Heroísmo y Derrota: las organizaciones armadas argentinas

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Heroísmo y Derrota: las organizaciones armadas argentinas
José Miguel Candia
Publicado en la Revista Pacarina del Sur www.pacarinadelsur.com
En junio de 1966 se consumó un golpe de Estado de trámite operativo miserable –
apenas un par de bombas de gas lacrimógeno en los despachos de la Casa
Rosada – ese acto marcó, sin embargo, el inicio de un ciclo de enorme relevancia
en el terreno del pensamiento social y de la práctica política. Toda una generación
de jóvenes que se asomaban al mundo de las luchas sociales en esos años,
entendió que el pronunciamiento de las fuerzas armadas que habían derrocado al
presidente Arturo Illia, era la confirmación de la inviabilidad de la democracia
representativa en la Argentina. La sublevación militar aparecía ante los ojos de la
opinión pública como la confirmación de la fragilidad institucional democrática y la
gravitación de las fuerzas armadas como garantes de los intereses de los grupos
dominantes. Había antecedentes suficientes para pensar que la vía electoral era
un engaño destinado a vaciar las protestas del movimiento popular y dilatar la
instrumentación de políticas que ampliaran la base social del Estado y mejoraran
la distribución del ingreso. Los golpes militares de 1930, 1943, 1955, 1962 y 1966
daban sustento a las lecturas más pesimistas sobre el futuro político del país, poco
o nada podía esperarse del régimen democrático cuando el veto de las fuerzas
armadas constituía la barrera con la cual se topaban las fuerzas políticas que
aspiraban al ejercicio de la función pública apelando al respaldo del voto
ciudadano.
Los años sesentas representan, como lo estableció con rigor Oscar Terán (1993),
un punto de ruptura con ciertas formas de entender la política y leer la crisis de las
instituciones. Los caminos tradicionales de formular las demandas y resolver los
conflictos parecían agotados ante el juego viciado en el cual se confrontaban los
partidos políticos. La proscripción de la mayor fuerza social del país, el peronismo,
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establecía un condicionante de origen que quitaba legitimidad a los gobiernos
elegidos mediante procesos electorales a partir del golpe de estado de 1955 que
derrocó al gobierno constitucional del general Perón. Ni Arturo Frondizi (19581962),
ni
Arturo
Illia
(1963-1966)
lograron
conformar
a
una
sociedad
crecientemente politizada y permanentemente inconforme con los pactos
cupulares que se amarraban con la ausencia del peronismo. Más lejos aún estaba
la posibilidad de consolidar acuerdos institucionales de largo plazo por parte de los
presidentes de facto. Los generales Pedro E. Aramburu (1955-1958) y Juan Carlos
Onganía (1966-1970) buscaron por la vía de la exclusión política y de la represión
en un caso y por el camino de la cooptación de los sindicatos en el otro,
neutralizar al peronismo. Ni la represión posterior al golpe de 1955, ni las
concesiones salariales del general Onganía lograron resolver el tema de fondo, el
juego electoral de los partidos tradicionales era el producto de un sistema al que le
faltaban dos soportes fundamentales para alcanzar acuerdos institucionales de
largo plazo que le dieran estabilidad al bloque dominante: las políticas económicas
continuaban, con variantes y ajustes coyunturales, respaldando la estrategia de
sustitución de importaciones sin resolver la principal debilidad de ese modelo
definido por algunos economístas, como de “industrialización protegida o de
crecimiento hacia adentro”. El flanco débil era la ausencia de un sector industrial
capaz de generar los bienes de capital y los insumos complejos que se requerían
para darle un sustento más sólido a la economía argentina y cortar la dependencia
de importaciones de bienes y equipos que resultaban costosos y se pagaban con
los excedentes de las exportaciones agropecuarias. De esta forma, a cada período
de auge de la industria seguía una crisis del sector externo y la protesta de los
grandes productores rurales que manifestaban su inconformidad por el manejo de
recursos que en su mayor parte provenían del campo y se destinaban a subsidiar
a otros sectores económicos.
Cada ciclo de crisis económica se tornaba en un coctel inflamable que combinaba
los reclamos de las grandes corporaciones rurales y las demandas salariales de
los sindicatos buscando sostener el ingreso de los trabajadores al parejo con las
tasas de inflación. Es fácil entender que al no existir un sistema de representación
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partidario que actuara como vía eficaz de canalización de los intereses sectoriales
de los grupos sociales confrontados, el arbitraje final se trasladara a las fuerzas
armadas. Por la misma naturaleza de los institutos armados el camino más
expedito para desempatar el conflicto y evitar desbordes sociales que afectaran al
conjunto del sistema fue, en la mayoría de los casos, el veto de ciertas medidas de
gobierno, el requerimiento más o menos disimulado destinado a sustituir a los
ministros más cuestionados o el
golpe de Estado reemplazando al titular del
Poder Ejecutivo por un alto oficial del ejército. Ya con el gobierno en sus manos,
las fuerzas armadas prometían orden y elecciones en pocos años o bien se
ofrecían como garantes de una administración estable y capaz de consolidar las
instituciones en el mediano y largo plazo. Si los partidos políticos, como
representantes naturales de la ciudadanía para participar en la administración de
los asuntos públicos, demostraron su inoperancia en el momento de resolver las
crisis de conducción del Estado, el “partido militar” se incorporaba al escenario
político como reserva moral y garantía de disciplina social y crecimiento
económico.
