La Virgen María El Dogma de la Asunción

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La Asunción de María al Cielo
Queridos sacerdotes concelebrantes y queridos fieles de San Sebastián que os
habéis acercado a esta celebración con el deseo de honrar a nuestra Madre el Cielo;
estimadas autoridades:
¡Que Dios os bendiga y ponga en mis labios las palabras oportunas!
Se cumplen sesenta años desde que el Papa Pío XII promulgase el dogma de la
Asunción de la Virgen María al Cielo. Fue en 1950 cuando aquel insigne sucesor de
San Pedro, Pío XII -cuya memoria ha quedado unida a esta ciudad de San Sebastián
gracias a la plaza que lleva su nombre-, promulgó la Constitución Apostólica
“Munificentissimus Deus”. En ella se proclamaba de forma solemne: “Declaramos y
definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios y siempre
Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la
gloria del cielo". La humilde doncella de Nazaret, aquella que vivió oculta ante los ojos
de los hombres, al final de su vida en la tierra, ha sido ensalzada y glorificada en los
Cielos en cuerpo y alma.
Sin embargo, la fe en la Asunción de María no había nacido con Pío XII, ni
mucho menos. Se trata de una fiesta mariana que había comenzado a celebrarse en
Jerusalén ya en el siglo V, con el título de la Dormición de María; y allá por el siglo
VIII pasó a conocerse como la Asunción. Como en otras ocasiones, la fe popular y la
celebración litúrgica habían precedido a la proclamación del dogma por parte de la
Iglesia. Hoy sorprende comprobar lo arraigada que ha quedado entre nosotros esta
conmemoración mariana: ¡Cuántas parroquias y cuántas instituciones religiosas de
nuestra tierra llevan como nombre la advocación de la “Asunción”! ¡Con cuánta
frecuencia nuestros antepasados han bautizado a sus hijas con este santo nombre, que
nos evoca a María: Asun, Asunción, María Asunción!
Este sesenta aniversario de la definición del dogma de la Asunción, es una buena
ocasión para recordar y actualizar nuestra fe en este misterio inefable de la Virgen
María. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que "La Asunción de la Santísima
Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una
anticipación de la resurrección de los demás cristianos" (CIC 966). En efecto, a
diferencia del resto de los santos, María no necesita esperar a la resurrección final, para
participar en cuerpo y alma de la gloria de Dios. Los demás santos, están “en alma” en
el Cielo, pero, todavía a la espera de la resurrección de su cuerpo al final de los
tiempos… La anticipación de la plena glorificación de María, no es un mero privilegio
que el Hijo de Dios ha concedido a su Madre, sino que resulta ser también una luz de
esperanza, que ilumina poderosamente los pasos de cuantos caminamos hacia nuestra
meta definitiva.
Como digo, han pasado sesenta años, y creo que la fe en la Asunción de María,
nos permite clarificar gran parte de la confusión que existe en lo referente al más allá de
la muerte, de forma que podamos comprender el plan de la Providencia Divina con
respecto a la humanidad.
De hecho, la conmemoración de la Asunción de la Virgen, nos recuerda
implícitamente que, en la muerte se produce la separación del cuerpo y del alma; y al
mismo tiempo remarca que la fe en nuestra resurrección al final de los tiempos es lo
más característico de la esperanza cristiana. Después de esta vida, estamos llamados a
participar de la Vida Eterna de Dios con la totalidad de nuestro ser: cuerpo y alma. La
Redención de Cristo no sólo ha traído la salvación a la dimensión espiritual del ser
humano, sino también a la corporal. Por eso, nuestra meta es llegar a gozar de Dios con
todo nuestro ser, corporal y espiritual, como ya lo hace anticipadamente la Virgen
María. He aquí también un buen antídoto contra las creencias reencarnacionistas,
claramente incompatibles con la Revelación bíblica.
