CAMAS Y BASTIMENTOS CON QUE CONTRIBUYO VILLARRUBIA A LA CACERIA DE OSO EFECTUADA POR EL REY FELIPE IV EN LOS MONTES DE TOLEDO EN NOVIEMBRE DE 1.622 A mediados del otoño de 1622 Felipe IV, entregado a su más declarada afición cazaba en los Montes de Toledo. Informado – quizás por Juan Mateos, su ballestero principal, u otros individuos de su servicio – de que en las asperezas serranas del lugar de Alcoba, dentro de aquella demarcación, había osos en abundancia, decidió montearlos. Hacia Alcoba, pues, dirigió sus pasos el joven monarca –había cumplido diecisiete años- acompañado de un séquito tan numeroso de caballeros, guardias, criados y menestrales que semejaba un cuerpo de tropa. Adelantándose a la regia comitiva, el monteo mayor de S.M. don Álvaro Enríquez de Almansa, que era también marqués de Alcañices y gentilhombre de Cámara, había llegado a Yébenes, con una treintena larga de oficiales a su cargo, en los primeros días del mes de noviembre. Allí comisionó de inmediato a Juan Antonio Pinelo, regidor de Toledo y fiel del juzgado de sus propios y montes, para que llevase a cabo todas las diligencias necesarias a fin de aposentar debidamente al rey en el lugar elegido. Cumpliendo las instrucciones de don Alvaro, Pinelo ordenó el reparto de las camas y bastimentos que se debían al servicio de S.M.,mientras durasen aquellas jornadas cinegéticas, entre las poblaciones existentes en doce leguas a la redonda de Alcoba; esto es entre Villarrubia- que figuraba en cabeza, porque sobre ella se establecía el canon-, Malagón, Carrión, Torralba, Almagro, Pozuelo, Miguelturra, Ciudad Real, Calzada, Corral, Fernancaballero y Piedrabuena. Para ello, libró un mandamiento en el que, tras justificar el mencionado reparto – a partir del sábado cinco de noviembre concurrirían en Alcoba “ más de seis myll personas e quatro myll cabalgaduras e quinientos perros de caÇa”, y, lógicamente, el corto y pobre vecindario de aquella aldea no podía asumir la carga de su manutención, como era costumbre-, señalaba aquello con lo que cada una de las poblaciones relacionadas debía contribuir al sustento del monarca y su gente, así como el modo de hacerlo y los daños que se seguirían en contrario. Para el mantenimiento de personas, cabalgaduras y perros nuestra villa tenía la obligación de entregar por una vez, y mientras no se ordenara otra cosa, 50 camas con sus aderezos- es decir, con sus ropas- y 200 fanegas de cebada. Y, desde el cinco de noviembre entregaría diariamente : 500 panes; 8 carneros y 40 cabritos; 100 libras de tocino; 8 cargas de vino; ½ arroba de manteca de vaca; 2 arrobas de aceite; 1 libra de especias, 100 gallinas; 40 pares de perdices y 40 de conejos. Pero esto no era todo, porque, además, los viernes añadiría 8 arrobas de pescado cecial – seco y curado al aire-, 2 de sardinas y 4 de peces; y los sábados aumentaría su entrega con doscientas raciones completas. Fijado este servicio, los otros lugares, villas y ciudades afectados por él lo aumentarían o disminuriían, según su teórica disponibilidad. Así , Almagro lo multiplicaría por cuatro y Ciudad Real por tres. Para Malagón y Calzada el repartimiento sería igual que el establecido para Villarrubia; Torralba lo disminuiría en la mitad; Fernancaballero y Piedrabuena en dos tercios y, por último, Pozuelo, Miguelturra y Corral en uno. La importancia de esta carga extraordinaria habla por si misma. Basta considerar la cifra resultante de la suma de camas o de cualquiera de los productos enumerados; v.gr.: más de 600 camas con sus ropas completas; unas 2.500 fanegas de cebada; y, cada día, más de 500 cabritos y más de 1.200 gallinas; cerca de 1000 perdices y otros tantos conejos... Todos estos géneros debían, pues, ser llevados a Alcoba para su concentración y gasto. Allí también los comisarios Juan Martín GUERRERO Y Diego Rodríguez de Figueroa Sandoval los registraría. De este modo quedaría testimonio de cómo cumplían aquellas poblaciones con el dicho repartimiento. A ellas pasaría previamente un alguacil, nombrado a propósito, “con bara alta de justicia”, para requerirlo a sus Concejos. En efecto, por lo que repecta a Villarrubia, pronto se presentó aquí el alguacil Juan de Medina, quien notificó al señor gobernador y justicia mayor don Juan de Vera Magaña el mandamiento de Pinelo y la comisión que traía. Don Juan