¿Cómo se entendía esta realidad desde la izquierda y cual era su papel en un
escenario que parecía actuar sin necesidad de su presencia?. Es necesario
apuntar que al mismo tiempo en que los acontecimientos nacionales parecían
confirmar los diagnósticos más pesimistas sobre un posible desarrollo de la
Argentina “burguesa”, en el terreno internacional una sucesión vertiginosa de
acontecimientos alimentaban un proceso subterráneo de ruptura con las
concepciones tradicionales de la izquierda histórica – principalmente socialista y
comunista – lo que se tradujo en la multiplicación de agrupaciones políticas y
estudiantiles con un nuevo perfil al que se puede denominar “nueva izquierda”. El
enorme impacto del triunfo del Movimiento “26 de Julio” en Cuba, la generalización
de las luchas independentistas en la antiguas colonias africanas con dos casos
nacionales que se transformaron en paradigmas para la nueva izquierda argentina
(el Frente de Liberación en Argelia y el liderazgo de Patricio Lumumba traicionado
por algunos de sus colaboradores en el Congo) así como la consolidación de
movimientos revolucionarios en el Sudeste asiático, fueron elementos que aún
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proviniendo de realidades sociales muy diversas, alimentaron un debate que se
centró en por lo menos dos cuestiones centrales: la necesidad de considerar la
lucha armada como camino factible de acceso al poder y la urgencia de
reconsiderar el papel de la llamada burguesía nacional en la composición de los
frentes poli-clasistas, aún cuando se tratara de alianzas electorales coyunturales o
de acuerdos destinados a responder a emergencias políticas del momento: golpes
de Estado; intentos de desestabilización institucional o acefalías en las máximas
jerarquías del gobierno.
La sistematización que el Che Guevara efectuó de la lucha revolucionaria en Cuba
y que se plasmó en discursos, conferencias y libros constituyó una fuente de
consulta teórica relevante. Algunos textos, como el del francés Regis Debray
(Revolución en la Revolución) pese a cierta ligereza teórica, alimentaron un
razonamiento un tanto lineal acerca de la viabilidad de la lucha armada en
América Latina. En pocos años fue creciendo la idea de que la violencia
revolucionaria no podía estar vinculada solo a programas antioligárquicos y
antiimperialistas, las condiciones objetivas – se entendió entonces - reclamaban
también la formulación de un objetivo socialista.
El otro punto de confrontación con las antiguas concepciones de la izquierda
tradicional fue el debate sobre la existencia de una franja del empresariado local al
que en términos marxistas pudiera reconocerse como expresión legítima de una
“burguesía nacional” con proyecto propio. La discusión corrió diversas suertes y la
producción teórica de los años sesentas ofrece un panorama tan variado como
desigual. Según se considere el factor que se tomaba como punto de referencia
para el análisis – la composición del paquete accionario de las empresas
(argentino o extranjero); el destino de la producción (mercado interno o
exportaciones); el origen de los establecimientos o grupo de empresas asociadas
en un corporativo (productores locales o inversionistas externos) y en algunos
casos las posiciones políticas de ciertos grupos patronales en relación a los
distintos gobiernos, las conclusiones podían diferir radicalmente. Con el tiempo no
tardaron en decantarse dos posiciones claramente dibujadas: para algunas
corrientes de la izquierda la tarea histórica de la burguesía nacional argentina se
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había agotado con la experiencia del gobierno peronista en el ciclo que se inicia
en 1945 y culmina en 1955 con el golpe de Estado que derroca a Perón. Ya no
tenía sentido hablar sobre las reformas “democrático-burguesas” en la medida que
ese programa se había cumplido a cabalidad con la administración peronista
durante los años señalados. Por lo tanto, resultaba casi irrelevante la contribución
que podía esperarse de sectores burgueses debilitados por la concentración
monopólica y en buena medida dependientes de los favores del Estado en materia
de créditos y subsidios.
Por el contrario, desde otras corrientes de la izquierda se insistía en la
permanencia de una franja identificable de capitalistas nacionales vinculados al
mercado interno, y aunque siempre sujetos a los apoyos de las instituciones
públicas, actuaban como un sector enfrentado a la oligarquía agroexportadora y a
las corporaciones extranjeras.
Pese a que las fuentes de consulta solían ser las mismas, las conclusiones
resultaban antagónicas, para la izquierda que reivindicaba la experiencia peronista
era imprescindible que en toda propuesta frentista o en el diseño de una
plataforma de gobierno popular, se contara con el apoyo de estos grupos
empresariales. Cabe señalar, que el debate se tiñó, en muchos casos, de
componentes más ideológicos y políticos que de argumentos sociológicos o
económicos. Aunque con ciertos matices, la izquierda peronista afirmaba que los
acuerdos con algunos grupos patronales era un paso sustantivo en el desarrollo
del proceso revolucionario, por su parte, los partidos y agrupaciones ajenos al
peronismo saldaban el tema con propuestas de alianzas tácticas como una vía de
neutralización de un sector que en esencia era enemigo de clase.
