos de cristal tallado. Desde el punto de vista temático, enlazando con la sala anterior, aprovechamos las escasas paredes de esta zona para mostrar un tema muy relacionado con el paisaje: la ruina. Los monumentos del arte cristiano y medieval se emplean ahora como elemento evocador de un mundo espiritual antiguo y perdido. Se ensalzan las ruinas, los monasterios abandonados o destruidos, los claustros solitarios, los sepulcros..., ya que representan la belleza del silencio, la desolación, la melancolía, la nostalgia, la soledad y son también imágenes de la propia mortalidad humana. Los dos cuadros firmados por el toledano Cecilio Pizarro (1825?1886), Ruinas de San Juan de los Reyes de Toledo y Capilla de Santa Quiteria, parece que evocan un fatal escenario de novela gótica: la maleza y el musgo han invadido el monasterio, la presencia humana se hace diminuta, en comparación con la fuerza y la inmensidad de las ruinas. La misma idea, pero en este caso aplicada a la Antigüedad clásica, se vislumbra en la bonita estampa inglesa, con la figura de Lord Byron contemplando las ruinas del Coliseo en Roma, durante su visita a esta ciudad en 1816. El dibujo al clarión –Iglesia en ruinas– del barcelonés Francisco Javier Parcerisa (1803-1875) –autor del maravilloso libro titulado “Recuerdos y bellezas de España”, que se inició en el año 1839, con una intención no solamente artística, sino también científica y divulgativa de las bellezas naturales de nuestro país– contiene los mismos ingredientes: minúsculos personajes entre las avenidas de columnas, en el silencio abrumador y profundo, lleno de presagios, donde la soledad tiene un ilimitado alcance. ................................... Francisco Javier Parcerisa Iglesia en ruinas (detalle) 1856 Lápiz y clarión xi sala El comedor ····· E n el periodo isabelino, se destaca esta pieza como nuevo elemento específico dentro de la casa. El comedor común se utilizaba sobre todo para la cena, ya que las demás comidas se podían hacer en salitas más pequeñas –llamadas habitaciones de desayuno–, al igual que la sobremesa, que se solía llevar a cabo en una sala aparte o en el gabinete. Era el lugar doméstico gobernado por la etiqueta y también era el centro de la familia. Los modales en la mesa debían ser aprendidos desde niños. Las ceremonias de la comida, los hábitos y ritos tenían un cariz simbólico, donde nada era producto del azar: el atuendo y posición de los comensales, la colocación del mantel y la vajilla, el modo de servicio..., todo requería una determinada norma, orden y protocolo doméstico. En el mobiliario no podían faltar la chimenea de mármol, la mesa, la consola o aparador (que podía hacer las veces de chinero o trinchero), las rinconeras, las sillas livianas y las mesas servideras. Tanto el mobiliario, como el servicio de mesa e, incluso, los rituales y costumbres que se desarrollaban en la misma, solían seguir modelos foráneos, especialmente franceses. El techo, también procedente del Casino de la Reina, está pintado por Juan Gálvez (1774-1847), con una decoración muy romántica, a base de pabellones o randas con los escudos de las provincias españolas. La soberbia araña de cristal de La Granja es una pieza admirable tanto por su nitidez, como por su proporción e ilumina, con delicados brillos, la totalidad de la habitación. En el centro de la habitación se dispone una gran mesa redonda de caoba, la misma en la que el general Primo de Rivera ofreció una cena al Consejo de la Sociedad de Naciones. Este tipo de mesa velador fue un elemento recurrente en los comedores de las casas burguesas. Es de estilo “Reina gobernadora”, una reinterpretación del Biedermeier alemán, que sigue las pautas del mueble Imperio, pero aplicando una .................................. Joaquín Espalter La familia de Jorge Flaquer 1840-1845 Óleo sobre lienzo sencillez y elegancia más acordes con el austero gusto español. Las sillas son de estilo fernandino, también una adaptación española tardía del Imperio francés. La mesa está vestida con mantel de hilo adamascado y servicio de porcelana de París, fechado en 1829 y con decoración de corona ducal. En la consola y las rinconeras se exhiben piezas de cerámica de Alcora y Cartagena, porcelana de Pasajes, plata y cristalería y una importante vajilla inglesa de loza estampada de la fábrica de Longport (Staffordshire) decorada con vistas de ciudades. Sobre dos mesitas auxiliares, objetos de porcelana y un juego de té y café de plata portuguesa. Entre los balcones, hay otra mesita con un fanal con pájaros disecados y flores. Sobre la chimenea, un magnífico espejo estilo Luis XVI de finales del siglo xviii, con copete decorado en medallón ovalado, imitando un camafeo con un perfil femenino. Sobre la repisa, un reloj estilo Imperio con una figura de Mercurio y dos bonitos candelabros de bronce con flores de porcelana. Junto a la chimenea una preciosa pantalla de estructura giratoria, decorada con un paisaje chinesco en el anverso y una naturaleza con ruinas en el reverso. Desde el punto de vista temático, esta estancia se decora con un género utilizado de forma muy común para adornar las paredes de los comedores burgueses: el bodegón. Destacamos los dos bonitos óleos, procedentes de la testamentaría del marqués de la Vega Inclán, fechados en torno a mediados del siglo xvii: Florero con malvarrosas y, especialmente, Florero con tulipanes, atribuido desde antiguo a José de Arellano.Ya del periodo romántico destaca el precio- so Bodegón de naranjas y limones, firmado en 1862 por Antonio Mensaque y Alvarado (1825-1900) (Depósito del Museo del Prado). En la pared opuesta, presidiendo el comedor y sobre un espejo, destaca uno de los cuadros más emblemáticos del Museo: La familia de Jorge Flaquer, del catalán Joaquín Espalter (1809-1880). Se trata de los antepasados del marqués de la Vega Inclán, por lo que resulta muy apropiada su colocación en un lugar de honor y centro de la intimidad familiar. Fue el primer cuadro en el que pensó el fundador del Museo para iniciar su proyecto y es uno de los más bellos documentos sobre el desenvolvimiento de la vida doméstica y privada de la burguesía; clase social que pasó a convertirse en uno de los principales clientes de los pintores románticos. La familia –madre, tíos y abuelos– se encuentra reunida en un austero cuarto de estar o gabinete de su casa madrileña de la calle Carretas, llamada Casa de Tamanes. Las posturas naturales y sin afectación logran innovar los rasgos típicos del serio género del retrato familiar. El retrato es mucho más que una escena cotidiana: los gestos de concordia y unión entre los personajes, las miradas convergentes y cómplices, la expresión cariñosa; todo parece establecer una relación anímica, no solamente entre los actores del cuadro, sino también entre éstos y el observador. Esta subjetividad, la ausencia de gestos falsos, una demostrativa emotividad y la profundidad en las interrelaciones humanas lo convierten en uno de los cuadros más emblemáticos del periodo. xii sala El anteoratorio ····· U na vez visitado el comedor, volvemos por el pasillo para entrar en esta salita, que hace las veces de introducción y desde la que podemos ya contemplar el magnífico Goya que preside el oratorio. Realmente es una antecámara que funciona también como un pequeño salón, con un carácter público, puesto que en el oratorio eran muy comunes las celebraciones de diversos actos, como bodas, entierros, bautizos, etc. El mobiliario se centra en un precioso y sobrio diván, con asiento tapizado de época en verde y decoración floral y galones del mismo color. Sigue el estilo Imperio más clásico, con remates en forma de cabeza de delfín en las esquinas del asiento. Se trata de un tipo de banqueta “a la turca”, variante del diván o canapé, tipología que tiene su origen en la cama de alcoba francesa del siglo xviii. Se caracteriza por ser un banco bajo de tapicería henchida y lados redondeados, que se ubicaba en las salas y antesalas, a juego con el resto de la sillería. La sillería se apoya sobre cuatro patas ahusadas y achatadas, con respaldo rectangular de perfil curvado, cuyos extremos se prolongan en el asiento en forma de cabeza de delfín. Es una interpretación, más pesada, de los modelos estilo Imperio, que trata de aligerarse por medio de la utilización de tapicerías claras. En el centro, encontramos un curiosísimo velador circular –que sigue la moda de estilo gótico, con decoración de arcos apuntados y entrelazados– sustentado por tres columnas pareadas de tipo clásico. El tablero, circular y de mármol blanco, reaprovecha una losa sepulcral de la época –con su inscripción correspondiente en el reverso–, lo que todavía aumenta más, si cabe, ese carácter medievalizante y ese gusto por las tumbas y las ruinas. Por lo que se refiere a la circulación temática, en esta zona y en el oratorio se concentra la casi totalidad de la pintura religiosa del Museo. La relación e influencia entre Romanticismo y religión es evidente. Existe una crisis moral y religiosa plagada de polémicas. Las costumbres y las vivencias de la fe sufrieron una transformación, “contaminadas” por los ideales románticos de individualismo, sentimentalismo, exceso de emociones o evasión de la realidad. Otra vez podemos distinguir dos modos de aproximarse a este tema. El primero es el de la escuela sevillana de pintura, que acusó fuertemente la influencia del sevillano Bartolomé Esteban Murillo –revalorizado internacionalmente en esos momentos–, como es bien visible en obras como Santo Tomás de Villanueva, firmada por Antonio Cabral y Bejarano –padre de Francisco– o La samaritana, del también sevillano José María Romero y López (1815?-1880?). De Antonio María Esquivel (1806-1857) se expone, en la pared derecha, el impactante cuadro Agar e Ismael en el desierto. Representa un pasaje del Antiguo Testamento: la esposa de Abraham, Sara, no lograba concebir un hijo, por lo que éste toma como concubina a la egipcia Agar, esclava de Sara. Cuando esta última consigue darle un descendiente –Isaac–, Abraham expulsa a Agar y a su propio hijo –Ismael– al desierto. La obra fue muy alabada en la época por el exquisito dibujo y lo equilibrado de las tonalidades. Realmente se trataba de una oportunidad para llevar a cabo un tema de carácter exótico e impregnado de orientalismo. ................................... Antonio M.ª Esquivel Agar e Ismael en el desierto 1856 Óleo sobre lienzo El pequeño óleo titulado Una mártir, del sevillano José María Rodríguez de Losada (1826-1896), situado en el paño del frente, a la izquierda, se inspira también en algunos maestros españoles del siglo xvii pero, esta vez, de tendencia tenebrista, como queda claramente patente por el uso de una pintura sobria y decidida, de toques desgarrados y con un fondo oscuro, sobre el que destaca la figura femenina iluminada. Otra forma de interpretar la religiosidad es a través del tamiz del costumbrismo. De Leonardo Alenza (1807-1845) –cuya obra ya hemos tenido ocasión de ver en la sala VIII– presentamos dos cuadros emblemáticos, situados a la izquierda de la entrada: El Dios Grande, procesión dedicada al Santísimo Sacramento que, el tercer domingo de cada mes, llevaba la comunión a los enfermos hasta sus casas y la pequeña tabla La salida de la iglesia, realmente muy moderna en su tratamiento, con colores fuertes, textura abocetada y contrastes de luz y sombra. Más convencional se muestra el sevillano Francisco Cabral y Aguado Bejarano (1824-1890) en su óleo Una misa, colgado en alto a la derecha, donde se permite la licencia de incluir, en el lateral izquierdo, un retrato de caballero con lentes que, en realidad, es el padre del pintor. ...................................... Leonardo Alenza La salida de la iglesia (detalle) 1840-1845 Óleo sobre tabla xiii sala El oratorio ····· L as casas más adineradas disfrutaban de otras dependencias de ámbito religioso y semipúblico, como el oratorio, que fue un espacio utilizado tanto para actos religiosos de carácter íntimo, como para la celebración de eventos sociales. Este oratorio, según viejos testimonios, es el que perteneció en su día a la casa. El gusto neoclásico de las molduras de escayola y la noble geometría del pavimento siguen los patrones decorativos característicos de finales del siglo xviii. Sabemos que los propietarios del palacio en esos momentos, los condes de la Puebla del Maestre, embellecieron y adornaron esta estancia, donde se veló al marqués de Bacares, primogénito de aquellos, el 24 de abril de 1816. Está adornado de manera formalista, con retratos y cuadros de temática religiosa que invitan al recogimiento, así como con muebles –destaca el precioso reclinatorio de caoba, tapizado en terciopelo, que perteneció a Isabel II–, esculturas –como los barros con escenas religiosas de La oración del Huerto, El descanso en la huida a Egipto y La flagelación– y diversos objetos litúrgicos que se disponen sobre el altar: paño, dos portavelas y vinajeras de plata y la maravillosa Biblia del siglo xviii en su atril. En el centro, embutido encima del altar y creando un eje de simetría visible en “enfilade” desde la sala VI, se encuentra el magnífico lienzo de Francisco de Goya (1746-1828) –San Gregorio Magno–, procedente de la testamentaría del fundador del Museo –Benigno Vega-Inclán– quien acertadamente anticipó la importancia del genial aragonés como precursor del Romanticismo. Forma parte de Los cuatro Padres de la Iglesia, que Goya pintó en 1798 en Sevilla. Este lienzo presenta una gran influencia de Murillo y, por estilo y época, enlaza con los frescos que ejecutó en San Antonio de la Florida de Madrid. Lo acompañan en esta pequeña capilla una serie de pinturas –procedentes también de la testamentaria del fundador del Museo– de temática religiosa y de escuela española, pero fechadas con una cronología situada entre los siglos xvii y xviii. La utilización de pintura religiosa de siglos anteriores para adornar los oratorios era una práctica muy habitual durante el Romanticismo, momento en el que tuvieron también enorme éxito las copias de esta época realizadas por los pintores del momento. Siguiendo la tradición “murillesca”, a la que ya hemos aludido al hablar del cuadro de Goya, se exponen dos controvertidos cuadritos –atribuidos antiguamente al pintor sevillano– que seguramente son copias reducidas, realizadas en el siglo xviii, de los santos Isidoro y Leandro que pintó Murillo en la catedral de Sevilla. Van acompañados de otros cuadros de época, como la bonita tabla LaVirgen con el Niño y Santa Ana, pintada pasada ya la segunda mitad del siglo xviii por Juan Ramírez de Arellano (1730?-1782) y, el más tardío, de hacia el 1800, La coronación de la Virgen, boceto preparatorio para el fresco de la iglesia de Silla, de Vicente López (1772-1850). También destaca, a la izquierda, el impresionante Retrato de la reina Mariana de Austria –consorte de Felipe IV– pintado magistralmente hacia el último cuarto del siglo xvii por Juan Carreño de Miranda (16141685). Como era habitual en la monarquía española, la reina, sentada en un sillón frailero ante una mesa de escritorio, viste hábito blanco y toca negra, en señal de luto por su esposo. Destaca su sencillez y el gusto ascético que define la época. Al otro lado de la pared, a la derecha, se exhibe una preciosa copia de época, Santa Catalina, fechada en la segunda mitad del siglo xvii. ....................................... Antonio M.