Mundo colonial y no europeo

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Lectura 11. El mundo colonial y no europeo
La supremacÃ−a económica y militar de los paÃ−ses europeos no habÃ−a sufrido un desafÃ−o serio desde
hacÃ−a mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVIII y finales del siglo XIX no se habÃ−a intentado
convertir esa supremacÃ−a en una conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese
intento se realizó y la mayor parte del mundo fuera de Europa y del continente americano se dividió en
territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo el dominio polÃ−tico informal de uno u otro de unos
pocos estados, en especial− Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, PaÃ−ses Bajos, Bélgica, EEUU y
Japón.
Dos grandes zonas del mundo fueron casi totalmente divididas: el PacÃ−fico y Ôfrica. El PacÃ−fico, sin
ningún estado independiente, se repartió entre británicos, franceses, alemanes, holandeses,
norteameri−canos y japoneses. En 1914 Ôfrica pertenecÃ−a a los imperios británico, francés, alemán,
belga, portugués y, marginalmente, a España; las únicas excepciones eran EtiopÃ−a (que pudo contener
a Italia, la más débil de las potencias imperia−les), la insignificante república de Liberia y una parte de
Marruecos que todavÃ−a se resistÃ−a a una conquista total.
La mayorÃ−a de los grandes imperios tradicionales de Asia se mantuvieron independientes, aunque las
potencias establecieron en ellos “zonas de influencia” (China) o incluso una administración directa que en
algunos casos (como en el acuerdo anglorruso sobre Persia en 1907) cubrÃ−a todo el territorio. Si
conservaron su independencia fue porque resultaban convenientes como los estados-colchón de Siam
-Tailandia- (que dividÃ−a las zonas británica y francesa en el sureste asiático) o Afganistán (que
separaba al Reino Unido y Rusia), por la incapacidad de las potencias imperiales rivales para acordar una
fórmula divisoria, o por su gran extensión. De todas formas, el Reino Unido anexionó Birmania a su
imperio indio y estableció o reforzó una zona de influencia en el Tibet, Persia y el golfo Pérsico; Rusia
penetró más profunda−mente en el Asia central y, con menos éxito, en la Siberia del PacÃ−fico y en
Manchuria; los PaÃ−ses Bajos establecieron un control más estricto en regiones remotas de Indonesia. Por
su parte, Francia conquistó Indochina, iniciada en el reinado de Napoleón III; y Japón se hizo con Corea y
Taiwán a expensas de China (1895) y con otros territorios más modestos a expensas de Rusia (1905).
Sólo el continente americano pudo sustraerse a ese proceso de reparto. En 1914, como en 1830, era un
conjunto de repúblicas soberanas, excepto Canadá, las islas del Caribe y algunas zonas del litoral
caribeño. Sólo EEUU tenÃ−a un status polÃ−tico y una economÃ−a poderosa. Las demás repúblicas
eran, desde el punto de vista económico, dependencias del mundo desarrolla−do. Pero ni siquiera EEUU, que
afirmó cada vez más su hegemonÃ−a polÃ−tica y militar en esta amplia zona, intentó seriamente
conquistarla y administrar−la. Sus únicas anexiones fueron Puerto Rico (a Cuba se le permitió una
independen−cia nominal) y la zona del canal de Panamá. En Latinoamérica la dominación económica y
las presiones polÃ−ticas necesarias se realizaron sin una conquista formal. Por otra parte, ni Gran Bretaña ni
ningún otro paÃ−s tuvieron razones de peso para enfrentarse a EEUU desafiando la “doctrina Monroe”.