Inspirada en referentes históricos que provenían de las revoluciones democráticas
europeas o de los programas de liberación nacional de los países africanos y
asiáticos, para esta corriente de la izquierda (no-peronista) las tareas
democráticas estaban asociadas a reformas estructurales profundas como el
reparto agrario, el control del Estado en sectores clave de la economía y la
participación popular en las instancias públicas de decisión política. De esta
manera, el “momento” de las reformas democráticas era parte de la ejecución de
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medidas antioligárquicas y antiimperialistas, un capítulo de un proceso único cuya
culminación era la instauración del socialismo. La revolución cubana abonó esta
idea, el salto cualitativo entre la primera y segunda Declaración de La Habana
(1960 y 1961) parecía ser la confirmación empírica del vínculo que ligaba al
programa de “liberación nacional” con el tránsito a una economía socialista.
Desde esta lectura solía olvidarse que en el caso argentino las dos experiencias
democráticas de mayor relevancia, la del presidente Yrigoyen (1916-1922) en
términos institucionales y la de Perón (1946-1955) en el plano de la justicia social,
habían sido el resultado de procesos electorales y de movilización social
relativamente pacíficos y desplegados en el marco jurídico heredado de la
República conservadora diseñada en 1880.
El punto de ruptura: la lucha armada y el socialismo
Poco antes de que las organizaciones guerrilleras ganaran presencia y
protagonismo en el escenario político argentino, se habían registrado dos
antecedentes desde los cuales se propuso enfrentar a las fuerzas de seguridad
del sistema en el campo de la confrontación armada. Curiosamente ambos
intentos se llevaron a cabo durante la vigencia de gobiernos constitucionales,
aunque debe señalarse que en los dos casos el peronismo no pudo participar por
encontrarse proscripto y sus dirigentes presos o perseguidos. El primer grupo, de
orientación peronista, se instaló en la siempre conflictiva provincia de Tucumán,
fue en 1959 durante la presidencia de Arturo Frondizi y bajo el nombre de
Uturuncos procuró captar a los sectores obreros de los ingenios azucareros y
pobladores de barrios marginales (Salas, 2003). De vida efímera y desconectado
de la fuerte estructura sindical del peronismo, el grupo había quedado
desarticulado hacia 1960.
El segundo intento, con mayor logística y mejor preparado, surgió con fuerte
apoyo del gobierno cubano, en particular del Che Guevara y estuvo encabezado
por el periodista Ricardo Masetti, fundador de la agencia Prensa Latina. El grupo
que encabezó Masetti se dio a conocer como Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP)
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y se instaló en la norteña provincia de Salta a mediados de 1963, cuando el país
estaba gobernado por Arturo Illia, un presidente civil dispuesto al diálogo pero
políticamente débil al triunfar en elecciones de las que fue excluido el peronismo.
A principios de 1964 el intento de abrir un frente de lucha armada en esa zona
tuvo un final trágico de purgas internas y del más absoluto aislamiento social. La
mayoría de sus integrantes murió por hambre o fue detenido o muerto por la
Gendarmería Nacional. El intento naufragó sin que dejara rastros de un verdadero
combate con las fuerzas de seguridad ni de la más minima implantación territorial
(Rot, 2000).
Ambas experiencias quedaron rápidamente en el olvido y restringidas al trabajo de
los abogados encargados de llevar a cabo la defensa de los detenidos del EGP.
Para la izquierda fueron antecedentes que no merecieron un balance cuidadoso
de la derrota, el dato más revelador es que ni Masetti ni otros integrantes de los
grupos que fueron pioneros en defender la causa de la lucha armada como vía de
acceso al poder, hayan merecido una reivindicación explícita por parte de las
organizaciones guerrilleras surgidas a fines de los sesentas.