ª Esquivel Santas Justa y Rufina (detalle) 1844 Óleo sobre lienzo El original de Murillo, que se hallaba en la iglesia de Santa Catalina de Sevilla, fue robado por los franceses en 1811, con destino a la colección del Mariscal Soult. Allí, fue descubierto y copiado por el artista más romántico –Eugéne Delacroix– cuya pintura se vio influida de forma decisiva por la huella de la escuela barroca española. Sobre ella, se sitúa el cuadrito San Isidro labrador y su esposa, Santa María de la Cabeza, que se mueve también dentro del mundo madrileño de las últimas décadas del siglo xviii y que, aunque de atribución dudosa desde antiguo, podría ser de Mariano Salvador Maella (1739-1819). En frente, en el paño de la izquierda, un pintor romántico, el sevillano José María Rodríguez de Losada, firma un cuadro –San Jerónimo penitente– inspirado en la pintura barroca del siglo xvii. No olvidemos que nuestra escuela antigua de pintura fue un descubrimiento llevado a cabo desde fuera, muy relacionado con la hispanofilia que recorría toda Europa durante la época romántica y que influyó también a nuestros propios pintores. Recuerda a los modelos de Francisco Ribera, por el uso de un fuerte claroscuro, unas formas bien construidas y un sentido de la realidad, que se traduce en una técnica espesa, que casi consigue –con una prodigiosa calidad táctil– el relieve de las arrugas de la piel o de los pliegues de las telas y que multiplica los brillos y da volumen a los rostros y a los objetos, que aparecen a los ojos del espectador como si surgieran del aire, de la oscuridad misma. Debajo se exponen dos cuadros, que son parte de un Apostolado –San Pablo y Santiago el Menor– de Antonio María Esquivel (18061857), encargados por el Cabildo de la Catedral de Sevilla y realizados en 1837. Como buen sevillano, el artista se dejó influenciar por Murillo, no solamente en los temas, sino también en el suave colorido, con predominio de tonos cálidos. Esta influencia es también visible en su impactante Santas Justa y Rufina, situado a la derecha del altar, en el que destaca la belleza de las figuras femeninas, colmadas de expresiones amables y dulces. .................................... Francisco de Goya San Gregorio Magno (detalle) 1796-1799 Óleo sobre lienzo xiv sala La sala de juegos de niños ····· S i en los siglos anteriores lo habitual era que los hijos se marcharan de la casa paterna muy pequeños. A partir del siglo xix empezó a ser común que pasaran la mayor parte del tiempo en el hogar. La presencia de éstos en la casa, produjo un cambio en la intimidad: los padres podían seguir compartiendo su habitación con los niños muy pequeños pero, los mayores, dormían ya en habitaciones separadas. El dormitorio infantil hacía también la función de cuarto de juegos. Tenía como condición el trazado de un itinerario independiente, a través del que se podía llegar a este espacio sin necesidad de perturbar las actividades de los adultos. Esta sala, dedicada a los niños y a sus juegos, se encuentra dentro del ámbito de la influencia femenina y está estrechamente conectada con las habitaciones de la dueña de la casa. Tiene un mobiliario menos formal y más de acuerdo con el mundo infantil, así como diversos objetos y juguetes diseminados por todo el espacio y las vitrinas. Con sus paredes pintadas de amarillo, esta habitación ha perdido todo el aire de ceremonia y se ha convertido en un lugar alegre y práctico. La bonita sillería es una interpretación de época fernandina del estilo Imperio, pero se ha hecho más ligera y resistente, con respaldo y asiento de rejilla, y lacada en blanco. Tiene las patas delanteras torneadas y rectas y las traseras de sable, y una decoración tallada y dorada con motivos clásicos como el cisne. Al fondo de la sala, como foco de reunión, se ubica un bonito velador isabelino, cuya combinación de maderas –que se aproxima a los modelos de la Real Fábrica de Marquetería de Barcelona– dibuja diversos instru- ................................................ Antonio Mª Esquivel Niños jugando con un carnero (detalle) 1843 Óleo sobre lienzo mentos musicales: un tambor con sus baquetas, una guitarra, un violín, una dulzaina, una flauta y una trompa. Fiel paralelo del mundo adulto, los juguetes tienen un valor documental de primera mano para conocer los aspectos esenciales de la sociedad que los produce. Se trata de objetos reales de juego –caracterizados por la fidelidad a los modelos originales y la perfecta miniaturización– capaces de preparar a los niños para la vida adulta. En esos momentos, las diferencias entre las actividades masculinas y femeninas eran muy marcadas: frente a otros juegos reservados para el varón, las casitas de muñecas enseñaban a las futuras mujeres a ser buenas madres, esposas y amas de casa o, incluso, subrayando su condición privada y “enclaustrada”, a emprender el camino de la religión: jugar a ser monjas era una actividad muy corriente entre las niñas. Temáticamente todos los cuadros que adornan esta sala son retratos infantiles, género que tuvo gran éxito durante el periodo romántico, coincidiendo con una especial valoración de los niños: la aparición de elementos familiares y afectivos, la importancia de la infancia y de la juventud se convirtieron en tema vital y común para escritores, poetas y pintores. La pintura de temática infantil nos introduce, además, en otros aspectos que afectan a la vida de los pequeños del momento: los divertimentos y juegos, el estudio, la moda, las mascotas, las aficiones, etc. Entre los pintores de “niños” sobresale el magnífico retratista sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). Se exhiben, con su firma, algunos preciosos óleos, como La niña Concepción Solá Garrido con su perrito, que destaca por la proyección sentimental de la modelo, así como por la finura de ejecución y el delicado tratamiento del vestido y del paisaje, con ecos del retrato inglés y el nazarenismo germano-romano. En Niños jugando con un carnero, la influencia anglosajona es más visible –se muestra realmente parecido a un cuadro con el mismo título, firmado por Joseph Wright of Derby, en 1791–, y va unida a la importancia de la aparición de elementos relacionados con la naturaleza y el paisaje. La niña con aro de cascabeles sigue, sin embargo, la tradición del retrato goyesco. Y finalmente, el espléndido retrato de Alfredito Romea y Díez –hijo del gran actor dramático Julián Romea (1813-1868) y de Matilde Díez (ver sala XVIII)– presenta a su modelo –que llegó a ser diplomático– como un pequeño caballero –vestido con pantalón lar- go, camisa blanca, corbata negra y chaleco– que apoya su mano en un estupendo caballito-triciclo. Muy serio también se muestra el protagonista del cuadro José María Eufemio de la Borbolla vestido de guardiamarina –firmado por José María Romero (1815?-1880?)–, seguramente debido a las excesivas expectativas depositadas en él y a la pesada carga sobre sus jóvenes espaldas: aparece con uniforme azul de llamativos botones dorados y un libro entre las manos. En la parte superior de la pared izquierda destacan, situados de derecha a izquierda tres magníficos retratos de niñas. Al fondo, el precioso tondo con el Retrato de la hija de Diego Hurtado de Mendoza, de Vicente Palmaroli (1834-1896), que ya está fechado fuera de los límites del Romanticismo, en 1873 y nos muestra a la protagonista, dentro de la tradición de nuestro retrato barroco, vestida a la española, con traje blanco de volantes, adornado con cintas y lazos rojos y un espléndido conjunto de pendientes y collar de coral rojo (material muy común, ya que se pensaba que protegía a los infantes contra el mal de ojo). También vestida a la española –blusa blanca con chorreras, capa grana y negra y redecilla en la cabeza– se presenta la Niña protagonista del retrato firmado en 1868 por Luis Ferrant y Llausás (1806-1868). Del mismo modo, en busto circular, Federico de Madrazo (1815-1894) pinta a su modelo –Retrato de niña– pero, esta vez, ante un fondo de celaje y paisaje, que resalta aún más la blancura de la tez y del vaporoso vestido. Otra niña anónima, situada sobre la chimenea, es seguramente uno de los mejores retratos de la producción de Ángel María Cortellini (1819-post. 1887), que además nos brinda la oportunidad de conocer los juguetes infantiles utilizados por las clases altas madrileñas: muñequita y cordero de peluche, pandereta y tambor sonajero, además de otros detalles anecdóticos como los pendientes de coral rojo, un vaso de vidrio volcado, un gorro de bebé y un jarrón blanco y dorado al estilo de las porcelanas Viejo París, pieza que, curiosamente, se expone a su lado. Otros retratos de bebé menos ambiciosos son los de Carmecita y Paquito –familia Minguella–, de la mano de Luis Ferrant y Llausás, en frente los de Pilar y Dolores Chávarri y Romero, firmados por Palmaroli y Cortellini respectivamente y que, realmente, tienen la misma función que la fotografía: es un recuerdo, que perpetúa, más allá del tiempo y del espacio, la imagen del ser querido. La muerte infantil era demasiado frecuente dadas las enfermedades y el estado poco avanzado de los conocimientos médicos. La muerte niña también dejaba su huella en la realeza: delante de la chimenea vemos la figura en mármol de un niño tumbado, firmada en 1855, por el valenciano José Piquer y Duart (1806-1871), escultor de cámara. Se trata probablemente de la infanta María Cristina de Borbón, nacida en 1854 y muerta a los tres días, cuyo cuerpecito consta que modeló Piquer del natural. Muestra de la afectuosa relación entre madre e hija es el maravilloso dibujo acuarelado –situado a la derecha de la chimenea– con el Retrato de la archiduquesa Henriette y su hija. La dama, sentada sobre un sillón de estilo Imperio, luce un vestido a la moda vienesa de 1830, con hombros bajos y amplias mangas abullonadas, gorguera y lazo marcando el fino talle; cubre su cabeza con un sombrero de ala ancha, repleto de flores y cubierto de tul. La niña apoya cariñosamente la cabeza sobre el regazo de su madre. También era muy habitual retratar a los niños a la moda de los siglos xvii y xviii, inspirándose para ello en cuadros de antiguos maestros. En la pared frontal encontramos una curiosísima pareja firmada por Leonardo Alenza (1807-1845): Retrato de niña y de niño a la moda del siglo xvii (Depósito del Museo del Prado). En este caso, el madrileño se deja llevar por la admiración –reflejada no solamente en la temática, sino también en la técnica– hacia el pintor que sería unánimemente considerado como el arquetipo de la particular idiosincrasia nacional: Diego Velázquez. Su maestría técnica, capaz de sugerir el volumen, la forma y el aire con su pincelada deshecha, no tenía paralelo, como tampoco su forma de dejar un testimonio sorprendentemente vivo de la realidad que le rodeaba, vista siempre con una cierta serenidad impasible, a la que, en el caso de los retratos, se unía una fuerte penetración psicológica, cualidades que también intenta asimilar Alenza. Atribuido a Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) es el precioso Retrato de niña con atuendo dieciochesco y perrito, situado a la izquierda de la entrada. Aunque está firmado como Carnicero –“a la manera de”– realmente se inspira en un detalle del cuadro La familia de Felipe V de Michel van Loo, fechado en 1743. xv sala El boudoir ····· C on esta sala comenzamos nuestro itinerario por las dependencias femeninas. En esos momentos la mujer –cuya condición, cerrada y doméstica, estaba vinculada a la familia y a los niños– se convirtió en la reina de la casa, a la que consiguió dar un aire acogedor, como centro de afectos y encuentros sentimentales y refugio espiritual frente al ámbito de lo público. Influenciada por las novedades venidas de París, una dama elegante no podía dejar de tener un boudoir o parlour, estancia de confianza, exclusiva para su uso personal y el de sus visitas más íntimas. Se trataba de un lugar donde podía leer, escribir, coser o recibir de manera informal. La tapicería le otorgaba privacidad y creaba una barrera frente al mundo exterior: pesadas cortinas que impedían la penetración de la luz, revestimientos de paredes y muebles que camuflaban la estructura de sustentación. Era un claro símil de lo que ocurría con el mismo cuerpo femenino, comprimido dentro de la crinolina (miriñaque). Atributo femenino, el desorden que reinaba en el boudoir –que era un nido de cosas bellas y preciosas– subrayaba la fragilidad y la excesiva sensibilidad de la mujer, y era síntoma de su irracionalidad y de su ánimo cambiante y caprichoso. En el boudoir todo debía ser pequeño, delicado y frágil, como se suponía que debía ser la criatura que lo habitaba. Las paredes están enteladas con un precioso tejido de seda en moaré de tonos plateados muy suaves. En esta zona, santuario de la conversación y de la gentileza amable y galante, la influencia oriental fue decisiva, tanto en los objetos decora- tivos como en los muebles: en los textos de la época es muy común el apelativo de “maqueado”, del japonés makie –barniz de oro o plata– que era una laca o barniz dorado (en Europa se hacían también imitaciones con barniz blanco de copal). Los ingleses Jennings y Bettridge (18201870), fabricantes de Birmingham, elaboraron muebles en papier maché que gozaron de gran popularidad, siguiendo una técnica cuyo acabado recuerda muy de cerca a los muebles orientales lacados. El bonheur du jour es un mueble multifuncional, ya que sirve de escritorio, contador y caja de costura. La tipología de los escritorios tocadores es de origen francés, en concreto, de la época de Luis XV, a la que, en este caso, se une la influencia inglesa del papier maché. El cabinet –armario provisto de cajones o departamentos, con dos puertas en el frente, destinado a guardar pequeños objetos de valor– y el costurero son de estilo chinesco, con motivos decorativos en dorado sobre fondo negro, que representan paisajes exóticos. La sillería –de influencia Filipina– es de madera esmaltada en negro con incrustaciones de nácar y asiento de rejilla, lleva respaldo al aire, con copete ondulado y pala en medallón ovalado, patas delanteras en cabriolé y traseras en sable. En el centro, un velador “maqueado”, que imita la laca, con una ornamentación de flores en policromía, que destaca sobre el fondo negro. En las vitrinas se exponen algunos de los objetos que, conviviendo de manera espontánea y, en ocasiones, un tanto arbitraria, solían inundar este “nido” femenino: joyas y bibelots (objetos pequeños de escaso valor), porcelanas, recuerdos, polve- ras, cajitas, joyeros, carnets de baile, etc. La disposición acumulada de éstos, era también una forma de crear una barrera contra el mundo de fuera. Por lo que se refiere al itinerario temático, en esta estancia se inician algunos de los tópicos más característicos del ideal femenino romántico. En primer lugar, como se ha visto, la identidad femenina estaba irremediablemente ligada a su condición de madre; es por ello que, marcando el eje decorativo de la sala, se expone un maravilloso retrato de niños –quizá el mejor que se conserva en el Museo–. Se trata del hermoso lienzo, firmado por Luis Ferrant y Llausás (1806-1868) en 1851, con el retrato de sus sobrinos Luis –que murió siendo un niño– y Alejandro –que fue un pintor de renombre y padre del escultor Ángel Ferrant–, acompañados por la inevitable mascota y situados ante un jardín, de naturaleza contenida y confortable, lleno de simbolismos, como la escultura del Cupido adolescente que adorna la fuente del estanque. El desnudo no fue un género frecuente entre los románticos españoles. A excepción de algunos cuadros, lo más común eran las representaciones de figuras mitológicas, diosas o venus, claros exponentes –desde el Renacimiento– de la presencia del sexo y el placer en las artes visuales. Las bellas litografías, situadas en el paño izquierdo, Venus recreándose con el Amor y la Música, pintada por Tiziano y Venus en el tocador, por Francisco Albani, reproducen dos lienzos de las colecciones del Museo del Prado y fueron realizadas en el Real Establecimiento Litográfico, bajo la dirección de José de Madrazo. Muy desacostumbrado es el asunto del cuadro del costumbrista José Elbo (1804-1844) –Bañistas– en el que, en un paisaje contemporáneo, situado en los alrededores de Madrid, varias figuras femeninas, completamente desnudas, se bañan en un riachuelo. Por supuesto, no se trata de damas de la época o de muchachas de pueblo sino que, con un aura de fantasía mitológica, representa ninfas, diosas, trasladadas a su tiempo y a un espacio real. El tipo de desnudo es de influencia nórdica y barroca, de belleza rubia y carnes nacaradas, redondeadas y mullidas. El tema de la seducción solamente será tratado en el ámbito, más libre y autónomo, de las artes gráficas. Muy explícitamente se muestra esta iconografía en el grabado calcográfico iluminado titulado El libertinaje, ilustración para la obra El hijo pródigo. Desde el punto de vista literario se debe subrayar también la figura de Don Juan, que exalta todo lo que puede haber de voluble, liviano y oscuro tras la galantería: litografía iluminada Don Juan y Claudine. El pequeño cuadro sobre tabla situado en la pared frontal –Pareja a la moda del siglo xvii– presenta también una escena galante, pero esta vez ambientada en el siglo barroco. Durante el Romanticismo asistimos a un fuerte deseo de huida hacia tiempos remotos o pasados, donde poder refugiarse del presente. Surgen ahora multitud de álbumes de litografías que