Ese reparto del mundo era la expresión más espectacular de la progresiva división del planeta en fuertes
y débiles. Entre 1876 y 1915, casi un 25% de la superficie del planeta se repartió en forma de colonias
entre unos pocos paÃ−ses. Gran Bretaña incrementó sus posesiones unos 10 millones de km2. Francia 9,
Alemania algo más de 2,5 y Bélgica e Italia algo menos. EEUU obtuvo unos 250.000 km2 de nuevos
territorios, sobre todo a costa de España (Puerto Rico, Filipinas), extensión similar a la que consiguió
Japón a costa de China, Rusia y Corea. Portugal amplió sus colonias africanas en unos 750.000 km2; y
España consiguió algunos territorios áridos en Marruecos y el Sahara occidental. Más difÃ−cil es
evaluar las anexiones de Rusia, ya que se hicieron a costa de los paÃ−ses vecinos y continuando un proceso
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multisecular de expansión territorial del Estado zarista. Los PaÃ−ses Bajos se limitaron a ampliar su control
sobre islas que le “pertene−cÃ−an” desde hacÃ−a tiempo.
1. El imperialismo en Ôfrica.
La división del territorio africano entre las potencias europeas es posterior a 1880, consagrándose
formalmente en la Conferencia de BerlÃ−n de 1884. Sin embargo, entre 1830 y 1880 es, según David
Fieldhouse (EconomÃ−a e imperio), el momento en que se “gestaron las fuerzas” que iban a llevar al reparto
del continente. La visión que ofrecen los mapas puede resultar, pues, un poco engañosa. Es la época en
que se efectúa la gran tarea de explorar el interior del continente, tomando contacto con los diferentes
estados africanos.
La situación del Ôfrica precolonial era muy diversa, pero distaba mucho de parecerse a un conglomerado de
tribus salvajes sin organización ni tradición polÃ−tica, que sólo con la llegada de los europeos hubieran
accedido a la civilización. Es cierto que por influencia del comercio esclavista o por debilitamiento del
Imperio otomano, muchos de estos estados habÃ−an perdido gran parte de su antiguo esplendor. Pero, a pesar
de todo, verdaderos imperios o estados, con muchos siglos de historia se mantenÃ−an en vigor a la llegada de
los europeos. En el Magreb coexistÃ−an el sultanato de Marruecos, las regencias berberiscas de Argelia,
Túnez y TrÃ−poli y el reino de Egipto, dirigido por el macedonio Muhamad AlÃ− hasta 1848. En el Ôfrica
occidental y ecuatorial, el reino de Dahomey, asÃ− como el del Congo, lograron impresionar a los viajeros
occidentales por sus ejércitos, riquezas y organización; y en el Ôfrica austral, eran importantes los reinos
de ZanzÃ−bar o el de los zulúes, que agrupaba a principios del siglo XIX las regiones de Natal, Orange,
Transvaal y Mozambique.
La presencia europea en Ôfrica anterior a 1880 constaba de algunas posesiones costeras por parte de viejos
imperios coloniales (portugueses y holandeses -bóers−- en el Ôfrica austral) o de recientes instalaciones
como las de Liberia y Costa de Marfil. Durante el siglo XIX esta presencia se amplió a través de otros dos
grandes ejes de penetración, en Ôfrica del norte y en Senegal, asÃ− como con la entrada de Gran Bretaña
en Ôfrica del Sur.
A. El Ôfrica mediterránea.
El dominio europeo del norte de Ôfrica tuvo su principal expresión en la conquista de Argelia por los
franceses y en el control de Egipto, por Francia e Inglaterra, como lugar estratégico de paso hacia India a
través del canal de Suez.
Egipto, región autónoma dentro del imperio turco, conoció en las décadas de 1850 y 1860 un cierto
progreso occidentalizador. El gobierno egipcio modernizó su administración, su sistema judi−cial y la ley
de la propiedad, cooperando con los franceses en la construcción del Canal de Suez (1859-1869), estimuló
la navegación por el mar Rojo y permitió que intereses británicos y franceses construyesen ferrocarriles.
Egipto se incorporó al mercado mundial y el jedive Ismail se occidentalizó (construyó en El Cairo un
teatro de la ópera, donde se estrenó en 1871 la ópera de Verdi, Aida, escrita a petición del jedive).
Las mejoras costaban dinero, que se pedÃ−a prestado a Inglaterra y Francia. El gobierno egipcio no tardó en
verse en apuros, remediados temporalmente en 1875 con la venta de acciones del Canal a los británicos.