convocó de inmediato al Ayuntamiento, y le dio a conocer el servicio demandado por S.M. para que sobre él la villa tomase acuerdo. Por desgracia, no conservamos el acta correspondiente, aunque nos quepa conjeturar los pros y contras que se consideraron antes de su determinación: cumplir en todo cuanto se pudiera con aquel reparto. En caso de que la villa no prestara aquel servicio, incurriría en lapena impuesta por el montero mayor –pagar 500 ducados para gastos de su palaciega oficina- quien, además, daría cuenta al rey de ello. Y esto no convenía a Villarrubia en absoluto, y menos aún a su señor jurisdiccional don Diego de Silva y Mendoza, conde de Salinas, perseguido político del conde-duque de Olivares, todopoderoso valido ya de Felipe IV. (Don Diego se hallaba por cierto en Zaragoza, donde acababa de contraer matrimonio su único hijo don Rodrigo con doña Isabel Margarita Fernández de Híjar, duquesa de Híjar). Por otra parte tal contribución resultaba excesiva para nuestro pueblo, porque , con la expulsión de los moriscos años atrás, su vecindario se había reducido y resentido sus recursos económicos. A pesar de todo, Villarrubia acudiría al servicio de S.M. El Concejo villarrubiero descartaba, por tanto, nombrar diputados que, pasando a Alcoba, pidiesen al marqués de Alcañices que relevara a la villa del repartimiento inherente al viaje regio; del conducho, que así se llamaba en propiedad este tributo, “ que desde la Edad Media-escribe un historiador- pagaban los pueblos en metálico o en especie, cuando los monarcas les dispensaban el caro honor de visitarlos”. No hubo aquí visita efectiva, pero la convirtió en tal la despoblación de la zona en que S.M., lejos de los cazaderos reales, quiso montear. Desde los lugares circunvecinos nombrados comenzaron a llegar a Alcoba las vituallas que de obligación se debían al rey cazador. Allí también se concentraron pronto las gentes que lo acompañaban. La iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Consolación y el miserable caserío que agrupaba en su torno quedaron de inmediato incorporados a una ciudad artificial hecha con tiendas de campaña. La tranquilidad habitual de los alcobeños quedó de repente alterada por el ir y venir de personas y carruajes, el relinchar de los caballos y el ladrido de los perros. Nunca antes – ni tampoco después – los aldeanos de Alcoba – apenas cuarenta vecinos- vieron juntos a tan gran número de nobles caballeros y tan de cerca al dueño de “dos Mundos”. Aquel mes de noviembre de 1622 Felipe IV cazó por aquellos parajes cubiertos de maleza. Y lo hizo durante un tiempo que, con precisión, ignoramos, pero que – suponemos – nunca debió bajar de diez días, a juzgar por cuanto se había desplazado. Cazaba el rey durante toda la jornada, y, según su costumbre, al anochecer despachaba los asuntos de Estado con ministros y secretarios; asuntos que, a menudo, le quitaban varias horas al sueño reparador. A todos admiraba entonces su resistencia. Monteaba con arcabuz y con lanza – gamos, jabalíes, venados... y aún, como a la ocasión osos-, a pie y a caballo. Y siempre con destreza. Así debió de hacerlo también en Alcoba aquel otoño de 1622. Pero llegados a este punto, nos preguntamos: ¿cómo era posible efectuar una cacería afortunada con tantas personas? Lo era, porque quien cazaba – el rey – lo hacía con un reducido número de ellas; y porque la modalidad empleada – la tela contratela – pedía el concurso de casi todas las demás. Ojeadores y perreros encerraban primero las reses en un cercado de varias leguas hecho con lienzos sujetos por estacas -–la tela-, y, una vez allí, las empujaban hacia otro más pequeño- contratela-, donde los cazadores las mataban con seguridad. ¿Cuál fue el resultado de la cacería que nos ocupa? Los cronistas venatorios de Felipe IV no nos lo dicen ¿ Cuántos osos mataría el monarca? Nunca lo sabremos. Sin embargo, pensamos que otras piezas mayores, que, sin duda, cobró, compensaron su contrariedad por haber abatido menos de los deseados. Cuando a las sierras alcobeñas retornó la calma, y cesó el oneroso envío de provisiones motivado por la regia cacería, algunos villarrubieros contaban con emoción que ellos habían visto a S.M. en traje de caza y que... Por suerte, el genio de Velazquez ha salvado aquella augusta imagen también para nosotros, sus paisanos de hoy.