Guía del Museo Nacional del Romanticismo

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Museo del Romanticismo
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Museo del Romanticismo
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Museo del Romanticismo
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www.mcu.es
http://museoromanticismo.mcu.es
MINISTERIO
DE CULTURA
Ángeles González-Sinde
Ministra de Cultura
Mercedes E. del Palacio Tascón
Subsecretaria de Cultura
Ángeles Albert
Directora General de Bellas Artes y Bienes Culturales
MINISTERIO DE CULTURA
Edita:
© SECRETARÍA GENERAL TÉCNICA
Subdirección General
de Publicaciones, Información y Documentación
© De los textos y fotografías:
NIPO: 551-09-086-4
ISBN: 978-84-8181-412-5
Depósito legal:
Imprime:
índice
Introducción .............................................................. 11
Itinerario ................................................................... 27
Salas . ........................................................................ 39
La escalera ............................................................... 41
Sala I. El vestíbulo ...................................................... 45
Sala II. La antecámara .................................................. 51
Sala III. El antesalón .................................................... 57
Sala IV. El salón de baile................................................ 67
Sala V. El antesalón ...................................................... 75
Sala VI. La sala de los costumbristas andaluces ..................... 81
Sala VII. La sala de los costumbristas andaluces .................... 85
Sala VIII. La saleta de los costumbristas madrileños ............... 89
Sala IX. La salita ......................................................... 93
Sala X. El pasillo ........................................................ 99
Sala XI. El comedor .................................................... 103
Sala XII. El anteoratorio ............................................... 109
Sala XIII. El oratorio ................................................... 115
Sala XIV. La sala de juegos de niños .................................. 121
Sala XV. El boudoir ..................................................... 127
Sala XVI. La alcoba femenina ......................................... 133
Sala XVII. El gabinete de Larra ....................................... 139
Sala XVIII. La sala de la Literatura y el Teatro ...................... 147
Sala XIX. El fumador ................................................... 157
Sala XX. El gabinete .................................................... 163
Sala XXI. El dormitorio masculino .................................. 171
Sala XXII. El despacho ................................................. 179
Sala XXIII.La sala de billar ............................................ 189
Sala XXIV. La estufa o serre ............................................ 198
Sala XXV y XXVI. La sala de interactivos y el teatrino ........... 200
Bibliografía ................................................................ 203
El Museo del Romanticismo
·····
El Museo del Romanticismo –movimiento cultural y político que logró su apogeo en toda Europa durante las primeras
décadas del siglo xix y que significó una nueva concepción
del mundo– está situado en un palacio de estilo neoclásico,
realizado bajo la dirección del arquitecto Manuel Rodríguez
en 1776, por encargo del marqués de Matallana.
Es una construcción amplia, de línea horizontal, con un
gran balcón central y otros cuatro menores que lo acompañan a cada lado. La fachada principal está adornada con el
escudo que corresponde a quien fue propietario del palacio
en 1850, el conde de la Puebla de Maestre, y en su interior
dos patios y un precioso jardín organizan el espacio y dan
luz y ventilación.
A partir de junio de 1921, fue sede de la Comisaría Regia
de Turismo, organismo creado por el rey Alfonso XIII, bajo
la dirección del marqués de la Vega-Inclán. Desde su fundación, en 1924, el Museo ocupó este inmueble, ubicado
en la calle de San Mateo. Finalmente, el Estado lo adquirió
en 1927.
Al entrar en el vestíbulo, una puerta con cristales, reproducción de la primitiva, da paso al zaguán, en el que se exhibe –frente a la taquilla– el busto en bronce del fundador
del Museo, Benigno Vega-Inclán (Valladolid 1858-Madrid
1942), cincelado en 1931 por Mariano Benlliure.

INTRODUCCIÓN


V
El fundador del Museo
·····
ega-Inclán fue uno de los protagonistas de la vida cultural
española y llevó a cabo infinidad de proyectos de la más variada índole. Fue desde arquitecto restaurador (el Barrio de
Santa Cruz y el Alcázar en Sevilla o la Sinagoga del Tránsito en Toledo),
hasta creador de instituciones culturales y museos (la Casa del Greco en Toledo y la Casa de Cervantes en Valladolid). Sus inquietudes,
centradas en la revalorización, conocimiento y difusión del Patrimonio Cultural Español, quedaron materializadas en el año 1911 cuando
Alfonso XIII creó la Comisaría Regia de Turismo –que, desde junio
de 1921, se instaló en el edificio que hoy ocupa el Museo–. Al frente
de la misma, se dedicó al estudio y promoción de los medios para el
fomento del turismo –que entendió, de forma precursora, como “turismo cultural”–.
Aplicó una metodología turística sin precedente, actuando en la red
viaria (itinerarios marítimos, ferrocarriles y carreteras), creando una
cadena de alojamientos de variada escala (hoteles como el Palace fueron replanteados por él, ideó los Paradores Nacionales y construyó
los dos primeros –Gredos y Mérida– y realizó alojamientos para el
turismo rural en albergues, balnearios y casas rurales) y divulgando
la cultura artística y las tradiciones (monumentos, museos, parques
naturales, paisajes, tipos humanos y folclore).
Dedicó muchos esfuerzos a rescatar del olvido valiosos edificios y
restos históricos y fue innovador respecto a los criterios a aplicar en la
restauración arquitectónica, evitando la reinvención y las reconstrucciones falsificadoras tan características del momento. Entre sus principales intervenciones pueden señalarse las de los conjuntos monumentales de la Alhambra y el Generalife de Granada, el Alcázar sevillano, la
Casa del Greco y la Sinagoga del Tránsito en Toledo o la Casa Cervantes en Valladolid. También en Sevilla rehabilitó el Barrio de Santa Cruz
y sus Hospederías, que fue uno de los primeros planes urbanísticos
llevados a cabo en España dentro de un casco histórico.
Fue el impulsor del Museo del Greco en Toledo, un museo monográfico dedicado a la figura del pintor cretense, por quien sentía especial predilección. Por otro lado, su interés por el siglo xvii le llevó

a recuperar la casa que habitó Cervantes en Valladolid, convertida en
biblioteca y museo.
El proyecto de creación del Museo Romántico fue una de sus obras
más deseadas y también en la que encontró mayores dificultades. Valoró en su justa medida el siglo xix español, sobre el que recaía, en esos
momentos, un espeso silencio y una total falta de interés. En 1924 vio
la luz el Museo Romántico, que se inició con la colección personal que
había reunido el marqués a lo largo de su vida y que contenía no sólo
pintura, sino también otros objetos de mobiliario y artes decorativas.
Entre las piezas más destacables que donó, figura el maravilloso cuadro
“San Gregorio Magno” de Francisco de Goya, pintor que consideró, de
forma anticipadora, como precursor del Romanticismo.
A través de su actividad personal y de su fuerza para implicar a la
Administración Pública y a las instituciones en diferentes proyectos, el
marqués de la Vega-Inclán dedicó toda su vida a recuperar y difundir el
Patrimonio, no solamente histórico y artístico, sino también cultural
en el más amplio sentido de la palabra.

E
El nuevo plan museológico
·····
l edificio ha pasado por diversas fases de rehabilitación y restauración. En 1944 se acometió una restauración que afectó a
la fachada, crujía de la calle Beneficencia, la escalera y la decoración de las salas, así como al arreglo de los pasillos y del pequeño jardín. Desde ese año, la exposición permanente no había sufrido
apenas cambios hasta la actualidad. Posteriormente, en el año 1996, se
terminó otra fase de restauración, que afectó sobre todo a los espacios
bajo cubierta y a la planta baja.
En esta última fase de rehabilitación se ha intervenido en algunas zonas de la planta baja, como los patios y el vestíbulo, se han ganado espacios bajo el patio, para almacenes y vestuarios y se ha llevado a cabo
el proyecto museográfico de las salas de exposición permanente.
Se sitúa en un edificio o palacio construido a finales del siglo xviii,
que fue habitado durante el periodo romántico por la familia del conde de la Puebla del Maestre. Cuando el marqués de la Vega-Inclán lo
alquiló, en 1920, para instalar la Comisaría Regia de Turismo, fundada
por él, ya no vivían en el palacio sus propietarios y éste alojaba las
oficinas y depósitos de la editorial Calpe, periodo en el que sufrió
reformas en su planta baja y un incendio, que destruyó la decoración
de sus salones.
Por ello, el Museo fue concebido como una recreación de ambientes, ya que no contenía ningún testigo “auténtico” de lo que había sido
durante la época romántica. Sin embargo, esta situación está lejos de
suponer un inconveniente: las casas museo pertenecientes a una determinada familia o propietario pueden ser consideradas como un testimonio escrito o una página inamovible de la historia, lo que las obliga a
permanecer siempre iguales a sí mismas. El Museo del Romanticismo,
por el contrario, tiene una mayor libertad y flexibilidad a la hora de
interpretar el pasado –más en consonancia con la museología actual–.
Para llevar a cabo este recorrido “didáctico” y creativo por el siglo xix
ha sido necesario, como primera condición, ser muy meticulosos con
las reconstrucciones, evitando puntos de vista subjetivos y documentándose muy exhaustivamente. Recrear la forma de vida, las habitaciones y las estancias de un periodo histórico concreto es una difícil labor,
que requiere una considerable investigación, planeamiento y recursos.

Por ello, aunque ya la idea primigenia del Museo consistía en la
reproducción de ambientes, en el nuevo plan museológico se ha remarcado especialmente esta cuestión, mejorando la circulación, ampliando los itinerarios y la temática de éstos, solucionando muchas
carencias del anterior montaje y, sobre todo, subrayando su condición
de casa museo. Todo ello ha supuesto un importante trabajo previo,
que abarca desde estudios arquitectónicos sobre el edificio –estudio
patológico y una investigación histórica-arquitectónica-documental–
hasta cuestiones meramente decorativas u ornamentales. Se ha tenido
en cuenta cómo estaba estructurado el inmueble, cómo eran las habitaciones, los espacios privados y públicos, las zonas nobles y de servicio, etc. Se han investigando antiguas trazas de ventanas y puertas, la
disposición de las habitaciones, los colores originales de las paredes, la
decoración de los suelos para buscar, en definitiva, cómo era y cómo
se vivía en este palacio y las modificaciones que ha ido sufriendo en su
estructura original.
Al no tener la necesidad de representar a una determinada familia
o personaje, ha sido posible abstraer las características generales de la
forma de vida de una familia anónima, que deberán coincidir, lo más
objetivamente posible, con la manera en que se desarrollaba la vida cotidiana de una clase social definida –la nobleza de viejo cuño y la nueva
burguesía–, con un modo de vida “particular” y con unas costumbres,
formas, rituales, gustos y sentimientos determinados.
El montaje del Museo responde a una reconstrucción de interiores, basada no tanto en la funcionalidad de los espacios, como en la
forma en que la habitación pueda expresar el carácter de su posible
propietario, la manera en que refleja su alma. No se trata de hacer
una réplica de una casa estéril e impersonal, de habitaciones inmaculadas en las que se ha eliminado toda huella de que están habitadas
por seres humanos. Tampoco se trata de recrear un ambiente muy
ordenado, con obras de arte y decoración artística laboriosamente
situadas. La idea es recrear un ambiente que logre dar la sensación,
aunque difícil en un museo, de estar habitado y vivido, evitando que
la elegancia de los elementos o la formalidad del entorno creen un
aire de artificiosidad.

C
Una casa museo
·····
omo se ha dicho, el Museo del Romanticismo –nueva denominación, más lógica, que ostenta en la actualidad– responde a
una tipología museística específica: la de casa museo. Custodia
un patrimonio que no solamente es material y visible –la propia casa,
los muebles, los objetos decorativos, las artes gráficas, la pintura, los
textiles, etc.–, sino también inmaterial y alusivo, que hace referencia
a los usos de la habitación, los roles familiares, los hábitos sociales, las
modas, los gustos, la forma de vida, etc.
A través de una documentación y un estudio exhaustivos, se recrean
diversas salas y ambientes, tal y como se supone que deberían encontrarse en un domicilio burgués del periodo, con el fin de explicar el
desarrollo de la vida cotidiana de una determinada clase social.
En su calidad de casa museo, es capaz de informar al visitante sobre
diversos aspectos de una sociedad, de una época y de un periodo artístico como el Romanticismo –cuyos límites cronológicos en España
se sitúan durante el reinado de Isabel II (1833-1868)–. Además, su discurso ofrece la posibilidad de llegar a conocer cómo se desarrollaba la
vida cotidiana de una determinada clase social: sus ideas, preferencias,
gustos, tendencias artísticas y decorativas, creencias, jerarquías sociales
y sexuales, educación, ocio, nivel de tecnología, etc. El resultado es una
combinación en la que la microhistoria y la macrohistoria encuentran
una síntesis narrativa eficaz.
Precisamente por tratarse de una casa museo es una suma de elecciones impuestas por los ambientes, por la disposición de cada una
de las estancias, en relación con los espacios, con sus secuencias, con
las variaciones de la luz, con los lazos que queremos que se lleguen a
crear entre los objetos y la intrincada trama de interrelaciones que se
establecen entre éstos y los acontecimientos históricos, artísticos y
sociales de la época. Sentida como una creación desde dentro, parece
que los posibles habitantes de la casa dejaron su impronta en ella a
través de los años.
Es evidente que los interiores pueden ser considerados como elementos parlantes, donde las habitaciones y los objetos, están investidos de valores afectivos y de sentimientos; forman parte integrante de

las relaciones de las personas que habitan el espacio y crean con ellas
una correspondencia psicológica.
La idea de “atmósfera vivida”, que preside el montaje del Museo,
consolida lo que podemos denominar como “el poder de los objetos”.
El impacto que siente el visitante al ver (los cuadros, los dibujos y estampas, los muebles, las arañas, las porcelanas y floreros de flores artificiales, palidecidas por el tiempo bajo fanales de cristal, los autómatas,
los mudos juguetes, las pistolas de duelo, los libros y las cartas), oir
(el crujido de la madera, los relojes que continúan dando las horas, los móviles o cajas de
música) u oler (la cera, el cuero, etc.), en
fin, el pasear por esta vieja casa, es imposible que se aprecie en una fotografía o en una
película. Es una experiencia única e irrepetible, cada vez más difícil de encontrar en la actualidad.

S
Un Museo moderno y abierto
·····
in embargo, se debe tener en cuenta que nuestra prioridad no
es únicamente la reproducción fidedigna de un determinado ambiente: se trata de convertir espacios que fueron concebidos para
ser habitados, en lugares de utilidad pública, con unos objetivos didácticos, que son el fin y la filosofía fundamental de todo museo.
Es por ello que queremos aunar dos mundos teóricamente irreconciliables: una casa, un lugar íntimo en el que, todavía hoy, se pueda respirar la forma de habitar de una determinada época y, por otro lado,
un espacio de dinamismo y de progreso, con una importante política
de actividades, es decir un lugar de exhibición pública, en el que se deben garantizar unas condiciones de exposición adecuadas y que tiene
como fin último la enseñanza y el deleite del visitante.
El Museo del Romanticismo no renuncia al dinamismo, la apertura
y la modernidad que ofrece la museología contemporánea y apuesta
por una amplia política de actividades, que ofrezca al visitante la posibilidad de encontrarse con un museo vivo, abierto, un lugar donde se
aprenda a interpretar el pasado de una manera creativa y en armonía
con los tiempos actuales.
No podemos olvidar que el movimiento romántico, tras la máscara
de lo que parecía una nostalgia por el pasado, escondía una profunda
modernidad, una manera de sentir y aprehender la existencia, sin la
cual sería imposible entender el mundo contemporáneo.
La casa era un lugar de lucimiento social, pero también era un mundo aislado, en el que sólo estaba permitida la entrada a unos pocos. Sin
embargo, los tiempos han cambiado y desde dentro invitamos a todos
a embarcarse en este apasionante y único viaje hacia el siglo xix, lo que
consideramos es el fin último de la visita al Museo del Romanticismo.

E
¿Qué es el Romanticismo?
·····
l Romanticismo es un movimiento artístico y literario que se
impuso en Europa en los primeros años del siglo xix. Sus características y cronología varían mucho de unos países a otros. Es
muy difícil ofrecer una definición concisa de lo que es el Romanticismo, ya que abarca un conjunto de fenómenos muy diversos, en los que
el aspecto subjetivo es fundamental. No es tanto un estilo como una
manera de sentir y de entender la vida, una concepción
nueva del mundo. Si hay algo que define a este movimiento es, precisamente, la idea de contradicción, la
inestabilidad y variabilidad del significado, del uso de
las palabras, los estilos, los actos, etc.
Aunque el movimiento romántico europeo no fue
idéntico en los diferentes
países y tuvo en cada uno
de ellos diferentes modos
y cronologías, podemos hablar, de manera simplificada, de una
serie de rasgos y temas recurrentes:
– Primacía de los sentimientos y las emociones frente al racionalismo ilustrado. El
hombre romántico da rienda suelta a sus emociones personales, que basculan desde los momentos
más plenos de entusiasmo, hasta una melancolía
casi enfermiza.
– Eclosión de un acentuado individualismo. El
culto al yo, centro y objeto máximo de la vida
espiritual, es, en oposición a la rígida disciplina
neoclásica, uno de los rasgos centrales de este
movimiento.
– Se produce una preponderancia de la inspiración y la imaginación como fuentes artísticas y de conocimiento. El Romanticismo,
que en realidad es una “manera de sentir”,
confiere a la obra de arte la capacidad de su-

gerir una realidad más profunda e insondable, por detrás de aquello
que percibimos habitualmente.
– El ansia de libertad, producto de ese acendrado individualismo
romántico, incidirá en todos los órdenes de la vida y el arte. Opuesto
a ésta, aparece el tema del destino, como muestra del sentimiento de
frustración que domina al romántico.
– Hay en el romántico una fuerte tendencia al escapismo, fruto del
rechazo del presente y de la realidad externa, que no le satisface, por
lo que suele buscar un ideal inalcanzable. El mundo cotidiano le parece gris, mediocre, pobre, incapaz de satisfacer sus ideales y, de ese
sentimiento de decepción y de desengaño, surge la inadaptación que le
llevará a rebelarse o a huir.
– La exaltación de los valores nacionales y de lo popular provoca
en el romántico un fuerte interés por la historia. Éste bucea en el
pasado en busca de los rasgos peculiares de la personalidad nacional,
bien para lamentar su desaparición, bien para descubrir unos valores
que se deben preservar y defender como los pilares en los que asentar
el futuro.

E
El Romanticismo en España
·····
l Romanticismo es uno de los momentos más conflictivos de la
historia de España. En este periodo de tiempo, que comprende
aproximadamente el reinado de Isabel II (1833-1868), ocurren
muchos acontecimientos: alternancias de partidos, cuarteladas, revoluciones, guerras, inestabilidades sociales y económicas, desamortizaciones, avances tecnológicos, epidemias y una pluralidad de formas de
vida, sentimientos, ideologías, costumbres, etc.
El movimiento romántico penetró muy tardíamente en nuestro
país, debido a la Guerra de la Independencia y a sus consecuencias y,
especialmente, a la vuelta al Absolutismo más radical. Se debe tener
en cuenta que a la muerte de Fernando VII, en 1833, el Romanticismo
todavía luchaba por imponerse. Hasta los años cuarenta no se asienta
definitivamente y, cuando lo hace, se trata de un movimiento de signo
moderado, sin el suficiente nervio y fuerza para impulsar un arte verdaderamente original y nuevo.
Mientras que en otras naciones europeas –como Inglaterra, Francia
o Alemania– la revolución burguesa había conseguido –en los primeros años de la centuria– un gran crecimiento basado en la industrialización, España, a finales del siglo xix, todavía era un país muy poco
industrializado, dependiente de las inversiones extranjeras y con enormes contrastes: los avances en la siderurgia y el ferrocarril convivían
con el estancamiento del campo, donde malvivían millones de campesinos sin tierras.
Pero también es verdad que los treinta y cinco años que se
sucedieron desde 1833 hasta 1868, conocieron la
realización de un agitado proceso revolucionario global en España, que sustituyó
el régimen señorial en crisis por
un nuevo sistema –el capitalis-

mo–, que supuso una transformación profunda de las bases económicas y sociales y afectó a la forma de propiedad, a los sistemas de trabajo
y producción y a la situación de las clases sociales.
En estos momentos emerge una burguesía comercial, financiera e
industrial, una clase media deseosa de crear su propio destino y de
afirmarse, implantando su ideal de vida y sus valores. Poco numerosa
en los albores del siglo, esta clase media, que oscila entre dos jerarquías sociales –pueblo y aristocracia– irá tomando progresivamente
conciencia de sí misma a lo largo de la centuria.
El hombre medio se proyecta también a través de la vía estética y se
impone como tema, tanto a los escritores, como a los artistas plásticos
decimonónicos. El interés por captar las clases medias, sus valores, sus
ambiciones y su comportamiento social, se convertirá en el tema por
antonomasia. La revolución liberal burguesa influyó decisivamente en
el arte, no sólo por los cambios socioeconómicos que introdujo, sino
también por la aparición de un nuevo estilo de vida, que tendrá su
reflejo artístico en el cambio de gusto que provocó.

L
Las colecciones del Museo
·····
as colecciones del Museo se caracterizan por su riqueza y heterogeneidad. Este aspecto, contribuye a enfatizar su condición
de casa museo y respalda la propuesta expositiva, basada en una
recreación de ambientes. Además, el Museo cuenta con un interesante
archivo histórico y una biblioteca monográfica especializada.
En la colección de pintura del Museo pueden encontrarse obras
de importantes artistas, considerados como precedentes del mundo
romántico (Francisco de Goya, José Aparicio Inglada y Vicente López
Portaña, entre otros). A partir del segundo tercio del siglo xix, algunos géneros pictóricos, en los que se reflejan los valores e ideas
del Romanticismo, adquieren entidad propia. Es el caso del paisaje,
desarrollado por artistas como Jenaro Pérez Villaamil o José Elbo o el
fascinante mundo del orientalismo, que incluyó también, influenciado
por la visión de algunos viajeros extranjeros, el supuesto exotismo de
nuestro país. En cuanto a la pintura costumbrista, existe una amplia
representación de las escuelas madrileña y andaluza. Otro género es
la pintura de historia, testigo de algunos acontecimientos de la época
o de episodios del glorioso pasado español. En el campo del retrato
destacan también los artistas más relevantes del momento, como Federico de Madrazo, Carlos Luis de Ribera o Antonio María Esquivel.
En lo relativo a la miniatura, la colección está integrada por unas
doscientas setenta y cinco piezas, en su mayoría retratos. Es un conjunto muy heterogéneo, en el que predominan los autores españoles y
franceses. Durante el siglo xix se produce el cambio en la consideración del dibujo como género artístico alcanzando identidad propia.
La colección del Museo comprende piezas de gran calidad y diversas
técnicas, con asuntos como vistas de Madrid, escenas costumbristas y,
sobre todo, retratos.
La colección de estampas, una interesante fuente documental para el
estudio del siglo xix, es una de las más importantes del Museo, tanto
por cantidad –casi tres mil piezas– como por calidad y variedad. Entre
las técnicas más empleadas destaca la litografía, como procedimiento
más habitual, que posibilitó la publicación de una gran cantidad de
libros y revistas ilustradas. Formada por más de cuatro mil fondos, la
colección de fotografía del Museo destaca tanto por la variedad de

técnicas, como por su riqueza temática. En lo que respecta a las primeras, abarca la mayoría de los procedimientos fotográficos –desde
los daguerrotipos y ambrotipos, hasta los procesos de producción en
la era industrial y las técnicas fotomecánicas– lo que permite recorrer
la historia de la fotografía desde su nacimiento, en pleno movimiento
romántico. También son destacables los ingenios visuales, como las fotografías estereoscópicas y la excepcional colección de diaphanoramas.
La colección de mobiliario se compone de alrededor de seiscientas piezas, con una cronología que abarca desde el reinado de Fernando VII hasta el de Isabel II. El mobiliario se asocia con la decoración
de cada una de las estancias del Museo, y refleja las tendencias de la
moda del momento. El estilo Imperio francés, caracterizado por la solidez de sus formas y la
profusión de motivos decorativos, se impone durante el periodo fernandino y pervive bajo la regencia de María Cristina,
con algunas novedades. Pero la mayor
parte de los muebles conservados en el
Museo pertenece al periodo isabelino.
Estos se caracterizan por la búsqueda
de comodidad y confort, además de
por su tipología formal y decorativa, que se hace eco de la moda
historicista, caracterizada por la
riqueza de materiales, el gusto
por lo exótico y la profusión de
tapicerías.
Las artes decorativas están igualmente bien representadas. La cerámica y la
porcelana se encuentran

presentes en sus múltiples formas y diversas procedencias: desde cerámica estampada española, como la realizada en las fábricas de Sargadelos, La Cartuja, Cartagena, Valdemorillo, etc., o bien de procedencia inglesa, porcelanas de París, Sèvres o Meissen, hasta las lozas más
populares de Talavera o Puente del Arzobispo. Cabe destacar además,
el excepcional conjunto de barros andaluces y murcianos de temática
costumbrista. También tiene entidad propia como conjunto la colección de abanicos, que abarca todos los estilos decimonónicos, desde
los pequeños ejemplos de estilo Imperio, hasta los enormes pericones de
finales del siglo xix. Otros complementos son también dignos de subrayar, como la joyería, que presenta una gran diversidad de materiales
–oro, plata, acero, ebonita, lava o cabello natural– o las
labores manuales femeninas, que se pusieron
de moda en la época, a través de objetos realizados en los más singulares componentes, como cabello, conchas, animales y
plantas disecados.
Otras colecciones presentes en
el Museo son la de escultura, la indumentaria –complementos y otras
prendas–, los juguetes –muñecos,
juegos de mesa, autómatas, elementos de recreo, etc.–, los objetos del
ajuar doméstico y personal –juegos
de tocador, juegos de escribanía,
juegos de fumador, etc.–, los elementos de higiene, las armas, la numismática, los objetos de devoción
y religiosos, etc., que contribuyen a
recrear los usos y costumbres de la
época.

ITINERARIO


A
La planta baja
·····
l fondo del zaguán, flanqueando la cancela de hierro y cristal
que abre al primer patio, encontramos dos importantes retratos de la reina romántica y su consorte, pintados en Madrid,
en 1852, por el gaditano Ángel María Cortellini (1819-post. 1887),
pintor honorario de cámara. El rey consorte, Francisco de Asís, es retratado siguiendo la forma convencional de representación de la realeza: ataviado con uniforme militar de gala, sobre el que luce diversas
condecoraciones –entre las que destaca la Orden del Toisón de Oro y
la Gran Cruz de la Orden de Carlos III– con el bastón de mando en
la mano y la corona real sobre cojín. La inexpresividad del retratado y
su inmovilidad acercan este cuadro a la primera etapa de la fotografía
documental.
El retrato de Isabel II, que forma pareja con el anterior, incluye
igualmente los símbolos de la realeza –la corona y el cetro– y capta a
la reina en un interior palaciego, mirando al espectador, con traje azul
de gala, de amplio escote de barco con encaje rematado con perlas, y
tiara en la cabeza, sobre el velo. Este cuadro es prácticamente igual al
realizado, en 1850, por Federico de Madrazo –con la reina de cuerpo
entero– para la embajada de España ante la Santa Sede, del que existen
varias copias de diversos pintores.
Atravesando esta cancela y los dos bonitos patios a continuación, se
da paso a una zona semipública del Museo, sin colecciones ni exposición, dedicada especialmente a actividades e investigación: la biblioteca –monográfica sobre el Romanticismo–, el auditorio y el área de
educación, estas dos últimas dependencias con posible entrada independiente por la calle Beneficencia.
Volviendo al zaguán, nos encontramos, a la derecha, justo al lado de
la entrada y sin atravesar la cancela de cristal, la bella y recoleta sala de
exposiciones temporales. Entrando ya en el Museo, pero esta vez en el
lado izquierdo, se sitúa la tienda y, a continuación, las salas del jardín,
denominadas así porque dan paso a un sorprendente jardín romántico,
pequeña naturaleza encerrada en la que un magnolio ha crecido prodigiosamente buscando la luz, entre las enredaderas y la hiedra, y donde
se escucha el tranquilizador sonido del agua que proviene del surtidor
de la fuente. En el zaguán se sitúa la escalera de acceso a la planta noble
del edificio, donde se inicia la exposición permanente del Museo.

La exposición permanente. Itinerarios
·····
A
lo largo del siglo la casa irá adquiriendo un mayor protagonismo, así como los conceptos de vida privada, ámbito familiar,
confort, hábitat, etc. También será el lugar donde se definirán
los roles respectivos de sus diferentes miembros (la familia), con sus
correspondientes disposiciones espaciales, donde se ubicará a la mujer
según la imagen social que se le exige, donde se irá definiendo progresivamente la existencia de los niños, donde se “esconderá” y reducirá
a la servidumbre, donde se entrelazarán los sentimientos, ideas, ritos,
intrigas, etc. El interior de la casa se fue haciendo cada vez más atractivo. Se fue convirtiendo en un lugar privado, con un sentido cada vez
mayor de la intimidad, de identificación con la vida de familia.
El principal objetivo del Museo es conseguir una correcta ambientación de la época, para lo que es necesario contar con una gran variedad
de piezas de muy distinta naturaleza, que sean capaces de transmitir
e ilustrar la vida cotidiana durante el Romanticismo: mobiliario, indumentaria y una inmensa diversidad de objetos de artes decorativas.
Este leitmotiv constituye uno de los valores más importantes del centro, además de convertirse en uno de los mayores atractivos para el
público.