Pero en 1879 los intereses bancarios europeos impusieron la abdica−ción de Ismail y su sustitución por
Tewfik, controlado por los acreedores europeos. Esto provocó una insurrección en AlejandrÃ−a (1881)
liderada por el coronel Arabi, la primera expresión de nacionalismo árabe. Una escuadra británica
bombardeó la ciudad y tropas británicas desembarcaron en Egipto en 1882, derrotando a Arabi y tomando a
Tewfik bajo su protección (las tropas, enviadas por poco tiempo, no se retirarÃ−an hasta 1956). Egipto se
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convirtió en protectorado británico. Los ingleses protegÃ−an al jedi−ve contra el descontento en su propio
paÃ−s, las pretensiones turcas y las atenciones de otras potencias europeas rivales.
La incorporación de Argelia al dominio de Francia comienza en 1830 con la toma de la ciudad de Argel y
tardarÃ−a treinta años en ocupar los territorios del interior, debido al estado casi permanente de guerra en
que mantuvieron a los ejércitos franceses las tribus bereberes. Es una de las razones que explica, en virtud
de una actitud “subimperialista” de los colonos que, para dotar de mayor seguridad a esta colonia, la presencia
francesa se extendiera hacia Túnez y Marruecos, a partir de los años 1880. Argelia es el ejemplo clásico
de colonia de poblamiento, instalándose allÃ− no sólo franceses sino también numerosos españoles.
Los colonos europeos eran unos 800.000 hacia 1914. Uno de ellos, casado con una mallorquina, combatiente
del ejército francés muerto en la 1ª G.M., fue el padre de Albert Camus, quien lo dejó reflejado en su
libro autobiográfico (y póstumo), El primer hombre.
Contra la polÃ−tica fran−cesa Gran Bretaña utilizó las inquietudes de España e Italia y esbozó una liga
mediterránea para la defensa del statu quo que condujo a los acuerdos mediterráneos de 1887, que
bloquearon la expansión europea en la zona durante más de diez años. Hacia 1900 las iniciativas
alemanas relanzaron la cuestión. Sus ambiciones en el Próximo Oriente (viaje de Guillermo II en 1898) y
los proyectos de ferrocarril BerlÃ−n-Bagdad (1899-1903) provocaron inquietud en Gran Bretaña y la
revisión de su polÃ−tica secular. Al mismo tiempo, las potencias mediterráneas (Italia, España y
Francia), decepcionadas por los resultados de su polÃ−tica colonial (desastre de Adua en 1896, pérdida de
Cuba en 1898, retirada de Fachoda en 1−898), dirigieron sus ambiciones hacia el Mediterráneo próximo.
Para hacer frente en el Mediterráneo oriental a la amenaza alemana, Gran Bretaña aceptó que se
replanteara el statu quo en el occidental, con una doble condición: que el estrecho de Gibraltar permaneciera
bajo su control y que el régimen aduanero de Marruecos no se modificara. Los acuerdos
franco-británicos de 1904 anunciaban el protectorado francés sobre el imperio jerifiano de Marruecos
(1912). Gran Bretaña sostuvo a Francia durante las crisis de Algeciras (1905) y Agadir (1911); ésta, tras
el acuerdo naval de 1912, debÃ−a asegurar la defensa del Mediterráneo. Los acuerdos franco-italianos
(1901-1902) preludiaban la ocupación italiana de Libia (1911-1912).
B. La apertura del Ôfrica negra.
Durante siglos los europeos sólo conocieron de Ôfrica negra sus costas (de Oro, de Marfil, de los Esclavos),
a las que desde un interior inagotable habÃ−an llegado millones de esclavos, asÃ− como las agitadas aguas de
rÃ−os enormes (Nilo, Congo, NÃ−ger, Senegal), cuyas fuentes eran tema de románticas especulaciones. Las
costas de Senegal, por ejemplo, eran un lugar frecuentado por comerciantes ingleses y franceses, desde donde
ejercÃ−an un comercio triangular de traslado de esclavos a las Antillas y, desde aquÃ−, de azúcar hacia
Europa. La polÃ−tica del francés Faidherbe (1854-1865) como goberna−dor del Senegal tuvo importantes
consecuencias: estable−ció la prioridad del eje Senegal-NÃ−ger-lago Chad y además contribuyó a crear el
cuadro administrativo que gestionará la posterior coloniza−ción francesa en Ôfrica.
