EL DESACUERDO - Pedro Aponte Vázquez

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EL DESACUERDO
Por Pedro Aponte Vázquez
a la memoria de Borge
Fueron en verdad unos pocos, solo un puñado, los que vieron con sospecha la
negociación. De esos, algunos fueron más lejos y dieron por hecho que traía
implícita la claudicación de quienes la aceptaron, mientras para otros era un acto de
traición al movimiento de liberación en su totalidad y, por consiguiente, a la patria
misma. Fuera de ahí, los más fueron flexibles y le vieron al asunto un lado práctico.
Los quejosos insistían en que el acuerdo ofendía la memoria del máximo
dirigente histórico del movimiento de liberación, a quien llamaban El Líder y que,
peor aún, inexplicablemente colocaba a la lucha misma en peligro de extinción. El
mismo, insistían, redundaba nada menos que en la criminalización del movimiento
de liberación nacional, sin importar que a la larga contribuyera a adelantar los
propósitos del esfuerzo revolucionario.
En realidad, ese grupo de abnegados luchadores había transformado el ideario
del Líder en una especie de religión —tal vez por no conocerlo a fondo— así que,
desde su punto de vista, el acuerdo negociado constituía un pecado porque él había
postulado que el invasor no tenía autoridad alguna sobre su Pueblo. Consideraban
pecadores en ese sentido a aquellos combatientes acusados en un tribunal extranjero
de conspirar y actuar contra el enemigo porque, al admitir ante agentes judiciales
del invasor —a cambio de menos tiempo de confinamiento en sus cárceles— que
habían atacado instalaciones militares suyas, no solo les reconocían autoridad, sino,
además, cooperaban con el enemigo porque les facilitaban el trabajo de
enjuiciarlos. De ese modo, argumentaban ellos, aquellos sacrificados compatriotas
violaban, además, el precepto fundamental del Líder de no cooperar con el
gobierno que usurpó la soberanía de la nación y, más aún, desnaturalizaban sus
propias hazañas revolucionarias al transformarlas en meros actos criminales.
Además, ponían de ejemplo a otros combatientes de otra organización militar
clandestina que habían adoptado la posición del Líder y no se defendieron cuando
el enemigo los enjuició, pero sin mencionar que fueron condenados a largas penas
de reclusión como meros presos comunes.
Por el contrario, otros luchadores sostenían que, como prisioneros de guerra,
los combatientes no estaban en condición alguna de negarle poder sobre ellos al
enemigo ni estaban cooperando con él por el hecho de admitir que lo combatían y
que, mientras menos tiempo estuvieran en prisión, tanto mejor era para la causa.
Señalaban que sin fundamento alguno los contrarios habían equiparado el
concepto de negociar con el de traicionar a pesar de que es un recurso para la
solución de conflictos cuya utilidad ha quedado demostrada por siglos en los
campos, entre otros, del sindicalismo, la política partidista, el Derecho y los
procesos legislativos. Sobre este aspecto tuve ocasión de conversar con Helia,
forastera recién llegada al país quien, por ser descendiente directa del Líder, se
proclamó principal exponente de las denuncias. Al terminar ella una conferencia de
prensa me le acerqué en un aparte:
—Si se sabe que negociar es una técnica de resolución de conflictos tan antigua
como la Humanidad misma, ¿por qué esa hostilidad hacia unos compañeros que
han combatido al enemigo en el ámbito militar y solo buscan pasar menos tiempo
encarcelados y reintegrarse más pronto a la lucha? —le pregunté con disgusto.
—Es sencillo. Esa técnica, no importa lo que otros digan por ahí, está reñida
con los principios del máximo líder —respondió de igual modo.
—¿Cuáles son esos principios?
—Con el enemigo no se debe negociar porque, al hacerlo, se le reconoce
autoridad y a la larga equivale a cooperar con el invasor.
—¿Considera que negociar un acuerdo es, por el hecho mismo, cooperar con
el enemigo?
—Claro que lo es.
—¿Quiere decir que el prócer fue un líder intransigente?