Itinerario ambiental. Vida cotidiana
·····
Como museo dedicado al Romanticismo tiene encomendada la misión fundamental de transmitir al público en qué consistió este movimiento artístico y cultural. Esta misión cobra una especial relevancia
porque es, desde su origen, una de las escasas instituciones museísticas
de nuestro país dedicadas de forma monográfica a este periodo concreto y decisivo para nuestra historia y cultura.
En torno a sus colecciones, se compone un discurso multilineal,
que permite analizar en profundidad no solamente las características
intelectuales y estéticas del momento, sino también aquellas relativas
a los usos y costumbres de la sociedad urbana de la época.
En este sentido, el Museo tiene una clara vocación didáctica y comunicativa, que permite el acceso de los ciudadanos a un conocimiento global del periodo, tanto desde el punto de vista artístico como
antropológico. El visitante puede acceder a distintos tipos y niveles de información, a través de dos recorridos fundamentales: un recorrido
ambiental, con especial referencia a los aspectos decorativos
y al desenvolvimiento de la
vida cotidiana en la época y
un recorrido que sigue un
criterio temático, en el que se
muestran cuestiones históricas y políticas, además de
artísticas.

E
studiando los planos actuales del Museo es fácil detectar la
existencia original de, por lo menos, dos zonas diferentes dentro de la casa, que fueron evolucionando hasta llegar a la construcción más amplia de lo que hoy día es este palacio. En líneas generales, observamos dos bloques constructivos, que giran alrededor de los
dos patios centrales y que se constituyen en dos fachadas diferentes,
una en la calle San Mateo (que sería el núcleo de mayor importancia,
donde se disponen las habitaciones más nobles o públicas) y otra posterior, en la calle Beneficencia (que correspondería a la entrada trasera
y a una parte más privada, relacionada con el servicio y con la organización interna de la casa, y no con el lucimiento social). Destaca en la
estructura del edificio la escalera de acceso a la planta noble, iluminada
por una airosa linterna que recoge la luz natural.
En el montaje del Museo se diferencian varios espacios domésticos,
en función de las personas que los habitaban –ámbito de servicio, ámbito social, habitaciones diferenciadas por edad o por género, etc.– y
también del grado de accesibilidad de los visitantes a la casa. Es posible
separar un ámbito masculino (privado y semipúblico), donde destaca el gabinete,
el dormitorio, el fumoir y la sala de
billar; el femenino (privado y semipúblico), reflejado, entre otras habitaciones, en el dormitorio y en el coqueto
boudoir; el infantil (privado), con su universo de juegos; y el de servicio, “los espacios escondidos”. Otros aspectos, como la
higiene, los usos y costumbres de la época (la
religiosidad, el vestido, la comida, el juego,
la etiqueta, etc.), el mobiliario y la decoración, los artistas y artesanos
o los niveles de tecnología,
completan la visión
ofrecida de la
época.

Itinerario temático. Aspectos artísticos
Géneros
En la casa isabelina y con respecto al pasado encontramos muchísimos cambios importantes. El techo desnudo, las paredes de piedra y
el piso de planchas de madera de siglos anteriores fueron sustituidos
por el refinado estuco, el papel o el entelado de la pared y las amplias
alfombras en el suelo. Los muebles se especializaron, surgiendo diferentes tipos, que tuvieron en cuenta también las cuestiones ergonómicas. Hubo un aumento en la densidad de objetos y en la decoración,
así como un efecto de “ablandamiento”, debido al almohadillado de los
muebles, al papel pintado de la pared, las alfombras, las cortinas, los
textiles, etc.
Se dio también un triunfo de la tapicería en cortinajes y muebles;
las telas se adueñaron de las habitaciones y fueron el único elemento
unificador de los distintos gustos existentes en cada estancia. Se perfeccionaron los productos “industriales” y se difundió la fabricación en
serie de diferentes tipos de objetos y ornamentaciones. La mezcla indiscriminada de recuerdos de todo tipo acumulados, consigue que sea
realmente difícil extraer unas claras características de estilo.
Tres son los aspectos fundamentales a destacar en estos momentos, descritos de forma sistemática por los viajeros extranjeros: el
eclecticismo, la pérdida progresiva de calidad y de buen gusto y la
imitación de modelos foráneos. Entre los muebles que acicalan la vivienda, predominan los que corresponden a los estilos de la época,
fernandino, cristino e isabelino, combinados con muebles más exóticos, tan de moda por aquel entonces (chinerías, elementos árabes,
orientales, etc.). En cuanto a la decoración, dominaba un total “horror
vacui”, constituido por medio de todo tipo de objetos dispuestos de
forma acumulada: bibelots (objetos pequeños de escaso valor), porcelanas, relojes, etc. que conformaban un hábitat humano donde convivían, de manera espontánea y, en ocasiones, un tanto arbitraria, viejas
fotografías, recuerdos, instrumentos musicales, imágenes religiosas,
mesas, tibores, libros, paisajes, pequeños escritorios, porcelanas y floreros, cajas de música, juguetes y muñecas, pistolones de duelo, libros
y cartas, etc.

E
·····
l retrato adquiere ahora una nueva importancia, que se combina con ciertas características, que logran transgredir las normas académicas. Ya no se valora la idealización del personaje,
sino que se tiende a resaltar la psicología del retratado, sus pasiones y
preferencias.
El paisaje evoluciona y desaparece como excusa de fondo. La naturaleza, alejada de tópicos bucólicos y pastoriles, se convierte en reflejo
y acompañamiento de los estados de ánimo del artista, que se atreverá
a expresar sus pasiones a través de la pintura. Los paisajes agrestes, recónditos, abandonados, salvajes y en libertad alcanzan valor por si mismos y sustituyen al ordenado telón de fondo del paisaje neoclásico.
El costumbrismo es otra corriente que irrumpe con fuerza. Se trata
de una exaltación de las características peculiares de una nación, región o ciudad, representadas a través de personajes y escenas tipificadas. Los usos populares o las escenas cotidianas captan el interés del
artista, que consigue ver en ellos la poética de una vida más auténtica
y la armonía del hombre con la naturaleza y la tradición.
La intensificación del comercio en Oriente, las guerras en las colonias y la moda de los viajes influyen en la aparición del orientalismo. El anhelo de lejanía o evasión se podía focalizar de dos maneras
diferentes: bien refugiándose en la historia, en los tiempos pasados y
las culturas antiguas o viajando –ya fuera físicamente o con la imaginación– a otros lugares, lo que trajo como consecuencia la sed de aventuras característica de la época. Esto repercutió en la idealización de
espacios geográficos como el Próximo Oriente y en los países considerados exóticos, categoría en la que, paradójicamente, se incluía también a España, que produjo una fascinación centrada en aspectos tales
como la atmósfera de reminiscencias orientales, el misterio, el mundo
caballeresco o la búsqueda de la naturaleza y de la vida más libre. El
gusto por el Próximo Oriente y los países mediterráneos, el exotismo
como nota dominante en la imagen de España, conducen a multitud de
artistas foráneos a representar escenas de nuestra herencia oriental.
La pintura de historia sufrió un importante cambio durante el
Romanticismo. Ya no se trataba de ilustrar episodios del pasado con

Itinerario temático. Aspectos artísticos
Temas
una enseñanza moral, sino de ser fiel a la realidad histórica, a la verdad
de los hechos y, a la vez, conseguir insuflar sentimiento a la obra. La
exaltación de los valores nacionales y de lo popular provocó un fuerte
interés por el pasado, por los rasgos peculiares de la personalidad nacional, ya fuera para preservarlos y defenderlos o para lamentar su desaparición. Hay una revitalización de lo que se ha dado en llamar “orden
cristiano feudal”, una valoración del pasado, de los orígenes, puesto
que fue en los siglos medievales cuando nació y se formó Europa.
La pintura religiosa continuó dando algunos frutos, bien fuera
ajustándose a la oficialidad o alejándose de ella, en pos de una mayor
expresividad e individualidad. Las inquietudes espirituales y filosóficas
del hombre romántico contribuyeron a la aparición de algunos temas
que habían sido apartados por el racionalismo dieciochesco: Dios, el
alma, el sentido de la vida, el destino, etc. El antiguo arte cristiano
se empleó como instrumento evocador de un mundo espiritual irreversiblemente perdido.
Hubo un culto generalizado por las maravillas del arte, que habían sido sometidas a la
destrucción del tiempo.
A ello se unió una obsesión por la muerte y
un gusto por lo lúgubre,
lo fantasmagórico o lo
sobrenatural, junto con
el tema de las ruinas,
símbolo de la caducidad y la inconstancia
de la existencia.

E
·····
l Romanticismo, tanto en las artes visuales como en la literatura, es un movimiento en cuyo seno conviven y se enfrentan
la tradición oficial (definida por la Academia) y los impulsos de
progreso y modernidad. Las manifestaciones artísticas reflejan, por
un lado, la decadencia de los valores caducos del Antiguo Régimen y,
por otro, la búsqueda de una nueva estética, más apasionada y de tinte
individualista.
La exaltación de la libertad lleva al artista a rechazar todas las normas, tanto las que se refieren al comportamiento, como las impuestas
tradicionalmente para la creación. Aparecen así nuevas categorías en el arte, nuevas teorías y medios. Se combina
la poesía y la música para hacer “un arte total”. Hay
una ruptura de los géneros tradicionales, que habían
sido establecidos por el arte oficial.
Los artistas llevan a cabo trabajos más personales y privados, como, por ejemplo, bocetos sobre la naturaleza, que expresan su visión más
directamente. El color también
es más apreciado por su poder
para transmitir emociones y sentimientos, la pintura parece crecer de
forma orgánica, fluyendo de la mente
del artista y de su pincel, y no se limita,
como ocurría anteriormente, a ser una
cuidadosa imitación (idea clasicista de la
mímesis).
El mundo literario ejerció una influencia
fundamental en las artes plásticas. Surgirán
grandes literatos como Zorrilla, Bécquer o Larra. Unida a la figura de este último, aparece la
temática del suicidio y la muerte: el hombre romántico da rienda suelta a sus emociones personales
y nos las muestra, tanto en los momentos plenos de

Itinerario temático. La época
Acontecimientos históricos y políticos
entusiasmo, como en los de una casi enfermiza melancolía, en una
angustia constante, que acaba convirtiéndose en uno de los rasgos básicos del sentir romántico. La vida se presenta como un problema sin
solución y, la existencia, en su inestabilidad, se siente dominada por
fuerzas desconocidas.
Los términos genio e inspiración adquieren un nuevo valor. Existe
una imposibilidad, por parte del artista, de poder conciliar su arte con
la vida en sociedad, de adaptar su inspiración y su genio al mundo del
presente, lo que le distancia del resto de los hombres: genio y soledad.
El concepto de originalidad se hace inseparable del mito del artista
como ser incomprendido, solitario, difícil y combativo; cualidades que
fueron recogidas luego por todos los movimientos modernos y que
serán un ingrediente que ya no abandonará al arte hasta nuestros días.
Entre los temas que tendremos ocasión de tratar durante nuestro
recorrido por la exposición permanente del Museo destacan: la literatura y el teatro (literatos, dramaturgos y actores, la muerte del artista,
el suicidio, el periódico y el folletín, temas literarios); el artista y el
genio (el autorretrato, el coleccionismo, la música y el baile); el costumbrismo (los tipos, las costumbres e indumentaria, los bandoleros,
contrabandistas y truhanes, la fiesta taurina); el Orientalismo y Medievalismo (el culto a las ruinas, los monumentos de la España medieval);
el mundo infantil (los juegos, la muerte niña); el mundo femenino (la
seducción, la familia, la relación madre e hija, el matrimonio); el mundo masculino (el hombre fatal, el intelectual, el lechuguino, el marino,
el militar, el banquero, hombre de negocios y el coleccionista).

A
·····
través de las piezas seleccionadas es posible ofrecer también
una visión general de los acontecimientos de este periodo:
del absolutismo fernandino a la regencia de María Cristina,
pasando por el reinado verdaderamente romántico de Isabel II, sus
dificultades monárquicas con el carlismo, la Guerra de África y su fin
con la Revolución de 1868. La crisis política, provocada por los partidos “turnantes”, a la que se unió la crisis económica y financiera, son
el balance de un reinado de inestabilidad.

SALAS
E
La escalera
·····
n el zaguán se sitúa la escalera de acceso a la planta noble del
edificio, con tribuna central, desde la que, durante los bailes de
gala, se podía ver tocar a los músicos de la orquesta.
En el espacio privado de la casa es donde se materializaban las miras
de poder, en las que la idea de propiedad jugaba un papel fundamental: el propietario se rodeaba de una serie de objetos lujosos, no tanto
por una necesidad innata de crear un entorno adecuado, como por la
finalidad de deslumbrar a los otros.
La casa se convierte entonces no en el espacio vital, sino en la esfera
de influencia, del dominio y del patrimonio. Su aspecto exterior, la
fachada, no necesitaba ser impresionante; su jardín y sus patios eran
invisibles desde la calle. Dentro, sin embargo, la mayor parte de los
objetos y los muebles estaban dispuestos para el lucimiento: juegos
de luces y reflejos producidos por matices infinitos de dorados, que
reverberaban en los espejos, como un eco que multiplicaba la propia
imagen y la de los objetos que la rodeaban. Estos últimos, en mezcla
indiscriminada de estilos, se disponían siempre de forma acumulada,
densa, sin dejar espacios libres, como si fueran una vestidura capaz de
absorber los más diversos escándalos. Narcisismo de la decoración,
destinado sólo a impresionar a los hombres más superficiales.
A ambos lados de la escalera, nos dan la bienvenida los protagonistas
indiscutibles de esta historia: las nuevas clases adineradas, la burguesía, representada en los dos imponentes retratos de tamaño natural de
Basilio de Chávarri y su esposa Rita Romero, pintados por el gaditano
Ángel María Cortellini (1819-post. 1887) en 1861 y 1863, respectivamente. En ellos destaca el fino modelado, la atención prestada a
los detalles físicos y, especialmente, la oportunidad de atisbar un rico
interior palaciego, con abundancia de mármoles, textiles, cortinajes,
alfombras con diseños florales y todo tipo de accesorios, que son descritos de manera minuciosa.
Al final del periodo isabelino, la aristocracia del dinero se afirmó
con la construcción de nuevos palacios y palacetes, que gozaban de
un aislamiento, unos jardines y una amplitud de entorno que contrastaban con los antiguos caserones en los que seguía afincada la vieja
nobleza madrileña. El Madrid moderno del ensanche –aprobado por


el gobierno en 1860– contaba con una urbanización que difería notablemente de la del interior del antiguo perímetro de las murallas:
calles y construcciones más amplias, así como plazas, parques y paseos
para el disfrute público.
El caballero, elegantemente vestido, parece que se dispone a salir
–no olvidemos que todavía el carácter del hombre se consideraba más
público que privado–, con el gabán reposando sobre su brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha sujeta un sombrero de copa y
los guantes. Reflejo de sus conocimientos intelectuales son los diversos libros –depositados sobre el velador y la mesita– que le rodean
y contribuyen a la inequívoca consistencia de su persona. Se adorna,
además, con la gruesa leontina de oro de su reloj de bolsillo y con diversas condecoraciones, entre las que destaca la placa de la Gran Cruz,
correspondiente a la categoría de Comendador de Número (Orden
que fue instituida por el rey Fernando VII el 24 de marzo de 1815,
reorganizándose por Real Decreto de 26 de julio de 1847, en el que
tomó el nombre de Real Orden de Isabel la Católica).
La esposa descansa su brazo izquierdo sobre una consola y sujeta en
la mano derecha un pañuelo de encaje. Peina su cabello con moño bajo
y luce un espléndido vestido de baile escotado, adornado con collar
de cuentas esféricas, pendientes, brazaletes, anillos y broche de camafeo con un retrato. La feminidad era también una cuestión de pura
apariencia y no hay nada que adquiera un símbolo de identidad más
importante que la ropa.
El periodo romántico fue uno de los momentos históricos en que
más se acentuaron las diferencias entre la vestimenta femenina y la
masculina y cuando se ejerció un control más estricto sobre las transgresiones en esta materia. El arquetipo femenino del momento no
tenía como única función el reflejo del ideal de belleza, sino que se
constituía, además, en auténtico modelo de buen comportamiento: la
mujer debía ser privada y doméstica. Ésta complacida por los interiores confortables y lujosos de la clase media, muchas veces se convertía
en una propiedad más.
La revolución liberal burguesa influyó decisivamente en el arte, no
sólo por los cambios socioeconómicos que introdujo, sino también por
la aparición de un nuevo estilo de vida, que tendrá su reflejo sobre
todo en el retrato, que ofrece la oportunidad a esta nueva clase social

de imponer su propia imagen. La burguesía, deseosa de emular a la
nobleza y de mostrar su nueva y pujante situación, comenzó a adquirir
arte para decorar sus mansiones, resaltar su distinción social y cultivar
sus gustos con el fin de convertirse en verdadera elite.
.............................
Ángel M.ª Cortellini
Basilio de Chávarri
1861
Óleo sobre lienzo

i
sala
El vestíbulo
·····
L
a primera sala del Museo hace las veces de hall o vestíbulo, elemento de recibimiento que da paso a la parte noble de la casa.
Siendo la primera habitación con la que se encuentra el visitante, se sintetizan en ella algunas de las novedades y características de
la casa isabelina, en la que encontramos ya importantes cambios con
respecto a la forma de decorar del pasado: un aumento en la densidad
de objetos y en la decoración, un efecto de “ablandamiento”, debido
al almohadillado de los muebles, la profusión de alfombras, cortinas,
textiles, etc., y un eclecticismo que revive indiscriminadamente estilos antiguos, modelos foráneos y tendencias estéticas muy diversas.
La casa fue un lugar para el tiempo de ocio; era un lugar social, pero
también privado; la etiqueta doméstica exigía un rígido ritual (tarjetas
de visita, intercambios de notas, etc.). Era la época de la
conversación, de los cotilleos, de la música, del juego, de todo un ritual en las visitas. Las novelas y, con
ellas, la lectura, adquirieron popularidad, así como
los juegos domésticos: los hombres jugaban al billar,
las mujeres bordaban y todos juntos jugaban
a las cartas. Se organizaban bailes, cenas y
funciones teatrales de aficionados.
La decoración de esta zona es bastante
sobria, con paredes pintadas en un atractivo color verde y un mobiliario que
contiene ya muchos de los “prototipos”
más característicos del periodo romántico: sillería, velador, reloj de péndulo y
mesa de juego. El mobiliario revela, tal
vez más que la pintura, el espíritu de
una época y es capaz de mostrarnos,
desde el primer momento, el carácter de
los posibles ocupantes de la casa.


La sillería de nogal es de época Carlos IV y se inspira en los modelos
Hepplewhite y Sheraton ingleses, con respaldos en forma de escudo y
patas rectas y afiladas. En el centro se sitúa un velador decorativo de
influencia medieval, de hacia 1840, que sigue las pautas de la moda
gótica en los arcos apuntados, los perfiles poligonales, las dobles columnas y la base en forma de estrella octogonal, que evoca el perfil de
las fuentes monásticas de este periodo. Estos elementos góticos son
la versión mobiliaria del estilo “Catedral”, tan difundido en esos mismos años en las artes del libro, especialmente en la encuadernación.
Aunque las primeras manifestaciones del estilo neogótico surgieron en
Inglaterra en el siglo xviii, la aparición de elementos medievales en el
mobiliario fue muy característico del Romanticismo y se relaciona con
la obra de Eugène Viollet le Duc, en Francia y de Pugin, en Inglaterra,
cuyos diseños, desde 1840, se extienden por toda Europa.
En la pared de la derecha encontramos una interesante mesa de juego plegable, con tablero de dos hojas que se cierran en forma de sobre,
mediante un mecanismo de bisagra y plataforma giratoria. Cuando
esta pequeña y curiosísima mesa está abierta, el tablero se apoya directamente sobre su armazón; sin embargo, cuando está cerrada, se
puede utilizar como mesa de arrimo o para soportar adornos. Este
es un precedente de mueble multifunción y del precoz interés por el
aprovechamiento del espacio que, desde ahora, será característico de
las casas más “modernas”, en las que la organización y las funciones de
los muebles y de los objetos son algo cada vez más específico.
Un severo reloj de péndulo de estilo isabelino marca con su tictac
la distribución del tiempo y ordena el acompasado y rígido ritmo de
la vida doméstica burguesa. Una inscripción identifica a José Pradère
como el autor de la pieza y a Mondragón como su lugar de realización.
Desde el punto de vista del itinerario temático, esta primera sala
se dedica a explicar, a través de las piezas seleccionadas, toda la problemática que se suscitó en torno al derecho de sucesión al trono de
la reina romántica. La infanta contaba tan sólo tres años cuando, al
morir su padre Fernando VII, comenzó su reinado, teniendo como regente a su madre María Cristina. Para ello fue necesario que su padre
suprimiese la Ley Sálica que, desde Felipe V, privaba a las mujeres del
derecho al trono. Esta irregularidad en la sucesión, se convirtió en el
detonante de las Guerras Carlistas ya que, Carlos María Isidro, herma-

no del monarca fallecido, se sentía más legitimado que su sobrina para
acceder a la corona.
Las pinturas y estampas con el rostro de la nueva reina niña fueron
muy abundantes y tuvieron un matiz propagandístico. En muchas de
ellas se muestra en toda su majestad, a pesar de tener tan pocos años, lo
que contribuye a un cierto envaramiento e inexpresividad, que restan
vitalidad al personaje. En el centro de la pared derecha se exhibe una
obra del taller de Vicente López, con un marco espectacular; aunque la
reina se resiente de falta de ternura infantil ya que, desde los tres años,
la reina debía ser representada con la más regia majestad frente a quien
quería hurtársela, su tío, el infante Don Carlos.
A cada lado, el retrato del rey Fernando VII –en el que se muestra
como un “ciudadano” cualquiera, posando en solitario, sin ningún atributo de su poder– y el de la reina gobernadora María Cristina –de
Valentín Carderera (1796-1880)– que aparece en todo su esplendor,
con capa de armiño y luciendo el “primer aderezo” que el rey le regaló
con motivo de su enlace, formado con piedras preciosas que habían
pertenecido a la madre del monarca. Para remarcar este parentesco
lleva terciada, sobre el vestido, la banda de la Real Orden de la Reina
María Luisa.
Debajo, sobre la mesa de juego, un curioso barro popular policromado –procedente de la almoneda de bienes de la infanta Isabel, hija
de Isabel II– en el que aparece la reina regente María Cristina como si
fuera una representación medieval de la Virgen como trono de Dios,
protegiendo y mostrando el Mundo a su hija Isabel, que está sentada
sobre sus rodillas. A los lados, dos floreritos decorados con retratos
de las dos reinas románticas y, sobre el velador, un bonito busto de
Isabel II niña en alabastro.
Más adelante en el tiempo, esta protección madre-hija se trasladará
a la propia reina Isabel II que, en la monumental escultura de bronce
y mármol, firmada por Victor Bernard (1817-1892) en Madrid, en
1852, aparece en compañía de su hija –la infanta María Isabel Francisca
de Asís, la popular “Chata”– bajo el amparo de un ángel guardián.
Enmarcando la puerta de salida encontramos otros dos espléndidos retratos de la reina niña. Tenían como finalidad fundamental dar
a conocer su rostro de forma más cercana, en un claro intento de
difundir su imagen entre las clases populares, con el fin primordial de

reforzar el gobierno de la Regente, debilitado por la rebelión militar
carlista. El primero, a la izquierda, firmado por Carlos Luis de Ribera
(Depósito del Museo del Prado), aunque dentro del acusado acento
oficial, ofrece algo más de naturalidad que el anterior. Se representa
de cuerpo entero, en un interior palaciego, vestida con traje de gala
blanco y manto de armiño, a los que se unen todos los símbolos que la
acreditan como reina: el trono, la corona real y el cetro. Sin embargo,
el de la derecha, el estupendo Isabel II niña, estudiando geografía, obra
de Vicente López (1772-1850), es ajeno a la parafernalia oficial que
solía acompañar a los retratos de la familia real, y subraya el aspecto
más privado. Lo mismo ocurre con la litografía situada en la pared
izquierda de la puerta de entrada, que reproduce una pintura de José
Gutiérrez de la Vega, en la que la futura reina aparece con su hermana,
la infanta María Luisa Fernanda y en la que se recrea una escena muy
cotidiana, alejada de las complicaciones iconográficas que caracterizaron a los retratos reales.
El lenguaje alegórico es también claramente propagandístico. Se
vislumbra en obras al óleo, especialmente en la firmada por el valenciano José Ribelles Helip (1778-1835), que presenta a Isabel II niña y a
su madre en el papel de liberadoras de la patria frente al carlismo.
La alegoría también se refleja en la estampa, como la que reproduce
una obra pictórica al temple, ejecutada por Vicente López, Isabel la
Católica guiando a Isabel II. Fue litografiada en el Real Establecimiento
Litográfico, en el año 1833, y está cargada de significación política,
al igualar a la pequeña reina con su predecesora, simbolizando así su
importancia para España y su legitimación dinástica.
Otras estampas salidas de las prensas del Real Establecimiento Litográfico nos muestran la importancia que tenía la publicidad para el
desarrollo de algunos acontecimientos políticos: el Juramento prestado
por los próceres y procuradores del Reino a la reina gobernadora María Cristina, el día 24 de julio de 1834, con motivo de la solemne apertura de
las Cortes o la Vista del interior del Real Monasterio de San Jerónimo durante
la Jura de Su Majestad FernandoVII.

............................................................
José Ribelles y Helip
Alegoría de España con la Reina María Cristina
e Isabel II
ca. 1833
Óleo sobre lienzo

ii
sala
La antecámara
·····
L
a antecámara es “el espejo de la casa”, puesto que debe informar
al visitante sobre la pujante situación social y económica de sus
poseedores. Las paredes están estucadas en un exquisito color
verde y el techo, en el que se finge el pabellón de un quiosco oriental,
está pintado por Juan Gálvez y procede del Casino de la Reina (Depósito del Museo del Prado), palacete que la villa de Madrid regaló, en
1816, a la reina Isabel de Braganza –segunda esposa de Fernando VII–.
Se levantaba junto a la Glorieta de Embajadores y estaba decorado
con bellas pinturas murales de la mano de Vicente López (1772-1850),
Zacarías González Velázquez (1763-1834) y Juan Gálvez (1774-1847).
Posteriormente, en 1865, cuando era director del Museo del Prado
Federico de Madrazo, pudieron ser rescatadas de la ruina y conservadas hasta nuestros días, gracias a que no se trataban propiamente de
pinturas murales, sino que eran obras sobre lienzo, incrustadas en el
techo a modo de “quadri riportatti”.
La decoración se completa con seis cornucopias de madera dorada de estilo Rococó que, provistas de una bujía, producían una luz
que reverberaba y se reflejaba en el espejo. En el centro de la sala, se
encuentra un bello ejemplar de mesa-velador, cuyo tablero de
alabastro lleva incrustaciones de piedras policromas. Su uso
era múltiple, sirviendo tanto para jugar, como para tomar
una colación y su forma, circular y con pedestal, fue muy
frecuente en el momento. Sobre el
mismo un interesante barro policromado con
una sátira de la mo-


narquía isabelina, en la que se representa a la reina Isabel II como una
pesada carga para la acémila en la que cabalga, que simboliza la nación
española.
La sillería, de época fernandina, es de caoba y estilo Imperio; tiene
respaldo rematado en copete dorado, decorado con motivos de palmetas y volutas simétricas. El estilo del mobiliario cultivado en España bajo
el reinado de Fernando VII (1814-1833) equivale aproximadamente al
Restauration francés y al Regency tardío inglés, aunque es más pesado y
práctico, con predominio de las formas rectangulares, los chapeados
lisos y las aplicaciones de madera dorada (raramente de bronce).
Desde el punto de vista temático continuaremos con aspectos relacionados con el reinado de Isabel II, pero esta vez ya en relación con su
mayoría de edad. Preside la sala el impresionante retrato de Isabel II dirigiendo una revista militar, firmado por Charles Porion
(1814-1868?) en 1867. La reina
comparece con traje y atributo
de jefe de los ejércitos, con
la insignia de Capitán
General –una vez más,
el arte oficial contribuye a legitimar el derecho
al trono– mientras que
su marido, Francisco de
Asís, está en un segundo
plano, tanto en el lienzo como en el escenario
político. La presencia de
los militares Castaños,
Espartero y O`Donnell
a la derecha, y Narváez,
entre otros, a la izquierda, confirma el apoyo de
las instituciones militares
y gubernamentales a la soberana.