Las poblaciones negras nativas eran agrÃ−colas o pastoriles, sin lenguaje escrito ni Estados duraderos, pero
con notables formas artÃ−sticas y con un recuerdo de grandes reinos en tiempos pasados. HabÃ−a también
blancos que hablaban árabe en la costa oriental y europeos asentados en el Ôfrica del Sur. AquÃ−, la
colonización de la re−gión de El Cabo por parte de la CompañÃ−a Holandesa de las Indias se remonta al
siglo XVII. Se trata de una precoz colonia de poblamiento europea que en 1806 es transferida a Inglaterra. Los
colonos, holandeses calvinistas conocidos como bóers (“campesinos”), se dedicaban a la agricultura y
ganaderÃ−a y eran grandes defensores del esclavismo. La entrada de la colonia surafricana bajo dominio
británico causó constantes problemas a los bóers. Con la abolición del esclavismo en 1833, buena parte
de los bóers abandonan El Cabo y emprenden su−cesivos viajes (el Great Trek entre 1834 y 1848) o
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desplazamientos desde su primitivo asentamiento hacia los territorios de Natal, Orange y Transvaal. Las
disputas con los británi−cos, que controlaban las salidas al mar y comenzaban a mostrar in−terés por los
yacimientos de oro y diamantes descubiertos desde 1867, ocasionaron varios enfrentamientos, conocidos
como las guerras bóers, de las que la más dura fue la segunda, desarrollada entre 1899 y 1902.
Misioneros, exploradores y aventureros fueron los primeros en abrir este mundo a Europa. La famosa
pareja Livingstone y Stanley es un buen ejemplo del rumbo de los hechos. Livingstone llegó al Ôfrica
suroriental en 1841 como misionero médico. Se entregó a una obra humanitaria y religiosa, sin
pretensiones polÃ−ticas ni económicas, en amistosas relaciones con los nativos; hizo muchos viajes y
descubrimientos y se encontraba en el interior de Ôfrica como en su casa. Pero el periódico Herald de
Nueva York, ante el rumor de que se habÃ−a perdido, envió al inquieto periodista Stanley a buscarle. à ste
lo encontró en 1871; poco después morÃ−a Livingstone, con grandes honores de los nativos. Stanley era
un hombre de la nueva era: al ver las grandes posibilidades de Ôfrica se fue a Europa en busca de socios. En
1878 encontró a un hombre con las mismas ideas, Leopoldo II, rey de los belgas. Leopoldo era en el fondo
un promotor. Formosa, Abisinia, Mozambi−que, Filipinas, habÃ−an atraÃ−do sucesivamente su fantasÃ−a,
pero era la cuenca del Congo, en Ôfrica central, lo que decidirÃ−a desarrollar. Stanley era el hombre que
buscaba y los dos fundaron en Bruselas, con unos pocos financieros, una Asociación Internacional del
Congo en 1878. Era una empresa puramente privada; el gobierno y el pueblo belgas no tenÃ−an nada que ver.
Se consideraba que todo el interior de Ôfrica era una “tierra de nadie”, abierta a los primeros “civilizados”
que llegaran. Stanley, al volver al Congo en 1882, firmó en dos años tratados con más de 500 jefes que, a
cambio de naderÃ−as, ponÃ−an sus huellas en los misteriosos papeles y aceptaban la bandera de la
Asociación. El explorador alemán Peters, que trabajaba en el interior de ZanzÃ−bar, firmaba tratados con
los jefes del Ôfrica Oriental. El francés Brazza, que partÃ−a de la costa occidental y distribuÃ−a la
tricolor por todos los pueblos, reivindicaba al oeste del rÃ−o Congo un territorio más grande que Francia.