Pese al destino poco feliz de ambos intentos y a los antecedentes no muy exitosos
de otros casos similares en Guatemala, Venezuela y Perú, la impronta “guevarista”
marcó profundamente a los grupos que se consolidaron en el escenario político
argentino poco después. Un sesgo de origen vició la lectura de los textos de
Guevara y el mismo análisis del proceso revolucionario cubano, la generación que
se incorporaba de lleno a la militancia a principios y mediados de los años
sesentas exaltó los componentes éticos y el compromiso de lucha y entrega que
encarnaba el discurso guevarista, pero no dimensionó la propuesta estratégica y
los métodos que el propio Guevara decidió asumir como el camino más adecuado
para promover la revolución latinoamericana. De esta forma se entendió que la
emergencia del factor militar suponía, en todos los casos, un detonante para la
profundización de los antagonismos sociales y la radicalización de las luchas
populares. El ejercicio de la violencia se justificaba a partir de la simple
constatación de la desigualdad social y aunque en sentido estricto, fueron pocas
las organizaciones que se manifestaron como “foquistas” algunos de los
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postulados básicos que sistematizó el Che Guevara acerca de la lucha armada
estuvieron presentes en casi todas ellas. El principio de que las acciones militares
eran una forma eficaz de establecer presencia, difundir consignas y afirmar – ante
el conjunto de la sociedad – que se estaba gestando una identidad desde la cual
se podía replicar a las fuerzas del sistema, ganó aceptación en la nueva izquierda
y justificó acciones violentas como parte de la “propaganda armada”. El papel de
las llamadas condiciones “objetivas” fue relegado en el entendido de que el
accionar ejemplificador de la vanguardia podía quemar etapas y relativizar el peso
de factores como las condiciones económicas coyunturales o diluir la composición
política de los gobiernos de turno, sobre esto último, si bien se aceptaba que el
inicio de la tareas propiamente militares debía llevarse a cabo contra gobiernos
dictatoriales, las organizaciones armadas demostraron enorme dificultad para
adaptarse al proceso electoral que se puso en marcha en 1971, bajo el gobierno
del general Lanusse y al ciclo democrático abierto con las elecciones de marzo de
1973.
La decisión de entrenar a sus militantes y hacer acopio de armas, excedía por
mucho el principio de “autodefensa”, la propuesta sostenía que el embrión
responsable de instrumentar los primeros golpes, algunos de carácter puramente
propagandístico, era el núcleo gestor del futuro ejército popular y portador del
programa socialista. El concepto de “integralidad de los cuadros” sesgó las
políticas de reclutamiento, la representatividad de los militantes que se
incorporaban tenía que ser acompañada de una formación militar acorde al nivel
de responsabilidad que le asignaba la organización. De esta forma, dirigentes y
delegados sindicales o estudiantiles y en general, personas con cierto nivel de
compromiso y representatividad en los llamados “frentes de masas” pudieron
sortear con éxito la estrategia represiva del Estado mientras funcionaron las
instancias judiciales y la eliminación de los opositores tuvo un costo político muy
alto para el sistema. A partir de 1975 con la aparición de grupos para-militares de
combate a la “subversión” (Triple A) y de manera brutal y sistemática desde el
golpe de Estado de marzo de 1976, los espacios destinados a proteger a los
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cuadros de superficie fueron insuficientes y las caídas en serie de las franjas
intermedias de las organizaciones no pudo detenerse.
Como paradigmas del derrotero trágico de las organizaciones que desde
mediados de los sesentas y por lo menos hasta la instauración de la dictadura
militar del general Videla en marzo de 1976, sostuvieron la vía armada como
estrategia de acceso al poder, se incluyen en este ensayo algunas reflexiones
acerca de hechos que ilustran los momentos de expansión y derrota del PRT-ERP
y de la organización Montoneros. Ambos agrupamientos político-militares
surgieron desde distintas lecturas de la realidad social argentina pero coincidiendo
en condenar la inoperancia del régimen tradicional de partidos y en la necesidad
de ofrecer una alternativa política nueva que rebasara las limitaciones de la
izquierda reformista. Desde ambas miradas la transformación revolucionaria de la
sociedad argentina constituía la tarea de la hora, en el caso del PRT-ERP se
buscaba ofrecer un programa y un espacio de encuadramiento que superara los
programas y métodos de lucha de la antigua izquierda y del populismo encarnado
en los primeros gobiernos peronistas (1946-1955). Por su parte, Montoneros optó
por definirse como peronista desde su aparición pública y el primer acto en el que
expresa su identidad es el secuestro y ejecución del general golpista de 1955,
Pedro E. Aramburu en mayo de 1970.
Aunque se lo buscara por distintos caminos – unos fuera y otros dentro del
peronismo – la transformación revolucionaria del capitalismo dependiente
era
concebida como una estrategia continua de carácter antiimperialista y socialista.
Esta lectura y cierto optimismo sobre el desenlace cercano y exitoso de la lucha
emprendida, resultó abonada por el crecimiento de la conflictividad social a fines
de los sesentas con episodios de protesta popular como el cordobazo (mayo
1969) por el estallido de numerosas huelgas en esos años y por la consolidación
de un proceso alentador de democratización de algunos sindicatos de empresa
(SITRAC y SITRAM de las fábricas Fiat en Córdoba) o de gremios relevantes
como el de Luz y Fuerza en la misma Provincia, el sindicato metalúrgico en Villa
Constitución y la Federación Gráfica Bonaerense, entre otros.
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Con una visión radical de la política y con la certeza de que el socialismo era un
horizonte cercano que no pasaba por la lucha parlamentaria ni por las contiendas
electorales, una generación completa se incorporó a la militancia desde el campo
ideológico y cultural del marxismo, del peronismo y de algunas corrientes nacidas
de las filas del cristianismo revolucionario. La política fue concebida como un
espacio de renunciamiento a las cuestiones personales y de involucramiento total
con proyectos que parecían destinados a triunfar en el corto o mediano plazo. Si el
socialismo estaba a la vuelta de la esquina el compromiso con la causa que se
defendía debía ser tan completo y sacrificado como las circunstancias lo exigieran.