Un pequeño óleo atribuido a Antonio María Esquivel recoge a ambos esposos –Isabel II y Francisco de Asís– en la fecha de sus bodas reales,
1846, cogidos del brazo y bajando por una escalera palaciega sobre un
fondo ajardinado, pudiendo tratarse de un boceto preparatorio para un
cuadro de mayor tamaño. Muy curiosa es la pequeña fuente de cerámica estampada –los objetos de uso se convierten en soportes de primer
orden para propagar algunos hechos e ideas– realizada en Inglaterra
por la conocida fábrica William Adams and Sons, con el tema de las
Bodas de Isabel II y su hermana Luisa Fernanda, en la que aparecen junto
a sus consortes –Francisco de Asís y el duque de Montpensier– en la
Basílica de Atocha en 1846.
Otro boceto, esta vez atribuido a Federico de Madrazo, presenta
una dulce efigie de la reina, tocada con tiara de
diamantes y velo, que mira al espectador en
ligero giro a la izquierda.
A ambos lados de la puerta de entrada se exponen un marco vitrina
–que contiene las reales efigies
de Fernando VII y de su
hija Isabel II– y un interesante abanico, realizado
en la fábrica de Juan Bautista Montunai (Valencia),
en torno a 1833, con la
representación de las virtudes de la princesa, que
demuestra que los objetos
...................................
Fuente Bodas de Isabel II
y Luisa Fernanda
ca.1846
William Adams and Sons.
Inglaterra
Loza estampada

de uso diario podían servir también de soporte a su campaña de legitimación como reina.
De la antecámara pasamos a la zona más noble y pública de la casa,
constituida por un gran salón de baile y dos salones a cada lado, donde
se exhibe el mobiliario y la decoración más suntuosa: importantes paredes enteladas, arañas de cristal, cortinas con pasamanerías y damascos, porcelanas doradas, chimeneas de mármol y grandes espejos, que
reflejan la luz de las lámparas y multiplican las imágenes, ofreciendo
una sensación de espacio más amplio y abierto.
Así lo apreciamos en la jugosa descripción del escritor Antonio Flores que, en su obra La sociedad de 1850, describe un salón aristocrático:
“... se encuentra en todas las casas un gran salón, con dos gabinetes
colaterales, que ocupan los dos tercios y algo más de la superficie del
edificio, que monopolizan toda la luz y todo el aire y que tienen a su
disposición todos los balcones de la fachada principal. Estas habitaciones, que son las que dan tono y las que determinan la categoría del
cuarto y el valor del inquilino que le ocupa, no faltan en ninguna de
las casas de la corte. Verdad es que en ellas no se alojan ni el jefe de la
familia, ni la mujer, ni los hijos, pero se guardan los muebles de más
lujo y las alhajas de más precio que hay en el cuarto.”
Es evidente la prioridad que se daba en esta zona a las apariencias
frente a la intimidad, ya que la casa era, sobre todo, un escenario de
teatro social. Por ello, en estas estancias no solía haber pasillos: cada
habitación daba directamente a la siguiente, dispuesta en hilera o “enfilade”, con lo que se podía gozar de una visión continuada desde un
extremo de la casa hasta el otro.
...........................................................
Charles Porion
Isabel II dirigiendo una revista militar (detalle)
1867
Óleo sobre lienzo


iii
sala
El antesalón
·····
E
l primer antesalón comunica en “enfilade” con el gran salón
de baile y está bellamente decorado, con paredes enteladas en
seda dorada. El impresionante techo pintado procede, como
el de la anterior habitación, del Casino de la Reina –específicamente del tocador del palacio–; es obra de Zacarías González Velázquez
(1763-1834) y representa una Alegoría de la Noche (Depósito del Museo
del Prado).
El mobiliario es de estilo fernandino, una interpretación del Imperio
francés, que llega muy tardíamente a nuestro país a causa de la Guerra
de la Independencia. Es de corte rigurosamente clasicista, con formas
sólidas y ostentosas, inspiradas en la Antigüedad grecorromana. La técnica de trabajo experimenta un descenso, pues aunque la base sigue
siendo la caoba, maciza o chapeada, las todavía exquisitas aplicaciones
de bronce del mueble original francés son aquí sustituidas por chapas
troqueladas o por simples tallas sobre madera dorada.
Sobresale el diván o canapé, de líneas muy elegantes, que hace juego
con las pequeñas sillas de asiento circular y patas rematadas en garra de
león –símbolo de poder–. Completa esta tipología del mueble fernandino el maravilloso tocador de caoba, de claro influjo francés, inspirado
en el realizado para la emperatriz Josefina en 1809, la pequeña mesita
rinconera, con vástago central en forma de cisne con alas desplegadas,
y la importante consola de formas geométricas muy sólidas.
Ejemplo de la importancia de la música en las veladas románticas es
el precioso piano –en madera de palosanto y marquetería– de la casa
Boisselot et Fils de Marsella, “Facteurs du Roi”, que construyó también expresamente para Liszt. Según reza una inscripción, en cartela
sobre el teclado, este piano ganó la medalla de oro en la Exposición de
París de 1844.
Desde el punto de vista temático, en esta sala se explican los antecedentes históricos y políticos del Romanticismo español, con especial
mención al fin del reinado de Carlos IV y la influencia de su valido


Godoy, que dejaron el país en manos de los franceses, lo que desembocó en la Guerra de la Independencia.
Protagonista indiscutible de los acontecimientos, Manuel Godoy, se
ganó la simpatía de la reina María Luisa, esposa de Carlos IV, así como
la antipatía del pueblo llano y de ciertos sectores de la aristocracia, que
le culparon de la invasión de las tropas napoleónicas. Tras el motín de
Aranjuez, tuvo que exiliarse, junto con la familia real, en Francia. A la
izquierda de la puerta de salida se sitúa su excepcional retrato, de la
mano de Antonio Carnicero (1748-1814), uno de sus artistas protegidos, le muestra –libre de la fastuosidad oficial requerida para captar la
personalidad de tan emblemática figura– en su papel de hombre público, político e intelectual ilustrado. Comparece en su calidad de Príncipe de la Paz, título que le fue otorgado por el rey, coincidiendo con
el acontecimiento de la Paz de Basilea, firmada con Francia en 1795.
Este hecho se subraya por la presencia, sobre la mesa, de un mapa del
Estrecho de Gibraltar, alusión al cambio de política que fue realmente
el inicio de nuestras desgracias: la alianza con Francia y la guerra con
nuestro anterior aliado, Gran Bretaña.
En 1806 Francia exigió a España, igual que había hecho con todos
los estados “aliados”, la colaboración para el bloqueo continental que
había decidido imponer a Inglaterra. De esta forma, un ejército de
15.000 hombres, al mando del marqués de la Romana, Pedro Caro y
Sureda, fue enviado al norte de Europa para vigilar puertos y aduanas.
Al estallar la Guerra de la Independencia, el marqués decidió escapar
a Dinamarca, burlando la vigilancia de las tropas francesas y acudir a
la defensa de España, lo que logró con la ayuda de navíos ingleses, en
los que regresó a su patria, trasladando la mayor parte del ejército
expedicionario.
La Academia de Bellas Artes de Cádiz decidió conmemorar este importante acontecimiento mediante la realización de un cuadro, situado
a la derecha del espejo, El embarque del marqués de la Romana y sus tropas, que encargó, en 1809, a Juan Rodríguez, apodado “el Panadero”
(1765-1830). El pintor, cuya producción era plenamente costumbrista, no quiso hacer un cuadro de historia al uso, por lo que, tanto por el
tema elegido, como por su formato, consiguió crear una pintura más
íntima y cercana, como realmente lo fue el hecho que narra: un ge-

neral que se enfrenta a las órdenes militares recibidas, y que “deserta”
para venir en ayuda de su país.
Contamos además con un interesante Retrato del marqués de la Romana, de Vicente López (1772-1850). Se trata de un boceto, inspirado
en estampas precedentes, ya que el protagonista había muerto en el
momento de ser pintado por el artista. Lo que éste buscaba, no era
tanto una copia exacta de la apariencia general del modelo, cuanto el
..............................
Antonio Carnicero
Manuel Godoy, Príncipe
de la Paz
1796-1801
Óleo sobre lienzo

......................................................................
José Aparicio
Desembarco de FernandoVII en el Puerto de Santa María
1823-1828
Óleo sobre lienzo


hecho de recoger, a través de la expresión facial, la tremenda humanidad e importancia del personaje que fue no solamente uno de los
más brillantes y respetados militares –defensores de la patria desde la
época de Carlos III– sino también un intelectual y humanista hasta el
final de sus días.
Interesante también es el cuadrito anónimo, en el muro a la izquierda de la entrada, que lleva el sugerente título de Alegoría de la Unión de
Inglaterra y España contra Napoleón. No conocemos ninguna otra pintura
con esta temática –más propia de la estampa– en la que se sublima el
odio y el rencor hacia los invasores franceses, a través de imágenes alegóricas. En este caso, dos representaciones femeninas de Inglaterra y
España –caracterizada como la Diosa Minerva– rechazan a la figura de
Napoleón, que aparece con la copa de veneno, el áspid y el manto de
armiño –símbolos del reinado del mal– intentando envenenar a ambas
naciones.
También en los cuadros, estampas y esculturas del momento encontramos un gusto por la muerte heroica,
dramática y emotiva. La preferencia
por las gestas de carácter nacionalista llevó a cultivar el tema de la Guerra de la Independencia, acontecimiento
patriótico relativamente reciente, que
dejó una huella profunda en la historia de España y que tenía un valor
de enseñanza para el futuro.
Paradójicamente, no existen
obras pictóricas –con la exclusión evidente de Goya– que
tengan como asunto el inicio
del conflicto, sucedido el Dos
de Mayo de 1808 en Madrid.
............................................
Jarra de bola con el general Palarea,
Talavera de la Reina
ca. 1815
Loza

La muerte de Daoíz en el Parque de Artillería de Monteleón, de Leonardo
Alenza (1807-1845) –colgado a la izquierda del espejo– es la primera
pintura conocida con esta temática y fue llevada a cabo muchos años
después, en 1835, por un artista que no se interesó nunca por la pintura de historia y que, además, no había sido testigo directo de los
hechos.
En este cuadro ha desaparecido la minuciosa descripción y se ha
llevado a cabo una voluntaria reducción sintética. Esta forma de pintar
–con tendencia a la paleta oscura, así como a una expresividad en el
trazo– es moderna para el momento, de mayor libertad y franqueza.
Podríamos pensar que se trata simplemente de un boceto, donde el
artista se muestra mucho más personal y libre que en los tradicionales
y académicos lienzos de historia.
Frente a las grandes batallas y a los ejércitos regulares, se perfiló
otra forma de lucha: la guerrilla. Los soldados franceses utilizaron el
término petite guerre –guerra pequeña– para designar a esas partidas
que, en reducido número, dificultaban las operaciones militares imperiales. La importancia militar de la guerrilla en el conflicto fue innegable –llegó incluso a colaborar eficazmente con unidades regulares– y
constituyó también una valiosísima ayuda para las tropas británicas en
la Península.
El guerrillero se convirtió en un mito, aunque, en ocasiones, su figura estaba más próxima al bandolero que al patriota. La generación romántica fue la que lo encumbró como héroe, asimilando muchas de sus
características iconográficas al tipo del bandolero y contrabandista.
En todo caso, estos guerrilleros fueron muy queridos por el pueblo,
ya que encarnaron el modelo del héroe liberador, que no se contentaba
con luchar por sus propios intereses, sino que decidía resistir también
para liberar a todos sus compatriotas. El pueblo se identifica con estos
héroes, cuya existencia tiene lugar siempre al borde del precipicio,
del peligro. Se les representa –como en el curioso retrato al temple
sobre cartón, colgado sobre la vitrina derecha, de Juan Palarea, “el Médico”– siguiendo una iconografía más popular que se vale, para subrayar
la valentía y virilidad del personaje, del uso de ciertas exageraciones
expresivas, como los gestos algo altivos y desdeñosos, los fuertes contrastes de luz y de sombra en la cara o la exageración de los detalles,
como, por ejemplo, los entorchados y las condecoraciones.

El héroe popular se caracteriza por la amplitud de su difusión. Su
retrato se extendió a otros objetos y soportes, como la cerámica de
uso diario que, en vez de ser rubricada con la conocida expresión “Viva
mi dueño”, alentó las luchas patrióticas, al hacer protagonista de su
decoración a las imágenes de los guerrilleros. Un buen ejemplo es la
interesante jarra talaverana –en la vitrina de la derecha– con la misma
efigie –por cierto, esta vez de sabor muy “naif ”– del guerrillero Juan
Palarea, “el Médico”.
En la vitrina de la izquierda, se exponen varios objetos relacionados con la Constitución de Cádiz de 1812. La Constitución estableció
una monarquía liberal y parlamentaria, basada en los principios de la
soberanía nacional y en la separación de poderes. Aunque la guerra se
había hecho en nombre del rey, todos sus logros se debían realmente
a la ausencia de éste. La vida de “la Pepa” fue breve, ya que se abolió
cuando Fernando VII subió de nuevo al trono, tras finalizar la guerra,
en 1814, instaurando de nuevo la monarquía absoluta.
Durante el Trienio Liberal (1820-1823), protagonizado por Rafael
Riego –cuyo retrato anónimo se exhibe a la derecha de la puerta de
salida– el monarca vuelve a jurar –obligado– la Constitución de Cádiz,
el 9 de marzo de 1820. Pero este sueño liberal duró bien poco: el cuadro de José Aparicio, el Desembarco de Fernando VII en el Puerto de Santa
María en 1823 –situado a la derecha de la puerta de salida– muestra
a Fernando VII, que había sido retenido por el gobierno liberal, en
el momento en que es liberado, desembarcando junto a los Cien Mil
Hijos de San Luís, ejército francés que, bajo los auspicios de la Santa
Alianza, fue creado para defender los derechos de las dinastías reales
de Europa. El acontecimiento marca el fin del Trienio Liberal y el inicio de la llamada “Década Ominosa” (1823-1833), periodo de máximo
absolutismo del reinado de Fernando VII. Este interesante boceto –el
cuadro original fue destruido– nos recuerda el abrupto despertar y el
desencanto que supone la vuelta, otra vez plagada de engaños, de la
memoria conservadora del Antiguo Régimen.
....................................................................................
Leonardo Alenza
La muerte de Daoíz en el Parque de Artillería de Monteleón (detalle)
1835
Óleo sobre lienzo


iv
sala
El salón de baile
·····
E
sta habitación solía ser la más espaciosa de la casa y la de mayor
lucimiento, ya que estaba destinada a un uso plenamente social.
El lujo y la ostentación son sus características más evidentes:
paredes enteladas en damasco de seda rosado, que hacen juego con los
cortinones de las puertas y las ventanas, con el sillón circular –llamado borne– situado en el centro, y con la espléndida sillería isabelina
de caoba, que perteneció al ministro Antonio María Fabié, en cuyos
salones solía tener lugar una típica tertulia romántica, a la que acudían
Gustavo Adolfo Bécquer, la Avellaneda y Campoamor, entre muchos
otros.
En los grandes espejos de las paredes brillan el oro y la seda y se
reflejan los angelotes y las delicadas flores de la alfombra de la Real Fábrica, fechada en 1830. El destello de las dos arañas fernandinas resalta
el fantástico techo, del mismo autor y procedencia que el de las salas
anteriores, que representa una Alegoría de la Aurora. Entre los balcones
se sitúan importantes consolas, soporte perfecto, junto a la repisa de
la chimenea, para acumular los pequeños objetos, fotografías y bibelots
–porcelanas, fanales, cajas de música, relojes, etc.– que, en realidad,
son la “memoria” de la familia.
A cada lado de la chimenea, se exhiben dos espectaculares jarrones
de la dinastía Qing (Deposito MNAD), realizados en el siglo xix, en
porcelana blanca y azul, con decoración de orlas geométricas, peonías
y un ave entre ramas de pino y ciruelo. La dinastía Qing continuó la
tradición Ming de la porcelana en blanco y azul, consiguiendo nuevos
espectros de un azul muy brillante y luminoso. Este tipo de producción estuvo destinada principalmente a la exportación, algo que, sin
embargo, no hizo que perdiera calidad.
La música –que es plena protagonista en estas habitaciones– experimenta una evolución similar a la de los grandes movimientos plásticos
y literarios. Muchas de las tendencias que aparecen en éstos, se reflejan
también en el dominio de lo sonoro: el individualismo, la exaltación


del sentimiento y de la pasión, el exotismo, el interés por el folclore,
que da origen a todas las corrientes del “nacionalismo” musical, etc.,
encuentran, gracias a la música, una manera excepcional de manifestarse. Asistimos ahora a un extraordinario desarrollo de la orquesta
y al protagonismo del piano en el que, a diferencia del clavicordio,
la fuerza mayor o menor de la pulsación determina la intensidad del
sonido, por lo que se convierte en un medio “directo” muy adecuado
para expresar los sentimientos e impulsos del intérprete.
También aparecen ahora algunos cambios importantes en la tradicional relación entre el artista y la sociedad. El músico gana en libertad, al no estar sujeto a una “servidumbre” personal: ya no tiene que
componer para un príncipe, sino para el público anónimo que llena las
salas de conciertos y los teatros de ópera.
Por lo que se refiere a los bailes, los más populares fueron la mazurca, el rigodón o el galop. En cuanto a los instrumentos musicales de la
sala, destacaremos el arpa, firmada por Sebastián Erard –“constructor
de pianos y arpas del rey y de las princesas”, según reza en una inscripción en el lateral del clavijero–, con pedal a doble movimiento. Es típicamente romántica, no sólo por su organología, sino por su decoración
neogótica, que se concentra en el capitel superior con capillas, en las
que se encuentran ángeles tañendo diversos instrumentos.
En el frente de la sala, a la derecha, se encuentra el piano, de finas
maderas y con el escudo real en su tapa, que fue construido especialmente para la reina Isabel II, por la casa Pleyel de París (es una donación del infante Alfonso de Orleans) y su sonido, todavía hoy, es inmejorable. A la izquierda de la puerta de entrada, se sitúa el pianoforte
–que produjo dos grandes figuras ligadas a este instrumento: Federico
Chopin (1810-1849) y Franz Liszt (1811-1876)– y que es un bonito
ejemplar inglés, con patente de Longman and Broderip´s de Londres
y ciertos detalles estructurales que anticipan ya el piano vertical. La
ornamentación es de orlas estriadas, en marquetería de dos tonos, y las
patas son torneadas, como las clásicas de los pianos isabelinos.
Sobre el pianoforte, protegida bajo un fanal de cristal, se exhibe
una interesante figura de madera policromada, con la representación
de Francisco I, rey de las Dos Sicilias, padre de la reina regente María
Cristina de Borbón.

Por lo que se refiere a la pintura, esta sala se centra temáticamente
en el género del retrato, que tuvo tanto auge durante el Romanticismo, así como en sus diferentes tipologías.
El arquetipo femenino creado por la sensibilidad del momento no
tenía como única función el reflejo del ideal de belleza, sino que se
constituía, además, en auténtico modelo de comportamiento. Las reglas mundanas de comportamiento, el lenguaje de cortesía, la etiqueta, la ropa, la moda, las prohibiciones en lo que se refería al vestido, el
..................................
José Gutiérrez de la Vega
Isabel II
1845
Óleo sobre lienzo

comportamiento mundano en general cobraron un importante vigor
durante el Romanticismo.
La mayoría de nuestros pintores decimonónicos reducen el tema
femenino al retrato, en el que se nos muestra a una mujer serena, de
gráciles ademanes, dulce, distinguida, confiada en su destino y arropada por su posición social o por la protección que el matrimonio le ha
trasmitido. Así lo vemos en el maravilloso retrato de María Encarnación
Cueto de Saavedra, duquesa de Rivas de Federico de Madrazo (1815-1894)
o en el retrato de María del Carmen Moré, marquesa de las Marismas del
Guadalquivir de Francisco Lacoma. En este último, la protagonista mira
hacia el espectador y, aunque aparece su tocador, con su maquillaje,
ungüentos, objetos de moda ligados a esa época caracterizada también por el valor de parecer, todo ello se ordena siguiendo una estricta
contención. En esta escena no se adivina la coquetería, todo es rígido,
serio, no hay misterio, ni susurros, ni declaraciones amorosas, ni ornamentos suntuosos. La mujer no es diosa, ni sirena, es simplemente
esposa.
Los protagonistas masculinos de los cuadros que hacen pareja con
estos –el escritor y político Ángel de Saavedra, duque de Rivas o el banquero y coleccionista Alejandro Aguado, marqués de las Marismas del Guadalquivir– muestran sin embargo a sus protagonistas llevando a cabo
labores intelectuales. La fuerza literaria y la escritura eran potestad del
mundo masculino, ya que actividades tales como escribir o pensar eran
enemigas de la verdadera naturaleza del sexo débil.
Dos importantes pintores románticos andaluces logran evocarnos
el estilo de la época e introducirnos en los lujosísimos interiores de
las clases altas románticas de mediados de siglo. El Retrato del infante
Francisco de Paula –hijo de Carlos IV y María Luisa– pintado por Ángel
María Cortellini (1819-post. 1887) tiene la clara intención de mostrar
al personaje como si se tratara de un autentico burgués. El retrato de
Josefa García Solís, de Antonio María Esquivel (1806-1857) (Depósito
del Museo del Prado), parece utilizar el tema de la mujer en la ventana
................................................
José Aparicio
La familia de Gaspar Soliveres (detalle)
1831
Óleo sobre lienzo


para definir el carácter interior y, a veces claustrofóbico, del espacio
doméstico, esencialmente femenino.
Otro sevillano, José Gutiérrez de la Vega, nos muestra el retrato
más oficial de la realeza, su Retrato de Isabel II a los quince años, situado
al frente, a la derecha de la puerta de salida, incluye los elementos iconográficos característicos: corona, cetro, trono, etc., aunque pintados
........................................
Francisco Lacoma y Fontanet
Alejandro Aguado, Marqués de
las Marismas del Guadalquivir
1832
Óleo sobre lienzo

con una gama de colores cálidos y de toques fluidos, que consiguen una
sensación atmosférica inigualable.
El retrato de familia fue un género que había cambiado notablemente con respecto al pasado. Si durante el siglo xviii fueron más importantes las ideas ilustradas del servicio y la dedicación pública que
los simples valores afectivos o familiares –como es bien visible en el
singular retrato familiar de La duquesa de Osuna como dama de la Orden de
la reina María Luisa, 1796-97, de Agustín Esteve (Depósito del Museo
del Prado)–, durante el Romanticismo lo importante era remarcar los
lazos que unían a cada uno de los miembros de la familia, regulados
ahora por valores mutuos de amor y respeto, más que por aquellos de
sumisión y control. Buen ejemplo son el retrato de La familia de Gaspar
Soliveres, de José Aparicio (1770-1838) o el moderno retrato de Las
hijas del duque de Montpensier, de Alfred Dehodencq.

v
sala
El antesalón
·····
E
l último salón noble, contiguo al salón de baile, está decorado y
amueblado para crear un ambiente apropiado para las reuniones
sociales más informales y las tertulias. El interior de la casa se
fue haciendo cada vez más atractivo y su disposición fue cambiando,
conforme iba dominando la idea de confort.
El mobiliario “arquitectónico” e inamovible se fue sustituyendo por
otro más liviano y flexible: como las llamadas “sillas volantes” que,
colocadas junto a las paredes de la sala, podían ser desplazadas en el
momento de su uso hacia el punto de tertulia. Las de esta sala son de
caoba, tapizadas en damasco, y pertenecieron al escritor y poeta Juan
Ramón Jiménez. Se combinaron con otros muebles móviles, para uso
diario, que se podían colocar en agrupaciones informales, en torno a
una mesa de juego –como en este caso– o en diversos grupos, para
fomentar las conversaciones más intimas.
En este ambiente acogedor no podía faltar la música, centrada en
dos excelentes pianos: el primero, situado en la pared de la izquierda, al lado de la ventana, es un pequeño y curiosísimo instrumento
firmado, en 1827, por el madrileño José Colmenarejo. De mecanismo inglés, presenta una decoración muy romántica, a base de escudos e instrumentos musicales. Enfrente, se sitúa un piano piramidal
(giraffenklavier), ejemplo paradigmático de los tipos de piano jirafa
que empezaron a fabricarse a principios del siglo xviii, en concreto en
1735, cuando, para reducir el voluminoso mueble del piano de cola, se
ideó la colocación de la caja en posición vertical, lo que produjo instrumentos demasiado altos, de ahí su curiosa denominación. Diversos
objetos de artes decorativas, un candelabro de bronce y porcelana,
un metrónomo de Metzel, junto con la araña de cristal y la alfombra,
completan la decoración de esta sala.
Desde el punto de vista temático, esta zona se dedica a aspectos más
serios, relacionados con los avatares políticos y las contiendas del reinado de Isabel II: las Guerras Carlistas y la Guerra de África.


Precisamente durante el Romanticismo, el retrato adquiere un verdadero auge y deja de estar restringido únicamente a la representación
áulica, para incluir a otros protagonistas decisivos para la nación. Las
imágenes y retratos oficiales de los personajes activos en la vida política o con puestos relevantes en el ejército debían reflejar no sólo sus
acciones más ejemplares, sino también sus cualidades morales.
En el muro frontal destaca el Retrato ecuestre del general Prim, de
Antonio María Esquivel (1806-1857), que le representa joven, como
mariscal de campo, en su momento de mayor gloria, con el desarrollo del fragor de la batalla en la lejanía. La referencia a la Antigüedad se remarca por el hecho de tratarse de un retrato ecuestre,
y su monumentalidad y falta de movimiento le hacen parecer, más
que una obra pictórica, una verdadera estatua clásica. El general Prim
(1814-1870) fue el prototipo de héroe militar del Romanticismo. De
ideología liberal y con constantes desavenencias con el regente Espartero, perteneció al progresismo antidinástico, estando a la cabeza
de la sublevación de 1868. Tras la Gloriosa, fue el encargado de buscar una alternativa a los Borbones, que se materializó en la persona
de Amadeo de Saboya. El atentado que acabó con su vida, el mismo
día del desembarco del futuro rey, haría fracasar definitivamente este
plan. Tres años más tarde, sin el apoyo de su principal impulsor, la
situación se hizo insostenible, por lo que abdicó el rey y se proclamó
la Primera República.
Al lado izquierdo de este monumental cuadro vemos a Agustín
Argüelles, tutor de Isabel II, pintado por Leonardo Alenza (1807-1845),
uno de los mejores retratos del Museo por su resuelta técnica y por
la penetración psicológica del retratado; cualidad ésta que resulta aún
más patente en El conspirador carlista (1856), de Valeriano Domínguez
Bécquer (1833-1870), situado en frente, verdadero retrato “parlante”,
ya que nos muestra las maquinaciones contra la monarquía de un artillero carlista que lleva, bajo el brazo, un diario de tendencia absolutista
titulado La Esperanza.
A cada lado se sitúan dos importantes estampas litográficas realizadas en París, por Luis López Piquer (1802-1895), con la efigie del más
conocido general carlista: el primer conde de Morella, Ramón Cabrera (1806-1877). Las tres guerras carlistas –con una cronología que se
extiende desde 1833 a 1876– tuvieron lugar entre los partidarios de

Carlos María Isidro de Borbón y los liberales. La cuestión dinástica, no
fue la única razón para su desenlace, siendo también vital el tema foral
y el influjo del clero y la religión. Al lado de la ventana, se expone una
pequeña estampa con una escena situada en los Montes de Aralar, que
separan las provincias de Navarra y Guipúzcoa.
Otro importante conflicto fue la campaña de Marruecos (18591860), que se inició a raíz de un incidente fronterizo en el que fueron
atacadas las posiciones españolas en Ceuta. La opinión pública se mostró resueltamente a favor de una intervención militar. Tras la decisiva
batalla de Tetuán (1860), los marroquíes solicitaron un armisticio. Sin
embargo, la llamada “paz chica”, tras la “guerra grande y gloriosa”, no
colmó las aspiraciones de la opinión pública, debido a la gran cantidad
de bajas, la mala gestión de los recursos y la exagerada concesión de
honores militares. También el general Prim fue decisivo para el desenvolvimiento de la Guerra de África: héroe de la victoria de Castillejos,
estuvo al mando de las compañías de voluntarios catalanes embarcados
en Barcelona en enero de 1860.
A la izquierda del retrato del general Prim, El regreso de la Guerra
de África, pintado por Eduardo Cano de la Peña (1823-1897), resulta
realmente sorprendente por el hecho de presentar al héroe –el general Prim– en su ambiente cotidiano y doméstico, siendo el verdadero
tema del cuadro el del retorno del esposo al hogar tras las campañas
africanas.
También son especiales, por tratarse de documentos de primera
mano, los dos cuadritos, a la derecha del retrato, atribuidos a Joaquín
Sigüenza Chavarrieta (1825-1902), Recibimiento del ejército de África en
la Puerta del Sol y el Desfile del ejército de África ante el Congreso de los Diputados, que recogen el momento en el que una multitud se encuentra
en las calles madrileñas para aclamar a las tropas vencedoras, entre
disparos, linchamientos, alaridos y empujones. A su lado, una interesante alegoría de Paulino de la Linde (1837-post.1862), realizada
hacia 1860, y que tiene por título Isabel II y su familia con el Patriarca
de las Indias dando gracias a laVirgen. La familia real, acompañada por el
Patriarca –dignidad honorífica cuyo remoto origen se relaciona con
la concesión de las tierras de las Indias de Occidente, efectuada por
la Santa Sede a los reyes de Castilla– se encuentra arrodillada frente a
la Inmaculada Concepción, agradeciéndole su intercesión por las vic-
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torias alcanzadas por el ejército español en África. Al fondo, se distinguen los “héroes que vertieron su sangre por la patria”.
En cuanto a la escultura, destacaremos el precioso busto en mármol
de la esposa del general Prim, Francisca Agüero González, que nos muestra a la mujer de éste, perteneciente a una familia mexicana adinerada
y que participó activamente en la causa liberal. El rey Amadeo de Saboya le concedió el título de duquesa en pago al apoyo que ella y su
marido le demostraron.
A cada lado del retrato del general Prim se sitúan dos esculturas
de hierro fundido, con las figuras de un militar conservador, Diego de
León –que reproduce la obra de Sabino Medina (1812?-1888)– y un
ministro revolucionario, Juan Álvarez Mendizábal –que reproduce, con
variantes, la realizada por José Gragera (1818-1898) en 1854, que estuvo en la antigua plaza del Progreso, hoy Tirso de Molina–.
En el paño de la derecha de la puerta de entrada, destaca una importante estampa litográfica, con el tema del Banquete celebrado por los progresistas, el día 29 de diciembre de 1863, que recoge una completa galería
de personajes del momento y refleja la conflictiva situación política de
esos años. La imposibilidad de ejercer el sufragio en la práctica, supuso
la protesta y el aislamiento de los progresistas al régimen, así como
el fin de su papel como oposición. A su lado, se exhibe una estupenda
acuarela, firmada por José María Casado del Alisal (1833-1886), con
el Retrato del general Espartero. Está dedicada a la esposa de éste –“A la
Srma. Señora Princesa de Vergara”– en 1872, y presenta al que fuera
regente de España en todo su esplendor, una vez que el rey Amadeo
de Saboya le hubiera concedido el título de Príncipe de Luchana, con
tratamiento de Alteza Real. Al otro lado, la interesante litografía firmada por Bernardo Blanco y Pérez (1828-1876), que tiene por título
Entrada de las tropas españolas en Tetuán, que tuvo lugar el 6 de febrero
de 1860. Pertenece al libro “Episodios de la Guerra de África” y describe un asunto muy similar al del abanico que se exhibe en la vitrina
de la izquierda.
En las vitrinas encontramos varios bustos de militares, fundidos en
la fábrica de Trubia. Otros objetos, como condecoraciones, medallas
y monedas, pistolas y, especialmente, dos bonitos abanicos, uno con
la proclamación del rey Amadeo de Saboya y el otro con el tema de
los soldados españoles socorriendo con alimentos a los habitantes de
Tetuán durante la Guerra de África, completan esta temática.
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Antonio M.ª Esquivel
Retrato ecuestre del General Prim (detalle)
1844
Óleo sobre lienzo