representaban las delicadas costumbres y modas de los siglos precedentes. Con esta misma nostalgia, el parisino Eugène Isabey (1803-1886) hace honor a su faceta de ilustrador en esta pequeña pintura, anecdótica, elegante y coqueta, cuya única razón de ser es la de agradar. Completan la sala tres retratos femeninos, que consiguen evocar otros tiempos y culturas, además del ideal de belleza propio de la época. El primero de ellos, a la izquierda, en la pared frontal, es el notable busto de Teresa Orsini, princesa Doria, pintado en Roma por Valentín Carderera y Solano, que le representa tocada con un exótico turbante –que se puso de moda especialmente durante los años treinta– rematado en gran broche, que hace juego con el collar y los largos pendientes y con una estola de piel sobre los hombros. Esta imponente dama perteneció a una ilustre familia italiana. Casada con Luigi DoriaPamphili, príncipe de Melfi, se dedicó a actividades asistenciales y dio vida a las órdenes de las Hermanas Hospitalarias y a las Damas Lauretanas, que se ocupaban de la rehabilitación de prostitutas y la asistencia a los peregrinos. Bellísima es también la cabeza de estudio, situada a la derecha de la entrada, atribuida a Agustín Esteve –Busto femenino– resuelta con sutil pincelada y gran elegancia. Responde a la idea de mujer ideal romántica, un ser frágil y etéreo, como el propio amor. La vestimenta preferida de esta criatura inalcanzable ayudará y acompañará a este efecto: se trata de una musa blanca, luminosa, tocada con transparente velo. También elegante y austera se presenta el Retrato de dama, que porta un etéreo chal blanco, del madrileño Víctor Manzano y Mejorada (1831-1865), que demuestra cómo se había extendido hasta la capital el influjo de la pintura academicista de los Nazarenos. . ....................... José Elbo Bañistas (detalle) 1837 Óleo sobre lienzo xvi sala La alcoba femenina ····· L a imagen que el Romanticismo tenía de la mujer estaba contaminada de reminiscencias religiosas, ensueños domésticos y también de imaginario erótico. El dormitorio femenino adquirió una fuerza simbólica especial, ya que era donde la mujer se encontraba más libre, donde podía llevar a cabo todas esas “acciones misteriosas”: desde guardar una carta de amor o un recuerdo especial, hasta leer o asearse. El hecho de tener una habitación propia demostraba una mayor conciencia de individualidad, de vida personal y la necesidad de expresar esa individualidad de forma física. En este refugio de los recuerdos y de los grandes y pequeños secretos no podía faltar el escritorio portátil de sobremesa, para redactar cartas y misivas personales, el costurero, que reclama cierta intimidad, por lo que lleva cierre hermético, quedando todos los cajones ocultos bajo una tapa central, el “paje” para retocarse o contemplarse, con un espejo de pie alto y con una mesilla para colocar los utensilios de tocador o, en fin, el somno o mesita de noche con puerta frontal que sirve para guardar el bacín, el indispensable juego de agua y el quinqué. Además del sueño, la cama asumía varias funciones simbólicas relacionadas con la familia y la sociedad, consecuencia de la institución del matrimonio. Ésta es de caoba, tipo góndola (bateau) y sigue patrones del estilo Imperio, con perfiles curvilíneos y cabecero alto. Está recubierta por un amplio dosel, elemento textil que delimita y remarca el lecho, además de contribuir a aprovechar al máximo el calor –la arquitectura de interiores se hacía cada vez más táctil, recordando a un arquetipo muy antiguo de la historia de la habitación: la tienda construida con telas o pieles–. Al lado, puede verse una preciosa cunita también de estilo fernandino. No olvidemos que los niños más pequeños todavía dormían con su madre. Además de esta faceta maternal, la mujer tenía que ser también coqueta y bella. Por ello, su habitación debía ser elegante, con un dominio del tapizado, que la convertía en un refugio donde no podía entrar el frío: la idea del confort doméstico consiguió que se adaptasen los interiores ya existentes, recubriéndolos de telas y decoraciones. La sillería, aunque de cronología posterior, está esmaltada en blanco y dorado, y se inspira en el estilo Luis XVI –con sus patas rectas y torneadas en estípite, decoradas con acanaladuras y baquetones–. La nota más exótica se centra en la tapicería, en seda bordada rematada con grandes flecos, como si se tratara de un mantón de Manila –pieza utilizada también como colcha en la cama–. El tocador –de época “Reina gobernadora” (1833-1843), en el que se abandonan las formas pesadas y sobrias y se tiende a la sencillez del estilo francés de Luis Felipe (1830-1848)– forma parte del ajuar de toda mujer elegante y está al servicio de las necesidades de la alcoba. Cuenta con bonitas labores de taracea clara sobre fondo de madera más oscura y tallas en negro, con iconografía de motivos clasicistas, heredada del estilo anterior –cisnes–. Encima de este mueble, alineados, se exhiben diversos frascos con remedios para cuidarse la piel o perfumarse y un juego de tocador de opalina verde. Conocemos el contenido del tocador de una dama del momento, a través de las descripciones de la época. La dama en cuestión embellece su piel con “aceite viejo” y yemas de huevo. Se sabe numerosas recetas para cuidar la epidermis: agua de lis para el tinte, agua de Ángel para fortalecer y refrescar la piel, agua de Atenas (aceite de almendras amargas), crema de pepinos y agua de fresas. Tiene gran variedad de jabones, empezando por el de Lady Derby y siguiendo con la preparación de miel que permite blanquear la piel y el jabón emoliente para el baño. En cuanto a perfumes, puede escoger entre las sales de vinagre, de rosa, de bergamota, de limón y toda una gama de aguas de Colonia. Riega sus pañuelos con agua de toronjil y de violeta. En la chimenea, alinea frascos de colonia de la “Reina de Portugal” y de la “Reina de Hungría”. Los baños los perfuma con agua de lavanda y miel de benjuí. Tiene su propio perfumista y está muy ligada a él, porque le da consejos sobre productos de belleza y hace las veces de dermatólogo. En esa época comienza a notarse la importancia de la publicidad comercial y la gran “exclavitud” de las etiquetas. Algo que nos recuerda mucho a nuestros tiempos. En la vitrina pueden verse diversos accesorios imprescindibles en el mundo femenino como el bolsito, limosnera o ridículo, los guantes de cabritilla o la inevitable sombrilla para proteger el rostro del sol y conservar la tez blanca, símbolo de estatus social y de belleza. A la vez, el dormitorio era, desde tiempos antiguos, un lugar para el retiro y la oración. Por ello, no podía faltar un pequeño rincón presidido por el amable y “murillesco” cuadro de José Gutiérrez de la Vega, .............................................. José Gutiérrez de la Vega (Atrib.) Una boda en 1830 1830 La Virgen con el Niño Jesús, con un pequeño reclinatorio de nogal, sobre el que se ve un breviario abierto y diversos elementos decorativos muy femeninos –pequeños cuadros realizados a mano con labores textiles y con aplicaciones de todo tipo de objetos: conchas, cuentas, plumas, flores, etc. que se trasmitían de madres a hijas– con un valor simbólico y emocional. Por lo que respecta al itinerario temático, en esta sala se han incluido asuntos referidos a la familia –y la relación materno-filial, como el tema de la “buena madre”–, el matrimonio y la boda. .................................................... Bernardo Blanco Isabel II y la Princesa de Asturias (detalle) 1856 Litografía iluminada Dentro del espacio doméstico, la mujer era la reina de la casa y ésta se convirtió en el templo de la familia. En la iconografía del momento encontramos un marcado interés por la representación familiar, la vida de todos los días entre las paredes del hogar, resaltando particularmente la “joya” de la casa, encarnada por los niños, con sus juegos y ocupaciones favoritas. El matrimonio ya no será considerado solamente como una unidad económica y procreadora, sino también como centro de refugio y afecto, como podemos ver, sobre el tocador, en los cuadros La familia de Cayetano Fuentes y La familia de Juan Manuel de la Pezuela de José Elbo (1804-1844) o en las estampas que se exhiben en el paño de la izquierda con los sugerentes títulos de La buena madre, El verano y Escenas amorosas. La relación entre madre e hija alcanza, en esos momentos, un altísimo nivel de intimidad, debido a la acusada diferenciación de los roles sociales de cada sexo. Se considera que la educación materna es preferible a cualquier otra, porque prepara mejor a las niñas con vistas a su futura vida doméstica. Con esta temática se exhiben el retrato de Cecilia Rodríguez Prieto y su hija Margarita de la Sotilla, de Antonio Gómez Cros (1809-1863) –sobre el tocador en el frente– o la maravillosa litografía de Bernardo Blanco (1828-1876) –situada sobre el paño izquierdo–, encargada por la casa real, en la que aparecen Isabel II y la Princesa de Asturias. Al margen del matrimonio de conveniencia, todavía común en esa época (ver sala VIII), encontramos las imágenes del ideal romántico, basado en el matrimonio por amor, donde prima el libre albedrío y el privilegio de poder escoger, por uno mismo, marido o mujer. Recogen este tema la obra Una boda en 1830, atribuida a José Gutiérrez de la Vega o las ingenuas estampas El novio y La novia que se exhiben a la izquierda de la cama. Uno de los matrimonios más notables y envidiados del momento fue el de la española Eugenia de Montijo y Napoleón III, emperador de Francia. La exquisita litografía de Franz Winterhalter (1805-1873), Eugenia de Montijo y sus damas de corte, en la pared derecha de la puerta de entrada, es una de las mejores y más bellas estampas que se conservan en el Museo y está acompañada por los bustos de ambos cónyuges en biscuit, de la prestigiosa fábrica de Sèvres, firmados por el francés Jean Auguste Barre. xvii sala El gabinete de Larra ····· L a casa se dividía en territorios. El espacio, como hemos mencionado, aparecía configurado por el género (masculino-femenino), organizado y dispuesto según un rígido tratamiento psicológico: las actividades propias de cada sexo se reflejaban en habitaciones diferentes. En esta zona –que reproduce un pequeño gabinete– iniciamos el ámbito masculino de la casa, decorado de forma más seria y austera. La estancia está presidida por un precioso y sobrio sillón, que conserva su tapicería original, de estilo fernandino, modelo que fue muy utilizado por la sociedad burguesa y que se caracteriza por la esbeltez de sus patas, la aplicación de taraceas de maderas claras sobre caoba y la decoración menuda con motivos clásicos. A cada lado de la pared, dos imponentes cómodas de cajones, de hacia 1830, con una función específicamente masculina, reflejada en la sobriedad de los adornos tallados y dorados –caballos– que acusan la influencia del estilo Imperio francés. La madera, de caoba y palma de caoba, es también, junto a la ejecución, de excepcional calidad. En el centro, un pequeño y sobrio velador de inspiración medieval, con decoración en la tapa, formada por dos estrellas de ocho puntas y rosetón en el centro, realizada en marquetería, que alterna dos tonos de madera clara y oscura. Este pequeño gabinete está dedicado a la emblemática figura del escritor romántico Mariano José de Larra y se mantiene en el mismo lugar donde se encontraba antiguamente, ya que se trata de una habitación ideada desde los inicios del Museo. Conocido también por los seudónimos de “Fígaro” y “El Pobrecito Hablador”, fue seguramente el mejor y también el más crítico y ácido literato de la época ro- mántica. Hijo de un médico afrancesado que tuvo que emigrar tras la derrota, Larra estudió desde bien pequeño en Burdeos y regresó a España en 1817. A los 20 años contrajo matrimonio. En 1835 visitó París y Londres, lo que contribuyó a su éxito como escritor, periodista y crítico dramático. Su temperamento sarcástico y decepcionado con la realidad española, junto a sus turbulentos amores con Dolores Armijo, fueron las causas de su suicidio: el 13 de febrero de 1837, antes de cumplir los 28 años de edad, se pegó un tiro en la sien ante el espejo, en el acto más romántico de su vida. Además de pintura y diversos objetos pertenecientes a Larra –depositados desde el año 1924 por la familia del escritor– se muestran algunos temas relacionados con esta legendaria figura: la literatura (que continúa en la sala siguiente), el periódico y la prensa, así como el suicidio y la muerte prematura del genio. En la pared de la derecha se encuentra el emblemático retrato de Mariano José de Larra, pintado por José Gutiérrez de la Vega (17911865). La tradición cuenta que es la única efigie verdadera del escritor –aunque sabemos que también Federico de Madrazo (1815-1894) tuvo ocasión de captarle en un pequeño dibujo–, por lo que ha sido origen de toda la iconografía posterior: presenta a Fígaro como un verdadero dandi, con chaleco, corbata y frac, atuendo del que fue tan partidario. A su lado se exhibe un bonito Retrato de dama –que para algunos investigadores es la propia Dolores Armijo– pintado por la mano del mismo José Gutiérrez de la Vega.También firmado por el sevillano y presidiendo la sala, se expone un curiosísimo cuadro –La mujer del artista–, fechado el año de la muerte de Fígaro, en 1837, en el que la esposa del pintor, Josefa López, impactante en su presencia y participando en cierta manera del acto creativo –reservado por aquel entonces únicamente a los hombres–, se encuentra realizando la delicada tarea de moler y mezclar los colores para pintar al óleo. Más enigmático resulta ................................... José Gutiérrez de la Vega Mariano José de Larra ca. 1835 Óleo sobre lienzo todavía su gesto ya que, con la mano izquierda, señala un conocido cuadro de su esposo: el retrato de Larra, que se encuentra tras ella. Igualmente relacionado con el malogrado escritor podemos ver un marco vitrina con bonitas miniaturas de la familia, entre las que destaca la de su padre y, por supuesto, las famosas pistolas de duelo con las que tradicionalmente se ha pensado que se quitó la vida y un manuscrito en el que describe a “el calavera”, un personaje libertino y perdido, heredero del Don Juan, que es Larra mismo. ................................... José Gutiérrez de la Vega La mujer del artista 1837 Óleo sobre lienzo Acompañan a Larra, a la derecha de la puerta de salida, las efigies de algunos escritores coetáneos, como la de Eulogio Florentino Sanz, retratado por su amigo Ignacio Suárez Llanos (1830-1881) (Depósito del Museo del Prado), sosteniendo en su mano izquierda varios papeles y escritos; un tintero con las plumas de escribir sobre una repisa, ante la ventana, nos indica su condición de poeta. Junto a él, el gran dramaturgo, director de la Real Academia de la Lengua Española y político liberal, Francisco Martínez de la Rosa, por Rafael Benjumea (1820?