Los portugueses pretendÃ−an unir sus viejas colonias de Angola y Mozambique, para lo que necesitaban una
zona considerable del interior, con el apoyo inglés. En todos los casos, los respecti−vos gobiernos europeos
dudaban todavÃ−a si inmiscuirse en cuestiones con los salvajes africanos, pero se veÃ−an impulsados por
pequeñas minorÃ−as organizadas de entusiastas colonizadores y se enfrentaban con la probabilidad de que,
si se equivocaban, luego serÃ−a tarde.
La ocu−pación inglesa de Egipto (1882) propició el expansionismo francés en el Magreb y el Ôfrica
subsahariana y tropical. La conversión de Ale−mania en gran potencia y su creciente demanda de colonias
también aceleró los acon−tecimientos. Finalmente, la actuación en la cuenca del Congo de Leopoldo II
acabó siendo el catalizador de las fuerzas im−perialistas en Ôfrica. Para evitar conflictos entre las grandes
potencias, Leopoldo II y Bismarck convocaron la Conferencia de BerlÃ−n (1884-1885), a la que acudieron
la mayorÃ−a de los paÃ−ses europeos y EEUU, y donde se sentaron las bases de la polÃ−tica a seguir en
Ôfrica.
La Conferencia convirtió los territorios de la Asociación del Congo en un Estado libre, bajo auspicios
internacionales, y delegó el gobierno del nuevo Estado (con un territorio de más de 2 millones de km2), en
Leopoldo. Se estableció además la internacionalización del rÃ−o Congo, la libertad de comercio en el
Congo para las personas de cualquier nacionalidad, la supresión del comercio de esclavos y la prohibición
de imponer tarifas aduaneras. Leopoldo actuó en el Congo de acuerdo con su sola voluntad. Su decisión de
hacerlo rentable le llevó a extremos injustos. El Congo era una de las pocas fuentes de abastecimiento de
caucho del mundo y los nativos fueron obligados mediante una coacción inhumana a sangrar los árboles de
caucho, árboles que se destruÃ−an sin ser re−puestos. Mediante la devastación de los recursos de aquel
pueblo y esclavizando a sus hombres, Leopoldo extrajo un ingreso principesco que gastaba en Bruselas, pero
nunca logró que la empresa fuese rentable. Consumido por las deudas, obtuvo un préstamo del reino de
Bélgica con la condición de que a su muerte, si la deuda estaba sin pagar, el Congo pasarÃ−a a ser belga.
Eso fue lo que ocurrió en 1908.
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La Conferencia de BerlÃ−n de 1885 también estableció ciertas reglas de juego para la expansión en
Ôfrica: una potencia con posesiones en la costa tenÃ−a derechos prioritarios en el interior; la ocupación
debÃ−a materializarse mediante administradores o tropas; y cada potencia debÃ−a informar qué territorios
consideraba como propios. Inmediatamente se produjo una tremenda lucha por la ocupación “real”, lo que la
literatura periodÃ−stica coetánea denominó The Scramble of Africa, esto es, la pe−lea por el continente. En
efecto, el reparto fue una consecuencia de la lucha, con episodios de rebatiña, entre las potencias
occidentales no sólo por apropiarse de espacios, sino de evitar que los rivales hicieran lo mismo. Ser fuerte
en Ôfrica era sinónimo de potencia en Europa. En 15 años se parceló todo el continente. Las únicas
excepciones fueron EtiopÃ−a y Liberia, fundada en 1822 como colonia para esclavos norteamericanos
emancipados y, en la práctica, protectorado de EEUU desde siempre.
En todas partes se repetÃ−a un proceso similar. Primero, en algún lugar de la selva, aparecÃ−a un
puñado de hombres blancos, con sus inevitables tratados; para conseguir lo que deseaban, los europeos, por
lo general, otorgaban al jefe unos poderes que según las costumbres tribales no poseÃ−a: transmitir la
soberanÃ−a, vender la tierra, hacer concesiones mineras. Las autoridades coloniales apoyaron a los jefes para
poder actuar a través de ellos y de las formas tribales existentes; era el extendido siste−ma del “gobierno
indirecto”.