vi
sala
La sala de los costumbristas andaluces
·····
U
na vez pasada la zona más noble de la casa, entramos en un espacio destinado a un uso más íntimo y privado –cuyas ventanas
ya no dan a la calle principal, sino a los patios y jardín– al que
también se dejaba acceder a las visitas de confianza. La casa se dividía en
territorios y las habitaciones se separaban dependiendo no solamente
de su función, sino también de la persona que habitaba en ellas.
En este ámbito más privado, se ilustrará un mundo de estatus social
más bajo, alejado de la afectación de la vieja nobleza o la nueva burguesía. Por ello se ha decorado con un ambiente menos
formalista: la sillería, de madera de nogal y enea, es
una bonita interpretación popular del estilo Imperio,
con una clara influencia inglesa (tipo Sheraton).
En ese momento las exposiciones
industriales dieron un fuerte impulso al mueble seriado; en España los
más famosos eran los que procedían
de Vitoria. La denominación de “silla
de Vitoria” alude a aquellas sillas portátiles con asiento de enea o paja y una estructura de palos torneados. Completan el
mobiliario de la sala una cómoda buró –mueble alto para poder escribir de pie– que sigue
el modelo “Regencia”, y la lámpara de techo
con quinqué.
Desde el punto de vista temático, dedicamos toda esta área (salas VI, VII y VIII)
al costumbrismo, que dominaba el discurso figurativo de buena parte de los
artistas románticos. Era una manera
idealista de acercarse a la realidad,
que tenía como punto de partida la
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visión de lo popular como algo “pintoresco”. Estaba destinado a una
clientela de extranjeros que buscaban el tópico de lo español y a una
burguesía nacional que prefería olvidarse de la verdadera realidad social del momento.
El costumbrismo en pintura puede ser interpretado de dos maneras
bien diferentes: la de la escuela andaluza (como veremos en las salas VI
y VII), que ofrecía una imagen del pueblo y sus costumbres dulcificada,
alejada de la realidad, con una clara influencia de Murillo y la escuela
pictórica madrileña (sala VIII), más realista y crítica, continuadora de
la tradición de Goya, que aportaba una forma de ver la sociedad más
desgarrada y patética.
Uno de los factores de exotismo más apreciado por los extranjeros
fue la originalidad y variedad de la indumentaria española. Los tipos
y trajes tuvieron casi la misma importancia que el paisaje o las vistas
urbanas. Muestra de ello es el bonito óleo, situado en el paño frontal
izquierdo, de Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870), La nodriza
pasiega: el traje aquí juega una importante misión, ya que, para ser nodriza era necesario ser oriunda del Valle del Pas (Cantabria), condición
que había sido tradicionalmente imprescindible para amamantar a los
hijos de la familia real.
La importancia de los trajes se dejó vislumbrar también en el baile,
en las reuniones de ambiente urbano o popular, en las ocasiones de
galanteo y en las fiestas tradicionales, válvula de escape que hacía olvidar las posibles miserias de la vida cotidiana. Ejemplo de ello son: La
fuente de la ermita de laVirgen de Sonsoles (Ávila) (Depósito del Museo del
Prado), que se exhibe en la pared de la derecha, o el precioso boceto
Baile de campesinos en Soria, ambos del hermano del poeta Valeriano
Domínguez Bécquer y El Baile en la ermita de laVirgen del Puerto (Depósito del Museo del Prado), del también sevillano Manuel Rodríguez de
Guzmán (1818-1867), situado en la paño de la izquierda.
En la pared frontal, a ambos lados de la puerta, distinguimos tres bonitos óleos del ubetense José Elbo (1804-1844), con asuntos muy tópicos y pintorescos relacionados con el mundo popular andaluz, donde
sobresale el tratamiento teatral de los efectos lumínicos: Una venta,
El calesín o La calesa.
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Valeriano Domínguez Bécquer
Nodriza pasiega
1856
Óleo sobre lienzo

vii
sala
La sala de los costumbristas andaluces
·····
C
ontinuando con el ambiente anterior, esta habitación está
amueblada con un cómodo sillón de enea, con banco corrido
de tres plazas y respaldo decorado con gran sobriedad, y una
sillería a juego. Son una versión popular del estilo inglés (Sheraton), de
líneas rectas elegantemente proporcionadas y de una ligereza y delicadeza, tanto de forma como de ornamentación, que no están reñidas
con una gran robustez, a pesar de sus formas eminentemente delgadas
y finas.
Destacan las dos vitrinas –en esta sala y en la anterior– con una
importante colección de estatuillas de barro, que representan tipos
populares procedentes de talleres de Granada, Málaga y Murcia. Muchas de ellas están firmadas por artistas de la talla de
José Álvarez Cubero (1768-1827)
o Antonio Gutiérrez de León
(1831-1891).
Desde el punto de vista temático se exponen otros asuntos del costumbrismo andaluz. Uno de sus personajes
más arquetípicos fue el del
bandolero y contrabandista,
que comparte muchas de
sus características iconográficas con las del
guerrillero de la Guerra de la Independencia.


Esta leyenda fue también alimentada por los viajeros extranjeros,
que vieron el fenómeno con demasiado “color local”. El precioso
cuadro Los Contrabandistas, situado en el centro de la pared derecha,
está firmado por el francés Henri Pierre Léon Pharamond Blanchard
(1805-1873), miembro de la comisión –dirigida por el barón Taylor–
que visitó nuestro país con la misión de comprar cuadros de la escuela
barroca, destinados a la Galería Española de Luís Felipe en el Louvre.
Estos temas tan queridos para los extranjeros fueron seguidos de
cerca por los pintores españoles, cuyo mayor interés era vender a una
clientela ávida de “emociones” y que buscaba el tópico de lo español.
Aquí pueden verse: Contrabandistas en la Serranía de Ronda, del sevillano Manuel Barrón (1814-1884), Bandoleros, del gaditano Ángel María
Cortellini (1819-post.1887) y, aunque no propiamente andaluz, pero
siguiendo esta idea de país exótico lleno de peligros y aventura, la divertida tablita firmada por el ferrolano Jenaro Pérez Villaamil (18071857), Asalto a la diligencia –tema que también había sido representado
por Goya–. Bajo ésta, un bonito barro popular con la escena de un
contrabandista herido.
Junto a los majos, los bandoleros y los contrabandistas, los “tipos”
del torero y del picador constituyen los más importantes rasgos del
tópico español. Seguramente el torero más romántico fue Francisco
Montes “Paquiro”, que en 1836, escribió una de las primeras reglas del
toreo. El pintor gaditano Ángel María Cortellini le muestra preparándose justo antes de la lidia en un pequeño óleo.
También preparándose para la corrida, Manuel Cabral y Aguado Bejarano (1827-1891) en Patio de caballos nos muestra esta vez, al varilarguero –que en el periodo romántico era tan importante o más que el
propio matador– acompañado de un torero vestido de blanco y oro, y
la inevitable maja. Del jerezano Joaquín Manuel Fernández Cruzado
(1781-1856?) se exhiben dos interesantes cuadritos, La salida del toro
y El pase de muleta, que ilustran dos fases de la lidia: la del picador vara
en ristre esperando la embestida del toro y a un torero dando garbosamente un pase natural de frente.
En relación con la fiesta y el ocio, son también muy comunes en esos
momentos las escenas centradas en el mundo de la taberna, el mesón
o la venta, donde era muy habitual que los parroquianos se entretuvieran jugando a las cartas. Con esta temática pueden verse, en el paño
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de la izquierda, La partida de cartas, de Manuel Barrón (1814-1884)
o Jugando a las cartas, del también sevillano Rafael García “Hispaleto”
(1833-1854).
La sala se completa con el maravilloso óleo, situado en el paño de
enfrente a la derecha, Dama sevillana, de Rosendo Fernández Rodríguez (1840-1909), fechado un poco tardíamente, en 1865, que nos
sorprende por su delicadeza y modernidad y, frente a éste, los cuadros
más populares de La Copla o La pareja serrana, de Manuel Cabral y
Aguado Bejarano.
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Ángel M.ª Cortellini
Bandoleros
ca.1845
Óleo sobre lienzo
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viii
sala
La saleta de los costumbristas madrileños
·····
E
sta pequeña salita, con techo decorado con el motivo de las
“randas” –siguiendo los patrones de la cerámica popular– está
amueblada con una consola inspirada en los modelos del Biedermeier alemán, con formas macizas de sobria elegancia, un costurero portátil de pie, en madera de caoba y una sencilla silla de costura
de “Vitoria”.
En ella se exponen algunos ejemplos de la llamada escuela costumbrista madrileña, cuyos componentes –Eugenio Lucas Velázquez
(1817-1870), Francisco Lameyer (1825-1877) y Leonardo Alenza
(1807-1845)– cultivaron un populismo de matiz goyesco, más auténtico y bronco que el folclorismo sentimental del que hacía gala la escuela romántica andaluza.
Estos pintores fueron muy criticados por los sectores más academicistas por varias razones: la importancia que otorgaban a la imaginación o la invención –considerada poco seria y propia de pintores de
segunda fila– y el uso de una factura deshecha y una textura inacabada
–abocetada– que, junto a la velocidad de ejecución, se veían como algo
casi “indecente”.
Muchos de estos “defectos” tenían su origen en el mismo Goya. Del
genio aragonés recogen también buena parte de la temática, que nos
ofrece una España al revés, un mundo patas arriba donde todo se confunde: la ambición sin escrúpulos, los matrimonios forzados y desiguales, la mala crianza de los niños, las supersticiones de los ignorantes,
la corrupción del poder, la búsqueda servil de la moda, la ociosidad y
la mala educación de las clases altas, la hipocresía, etc. En definitiva,
lo absurdo en la conducta de los seres racionales y la gran disparidad
existente entre lo que la gente simula ser y lo que en realidad es.
El matrimonio desigual se recoge en el interesante cuadrito –atribuido por algunos estudiosos a Goya– titulado La segunda boda del jorobado, una denuncia de las uniones de conveniencia, donde priman
los intereses económicos o de sangre, y de la diferencia de edad de
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los cónyuges, hechos que fueron criticados además de por Goya,
por Leandro Fernández de Moratín, en su conocida obra “El sí de las
niñas”.
Los horrores de la Inquisición fueron tratados especialmente por
Eugenio Lucas Velázquez, cuyas concomitancias con el pintor aragonés
y las dificultades de atribución de su obra (confundida en muchos casos
con la del propio Goya) han perjudicado mucho su justa valoración.
Este tema tan goyesco es bien visible en sus obras El agarrotado, Escena
de la Inquisición y Auto de fe 1853, plagadas de enigmáticos personajes
que parecen escapados de una pesadilla. En la misma línea se encuentra
el pequeño óleo sobre cartón atribuido al aragonés Pablo Gonzalvo
Pérez (1827-1896), Escena de cárcel, de parecida técnica, con colores
cálidos, y de gruesa y empastada materia.
Otros temas también goyescos de Lucas son los dos pequeños y abocetados cuadritos, uno pintado sobre hojalata y otro sobre una tabla
de nogal, cuyos títulos son Escena de bandidos (compárese con la misma
temática tratada en la sala anterior por la escuela andaluza) y Máscaras
en un baile, de colores cálidos y técnica suelta.
Del otro gran madrileño –Leonardo Alenza– mostramos únicamente dos pequeños cuadritos –otras de sus obras pueden apreciarse en las
salas XII y XVII– que, como los Caprichos de Goya, son crítica a todos
los errores y males que se pueden encontrar en la sociedad. Alenza
se sirve de animales –en este caso el mono– como hacía el aragonés,
para subrayar los vicios sociales: El mono ermitaño es una sátira contra
el clero y La crítica contra los de su propia profesión, a través de un
“mono pintor” rodeado de varios personajes demoníacos. De esta manera, como un virtuoso simio, había representado en varios dibujos a
su compañero en el Liceo, el paisajista Jenaro Pérez Villaamil.
La sala se completa con una visión de las calles madrileñas a través
de varias estampas de los Caprichos de Alenza y de Francisco Lameyer: charlas callejeras y campestres, jugadores de cartas, vendedores
de dulces, bailes, músicos, etc. son captados desde un punto de vista
más real, en el que no se oculta la mediocridad y pobreza de la vida
cotidiana, de la que ambos fueron testigos y cronistas. Una visión costumbrista y más anecdótica se muestra en el cuadro anónimo titulado
La cita, que tiene por tópico asunto el cortejo entre majos.
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Eugenio Lucas Velázquez
Auto de fe
1853
Óleo sobre tabla
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ix
sala
La salita
·····
E
n esta salita nos encontramos con un espacio más privado
–decorado de una manera íntima y confortable– que hace de
transición hacia el comedor. La influencia de la mujer sobre la
disposición de la casa fue definitiva, apareciendo, gracias a ella, importantes cambios en el confort de la misma. El uso de una o más salas
como habitación de reunión para toda la familia reflejaba la necesidad
de tener en la casa un lugar más relajado y menos formal. El término “cuarto de estar” se hizo común a mediados de siglo.
Las pesadas cortinas oscuras en las ventanas parecen
indicarnos que los posibles habitantes de la casa temían que la luz excesiva dañara los muebles o pudiera inundar sus sentimientos más secretos. Todas
las tapicerías –que en este caso son de “época”–
van a juego con las maravillosas cortinas de seda
pintada en azul oscuro, donde destacan delicadísimas mariposas sobre medallones de flores y pájaros.
El mobiliario también hace juego, desde la consola
y su precioso espejo, hasta la importante sillería, en
madera de palosanto ebonizado, con adornos de filete metálico.
En las paredes frontales, dos vitrinas
empotradas muestran una bonita
colección de abanicos, accesorio
femenino eminentemente romántico y un curiosísimo conjunto de litofanías (placas de
porcelana moldeadas con temas
pictóricos que, vistos a la luz, se
destacan en claroscuro).
El recorrido temático se centra en un género tan vital para
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
el Romanticismo como el paisaje y las vistas arquitectónicas. Para los
clasicistas el paisaje se consideraba secundario y únicamente era admisible concebido como teatro de la acción humana. Con el Romanticismo la naturaleza, alejada de tópicos bucólicos y pastoriles, será fiel
reflejo y acompañamiento de los estados de ánimo del artista, que se
atreverá a expresar sus pasiones a través de la pintura.
Entre todos los pintores viajeros, destacaremos la personalidad de
Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854). Inspirado por aquellas neblinas y
densas atmósferas sugerentes con las que interpretaron España los pintores ingleses como David Roberts, es uno de los temperamentos más
románticos y, sin duda, el pintor más brillante de cuantos se acercaron
a la pintura de paisaje en España. Con el propio Roberts llevó a cabo
su famosísima publicación España artística y monumental, patrocinada y
dedicada a un hombre de negocios, promotor cultural y coleccionista:
Gaspar de Remisa (cuyo retrato podemos observar en la sala XXII).
La litografía a color y más tarde, en torno a 1860, la cromolitografía, permitieron llevar a cabo estos libros de viajes, de enormes e incómodas dimensiones, cuajados de maravillosas láminas con vistas de
edificios y paisajes de las diferentes ciudades españolas: Sepulcro en el
monasterio del Parral en Segovia, Sepulcro del cardenal Cisneros en la iglesia
de San Ildefonso de Alcalá de Henares e Interior de la iglesia de la Magdalena
en Zamora. En ellas se recoge el interés por mostrar la pequeñez del
hombre moderno ante la monumentalidad del arte cristiano medieval
y lo efímero de nuestra existencia.
Parecido objetivo tienen también los óleos, como Interior de la catedral de Sevilla, donde Villaamil trasmite no solamente la monumentalidad de la arquitectura gótica, sino una visión poética y subjetiva
del interior de una iglesia medieval. En la misma línea se muestra en
la acuarela San Pablo de Valladolid o en el esplendido óleo Interior de la
capilla de San Isidro en la iglesia de San Andrés de Madrid.
Un día de carnaval al pie de la Lonja de Sevilla, de Joaquín Domínguez Bécquer (1819-1879), tío del poeta y del pintor, es un magnífico
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Jenaro Pérez Villaamil
Fuente de Isabel II en la calle de la Montera
1835
Óleo sobre lienzo


ejemplo de paisaje urbano, de concepción muy moderna, que vuelve a
resaltar el lado monumental de la ciudad, que conecta con el pasado y
con la vida presente de aquellos años.
Muchas pinturas, siguiendo la lección impuesta por los libros ilustrados que contenían los viajes de Isabel II, tenían como meta no solamente ilustrar sobre las bellezas artísticas de nuestro país, sino principalmente defender los grandes hechos y obras llevados a cabo por la
monarquía, convirtiéndose en uno de los primeros ejemplos de propaganda política dirigida. Entre éstas pueden verse: Fuente de Isabel II en la
calle de la Montera o Vista de la ciudad de Fraga y su puente colgante, ambos
de Villaamil. También es de la misma temática el interesante cuadrito
de Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870), La traída de las aguas de Lozoya, que recoge el momento de apertura del surtidor de la calle Ancha
de San Bernardo, el día de la inauguración del Canal de Isabel II, que
hizo posible –para asombro de la población– la llegada del agua potable a las fuentes de la ciudad.
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Finalizamos el recorrido con algunos ejemplos del paisaje costumbrista: Vaqueros con ganado, de José Elbo (1804-1844), sabe combinar
oportunamente el género pintoresco y popular con el paisajístico, y
una concepción escenográfica muy romántica, con sus fondos de carácter tan “flamenco” –la influencia de la pintura de los Países Bajos del
siglo xvii fue definitiva–, a base de pinceladas sueltas con efectos de
lejanías vaporosas, que acentúan los contrastes de luz.
En Paisaje con animales, pintado en 1847 por Jenaro Pérez Villaamil,
el aparente bucolismo se ve desmentido por una extraña y mágica luz
rojiza, que domina toda la atmósfera; al fondo se vislumbran las ruinas
de un castillo rocoso. A pesar del realismo de los animales, la percepción del espectador es la de un paisaje fantástico e irreal, de celajes
poderosos y naturaleza amenazante. En la mima línea, pero más convencional, se muestra Andrés Cortés y Aguilar (1812?-1879?) en Paisaje con ganado, aunque sigue siendo una naturaleza en la que se proyecta
el sentimiento.
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x
sala
El pasillo
·····
L
a puerta de la derecha da paso a un pasillo, con sendas vitrinas
a los lados y acceso al comedor, que se sitúa en frente. En esta
habitación se exhiben diversas piezas que tienen que ver con la
higiene más íntima masculina. Puede sorprender que este asunto se
trate en una zona tan cercana al comedor, sin embargo, se debe tener
en cuenta que en la época la burguesía no se mostró muy interesada en
tener un cuarto apropiado para su aseo más íntimo. Muy al contrario,
era habitual que, en cualquier parte de la casa, se colocará una jofaina
para lavarse o que, cuando las señoras se retiraban, se procediera a
abrir y sacar los orinales para que fueran utilizados por los caballeros.
Para estas cuestiones higiénicas se recurría a una tecnología tradicional: aparadores para orinal, sillas orinal, mesillas de noche, jofainas
sobre pedestales que, en la parte baja, contienen recipientes para orinales. El “retrete cerrado” era una caja con una tapa, que los sirvientes
llevaban a cualquier habitación cuando se necesitaba. Todavía en esos
momentos, las condiciones de saneamiento dejaban mucho que desear: hasta finales de siglo no se relaciona la función especializada de
la higiene con una habitación separada y concreta. Tampoco había agua
corriente en las casas; ésta se suministraba a través de un pozo común
o bien la subían los aguadores que contaban con la licencia para proveerse de ella en las fuentes públicas.
En la vitrina derecha se muestra el retrete de Fernando VII (Depósito del Museo del Prado) que, en origen, fue instalado dentro del propio Museo del Prado –en la sala 39, donde en la actualidad se exponen
obras de Goya–. En esta zona existía una sala de descanso de los reyes,
que tenía aneja una pequeña habitación de paredes muy decoradas, que
estaba destinada a la higiene íntima del monarca. Aunque fue encargada por Fernando VII, su decoración mural no estuvo terminada hasta
después de su muerte, en 1835. El mueble de aseo de Fernando VII,
que se encontraba en dicha habitación, fue depositado en el entonces
Museo Romántico desde prácticamente sus inicios, en el año 1923.
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
Se trata de un mueble de caoba con incrustaciones de bronce y gran
sillón central de respaldo semicircular, tapizado en terciopelo. En el
asiento se abría un orificio para expulsar las aguas fecales. En estas
cuestiones íntimas no había tantas diferencias de clase: el retrete del
rey era un mueble de lujo, imponente y acolchado, pero igualmente
necesitaba de la consabida “evacuación”, que se realizaba a mano, recogiendo las inmundicias en unos recipientes instalados a ese fin. La
fetidez debía inundar también el territorio de la realeza, llegando hasta
el elegante y elogiado salón del Prado.
En la vitrina de enfrente, se exhiben diversos objetos (Depósito MNAD) relacionados con la higiene –tema que se completa en la
sala XXI–: un bonito y sofisticado tocador de estilo Imperio, en madera de caoba, datado en torno a 1800-1810 y realizado en París, procedente del castillo de Bendinat (Mallorca), que cuenta con un sorprendente cajón con diversos espacios para guardar los objetos de aseo e
higiene personal. Sobre él, su propio juego de tocador de plata dorada,
consistente en una bandeja oval que contiene diversos útiles de manicura –lima, tijera, cepillo, etc.– realizados por el platero parisino
Jean-Charles Cahier. También sobre el tocador se sitúa un importante
estuche de afeitado de plata –navajas, espejo, peine de marfil y piedra
de afilar– de estilo Rococó, realizado hacia 1740-1760. El neceser de
viaje de Fernando VII (Depósito del Museo del Prado) –ca. 1820–,
cuyo contenido se expone sobre una pequeña peana, está forrado en
seda roja y contiene una serie de objetos que nos dan una clara idea
de cómo trascurría el ritual de limpieza: palangana y jarra “vermeil”,
cajita dorada para polvos dentífricos, cepillo de dientes con mango
dorado y dos vasos de cristal tallado.
Desde el punto de vista temático, enlazando con la sala anterior,
aprovechamos las escasas paredes de esta zona para mostrar un tema
muy relacionado con el paisaje: la ruina. Los monumentos del arte
cristiano y medieval se emplean ahora como elemento evocador de
un mundo espiritual antiguo y perdido. Se ensalzan las ruinas, los monasterios abandonados o destruidos, los claustros solitarios, los sepulcros..., ya que representan la belleza del silencio, la desolación, la melancolía, la nostalgia, la soledad y son también imágenes de la propia
mortalidad humana.
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Los dos cuadros firmados por el toledano Cecilio Pizarro (1825?1886), Ruinas de San Juan de los Reyes de Toledo y Capilla de Santa Quiteria, parece que evocan un fatal escenario de novela gótica: la maleza
y el musgo han invadido el monasterio, la presencia humana se hace
diminuta, en comparación con la fuerza y la inmensidad de las ruinas.
La misma idea, pero en este caso aplicada a la Antigüedad clásica, se
vislumbra en la bonita estampa inglesa, con la figura de Lord Byron contemplando las ruinas del Coliseo en Roma, durante su visita a esta ciudad
en 1816. El dibujo al clarión –Iglesia en ruinas– del barcelonés Francisco Javier Parcerisa (1803-1875) –autor del maravilloso libro titulado
“Recuerdos y bellezas de España”, que se inició en el año 1839, con
una intención no solamente artística, sino también científica y divulgativa de las bellezas naturales de nuestro país– contiene los mismos
ingredientes: minúsculos personajes entre las avenidas de columnas,
en el silencio abrumador y profundo, lleno de presagios, donde la soledad tiene un ilimitado alcance.
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Francisco Javier Parcerisa
Iglesia en ruinas (detalle)
1856
Lápiz y clarión
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xi
sala
El comedor
·····
E
n el periodo isabelino, se destaca esta pieza como nuevo elemento específico dentro de la casa. El comedor común se utilizaba sobre todo para la cena, ya que las demás comidas se
podían hacer en salitas más pequeñas –llamadas habitaciones de desayuno–, al igual que la sobremesa, que se solía llevar a cabo en una sala
aparte o en el gabinete.
Era el lugar doméstico gobernado por la etiqueta y también era el
centro de la familia. Los modales en la mesa debían ser aprendidos
desde niños. Las ceremonias de la comida, los hábitos y ritos tenían
un cariz simbólico, donde nada era producto del azar: el atuendo y
posición de los comensales, la colocación del mantel y la vajilla, el
modo de servicio..., todo requería una determinada norma, orden y
protocolo doméstico.
En el mobiliario no podían faltar la chimenea de mármol, la mesa, la
consola o aparador (que podía hacer las veces de chinero o trinchero),
las rinconeras, las sillas livianas y las mesas servideras. Tanto el mobiliario, como el servicio de mesa e, incluso, los rituales y costumbres
que se desarrollaban en la misma, solían seguir modelos foráneos, especialmente franceses.
El techo, también procedente del Casino de la Reina, está pintado
por Juan Gálvez (1774-1847), con una decoración muy romántica, a
base de pabellones o randas con los escudos de las provincias españolas. La soberbia araña de cristal de La Granja es una pieza admirable
tanto por su nitidez, como por su proporción e ilumina, con delicados
brillos, la totalidad de la habitación.
En el centro de la habitación se dispone una gran mesa redonda de
caoba, la misma en la que el general Primo de Rivera ofreció una cena
al Consejo de la Sociedad de Naciones. Este tipo de mesa velador fue
un elemento recurrente en los comedores de las casas burguesas. Es
de estilo “Reina gobernadora”, una reinterpretación del Biedermeier
alemán, que sigue las pautas del mueble Imperio, pero aplicando una
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
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Joaquín Espalter
La familia de Jorge Flaquer
1840-1845
Óleo sobre lienzo
sencillez y elegancia más acordes con el austero gusto español. Las
sillas son de estilo fernandino, también una adaptación española tardía
del Imperio francés.
La mesa está vestida con mantel de hilo adamascado y servicio
de porcelana de París, fechado en 1829 y con decoración de
corona ducal. En la consola y las rinconeras se exhiben
piezas de cerámica de Alcora y Cartagena, porcelana de Pasajes, plata y cristalería y una importante
vajilla inglesa de loza estampada de la fábrica
de Longport (Staffordshire) decorada con
vistas de ciudades. Sobre dos mesitas auxiliares, objetos de porcelana y un juego
de té y café de plata portuguesa. Entre
los balcones, hay otra mesita con un
fanal con pájaros disecados y flores.
Sobre la chimenea, un magnífico espejo estilo Luis XVI de finales del
siglo xviii, con copete decorado en
medallón ovalado, imitando un camafeo con un perfil femenino. Sobre la repisa, un reloj estilo Imperio
con una figura de Mercurio y dos
bonitos candelabros de bronce con
flores de porcelana. Junto a la chimenea una preciosa pantalla de estructura
giratoria, decorada con un paisaje chinesco en el anverso y una naturaleza con
ruinas en el reverso.
Desde el punto de vista temático, esta estancia se decora con un género utilizado de forma
muy común para adornar las paredes de los comedores burgueses: el bodegón. Destacamos los dos bonitos óleos, procedentes de la testamentaría del marqués de la
Vega Inclán, fechados en torno a mediados del siglo xvii: Florero
con malvarrosas y, especialmente, Florero con tulipanes, atribuido desde
antiguo a José de Arellano.Ya del periodo romántico destaca el precio-
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so Bodegón de naranjas y limones, firmado en 1862 por Antonio Mensaque y Alvarado (1825-1900) (Depósito del Museo del Prado).
En la pared opuesta, presidiendo el comedor y sobre un espejo,
destaca uno de los cuadros más emblemáticos del Museo:
La familia de Jorge Flaquer, del catalán Joaquín Espalter (1809-1880). Se trata de los antepasados del
marqués de la Vega Inclán, por lo que resulta
muy apropiada su colocación en un lugar de
honor y centro de la intimidad familiar.
Fue el primer cuadro en el que pensó
el fundador del Museo para iniciar su
proyecto y es uno de los más bellos
documentos sobre el desenvolvimiento de la vida doméstica y privada de la burguesía; clase social
que pasó a convertirse en uno
de los principales clientes de los
pintores románticos.
La familia –madre, tíos y
abuelos– se encuentra reunida
en un austero cuarto de estar o
gabinete de su casa madrileña de
la calle Carretas, llamada Casa de
Tamanes. Las posturas naturales
y sin afectación logran innovar los
rasgos típicos del serio género del
retrato familiar. El retrato es mucho
más que una escena cotidiana: los gestos de concordia y unión entre los personajes, las miradas convergentes y cómplices,
la expresión cariñosa; todo parece establecer
una relación anímica, no solamente entre los actores del cuadro, sino también entre éstos y el observador.
Esta subjetividad, la ausencia de gestos falsos, una demostrativa emotividad y la profundidad en las interrelaciones humanas lo convierten en uno de los cuadros más emblemáticos del periodo.