—Por supuesto que sí.
—Por lo que conozco de él, no tiene fundamento sostener que lo fuera. Sé que
en críticas ocasiones fue flexible.
—No es posible que usted, un periodista, lo conozca mejor que yo que llevo su
sangre— respondió con la arrogancia que la caracteriza. Pasé por alto esa
barbaridad y continué:
—Supongo que ustedes basan sus objeciones en que él no le reconocía
autoridad alguna al gobierno de la colonia y mucho menos al de la metrópoli, ¿no
es así?
—Exactamente. Precisamente por eso es que repudiamos el acuerdo.
—¿Entonces, cómo explica que a pesar de esa posición El Líder se defendió en
las cortes coloniales y del imperio? ¿No le reconoció al enemigo, al defenderse,
autoridad para enjuiciarlo?
—No tengo nada más que decir.
—¿No defendió él a seguidores suyos en las cortes de aquí y de allá? —insistí y
abandonó veloz el recinto sin responder.
Helia, una joven mujer alta, de tez oscura, cabello negro y lacio y apariencia de
bailarina, logró introducirse rápidamente en el partido del que su antepasado había
sido fuerte inspiración y guía y se adhirió a su seno como lapa, cual si hubiera sido
allí su origen. Casi todos los hombres y mujeres que le dieron temple a la entidad y
la hicieron merecedora de la admiración y el respeto aun del enemigo, habían
cumplido su jornada vital y quedaba solamente la aureola del prestigio que le
habían impartido con sus ejemplos de entrega a la causa con valor y sacrificio.
Metódicamente buscó uno a uno a los pocos hombres que quedaban, se les acercó
a los que pudo y con zalamerías logró la admiración y el respaldo de varios de ellos.
Simultáneamente reclutó un puñado de adolescentes con los que se iba a pasar
noches acampando divertidamente so pretexto de prepararlos para sus respectivas
iniciaciones como soldados de la revolución, promovió en muy poco tiempo los
cambios que le convenía hacerle al reglamento del triste remanente del partido
político que había dirigido su célebre antepasado y se apoderó del mismo a pesar
de que, en materia de política, era una advenediza y nada conocía de la
problemática del país.
En su lugar de origen, o más bien de acogida, había estudiado Derecho y
prontamente comenzó a prepararse para revalidar sus estudios en su nuevo lugar
de residencia. Esto de por sí no fue tarea fácil, ya que debió compenetrarse de las
leyes y la jurisprudencia del sistema judicial no solo de la colonia sino, además, de
la metrópoli, pero aún más difícil fue cumplir con el requisito de ciudadanía. Para
ello tuvo que vencer una serie de obstáculos y, aunque logró salvarlos, la palabra
final la tenía nada menos que el gobierno de la metrópoli, el gobierno que el
partido que presidía estaba llamado a combatir: el gobierno responsable de la
muerte de su célebre antepasado. Había llegado a un callejón sin salida.
Entonces se acercó a Borge, un abogado sindicalista que había cumplido cárcel
por su ideología de liberación nacional y por su militancia en una entidad militar
clandestina a la que sus miembros se referían entre ellos como La Organización.
Ninguna importancia tenía para ella el hecho de que, antes de conocerlo
personalmente, lo había vilipendiado severamente en una plaza pública por ser uno
de los que acordaron admitir los hechos revolucionarios que el enemigo les
imputaba a cambio de recibir una sentencia menor de cárcel complementada por
sentencias en probatoria.
Como solía hacerlo cuando estaba en libertad, Borge me había acompañado a
un pueblo de la sierra donde anualmente se conmemora una de las principales
gestas revolucionarias en la historia del país, la primera celebración a la que él
asistía desde que salió de prisión, y nos encontramos con compañeros que también
habían optado por negociar una salida más pronta de la cárcel. Allí estaban,
además, los líderes de las múltiples organizaciones que abogaban y luchaban por la
liberación nacional y cientos de sus respectivos seguidores. En horas de la mañana
ocuparon la tribuna los líderes de la organización élite, los que se aseguraban así de
no juntarse con líderes de las organizaciones patrióticas estudiantiles y proletarias y
quienes, al terminar su participación, les requerían a sus seguidores abandonar la
plaza y regresar a sus hogares (cosa que muy pocos hacían).