El trabajo era el gran problema, dado que los africanos no tenÃ−an la misma concepción que los
europeos. Abandonada la esclavitud, éstos recurrieron al trabajo forzado. Para construir el ferrocarril,
reaparecieron sistemas como la corvea feudal o la mita incaica. También se usaron métodos más
indirectos. El gobierno colonial imponÃ−a una contribución a pagar en dinero, de modo que el nativo
tenÃ−a que trabajar para obtenerlo. O bien asignaba tierras a los europeos de forma que la tribu local ya no
pudiera seguir subsistiendo con las tierras que le quedaban. O se trasladaba a toda la tribu a una reserva, como
los indios de EEUU. Mientras las mujeres cultivaban los campos o atendÃ−an a los niños, los hombres
tenÃ−an que acudir a los blancos en busca de trabajo por una paga insignificante. Se hizo todo por desarraigar
a los africanos y poco por ayudarles. La antigua sociedad tribal o rural se hundió.
Las condiciones mejoraron algo en el siglo XX, a medida que se elaboraban unas tradiciones de
administración colonial ilustrada. Los funcionarios coloniales llegaron incluso a actuar a veces como
amortiguadores o protectores de los nativos contra las ambiciones del hombre blanco. Lentamente surgió una
clase occidentalizada de africanos (los jefes y sus hijos, los sacerdotes católicos y los pastores protestantes,
los dependientes de los almacenes, los empleados del gobierno), algunos de los cuales estudiaban en las
universidades de Oxford, ParÃ−s o EEUU. Por lo general, se oponÃ−an a la explotación y al paternalismo;
si querÃ−an la occidentalización, era a un ritmo y con un objetivo propios. Según avanzaba el siglo XX, el
nacionalismo en Ôfrica (como en Asia y en el imperio turco) se hizo más evidente e intenso.
Mientras tanto, los europeos se enfrentaron peligrosamente entre sÃ−. Los portugueses se hicieron con
grandes extensiones en Angola y Mozambique. Los italianos se apoderaron de las áridas Eritrea (1890) y
Somalia (1893), junto al mar Rojo; luego intentaron penetrar hacia las fuentes del Nilo, pero los etÃ−opes les
derrotaron en Adua en 1896; aquella primera victoria africana contra los blancos disuadió a los italianos
durante 40 años de invadir Etiopia. Italia, Portugal y España podÃ−an disfrutar de sus posesiones en
Ôfrica gracias a los recelos de los principales competidores -Gran Bretaña, Francia y Alemania- que
preferÃ−an que los territorios perteneciesen a una pequeña potencia antes que a uno de sus grandes rivales.
Los alemanes fueron los últimos en la carrera colonial, en la que Bismarck era reacio a entrar. En la
década de 1880 se oÃ−an en Alemania todos los argumentos imperialistas habituales. Los alemanes
establecieron colonias en Ôfrica oriental (Tanganica), occidental (Camerún y Togo) y del sudoeste
(Namibia) y proyectaban formar un cinturón alemán de Camerún a Tanganica, con la anexión del
Congo y las colonias portuguesas.
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Los franceses controlaban gran parte del Ôfrica occidental desde Argelia, pasando por el Sahara y el Sudán
occidental, hasta la costa guineana (Guinea, Costa de Marfil, Dahomey), asÃ− como parte del Congo y
Madagascar (1895); ocupaban también Obok, en el mar Rojo, y tras la derrota italiana en 1896, su
influencia en EtiopÃ−a aumentó; aspiraban a formar un cinturón francés desde Senegal hasta el golfo
de Aden: en 1898 el gobierno francés envió al capitán Marchand hacia el este del lago Chad para
hacerse con el Alto Nilo, en el Sudán meridional, que ninguna potencia ocupaba todavÃ−a realmente.