xii
sala
El anteoratorio
·····
U
na vez visitado el comedor, volvemos por el pasillo para entrar en esta salita, que hace las veces de introducción y desde
la que podemos ya contemplar el magnífico Goya que preside
el oratorio. Realmente es una antecámara que funciona también como
un pequeño salón, con un carácter público, puesto que en el oratorio
eran muy comunes las celebraciones de diversos actos, como bodas,
entierros, bautizos, etc.
El mobiliario se centra en un precioso y sobrio diván, con asiento
tapizado de época en verde y decoración floral y galones del mismo
color. Sigue el estilo Imperio más clásico, con remates en forma de
cabeza de delfín en las esquinas del asiento. Se trata de un tipo de banqueta “a la turca”, variante del diván o canapé, tipología que tiene su
origen en la cama de alcoba francesa del siglo xviii. Se caracteriza por
ser un banco bajo de tapicería henchida y lados redondeados, que se
ubicaba en las salas y antesalas, a juego con el resto de la sillería.
La sillería se apoya sobre cuatro patas ahusadas y achatadas, con respaldo rectangular de perfil curvado, cuyos extremos se prolongan en
el asiento en forma de cabeza de delfín. Es una interpretación, más pesada, de los modelos estilo Imperio, que trata de aligerarse por medio
de la utilización de tapicerías claras.
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
En el centro, encontramos un curiosísimo velador circular –que sigue la moda de estilo gótico, con decoración de arcos apuntados y entrelazados– sustentado por tres columnas pareadas de tipo clásico. El
tablero, circular y de mármol blanco, reaprovecha una losa sepulcral
de la época –con su inscripción correspondiente en el reverso–, lo que
todavía aumenta más, si cabe, ese carácter medievalizante y ese gusto
por las tumbas y las ruinas.
Por lo que se refiere a la circulación temática, en esta zona y en
el oratorio se concentra la casi totalidad de la pintura religiosa del
Museo. La relación e influencia entre Romanticismo y religión es evidente. Existe una crisis moral y religiosa plagada de polémicas. Las
costumbres y las vivencias de la fe sufrieron una transformación, “contaminadas” por los ideales románticos de individualismo, sentimentalismo, exceso de emociones o evasión de la realidad.
Otra vez podemos distinguir dos modos de aproximarse a este tema.
El primero es el de la escuela sevillana de pintura, que acusó fuertemente la influencia del sevillano Bartolomé Esteban Murillo –revalorizado internacionalmente en esos momentos–, como es bien visible
en obras como Santo Tomás de Villanueva, firmada por Antonio Cabral y
Bejarano –padre de Francisco– o La samaritana, del también sevillano
José María Romero y López (1815?-1880?).
De Antonio María Esquivel (1806-1857) se expone, en la pared derecha, el impactante cuadro Agar e Ismael en el desierto. Representa un
pasaje del Antiguo Testamento: la esposa de Abraham, Sara, no lograba
concebir un hijo, por lo que éste toma como concubina a la egipcia
Agar, esclava de Sara. Cuando esta última consigue darle un descendiente –Isaac–, Abraham expulsa a Agar y a su propio hijo –Ismael– al
desierto. La obra fue muy alabada en la época por el exquisito dibujo
y lo equilibrado de las tonalidades. Realmente se trataba de una oportunidad para llevar a cabo un tema de carácter exótico e impregnado
de orientalismo.
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Antonio M.ª Esquivel
Agar e Ismael en el desierto
1856
Óleo sobre lienzo
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El pequeño óleo titulado Una mártir, del sevillano José María Rodríguez de Losada (1826-1896), situado en el paño del frente, a la
izquierda, se inspira también en algunos maestros españoles del siglo
xvii pero, esta vez, de tendencia tenebrista, como queda claramente
patente por el uso de una pintura sobria y decidida, de toques desgarrados y con un fondo oscuro, sobre el que destaca la figura femenina
iluminada.
Otra forma de interpretar la religiosidad es a través del tamiz del
costumbrismo. De Leonardo Alenza (1807-1845) –cuya obra ya hemos tenido ocasión de ver en la sala VIII– presentamos dos cuadros
emblemáticos, situados a la izquierda de la entrada: El Dios Grande,
procesión dedicada al Santísimo Sacramento que, el tercer domingo
de cada mes, llevaba la comunión a los enfermos hasta sus casas y la
pequeña tabla La salida de la iglesia, realmente muy moderna en su
tratamiento, con colores fuertes, textura abocetada y contrastes de
luz y sombra.
Más convencional se muestra el sevillano Francisco Cabral y Aguado
Bejarano (1824-1890) en su óleo Una misa, colgado en alto a la derecha, donde se permite la licencia de incluir, en el lateral izquierdo, un
retrato de caballero con lentes que, en realidad, es el padre del pintor.
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Leonardo Alenza
La salida de la iglesia (detalle)
1840-1845
Óleo sobre tabla
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xiii
sala
El oratorio
·····
L
as casas más adineradas disfrutaban de otras dependencias de
ámbito religioso y semipúblico, como el oratorio, que fue un
espacio utilizado tanto para actos religiosos de carácter íntimo,
como para la celebración de eventos sociales.
Este oratorio, según viejos testimonios, es el que perteneció en su
día a la casa. El gusto neoclásico de las molduras de escayola y la noble
geometría del pavimento siguen los patrones decorativos característicos de finales del siglo xviii. Sabemos que los propietarios del palacio
en esos momentos, los condes de la Puebla del Maestre, embellecieron
y adornaron esta estancia, donde se veló al marqués de Bacares, primogénito de aquellos, el 24 de abril de 1816.
Está adornado de manera formalista, con retratos y cuadros de temática religiosa que invitan al recogimiento, así como
con muebles –destaca el precioso reclinatorio de caoba, tapizado en terciopelo, que perteneció a Isabel II–,
esculturas –como los barros con escenas religiosas de La
oración del Huerto, El descanso en la huida a Egipto y La flagelación– y diversos objetos litúrgicos que se disponen
sobre el altar: paño, dos portavelas y vinajeras de plata y
la maravillosa Biblia del siglo xviii en su atril.
En el centro, embutido encima del altar y creando un
eje de simetría visible en “enfilade” desde la sala VI,
se encuentra el magnífico lienzo de
Francisco de Goya (1746-1828)
–San Gregorio Magno–, procedente de la testamentaría del
fundador del Museo –Benigno
Vega-Inclán– quien acertadamente anticipó la importancia del genial aragonés como
precursor del Romanticismo.
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Forma parte de Los cuatro Padres de la Iglesia, que Goya pintó en 1798
en Sevilla. Este lienzo presenta una gran influencia de Murillo y, por
estilo y época, enlaza con los frescos que ejecutó en San Antonio de la
Florida de Madrid.
Lo acompañan en esta pequeña capilla una serie de pinturas –procedentes también de la testamentaria del fundador del Museo– de temática religiosa y de escuela española, pero fechadas con una cronología
situada entre los siglos xvii y xviii. La utilización de pintura religiosa
de siglos anteriores para adornar los oratorios era una práctica muy
habitual durante el Romanticismo, momento en el que tuvieron también enorme éxito las copias de esta época realizadas por los pintores
del momento.
Siguiendo la tradición “murillesca”, a la que ya hemos aludido al hablar del cuadro de Goya, se exponen dos controvertidos cuadritos –atribuidos antiguamente al pintor sevillano– que seguramente son copias
reducidas, realizadas en el siglo xviii, de los santos Isidoro y Leandro que
pintó Murillo en la catedral de Sevilla.
Van acompañados de otros cuadros de época, como la bonita tabla
LaVirgen con el Niño y Santa Ana, pintada pasada ya la segunda mitad del
siglo xviii por Juan Ramírez de Arellano (1730?-1782) y, el más tardío,
de hacia el 1800, La coronación de la Virgen, boceto preparatorio para el
fresco de la iglesia de Silla, de Vicente López (1772-1850).
También destaca, a la izquierda, el impresionante Retrato de la reina
Mariana de Austria –consorte de Felipe IV– pintado magistralmente hacia el último cuarto del siglo xvii por Juan Carreño de Miranda (16141685). Como era habitual en la monarquía española, la reina, sentada
en un sillón frailero ante una mesa de escritorio, viste hábito blanco
y toca negra, en señal de luto por su esposo. Destaca su sencillez y el
gusto ascético que define la época.
Al otro lado de la pared, a la derecha, se exhibe una preciosa copia
de época, Santa Catalina, fechada en la segunda mitad del siglo xvii.
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Antonio M.ª Esquivel
Santas Justa y Rufina (detalle)
1844
Óleo sobre lienzo
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El original de Murillo, que se hallaba en la iglesia de Santa Catalina de
Sevilla, fue robado por los franceses en 1811, con destino a la colección del Mariscal Soult. Allí, fue descubierto y copiado por el artista
más romántico –Eugéne Delacroix– cuya pintura se vio influida de
forma decisiva por la huella de la escuela barroca española. Sobre ella,
se sitúa el cuadrito San Isidro labrador y su esposa, Santa María de la Cabeza, que se mueve también dentro del mundo madrileño de las últimas
décadas del siglo xviii y que, aunque de atribución dudosa desde antiguo, podría ser de Mariano Salvador Maella (1739-1819).
En frente, en el paño de la izquierda, un pintor romántico, el sevillano José María Rodríguez de Losada, firma un cuadro –San Jerónimo
penitente– inspirado en la pintura barroca del siglo xvii. No olvidemos
que nuestra escuela antigua de pintura fue un descubrimiento llevado
a cabo desde fuera, muy relacionado con la hispanofilia que recorría
toda Europa durante la época romántica y que influyó también a nuestros propios pintores. Recuerda a los modelos de Francisco Ribera,
por el uso de un fuerte claroscuro, unas formas bien construidas y un
sentido de la realidad, que se traduce en una técnica espesa, que casi
consigue –con una prodigiosa calidad táctil– el relieve de las arrugas
de la piel o de los pliegues de las telas y que multiplica los brillos y da
volumen a los rostros y a los objetos, que aparecen a los ojos del espectador como si surgieran del aire, de la oscuridad misma.
Debajo se exponen dos cuadros, que son parte de un Apostolado –San Pablo y Santiago el Menor– de Antonio María Esquivel (18061857), encargados por el Cabildo de la Catedral de Sevilla y realizados en 1837. Como buen sevillano, el artista se dejó influenciar por
Murillo, no solamente en los temas, sino también en el suave colorido,
con predominio de tonos cálidos. Esta influencia es también visible en
su impactante Santas Justa y Rufina, situado a la derecha del altar, en el
que destaca la belleza de las figuras femeninas, colmadas de expresiones amables y dulces.
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Francisco de Goya
San Gregorio Magno (detalle)
1796-1799
Óleo sobre lienzo
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xiv
sala
La sala de juegos de niños
·····
S
i en los siglos anteriores lo habitual era que los hijos se marcharan
de la casa paterna muy pequeños. A partir del siglo xix empezó
a ser común que pasaran la mayor parte del tiempo en el hogar.
La presencia de éstos en la casa, produjo un cambio en la intimidad: los
padres podían seguir compartiendo su habitación con los niños muy
pequeños pero, los mayores, dormían ya en habitaciones separadas.
El dormitorio infantil hacía también la función de cuarto de juegos.
Tenía como condición el trazado de un itinerario independiente, a través del que se podía llegar a este espacio sin necesidad de
perturbar las actividades de los adultos.
Esta sala, dedicada a los niños y a sus juegos, se encuentra dentro del ámbito de la influencia femenina y
está estrechamente conectada con las habitaciones de la
dueña de la casa. Tiene un mobiliario menos formal y más
de acuerdo con el mundo infantil, así como diversos
objetos y juguetes diseminados por todo el espacio
y las vitrinas. Con sus paredes pintadas de amarillo, esta habitación ha perdido todo el aire de
ceremonia y se ha convertido en un lugar alegre
y práctico.
La bonita sillería es una interpretación de
época fernandina del estilo Imperio, pero se
ha hecho más ligera y resistente, con respaldo
y asiento de rejilla, y lacada en blanco. Tiene las
patas delanteras torneadas y rectas y las traseras de
sable, y una decoración tallada y dorada con motivos
clásicos como el cisne.
Al fondo de la sala, como foco de reunión, se ubica
un bonito velador isabelino, cuya combinación de maderas –que se aproxima a los modelos de la Real Fábrica
de Marquetería de Barcelona– dibuja diversos instru-
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Antonio Mª Esquivel
Niños jugando con un carnero (detalle)
1843
Óleo sobre lienzo

mentos musicales: un tambor con sus baquetas, una guitarra, un violín,
una dulzaina, una flauta y una trompa.
Fiel paralelo del mundo adulto, los juguetes tienen un valor documental de primera mano para conocer los aspectos esenciales de la
sociedad que los produce. Se trata de objetos reales de juego –caracterizados por la fidelidad a los modelos originales y la perfecta miniaturización– capaces de preparar a los niños para la vida adulta. En esos
momentos, las diferencias entre las actividades masculinas y femeninas
eran muy marcadas: frente a otros juegos reservados para el varón,
las casitas de muñecas enseñaban a las futuras mujeres a ser buenas
madres, esposas y amas de casa o, incluso, subrayando su condición
privada y “enclaustrada”, a emprender el camino de la religión: jugar a
ser monjas era una actividad muy corriente entre las niñas.
Temáticamente todos los cuadros que adornan esta sala son retratos
infantiles, género que tuvo gran éxito durante el periodo romántico,
coincidiendo con una especial valoración de los niños: la aparición de
elementos familiares y afectivos, la importancia de la infancia y de la
juventud se convirtieron en tema vital y común para escritores, poetas
y pintores.
La pintura de temática infantil nos introduce, además, en otros aspectos que afectan a la vida de los pequeños del momento: los divertimentos y juegos, el estudio, la moda, las mascotas, las aficiones, etc.
Entre los pintores de “niños” sobresale el magnífico retratista sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). Se exhiben, con su firma,
algunos preciosos óleos, como La niña Concepción Solá Garrido con su perrito, que destaca por la proyección sentimental de la modelo, así como
por la finura de ejecución y el delicado tratamiento del vestido y del
paisaje, con ecos del retrato inglés y el nazarenismo germano-romano.
En Niños jugando con un carnero, la influencia anglosajona es más visible –se muestra realmente parecido a un cuadro con el mismo título,
firmado por Joseph Wright of Derby, en 1791–, y va unida a la importancia de la aparición de elementos relacionados con la naturaleza y el
paisaje. La niña con aro de cascabeles sigue, sin embargo, la tradición del
retrato goyesco. Y finalmente, el espléndido retrato de Alfredito Romea
y Díez –hijo del gran actor dramático Julián Romea (1813-1868) y de
Matilde Díez (ver sala XVIII)– presenta a su modelo –que llegó a ser
diplomático– como un pequeño caballero –vestido con pantalón lar-

go, camisa blanca, corbata negra y chaleco– que apoya su mano en un
estupendo caballito-triciclo.
Muy serio también se muestra el protagonista del cuadro José María
Eufemio de la Borbolla vestido de guardiamarina –firmado por José María
Romero (1815?-1880?)–, seguramente debido a las excesivas expectativas depositadas en él y a la pesada carga sobre sus jóvenes espaldas:
aparece con uniforme azul de llamativos botones dorados y un libro
entre las manos.
En la parte superior de la pared izquierda destacan, situados de derecha a izquierda tres magníficos retratos de niñas. Al fondo, el precioso tondo con el Retrato de la hija de Diego Hurtado de Mendoza, de Vicente Palmaroli (1834-1896), que ya está fechado fuera de los límites
del Romanticismo, en 1873 y nos muestra a la protagonista, dentro de
la tradición de nuestro retrato barroco, vestida a la española, con traje
blanco de volantes, adornado con cintas y lazos rojos y un espléndido
conjunto de pendientes y collar de coral rojo (material muy común, ya
que se pensaba que protegía a los infantes contra el mal de ojo).
También vestida a la española –blusa blanca con chorreras, capa grana y negra y redecilla en la cabeza– se presenta la Niña protagonista del
retrato firmado en 1868 por Luis Ferrant y Llausás (1806-1868). Del
mismo modo, en busto circular, Federico de Madrazo (1815-1894)
pinta a su modelo –Retrato de niña– pero, esta vez, ante un fondo de
celaje y paisaje, que resalta aún más la blancura de la tez y del vaporoso
vestido.
Otra niña anónima, situada sobre la chimenea, es seguramente uno
de los mejores retratos de la producción de Ángel María Cortellini
(1819-post. 1887), que además nos brinda la oportunidad de conocer
los juguetes infantiles utilizados por las clases altas madrileñas: muñequita y cordero de peluche, pandereta y tambor sonajero, además de
otros detalles anecdóticos como los pendientes de coral rojo, un vaso
de vidrio volcado, un gorro de bebé y un jarrón blanco y dorado al
estilo de las porcelanas Viejo París, pieza que, curiosamente, se expone
a su lado.
Otros retratos de bebé menos ambiciosos son los de Carmecita y Paquito –familia Minguella–, de la mano de Luis Ferrant y Llausás, en
frente los de Pilar y Dolores Chávarri y Romero, firmados por Palmaroli y
Cortellini respectivamente y que, realmente, tienen la misma función

que la fotografía: es un recuerdo, que perpetúa, más allá del tiempo y
del espacio, la imagen del ser querido.
La muerte infantil era demasiado frecuente dadas las enfermedades
y el estado poco avanzado de los conocimientos médicos. La muerte
niña también dejaba su huella en la realeza: delante de la chimenea
vemos la figura en mármol de un niño tumbado, firmada en 1855, por
el valenciano José Piquer y Duart (1806-1871), escultor de cámara.
Se trata probablemente de la infanta María Cristina de Borbón, nacida
en 1854 y muerta a los tres días, cuyo cuerpecito consta que modeló
Piquer del natural.
Muestra de la afectuosa relación entre madre e hija es el maravilloso
dibujo acuarelado –situado a la derecha de la chimenea– con el Retrato
de la archiduquesa Henriette y su hija. La dama, sentada sobre un sillón de
estilo Imperio, luce un vestido a la moda vienesa de 1830, con hombros bajos y amplias mangas abullonadas, gorguera y lazo marcando el
fino talle; cubre su cabeza con un sombrero de ala ancha, repleto de
flores y cubierto de tul. La niña apoya cariñosamente la cabeza sobre
el regazo de su madre.
También era muy habitual retratar a los niños a la moda de los siglos
xvii y xviii, inspirándose para ello en cuadros de antiguos maestros.
En la pared frontal encontramos una curiosísima pareja firmada por
Leonardo Alenza (1807-1845): Retrato de niña y de niño a la moda del
siglo xvii (Depósito del Museo del Prado). En este caso, el madrileño se
deja llevar por la admiración –reflejada no solamente en la temática,
sino también en la técnica– hacia el pintor que sería unánimemente
considerado como el arquetipo de la particular idiosincrasia nacional:
Diego Velázquez. Su maestría técnica, capaz de sugerir el volumen,
la forma y el aire con su pincelada deshecha, no tenía paralelo, como
tampoco su forma de dejar un testimonio sorprendentemente vivo de
la realidad que le rodeaba, vista siempre con una cierta serenidad impasible, a la que, en el caso de los retratos, se unía una fuerte penetración psicológica, cualidades que también intenta asimilar Alenza.
Atribuido a Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) es el precioso Retrato de niña con atuendo dieciochesco y perrito, situado a la izquierda de
la entrada. Aunque está firmado como Carnicero –“a la manera de”–
realmente se inspira en un detalle del cuadro La familia de Felipe V de
Michel van Loo, fechado en 1743.

xv
sala
El boudoir
·····
C
on esta sala comenzamos nuestro itinerario por las dependencias femeninas. En esos momentos la mujer –cuya condición, cerrada y doméstica, estaba vinculada a la familia y a
los niños– se convirtió en la reina de la casa, a la que consiguió dar un
aire acogedor, como centro de afectos y encuentros sentimentales y
refugio espiritual frente al ámbito de lo público.
Influenciada por las novedades venidas de París, una dama elegante
no podía dejar de tener un boudoir o parlour, estancia de confianza,
exclusiva para su uso personal y el de sus visitas más íntimas. Se trataba de un lugar donde
podía leer, escribir, coser o recibir de manera
informal.
La tapicería le otorgaba privacidad y
creaba una barrera frente al mundo exterior: pesadas cortinas que impedían la
penetración de la luz, revestimientos de
paredes y muebles que camuflaban la estructura de sustentación. Era un claro símil
de lo que ocurría con el mismo cuerpo femenino, comprimido dentro de la crinolina
(miriñaque).
Atributo femenino, el desorden que reinaba
en el boudoir –que era un nido de cosas bellas y
preciosas– subrayaba la fragilidad y la excesiva sensibilidad de la mujer, y era síntoma de su irracionalidad
y de su ánimo cambiante y caprichoso. En el boudoir todo debía ser
pequeño, delicado y frágil, como se suponía que debía ser la criatura
que lo habitaba. Las paredes están enteladas con un precioso tejido de
seda en moaré de tonos plateados muy suaves.
En esta zona, santuario de la conversación y de la gentileza amable y
galante, la influencia oriental fue decisiva, tanto en los objetos decora-


tivos como en los muebles: en los textos de la época es muy común el
apelativo de “maqueado”, del japonés makie –barniz de oro o plata– que
era una laca o barniz dorado (en Europa se hacían también imitaciones
con barniz blanco de copal). Los ingleses Jennings y Bettridge (18201870), fabricantes de Birmingham, elaboraron muebles en papier maché
que gozaron de gran popularidad, siguiendo una técnica cuyo acabado
recuerda muy de cerca a los muebles orientales lacados.
El bonheur du jour es un mueble multifuncional, ya que sirve de escritorio, contador y caja de costura. La tipología de los escritorios tocadores es de origen francés, en concreto, de la época de Luis XV, a la
que, en este caso, se une la influencia inglesa del papier maché. El cabinet
–armario provisto de cajones o departamentos, con dos puertas en el
frente, destinado a guardar pequeños objetos de
valor– y el costurero son de estilo chinesco, con
motivos decorativos en dorado sobre fondo
negro, que representan paisajes exóticos.
La sillería –de influencia Filipina– es
de madera esmaltada en negro con
incrustaciones de nácar y asiento
de rejilla, lleva respaldo al aire,
con copete ondulado y pala en
medallón ovalado, patas delanteras en cabriolé y traseras en sable. En el centro, un
velador “maqueado”, que
imita la laca, con una ornamentación de flores en policromía, que destaca sobre
el fondo negro.
En las vitrinas se exponen algunos de los objetos
que, conviviendo de manera
espontánea y, en ocasiones, un
tanto arbitraria, solían inundar
este “nido” femenino: joyas y bibelots (objetos pequeños de escaso
valor), porcelanas, recuerdos, polve-

ras, cajitas, joyeros, carnets de baile, etc. La disposición acumulada de
éstos, era también una forma de crear una barrera contra el mundo de
fuera.
Por lo que se refiere al itinerario temático, en esta estancia se inician
algunos de los tópicos más característicos del ideal femenino romántico. En primer lugar, como se ha visto, la identidad femenina estaba
irremediablemente ligada a su condición de madre; es por ello que,
marcando el eje decorativo de la sala, se expone un maravilloso retrato de niños –quizá el mejor que se conserva en el Museo–. Se trata
del hermoso lienzo, firmado por Luis Ferrant y Llausás (1806-1868)
en 1851, con el retrato de sus sobrinos Luis –que murió siendo un
niño– y Alejandro –que fue un pintor de renombre y padre del escultor Ángel Ferrant–, acompañados por la inevitable mascota y situados
ante un jardín, de naturaleza contenida y confortable, lleno de simbolismos, como la escultura del Cupido adolescente que adorna la fuente
del estanque.
El desnudo no fue un género frecuente entre los románticos españoles. A excepción de algunos cuadros, lo más común eran las representaciones de figuras mitológicas, diosas o venus, claros exponentes
–desde el Renacimiento– de la presencia del sexo y el placer en las
artes visuales. Las bellas litografías, situadas en el paño izquierdo, Venus
recreándose con el Amor y la Música, pintada por Tiziano y Venus en el tocador, por Francisco Albani, reproducen dos lienzos de las colecciones
del Museo del Prado y fueron realizadas en el Real Establecimiento
Litográfico, bajo la dirección de José de Madrazo.
Muy desacostumbrado es el asunto del cuadro del costumbrista José
Elbo (1804-1844) –Bañistas– en el que, en un paisaje contemporáneo,
situado en los alrededores de Madrid, varias figuras femeninas, completamente desnudas, se bañan en un riachuelo. Por supuesto, no se trata
de damas de la época o de muchachas de pueblo sino que, con un aura
de fantasía mitológica, representa ninfas, diosas, trasladadas a su tiempo
y a un espacio real. El tipo de desnudo es de influencia nórdica y barroca, de belleza rubia y carnes nacaradas, redondeadas y mullidas.
El tema de la seducción solamente será tratado en el ámbito, más
libre y autónomo, de las artes gráficas. Muy explícitamente se muestra
esta iconografía en el grabado calcográfico iluminado titulado El libertinaje, ilustración para la obra El hijo pródigo. Desde el punto de vista

literario se debe subrayar también la figura de Don Juan, que exalta
todo lo que puede haber de voluble, liviano y oscuro tras la galantería:
litografía iluminada Don Juan y Claudine.
El pequeño cuadro sobre tabla situado en la pared frontal –Pareja a
la moda del siglo xvii– presenta también una escena galante, pero esta
vez ambientada en el siglo barroco. Durante el Romanticismo asistimos a un fuerte deseo de huida hacia tiempos remotos o pasados, donde poder refugiarse del presente. Surgen ahora multitud de álbumes
de litografías que representaban las delicadas costumbres y modas de
los siglos precedentes. Con esta misma nostalgia, el parisino Eugène
Isabey (1803-1886) hace honor a su faceta de ilustrador en esta pequeña pintura, anecdótica, elegante y coqueta, cuya única razón de ser es
la de agradar.
Completan la sala tres retratos femeninos, que consiguen evocar
otros tiempos y culturas, además del ideal de belleza propio de la época. El primero de ellos, a la izquierda, en la pared frontal, es el notable
busto de Teresa Orsini, princesa Doria, pintado en Roma por Valentín
Carderera y Solano, que le representa tocada con un exótico turbante
–que se puso de moda especialmente durante los años treinta– rematado en gran broche, que hace juego con el collar y los largos pendientes y con una estola de piel sobre los hombros. Esta imponente
dama perteneció a una ilustre familia italiana. Casada con Luigi DoriaPamphili, príncipe de Melfi, se dedicó a actividades asistenciales y dio
vida a las órdenes de las Hermanas Hospitalarias y a las Damas Lauretanas,
que se ocupaban de la rehabilitación de prostitutas y la asistencia a los
peregrinos.
Bellísima es también la cabeza de estudio, situada a la derecha de la
entrada, atribuida a Agustín Esteve –Busto femenino– resuelta con sutil
pincelada y gran elegancia. Responde a la idea de mujer ideal romántica, un ser frágil y etéreo, como el propio amor. La vestimenta preferida de esta criatura inalcanzable ayudará y acompañará a este efecto: se
trata de una musa blanca, luminosa, tocada con transparente velo.
También elegante y austera se presenta el Retrato de dama, que porta un etéreo chal blanco, del madrileño Víctor Manzano y Mejorada
(1831-1865), que demuestra cómo se había extendido hasta la capital
el influjo de la pintura academicista de los Nazarenos.
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José Elbo
Bañistas (detalle)
1837
Óleo sobre lienzo

xvi
sala
La alcoba femenina
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L
a imagen que el Romanticismo tenía de la mujer estaba contaminada de reminiscencias religiosas, ensueños domésticos y
también de imaginario erótico. El dormitorio femenino adquirió una fuerza simbólica especial, ya que era donde la mujer se encontraba más libre, donde podía llevar a cabo todas esas “acciones misteriosas”: desde guardar una carta de amor o un recuerdo especial, hasta
leer o asearse. El hecho de tener una habitación propia demostraba una
mayor conciencia de individualidad, de vida personal y la necesidad de
expresar esa individualidad de forma física.
En este refugio de los recuerdos y de los grandes y pequeños secretos no podía faltar el escritorio portátil de sobremesa, para redactar
cartas y misivas personales, el costurero, que reclama cierta intimidad,
por lo que lleva cierre hermético, quedando todos los cajones ocultos
bajo una tapa central, el “paje” para retocarse o contemplarse, con un
espejo de pie alto y con una mesilla para colocar los utensilios de tocador o, en fin, el somno o mesita de noche con puerta frontal que sirve
para guardar el bacín, el indispensable juego de agua y el quinqué.
Además del sueño, la cama asumía varias funciones simbólicas relacionadas con la familia y la sociedad, consecuencia de la institución del matrimonio. Ésta es de caoba, tipo góndola
(bateau) y sigue patrones del estilo Imperio, con perfiles
curvilíneos y cabecero alto. Está recubierta por un amplio dosel, elemento textil que delimita y remarca el
lecho, además de contribuir a aprovechar al máximo
el calor –la arquitectura de interiores se hacía cada
vez más táctil, recordando a un arquetipo muy
antiguo de la historia de la habitación: la
tienda construida con telas o pieles–.
Al lado, puede verse una preciosa cunita también de estilo fernandino.