Por la tarde se dirigieron al público los representantes de las otras
organizaciones y fue entonces cuando, desde la tribuna, Helia calificó de traidores a
los patriotas que habían negociado con el enemigo. Recién salido de la cárcel, pero
rebosante de salud, Borge, de baja estatura, sus cortos brazos cruzados contra su
ancho pecho, la frente salpicada de lacios cabellos blancos, se tornó rojizo y
apretando los puños quiso fulminar con su mirada a aquella mujer salida de ningún
sitio que optaba por desprestigiarlo en medio de una plaza pública atestada de
compañeros y compañeras de lucha patriótica. Los patriotas aludidos no solo no
tuvieron oportunidad de defenderse allí y entonces, sino que estuvieron en riesgo
de ser agredidos físicamente encima del insulto por los llamados soldados de la
revolución y probablemente, además, por los agentes provocadores que el
verdadero enemigo acostumbra colocar entre la gente que protesta, sobre todo, en
lugares públicos.
—La próxima vez vendremos armados —me dijo Borge entre dientes, pero
afortunadamente habría de descartar pronto esa descabellada idea, pues como
abogado y, sobre todo, como sindicalista, era más dado a persuadir que a
confrontar mientras ello fuera razonable y hasta los adversarios reconocían sus
destrezas en las mesas de negociación. El hecho de que perteneciera a una
organización clandestina de tipo militar no era contradictorio, pues en su mente
estaba claro que con ello recurría a la defensa propia, la defensa propia de la patria
que había sido invadida por un ejército usurpador, tal cual lo había expuesto El
Líder. Siempre había sido ejemplo de un saludable estilo de vida, de disciplina y de
militancia y si alguna debilidad lo caracterizaba era la atracción que sentía por las
mujeres en general y por las compañeras de lucha en particular —siempre que
fueran solteras.
Una calurosa tarde, meses después, participábamos en un piquete en el que
casualmente estaba Helia y mientras caminábamos me confesó que comenzaba a
sentirse atraído por ella y que ese hecho lo mortificaba porque era, según dijo, "la
única mujer bella por la que solo quiero sentir desprecio". Su comentario de que
comenzaba a sentirse atraído por aquella mujer que le pareció bella me pareció un
mal augurio y pensé que, a solo semanas de incógnitos agentes de la ley y el orden,
celosos guardianes de la democracia, asesinar a tiros en su propia casa al principal
líder de la lucha clandestina, el otro valioso líder de esa lucha no debía caer en
manos de quien, como ya se comentaba, creía firmemente que el fin justifica los
medios. Sin embargo, consideré exagerada mi preocupación al recordar su reacción
ante los insultos que ella le había dirigido desde la tribuna, además de toda la
información negativa que sobre ella había arrojado una investigación que condujo
sobre sus actividades políticas y personales a partir del momento en que llegó
como en paracaídas al país. A través de La Organización, Borge se había enterado de
que, desde antes de llegar, Helia y otros familiares obtenían provecho material y de
toda índole del vínculo sanguíneo con aquel personaje de estatura continental que
vivió y murió dando ejemplo de entrega total a la defensa de su patria y de la
dignidad de su Pueblo y de que persistían en esa práctica. Se enteró, además, de su
arrogante desprecio por la disciplina de partido y de su disposición a recurrir a
cualquier medio para alcanzar sus aspiraciones. Su confesión me preocupó por
razones de seguridad y por sus posibles implicaciones para la lucha en general y
para La Organización en particular y no lo pasé por alto.
—¿Estás bromeando? —le pregunté enseguida.
—Ojalá lo estuviera.
—Eso es un asunto muy serio que puede acarrear serias complicaciones —le
advertí.
—¿Crees que no lo sé? Por eso me preocupa, pero es de primera intención. De
inmediato rechazo el pensamiento porque sería una atrocidad.