En ese ámbito, el mundo de las aspiraciones personales y de los espacios
privados bien podía ser postergado con miras a fortalecer un proyecto colectivo
que prometía resolver los males del conjunto de la sociedad sin importar las
expectativas que cada militante tuviera sobre su propio futuro.
La coyuntura electoral de 1973: euforia y derrumbe
El accionar de las organizaciones armadas, en particular los dos agrupamientos
de mayor desarrollo a los cuales nos estamos refiriendo, resultó funcional al
reclamo de los partidos políticos y en general de la sociedad argentina, acerca de
la urgencia de normalizar la vida institucional del país. El ciclo abierto con el
pronunciamiento militar del 28 de junio de 1966 había agotado sus argumentos y
después de tres presidentes surgidos del ejército (Onganía, Levingston y Lanusse)
nadie parecía dispuesto a otorgar un nuevo cheque en blanco para que las fuerzas
armadas continuaran al frente de los asuntos públicos.
El último presidente de lo que pomposamente se llamó “Revolución Argentina”
debió administrar la crisis en el peor de los mundos, el general Lanusse cubrió su
mandato (1971-1973) en medio del auge de las luchas sindicales y estudiantiles,
del reclamo de los partidos tradicionales y del golpeteo insistente de la guerrilla.
De esta forma, las particularidades de la coyuntura hicieron posible la confluencia
de tres actores y de tres prácticas políticas distintas y relativamente autónomas,
las cuales- más por la fuerza de las circunstancias que por un acuerdo explícito-
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acotaron los caminos de negociación al gobierno de Lanusse y le quitaron fuerza a
la hora de imponer condiciones políticas a los partidos que preparaban sus
estructuras para la contienda electoral. De esta manera sindicatos, centros de
estudiantes, organizaciones armadas y partidos tradicionales empujaron en una
misma dirección, sin embargo, la propia dinámica del acontecer social pondría
poco más tarde, a cada actor en su lugar y lo más grave, demostraría hasta que
punto no se supo comprender plenamente la naturaleza de la coyuntura nacional
que posibilitó este fenómeno.
El triunfo electoral del candidato Héctor Cámpora del Frente Justicialista el 11 de
marzo de 1973, abrió una etapa de enorme vértigo político y de riesgos que pocos
imaginaron en medio del júbilo popular que acompañó el arribo del peronismo al
gobierno después de 18 años de represión y proscripciones. La posición de las
dos organizaciones armadas a las que nos estamos refiriendo fue divergente, el
PRT-ERP caracterizó el proceso de normalización institucional como una salida
destinada a engañar al movimiento popular detrás de banderas democráticas que
no representaban los intereses de la clase trabajadora. Si bien no saboteó de
manera explícita las campañas de los partidos no valoró en plenitud el fenómeno
social que estaba en marcha con la participación del peronismo en las elecciones
y el inminente regreso de su líder derrocado en 1955. La caracterización partía de
principios generales que eran correctos, nadie podía afirmar que mediante el voto
ciudadano se abrirían las puertas para la instauración del socialismo en la
Argentina, por la tanto las elecciones constituían un intento de salida “burguesa” a
la crisis. Pero lo que el PRT-ERP no lograba apreciar en toda su dimensión, era la
amplitud de las fuerzas sociales que se encolumnaban detrás de los partidos
políticos, en particular del peronismo fuertemente arraigado en sólidas estructuras
sindicales y con presencia electoral mayoritaria en todo el país. De esta manera,
el regreso a las antiguas formas de la democracia representativa no constituía un
dato de mayor relevancia para una estrategia que ponía todo su esfuerzo en la
construcción del “partido revolucionario de combate” y en la profundización de la
guerra popular (Mattini 1996; Pozzi 2004). La importante tradición reformista de los
sindicatos argentinos, que fueron el soporte de la enorme obra social del
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peronismo, ni la presencia política de partidos de “centro” de marcado arraigo en
vastas capas medias de la sociedad, constituían un dato de mayor relevancia para
una estrategia que fincaba sus apoyos en sectores pobres del proletariado
azucarero de Tucumán y en la clase obrera de algunos centros industriales en los
cuales se habían llevado a cabo las experiencias de democratización sindical más
importantes desde que el cordobazo de 1969 le diera la estocada final a la
dictadura de Onganía ( los metalúrgicos de Villa Constitución; las empresas
automotrices de Córdoba y General Pacheco en el Gran Buenos Aires; Astilleros y
Propulsora en Ensenada, entre otros).
Montoneros recorrió un camino inverso, pasó de la duda sobre la honestidad del
llamado a elecciones a entender que por primera vez desde 1955, el peronismo
podía presentar un candidato propio para contender por la presidencia de la
república. Perón fue vetado por una clausula restrictiva que impuso el gobierno de
Lanusse, pero la designación de Héctor Cámpora, su delegado personal, tenía un
innegable tono contestatario y una prueba irrefutable de la voluntad del líder por
competir en la contienda electoral. Durante 1972 y de manera más notoria a partir
de la designación formal de Cámpora como candidato, Montoneros impulsó una
política de activa participación en actos públicos y en la campaña del
representante peronista. Aunque la presencia de la organización no era explícita
en todos los casos, resultaba evidente que las agrupaciones de superficie
manifestaban las posiciones políticas ya definidas por la conducción de
Montoneros.