No olvidemos que los niños más pequeños todavía dormían con su
madre. Además de esta faceta maternal, la mujer tenía que ser también coqueta y bella. Por ello, su habitación debía ser elegante, con un
dominio del tapizado, que la convertía en un refugio donde no podía
entrar el frío: la idea del confort doméstico consiguió que se adaptasen
los interiores ya existentes, recubriéndolos de telas y decoraciones.
La sillería, aunque de cronología posterior, está esmaltada en blanco
y dorado, y se inspira en el estilo Luis XVI –con sus patas rectas y
torneadas en estípite, decoradas con acanaladuras y baquetones–. La
nota más exótica se centra en la tapicería, en seda bordada rematada
con grandes flecos, como si se tratara de un mantón de Manila –pieza
utilizada también como colcha en la cama–.
El tocador –de época “Reina gobernadora” (1833-1843), en el que
se abandonan las formas pesadas y sobrias y se tiende a la sencillez del
estilo francés de Luis Felipe (1830-1848)– forma parte del ajuar de
toda mujer elegante y está al servicio de las necesidades de la alcoba.
Cuenta con bonitas labores de taracea clara sobre fondo de madera
más oscura y tallas en negro, con iconografía de motivos clasicistas,
heredada del estilo anterior –cisnes–. Encima de este mueble, alineados, se exhiben diversos frascos con remedios para cuidarse la piel o
perfumarse y un juego de tocador de opalina verde.
Conocemos el contenido del tocador de una dama del momento, a
través de las descripciones de la época. La dama en cuestión embellece
su piel con “aceite viejo” y yemas de huevo. Se sabe numerosas recetas para cuidar la epidermis: agua de lis para el tinte, agua de Ángel
para fortalecer y refrescar la piel, agua de Atenas (aceite de almendras
amargas), crema de pepinos y agua de fresas. Tiene gran variedad de
jabones, empezando por el de Lady Derby y siguiendo con la preparación de miel que permite blanquear la piel y el jabón emoliente para el
baño. En cuanto a perfumes, puede escoger entre las sales de vinagre,
de rosa, de bergamota, de limón y toda una gama de aguas de Colonia.
Riega sus pañuelos con agua de toronjil y de violeta. En la chimenea,
alinea frascos de colonia de la “Reina de Portugal” y de la “Reina de
Hungría”. Los baños los perfuma con agua de lavanda y miel de benjuí.
Tiene su propio perfumista y está muy ligada a él, porque le da consejos sobre productos de belleza y hace las veces de dermatólogo. En esa
época comienza a notarse la importancia de la publicidad comercial y

la gran “exclavitud” de las etiquetas. Algo que nos recuerda mucho a
nuestros tiempos.
En la vitrina pueden verse diversos accesorios imprescindibles en
el mundo femenino como el bolsito, limosnera o ridículo, los guantes
de cabritilla o la inevitable sombrilla para proteger el rostro del sol y
conservar la tez blanca, símbolo de estatus social y de belleza.
A la vez, el dormitorio era, desde tiempos antiguos, un lugar para el
retiro y la oración. Por ello, no podía faltar un pequeño rincón presidido por el amable y “murillesco” cuadro de José Gutiérrez de la Vega,
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José Gutiérrez de la Vega (Atrib.)
Una boda en 1830
1830

La Virgen con el Niño Jesús, con un pequeño reclinatorio de nogal, sobre
el que se ve un breviario abierto y diversos elementos decorativos muy
femeninos –pequeños cuadros realizados a mano con labores textiles
y con aplicaciones de todo tipo de objetos: conchas, cuentas, plumas,
flores, etc. que se trasmitían de madres a hijas– con un valor simbólico
y emocional.
Por lo que respecta al itinerario temático, en esta sala se han incluido asuntos referidos a la familia –y la relación materno-filial, como el
tema de la “buena madre”–, el matrimonio y la boda.
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Bernardo Blanco
Isabel II y la Princesa de Asturias (detalle)
1856
Litografía iluminada

Dentro del espacio doméstico, la mujer era la reina de la casa y ésta
se convirtió en el templo de la familia. En la iconografía del momento encontramos un marcado interés por la representación familiar, la
vida de todos los días entre las paredes del hogar, resaltando particularmente la “joya” de la casa, encarnada por los niños, con sus juegos
y ocupaciones favoritas. El matrimonio ya no será considerado solamente como una unidad económica y procreadora, sino también como
centro de refugio y afecto, como podemos ver, sobre el tocador, en los
cuadros La familia de Cayetano Fuentes y La familia de Juan Manuel de la
Pezuela de José Elbo (1804-1844) o en las estampas que se exhiben en
el paño de la izquierda con los sugerentes títulos de La buena madre, El
verano y Escenas amorosas.
La relación entre madre e hija alcanza, en esos momentos, un altísimo nivel de intimidad, debido a la acusada diferenciación de los
roles sociales de cada sexo. Se considera que la educación materna es
preferible a cualquier otra, porque prepara mejor a las niñas con vistas
a su futura vida doméstica. Con esta temática se exhiben el retrato de
Cecilia Rodríguez Prieto y su hija Margarita de la Sotilla, de Antonio Gómez Cros (1809-1863) –sobre el tocador en el frente– o la maravillosa litografía de Bernardo Blanco (1828-1876) –situada sobre el paño
izquierdo–, encargada por la casa real, en la que aparecen Isabel II y la
Princesa de Asturias.
Al margen del matrimonio de conveniencia, todavía común en esa
época (ver sala VIII), encontramos las imágenes del ideal romántico,
basado en el matrimonio por amor, donde prima el libre albedrío y el
privilegio de poder escoger, por uno mismo, marido o mujer. Recogen este tema la obra Una boda en 1830, atribuida a José Gutiérrez de
la Vega o las ingenuas estampas El novio y La novia que se exhiben a la
izquierda de la cama.
Uno de los matrimonios más notables y envidiados del momento
fue el de la española Eugenia de Montijo y Napoleón III, emperador
de Francia. La exquisita litografía de Franz Winterhalter (1805-1873),
Eugenia de Montijo y sus damas de corte, en la pared derecha de la puerta
de entrada, es una de las mejores y más bellas estampas que se conservan en el Museo y está acompañada por los bustos de ambos cónyuges
en biscuit, de la prestigiosa fábrica de Sèvres, firmados por el francés
Jean Auguste Barre.

xvii
sala
El gabinete de Larra
·····
L
a casa se dividía en territorios. El espacio, como hemos mencionado, aparecía configurado por el género (masculino-femenino), organizado y dispuesto según un rígido tratamiento
psicológico: las actividades propias de cada sexo se reflejaban en habitaciones diferentes. En esta zona –que reproduce un pequeño gabinete– iniciamos el ámbito masculino de la casa, decorado de forma más
seria y austera.
La estancia está presidida por un precioso y sobrio sillón, que conserva su tapicería original, de estilo fernandino, modelo que fue muy
utilizado por la sociedad burguesa y que se caracteriza por la esbeltez de sus patas, la aplicación de taraceas de maderas claras
sobre caoba y la decoración menuda con motivos clásicos.
A cada lado de la pared, dos imponentes cómodas de cajones, de hacia 1830, con una función específicamente masculina, reflejada en la sobriedad de los adornos tallados y dorados
–caballos– que acusan la influencia del estilo Imperio francés.
La madera, de caoba y palma de caoba, es también, junto a la
ejecución, de excepcional calidad.
En el centro, un pequeño y sobrio velador de inspiración
medieval, con decoración en la tapa, formada por dos estrellas
de ocho puntas y rosetón en el centro, realizada en marquetería, que alterna dos tonos de madera clara y oscura.
Este pequeño gabinete está dedicado a la emblemática figura del escritor romántico Mariano José de Larra y se mantiene en el mismo lugar donde se encontraba antiguamente,
ya que se trata de una habitación ideada desde los inicios del
Museo.
Conocido también por los seudónimos de
“Fígaro” y “El Pobrecito Hablador”, fue seguramente el mejor y también el más
crítico y ácido literato de la época ro-


mántica. Hijo de un médico afrancesado que tuvo que emigrar tras la
derrota, Larra estudió desde bien pequeño en Burdeos y regresó a España en 1817. A los 20 años contrajo matrimonio. En 1835 visitó París
y Londres, lo que contribuyó a su éxito como escritor, periodista y
crítico dramático. Su temperamento sarcástico y decepcionado con la
realidad española, junto a sus turbulentos amores con Dolores Armijo,
fueron las causas de su suicidio: el 13 de febrero de 1837, antes de
cumplir los 28 años de edad, se pegó un tiro en la sien ante el espejo,
en el acto más romántico de su vida.
Además de pintura y diversos objetos pertenecientes a Larra –depositados desde el año 1924 por la familia del escritor– se muestran algunos temas relacionados con esta legendaria figura: la literatura (que
continúa en la sala siguiente), el periódico y la prensa, así como el
suicidio y la muerte prematura del genio.
En la pared de la derecha se encuentra el emblemático retrato de
Mariano José de Larra, pintado por José Gutiérrez de la Vega (17911865). La tradición cuenta que es la única efigie verdadera del escritor
–aunque sabemos que también Federico de Madrazo (1815-1894) tuvo
ocasión de captarle en un pequeño dibujo–, por lo que ha sido origen
de toda la iconografía posterior: presenta a Fígaro como un verdadero
dandi, con chaleco, corbata y frac, atuendo del que fue tan partidario.
A su lado se exhibe un bonito Retrato de dama –que para algunos
investigadores es la propia Dolores Armijo– pintado por la mano del mismo José Gutiérrez de la Vega.También firmado por el sevillano y presidiendo la sala, se expone un curiosísimo cuadro –La mujer del artista–,
fechado el año de la muerte de Fígaro, en 1837, en el que la esposa
del pintor, Josefa López, impactante en su presencia y participando en
cierta manera del acto creativo –reservado por aquel entonces únicamente a los hombres–, se encuentra realizando la delicada tarea de
moler y mezclar los colores para pintar al óleo. Más enigmático resulta
...................................
José Gutiérrez de la Vega
Mariano José de Larra
ca. 1835
Óleo sobre lienzo


todavía su gesto ya que, con la mano izquierda, señala un conocido
cuadro de su esposo: el retrato de Larra, que se encuentra tras ella.
Igualmente relacionado con el malogrado escritor podemos ver un
marco vitrina con bonitas miniaturas de la familia, entre las que destaca la de su padre y, por supuesto, las famosas pistolas de duelo con las
que tradicionalmente se ha pensado que se quitó la vida y un manuscrito en el que describe a “el calavera”, un personaje libertino y perdido,
heredero del Don Juan, que es Larra mismo.
...................................
José Gutiérrez de la Vega
La mujer del artista
1837
Óleo sobre lienzo

Acompañan a Larra, a la derecha de la puerta de salida, las efigies de
algunos escritores coetáneos, como la de Eulogio Florentino Sanz, retratado por su amigo Ignacio Suárez Llanos (1830-1881) (Depósito del
Museo del Prado), sosteniendo en su mano izquierda varios papeles y
escritos; un tintero con las plumas de escribir sobre una repisa, ante la
ventana, nos indica su condición de poeta. Junto a él, el gran dramaturgo, director de la Real Academia de la Lengua Española y político liberal, Francisco Martínez de la Rosa, por Rafael Benjumea (1820?-1888?)
y, al otro lado de la puerta, Manuel Bretón de los Herreros, pintado por
Antonio Gómez Cros (1809-1863).
Este último retrato conecta con otro tema de vital importancia para
el desenvolvimiento de las ideas románticas: la prensa periódica. Las
medidas censoras y represivas de los diferentes gobiernos habían sido
las causantes de su escaso desarrollo, situación de la que dio testimonio Bretón de los Herreros en su comedia La redacción de un periódico,
estrenada en Madrid en junio de 1836.
La plenitud del Romanticismo se sitúa entre 1833 y 1844, fechas
que coinciden con la desaparición de la censura en la producción literaria y el decreto reformador de la ley de prensa. El periodismo y
la ilustración fueron vitales para el desarrollo del nuevo movimiento.
No olvidemos que la lectura era también un signo distintivo de clase,
en un momento de tremendo analfabetismo. Reflejo de la progresiva
importancia de la prensa periódica son los dos interesantes óleos sobre
cobre de Leonardo Alenza (1807-1845): Componiendo el periódico y El
primer ejemplar, documentos de primera mano para conocer cómo se
imprimía un periódico en la época.
En la literatura romántica siempre está presente el tema de la muerte: el propio Larra describe el cementerio de Madrid el día de difuntos
de 1836. En las artes plásticas fueron muy comunes las escenas donde se muestra al artista enfermo y solitario, muerto prematuramente.
Es ahora cuando se forjan conceptos como el del genio creador, que
aporta una nueva visión al mundo, el de ser incomprendido por una
sociedad vulgar o el del artista predestinado, que ejerce su actividad
de forma vocacional.
El sintético cuadro, situado en el paño de la izquierda, firmado en
1870 por Vicente Palmaroli (1834-1896) es un sorprendente y fúnebre
apunte del natural. En esta pequeña gran obra, Gustavo Adolfo Bécquer en

su lecho de muerte, se refleja la amistad y el cariño que unía al pintor con
el poeta, al que presenta sin grandilocuencia, casi como si estuviera
dormido, descansando sobre la blanca almohada.
Muy diferente se muestra Emilio Poy Dalmau (1876-1933) en el
dibujo a gouache a la hora de conmemorar la muerte del último escritor romántico en su cuadro Capilla ardiente de José Zorrilla. El literato
fue el más longevo de toda su generación y se inició en el mundo de la
literatura casi niño, sobre la tumba de Larra –se dio a conocer leyendo,
durante el entierro, su famosa poesía a la memoria del escritor–.
La figura de Larra se agigantó tras su propio suicidio, que subrayó su
condición de héroe. El suyo no fue un caso aislado ni único y la prensa
de la época nos lo confirma. Sin embargo, algunos románticos no estaban de acuerdo con esta fúnebre “moda”: Leonardo Alenza confirma
esta tendencia crítica en sus dos cuadritos que ridiculizan el suicidio
romántico.
En estas dos pequeñas obras maestras, Sátiras del suicidio romántico
–seguramente las imágenes más emblemáticas de todo el Romanticismo español– percibimos, además del tono caricaturesco, una “nueva”
opresión por la inmensidad. Parece querer mostrar, como Larra, la
desolación de un mundo sin fe y sin sentido, la angustia de la vida sin
finalidad.
Una visión similar nos ofrece Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870)
en su Alegoría del suicidio. En este caso, el mundo se encuentra rodeado
de seres estremecedores, alados o yacentes en el suelo, con máscaras
raídas, y caracteres repugnantes, que subrayan más profundamente su
dependencia de Goya.
....................................
Leonardo Alenza
Sátira del suicidio romántico
ca. 1839
Óleo sobre lienzo


xviii
sala
La sala de la Literatura y el Teatro
·····
E
n esta sala se reproduce un ámbito familiar y semipúblico, accesible solamente al visitante que tuviera un amplio grado de
intimidad con la familia. La casa se convierte en protección y
refugio del individuo del siglo xix. Núcleo de ritos familiares, es la
gruta donde uno puede esconderse con sus propias reliquias, accesible
sólo a unos pocos íntimos.
Los objetos parecen impregnados de valores afectivos y de sentimientos; forman parte de las relaciones de las personas que habitan la
casa y crean con ellas una relación casi psicológica, un microcosmos
rígidamente estructurado.
El mueble tiene también una función simbólica: dependiendo del lugar y la forma en que se ubica, indicará diferentes grados de ceremonia y modos de comportamiento. La idea de que algunos
muebles fueran masculinos y otros femeninos subrayaba
una realidad social que era evidente también en el vestido y en las costumbres.
Totalmente femenina es la preciosa cómoda que perteneció a la poetisa Carolina Coronado (1823-1911) y
que procede de la Quinta de Madrid, propiedad de la
reina Isabel II, que era parte de lo que es hoy el barrio de
Salamanca. Fechada hacia 1860, su estilo responde
a un “revival” del Rococó, con profusión de
aplicaciones metálicas, un juego de líneas curvas y rectas y una gran riqueza
de la labor de marquetería. El espejo
de esta sala recrea igualmente las líneas dinámicas y la ornamentación de
este periodo dieciochesco. También
perteneciente a la poetisa se exhibe –a
la izquierda de la entrada– un atractivo
abanico (pericón) con plumas de cisne
blancas y raso color salmón.


La importancia de esta escritora, cuyas poesías se difundieron en periódicos desde muy temprano y que mereció un poema laudatorio de
su paisano Espronceda, nos muestra como durante el Romanticismo,
se operó un cierto cambio en el estatus de la mujer y que aunque las
actividades de escribir, leer o pensar eran consideradas como enemigas
del género femenino, no faltaron las excepciones.
La sillería es característica del periodo isabelino: muy cómoda, bien
acolchada, mullida y tapizada en un entonado raso verde que cubre, en
capitoné, las líneas ondulantes y confortables de los respaldos.
Otra bonita cómoda, decorada con marquetería, sigue la tipología
“Regencia” o “Reina gobernadora”, en la que se abandonan las formas
pesadas, con una preferencia por los muebles útiles y de gran sencillez
de líneas y un predominio de la caoba. Ahora se sustituyen los bronces
y tallas doradas por incrustaciones de filetes metálicos que, aplicados
en taracea, crean sinuosas ornamentaciones.
En la pared frontal se exhibe un magnífico piano de cola que tiene
una peculiar y poco común forma rectangular y que fue donado al Museo por el poeta Juan Ramón Jiménez, con la firma sobre el teclado:
“Steinway&Sons / Pat ´D NOV 29 1859 / New York”.
En el centro de la sala, dos importantes veladores influenciados por
el mismo estilo “Reina gobernadora”: uno con tablero dodecaedro,
adornado con preciosa marquetería de motivos vegetales, dispuestos
de forma concéntrica en torno a una flor inscrita en una estrella y el
otro, ejemplo de la influencia neogótica, con arcos ojivales y gabletes,
realizados igualmente en marquetería.
El recorrido temático está centrado en la literatura y el teatro y se
muestra a través del género del retrato –tanto individual como colectivo–. Otra área de esta sala está dedicada a algunos asuntos que
fueron prioritarios en la narrativa y el drama románticos (la muerte,
la doncella o el diablo).
Las reuniones de artistas fueron muy comunes durante el Romanticismo, que tenía entre sus metas la ruptura de las barreras que existían
tradicionalmente entre las artes, creando así lo que podríamos llamar
una comunidad fraternal entre artistas. El escritor cobró una nueva
sensibilidad visual que, en ciertos autores románticos como el duque
de Rivas (sala IV) o Bécquer (sala XVII), se unió a un conocimiento

técnico y experimental de la pintura. A su vez, los temas literarios
ejercieron una fundamental influencia en las artes plásticas.
La obra central de esta sala, situada en el paño central de la derecha,
es el óleo inacabado de Antonio María Esquivel (1806-1857), Ventura
de la Vega leyendo en el Teatro del Príncipe (Depósito del Museo del Prado). El dramaturgo se encuentra leyendo su mayor éxito, El hombre de
mundo, estrenado en 1845 por el afamado actor Julián Romea, junto
a Matilde Díez, Teodora Lamadrid, Antonio Guzmán, Florencio Ro...................................
José Ribelles y Helip
Isidoro Máiquez en el papel
de Otelo (detalle)
ca. 1823
Litografía

mea y Mariano Fernández que aparecen sentados a su alrededor. Es
un gran retrato de grupo, que contiene las figuras más destacadas del
panorama teatral de la época. Está ambientado en el interior del Teatro
del Príncipe, cuyo origen se remonta a los corrales de comedias más
importantes de Madrid del siglo xvii.
Esquivel pintó otros retratos colectivos que reflejaban esta comunidad fraternal de artistas, como el bonito boceto Reunión literaria.
...............................................
Manuel Cabral y Aguado Bejarano
Teodora Lamadrid
en “Adriana Lecouvreur”
1853
Óleo sobre lienzo

Reparto de premios en el Liceo, fechado hacia 1853. En esta importantísima institución madrileña, que contaba con el apoyo de la reina, se
organizaban diferentes actos culturales, que tenían que ver tanto con
las artes plásticas como con la literatura.
El teatro cobra, durante este periodo, una importancia inusitada.
Quizás el actor dramático más famoso del momento sea Julián Romea,
del que presentamos dos retratos, que se exhiben en la pared frontal,
sobre el piano. El primero, de Federico de Madrazo, fue regalado por
Isabel II a su ministro González Bravo, con motivo de su matrimonio
con la hermana del actor, Joaquina Romea y presenta a su modelo
caracterizado para la pieza teatral El hombre de mundo, a la que ya hemos hecho mención. El otro, firmado por el sevillano Manuel Cabral y
Aguado Bejarano (1827-1891), le retrata en el papel de “Sullivan”, uno
de los mayores éxitos del actor, vistiendo levita y chaleco, como un
auténtico burgués, sujetando en la mano derecha el sombrero de copa
mientras, a sus pies, yace una corona de laurel, que alude a sus éxitos
en el escenario.
Del mismo autor se exhibe el retrato de Teodora Lamadrid en el papel
de “Adriana Lecouvreur”, drama escrito por Scribe en 1851, que fue su
obra teatral favorita. La artista, en actitud dramática, se lleva la mano
al pecho, mientras a sus pies aparece la consabida corona de laurel y
diversas flores desperdigadas. Esta importantísima diva se dedicó al
teatro por un revés de la fortuna; se casó con un profesor de canto,
llevó una vida desdichada, como buena actriz “romántica” y tuvo varios
romances posteriores.
El actor más famoso en los albores del Romanticismo fue Isidoro
Máiquez (1768-1820), del que se exponen dos maravillosas y únicas estampas –por ser unas de las primeras litografías que se realizaron en nuestro país– del valenciano Ribelles y Helip (1778-1835),
que le captan representando el papel de Otelo y de Oscar (el hijo de
Ossian). Retratado por Goya, fue elogiado por todos los intelectuales
de la época, desde Moratín a Mesonero. Su vida fue, como su forma
de interpretar, plenamente romántica: luchó contra los franceses en
1808; fue encarcelado por liberal en 1814, desterrado en 1819 y murió en Granada completamente loco.
Se exponen también algunos retratos de damas que pertenecen al
ámbito familiar de los artistas –los niños los hemos visto en otras sa-

...................................
Eduardo Cano de la Peña
La novia enterrada viva
1868
Óleo sobre lienzo


las– y que prácticamente son capaces de trazar sus líneas genealógicas.
Del sevillano Antonio María Esquivel, Manuela Romea, la hermana de
Julián Romea y esposa del político Cándido Nocedal, que nos mira
melancólicamente y, a la izquierda, Bárbara Lamadrid, hermana de la
famosa actriz, retrato muy sobrio y nada adulador –muy alejado de los
cánones románticos– en el que la vulgaridad de la fisonomía no está ni
mucho menos disimulada.
Otro retrato femenino, que nos da cumplida cuenta de la importancia progresiva que va teniendo en esos momentos la mujer creadora
y artista, es el de Cecilia Bölh de Faber, “Fernán Caballero”, situado a la
derecha de la entrada, y pintado en 1858, por Valeriano Domínguez
Bécquer (1833-1870). La gran literata, que tuvo que utilizar un pseudónimo masculino para poder escribir, está retratada a los cincuenta y
dos años de edad, de busto, vestida sobriamente de negro y sentada en
un sillón, con un fondo que se abre hacia una arquitectura y un paisaje
y con el inevitable librito entre sus manos.
La sala se completa, sobre la pared de derecha, con las efigies de
otros literatos, como el de Manuel José Quintana, uno de los precursores más tempranos del Romanticismo, obra sobria del taller de Vicente
López, fechada en torno a 1830. También puede verse el espléndido
y rotundo retrato de Eugenio de Ochoa, que fue fundador junto a su
cuñado, el joven Federico de Madrazo (1815-1894), de El artista, una
revista fundamental para el desenvolvimiento del Romanticismo en
nuestro país. El mismo personaje se reproduce en un magnífico busto
en mármol blanco, realizado hacia 1860 por el escultor zaragozano
Ponciano Ponzano (1813-1877).
Atribuido a Luis de Madrazo, hermano de Federico, se expone el
retrato de Isidoro Gil Baus –junto con el de su esposa Bernarda Albacete y
Albert– que, además de secretario de su Majestad Isabel II, escribió artículos y algunas novelas cortas, tradujo y arregló para el teatro varias
obras y tuvo una amplia producción dramática. Junto a ellos, el tardío
–fechado en 1880– y muy velazqueño retrato del escritor, dramaturgo
y también político Adelardo López de Ayala, rubricado por el asturiano
Ignacio Suárez Llanos (1830-1881).
Recorriendo la franja alta de las paredes, se disponen diversas estampas que tienen como protagonistas a mujeres que sobresalieron
en las letras o en el teatro: Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina

Coronado, Teodora Lamadrid, Matilde Díez; así como los más importantes literatos españoles –Hartzenbusch, Quintana, el duque de
Rivas, Alberto Lista, Espronceda– y europeos –Rousseau, Lamartine, Walter Scott, Chateaubriand, Victor Hugo, Lord Byron o George
Sand–.
En ninguna otra literatura como en la romántica se ha reflexionado
más sobre el poder de las imágenes y la seducción que éstas ejercen.
También ahora el pintor lleva a cabo un gran pacto con la obra literaria, de la que extrae multitud de temas, en un afán de renovación y
novedad de contenidos, y de búsqueda de nuevos valores. La literatura
sentimental, a través del melodrama, así como también la novela, suponen un cambio en el panorama literario, especialmente en la utilización de temas y personajes, colmados de subjetividad, emociones y
sensibilidad.
El modelo de mujer más característico de esta literatura sentimental
es el de la muchachita infeliz y perseguida: la emblemática tablita La
novia enterrada viva, de Eduardo Cano de la Peña (1823-1897), que se
exhibe a la derecha del espejo, recoge esta temática, que subraya la
candidez de la doncella y su agotamiento paulatino, consecuencia de
su desgracia amorosa.
Muy útil para aleccionar a progenitores y, sobre todo, a jovencitas
casaderas es el tema que se desarrolla en El moribundo, pequeño cuadro
–situado a la izquierda del espejo– de Alejandro Ferrant y Fischermans
(1843-1917) –al que hemos visto de niño en la sala XV– y en el que
una niña virginal, vestida de un blanco inmaculado y de rodillas en el
suelo, implora ante un moribundo –seguramente el padre–, en el clásico papel de intermediaria ante la divinidad, para ayudar al agonizante
a bien entrar en el otro mundo.
Otros asuntos tomados de la literatura de la época se centran en
el personaje literario del Fausto de Goethe, que se convierte en el
autor, después de Cervantes, en el que se inspiraron mayor número
de pintores. El curioso cuadrito Mefistófeles –en el paño izquierdo– fue
realizado en 1872 por el catalán Joaquín Espalter (1809-1880). Presenta a una atormentada Margarita, que se aparece a Fausto, cuando el
demonio –Mefistófeles– le sostiene por los cabellos, con el seno impúdicamente descubierto. El sexo sigue ocupando un punto neurálgico
en las obras de ficción.

xix
sala
El fumador
·····
E
n esos momentos el tabaco fue conquistando progresivamente
los espacios públicos y privados, como testigo y símbolo de la
masculinización de la sociabilidad. No olvidemos las virtudes
que ciertos médicos atribuían todavía al humo.
El fumoir o fumador apareció con el fin de dotar al padre de familia
de una atmósfera no tan rígida, sino más evocadora del sueño y el
bienestar. Era un lugar para retirarse a fumar, que invitaba al reposo; de ámbito privado y semipúblico, para visitas de total confianza.
Normalmente su decoración estaba inspirada en el mundo oriental y,
en especial, árabe. La restauración de la Alhambra de Granada, en los
años 1860-70, contribuyó a acrecentar la moda del gabinete árabe en
la vivienda privada burguesa.
Era muy común la utilización de ricos textiles de inspiración oriental en las paredes y muebles bajos y confortables, alfombras y todo tipo
de objetos decorativos orientalistas: armas, pipas, incensarios, cerámicas y porcelanas, etc.
La tipología del pouf (o puf) surge en Francia, hacia 1845, como
asiento adecuado a la moda femenina de amplias faldas y también, dada
su ligereza, para la comodidad masculina. Éste es bastante tardío y está
formado por dos grandes cojines superpuestos, el superior con capitoné –sistema por el que el relleno se afianza con puntadas dispuestas a
intervalos y ocultas por botones– y está guarnecido con galones y borlas de madroños en todo su perímetro, y tapizado en terciopelo bordado con motivos de aves. Lo acompañan dos modelos de banquetas,
con diferentes formas –cuadrangular con leve inclinación o circular– y
cuya función también era la de servir de asientos arrimaderos, a juego
con el resto de la sillería.
El sillón y el sofá –de seda bordada al estilo filipino, procedentes del
palacio de la infanta Isabel, la popular “Chata”– son también a juego,
con la misma decoración, y responden al tipo de asientos de comodidad que se desarrollaron en la segunda mitad del siglo xix gracias al


desarrollo de los henchidos sobre los muelles. Son bastante tardíos, de
la llamada época del “pelouche”, que corresponde a los burgueses años
de la Restauración.
Desde el punto de vista temático, esta sala nos brinda una afortunada ocasión para mostrar la influencia que el orientalismo y el exotismo
ejercieron sobre el movimiento romántico. Ahora España se puso de
moda en toda Europa, generando una gran oleada de viajeros extranjeros, para los que fue vital su antigua herencia oriental y musulmana.
Muchos de nuestros pintores, arrastrados por este gusto, se sintieron
casi obligados a representar ese mundo ilusorio, entre medievalista y
novelesco, que exigían con fruición los burgueses europeos. Las monumentales obras maestras de la arquitectura islámica –la Alhambra en
Granada, los Reales Alcázares en Sevilla, etc.– fueron objeto de culto
para poetas y artistas durante todo el siglo xix: Los Reales Alcázares de
Sevilla, de Manuel Barrón (1814-1884) y La Sala de la Justicia en la
Alhambra de Granada, firmado en 1840 por Leonardo Alenza (18071845), siguen los mismos patrones de los ingleses Roberts o Lewis.
Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854) en la Puerta de Serranos deValencia
sabe combinar los ingredientes de medievalismo, orientalismo y costumbrismo. La escena recrea la Valencia musulmana, con un bullicioso
hormigueo de figuras tocadas con turbante y portando camellos, cargado de exotismo. La desproporción entre la arquitectura y el hombre
intensifica la impresión de monumentalidad de la puerta de la muralla.
En Paisaje oriental con ruinas clásicas recrea un mundo totalmente imaginado, de fantasía, en el que, los componentes de una caravana árabe se
han sentado a descansar bajo la única sombra del árido paraje y parecen
contemplar, meditativos, el esplendor de los naranjos a la puesta de
sol, con un templo clásico en ruinas al fondo.
Los románticos eran capaces de viajar también con la imaginación.
Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) nunca tuvo la ocasión de ir al
país de los faraones, aunque eso no fue en absoluto un obstáculo a
la hora de plasmar esa atmósfera de ensoñación, visible en el bonito
óleo pintado sobre hojalata con el sugestivo título de Esfinge y pirámide.
Tampoco Carlos de Haes (1826-1898), el verdadero introductor del
paisaje moderno en nuestro país, viajó nunca a Egipto. El monumental
lienzo –Paisaje egipcio– fue uno de los últimos realizados por el pintor
(1883) y, aunque está captado de una manera naturalista, abandonando
el colorido sombrío de su primera época en favor de una gran luminosidad y riqueza cromática, su temática y visión se hallan todavía contaminadas por cierta nostalgia romántica.
El único de nuestros románticos que viajó realmente –como lo habían hecho, entre otros, Delacroix– a Marruecos, Egipto, Palestina y
Extremo Oriente fue el enigmático Francisco Lameyer (1825-1877).
Sabemos que estuvo en Marruecos en 1863, junto a Fortuny, donde
...........................................
Jenaro Pérez Villaamil
Paisaje oriental con ruinas clásicas
1883
Óleo sobre lienzo


........................
Carlos de Haes
Paisaje egipcio
1833
Óleo sobre lienzo

seguramente se inspiró para pintar escenas del desierto africano, como
la que se muestra en el sintético cuadrito Escena en el desierto o relacionadas con el mundo escondido del harén y sus seductoras mujeres, tal
y como se refleja en el teatral Interior de harén, situado en la pared de
la derecha.
En la vitrina, se exhiben diversos utensilios relacionados con el
mundo del tabaco –tabaqueras, pureras, cerilleras, pitilleras y una caja
de rape (Depósito MNAD)– junto a dos preciosas figuras orientales de
porcelana policromada de Sèvres.
Sobre el biombo, se sitúan una divertida estampa con un joven romántico fumando, firmada por el magnífico ilustrador francés Paul Gavarni
(1804?-1866) y un preciso dibujo a la aguada con tres pequeñas niñas
que disfrutan de los supuestos “beneficios” del tabaco.

xx
sala
El gabinete
·····
E
l gabinete –dentro del área masculina– fue en realidad un salón
de recibir, donde se acogía a las visitas de confianza. Podía ser
ámbito de la vida diaria o lugar de recepción del visitante pero,
en ambos casos, era escenario de la representación de valores, códigos
y preferencias: principios morales, normas sociales y gustos estéticos
confluyen en esta sala.
La decoración y el mobiliario solía consistir en sillería, brasero para
veladas invernales, consola y vitrinas con diferentes objetos, retratos
de familia, etc. La moda imperante se reflejaba en una acumulación
de muebles de diferentes estilos, donde reinaba de forma absoluta el
pequeño sillón.
En este “templo” de la conversación y de las veladas íntimas no podía
faltar el pianoforte –de mecánica vienesa y patas decoradas con cariátides– instrumento de entretenimiento por excelencia que, generalmente, se encontraba escondido por medio de textiles y gran cantidad
de objetos, con el fin de ocultar su estridente modernidad. Las mesitas
y veladores ya ocupaban una zona central en la habitación, también
había pequeñas “sillas de arrimo” –ligeras y sin brazos–.
El confidente –dos plazas opuestas y enfrentadas– es el sillón de
los secretos y nace durante la Restauración francesa, siendo también
conocido en España con el sugerente nombre de “vis à vis”. Los bordados de sus tapicerías –con hilos metálicos– son semejantes a los de
los mantones de Manila y las pasamanerías, de cordones torcidos y
cascadas de redecillas, responden a modelos historicistas de lo que entonces se consideraba propio del gusto barroco, tal como aparecen en

publicaciones como L´ornement des tissus. Recueil historique, de DupontAuberville (1877).
La sillería, tapizada en raso amarillo, parece reproducir las lacas
orientales: está esmaltada en negro, con profusa decoración en dorado y responde a la influencia del mueble filipino, tan de moda durante
el reinado de Isabel II. Una preciosa butaca reclinable y de pies extensibles –que se ocultan bajo el asiento– nos informa de que, en esa época, el mobiliario se adapta cada vez mejor a las necesidades humanas y
logra un grado de comodidad y confort antes inexistente.
Responden al gusto filipino las tres ligeras consolas, de perfil mixtilíneo y tablero de mármol blanco, apoyado sobre patas cabriolé, con
aplicaciones de cabezas femeninas y pie en garra de león y otro pequeño velador, pintado en oro, con la curiosa figura exótica de un negrito
que sustituye al fuste del mueble.
En la vitrina se exhiben diversos objetos de uso relacionados con
el ámbito masculino, gemelos y alfileres de corbata, impertinentes,
antiparras, vasos de faltriquera, relojes de
..........................
bolsillo, sellos de
Confidente, tapizado
en tejido de jacquard
lacre, una escupica. 1890
dera de cristal y
una bonita bacía
de Talavera.
En cuanto al
itinerario temático, continuamos
con el discurso
iniciado en las salas
XVII y XVIII –dedicadas al artista en su
vertiente literaria–
mostrando, en esta
ocasión, la imagen del
artista plástico, su nueva
visión del mundo y el
concepto de genio.