-1888?) y, al otro lado de la puerta, Manuel Bretón de los Herreros, pintado por Antonio Gómez Cros (1809-1863). Este último retrato conecta con otro tema de vital importancia para el desenvolvimiento de las ideas románticas: la prensa periódica. Las medidas censoras y represivas de los diferentes gobiernos habían sido las causantes de su escaso desarrollo, situación de la que dio testimonio Bretón de los Herreros en su comedia La redacción de un periódico, estrenada en Madrid en junio de 1836. La plenitud del Romanticismo se sitúa entre 1833 y 1844, fechas que coinciden con la desaparición de la censura en la producción literaria y el decreto reformador de la ley de prensa. El periodismo y la ilustración fueron vitales para el desarrollo del nuevo movimiento. No olvidemos que la lectura era también un signo distintivo de clase, en un momento de tremendo analfabetismo. Reflejo de la progresiva importancia de la prensa periódica son los dos interesantes óleos sobre cobre de Leonardo Alenza (1807-1845): Componiendo el periódico y El primer ejemplar, documentos de primera mano para conocer cómo se imprimía un periódico en la época. En la literatura romántica siempre está presente el tema de la muerte: el propio Larra describe el cementerio de Madrid el día de difuntos de 1836. En las artes plásticas fueron muy comunes las escenas donde se muestra al artista enfermo y solitario, muerto prematuramente. Es ahora cuando se forjan conceptos como el del genio creador, que aporta una nueva visión al mundo, el de ser incomprendido por una sociedad vulgar o el del artista predestinado, que ejerce su actividad de forma vocacional. El sintético cuadro, situado en el paño de la izquierda, firmado en 1870 por Vicente Palmaroli (1834-1896) es un sorprendente y fúnebre apunte del natural. En esta pequeña gran obra, Gustavo Adolfo Bécquer en su lecho de muerte, se refleja la amistad y el cariño que unía al pintor con el poeta, al que presenta sin grandilocuencia, casi como si estuviera dormido, descansando sobre la blanca almohada. Muy diferente se muestra Emilio Poy Dalmau (1876-1933) en el dibujo a gouache a la hora de conmemorar la muerte del último escritor romántico en su cuadro Capilla ardiente de José Zorrilla. El literato fue el más longevo de toda su generación y se inició en el mundo de la literatura casi niño, sobre la tumba de Larra –se dio a conocer leyendo, durante el entierro, su famosa poesía a la memoria del escritor–. La figura de Larra se agigantó tras su propio suicidio, que subrayó su condición de héroe. El suyo no fue un caso aislado ni único y la prensa de la época nos lo confirma. Sin embargo, algunos románticos no estaban de acuerdo con esta fúnebre “moda”: Leonardo Alenza confirma esta tendencia crítica en sus dos cuadritos que ridiculizan el suicidio romántico. En estas dos pequeñas obras maestras, Sátiras del suicidio romántico –seguramente las imágenes más emblemáticas de todo el Romanticismo español– percibimos, además del tono caricaturesco, una “nueva” opresión por la inmensidad. Parece querer mostrar, como Larra, la desolación de un mundo sin fe y sin sentido, la angustia de la vida sin finalidad. Una visión similar nos ofrece Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) en su Alegoría del suicidio. En este caso, el mundo se encuentra rodeado de seres estremecedores, alados o yacentes en el suelo, con máscaras raídas, y caracteres repugnantes, que subrayan más profundamente su dependencia de Goya. .................................... Leonardo Alenza Sátira del suicidio romántico ca. 1839 Óleo sobre lienzo xviii sala La sala de la Literatura y el Teatro ····· E n esta sala se reproduce un ámbito familiar y semipúblico, accesible solamente al visitante que tuviera un amplio grado de intimidad con la familia. La casa se convierte en protección y refugio del individuo del siglo xix. Núcleo de ritos familiares, es la gruta donde uno puede esconderse con sus propias reliquias, accesible sólo a unos pocos íntimos. Los objetos parecen impregnados de valores afectivos y de sentimientos; forman parte de las relaciones de las personas que habitan la casa y crean con ellas una relación casi psicológica, un microcosmos rígidamente estructurado. El mueble tiene también una función simbólica: dependiendo del lugar y la forma en que se ubica, indicará diferentes grados de ceremonia y modos de comportamiento. La idea de que algunos muebles fueran masculinos y otros femeninos subrayaba una realidad social que era evidente también en el vestido y en las costumbres. Totalmente femenina es la preciosa cómoda que perteneció a la poetisa Carolina Coronado (1823-1911) y que procede de la Quinta de Madrid, propiedad de la reina Isabel II, que era parte de lo que es hoy el barrio de Salamanca. Fechada hacia 1860, su estilo responde a un “revival” del Rococó, con profusión de aplicaciones metálicas, un juego de líneas curvas y rectas y una gran riqueza de la labor de marquetería. El espejo de esta sala recrea igualmente las líneas dinámicas y la ornamentación de este periodo dieciochesco. También perteneciente a la poetisa se exhibe –a la izquierda de la entrada– un atractivo abanico (pericón) con plumas de cisne blancas y raso color salmón. La importancia de esta escritora, cuyas poesías se difundieron en periódicos desde muy temprano y que mereció un poema laudatorio de su paisano Espronceda, nos muestra como durante el Romanticismo, se operó un cierto cambio en el estatus de la mujer y que aunque las actividades de escribir, leer o pensar eran consideradas como enemigas del género femenino, no faltaron las excepciones. La sillería es característica del periodo isabelino: muy cómoda, bien acolchada, mullida y tapizada en un entonado raso verde que cubre, en capitoné, las líneas ondulantes y confortables de los respaldos. Otra bonita cómoda, decorada con marquetería, sigue la tipología “Regencia” o “Reina gobernadora”, en la que se abandonan las formas pesadas, con una preferencia por los muebles útiles y de gran sencillez de líneas y un predominio de la caoba. Ahora se sustituyen los bronces y tallas doradas por incrustaciones de filetes metálicos que, aplicados en taracea, crean sinuosas ornamentaciones. En la pared frontal se exhibe un magnífico piano de cola que tiene una peculiar y poco común forma rectangular y que fue donado al Museo por el poeta Juan Ramón Jiménez, con la firma sobre el teclado: “Steinway&Sons / Pat ´D NOV 29 1859 / New York”. En el centro de la sala, dos importantes veladores influenciados por el mismo estilo “Reina gobernadora”: uno con tablero dodecaedro, adornado con preciosa marquetería de motivos vegetales, dispuestos de forma concéntrica en torno a una flor inscrita en una estrella y el otro, ejemplo de la influencia neogótica, con arcos ojivales y gabletes, realizados igualmente en marquetería. El recorrido temático está centrado en la literatura y el teatro y se muestra a través del género del retrato –tanto individual como colectivo–. Otra área de esta sala está dedicada a algunos asuntos que fueron prioritarios en la narrativa y el drama románticos (la muerte, la doncella o el diablo). Las reuniones de artistas fueron muy comunes durante el Romanticismo, que tenía entre sus metas la ruptura de las barreras que existían tradicionalmente entre las artes, creando así lo que podríamos llamar una comunidad fraternal entre artistas. El escritor cobró una nueva sensibilidad visual que, en ciertos autores románticos como el duque de Rivas (sala IV) o Bécquer (sala XVII), se unió a un conocimiento técnico y experimental de la pintura. A su vez, los temas literarios ejercieron una fundamental influencia en las artes plásticas. La obra central de esta sala, situada en el paño central de la derecha, es el óleo inacabado de Antonio María Esquivel (1806-1857), Ventura de la Vega leyendo en el Teatro del Príncipe (Depósito del Museo del Prado). El dramaturgo se encuentra leyendo su mayor éxito, El hombre de mundo, estrenado en 1845 por el afamado actor Julián Romea, junto a Matilde Díez, Teodora Lamadrid, Antonio Guzmán, Florencio Ro................................... José Ribelles y Helip Isidoro Máiquez en el papel de Otelo (detalle) ca. 1823 Litografía mea y Mariano Fernández que aparecen sentados a su alrededor. Es un gran retrato de grupo, que contiene las figuras más destacadas del panorama teatral de la época. Está ambientado en el interior del Teatro del Príncipe, cuyo origen se remonta a los corrales de comedias más importantes de Madrid del siglo xvii. Esquivel pintó otros retratos colectivos que reflejaban esta comunidad fraternal de artistas, como el bonito boceto Reunión literaria. ............................................... Manuel Cabral y Aguado Bejarano Teodora Lamadrid en “Adriana Lecouvreur” 1853 Óleo sobre lienzo Reparto de premios en el Liceo, fechado hacia 1853. En esta importantísima institución madrileña, que contaba con el apoyo de la reina, se organizaban diferentes actos culturales, que tenían que ver tanto con las artes plásticas como con la literatura. El teatro cobra, durante este periodo, una importancia inusitada. Quizás el actor dramático más famoso del momento sea Julián Romea, del que presentamos dos retratos, que se exhiben en la pared frontal, sobre el piano. El primero, de Federico de Madrazo, fue regalado por Isabel II a su ministro González Bravo, con motivo de su matrimonio con la hermana del actor, Joaquina Romea y presenta a su modelo caracterizado para la pieza teatral El hombre de mundo, a la que ya hemos hecho mención. El otro, firmado por el sevillano Manuel Cabral y Aguado Bejarano (1827-1891), le retrata en el papel de “Sullivan”, uno de los mayores éxitos del actor, vistiendo levita y chaleco, como un auténtico burgués, sujetando en la mano derecha el sombrero de copa mientras, a sus pies, yace una corona de laurel, que alude a sus éxitos en el escenario. Del mismo autor se exhibe el retrato de Teodora Lamadrid en el papel de “Adriana Lecouvreur”, drama escrito por Scribe en 1851, que fue su obra teatral favorita. La artista, en actitud dramática, se lleva la mano al pecho, mientras a sus pies aparece la consabida corona de laurel y diversas flores desperdigadas. Esta importantísima diva se dedicó al teatro por un revés de la fortuna; se casó con un profesor de canto, llevó una vida desdichada, como buena actriz “romántica” y tuvo varios romances posteriores. El actor más famoso en los albores del Romanticismo fue Isidoro Máiquez (1768-1820), del que se exponen dos maravillosas y únicas estampas –por ser unas de las primeras litografías que se realizaron en nuestro país– del valenciano Ribelles y Helip (1778-1835), que le captan representando el papel de Otelo y de Oscar (el hijo de Ossian). Retratado por Goya, fue elogiado por todos los intelectuales de la época, desde Moratín a Mesonero. Su vida fue, como su forma de interpretar, plenamente romántica: luchó contra los franceses en 1808; fue encarcelado por liberal en 1814, desterrado en 1819 y murió en Granada completamente loco. Se exponen también algunos retratos de damas que pertenecen al ámbito familiar de los artistas –los niños los hemos visto en otras sa- ................................... Eduardo Cano de la Peña La novia enterrada viva 1868 Óleo sobre lienzo las– y que prácticamente son capaces de trazar sus líneas genealógicas. Del sevillano Antonio María Esquivel, Manuela Romea, la hermana de Julián Romea y esposa del político Cándido Nocedal, que nos mira melancólicamente y, a la izquierda, Bárbara Lamadrid, hermana de la famosa actriz, retrato muy sobrio y nada adulador –muy alejado de los cánones románticos– en el que la vulgaridad de la fisonomía no está ni mucho menos disimulada. Otro retrato femenino, que nos da cumplida cuenta de la importancia progresiva que va teniendo en esos momentos la mujer creadora y artista, es el de Cecilia Bölh de Faber, “Fernán Caballero”, situado a la derecha de la entrada, y pintado en 1858, por Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870). La gran literata, que tuvo que utilizar un pseudónimo masculino para poder escribir, está retratada a los cincuenta y dos años de edad, de busto, vestida sobriamente de negro y sentada en un sillón, con un fondo que se abre hacia una arquitectura y un paisaje y con el inevitable librito entre sus manos. La sala se completa, sobre la pared de derecha, con las efigies de otros literatos, como el de Manuel José Quintana, uno de los precursores más tempranos del Romanticismo, obra sobria del taller de Vicente López, fechada en torno a 1830. También puede verse el espléndido y rotundo retrato de Eugenio de Ochoa, que fue fundador junto a su cuñado, el joven Federico de Madrazo (1815-1894), de El artista, una revista fundamental para el desenvolvimiento del Romanticismo en nuestro país. El mismo personaje se reproduce en un magnífico busto en mármol blanco, realizado hacia 1860 por el escultor zaragozano Ponciano Ponzano (1813-1877). Atribuido a Luis de Madrazo, hermano de Federico, se expone el retrato de Isidoro Gil Baus –junto con el de su esposa Bernarda Albacete y Albert– que, además de secretario de su Majestad Isabel II, escribió artículos y algunas novelas cortas, tradujo y arregló para el teatro varias obras y tuvo una amplia producción dramática. Junto a ellos, el tardío –fechado en 1880– y muy velazqueño retrato del escritor, dramaturgo y también político Adelardo López de Ayala, rubricado por el asturiano Ignacio Suárez Llanos (1830-1881). Recorriendo la franja alta de las paredes, se disponen diversas estampas que tienen como protagonistas a mujeres que sobresalieron en las letras o en el teatro: Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado, Teodora Lamadrid, Matilde Díez; así como los más importantes literatos españoles –Hartzenbusch, Quintana, el duque de Rivas, Alberto Lista, Espronceda– y europeos –Rousseau, Lamartine, Walter Scott, Chateaubriand, Victor Hugo, Lord Byron o George Sand–. En ninguna otra literatura como en la romántica se ha reflexionado más sobre el poder de las imágenes y la seducción que éstas ejercen. También ahora el pintor lleva a cabo un gran pacto con la obra literaria, de la que extrae multitud de temas, en un afán de renovación y novedad de contenidos, y de búsqueda de nuevos valores. La literatura sentimental, a través del melodrama, así como también la novela, suponen un cambio en el panorama literario, especialmente en la utilización de temas y personajes, colmados de subjetividad, emociones y sensibilidad. El modelo de mujer más característico de esta literatura sentimental es el de la muchachita infeliz y perseguida: la emblemática tablita La novia enterrada viva, de Eduardo Cano de la Peña (1823-1897), que se exhibe a la derecha del espejo, recoge esta temática, que subraya la candidez de la doncella y su agotamiento paulatino, consecuencia de su desgracia amorosa. Muy útil para aleccionar a progenitores y, sobre todo, a jovencitas casaderas es el tema que se desarrolla en El moribundo, pequeño cuadro –situado a la izquierda del espejo– de Alejandro Ferrant y Fischermans (1843-1917) –al que hemos visto de niño en la sala XV– y en el que una niña virginal, vestida de un blanco inmaculado y de rodillas en el suelo, implora ante un moribundo –seguramente el padre–, en el clásico papel de intermediaria ante la divinidad, para ayudar al agonizante a bien entrar en el otro mundo. Otros asuntos tomados de la literatura de la época se centran en el personaje literario del Fausto de Goethe, que se convierte en el autor, después de Cervantes, en el que se inspiraron mayor número de pintores. El curioso cuadrito Mefistófeles –en el paño izquierdo– fue realizado en 1872 por el catalán Joaquín Espalter (1809-1880). Presenta a una atormentada Margarita, que se aparece a Fausto, cuando el demonio –Mefistófeles– le sostiene por los cabellos, con el seno impúdicamente descubierto. El sexo sigue ocupando un punto neurálgico en las obras de ficción. xix sala El fumador ····· E n esos momentos el tabaco fue conquistando progresivamente los espacios públicos y privados, como testigo y símbolo de la masculinización de la sociabilidad. No olvidemos las virtudes que ciertos médicos atribuían todavía al humo. El fumoir o fumador apareció con el fin de dotar al padre de familia de una atmósfera no tan rígida, sino más evocadora del sueño y el bienestar. Era un lugar para retirarse a fumar, que invitaba al reposo; de ámbito privado y semipúblico, para visitas de total confianza. Normalmente su decoración estaba inspirada en el mundo oriental y, en especial, árabe. La restauración de la Alhambra de Granada, en los años 1860-70, contribuyó a acrecentar la moda del gabinete árabe en la vivienda privada burguesa. Era muy común la utilización de ricos textiles de inspiración oriental en las paredes y muebles bajos y confortables, alfombras y todo tipo de objetos decorativos orientalistas: armas, pipas, incensarios, cerámicas y porcelanas, etc. La tipología del pouf (o puf) surge en Francia, hacia 1845, como asiento adecuado a la moda femenina de amplias faldas y también, dada su ligereza, para la comodidad masculina. Éste es bastante tardío y está formado por dos grandes cojines superpuestos, el superior con capitoné –sistema por el que el relleno se afianza con puntadas dispuestas a intervalos y ocultas por botones– y está guarnecido con galones y borlas de madroños en todo su perímetro, y tapizado en terciopelo bordado con motivos de aves. Lo acompañan dos modelos de banquetas, con diferentes formas –cuadrangular con leve inclinación o circular– y cuya función también era la de servir de asientos arrimaderos, a juego con el resto de la sillería. El sillón y el sofá –de seda bordada al estilo filipino, procedentes del palacio de la infanta Isabel, la popular “Chata”– son también a juego, con la misma decoración, y responden al tipo de asientos de comodidad que se desarrollaron en la segunda mitad del siglo xix gracias al desarrollo de los henchidos sobre los muelles. Son bastante tardíos, de la llamada época del “pelouche”, que corresponde a los burgueses años de la Restauración. Desde el punto de vista temático, esta sala nos brinda una afortunada ocasión para mostrar la influencia que el orientalismo y el exotismo ejercieron sobre el movimiento romántico. Ahora España se puso de moda en toda Europa, generando una gran oleada de viajeros extranjeros, para los que fue vital su antigua herencia oriental y musulmana. Muchos de nuestros pintores, arrastrados por este gusto, se sintieron casi obligados a representar ese mundo ilusorio, entre medievalista y novelesco, que exigían con fruición los burgueses europeos. Las monumentales obras maestras de la arquitectura islámica –la Alhambra en Granada, los Reales Alcázares en Sevilla, etc.