La
decisión
de
participar
en
la
campaña
y
el
correcto
aprovechamiento de los espacios públicos que se abrieron con la legalización de
los partidos políticos fue un acierto táctico que ocultó una difícil trama de debates
en la dirección y que fueron salvadas por la opinión de Carlos Hobert (Perdía,
1997). Las tareas en los frentes de masas y de encuadramiento de nuevos
militantes que llevó adelante la Juventud Peronista y otra agrupaciones que con
nombres diversos reconocían la conducción de Montoneros, permitió multiplicar la
presencia de la organización y lograr un estatus de semi-legalidad en aquellos
casos en los cuales los límites entre los agrupamientos barriales, estudiantiles o
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sindicales y la propia estructura de la organización se confundían o eran muy
difusos.
Algunos autores analizaron con rigor la importancia que tuvo la adecuación táctica
de Montoneros a la coyuntura electoral y también destacaron las desviaciones y
el costo que tuvo que pagar al quedar involucrados en la lógica política que rige
los vaivenes de corto plazo y los compromisos y alianzas de un movimiento de
amplia base social y con fuerte apoyo en las estructuras sindicales (Flaskamp,
2002 y 2009).
El PRT-ERP fue menos sutil en sus apreciaciones de la coyuntura, la
caracterización que sustentó su postura ante el nuevo gobierno surgido de las
elecciones del 11 de marzo de 1973 se orientó por una definición válida en
términos generales – la composición populista de la fuerza política triunfante –
pero insuficiente para explicar la riqueza de los factores sociales, políticos y
económicos intervinientes en un momento de reacomodos y deslindes en el
bloque de poder. Desde un razonamiento lineal (el ejército sigue siendo el brazo
armado de la burguesía; las estructuras jurídicas y la policía defienden los
intereses de los grupos dominantes) se recibió al gobierno de Cámpora con una
declaración pública en la que se comprometía a no atacar a las autoridades pero a
mantener su accionar sobre las grandes empresas y contra el ejército. Resultaba
obvio que no había tregua, efectuar operaciones militares sobre los dos objetivos
señalados era una forma de pasarle el compromiso al gobierno y de obligarlo a dar
explicaciones acerca de la violencia en momentos en que el conjunto de la
sociedad buscaba en los espacios políticos una forma eficaz de hacer escuchar
sus demandas. Las consecuencias de esta postura tuvo desafortunadas y
costosas manifestaciones prácticas antes de lo esperado. En septiembre de 1973
se produce el ataque a la unidad de sanidad del ejército, en momentos en los
cuales los espacios democráticos estaban vigentes y la prensa del PRT, la revista
El Combatiente y Estrella Roja vocero del ERP (brazo armado del Partido) podían
adquirirse en lugares de concurrencia pública como puestos de periódicos y
librerías.
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A fines de enero de 1974 otra ofensiva a gran escala sobre un cuartel militar en la
localidad de Azul llevó las cosas a un camino sin retorno. En paralelo, cierta
“vietnamización” de la estrategia política condujo a una revalorización del papel de
la guerrilla rural y a la jerarquización del rol protagónico del proletariado rural de
los centros azucareros de Tucumán (Gutman, 2010). A mediados de ese año,
poco después de la muerte del presidente Perón en el mes de julio y congruente
con esta concepción de que la revolución bajaba del “norte hacia el sur”, el PRTERP instaló un destacamento en la zona boscosa de esa provincia e intentó
algunos golpes espectaculares sobre cuarteles del ejército con el objeto de
aprovisionarse de armas. La mayoría de estas acciones concluyeron en costosos
fracasos por las bajas entre sus militantes y potenciaron el aislamiento político.
En el caso de Montoneros (fusionado con las FAR en octubre de 1973) el
crecimiento de su militancia y la presencia de algunos de sus cuadros intermedios
en sectores de la administración publica nacional y provincial, le permitieron
mantener un delicado equilibrio entre una línea política que no renunciaba a la
lucha armada y defendía, al mismo tiempo, la legitimidad del gobierno surgido en
marzo de 1973 y poco después, en octubre del mismo año, la presidencia del
general Perón. Sin embargo, el tránsito de sus movimientos políticos se
desarrollaba sobre un hilo muy delgado, el fuerte involucramiento de Montoneros
en las luchas internas del peronismo los comprometió con propuestas y consignas
que confrontaban a las estructuras tradicionales de ese movimiento, en particular
la conducción de las “62 Organizaciones” (brazo político-gremial) y la
Confederación General del Trabajo. El respaldo de Perón al aparato sindical
trasladó, casi por inercia, el conflicto a la figura del propio creador y conductor del
movimiento.