En estos momentos asistimos a un cambio en la valoración y situación social del artista, que se convierte en productor libre de una
nueva clientela –la burguesía adinerada– deseosa de afirmar su ideal
de vida y sus valores.
El retrato, que había sido siempre considerado como inferior en la
jerarquía académica de los géneros, llegó a alcanzar, en plena época
romántica, un protagonismo indiscutible, compartido con la pintura
de paisaje. Su desarrollo iba en detrimento de la pintura de historia e
indicaba que una nueva sensibilidad se estaba abriendo camino.
El artista, emulando de alguna manera al burgués, también quiere
afirmarse a través del retrato y del autorretrato. Se empieza a vislumbrar la idea de que, el hombre, solamente es grande por sus cualidades
y por los beneficios que sus acciones puedan procurar al conjunto de la
sociedad, considerándose la idea del mérito por encima de la cuna.
En los autorretratos, los artistas se definen a sí mismos y como quieren
ser vistos por la sociedad. En
algunos ejemplos, como
el del pintor sevillano
Manuel Cabral y Aguado Bejarano, situado a
la derecha de la puerta de salida, firmado
en 1851, se presentan
como verdaderos dandis,
aunque en este caso rodeado
de una naturaleza “parlante”,
que nos indica su condición
de artista y pintor. En otros,
se subrayan los meritos más
oficiales, prueba del alto estatus que han alcanzado en la
sociedad, como el del jerezano
Manuel Fernández Cruzado, a la izquierda de la entrada, con unos
cincuenta años de edad, que luce

la Gran Cruz de San Hermenegildo, que le fue concedida al final de
su carrera.
En otros autorretratos se valoran más las cuestiones psicológicas.
Los nuevos caminos de la emoción y la sensibilidad comienzan a ser
explorados ahora por los pintores, que escrutan a sus modelos –y a
sí mismos– hasta redescubrir su personalidad, más allá de la simple
reproducción realista. En los autorretratos del madrileño Alejandro
Ferrant y Fischermans y del sevillano Antonio María Esquivel, ambos se
muestran sin ningún atributo que indique su profesión, pero con un
halo interior que les separa de cualquier hombre corriente, como parece adivinarse, tanto en el gesto y la pose, como en el brillo de sus
expresivas miradas.
Esquivel (1806-1857) gustó mucho de autorretratarse; gesto un
tanto vanidoso de artista consciente de su talento. Su cuadro más bello, expuesto en el centro del paño izquierdo, es en el que aparece con
sus hijos Carlos María y Vicente de en torno a 1847, que le muestra en
su faceta íntima y familiar. Ajeno al mundo de la exaltación aristocrática o burguesa –característica de otros retratos de altos vuelos para los
que el pintor era, sin duda, un referente– es en la representación de la
imagen de los seres queridos y de sí mismo, donde se encuentra realmente cómodo. Pertrechado de sus útiles de dibujo, parece enseñar a
sus vástagos los principios de este arte, cuyos misterios seguramente
quiere que se mantengan por herencia en la familia.
Esta línea hereditaria fue muy importante en el Romanticismo; por
ello son muy comunes los retratos de los componentes de la familia
del artista, como el Retrato de los hijos del pintor –en el paño de enfrente– también de Esquivel, en el que se muestra, esta vez, a su hija con
su hermano más pequeño o –en el paño de la izquierda– el bonito y
elegante Retrato de la mujer del pintor, Cristina Orejas Canseco con sus hijos
Eduardo y Ricardo, del cartagenero José Balaca (1810-1869), realizado
..............................................................
Antonio M.ª Esquivel
Autorretrato con sus hijos Carlos yVicente (detalle)
1843
Óleo sobre lienzo


en Lisboa, donde el artista trabajó para los reyes de Portugal. En cuanto a su descendencia, parece que resultó más afortunado que Esquivel,
ya que sus dos hijos fueron pintores, malo el primero y notable el
segundo –Ricardo Balaca– que ganó la primera medalla en la Exposición Nacional, cuando contaba trece años, y fue pintor de cámara de
Alfonso XII.
Las mujeres de clase alta practicaban la pintura en calidad de aficionadas. Se consideraba que estas habilidades artísticas –y dentro de la
pintura especialmente el dibujo, la acuarela o la miniatura– les hacían
socialmente atractivas: el bonito dibujo a pluma firmado en Sevilla en
1818 por Andrés Rosi (1771-?) muestra a una dama dibujando en plena naturaleza.
En todo el panorama del siglo xix las mujeres artistas fueron una
excepción, procediendo generalmente de familias cultas, bien situadas
y con vínculos decisivos en el extranjero. Este es el caso de la miniaturista Teresa Nicolau Parody, que fue nombrada académica de honor y
mérito en la Real Academia de San Fernando y de San Carlos en 1838
y en cuyo espléndido retrato (Depósito del Museo del Prado), de la
mano de Vicente López (1772-1850) –situado al frente, a la izquierda–
aparece con el brillante cabello castaño peinado a la moda “oreille de
chien” –cayendo a ambos lados del rostro en tirabuzones– mantilla o
chal de encaje blanco sobre los hombros y fondo neblinoso.
Ya hemos hecho alusión a la fraternidad romántica –la amistad y
camaradería entre colegas se incrementó notablemente en este periodo–. Los retratos de artistas amigos son un documento de primera
mano para conocer la visión que se tenía del otro. Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) llevó a cabo, en 1849, el retrato del pintor Jenaro
Pérez Villamil, espléndido de soltura y expresión y muy avanzado para
su época, que nos muestra a un caballero de unos cuarenta años, con
mejillas descarnadas, ralo bigote rubio, escaso pelo y tez encendida.
La mirada algo recelosa y la expresión irónica dejan entrever, al mismo
tiempo, la fuerte personalidad del hombre y del artista, solitario e incomprendido. Es muy conocida la anécdota que nos habla de la apuesta
que ambos hicieron a propósito de quién de los dos era capaz de pintar
cuarenta dibujos en un solo día.
Otros retratos captan a sus compañeros con un halo visible de simpatía, muy alejados de los artificios y recursos que se podían utilizar

para agradar a un cliente convencional. Entran en esta categoría el retrato del pintor Rafael Montesinos, del valenciano, hijo de Vicente López, Bernardo López Piquer (1799-1874); el retrato del pintor José
Gutiérrez de laVega, por Antonio María Esquivel (1806-1857); el retrato
de Pablo Gonzalvo, de Federico de Madrazo (1815-1894); o los dos retratos del pintor paisajista Fernando Ferrant y Llausás, llevados a cabo por
su hermano, Luis Ferrant y Llausás (1806-1868) –uno en un interior y
el otro sobre un fondo de paisaje– en los que se complace en mostrarle
ajeno a su oficio, como un hombre de mundo, que porta elegantes vestimentas y naturales ademanes, pruebas de su alto nivel social.
Este último hace pareja con el de su esposa, Natalia Boris –son seguramente retratos de boda– ambos con suntuosos marcos ovalados, muy
de la época. Otro retrato familiar femenino es el de Winnefred Cogham,
esposa del pintor y hermano del poeta Valeriano Domínguez Bécquer,
atribuido a Federico de Madrazo.

xxi
sala
El dormitorio masculino
·····
E
l dormitorio masculino tiene, como es característico de este
ámbito, un aspecto más grave y severo que el femenino. Las
paredes están pintadas en un verde oliva muy serio y neutro.
Era muy común la utilización de un amplio zócalo o arrimadillo que
imitaba, mediante la pintura, otros más ricos de madera. En esta sala
tenemos la oportunidad de ver –mediante varias catas practicadas en
la pared– el original, siendo éste el único testigo de pintura de época
que se conserva en todo el edificio.
Los muebles son menos elegantes y más prácticos, generalmente
de madera sin tapizar y sin abusar de excesivos tallados, que tenían
el inconveniente de convertirse, con el tiempo, en un receptáculo de
polvo. En el suelo era también muy característica la utilización de una
estera de junco o de una pequeña alfombra.
La cama, de estilo Carlos IV, con formas lisas y sólidas, labores de
marquetería y aplicaciones de bronce dorado, es “a la española”, con
cabecero alto –que se apoya en la pared– y “piecero” bajo. Encabeza el lecho una imagen devocional –la religión siempre está presente,
especialmente en el dormitorio– con un gracioso cuadro, muy popular, del costumbrista jerezano Juan Rodríguez y Jiménez, apodado
“El Panadero” (1765-1830), fechado en 1820, que representa a San
Rafael y Tobías.
Las ligeras sillas tienen patas delanteras en cabriolé con pequeñas
ruedas y responden a la tipología de los asientos de comodidad, que
se ponen de moda a mediados del siglo. Derivada de los modelos “Regencia”, la cómoda tocador o lavabo –a la izquierda de la entrada– es
de origen dieciochesco y gozó de gran predicamento en el dormitorio
burgués del siglo xix, por lo que suponía de ahorro de espacio y porque, una vez cerrada, su función higiénica no era evidente.
También para guardar los útiles de aseo se empleaba un tocador muy
austero, situado a la derecha, que a diferencia de los femeninos, no
contiene una cajonería hábil para la conservación de pequeños objetos


de tocador y joyas. De tipología parecida a la consola –con cajón bajo
el tablero, espejo oval de inclinación regulable y patas cabriolé– es
también un mueble susceptible de ser utilizado para varios servicios.
El mobiliario se completa con un orinal o “Don Pedro”, de forma cilíndrica, con cuerpo central simulando fuste de columna estriada y tapa
abatible, forrada en cuero verde rematado en cenefa dorada; una mesita
de noche, donde depositar la botella y el vaso de agua; y un psiqué o espejo basculante de cuerpo entero, mueble que se introduce en España
con Fernando VII y que, en este caso, presenta un par de candeleros
para colocar las velas, lo que permite su utilización por la noche.
En esta zona se muestran una serie de retratos masculinos, que componen una pequeña galería de diversos personajes prototípicos de la
época: empezando por el romántico, hombre fatal, con resonancias del
bandido noble. Otros tipos de la época son el marino, símbolo de la
libertad y del riesgo, de una vida fuera de la convención y la rutina; el
dandi, vestido con el nuevo frac, nivelador universal de los hombres del
siglo xix; y los personajes “oficiales”, de importancia política y social o
pertenecientes a la nobleza.
El más característico es el “rebelde” romántico, el amante fatal,
influido por la fascinación siniestra que ejercieron los héroes de Byron
que, en su Corsario y su Infiel, perfeccionó el tipo de rebelde que aparecía ya en el Bandido de Schiller. Este hombre fatal, con resonancias del
bandido noble, suele ser también un artista –músico o pintor– pálido
y melancólico, amante de la soledad y los cementerios, nacido bajo
una estrella infausta. Se trata de seres de origen misterioso, generalmente de sangre noble, de rostro pálido, aspecto melancólico, ojos
intensos, con huellas de pasiones prohibidas y sospechosos de una
horrible culpa.
Este tipo de retrato es hermano del de los propios artistas románticos. Podemos decir que, con ellos, forman una gran familia espiritual
de visionarios, conscientes de sus dones, que llegan a hacer de su propia
existencia una aventura particular. En el retrato Un romántico, de autor
anónimo, nos sentimos fascinados por la mirada, algo melancólica, que
ostenta la huella de algún sufrimiento reciente. Esta moda romántica
afectó también a la nobleza, como podemos ver en el Retrato del infante
Sebastián de Borbón, firmado por Luis Ferrant y Llausás (1806-1868)
–legado testamentario de la duquesa de Dúrcal– que se presenta de

una manera muy informal y “rebelde”, con los brazos cruzados sobre
el pecho –como solía ser representado el propio Napoleón– y una mirada algo alucinada, que refleja la irradiación de una luz interior.
El marino fue otro de los tipos más populares, símbolo de la libertad
y del riesgo, de una vida alejada de la civilización, fuera de la convención y la rutina. También fue Byron el creador de esta imagen, a través
del canto cuarto de Childe Harold. Este personaje se convierte en el
reflejo del héroe romántico, que se realiza como individuo a través del
viaje. El Retrato del marino Sánchez es una de las mejores efigies masculinas pintadas por Federico de Madrazo (1815-1894). El retratado nos
mira fijamente desde la cubierta de un barco –en el extremo izquierdo
del cuadro es visible un mástil y su escala–. Va ataviado elegantemente
con levita negra, camisa blanca y corbata y porta, en su mano izquierda, un sextante. Tiene una pose, a la vez solemne y distante, de aire
netamente inglés y su figura se recorta sobre un fondo de celaje crepuscular.
Muy europeo es también el personaje anónimo –Caballero romántico– de la magnífica escultura de Antonio Solá (1782/1783-1861),
en mármol blanco firmada y fechada en Roma, en el año 1847. Otro
prototipo de romántico –anónimo el personaje y también el pintor– es
el espléndido Retrato de caballero, que se encuentra cómodamente en su
gabinete, sobriamente vestido con el característico frac y el sombrero
de copa –que reposa sobre una silla–. Está sentado ante una mesa con
libros –en uno de ellos puede leerse el autor: Jeremy Bentham–. En
segundo término se distingue un busto de Cervantes en una esquina
y un cuadro medio tapado por un cortinaje, que deja ver parte de una
balaustrada de estilo “goticista” y un celaje. El retratado podría pertenecer al círculo de artistas, políticos e intelectuales influidos en esa
época –a partir de los años 20 del siglo xix– por las teorías utilitaristas
de Jeremy Bentham, introducidas en España por los liberales españoles, en especial gracias a la labor difusora de Toribio Núñez y Ramón.
El traje masculino moderno se configura en esos momentos, sobre
todo a través del uso del frac, síntoma del triunfo burgués, austero
y despojado de los adornos y coloridos anteriores. La preocupación
por seguir los criterios de la cambiante moda seguía siendo vital para
el hombre romántico. En España, desde principios del siglo xviii, los
jóvenes de la nobleza que habían vivido influenciados por los conven-

cionalismos, las etiquetas y las modas más difíciles de seguir, habían
sido tratados con desdén por toda la literatura crítica, llegando incluso
a inventarse el término de “petimetre” para referirse al “que cuida demasiadamente de su compostura, y de seguir las modas” (Diccionario de
autoridades, 1726-1739). A finales del siglo penetró el vocablo “currutaco” y, un poco más adelante, aparecerían, para el mismo concepto,
..........................
Anónimo
Un lechuguino
ca. 1845
Óleo sobre lienzo

términos como “lechuguino” –que hacía alusión, además de al color
“lechuga” de su traje, a la excesiva influencia francesa que estos individuos sustentaban (afrancesados)– o “pisaverde”, “gomoso”, “pollo” y el
famoso “calavera” de Larra.
El cuadro anónimo, titulado tradicionalmente Un “lechuguino”, situado a la izquierda de la entrada, no describe tanto a este personaje
afrancesado de principios de siglo, como a un auténtico romántico, más
relacionado con el fenómeno del dandismo inglés: melena ligeramente
ondulada, fino bigote y perilla, gesto entre displicente y melancólico,
atuendo cuidadoso y elegante, con frac negro de botones dorados, camisa y chaleco de color blanco, pantalón gris oscuro, corbata de moña
negra y sombrero de copa gris perla, que sujeta con la mano izquierda,
mientras que apoya la derecha, en un gesto excesivamente narcisista y
amanerado, en la cintura.
Era fácil clasificar a la nueva clase media por el traje que portaba: las
antiguas casacas y calzas fueron progresivamente sustituidas por este
“uniforme”, que consiguió precisamente lo que se proponía: uniformizar y homogeneizar a la sociedad, democratizar el uso del traje; algo
impensable en épocas anteriores. Para autores como Larra, este proceso era un reflejo positivo de las progresivas transformaciones que se
estaban llevando a cabo en la sociedad: el frac era el nivelador universal de los hombres del siglo xix. Estas ideas contrastan con las de los
nostálgicos casticistas que odiaban la “confusión de clases”: Mesonero,
al describir los años veinte se alegraba de que “el gabán nivelador y la
negra corbata no habían aún confundido, como después lo hicieron,
todas las clases, todas las edades, todas las condiciones”.
El romántico quería “nivelarse” con el hombre medio, no solamente
en su forma de vestir, sino también en conceptos de cariz moral: el
hombre solamente es grande por sus cualidades interiores –tanto las
que tienen que ver con los valores mentales, como las más sentimentales, prerrogativa del corazón– y por los beneficios que sus acciones
puedan procurar al conjunto de la sociedad. En el retrato de Antonio
Díaz de Mendoza, político e íntimo amigo del pintor, Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870) hace gala de una gran penetración psicológica, capaz de trasmitirnos la bondad del modelo y su cariño personal
por éste que fue, curiosamente, el personaje que primero retrató en
su corta vida.

La hondura psicológica es también la nota sobresaliente del Retrato
de caballero, que atribuimos sin ninguna duda al madrileño Leonardo
Alenza (1807-1845) y que procede de la testamentaría de Vega-Inclán.
El pintor, poniendo otra vez los ojos en nuestros clásicos, especialmente Velázquez y Goya, lleva a cabo, con moderna soltura y economía
de medios, un potente retrato, en el que concentra toda la intensidad
expresiva en el rostro, presidido por una fuerte nariz y una profundidad inteligente en los ojos, que parecen interrogarnos con una mirada
desafiante.
Los retratos de personajes “oficiales”, de importancia política y social, se equiparan ahora con un nuevo héroe individual –el burgués–
que llegará a convertirse en el héroe moderno: en el retrato de Nicolás
Mélida y Lizana –personaje que ostentó, entre otros cargos, el de jefe
superior de Administración, ministro del Tribunal de Cuentas del Reino y consejero de S. M. la Reina Doña Isabel II– el protagonista se
presenta como un ciudadano común, con largas patillas y bigote a la
moda, que viste chaqueta abotonada con cuello de terciopelo negro,
camisa blanca y corbata de lazo. Está firmado por León Bonnat (18331922), artista nacido en Bayona, que creció en España aprendiendo sus
primeras lecciones en el Museo del Prado y en el estudio particular de
José de Madrazo. Fue valorado como pintor que extendió un puente
entre el mundo académico y las tendencias realistas, especialmente
por la difusión del retrato inspirado en la típica paleta oscura española –Velázquez–. En esta ocasión, utiliza su característica técnica de
enérgicas pinceladas largas y libres, en tonos grises y pardos y en una
penumbra que acusa y gradúa los valores luminosos al modo antiguo
español. Hace pareja con él, el retrato de su hermano, Blas Mélida y
Lizana, de la mano del conocido artista e ilustrador Enrique Mélida y
Alinari (1838-1892), sobrino del retratado.
Algunos de los individuos más altos en el escalafón social se
retratan acentuando su condición de nobleza, aunque no escatiman la oportunidad de mostrar simbólicamente sus quehaceres más queridos. El retrato de Mariano Téllez Girón, XII duque de
Osuna, firmado por el barcelonés Ramón Soldevila (1828-1873),
en 1857, muestra al duque vistiendo la capa del hábito de la Orden
de Calatrava, sobre uniforme militar y múltiples condecoraciones,
prueba de su estatus de gentilhombre: Gran Cruz y Banda de la Orden

de Isabel la Católica, Cruz de Comendador de la Legión de Honor
francesa, Cruz de la Orden de Calatrava y Collar de la Orden de Carlos IV con venera. Más interesante es el fondo de arquitectura de interior, en estilo neogótico, con el “guardanés del duque de Osuna” –del
que existen en el Museo dos litografías realizadas por Donon y firmadas por el mismo pintor–. Este espacio estaba destinado a guardar las
sillas de montar, bastes, atalajes y guarniciones de las caballerías (de
ahí su denominación, que procede de las palabras guardar y arnés); su
descripción en el cuadro nos demuestra la importancia que esta afición
tenía para el retratado.
Conservamos otro retrato del mismo personaje –Mariano Téllez–
Girón, XII duque de Osuna– esta vez firmado por el aragonés, pintor y
coleccionista, Valentín Carderera y Solano (1796-1880), en el que, el
modelo, se muestra bien diferente, mucho más
joven, ataviado con uniforme de guardia de
Corps. A diferencia del anterior, no se trata
de un retrato convencional, sino que tiene
un signo marcadamente romántico, visible en la gallardía y juventud del protagonista y, especialmente, en su actitud, que
es, a la vez, melancólica y de distinción
displicente. A ello se suma el inevitable
fondo de jardín, pequeño fragmento de
naturaleza que promete un refugio ante el
fragor del mundo, donde las plantas filtran
una confusa pesadumbre y cierta tristeza.
. .........................
Antonio Solá
Caballero romántico
1847
Mármol

xxii
sala
El despacho
·····
E
l despacho, pieza indispensable para cualquier burgués que se
preciara, era la habitación del trabajo y, por ello, aludía al pensamiento y a la ciencia. Solía tener una decoración muy contenida y seria aunque el desorden era también signo de creatividad
intelectual en el hombre (es un desorden de cariz muy diferente al que
puede reinar en el boudoir femenino).
Las paredes se decoran con un papel de gusto muy inglés, con motivos sobrios y muy elegantes, y los muebles combinan el estilo fernandino, sencillo y austero, con el isabelino, caracterizado justamente
por lo contrario, ya que busca, ante todo, la comodidad –suelen ser
muebles bien acolchados y mullidos– unida a una cierta ostentación,
que no logra ocultar el progresivo empobrecimiento de los materiales
y las técnicas.
La mayor parte del mobiliario responde al primer estilo que, dada su
linealidad y austeridad, se corresponde más claramente con el carácter masculino. De influencia Imperio son los dos preciosos sillones de
caoba, de gran sencillez de líneas, con predominio de las formas rectas
y con patas traseras de sable, derivación del “klismos” griego. También
de estilo Fernando VII es la importante mesa de madera de caoba, con
cinco cajones en el frente –con decoración de taracea alrededor de la
bocallave– y dos cajones secretos laterales. Perteneció al marqués de la
Remisa –se exhibe junto a su retrato, en el que también aparece reproducida– y fue adquirida a Isabel Regoyos, viuda del pintor y director
del Museo del Prado, Aureliano de Beruete.
Sobre la mesa descansan algunos objetos relacionados
con la escritura: escribanía, pluma, abrecartas, pisapapapeles y la carpeta original para guardar documentos pertenecientes al ministro Juan Álvarez de
Mendizábal.
La sillería, de en torno a los años treinta, en madera de caoba y tapizada con


damasco de color vino, es de estilo “Reina gobernadora”. La proporción del sofá le concede intimidad elegante: todo su profuso decorado
lo enriquece, de una manera coqueta. Combina la profusión de curvas, con el respaldo de borde sinuoso y el copete tallado con volutas,
que será una característica típicamente isabelina, con el motivo de los
cisnes tallados en el frente de los brazos, derivados del estilo Imperio
francés, pero aplicado de forma más esquemática.
Las sillas son “volanderas”, muy ligeras, simples y austeras, con copete coronado en concha o venera y volutas estilizadas. No hay que
olvidar que estos espacios solían estar cubiertos con alfombras y tenían
como sistema de calefacción la chimenea o el brasero.
A la derecha de la salida, se exhibe una bonita y práctica cómoda
buró, que podía ser utilizada también como escritorio, con decoración
clasicista que sigue los criterios del mueble fernandino y patas rectas en forma de estípite, adornadas con acanaladuras y baquetones. El
mobiliario se completa con un elegante buró de biblioteca en caoba,
situado al lado de la ventana, en la pared derecha, cuyo cuerpo inferior
–con tres cajones y una tapa abatible– se utilizaba como escritorio y
el superior como vitrina –dos puertas con cristal rematado en forma
semicircular– para colocar libros. Muy a tono con él, es la sobria cómoda tocador, derivada de los modelos “Regencia” francesa, en madera
de caoba, con cuatro cajones en el frente y con aplicaciones metálicas
en bocallaves, tiradores y capiteles.
En cuanto al recorrido temático, continuamos con la galería humana
iniciada en la sala anterior, por lo que, a través de una serie de pinturas
y estampas, se da un repaso a los semblantes, vestimentas y actitudes
de diversos personajes relacionados con los prototipos masculinos del
momento: militares, banqueros o “nuevos ricos”.
Por lo que respecta al grado militar se exhiben, a la izquierda de la
entrada, diversos uniformes y condecoraciones, correspondientes a los
diferentes cuerpos del ejército: desde un capitán de ingenieros, a un
...............................
Vicente López
El Marqués de la Remisa
1844
Óleo sobre lienzo


miliciano nacional, pasando por un gastador, un húsar de la princesa o
un militar con uniforme de gala.
De la mano de Antonio María Esquivel (1806-1857) –uno de los
más fructíferos retratistas del momento– se exponen dos retratos de
busto: uno es de un joven militar que luce guerrera negra, adornada
con charreteras y botonadura plateadas, fechado en 1837; mientras
que el otro, procedente de la testamentaría de Vega Inclán, está fechado en el año 1843 y es un Retrato de un capitán de ingenieros, de afilada
nariz y denso mostacho.
En otros casos conocemos el nombre del retratado, como “José Robles, Gastador del Regt.º de Murcia”, firmado por “Javier de Urrutia –Cádiz 1841”, personaje con potente fisonomía, de frondosa barba negra y
mirada fija en el espectador, que porta uniforme de gastador, bayoneta
y mochila a la espalda. Estos soldados portaban herramientas –mazos,
picos y palas, etc.– con las que iban “gastando” las asperezas del terreno de vanguardia, por donde, más tarde, deberían pasar el grueso
de las unidades. Por ello solían elegirse entre los más altos y fuertes,
con envergadura, ya que además desfilaban siempre a la cabeza del
batallón.
Pero sin duda, el más romántico de todos es el firmado por Francisco de Paula Van Halen (1800/1820-1886/1887) en 1845 –Un húsar
de la princesa–. Este regimiento fue creado en 1833, con el nombre
de Princesa Isabel María Luisa, futura Isabel II. Utilizado inicialmente
como escolta de honor de ésta, el estallido de las Guerras Carlistas
hizo que pasase a prestar servicio en campaña, junto al resto de los regimientos de caballería. En el cuadro, un soldado de caballería vestido
a la húngara, con chacó de gran plumero rojo, bandolera y botas altas,
aparece sobre un encabritado caballo, vislumbrándose, al fondo, un
sugestivo y oscuro paisaje, con humareda y cielo nuboso y en segundo
término, dos lanceros a caballo. Los ecos del retrato de Don Pantaleón
Pérez, de Goya, son evidentes, así como la asimilación de sus aciertos
por algunos artistas franceses como Delacroix.
........................................
Francisco de Paula van Halen
Un húsar de la Princesa
1845
Óleo sobre lienzo