– fueron objeto de culto para poetas y artistas durante todo el siglo xix: Los Reales Alcázares de Sevilla, de Manuel Barrón (1814-1884) y La Sala de la Justicia en la Alhambra de Granada, firmado en 1840 por Leonardo Alenza (18071845), siguen los mismos patrones de los ingleses Roberts o Lewis. Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854) en la Puerta de Serranos deValencia sabe combinar los ingredientes de medievalismo, orientalismo y costumbrismo. La escena recrea la Valencia musulmana, con un bullicioso hormigueo de figuras tocadas con turbante y portando camellos, cargado de exotismo. La desproporción entre la arquitectura y el hombre intensifica la impresión de monumentalidad de la puerta de la muralla. En Paisaje oriental con ruinas clásicas recrea un mundo totalmente imaginado, de fantasía, en el que, los componentes de una caravana árabe se han sentado a descansar bajo la única sombra del árido paraje y parecen contemplar, meditativos, el esplendor de los naranjos a la puesta de sol, con un templo clásico en ruinas al fondo. Los románticos eran capaces de viajar también con la imaginación. Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) nunca tuvo la ocasión de ir al país de los faraones, aunque eso no fue en absoluto un obstáculo a la hora de plasmar esa atmósfera de ensoñación, visible en el bonito óleo pintado sobre hojalata con el sugestivo título de Esfinge y pirámide. Tampoco Carlos de Haes (1826-1898), el verdadero introductor del paisaje moderno en nuestro país, viajó nunca a Egipto. El monumental lienzo –Paisaje egipcio– fue uno de los últimos realizados por el pintor (1883) y, aunque está captado de una manera naturalista, abandonando el colorido sombrío de su primera época en favor de una gran luminosidad y riqueza cromática, su temática y visión se hallan todavía contaminadas por cierta nostalgia romántica. El único de nuestros románticos que viajó realmente –como lo habían hecho, entre otros, Delacroix– a Marruecos, Egipto, Palestina y Extremo Oriente fue el enigmático Francisco Lameyer (1825-1877). Sabemos que estuvo en Marruecos en 1863, junto a Fortuny, donde ........................................... Jenaro Pérez Villaamil Paisaje oriental con ruinas clásicas 1883 Óleo sobre lienzo ........................ Carlos de Haes Paisaje egipcio 1833 Óleo sobre lienzo seguramente se inspiró para pintar escenas del desierto africano, como la que se muestra en el sintético cuadrito Escena en el desierto o relacionadas con el mundo escondido del harén y sus seductoras mujeres, tal y como se refleja en el teatral Interior de harén, situado en la pared de la derecha. En la vitrina, se exhiben diversos utensilios relacionados con el mundo del tabaco –tabaqueras, pureras, cerilleras, pitilleras y una caja de rape (Depósito MNAD)– junto a dos preciosas figuras orientales de porcelana policromada de Sèvres. Sobre el biombo, se sitúan una divertida estampa con un joven romántico fumando, firmada por el magnífico ilustrador francés Paul Gavarni (1804?-1866) y un preciso dibujo a la aguada con tres pequeñas niñas que disfrutan de los supuestos “beneficios” del tabaco. xx sala El gabinete ····· E l gabinete –dentro del área masculina– fue en realidad un salón de recibir, donde se acogía a las visitas de confianza. Podía ser ámbito de la vida diaria o lugar de recepción del visitante pero, en ambos casos, era escenario de la representación de valores, códigos y preferencias: principios morales, normas sociales y gustos estéticos confluyen en esta sala. La decoración y el mobiliario solía consistir en sillería, brasero para veladas invernales, consola y vitrinas con diferentes objetos, retratos de familia, etc. La moda imperante se reflejaba en una acumulación de muebles de diferentes estilos, donde reinaba de forma absoluta el pequeño sillón. En este “templo” de la conversación y de las veladas íntimas no podía faltar el pianoforte –de mecánica vienesa y patas decoradas con cariátides– instrumento de entretenimiento por excelencia que, generalmente, se encontraba escondido por medio de textiles y gran cantidad de objetos, con el fin de ocultar su estridente modernidad. Las mesitas y veladores ya ocupaban una zona central en la habitación, también había pequeñas “sillas de arrimo” –ligeras y sin brazos–. El confidente –dos plazas opuestas y enfrentadas– es el sillón de los secretos y nace durante la Restauración francesa, siendo también conocido en España con el sugerente nombre de “vis à vis”. Los bordados de sus tapicerías –con hilos metálicos– son semejantes a los de los mantones de Manila y las pasamanerías, de cordones torcidos y cascadas de redecillas, responden a modelos historicistas de lo que entonces se consideraba propio del gusto barroco, tal como aparecen en publicaciones como L´ornement des tissus. Recueil historique, de DupontAuberville (1877). La sillería, tapizada en raso amarillo, parece reproducir las lacas orientales: está esmaltada en negro, con profusa decoración en dorado y responde a la influencia del mueble filipino, tan de moda durante el reinado de Isabel II. Una preciosa butaca reclinable y de pies extensibles –que se ocultan bajo el asiento– nos informa de que, en esa época, el mobiliario se adapta cada vez mejor a las necesidades humanas y logra un grado de comodidad y confort antes inexistente. Responden al gusto filipino las tres ligeras consolas, de perfil mixtilíneo y tablero de mármol blanco, apoyado sobre patas cabriolé, con aplicaciones de cabezas femeninas y pie en garra de león y otro pequeño velador, pintado en oro, con la curiosa figura exótica de un negrito que sustituye al fuste del mueble. En la vitrina se exhiben diversos objetos de uso relacionados con el ámbito masculino, gemelos y alfileres de corbata, impertinentes, antiparras, vasos de faltriquera, relojes de .......................... bolsillo, sellos de Confidente, tapizado en tejido de jacquard lacre, una escupica. 1890 dera de cristal y una bonita bacía de Talavera. En cuanto al itinerario temático, continuamos con el discurso iniciado en las salas XVII y XVIII –dedicadas al artista en su vertiente literaria– mostrando, en esta ocasión, la imagen del artista plástico, su nueva visión del mundo y el concepto de genio. En estos momentos asistimos a un cambio en la valoración y situación social del artista, que se convierte en productor libre de una nueva clientela –la burguesía adinerada– deseosa de afirmar su ideal de vida y sus valores. El retrato, que había sido siempre considerado como inferior en la jerarquía académica de los géneros, llegó a alcanzar, en plena época romántica, un protagonismo indiscutible, compartido con la pintura de paisaje. Su desarrollo iba en detrimento de la pintura de historia e indicaba que una nueva sensibilidad se estaba abriendo camino. El artista, emulando de alguna manera al burgués, también quiere afirmarse a través del retrato y del autorretrato. Se empieza a vislumbrar la idea de que, el hombre, solamente es grande por sus cualidades y por los beneficios que sus acciones puedan procurar al conjunto de la sociedad, considerándose la idea del mérito por encima de la cuna. En los autorretratos, los artistas se definen a sí mismos y como quieren ser vistos por la sociedad. En algunos ejemplos, como el del pintor sevillano Manuel Cabral y Aguado Bejarano, situado a la derecha de la puerta de salida, firmado en 1851, se presentan como verdaderos dandis, aunque en este caso rodeado de una naturaleza “parlante”, que nos indica su condición de artista y pintor. En otros, se subrayan los meritos más oficiales, prueba del alto estatus que han alcanzado en la sociedad, como el del jerezano Manuel Fernández Cruzado, a la izquierda de la entrada, con unos cincuenta años de edad, que luce la Gran Cruz de San Hermenegildo, que le fue concedida al final de su carrera. En otros autorretratos se valoran más las cuestiones psicológicas. Los nuevos caminos de la emoción y la sensibilidad comienzan a ser explorados ahora por los pintores, que escrutan a sus modelos –y a sí mismos– hasta redescubrir su personalidad, más allá de la simple reproducción realista. En los autorretratos del madrileño Alejandro Ferrant y Fischermans y del sevillano Antonio María Esquivel, ambos se muestran sin ningún atributo que indique su profesión, pero con un halo interior que les separa de cualquier hombre corriente, como parece adivinarse, tanto en el gesto y la pose, como en el brillo de sus expresivas miradas. Esquivel (1806-1857) gustó mucho de autorretratarse; gesto un tanto vanidoso de artista consciente de su talento. Su cuadro más bello, expuesto en el centro del paño izquierdo, es en el que aparece con sus hijos Carlos María y Vicente de en torno a 1847, que le muestra en su faceta íntima y familiar. Ajeno al mundo de la exaltación aristocrática o burguesa –característica de otros retratos de altos vuelos para los que el pintor era, sin duda, un referente– es en la representación de la imagen de los seres queridos y de sí mismo, donde se encuentra realmente cómodo. Pertrechado de sus útiles de dibujo, parece enseñar a sus vástagos los principios de este arte, cuyos misterios seguramente quiere que se mantengan por herencia en la familia. Esta línea hereditaria fue muy importante en el Romanticismo; por ello son muy comunes los retratos de los componentes de la familia del artista, como el Retrato de los hijos del pintor –en el paño de enfrente– también de Esquivel, en el que se muestra, esta vez, a su hija con su hermano más pequeño o –en el paño de la izquierda– el bonito y elegante Retrato de la mujer del pintor, Cristina Orejas Canseco con sus hijos Eduardo y Ricardo, del cartagenero José Balaca (1810-1869), realizado .............................................................. Antonio M.ª Esquivel Autorretrato con sus hijos Carlos yVicente (detalle) 1843 Óleo sobre lienzo en Lisboa, donde el artista trabajó para los reyes de Portugal. En cuanto a su descendencia, parece que resultó más afortunado que Esquivel, ya que sus dos hijos fueron pintores, malo el primero y notable el segundo –Ricardo Balaca– que ganó la primera medalla en la Exposición Nacional, cuando contaba trece años, y fue pintor de cámara de Alfonso XII. Las mujeres de clase alta practicaban la pintura en calidad de aficionadas. Se consideraba que estas habilidades artísticas –y dentro de la pintura especialmente el dibujo, la acuarela o la miniatura– les hacían socialmente atractivas: el bonito dibujo a pluma firmado en Sevilla en 1818 por Andrés Rosi (1771-?) muestra a una dama dibujando en plena naturaleza. En todo el panorama del siglo xix las mujeres artistas fueron una excepción, procediendo generalmente de familias cultas, bien situadas y con vínculos decisivos en el extranjero. Este es el caso de la miniaturista Teresa Nicolau Parody, que fue nombrada académica de honor y mérito en la Real Academia de San Fernando y de San Carlos en 1838 y en cuyo espléndido retrato (Depósito del Museo del Prado), de la mano de Vicente López (1772-1850) –situado al frente, a la izquierda– aparece con el brillante cabello castaño peinado a la moda “oreille de chien” –cayendo a ambos lados del rostro en tirabuzones– mantilla o chal de encaje blanco sobre los hombros y fondo neblinoso. Ya hemos hecho alusión a la fraternidad romántica –la amistad y camaradería entre colegas se incrementó notablemente en este periodo–. Los retratos de artistas amigos son un documento de primera mano para conocer la visión que se tenía del otro. Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) llevó a cabo, en 1849, el retrato del pintor Jenaro Pérez Villamil, espléndido de soltura y expresión y muy avanzado para su época, que nos muestra a un caballero de unos cuarenta años, con mejillas descarnadas, ralo bigote rubio, escaso pelo y tez encendida. La mirada algo recelosa y la expresión irónica dejan entrever, al mismo tiempo, la fuerte personalidad del hombre y del artista, solitario e incomprendido. Es muy conocida la anécdota que nos habla de la apuesta que ambos hicieron a propósito de quién de los dos era capaz de pintar cuarenta dibujos en un solo día. Otros retratos captan a sus compañeros con un halo visible de simpatía, muy alejados de los artificios y recursos que se podían utilizar para agradar a un cliente convencional. Entran en esta categoría el retrato del pintor Rafael Montesinos, del valenciano, hijo de Vicente López, Bernardo López Piquer (1799-1874); el retrato del pintor José Gutiérrez de laVega, por Antonio María Esquivel (1806-1857); el retrato de Pablo Gonzalvo, de Federico de Madrazo (1815-1894); o los dos retratos del pintor paisajista Fernando Ferrant y Llausás, llevados a cabo por su hermano, Luis Ferrant y Llausás (1806-1868) –uno en un interior y el otro sobre un fondo de paisaje– en los que se complace en mostrarle ajeno a su oficio, como un hombre de mundo, que porta elegantes vestimentas y naturales ademanes, pruebas de su alto nivel social. Este último hace pareja con el de su esposa, Natalia Boris –son seguramente retratos de boda– ambos con suntuosos marcos ovalados, muy de la época. Otro retrato familiar femenino es el de Winnefred Cogham, esposa del pintor y hermano del poeta Valeriano Domínguez Bécquer, atribuido a Federico de Madrazo. xxi sala El dormitorio masculino ····· E l dormitorio masculino tiene, como es característico de este ámbito, un aspecto más grave y severo que el femenino. Las paredes están pintadas en un verde oliva muy serio y neutro. Era muy común la utilización de un amplio zócalo o arrimadillo que imitaba, mediante la pintura, otros más ricos de madera. En esta sala tenemos la oportunidad de ver –mediante varias catas practicadas en la pared– el original, siendo éste el único testigo de pintura de época que se conserva en todo el edificio. Los muebles son menos elegantes y más prácticos, generalmente de madera sin tapizar y sin abusar de excesivos tallados, que tenían el inconveniente de convertirse, con el tiempo, en un receptáculo de polvo. En el suelo era también muy característica la utilización de una estera de junco o de una pequeña alfombra. La cama, de estilo Carlos IV, con formas lisas y sólidas, labores de marquetería y aplicaciones de bronce dorado, es “a la española”, con cabecero alto –que se apoya en la pared– y “piecero” bajo. Encabeza el lecho una imagen devocional –la religión siempre está presente, especialmente en el dormitorio– con un gracioso cuadro, muy popular, del costumbrista jerezano Juan Rodríguez y Jiménez, apodado “El Panadero” (1765-1830), fechado en 1820, que representa a San Rafael y Tobías. Las ligeras sillas tienen patas delanteras en cabriolé con pequeñas ruedas y responden a la tipología de los asientos de comodidad, que se ponen de moda a mediados del siglo. Derivada de los modelos “Regencia”, la cómoda tocador o lavabo –a la izquierda de la entrada– es de origen dieciochesco y gozó de gran predicamento en el dormitorio burgués del siglo xix, por lo que suponía de ahorro de espacio y porque, una vez cerrada, su función higiénica no era evidente. También para guardar los útiles de aseo se empleaba un tocador muy austero, situado a la derecha, que a diferencia de los femeninos, no contiene una cajonería hábil para la conservación de pequeños objetos de tocador y joyas. De tipología parecida a la consola –con cajón bajo el tablero, espejo oval de inclinación regulable y patas cabriolé– es también un mueble susceptible de ser utilizado para varios servicios. El mobiliario se completa con un orinal o “Don Pedro”, de forma cilíndrica, con cuerpo central simulando fuste de columna estriada y tapa abatible, forrada en