—Comoquiera me preocupa porque... tú sabes lo que dicen de un sencillo pelo y
una yunta de bueyes...
—No me hagas reír. En eso no caeré aunque no hubiera otra mujer en todo el
archipiélago; te lo aseguro.
—Magnífico. Cuento con eso por todo lo que ceder implica —le dije y con ello
dimos por cerrado el asunto.
Terminado aquel piquete, Helia abordó a Borge con la más amplia de sus
sonrisas y sus más sensuales contoneos. Pasando por alto mi presencia, le dijo que
se encontraba en un tranque porque, a pesar de reunir los requisitos para obtener la
ciudadanía del invasor y poder entonces ejercer su nueva profesión, todavía tenía
dificultad con aspectos que no dominaba del Derecho, en particular del derecho de
corporaciones, y le habían sugerido recabar su ayuda. Él respondió que en lugar de
buscar la ciudadanía del imperio debía condenarla porque se nos había impuesto
para utilizarnos como carne de cañón y que solamente la ayudaría si le garantizaba
que su propósito era el de estar en mejor condición de combatir al enemigo.
Interrumpí para despedirme del compañero y me fui pensando que en realidad no
se proponía ayudarla, sino crear las circunstancias para de algún modo devolverle
los vejámenes que ella gratuitamente le prodigó en la plaza pública de aquel pueblo
de la montaña.
Transcurrieron varios meses y ya solo veía a Borge en piquetes o de lejos en
masivas marchas o en las noticias televisivas que daban cuenta de su constante
intervención directa en asuntos y controversias específicamente sindicales y
patrióticas en general. De Helia, con quien había tenido mi propio roce por motivo
de su empeño en adueñarse de fotos y documentos relacionados con las luchas del
Líder que, como tales, son patrimonio nacional, supe que todavía no había
obtenido la ciudadanía que tanto anhelaba, pero había revalidado sus estudios de
Derecho. Ni lo uno ni lo otro me sorprendió; lo que jamás pude anticipar, y por
razones de seguridad me consternó, fue enterarme de que se había convertido en
esposa de Borge, o más bien, que él se había convertido en su esposo a pesar de
todo lo que sabía sobre su conducta en el ámbito ideológico —aun descartando el
hecho de que lo había tildado injustamente de traidor de la patria ante miles de
patriotas. Había observado que ella no participaba en piquetes ni en otros eventos
públicos, limitaba sus intervenciones en el quehacer político a esporádicas
expresiones retóricas carentes de realidad cuyo único propósito parecía ser el de
impresionar y finalmente abandonó la presidencia del partido.
Meses después, me enteré por la prensa de la súbita y grave enfermedad de
Borge, lo cual me pareció muy extraño por tratarse de una persona de saludable
estilo de vida y en excelente estado de salud. Helia, ya convertida en su esposa,
redujo y limitó estrictamente sus contactos y relaciones por todos los medios, por
lo que fui de los muchos interesados en su salud que no tuvieron acceso a él
durante el curso de su reclusión hospitalaria y mucho menos mientras procuraba
recuperarse en su hogar, ni siquiera mediante el correo electrónico. Repasé
detenidamente lo que habíamos conversado en torno al riesgo de seguridad que
representaba para él y para la lucha misma el que cediera a la atracción que había
comenzado a sentir hacia ella. Recordé que, aunque en aquella ocasión me abstuve
de expresarle mi sospecha de que podría estar buscando neutralizarlo políticamente
de algún modo con el fin de congraciarse con el enemigo y lograr al fin sus metas
personales, no dejé de considerarlo probable. Luego, con la enigmática muerte de
Borge —casi tan misteriosa como la del legendario Líder— por esa súbita y
agresiva enfermedad, quedó descabezada por completo la lucha clandestina
inspirada en las enseñanzas del prócer y me persigue tenaz la duda de si, de
habérselo dicho, habría podido evitar el extraño desenlace que tan beneficioso ha
sido para el enemigo. #
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