Un pequeño marco vitrina con diversas miniaturas de retratos de
militares –desde un marino de finales del siglo xviii, hasta un teniente
de la brigada de artillería de las RR.GG. de Corps, un joven oficial
del 26 de Infantería con la Cruz de la Legión de Honor francesa o un
viejo alabardero del rey– viene a completar este sucinto panorama de
una época, en la que los pronunciamientos, las guerras y los cambios
políticos llenaban la vida de todos los días.
Un tipo masculino muy común en el momento fue el burgués adinerado, el hombre de negocios o el que ostentaba importantes cargos
oficiales. Solía ser también un intelectual, muchas veces coleccionista,
sensible y atento a la cultura del momento. Su alta posición social se
reflejaba en el ambiente y también en los objetos que le rodeaban.
El retrato de Fernando Álvarez Martínez, situado enfrente, a la derecha, firmado por Federico de Madrazo (1815-1894) en 1849 y donado
al Museo por legado testamentario de sus descendientes, presenta al
que fuera ministro de Gracia y Justicia, de medio cuerpo, sedente,
con el rostro mirando al espectador. Viste uniforme de gala, con el
grado de capitán y va condecorado con Gran Cruz de Carlos III –instituida por el rey el 19 de septiembre de 1771–. A pesar del ingente
uso de estos elementos, el pintor no sacrifica la figura únicamente a
los accesorios decorativos, sino que está atento también al carácter
del personaje retratado. En este extraordinario óleo, Madrazo vuelve
a demostrar su conocimiento de la pintura clásica española –especialmente de Diego Velázquez– cuyas lecciones aprendió en sus visitas al
Museo del Prado.
Curiosamente acompaña a este cuadro una estatua de plata –situada
sobre la repisa de la chimenea, junto a un bonito reloj de Londres– con
la figura alegórica de la Justicia, realizada por la Real Fábrica de Platería Martínez hacia 1849 y dedicada, por la villa de Medina de Pomar
(Burgos), a Fernando Álvarez Martínez como ministro. Se trata de una
producción de la última etapa de la fábrica (cerrada en 1867), cuando
ésta se encontraba bajo la dirección del famoso platero José Ramírez
de Arellano.
Asistimos también ahora a una nueva situación social del artista,
convertido en productor libre, y a una nueva clientela, constituida por
la nobleza y la burguesía terrateniente que, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo, solicita masivamente obras de arte con destino
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al adorno de sus casas y como el método más útil para la consolidación
de su recién adquirido estatus económico y social.
A lo largo de todo el siglo xix, las características del mercado del
arte fueron cambiando y adaptándose progresivamente a la nueva situación económica y social. La demanda de obras se amplió a grupos
que hasta entonces no habían ejercido un papel digno de mención en
el panorama artístico. Poco a poco la monarquía fue perdiendo su
papel de protectora; también la Iglesia carecía de las rentas de antaño
y la aristocracia y las grandes familias nobles, lejos de poder adquirir
nuevas colecciones, tenían que ir subastando las que les quedaban. Los
mecenas se reducían ahora, como bien apuntaba la prensa del momento, a los particulares, esos “burgueses enriquecidos de repente [que]
no entienden una palabra de arte ni les importa”. Efectivamente, la
burguesía, en su deseo de emular a la nobleza y de mostrar su nueva y
pujante situación, comenzó a adquirir arte para decorar sus mansiones
y resaltar su distinción social, con el fin de convertirse en verdadera
élite. El artista poco a poco fue consciente de que el posible triunfo o
fracaso de su obra estaba en manos de estos amateurs y de sus gustos.
Como hombre de negocios, en esta sala nos sorprende la fuerte presencia y personalidad del retrato –de tamaño natural y situado a la derecha de la chimenea– de Gaspar de Remisa y Meriones, primer marqués
de Remisa (1784-1847), banquero y coleccionista, que pudo permitirse el lujo de ser retratado, en 1844, por el pintor de cámara de la
reina, Vicente López (1772-1850). Sabemos que su casa se encontraba
en el número 13 de la calle de la Salud y que poseía una importantísima colección de cuatrocientas pinturas. La decoración, los muebles y los objetos que aparecen en su entorno parecen escudarle y nos
proporcionan información, tanto de la situación y posición social del
personaje, como de su psicología y gustos. Se trata del retrato de un
noble intelectual, elegante en la prestancia y en el vestir. A modo de
instantánea, descansa una mano sobre diversos documentos, mientras
que con la otra sostiene los guantes, la chistera y el bastón, como si
estuviera preparado para salir o acabara de llegar al despacho. La mesa
de despacho sobre la que se apoya es una pieza que merece nuestra
atención, ya que, como hemos visto, contamos con el original, que se
exhibe junto con el retrato.

Bien diferente se muestra Antonio María Esquivel en el retrato de
Nazario Carriquiri –situado al otro lado de la chimena– de indudable
menor calidad, seguramente por haber estado realizado, en su mayor
parte, por manos de taller, sin el dominio artístico, la maestría en el
dibujo, la calidad pictórica, la minuciosidad en los detalles o los toques
maestros de pincel, que son las características más destacadas de los
cuadros anteriores. En todo caso, es un documento interesante, en
tanto que refleja a este importante hombre de negocios, ganadero y
coleccionista, entre las pinturas de su famosa colección de la calle de
Jacometrezo, en Madrid.
A la izquierda del espejo, dos magníficos dibujos a lápiz firmados
por José de Madrazo (1751-1859): el Retrato de Luigi Fabri, importante
artista grabador, nacido en Roma y un Retrato de caballero desconocido,
que muestra la moda impuesta desde Francia del perfil “a la romana” y
que, desde el punto de vista técnico, demuestra una clara influencia de
Jean Auguste Dominique Ingres.
A la derecha, al lado de la ventana se expone el espléndido retrato
atribuido a Bernardo López Piquer (1799-1874), de hacia 1835, El
banquero Jaime Ceriola, procedente de la testamentaría del marqués, que
nos muestra al tío abuelo del fundador del Museo, vestido con levita
de color negro azulado, cuello blanco abierto, corbatín, lazo blanco y
camisa. Se presenta ante un fondo negro, sobre el que destaca el volumen de la cabeza, de poderosa plasticidad y la carnación del rostro,
modelada con un suave esfumado, que contrasta con el diseño preciso
y lineal con que están pormenorizadamente descritos los cabellos y las
cejas. El Banco de San Carlos, creado en 1785, desapareció en el año
1829, convirtiéndose en el Banco de San Fernando, con capacidad para
emitir moneda en Madrid. Más adelante, ya en el año 1844, se creó el
Banco de Isabel II, como primer banco crediticio privado, que inició el
proceso de adecuación de la banca española a los cambios de la industrialización y la implantación del modelo capitalista.
Otro personaje del mundo de las finanzas, aunque sin ninguna relación con la cultura, fue Santiago Alonso Cordero, “El Maragato”, que se
exhibe en el paño del frente, a la izquierda. Su retrato, firmado por
Esquivel en 1842, representa a uno de los primeros “nuevos ricos” de
la época: le tocó en la lotería una suma tan enorme, que hizo saltar la
banca del Estado. Esto fue posible porque esta primera Lotería Primi-

tiva, inaugurada por Carlos III a imagen de la de Nápoles –a diferencia
de la Lotería Nacional, que nació en Cádiz durante la Guerra de la
Independencia– no ponía límites al dinero que los jugadores podían
apostar, de modo que el Estado no siempre ganaba.
En este caso, el retratado –también de tamaño natural y de pie–
va vestido con el típico traje de maragato –de la comarca leonesa de
la Maragatería, al oeste y sur de Astorga, cuyos habitantes tenían por
ocupación principal la arriería (trajinar con bestias)– con el cabello
peinado en “garnacha” (en León: melena que cuelga sobre los hombros). Apoya su mano izquierda sobre una mesa de despacho y con la
diestra sujeta el sombrero.

xxiii
sala
La sala de billar
·····
O
tro espacio característico de la sociabilidad masculina fue
la sala de billar que, por lo general, debía estar situada cerca
de los salones nobles y del comedor –se solía jugar después
de comer, para “bajar” los alimentos o en las interminables tardes de
asueto– y pertenecería a un ámbito semipúblico. La decoración solía
ser muy sencilla y, aunque en este caso los muros están pintados en un
intenso verde, no era de extrañar la utilización de paneles de madera
de roble o caoba hasta la mitad o tres cuartos de la pared, lo que se
llamaba zócalo o arrimadillo –aunque más adelante se denominó a esta
forma de cubrir las paredes empanelado o boiserie– dejando el resto del
muro pintado o empapelado en oscuro.
El billar moderno se estableció en el siglo xix, cuando se produjo un
gran progreso técnico en la elaboración de las mesas y los tacos. Llegó
a España con la dinastía borbónica y fue, desde sus inicios, un juego
vinculado a la aristocracia y al ámbito masculino.
La sillería, compuesta por tresillo, sillones y sillas, es típicamente
isabelina, de en torno a los años 1860. A diferencia del predominio de
la línea recta del mueble fernandino, ésta se caracteriza por un suave ondulado –símbolo de la nueva religión del “confort”– que parece
envolver discretamente al que se sienta en ella. Se diría que ha sido
curvada a propósito, siguiendo ese concepto de amabilidad acogedora. En el sofá, el respaldo triple en “espejos” ovalados o “gallones” y
la tapicería almohadillada, contribuyen a ese efecto de blandura. Los
silloncitos y las sillas, también con respaldos ovales tapizados, tienen
faldones ondulados y patas curvadas de tipo cabriolé.
También reflejo de esta adaptabilidad es la silla llamada voyeuse o
conversation chair, con asiento bajo y el copete del respaldo almohadillado, para servir de apoyo a los codos del ocupante sentado en ella a
horcajadas para observar comodamente la partida.
La mesa de billar fue conocida como mesa de trucos; ésta es de una
solidez y elegancia extraordinarias y está firmada por uno de los fabricantes con mayor fama del momento: Francisco Amorós, de Barcelona.


Éste fue, además, un gran teórico del billar, que escribió la importante
y curiosa Memoria sobre la construcción de mesas de billar, origen histórico del
juego, y solución de varios problemas.
Sirven de apoyo al juego varios accesorios, como son la taquera,
una guía para tacos y varios juegos de tacos, con una delicada labor de
marquetería, además del ábaco o contador.
En este ámbito de entretenimiento exclusivamente masculino, era
muy común que las paredes estuvieran adornadas –casi forradas– con
retratos únicamente femeninos (estupenda ocasión para llevar a cabo
una galería de este tipo de género tan romántico). Son una oportunidad única para comparar cómo se van desarrollando las modas –peinados y accesorios– y cómo van cambiando, junto al ideal de belleza,
a lo largo del siglo.
Comenzamos nuestro recorrido por una bonita pareja, que se exhibe en el paño de la derecha. Atribuida al pintor B. de la Cour y, seguramente, pintada en Inglaterra, muestra un carácter marcadamente
europeo. Desde su compra, sus protagonistas han sido identificadas
como Lucía de Riego, la cuñada de Rafael Riego y María Teresa del Riego
y Bustillos, sobrina de éste, con la que se casó por poderes en Zaragoza
en 1821. Ambas pudieron ser retratadas durante su exilio. La primera,
Lucía –cuya identificación es menos segura– encarna un nuevo tipo
femenino, estilizado y de una refinada sensualidad. Porta un impresionante vestido de terciopelo, con amplio escote por debajo de los
hombros, que marca una ligera curva sobre los senos. Las mangas son
abullonadas, casi globulares y en forma de “pierna de cordero”. Lleva el
remate del corpiño emballenado en forma de V (aguijón), lo que genera
un triángulo marcado en el centro, por debajo de la cintura. El cabello
también es característico de esta época de finales de los años veinte y
principios de los treinta y se conoce como “peinado de jirafa” en el que
se mantiene la raya al medio, pero van desapareciendo los pequeños y
tímidos rizos, para sustituirse por unos tirabuzones más grandes y marcados, que caen a cada lado y necesitan sujetarse en una moña alta en la
parte central de la cabeza. Apoya elegantemente su blanca mano sobre
un manto de armiño y deja entrever un fondo de naturaleza, donde los
contornos se diluyen y se ablandan a través del uso de la luz, lo que
provoca una sensación de sueño onírico e irrealidad.

La segunda, mucho más contenida, refleja la típica belleza meridional, exquisita y frágil. Está sentada en un sillón, en un interior y va
vestida de estricto negro, que contrasta con el blanco de la toca –que
se ata a la barbilla– y la gorguera, que enmarcan la palidez de un rostro
fino, de expresión dulce y melancólica. Estas dos prendas solían llevarse a diario y en casa estando inspiradas en lo que se pensaba había sido
la moda isabelina –Isabel I de Inglaterra (1533-1603)–. En las manos
vuelve a destacar el inmaculado blanco de un pañuelito de holán y el
anillo, símbolo de su condición de casada.
De gran belleza es el retrato de la Señora deVargas Machuca, en el paño
de la izquierda, de Vicente López (1772-1850) –de hacia 1840–donde
predomina la simplicidad y sencillez, sin la artificiosidad tan habitual en
el pintor. La esposa del grabador (otras mujeres de artistas se encuentran en la sala XX) está representada de busto, mirando directamente al
espectador, destacándose sobre un sobrio fondo neutro. Viste un atuendo en tono verde, con puños de piel y adornos de pasamanería, hombros
escotados y berta blanca de volantes y blonda sobre el escote. La nota de
color se centra en el collar de coral rojo, a juego con los pendientes. El
pelo moreno y rizado se distribuye con armonía alrededor de su rostro,
de valor humano intenso y mirada comprensiva. Con la mano derecha,
en la que luce la alianza, sostiene un guante con gran delicadeza.
El más importante retratista del momento fue, sin duda, Federico
de Madrazo (1815-1894), que logró adquirir con la práctica de este
género una sólida reputación internacional, que le procuró importantes beneficios económicos.
El retrato de Nicolasa Aragón, duquesa de Ahumada –1843– (esposa de
Francisco Javier Girón y Espeleta, el que fuera fundador de la Guardia
Civil) es un busto con marco en forma octogonal, en el que vuelve a
situar a la dama de frente, ataviada con vestido muy escotado, que deja
los hombros al aire. Las joyas –espléndido broche, collar de perlas de
tres vueltas y pendientes a juego– destacan con un destello de luz. El
peinado evoluciona: se desploman los altos moños y comienzan a aparecer los tirabuzones a ambos lados de la cabeza, manteniéndose la raya
en medio. El cromatismo se vuelve más sobrio, basado en los acordes
únicos del ocre y el negro –no aparece la consabida berta blanca– que
contrastan con las blancas carnaciones, en un alarde muy velazqueño.

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Vicente López
Señora deVargas Machuca
ca. 1840
Óleo sobre lienzo

En el Retrato de la infanta Luisa Fernanda de Borbón –1847– el artista
hace gala de lo mejor de su maestría pictórica en el despliegue de una
paleta clásica, aunque de extraordinaria riqueza cromática, que aparece sobre todo en el vestido, a base de tonalidades negras, rojas y blancas, utilizadas con una absoluta libertad de trazo y una jugosidad de
materia de asombrosa modernidad y espléndidos resultado plásticos,
visibles tan sólo en las mejores obras del pintor. Las lecciones de Goya
y, especialmente, de Velázquez le llevan a lograr combinar la habitual
justedad de su dibujo –que modela la cabeza de forma detallada– junto
a una extraordinaria libertad en el resto del cuadro, como en los ropajes y el fondo, apenas insinuado a través de toques anchos de pincel.
Dos desconocidas son retratadas en la década de los años cincuenta
de forma bien diferente. El primer retrato de dama, atribuido a Carlos
Luis de Ribera presenta a su modelo en toda su opulencia y juventud,
enfrentándose directamente al espectador, con una mirada inteligente y
penetrante y un precioso rostro ovalado, con mejillas sonrosadas y barbilla en la que destaca un hoyuelo. Su carnalidad queda remarcada por
el escote, por debajo de los hombros, que deja trazar, sobre los senos y
a la altura de las clavículas, un arco sinuoso, con un ligero entrante en el
centro, denominado en coeur. La berta de blonda blanca contribuye aún
más a este efecto, subrayando el contraste entre el negro del vestido,
el color nacarado de las carnes y el rojo del chal que deja caer voluptuosamente sobre los brazos. Está peinada a la moda del momento, con
raya en medio y largos tirabuzones en los laterales –peinado de “orejas
de perro”–.
El retrato de dama –situado en el primer lugar del paño izquierdo –del
sevillano José María Romero (1815?-1880?), fechado en 1853– capta a
la retratada en un interior, con un fondo de marcada arquitectura gótica, a base de arcos apuntados sobre columnas, acorde con la exaltación
romántica del mundo medieval y de sus viejas formas de religiosidad.
A tono con este ambiente, la protagonista, vestida de riguroso negro,
se muestra seria y un poco melancólica, no muy bella ni tampoco muy
joven, pero con un encanto de intimidad muy propio de la época. En
esos años, el traje femenino atraviesa el momento de mayor austeridad, con el remate del cuerpo –corpiño– o chaquetilla en uve –aguijón– fuertemente emballenado y la falda de volantes muy amplia –a lo
que contribuye el uso, bajo la misma, de gran cantidad de enaguas–.

Ya en el paño frontal se exhibe, a la izquierda, el retrato de Filomena
Sánchez Salvador de la Mancha-Real, de Antonio María Esquivel (18061857), de en torno a 1843, que es otro de los ejemplos de la práctica
de un género que, si bien podía parecer convencional, fue cobrando
progresiva importancia con el transcurrir de los años. La protagonista
se encuentra al aire libre, con un fondo de jardín, libertad ésta muy del
gusto inglés y poco usual en nuestro retrato femenino, que habitualmente condena a las mujeres a habitar en aburridos interiores domésticos aunque, eso sí, con algún viso de coartada naturaleza al fondo. La
retratada fue dama de la reina Isabel II y falleció sin haber contraído
matrimonio, hecho éste nada desdeñable para la época. Quizás por eso
el pintor se atreve a ser tan franco, mostrando a una dama nada bella,
aunque de rostro muy expresivo, en el que destaca un fuerte temperamento –una mujer con carácter– combinado con cierta ternura: ojos
oscuros, nariz marcada, cabello negro con raya en medio y peinado con
tirabuzones a ambos lados del rostro, a la moda del momento. Viste un
traje muy escotado, de seda tornasolada de color gris perla, con berta
de encaje blanco en el escote y una rosa prendida en el pecho. Apoya
su brazo izquierdo sobre un pedestal de mármol mientras sostiene con
una mano un guante y, con la otra, un abanico y un pañuelito blanco
–accesorios imprescindibles a toda dama que se precie–. La sencillez,
la naturalidad y el alejamiento de la ostentación, muestran a un ser
cultivado y de mundo, que se maneja con una especial desenvoltura.
El retrato de María Antonia Muñoz yValdés, colgado a la derecha de la
entrada, del sevillano José Gutiérrez de la Vega (1791-1865) –firmado
en Madrid, en 1861– presenta a su modelo de tres cuartos, como una
gran dama en su tocador: sobre una consola, una repisa sobre la que
descansa un jarrón con flores y algunos frascos de perfume. La estancia
se abre hacia un paisaje natural con un amplio celaje. La retratada –por
cierto, algo chabacana en su esplendor– luce en el cuello una ostentosa cruz de oro y esmeraldas y, en los brazos, pulseras de perlas de
dos vueltas. En esos años un rasgo esencial del vestir fue el aumento
considerable de la falda, a través del uso de la “sobrefalda” –también
denominada túnica– que además, como en este caso, podía ir abullonada, lo que hacía parecer al cuerpo y a la cabeza desproporcionados
y pequeños en comparación con ella; además la crinolina –miriñaque–
adquiere en esta década sus mayores proporciones. Porta un vestido
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Carlos Luis de Ribera
M.ª Leonor Salm-Salm, Duquesa de Osuna
1866
Óleo sobre lienzo

azul escotado, con adornos de encaje negro y lazos de raso superpuestos que recorren la parte central del cuerpo, rasgo que desvela la influencia rococó en el vestir. Esta influencia dieciochesca se acrecienta
aún más por la decoración de la habitación, en la que se distingue, a la
derecha, un espejo con marco de rocalla.
La misma nostalgia que inspiraba al público romántico el deseo de
hacer resucitar un pasado medieval lejano, le hizo sentir un interés
hacia la moda de Luis XV. Pero había otras causas, aún más profundas
que las puramente estéticas, para este retorno hacia el gusto por el
siglo xviii que tenían que ver con consideraciones sociales y políticas.
La clase burguesa, que se desarrollaba con un anhelo creciente de lujo
y un intenso deseo de refinamiento aristocrático, gustaba cada vez más
de emular a la antigua élite y de evocar el refinamiento aristocrático
del siglo pasado.
Otra obra del madrileño Carlos Luis de Ribera (1815-1891) es el
Retrato de la duquesa de Osuna, situado en el centro del paño frontal, en
el que la dama –de busto, sobre fondo gris neutro– se muestra de forma más elegante e intimista y menos descarada, girando dulcemente
su cabeza hacia la izquierda, sin mirar directamente al espectador. Fue
realizado en 1866, año de la boda de María Leonor Salm-Salm (18421891) hija única del príncipe Francisco José Federico, perteneciente
a una de las casas principescas más antiguas de Europa– con Mariano
Téllez Girón (1814-1882), XII duque de Osuna (del que hemos visto
un par de retratos en la Sala XXI), cuando ella contaba veinticuatro
años. Porta un precioso vestido blanco de amplio escote, con adornos
de puntillas y prendidos de margaritas, a los que se suman un impresionante collar de perlas con “pendentif ”, pendientes de perlas en forma de lágrima y aguja a juego en el pelo. En esta década, el peinado ha
perdido toda su grandilocuencia y el cabello se distribuye en pequeñas
series de rizos u ondas y moño bajo a la griega.
A su lado está María Bosch de la Presilla –1875– que fue retratada en
el estudio de Federico de Madrazo, amigo de su padre, Pedro Bosch,
célebre marchante catalán establecido en Madrid, fundador del barrio
del Puente de Vallecas, primitiva colonia de viviendas de obreros y
empleados del ferrocarril. La modelo, sin duda, debía de conocer al
pintor, por lo que llama más la atención su excesivo envaramiento y
seriedad, aunque se debe tener en cuenta que, ya a la edad de 10 años,

las niñas debían comportarse como auténticas señoritas casaderas. La
obra corresponde a la etapa postromántica del artista, caracterizada, a
partir de los años setenta, por una clara búsqueda de valores estructurales, más que por la penetración psicológica del retratado. La excepcional maestría de Madrazo en este género reside más en su facilidad
de creación y en la rapidez de visión, que en la captación del carácter
de sus personajes. Se acentúa el gusto por lo decorativo, expresado
aquí en los delicados tonos rosas y blancos del vestido. Éste, de hechura muy rectilínea, en el que la superposición de prendas deja ver
los límites de cada una de ellas, lleva pañoleta y sobrefalda o delantal,
muy geométrico y a juego, rematado en flecos y con abundante pasamanería –característica de esta época denominada del “pelouche” que
se corresponde a los burgueses años de la Restauración–.

xxiv
sala
La estufa o serre
·····
E
l gusto por las plantas y la naturaleza fue una característica plenamente romántica. Asistimos en esos momentos a un elogio
de la vida campestre que, evidentemente, se hizo desde la ciudad y que constituyó la primera protesta en contra de la vida urbana
moderna.
El jardín guarda un parecido mágico con el de los sueños y tiene mucho que ver con el arquetipo platónico (alegoría del universo). La naturaleza es para el romántico el lugar al que el hombre vuelve cuando
quiere descansar y el jardín, precisamente, es el lugar más íntimo y cerrado, que nos produce la sugestión innata de un refugio, de una dicha.
Por ello, la estufa, también llamada serre –palabra francesa– o invernadero de plantas, se puso inmediatamente de moda. Era un espacio
destinado a todo tipo de plantas, especialmente las exóticas, que hacían las delicias de los curiosos y suponían un elemento de prestigio
para la casa. Además, su naturaleza privada y enclaustrada prometía un
refugio ante el fragor del mundo.
Ante la imposibilidad de recrear exactamente en el Museo este espacio lleno de plantas, se ha aprovechado una galería de paso para sugerir una pequeña serre, con dos grandes vitrinas de pared. En la de
la izquierda se exponen delicadas piezas de cristal y opalina –vidrio
traslúcido, de aspecto ligeramente lechoso– de la Real Fábrica de La
Granja, Segovia (Depósito MNAD), con todo tipo de tipologías –jarrones, garrafas, frascas, jarros, botes de farmacia, copas, etc.– datadas
entre 1775 y 1810 y, a la derecha, curiosísimas piezas de vajilla de
cerámica estampada –técnica de origen inglés y de tipo industrial que
se pone de moda en esos momentos– con ilustraciones plenamente románticas, que llevan títulos tan hilarantes como “Ambición al dinero”,
“Amar sin resultado”, “Plática de cacería”, etc.
La loza estampada empezó a producirse a finales del siglo xviii en
Inglaterra. En España, conoció un gran desarrollo a lo largo de todo el
siglo xix, dado que era una técnica mucho más económica y rápida, que

podía competir en el mercado con la porcelana de importación. En un
primer momento, se repitieron modelos ingleses y, gradualmente, las
manufacturas incluyeron estampas españolas, aunque siempre con un
gusto británico –escenas basadas en ilustraciones, elementos florales o
animales– u oriental –arquitecturas fantásticas con personajes exóticos–. Las fábricas más importantes de loza estampada en España están
representadas en esta vitrina: Sargadelos, La Amistad (Cartagena) o
Pickmann, que realizaron piezas en color blanco y con estampación
principalmente en colores negro, verde, azul, rosa y marrón.
La decoración se completa con pequeñas y coquetas banquetas de
influencia francesa (ployant), tapizadas en petit point, en madera pintada
en blanco, lo que les da un aspecto más amable y dulce, que recuerda
al estilo Luis XVI, con una elegancia rococó.
........................................
Banquetas de estilo Directorio,
tapizadas en petit point
segunda mitad del siglo xix

xxv y xxvi
salas
La sala de interactivos y el teatrino
·····
E
n las dos últimas salas de nuestro recorrido se termina la exposición permanente del Museo y comienza un área destinada a
profundizar en algunos de los temas que hemos tenido ocasión
de ver durante nuestro itinerario. A través de la consulta de estampas
originales de la época, libros y catálogos monográficos, además del
ordenador, se da la oportunidad al visitante de ampliar diversa información o de acceder a distintos juegos interactivos.
Finalizamos con la reproducción del edificio del Museo en una gran
maqueta, a través de cuyos vanos podemos “espiar” y descubrir cómo
transcurría la vida cotidiana de la época en algunas de sus dependencias. Habitualmente la casa se dividía en territorios, con una distribución que se llevaba a cabo por plantas, de forma que las actividades
estaban separadas verticalmente. A la planta baja se accedía por un
espacioso zaguán, con una gran puerta de entrada para carruajes,
como podemos ver en la reproducción. De este zaguán o hall partía la
escalera noble hacia los pisos superiores y en él era donde esperaban
los visitantes, cumpliendo la función de lugar de llegada y salida de invitados. La planta baja solía estar destinada a dependencias del servicio,
como la cocina, la despensa, la bodega, los comedores para criados,
los lavaderos, la leñera, el guadarnés, etc.
En la planta principal estaban las habitaciones más importantes, que
podían tener tres categorías diferentes: habitaciones de respeto o de
recepción (espacios públicos), habitaciones formales (espacios semipúblicos) y habitaciones de o para la comodidad, destinadas al uso privado del dueño o dueña de la casa. Como ejemplo de espacio público
se representa el salón de baile y como espacio semipúblico el comedor –aunque muchas veces estaba disponible únicamente para los
miembros de la familia y sus allegados más íntimos–.
En la zona del desván o ático solían encontrarse los dormitorios
para la servidumbre y los cuartos de plancha y costura. El ámbito de
servicio de la casa era realmente “el espacio escondido” ya que, tanto

los propios criados, como sus dependencias, no debían ser vistos. Lo
normal era que por cada miembro de la casa hubiera, al menos, unas
diez personas destinadas al servicio, que muchas veces vivían con sus
respectivas familias.
Las diversas plantas se articulaban a través de dos escaleras: la principal, que conectaba la planta baja con la zona noble de la casa y la de
servicio, en el otro extremo del patio, que ponía en relación todas las
dependencias desde el sótano al ático.

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Romanticismo”, Museos.es, Ministerio de Cultura, 2009.


Museo del
Romanticismo
San Mateo, 13
28004 Madrid (España)
Tel.: 91 448 10 45
Fax. 91 445 69 40
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Cerrado:
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PROGRAMACIÓN CULTURAL
Conferencias, coloquios, seminarios, exposiciones
temporales, conciertos, actividades infantiles, etc.
DIRECCIÓN Y TEXTOS
Begoña Torres González
COORDINACIÓN
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Equipo técnico del Museo
FOTOGRAFÍA
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Miguel Ángel Otero
Paola di Meglio Arteaga
DISEÑO Y MAQUETACIÓN
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