cuero verde rematado en cenefa dorada; una mesita de noche, donde depositar la botella y el vaso de agua; y un psiqué o espejo basculante de cuerpo entero, mueble que se introduce en España con Fernando VII y que, en este caso, presenta un par de candeleros para colocar las velas, lo que permite su utilización por la noche. En esta zona se muestran una serie de retratos masculinos, que componen una pequeña galería de diversos personajes prototípicos de la época: empezando por el romántico, hombre fatal, con resonancias del bandido noble. Otros tipos de la época son el marino, símbolo de la libertad y del riesgo, de una vida fuera de la convención y la rutina; el dandi, vestido con el nuevo frac, nivelador universal de los hombres del siglo xix; y los personajes “oficiales”, de importancia política y social o pertenecientes a la nobleza. El más característico es el “rebelde” romántico, el amante fatal, influido por la fascinación siniestra que ejercieron los héroes de Byron que, en su Corsario y su Infiel, perfeccionó el tipo de rebelde que aparecía ya en el Bandido de Schiller. Este hombre fatal, con resonancias del bandido noble, suele ser también un artista –músico o pintor– pálido y melancólico, amante de la soledad y los cementerios, nacido bajo una estrella infausta. Se trata de seres de origen misterioso, generalmente de sangre noble, de rostro pálido, aspecto melancólico, ojos intensos, con huellas de pasiones prohibidas y sospechosos de una horrible culpa. Este tipo de retrato es hermano del de los propios artistas románticos. Podemos decir que, con ellos, forman una gran familia espiritual de visionarios, conscientes de sus dones, que llegan a hacer de su propia existencia una aventura particular. En el retrato Un romántico, de autor anónimo, nos sentimos fascinados por la mirada, algo melancólica, que ostenta la huella de algún sufrimiento reciente. Esta moda romántica afectó también a la nobleza, como podemos ver en el Retrato del infante Sebastián de Borbón, firmado por Luis Ferrant y Llausás (1806-1868) –legado testamentario de la duquesa de Dúrcal– que se presenta de una manera muy informal y “rebelde”, con los brazos cruzados sobre el pecho –como solía ser representado el propio Napoleón– y una mirada algo alucinada, que refleja la irradiación de una luz interior. El marino fue otro de los tipos más populares, símbolo de la libertad y del riesgo, de una vida alejada de la civilización, fuera de la convención y la rutina. También fue Byron el creador de esta imagen, a través del canto cuarto de Childe Harold. Este personaje se convierte en el reflejo del héroe romántico, que se realiza como individuo a través del viaje. El Retrato del marino Sánchez es una de las mejores efigies masculinas pintadas por Federico de Madrazo (1815-1894). El retratado nos mira fijamente desde la cubierta de un barco –en el extremo izquierdo del cuadro es visible un mástil y su escala–. Va ataviado elegantemente con levita negra, camisa blanca y corbata y porta, en su mano izquierda, un sextante. Tiene una pose, a la vez solemne y distante, de aire netamente inglés y su figura se recorta sobre un fondo de celaje crepuscular. Muy europeo es también el personaje anónimo –Caballero romántico– de la magnífica escultura de Antonio Solá (1782/1783-1861), en mármol blanco firmada y fechada en Roma, en el año 1847. Otro prototipo de romántico –anónimo el personaje y también el pintor– es el espléndido Retrato de caballero, que se encuentra cómodamente en su gabinete, sobriamente vestido con el característico frac y el sombrero de copa –que reposa sobre una silla–. Está sentado ante una mesa con libros –en uno de ellos puede leerse el autor: Jeremy Bentham–. En segundo término se distingue un busto de Cervantes en una esquina y un cuadro medio tapado por un cortinaje, que deja ver parte de una balaustrada de estilo “goticista” y un celaje. El retratado podría pertenecer al círculo de artistas, políticos e intelectuales influidos en esa época –a partir de los años 20 del siglo xix– por las teorías utilitaristas de Jeremy Bentham, introducidas en España por los liberales españoles, en especial gracias a la labor difusora de Toribio Núñez y Ramón. El traje masculino moderno se configura en esos momentos, sobre todo a través del uso del frac, síntoma del triunfo burgués, austero y despojado de los adornos y coloridos anteriores. La preocupación por seguir los criterios de la cambiante moda seguía siendo vital para el hombre romántico. En España, desde principios del siglo xviii, los jóvenes de la nobleza que habían vivido influenciados por los conven- cionalismos, las etiquetas y las modas más difíciles de seguir, habían sido tratados con desdén por toda la literatura crítica, llegando incluso a inventarse el término de “petimetre” para referirse al “que cuida demasiadamente de su compostura, y de seguir las modas” (Diccionario de autoridades, 1726-1739). A finales del siglo penetró el vocablo “currutaco” y, un poco más adelante, aparecerían, para el mismo concepto, .......................... Anónimo Un lechuguino ca. 1845 Óleo sobre lienzo términos como “lechuguino” –que hacía alusión, además de al color “lechuga” de su traje, a la excesiva influencia francesa que estos individuos sustentaban (afrancesados)– o “pisaverde”, “gomoso”, “pollo” y el famoso “calavera” de Larra. El cuadro anónimo, titulado tradicionalmente Un “lechuguino”, situado a la izquierda de la entrada, no describe tanto a este personaje afrancesado de principios de siglo, como a un auténtico romántico, más relacionado con el fenómeno del dandismo inglés: melena ligeramente ondulada, fino bigote y perilla, gesto entre displicente y melancólico, atuendo cuidadoso y elegante, con frac negro de botones dorados, camisa y chaleco de color blanco, pantalón gris oscuro, corbata de moña negra y sombrero de copa gris perla, que sujeta con la mano izquierda, mientras que apoya la derecha, en un gesto excesivamente narcisista y amanerado, en la cintura. Era fácil clasificar a la nueva clase media por el traje que portaba: las antiguas casacas y calzas fueron progresivamente sustituidas por este “uniforme”, que consiguió precisamente lo que se proponía: uniformizar y homogeneizar a la sociedad, democratizar el uso del traje; algo impensable en épocas anteriores. Para autores como Larra, este proceso era un reflejo positivo de las progresivas transformaciones que se estaban llevando a cabo en la sociedad: el frac era el nivelador universal de los hombres del siglo xix. Estas ideas contrastan con las de los nostálgicos casticistas que odiaban la “confusión de clases”: Mesonero, al describir los años veinte se alegraba de que “el gabán nivelador y la negra corbata no habían aún confundido, como después lo hicieron, todas las clases, todas las edades, todas las condiciones”. El romántico quería “nivelarse” con el hombre medio, no solamente en su forma de vestir, sino también en conceptos de cariz moral: el hombre solamente es grande por sus cualidades interiores –tanto las que tienen que ver con los valores mentales, como las más sentimentales, prerrogativa del corazón– y por los beneficios que sus acciones puedan procurar al conjunto de la sociedad. En el retrato de Antonio Díaz de Mendoza, político e íntimo amigo del pintor, Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870) hace gala de una gran penetración psicológica, capaz de trasmitirnos la bondad del modelo y su cariño personal por éste que fue, curiosamente, el personaje que primero retrató en su corta vida. La hondura psicológica es también la nota sobresaliente del Retrato de caballero, que atribuimos sin ninguna duda al madrileño Leonardo Alenza (1807-1845) y que procede de la testamentaría de Vega-Inclán. El pintor, poniendo otra vez los ojos en nuestros clásicos, especialmente Velázquez y Goya, lleva a cabo, con moderna soltura y economía de medios, un potente retrato, en el que concentra toda la intensidad expresiva en el rostro, presidido por una fuerte nariz y una profundidad inteligente en los ojos, que parecen interrogarnos con una mirada desafiante. Los retratos de personajes “oficiales”, de importancia política y social, se equiparan ahora con un nuevo héroe individual –el burgués– que llegará a convertirse en el héroe moderno: en el retrato de Nicolás Mélida y Lizana –personaje que ostentó, entre otros cargos, el de jefe superior de Administración, ministro del Tribunal de Cuentas del Reino y consejero de S. M. la Reina Doña Isabel II– el protagonista se presenta como un ciudadano común, con largas patillas y bigote a la moda, que viste chaqueta abotonada con cuello de terciopelo negro, camisa blanca y corbata de lazo. Está firmado por León Bonnat (18331922), artista nacido en Bayona, que creció en España aprendiendo sus primeras lecciones en el Museo del Prado y en el estudio particular de José de Madrazo. Fue valorado como pintor que extendió un puente entre el mundo académico y las tendencias realistas, especialmente por la difusión del retrato inspirado en la típica paleta oscura española –Velázquez–. En esta ocasión, utiliza su característica técnica de enérgicas pinceladas largas y libres, en tonos grises y pardos y en una penumbra que acusa y gradúa los valores luminosos al modo antiguo español. Hace pareja con él, el retrato de su hermano, Blas Mélida y Lizana, de la mano del conocido artista e ilustrador Enrique Mélida y Alinari (1838-1892), sobrino del retratado. Algunos de los individuos más altos en el escalafón social se retratan acentuando su condición de nobleza, aunque no escatiman la oportunidad de mostrar simbólicamente sus quehaceres más queridos. El retrato de Mariano Téllez Girón, XII duque de Osuna, firmado por el barcelonés Ramón Soldevila (1828-1873), en 1857, muestra al duque vistiendo la capa del hábito de la Orden de Calatrava, sobre uniforme militar y múltiples condecoraciones, prueba de su estatus de gentilhombre: Gran Cruz y Banda de la Orden de Isabel la Católica, Cruz de Comendador de la Legión de Honor francesa, Cruz de la Orden de Calatrava y Collar de la Orden de Carlos IV con venera. Más interesante es el fondo de arquitectura de interior, en estilo neogótico, con el “guardanés del duque de Osuna” –del que existen en el Museo dos litografías realizadas por Donon y firmadas por el mismo pintor–. Este espacio estaba destinado a guardar las sillas de montar, bastes, atalajes y guarniciones de las caballerías (de ahí su denominación, que procede de las palabras guardar y arnés); su descripción en el cuadro nos demuestra la importancia que esta afición tenía para el retratado. Conservamos otro retrato del mismo personaje –Mariano Téllez– Girón, XII duque de Osuna– esta vez firmado por el aragonés, pintor y coleccionista, Valentín Carderera y Solano (1796-1880), en el que, el modelo, se muestra bien diferente, mucho más joven, ataviado con uniforme de guardia de Corps. A diferencia del anterior, no se trata de un retrato convencional, sino que tiene un signo marcadamente romántico, visible en la gallardía y juventud del protagonista y, especialmente, en su actitud, que es, a la vez, melancólica y de distinción displicente. A ello se suma el inevitable fondo de jardín, pequeño fragmento de naturaleza que promete un refugio ante el fragor del mundo, donde las plantas filtran una confusa pesadumbre y cierta tristeza. . ......................... Antonio Solá Caballero romántico 1847 Mármol xxii sala El despacho ····· E l despacho, pieza indispensable para cualquier burgués que se preciara, era la habitación del trabajo y, por ello, aludía al pensamiento y a la ciencia. Solía tener una decoración muy contenida y seria aunque el desorden era también signo de creatividad intelectual en el hombre (es un desorden de cariz muy diferente al que puede reinar en el boudoir femenino). Las paredes se decoran con un papel de gusto muy inglés, con motivos sobrios y muy elegantes, y los muebles combinan el estilo fernandino, sencillo y austero, con el isabelino, caracterizado justamente por lo contrario, ya que busca, ante todo, la comodidad –suelen ser muebles bien acolchados y mullidos– unida a una cierta ostentación, que no logra ocultar el progresivo empobrecimiento de los materiales y las técnicas. La mayor parte del mobiliario responde al primer estilo que, dada su linealidad y austeridad, se corresponde más claramente con el carácter masculino. De influencia Imperio son los dos preciosos sillones de caoba, de gran sencillez de líneas, con predominio de las formas rectas y con patas traseras de sable, derivación del “klismos” griego. También de estilo Fernando VII es la importante mesa de madera de caoba, con cinco cajones en el frente –con decoración de taracea alrededor de la bocallave– y dos cajones secretos laterales. Perteneció al marqués de la Remisa –se exhibe junto a su retrato, en el que también aparece reproducida– y fue adquirida a Isabel Regoyos, viuda del pintor y director del Museo del Prado, Aureliano de Beruete. Sobre la mesa descansan algunos objetos relacionados con la escritura: escribanía, pluma, abrecartas, pisapapapeles y la carpeta original para guardar documentos pertenecientes al ministro Juan Álvarez de Mendizábal. La sillería, de en torno a los años treinta, en madera de caoba y tapizada con damasco de color vino, es de estilo “Reina gobernadora”. La proporción del sofá le concede intimidad elegante: todo su profuso decorado lo enriquece, de una manera coqueta. Combina la profusión de curvas, con el respaldo de borde sinuoso y el copete tallado con volutas, que será una característica típicamente isabelina, con el motivo de los cisnes tallados en el frente de los brazos, derivados del estilo Imperio francés, pero aplicado de forma más esquemática. Las sillas son “volanderas”, muy ligeras, simples y austeras, con copete coronado en concha o venera y volutas estilizadas. No hay que olvidar que estos espacios solían estar cubiertos con alfombras y tenían como sistema de calefacción la chimenea o el brasero. A la derecha de la salida, se exhibe una bonita y práctica cómoda buró, que podía ser utilizada también como escritorio, con decoración clasicista que sigue los criterios del mueble fernandino y patas rectas en forma de estípite, adornadas con acanaladuras y baquetones. El mobiliario se completa con un elegante buró de biblioteca en caoba, situado al lado de la ventana, en la pared derecha, cuyo cuerpo inferior –con tres cajones y una tapa abatible– se utilizaba como escritorio y el superior como vitrina –dos puertas con cristal rematado en forma semicircular– para colocar libros. Muy a tono con él, es la sobria cómoda tocador, derivada de los modelos “Regencia” francesa, en madera de caoba, con cuatro cajones en el frente y con aplicaciones metálicas en bocallaves, tiradores y capiteles. En cuanto al recorrido temático, continuamos con la galería humana iniciada en la sala anterior, por lo que, a través de una serie de pinturas y estampas, se da un repaso a los semblantes, vestimentas y actitudes de diversos personajes relacionados con los prototipos masculinos del momento: militares, banqueros o “nuevos ricos”. Por lo que respecta al grado militar se exhiben, a la izquierda de la entrada, diversos uniformes y condecoraciones, correspondientes a los diferentes cuerpos del ejército: desde un capitán de ingenieros, a un ............................... Vicente López El Marqués de la Remisa 1844 Óleo sobre lienzo miliciano nacional, pasando por un gastador, un húsar de la princesa o un militar con uniforme de gala. De la mano de Antonio María Esquivel (1806-1857) –uno de los más fructíferos retratistas del momento– se exponen dos retratos de busto: uno es de un joven militar que luce guerrera negra, adornada con charreteras y botonadura plateadas, fechado en 1837; mientras que el otro, procedente de la testamentaría de Vega Inclán, está fechado en el año 1843 y es un Retrato de un capitán de ingenieros, de afilada nariz y denso mostacho. En otros casos conocemos el nombre del retratado, como “José Robles, Gastador del Regt.º de Murcia”, firmado por “Javier de Urrutia –Cádiz 1841”, personaje con potente fisonomía, de frondosa barba negra y mirada fija en el espectador, que porta uniforme de gastador, bayoneta y mochila a la espalda. Estos soldados portaban herramientas –mazos, picos y palas, etc.