La relación de Perón con el ala izquierda de su movimiento – en particular con las
llamadas “formaciones especiales” – se construyó de manera tortuosa mediante
una lectura muchas veces antojadiza de sus declaraciones y mensajes. El líder
aparecía como el sintetizador del conjunto de las prácticas y propuestas de las
distintas corrientes y sectores que lo reconocían como referente político (grupos
empresariales; sindicatos; agrupamientos juveniles y organizaciones barriales) y al
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mismo tiempo se mostraba como el jefe astuto y pragmático que ofrecía
autonomía táctica a sus dirigidos.
Montoneros privilegió los aspectos más radicales del discurso del jefe exiliado en
Madrid y generó la figura del “Perón socialista”, una construcción ideológica que
tendría un alto costo para la izquierda peronista cuando el líder dejó el exilio y
regresó de manera definitiva el 20 de junio de 1973. El discurso con el que
sancionó los violentos incidentes de ese día fue el primer aviso de que el viejo
caudillo apostaba por las fuerzas históricas de su movimiento (sindicatos y
empresarios aliados) y buscaba acotar el accionar de la guerrilla y de las
organizaciones de la Juventud Peronista. Del conductor “socialista” –gestado
desde el discurso por quienes tomaron al pie de la letra algunos enunciados nunca
definidos por el líder- al jefe populista fiel a su propia historia, hubo solo un par de
meses que fueron de la breve presidencia de Cámpora (mayo-julio de 1973) a la
realización de nuevas elecciones y la llegada de Perón a la presidencia en octubre
de ese año. El encuentro con el líder de carne y hueso coincidió con la
profundización de las disputas internas entre el ala izquierda y el aparto político y
sindical que ejercía la conducción de las estructuras partidarias. Para Montoneros
inició una etapa que terminaría en el enfrentamiento frontal con el gobierno y el
regreso a la actividad militar como forma privilegiada de recuperar espacios y
presencia política.
Pese a que Montoneros se abstuvo de realizar acciones militares a gran escala
mientras duró el mandato de Perón, no pudo evitar la tentación de negociar con la
dirigencia oficial- y con el mismo Perón- mediante un acto de fuerza que le
permitiera recuperar el espacio que venia perdiendo desde los incidentes de
Ezeiza ocurridos el 20 de junio de 1973 y la renuncia de Héctor Cámpora el 13 de
julio de ese año. La ejecución de José Rucci, secretario general de la CGT, se
inscribe en esta línea, poco después se vería que en realidad aceleró la ruptura
con las conducciones oficiales del peronismo y ahondó aún más las diferencias
con el mismo Perón. Con la muerte del líder el uno de julio de 1974 Montoneros se
sintió liberado de todo compromiso con el gobierno de su viuda Isabel Martínez y
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profundizó las acciones armadas destinadas a golpear a las conducciones
sindicales y a cierto nivel de funcionarios vinculados al área policial y de justicia.
1975: el punto de inflexión
Los primeros seis meses del año transcurrieron en un clima de fuerte agitación
social, ascenso de las luchas sindicales, estudiantiles y extendida actividad de la
guerrilla con el constante deterioro del gobierno de Isabel Martínez que había
asumido la presidencia al morir Perón en julio de 1974. El punto culminante de las
protestas sociales se produjo en el mes de junio con las huelgas y
manifestaciones que derrocaron al ministro de economía Celestino Rodrigo y
abrieron espacio para que recuperara la iniciativa el sector oficial del sindicalismo
peronista, transitoriamente desplazado por el “super-asesor” José López Rega
quien debió dejar su cargo de ministro de bienestar social.
Ese año también representa un cambio en la estrategia represiva del Estado hacia
las organizaciones armadas y en general hacia los sectores de oposición con
mayor activismo social. Las tareas de combate a la guerrilla se centraron en
grupos para-militares como la Triple A, presente desde 1974, quienes actuaban
con un mismo patrón operativo que consistía en detectar, secuestrar y asesinar a
los militantes sociales o políticos sin que mediara ninguna instancia judicial ni se
reconociera el secuestro de quienes aparecían muertos. La decisión de impulsar
ejecuciones extra-judiciales sin que ninguna institución pública asumiera la
responsabilidad de lo ocurrido, representaba un cambio cualitativo en la estrategia
de contrainsurgencia que no fue valorado en toda su dimensión por las
organizaciones armadas. Los métodos represivos que se difundieron en 1975 eran
el anuncio de lo que ocurriría de manera sistemática y masiva a partir del golpe de
1976. Sin embargo, este dato obvio para cualquier observador, no generó cambios
importantes en las organizaciones político-militares, cuando la preservación de las
estructuras clandestinas y la protección de los militantes que actuaban en los
frentes de masas debió ser tarea prioritaria. Por el contrario, el PRT-ERP y
Montoneros actuaban como cegados por el ascenso de las luchas obreras del
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primer semestre del año. No se apreció que desde el mes de julio fue notorio el
repliegue del movimiento popular y que el terror de los grupos para-militares daba
sus frutos macabros en importantes sectores del activismo social.
