Llamados a Dar Buenos Frutos F. Javier Orozco (27º Domingo del Tiempo Ordinario, 2011) Hay un dicho popular que dice, “¡De tal palo, tal astilla!” Para muchos de nosotros, este dicho y otros como tal, siempre nos recuerdan de la unión esencial que existe entre el uno y el otro. Por mucha diferencia que halla, siempre es posible encontrar el parentesco entre las cosas y las personas. En un contexto familiar, podríamos decir que quienes somos como individuos incluye nuestros rastros familiares—muchas veces se nos ha reconocido como hijo/a de fulano de tal. De igual manera, las lecturas de hoy acentúan la importancia de reflejar nuestro parentesco, especialmente en referencia a nuestra identidad cristiana. En la primera lectura vemos como el profeta Isaías nos recuerda de nuestra identidad en Dios, una identidad que se marca con la justicia e integridad de vida: “El Señor esperaba de ellos que obraran rectamente y ellos, en cambio, cometieron iniquidades; él esperaba justicia y sólo se oyen reclamaciones” (Is 5:7). Como podemos escuchar en las palabras del profeta, lo trágico o triste es que al no reflejar nuestra identidad verdadera estamos dando frutos agrios y de mal gusto. Sin la justicia y rectitud de vida, nuestros rastros cristianos pierden su vigor y brillo capaz de transformar al mundo. En las palabras de Pablo a los Filipenses, el mismo llamado a dar frutos buenos viene hacia nosotros en forma más positiva. En esta carta, podemos ver como nosotros somos herederos de una identidad rica en virtud, pureza y nobleza: “Pongan por obra cuanto han aprendido y recibido de mí, todo lo que yo he dicho y me han visto hacer; y así, el Dios de la paz estará con ustedes” (Fil 4:9). En otras palabras, si hemos conocido a Dios como hijos e hijas que somos, esto implica que nuestras propias palabras y acciones deben ser palabras y acciones de vida. Palabras y acciones que nos identifiquen con la fe que profesamos. Como ya lo menciona Pablo, Dios nos ha creado y ha cuidado de nuestros corazones para que ellos reflejen el amor de Dios en Cristo Jesús. Más aun la tentación humana de revelarse contra Dios mismo es muy real. A veces, en vez de reflejar nuestra verdadera identidad como familiares y herederos de todo lo bueno de Dios, lo que hacemos es lo contrario. Como en el evangelio de hoy, buscamos la manera de evadir y destruir lo que viene de Dios: “Éste es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedaremos con su herencia” (Mt 21:38). En vez de buscar la harmonía y comunión, buscamos la discordia y el egoísmo. Si bien no siempre somos fieles a nuestra verdadera identidad cristiana, lo bueno es que siempre tenemos la opción de reconciliarnos con nuestro Dios. Nuestra fe, también, nos exhorta a que ejerzamos nuestra humildad en busca de Dios. Como nos lo recuerda el salmista de hoy, tenemos que decir con convicción: “Señor, Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos, mira tú viña y visítala; protege la planta sembrada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste. Ya no nos alejaremos de ti; consérvanos la vida; alabaremos tu poder. Restablécenos, Señor, Dios de los ejércitos; míranos con bondad y estaremos a salvo” (Sal 79:17-20). Por muy malvados que seamos, tenemos que reconocer que, en Cristo, Dios siempre nos vuelve su mirada y nos ofrece su bondad. El “palo” del cual venimos es lo más precioso que se nos ha dado; entonces, deja que otros/as descubran en tu “astilla” la gracia de Dios.