– con las que iban “gastando” las asperezas del terreno de vanguardia, por donde, más tarde, deberían pasar el grueso de las unidades. Por ello solían elegirse entre los más altos y fuertes, con envergadura, ya que además desfilaban siempre a la cabeza del batallón. Pero sin duda, el más romántico de todos es el firmado por Francisco de Paula Van Halen (1800/1820-1886/1887) en 1845 –Un húsar de la princesa–. Este regimiento fue creado en 1833, con el nombre de Princesa Isabel María Luisa, futura Isabel II. Utilizado inicialmente como escolta de honor de ésta, el estallido de las Guerras Carlistas hizo que pasase a prestar servicio en campaña, junto al resto de los regimientos de caballería. En el cuadro, un soldado de caballería vestido a la húngara, con chacó de gran plumero rojo, bandolera y botas altas, aparece sobre un encabritado caballo, vislumbrándose, al fondo, un sugestivo y oscuro paisaje, con humareda y cielo nuboso y en segundo término, dos lanceros a caballo. Los ecos del retrato de Don Pantaleón Pérez, de Goya, son evidentes, así como la asimilación de sus aciertos por algunos artistas franceses como Delacroix. ........................................ Francisco de Paula van Halen Un húsar de la Princesa 1845 Óleo sobre lienzo Un pequeño marco vitrina con diversas miniaturas de retratos de militares –desde un marino de finales del siglo xviii, hasta un teniente de la brigada de artillería de las RR.GG. de Corps, un joven oficial del 26 de Infantería con la Cruz de la Legión de Honor francesa o un viejo alabardero del rey– viene a completar este sucinto panorama de una época, en la que los pronunciamientos, las guerras y los cambios políticos llenaban la vida de todos los días. Un tipo masculino muy común en el momento fue el burgués adinerado, el hombre de negocios o el que ostentaba importantes cargos oficiales. Solía ser también un intelectual, muchas veces coleccionista, sensible y atento a la cultura del momento. Su alta posición social se reflejaba en el ambiente y también en los objetos que le rodeaban. El retrato de Fernando Álvarez Martínez, situado enfrente, a la derecha, firmado por Federico de Madrazo (1815-1894) en 1849 y donado al Museo por legado testamentario de sus descendientes, presenta al que fuera ministro de Gracia y Justicia, de medio cuerpo, sedente, con el rostro mirando al espectador. Viste uniforme de gala, con el grado de capitán y va condecorado con Gran Cruz de Carlos III –instituida por el rey el 19 de septiembre de 1771–. A pesar del ingente uso de estos elementos, el pintor no sacrifica la figura únicamente a los accesorios decorativos, sino que está atento también al carácter del personaje retratado. En este extraordinario óleo, Madrazo vuelve a demostrar su conocimiento de la pintura clásica española –especialmente de Diego Velázquez– cuyas lecciones aprendió en sus visitas al Museo del Prado. Curiosamente acompaña a este cuadro una estatua de plata –situada sobre la repisa de la chimenea, junto a un bonito reloj de Londres– con la figura alegórica de la Justicia, realizada por la Real Fábrica de Platería Martínez hacia 1849 y dedicada, por la villa de Medina de Pomar (Burgos), a Fernando Álvarez Martínez como ministro. Se trata de una producción de la última etapa de la fábrica (cerrada en 1867), cuando ésta se encontraba bajo la dirección del famoso platero José Ramírez de Arellano. Asistimos también ahora a una nueva situación social del artista, convertido en productor libre, y a una nueva clientela, constituida por la nobleza y la burguesía terrateniente que, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo, solicita masivamente obras de arte con destino al adorno de sus casas y como el método más útil para la consolidación de su recién adquirido estatus económico y social. A lo largo de todo el siglo xix, las características del mercado del arte fueron cambiando y adaptándose progresivamente a la nueva situación económica y social. La demanda de obras se amplió a grupos que hasta entonces no habían ejercido un papel digno de mención en el panorama artístico. Poco a poco la monarquía fue perdiendo su papel de protectora; también la Iglesia carecía de las rentas de antaño y la aristocracia y las grandes familias nobles, lejos de poder adquirir nuevas colecciones, tenían que ir subastando las que les quedaban. Los mecenas se reducían ahora, como bien apuntaba la prensa del momento, a los particulares, esos “burgueses enriquecidos de repente [que] no entienden una palabra de arte ni les importa”. Efectivamente, la burguesía, en su deseo de emular a la nobleza y de mostrar su nueva y pujante situación, comenzó a adquirir arte para decorar sus mansiones y resaltar su distinción social, con el fin de convertirse en verdadera élite. El artista poco a poco fue consciente de que el posible triunfo o fracaso de su obra estaba en manos de estos amateurs y de sus gustos. Como hombre de negocios, en esta sala nos sorprende la fuerte presencia y personalidad del retrato –de tamaño natural y situado a la derecha de la chimenea– de Gaspar de Remisa y Meriones, primer marqués de Remisa (1784-1847), banquero y coleccionista, que pudo permitirse el lujo de ser retratado, en 1844, por el pintor de cámara de la reina, Vicente López (1772-1850). Sabemos que su casa se encontraba en el número 13 de la calle de la Salud y que poseía una importantísima colección de cuatrocientas pinturas. La decoración, los muebles y los objetos que aparecen en su entorno parecen escudarle y nos proporcionan información, tanto de la situación y posición social del personaje, como de su psicología y gustos. Se trata del retrato de un noble intelectual, elegante en la prestancia y en el vestir. A modo de instantánea, descansa una mano sobre diversos documentos, mientras que con la otra sostiene los guantes, la chistera y el bastón, como si estuviera preparado para salir o acabara de llegar al despacho. La mesa de despacho sobre la que se apoya es una pieza que merece nuestra atención, ya que, como hemos visto, contamos con el original, que se exhibe junto con el retrato. Bien diferente se muestra Antonio María Esquivel en el retrato de Nazario Carriquiri –situado al otro lado de la chimena– de indudable menor calidad, seguramente por haber estado realizado, en su mayor parte, por manos de taller, sin el dominio artístico, la maestría en el dibujo, la calidad pictórica, la minuciosidad en los detalles o los toques maestros de pincel, que son las características más destacadas de los cuadros anteriores. En todo caso, es un documento interesante, en tanto que refleja a este importante hombre de negocios, ganadero y coleccionista, entre las pinturas de su famosa colección de la calle de Jacometrezo, en Madrid. A la izquierda del espejo, dos magníficos dibujos a lápiz firmados por José de Madrazo (1751-1859): el Retrato de Luigi Fabri, importante artista grabador, nacido en Roma y un Retrato de caballero desconocido, que muestra la moda impuesta desde Francia del perfil “a la romana” y que, desde el punto de vista técnico, demuestra una clara influencia de Jean Auguste Dominique Ingres. A la derecha, al lado de la ventana se expone el espléndido retrato atribuido a Bernardo López Piquer (1799-1874), de hacia 1835, El banquero Jaime Ceriola, procedente de la testamentaría del marqués, que nos muestra al tío abuelo del fundador del Museo, vestido con levita de color negro azulado, cuello blanco abierto, corbatín, lazo blanco y camisa. Se presenta ante un fondo negro, sobre el que destaca el volumen de la cabeza, de poderosa plasticidad y la carnación del rostro, modelada con un suave esfumado, que contrasta con el diseño preciso y lineal con que están pormenorizadamente descritos los cabellos y las cejas. El Banco de San Carlos, creado en 1785, desapareció en el año 1829, convirtiéndose en el Banco de San Fernando, con capacidad para emitir moneda en Madrid. Más adelante, ya en el año 1844, se creó el Banco de Isabel II, como primer banco crediticio privado, que inició el proceso de adecuación de la banca española a los cambios de la industrialización y la implantación del modelo capitalista. Otro personaje del mundo de las finanzas, aunque sin ninguna relación con la cultura, fue Santiago Alonso Cordero, “El Maragato”, que se exhibe en el paño del frente, a la izquierda. Su retrato, firmado por Esquivel en 1842, representa a uno de los primeros “nuevos ricos” de la época: le tocó en la lotería una suma tan enorme, que hizo saltar la banca del Estado. Esto fue posible porque esta primera Lotería Primi- tiva, inaugurada por Carlos III a imagen de la de Nápoles –a diferencia de la Lotería Nacional, que nació en Cádiz durante la Guerra de la Independencia– no ponía límites al dinero que los jugadores podían apostar, de modo que el Estado no siempre ganaba. En este caso, el retratado –también de tamaño natural y de pie– va vestido con el típico traje de maragato –de la comarca leonesa de la Maragatería, al oeste y sur de Astorga, cuyos habitantes tenían por ocupación principal la arriería (trajinar con bestias)– con el cabello peinado en “garnacha” (en León: melena que cuelga sobre los hombros). Apoya su mano izquierda sobre una mesa de despacho y con la diestra sujeta el sombrero. xxiii sala La sala de billar ····· O tro espacio característico de la sociabilidad masculina fue la sala de billar que, por lo general, debía estar situada cerca de los salones nobles y del comedor –se solía jugar después de comer, para “bajar” los alimentos o en las interminables tardes de asueto– y pertenecería a un ámbito semipúblico. La decoración solía ser muy sencilla y, aunque en este caso los muros están pintados en un intenso verde, no era de extrañar la utilización de paneles de madera de roble o caoba hasta la mitad o tres cuartos de la pared, lo que se llamaba zócalo o arrimadillo –aunque más adelante se denominó a esta forma de cubrir las paredes empanelado o boiserie– dejando el resto del muro pintado o empapelado en oscuro. El billar moderno se estableció en el siglo xix, cuando se produjo un gran progreso técnico en la elaboración de las mesas y los tacos. Llegó a España con la dinastía borbónica y fue, desde sus inicios, un juego vinculado a la aristocracia y al ámbito masculino. La sillería, compuesta por tresillo, sillones y sillas, es típicamente isabelina, de en torno a los años 1860. A diferencia del predominio de la línea recta del mueble fernandino, ésta se caracteriza por un suave ondulado –símbolo de la nueva religión del “confort”– que parece envolver discretamente al que se sienta en ella. Se diría que ha sido curvada a propósito, siguiendo ese concepto de amabilidad acogedora. En el sofá, el respaldo triple en “espejos” ovalados o “gallones” y la tapicería almohadillada, contribuyen a ese efecto de blandura. Los silloncitos y las sillas, también con respaldos ovales tapizados, tienen faldones ondulados y patas curvadas de tipo cabriolé. También reflejo de esta adaptabilidad es la silla llamada voyeuse o conversation chair, con asiento bajo y el copete del respaldo almohadillado, para servir de apoyo a los codos del ocupante sentado en ella a horcajadas para observar comodamente la partida. La mesa de billar fue conocida como mesa de trucos; ésta es de una solidez y elegancia extraordinarias y está firmada por uno de los fabricantes con mayor fama del momento: Francisco Amorós, de Barcelona. Éste fue, además, un gran teórico del billar, que escribió la importante y curiosa Memoria sobre la construcción de mesas de billar, origen histórico del juego, y solución de varios problemas. Sirven de apoyo al juego varios accesorios, como son la taquera, una guía para tacos y varios juegos de tacos, con una delicada labor de marquetería, además del ábaco o contador. En este ámbito de entretenimiento exclusivamente masculino, era muy común que las paredes estuvieran adornadas –casi forradas– con retratos únicamente femeninos (estupenda ocasión para llevar a cabo una galería de este tipo de género tan romántico). Son una oportunidad única para comparar cómo se van desarrollando las modas –peinados y accesorios– y cómo van cambiando, junto al ideal de belleza, a lo largo del siglo. Comenzamos nuestro recorrido por una bonita pareja, que se exhibe en el paño de la derecha. Atribuida al pintor B. de la Cour y, seguramente, pintada en Inglaterra, muestra un carácter marcadamente europeo. Desde su compra, sus protagonistas han sido identificadas como Lucía de Riego, la cuñada de Rafael Riego y María Teresa del Riego y Bustillos, sobrina de éste, con la que se casó por poderes en Zaragoza en 1821. Ambas pudieron ser retratadas durante su exilio. La primera, Lucía –cuya identificación es menos segura– encarna un nuevo tipo femenino, estilizado y de una refinada sensualidad. Porta un impresionante vestido de terciopelo, con amplio escote por debajo de los hombros, que marca una ligera curva sobre los senos. Las mangas son abullonadas, casi globulares y en forma de “pierna de cordero”. Lleva el remate del corpiño emballenado en forma de V (aguijón), lo que genera un triángulo marcado en el centro, por debajo de la cintura. El cabello también es característico de esta época de finales de los años veinte y principios de los treinta y se conoce como “peinado de jirafa” en el que se mantiene la raya al medio, pero van desapareciendo los pequeños y tímidos rizos, para sustituirse por unos tirabuzones más grandes y marcados, que caen a cada lado y necesitan sujetarse en una moña alta en la parte central de la cabeza. Apoya elegantemente su blanca mano sobre un manto de armiño y deja entrever un fondo de naturaleza, donde los contornos se diluyen y se ablandan a través del uso de la luz, lo que provoca una sensación de sueño onírico e irrealidad. La segunda, mucho más contenida, refleja la típica belleza meridional, exquisita y frágil. Está sentada en un sillón, en un interior y va vestida de estricto negro, que contrasta con el blanco de la toca –que se ata a la barbilla– y la gorguera, que enmarcan la palidez de un rostro fino, de expresión dulce y melancólica. Estas dos prendas solían llevarse a diario y en casa estando inspiradas en lo que se pensaba había sido la moda isabelina –Isabel I de Inglaterra (1533-1603)–. En las manos vuelve a destacar el inmaculado blanco de un pañuelito de holán y el anillo, símbolo de su condición de casada. De gran belleza es el retrato de la Señora deVargas Machuca, en el paño de la izquierda, de Vicente López (1772-1850) –de hacia 1840–donde predomina la simplicidad y sencillez, sin la artificiosidad tan habitual en el pintor. La esposa del grabador (otras mujeres de artistas se encuentran en la sala XX) está representada de busto, mirando directamente al espectador, destacándose sobre un sobrio fondo neutro. Viste un atuendo en tono verde, con puños de piel y adornos de pasamanería, hombros escotados y berta blanca de volantes y blonda sobre el escote. La nota de color se centra en el collar de coral rojo, a juego con los pendientes. El pelo moreno y rizado se distribuye con armonía alrededor de su rostro, de valor humano intenso y mirada comprensiva. Con la mano derecha, en la que luce la alianza, sostiene un guante con gran delicadeza. El más importante retratista del momento fue, sin duda, Federico de Madrazo (1815-1894), que logró adquirir con la práctica de este género una sólida reputación internacional, que le procuró importantes beneficios económicos. El retrato de Nicolasa Aragón, duquesa de Ahumada –1843– (esposa de Francisco Javier Girón y Espeleta, el que fuera fundador de la Guardia Civil) es un busto con marco en forma octogonal, en el que vuelve a situar a la dama de frente, ataviada con vestido muy escotado, que deja los hombros al aire. Las joyas –espléndido broche, collar de perlas de tres vueltas y pendientes a juego– destacan con un destello de luz. El peinado evoluciona: se desploman los altos moños y comienzan a aparecer los tirabuzones a ambos lados de la cabeza, manteniéndose la raya en medio. El cromatismo se vuelve más sobrio, basado en los acordes únicos del ocre y el negro –no aparece la consabida berta blanca– que contrastan con las blancas carnaciones, en un alarde muy velazqueño. ................................ Vicente López Señora deVargas Machuca ca. 1840 Óleo sobre lienzo En el Retrato de la infanta Luisa Fernanda de Borbón –1847– el artista hace gala de lo mejor de su maestría pictórica en el despliegue de una paleta clásica, aunque de extraordinaria riqueza cromática, que aparece sobre todo en el vestido, a base de tonalidades negras, rojas y blancas, utilizadas con una absoluta libertad de trazo y una jugosidad de materia de asombrosa modernidad y espléndidos resultado plásticos, visibles tan sólo en las mejores obras del pintor. Las lecciones de Goya y, especialmente, de Velázquez le llevan a lograr combinar la habitual justedad de su dibujo –que modela la cabeza de forma detallada– junto a una extraordinaria libertad en el resto del cuadro, como en los ropajes y el fondo, apenas insinuado a través de toques anchos de pincel. Dos desconocidas son retratadas en la década de los años cincuenta de forma bien diferente. El primer retrato de dama, atribuido a Carlos Luis de Ribera presenta a su modelo en toda su opulencia y juventud, enfrentándose directamente al espectador, con una mirada inteligente y penetrante y un precioso rostro ovalado, con mejillas sonrosadas y barbilla en la que destaca un hoyuelo. Su carnalidad queda remarcada por el escote, por debajo de los hombros, que deja trazar, sobre los senos y a la altura de las clavículas, un arco sinuoso, con un ligero entrante en el centro, denominado en coeur. La berta de blonda blanca contribuye aún más a este efecto, subrayando el contraste entre el negro del vestido, el color nacarado de las carnes y el rojo del chal que deja caer voluptuosamente sobre los brazos. Está peinada a la moda del momento, con raya en medio y largos tirabuzones en los laterales –peinado de “orejas de perro”–. El retrato de dama –situado en el primer lugar del paño izquierdo –del sevillano José María Romero (1815?-1880?), fechado en 1853– capta a la retratada en un interior, con un fondo de marcada arquitectura gótica, a base de arcos apuntados sobre columnas, acorde con la exaltación romántica del mundo medieval y de sus viejas formas de religiosidad. A tono con este ambiente, la protagonista, vestida de riguroso negro, se muestra seria y un poco melancólica, no muy bella ni tampoco muy joven, pero con un encanto de intimidad muy propio de la época. En esos años, el traje femenino atraviesa el momento de mayor austeridad, con el remate del cuerpo –corpiño– o chaquetilla en uve –aguijón– fuertemente emballenado y la falda de volantes muy amplia –a lo que contribuye el uso, bajo la misma, de gran cantidad de enaguas–. Ya en el paño frontal se exhibe, a la izquierda, el retrato de Filomena Sánchez Salvador de la Mancha-Real, de Antonio María Esquivel (18061857), de en torno a 1843, que es otro de los ejemplos de la práctica de un género que, si bien podía parecer convencional, fue cobrando progresiva importancia con el transcurrir de los años. La protagonista se encuentra al aire libre, con un fondo de jardín, libertad ésta muy del gusto inglés y poco usual en nuestro retrato femenino, que habitualmente condena a las mujeres a habitar en aburridos interiores domésticos aunque, eso sí, con algún viso de coartada naturaleza al fondo. La retratada fue dama de la reina Isabel II y falleció sin haber contraído matrimonio, hecho éste nada desdeñable para la época. Quizás por eso el pintor se atreve a ser tan franco, mostrando a una dama nada bella, aunque de rostro muy expresivo, en el que destaca un fuerte temperamento –una mujer con carácter– combinado con cierta ternura: ojos oscuros, nariz marcada, cabello negro con raya en medio y peinado con tirabuzones a ambos lados del rostro, a la moda del momento. Viste un traje muy escotado, de seda tornasolada de color gris perla, con berta de encaje blanco en el escote y una rosa prendida en el pecho. Apoya su brazo izquierdo sobre un pedestal de mármol mientras sostiene con una mano un guante y, con la otra, un abanico y un pañuelito blanco –accesorios imprescindibles a toda dama que se precie–. La sencillez, la naturalidad y el alejamiento de la ostentación, muestran a un ser cultivado y de mundo, que se maneja con una especial desenvoltura. El retrato de María Antonia Muñoz yValdés, colgado a la derecha de la entrada, del sevillano José Gutiérrez de la Vega (1791-1865) –firmado en Madrid, en 1861– presenta a su modelo de tres cuartos, como una gran dama en su tocador: sobre una consola, una repisa sobre la que descansa un jarrón con flores y algunos frascos de perfume. La estancia se abre hacia un paisaje natural con un amplio celaje. La retratada –por cierto, algo chabacana en su esplendor– luce en el cuello una ostentosa cruz de oro y esmeraldas y, en los brazos, pulseras de perlas de dos vueltas. En esos años un rasgo esencial del vestir fue el aumento considerable de la falda, a través del uso de la “sobrefalda” –también denominada túnica– que además, como en este caso, podía ir abullonada, lo que hacía parecer al cuerpo y a la cabeza desproporcionados y pequeños en comparación con ella; además la crinolina –miriñaque– adquiere en esta década sus mayores proporciones. Porta un vestido ..................................................... Carlos Luis de Ribera M.ª Leonor Salm-Salm, Duquesa de Osuna 1866 Óleo sobre lienzo azul escotado, con adornos de encaje negro y lazos de raso superpuestos que recorren la parte central del cuerpo, rasgo que desvela la influencia rococó en el vestir. Esta influencia dieciochesca se acrecienta aún más por la decoración de la habitación, en la que se distingue, a la derecha, un espejo con marco de rocalla. La misma nostalgia que inspiraba al público romántico el deseo de hacer resucitar un pasado medieval lejano, le hizo sentir un interés hacia la moda de Luis XV. Pero había otras causas, aún más profundas que las puramente estéticas, para este retorno hacia el gusto por el siglo xviii que tenían que ver con consideraciones sociales y políticas. La clase burguesa, que se desarrollaba con un anhelo creciente de lujo y un intenso deseo de refinamiento aristocrático, gustaba cada vez más de emular a la antigua élite y de evocar el refinamiento aristocrático del siglo pasado. Otra obra del madrileño Carlos Luis de Ribera (1815-1891) es el Retrato de la duquesa de Osuna, situado en el centro del paño frontal, en el que la dama –de busto, sobre fondo gris neutro– se muestra de forma más elegante e intimista y menos descarada, girando dulcemente su cabeza hacia la izquierda, sin mirar directamente al espectador. Fue realizado en 1866, año de la boda de María Leonor Salm-Salm (18421891) hija única del príncipe Francisco José Federico, perteneciente a una de las casas principescas más antiguas de Europa– con Mariano Téllez Girón (1814-1882), XII duque de Osuna (del que hemos visto un par de retratos en la Sala XXI), cuando ella contaba veinticuatro años. Porta un precioso vestido blanco de amplio escote, con adornos de puntillas y prendidos de margaritas, a los que se suman un impresionante collar de perlas con “pendentif ”, pendientes de perlas en forma de lágrima y aguja a juego en el pelo. En esta década, el peinado ha perdido toda su grandilocuencia y el cabello se distribuye en pequeñas series de rizos u ondas y moño bajo a la griega. A su lado está María Bosch de la Presilla –1875– que fue retratada en el estudio de Federico de Madrazo, amigo de su padre, Pedro Bosch, célebre marchante catalán establecido en Madrid, fundador del barrio del Puente de Vallecas, primitiva colonia de viviendas de obreros y empleados del ferrocarril. La modelo, sin duda, debía de conocer al pintor, por lo que llama más la atención su excesivo envaramiento y seriedad, aunque se debe tener en cuenta que, ya a la edad de 10 años, las niñas debían comportarse como auténticas señoritas casaderas. La obra corresponde a la etapa postromántica del artista, caracterizada, a partir de los años setenta, por una clara búsqueda de valores estructurales, más que por la penetración psicológica del retratado. La excepcional maestría de Madrazo en este género reside más en su facilidad de creación y en la rapidez de visión, que en la captación del carácter de sus personajes. Se acentúa el gusto por lo decorativo, expresado aquí en los delicados tonos rosas y blancos del vestido. Éste, de hechura muy rectilínea, en el que la superposición de prendas deja ver los límites de cada una de ellas, lleva pañoleta y sobrefalda o delantal, muy geométrico y a juego, rematado en flecos y con abundante pasamanería –característica de esta época denominada del “pelouche” que se corresponde a los burgueses años de la Restauración–. xxiv sala La estufa o serre ····· E l gusto por las plantas y la naturaleza fue una característica plenamente romántica. Asistimos en esos momentos a un elogio de la vida campestre que, evidentemente, se hizo desde la ciudad y que constituyó la primera protesta en contra de la vida urbana moderna. El jardín guarda un parecido mágico con el de los sueños y tiene mucho que ver con el arquetipo platónico (alegoría del universo). La naturaleza es para el romántico el lugar al que el hombre vuelve cuando quiere descansar y el jardín, precisamente, es el lugar más íntimo y cerrado, que nos produce la sugestión innata de un refugio, de una dicha. Por ello, la estufa, también llamada serre –palabra francesa– o invernadero de plantas, se puso inmediatamente de moda. Era un espacio destinado a todo tipo de plantas, especialmente las exóticas, que hacían las delicias de los curiosos y suponían un elemento de prestigio para la casa. Además, su naturaleza privada y enclaustrada prometía un refugio ante el fragor del mundo. Ante la imposibilidad de recrear exactamente en el Museo este espacio lleno de plantas, se ha aprovechado una galería de paso para sugerir una pequeña serre, con dos grandes vitrinas de pared. En la de la izquierda se exponen delicadas piezas de cristal y opalina –vidrio traslúcido, de aspecto ligeramente lechoso– de la Real Fábrica de La Granja, Segovia (Depósito MNAD), con todo tipo de tipologías –jarrones, garrafas, frascas, jarros, botes de farmacia, copas, etc.– datadas entre 1775 y 1810 y, a la derecha, curiosísimas piezas de vajilla de cerámica estampada –técnica de origen inglés y de tipo industrial que se pone de moda en esos momentos– con ilustraciones plenamente románticas, que llevan títulos tan hilarantes como “Ambición al dinero”, “Amar sin resultado”, “Plática de cacería”, etc. La loza estampada empezó a producirse a finales del siglo xviii en Inglaterra. En España, conoció un gran desarrollo a lo largo de todo el siglo xix, dado que era una técnica mucho más económica y rápida, que podía competir en el mercado con la porcelana de importación. En un primer momento, se repitieron modelos ingleses y, gradualmente, las manufacturas incluyeron estampas españolas, aunque siempre con un gusto británico –escenas basadas en ilustraciones, elementos florales o animales– u oriental –arquitecturas fantásticas con personajes exóticos–. Las fábricas más importantes de loza estampada en España están representadas en esta vitrina: Sargadelos, La Amistad (Cartagena) o Pickmann, que realizaron piezas en color blanco y con estampación principalmente en colores negro, verde, azul, rosa y marrón. La decoración se completa con pequeñas y coquetas banquetas de influencia francesa (ployant), tapizadas en petit point, en madera pintada en blanco, lo que les da un aspecto más amable y dulce, que recuerda al estilo Luis XVI, con una elegancia rococó. ........................................ Banquetas de estilo Directorio, tapizadas en petit point segunda mitad del siglo xix xxv y xxvi salas La sala de interactivos y el teatrino ····· E n las dos últimas salas de nuestro recorrido se termina la exposición permanente del Museo y comienza un área destinada a profundizar en algunos de los temas que hemos tenido ocasión de ver durante nuestro itinerario. A través de la consulta de estampas originales de la época, libros y catálogos monográficos, además del ordenador, se da la oportunidad al visitante de ampliar diversa información o de acceder a distintos juegos interactivos. Finalizamos con la reproducción del edificio del Museo en una gran maqueta, a través de cuyos vanos podemos “espiar” y descubrir cómo transcurría la vida cotidiana de la época en algunas de sus dependencias. Habitualmente la casa se dividía en territorios, con una distribución que se llevaba a cabo por plantas, de forma que las actividades estaban separadas verticalmente. A la planta baja se accedía por un espacioso zaguán, con una gran puerta de entrada para carruajes, como podemos ver en la reproducción. De este zaguán o hall partía la escalera noble hacia los pisos superiores y en él era donde esperaban los visitantes, cumpliendo la función de lugar de llegada y salida de invitados. La planta baja solía estar destinada a dependencias del servicio, como la cocina, la despensa, la bodega, los comedores para criados, los lavaderos, la leñera, el guadarnés, etc. En la planta principal estaban las habitaciones más importantes, que podían tener tres categorías diferentes: habitaciones de respeto o de recepción (espacios públicos), habitaciones formales (espacios semipúblicos) y habitaciones de o para la comodidad, destinadas al uso privado del dueño o dueña de la casa. Como ejemplo de espacio público se representa el salón de baile y como espacio semipúblico el comedor –aunque muchas veces estaba disponible únicamente para los miembros de la familia y sus allegados más íntimos–. En la zona del desván o ático solían encontrarse los dormitorios para la servidumbre y los cuartos de plancha y costura. El ámbito de servicio de la casa era realmente “el espacio escondido” ya que, tanto los propios criados, como sus dependencias, no debían ser vistos. Lo normal era que por cada miembro de la casa hubiera, al menos, unas diez personas destinadas al servicio, que muchas veces vivían con sus respectivas familias. Las diversas plantas se articulaban a través de dos escaleras: la principal, que conectaba la planta baja con la zona noble de la casa y la de servicio, en el otro extremo del patio, que ponía en relación todas las dependencias desde el sótano al ático. Bibliografía Vegué y Goldoni, A. y Sánchez Cantón, F. J., Tres Salas del Museo Romántico, Madrid, 1921. Ortega y Gasset, J., Para un Museo Romántico, Madrid, 1922. Indicaciones y noticias al inaugurarse el Museo Romántico y su Archivo Militar, Comisaría Regia de Turismo, Madrid, 1924. Noticia del Museo Romántico y su Archivo Militar. Antecedentes e Inventario provisional de las Colecciones, Comisaría Regia de Turismo, Madrid, Junio de 1924. Marqués de Lozoya y Sánchez Cantón, F.J., Museo Romántico y Legado Vega-Inclán, Catálogo, Madrid, Mayo de 1945. Rodríguez de Rivas, M., Museo Romántico. Guías de los Museos de España IV, Dirección General de Bellas Artes, Madrid, 1955. Gómez-Moreno, M. E., Guía del Museo Romántico, Fundaciones Vega-Inclán, Madrid, 1970. Donoso Guerrero, R., “El Museo Romántico”, RevistaVilla de Madrid, n.º 199, Ayuntamiento de Madrid, Madrid, 1989. Monleón, P. y Fernández Hoyos, C., “El edificio del Museo Romántico de Madrid”, Revista del Museo Romántico, n.º 1, Madrid, 1998, pp. 81-107. Torres González, B., “El Museo Romántico: un museo de ambiente”, Revista del Museo Romántico, n.º 1, Madrid, 1998, pp. 13-79. Torres González, B., “Plan Museológico del Museo Romántico”, Revista del Museo Romántico, n.º 5, Madrid, 2006. Torres González, B., “Consideraciones sobre el nuevo plan museológico del Museo Romántico”, Revista de Museología, 2007. Torres González, B., “Algunas consideraciones sobre el Museo Nacional del Romanticismo”, Museos.es, Ministerio de Cultura, 2009. Museo del Romanticismo San Mateo, 13 28004 Madrid (España) Tel.: 91 448 10 45 Fax. 91 445 69 40 http://museoromanticismo.mcu.es HORARIO De mayo a octubre: Martes a sábado de 9:30 a 20:30 h. De noviembre a abril: Martes a sábado de 9:30 a 18:30 h. Domingos y festivos de 10:00 a 15:00 h. Cerrado: Lunes, 1 y 6 de enero, 1 de mayo, 24, 25 y 31 de diciembre y un festivo local PROGRAMACIÓN CULTURAL Conferencias, coloquios, seminarios, exposiciones temporales, conciertos, actividades infantiles, etc. DIRECCIÓN Y TEXTOS Begoña Torres González COORDINACIÓN Beatriz de Palacios Equipo técnico del Museo FOTOGRAFÍA Pablo Linés Miguel Ángel Otero Paola di Meglio Arteaga DISEÑO Y MAQUETACIÓN Estudio Inma Vera De acuerdo con lo establecido por la Ley de Propiedad Intelectual (RD 1/1996 y 23/2006), queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del Museo del Romanticismo, la reproducción y comunicación total o parcial del contenido de este libro a través de cualquier medio técnico, comprendidos la reprografía y cualquier soporte informático. Guía Museo del Romanticismo Museo del Romanticismo Guía