La respuesta de la izquierda armada al terrorismo de Estado fue la multiplicación
de las acciones militares, sin advertir que esta decisión resultaba funcional y
justificatoria de la política represiva del ejército y las policías. El PRT-ERP focalizó
su accionar en las fuerza armadas mediante la ejecución de oficiales y el ataque a
cuarteles, el asalto a la unidad de Monte Chingolo el 23 de diciembre de 1975
marcó el punto culminante de la debacle de una línea política que había llegado al
límite de su capacidad operativa para enfrentar con éxito la estrategia represiva
del ejército. El pedido de tregua al gobierno de Isabel que efectuó el PRT poco
después – la tregua que se le negó al presidente Cámpora en mejores condiciones
de negociación – y la solicitud de ser reconocidos como fuerza beligerante tenían
el tono de un intento tardío y desesperado con el fin de detener la sangría y reunir
nuevas fuerzas sin advertir que desde el Estado ya estaba decidido el
aniquilamiento de las organizaciones armadas.
La izquierda peronista procuró recuperar espacios con la instrumentación de una
maniobra en pinzas. Puso en marcha una estructura político-electoral convocando
a un grupo de dirigentes históricos (el Partido Auténtico) y al mismo tiempo escaló
su propuesta militar. El 5 de octubre de 1975 un comando montonero tomó por
asalto un cuartel en la provincia de Formosa. Pese a la espectacularidad de la
acción, el operativo arrojó escasos frutos y terminó en un fracaso militar y político
de resonancia. En otros frentes se multiplicaban los choques con grupos alentados
y protegidos por la policía y el ejército o con las custodias de los sindicatos. Esta
línea operativa se sustentaba en una lectura reduccionista de las fuerzas
confrontadas en el campo político, Montoneros afirmó su concepción de que el
bloque enemigo lo integraba una amalgama de sectores que casi sin distinción
interna, estaba sustentado por las dirigencias gremiales burocráticas y grupos de
choque encargados de sembrar el terror. Se perdía de vista que los sindicatos aún bajo el control de dirigencias antidemocráticas – eran un instrumento
reconocido para expresar las demandas de amplios sectores de la clase
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trabajadora, mientras que los grupos para-militares eran producto de la estrategia
de contrainsurgencia y formaban parte del aparato represivo del gobierno.
En este marco de violencia y descomposición política, el golpe de Estado aparecía
como una solución no solo cercana sino prometedora de mejores posibilidades
para dibujar la confrontación de manera más nítida. El derrumbe del gobierno de
Isabel y su reemplazo por una dictadura terminaría por quitar el velo democrático y
hacer transparente el enfrentamiento entre fuerzas sociales y actores políticos
antagónicos. El pronunciamiento militar del 24 de marzo de 1976 sirvió, entre otras
cosas, para poner en claro una nueva definición de las políticas públicas, la de
seguridad ocupó un lugar relevante, como nunca en su historia el Estado puso en
marcha con inusual crueldad, un plan de exterminio sistemático y metódico de la
oposición (Calveiro,1998;2005). La aplicación masiva del secuestro y desaparición
de los detenidos dio resultado y para 1978 era poco lo que quedaba de las
organizaciones político-militares y de sus agrupaciones colaterales. Secuestro,
muerte, cárcel y exilio liquidaron el esfuerzo de una generación que nació a la
política en tiempos de esperanza y cuando el triunfo de lo “popular” y del
progresismo, en cualquiera de sus matices pareció formar parte de un horizonte al
alcance de la mano. Los 30 mil desaparecidos y una cifra aún no estimada de
muertos en combate o asesinados a sangre fría, son testigos del cierre
catastrófico del ciclo que se abrió a mediados de los sesentas cuando la
revolución era parte de la vida cotidiana y no un sueño eterno como lo expresó,
con notable pulcritud literaria, un reconocido autor de novelas históricas al referirse
a las gestas de la independencia.
REFERENCIAS
Calveiro, Pilar (1998), Poder y desaparición, ediciones Colihue, Buenos Aires
-------------------(2005), Política y/o violencia, Editorial Norma, Buenos Aires
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Flaskamp, Carlos (2002), Organizaciones político-militares. Testimonios de la
lucha armada en la Argentina (1968-1976), Ediciones Nuevos Tiempos, Buenos
Aires
------------------------ (2008), Límites y desbordes, Libros del Rescoldo, Buenos Aires
Gutman, Daniel (2010), Sangre en el monte, Sudamericana, Buenos Aires
Mattini, Luis (1996), Hombres y mujeres del PRT-ERP, Editorial La Campana, La
Plata
Perdía, Roberto C. (1997), La otra historia, Grupo Agora, Río Negro
Pozzi, Pablo (2004), El PRT-ERP. La guerrilla marxista, Ediciones Imago Mundi,
Buenos Aires
Rot, Gabriel (2000), Los orígenes perdidos de la guerrilla en la Argentina,
Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires
Salas, Ernesto (2003), Uturuncos. Los orígenes de la guerrilla peronista, Editorial
Biblos, Buenos Aires
Terán, Oscar (1993), Nuestros años sesentas, Ediciones El Cielo por Asalto,
Buenos Aires
---------------------(2006), De utopías, catástrofes y esperanzas, Siglo XXI Editores,
Buenos Aires
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