Cuando Pío XII promulgó el dogma de la Asunción de María al Cielo en cuerpo y
alma, lo hizo apoyándose en la Tradición de la Iglesia. No estaba inventando nada
nuevo en materia de fe, como es obvio, sino que estaba formulando con mayor
precisión y seguridad nuestra fe bimilenaria. Para comprender bien el sesenta
aniversario de esta proclamación dogmática, es necesario comenzar por rescatar el
concepto mismo de “dogma”, que en nuestros días ha pasado a ser, para muchos,
sinónimo de imposición o de coacción. ¡Nada más lejos de la realidad! Como decía
Benedicto XVI: “El dogma no es un muro que impide avanzar en el conocimiento de la
verdad, sino más bien una ventana desde la que se contempla el infinito”.
Es importante hacer este esfuerzo de sanación y comprensión de los conceptos
religiosos, para no caer en caricaturas ni simplismos… De lo contrario, cuando se
identifica la fe religiosa con la intolerancia, fácilmente se llega a confundir la tolerancia
con el relativismo… Es cierto que en estos sesenta años se ha producido un cambio
cultural trepidante. También es verdad que los paradigmas culturales están sometidos a
un permanente giro copernicano… Pero, como decía Chesterton: “Pensar que los
dogmas de los siglos anteriores no sirven en el siglo presente, es como sostener que
una filosofía es cierta los lunes, pero no los martes”. Y es que… las preguntas
definitivas por el sentido último de la vida, son y han sido básicamente las mismas en el
hombre y en la mujer de todas las épocas: en el hombre primitivo, en el ciudadano de
Grecia, en el del Imperio Romano, en el de la Edad Media, en el del Renacimiento, en
el de la Edad Moderna y en el de la Post-Moderna: “¿Por qué hemos sido llamados a la
existencia? ¿Para qué hemos sido creados? ¿Cuál es la meta del ser humano?”
La respuesta de la Revelación cristiana trasciende tiempos y lugares: Nuestra
meta es el Cielo. Cristo, mediante su Redención, nos ha abierto las puertas del Cielo,
haciéndonos “dignos” a los que somos “indignos”. Y María es la primera criatura
humana que goza en plenitud -en cuerpo y alma- de lo que nosotros esperamos alcanzar
algún día…
La fiesta de la Asunción de María a los Cielos, nos recuerda cuál es nuestra meta,
y por tanto, llena de sentido nuestra existencia… La certeza que nos da el conocer lo
que perseguimos en esta vida, tiene una importancia vital, de cara a discernir los
caminos adecuados…
Nuestra época nos ofrece medios muy sofisticados; pero, paradójicamente, con
frecuencia las metas permanecen muy confusas. Parece como si se identificase la
“velocidad” con el “progreso”, lo cual lleva a una consecuencia inevitable: al
emprender un camino equivocado, cuanto más se corre, más se aleja uno de la meta…
He aquí la importancia de mirar a la Virgen María, invocada popularmente como
“Estrella de los mares”, que actúa como un faro humilde pero eficaz, de forma que los
que navegamos en la vida, guiados por su luz, podamos llegar a puerto seguro. San
Bernardo nos aconseja: “Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los
escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María. (...) No te descaminarás
si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te
tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es
tu guía: llegarás felizmente a puerto, si Ella te ampara.” (San Bernardo, Homiliae
super "Missus est" 2, 17).
En definitiva, esta solemnidad de la Asunción nos estimula a elevar nuestra
mirada a lo alto, donde se encuentra Cristo, sentado a la derecha del Padre, y donde
también está participando de su gloria aquella fue la humilde esclava de Nazaret… En
María tenemos la respuesta a nuestra búsqueda de esperanza y de plenitud: la Asunción
es, por así decirlo, el punto de llegada del ser humano, sediento de felicidad y
necesitado de sentido.
En torno a esta solemne celebración mariana, “la Virgen de agosto”, hemos
querido los donostiarras poner el calendario de nuestras fiestas: nuestra Semana Grande.
Pidamos a Santa María de la Asunción, en el día de su gran fiesta, por nuestra querida
ciudad de San Sebastián y también por todos los que se acercarán a ella en esta Semana
Grande. No dudemos de que nuestra Madre del Cielo, se alegra de que nosotros
disfrutemos, y se preocupa con cariño de sus hijos en la celebración de sus fiestas, como
hizo en las bodas de Caná de Galilea…
¡Que estas fiestas transcurran en un clima sano de respeto, sobriedad, alegría,
solidaridad, hospitalidad y caridad!
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