Estos dos cinturones este-oeste, el alemán y el francés, tropezaban con el cinturón norte-sur de los
británicos “desde El Cabo hasta El Cairo”. Desde El Cabo Cecil Rhodes habÃ−a penetrado hacia el norte
por Bechuana (Botswana) y Rhodesia (Zimbabwe, Zambia). Uganda y Kenia eran ya británicas. Desde El
Cairo, los británicos apoyaban las antiguas pretensiones egipcias al Alto Nilo; en 1898 el genera1 Kitchener
derrotó a los musulmanes de Sudán cerca de Jartún y siguió Nilo arriba: en Fashoda encontró a
Marchand. La consiguiente crisis puso a Inglaterra y Francia al borde de la guerra. Era una prueba de fuerza,
no sólo en cuanto a sus proyectos africanos, sino también en cuanto a su posición en todas las cuestiones
internacionales. Los franceses, preocupados por su inseguridad ante Alemania en Europa, se echaron atrás y
ordenaron a Marchand que se retirase de Fashoda. Pero la presencia alemana en el Ôfrica oriental impidió
la formación de un imperio en Ôfri−ca que fuera territorialmente continuo. Ninguna de las dos grandes
potencias lo logró, aunque en el caso de Gran Bretaña, su presencia estaba asegurada en los cuatro mares
que circundan el continente africano.
Apenas lograda esta pÃ−rrica victoria, los británicos se implicaron en una situación más dura, en el sur
del continente: la guerra de los bóers. Las pequeñas repúblicas bóers de Orange y Transvaal se
resistÃ−an a ser incorporadas al imperio británico. En la década de 1880 se descubrieron diamantes y oro
en el Transvaal; pero esta república bóer se negó a aprobar la legislación que querÃ−an las empresas
mineras británicas. En 1895 una dura expedición represiva dirigida por Jameson y apoyada por Rhodes,
primer ministro de la colonia del Cabo, que generó indignadas protestas en Europa, fracasó (el emperador
alemán Guillermo II felicitó al presidente del Transvaal por haber expulsado a los invasores) y en 1899
Gran Bretaña declaró la guerra a las dos repúblicas, tardando tres años en someterlas. Tras unos años
de anexión de los territorios derrotados, en 1909 el Parlamento británico vota la South Africa Act, que
reunifica ambas colo−nias bajo la denominación de Unión Surafricana, con un status semiindependiente
dentro del imperio británico (como Canadá, Australia y Nueva Zelanda). La tra−dición de segregación
racial de los bóers acabarÃ−a por imponerse a través de partidos afrikaners, y se prolongó en la
práctica del apartheid hasta fines del siglo XX.
La crisis de Fashoda y la guerra bóer revelaron a los británicos la gran impopularidad de que gozaban en
Europa. Todos los pueblos y gobiernos europeos eran pro-bóers; sólo EEUU, embarcado entonces en una
conquista similar de Filipinas, mostraban cierta simpatÃ−a por los británicos. à stos empezaron a
reconsiderar su posición internacional.
2. El imperialismo en Asia y OceanÃ−a.
El continente asiático, a diferencia del africano, era mucho mejor conocido por los europeos y, además,
estaba gobernado en gran parte por sólidas estructuras polÃ−ticas, con dinastÃ−as imperiales de tradición
plurisecular, como sucedÃ−a en China y Japón. Por otra par−te, los viejos imperios coloniales, como el
portugués, español y holan−dés, disponÃ−an de enclaves y amplias posesiones en Asia (Indonesia,
Filipinas, Goa), a los que se añadÃ−a la presencia de Gran Bretaña en In−dia desde 1763. Varios son los
ámbitos en los que se desarrolla la acción de las potencias occidentales (incluidos EEUU y Rusia) en Asia:
India y territorios contiguos, Asia central y Siberia, la penÃ−nsula de Indochina y el mar de la China.
El continente de OceanÃ−a, en cambio, fue un espacio en el que la pe−netración europea se efectuó
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según los esquemas más generales de la colonia de poblamiento, propia de la formación de las “nuevas
Euro−pas”. Tanto en Australia como en Nueva Zelanda, la colonización eu−ropea supuso la casi total
desaparición de la población aborigen del continente de OceanÃ−a, asÃ− como la organización de sus
estructuras económicas y sociales al estilo europeo. Todo este proceso fue realiza−do en el marco del
Imperio británico.
A. Las Indias orientales holandesas, la India británica y la Indochina francesa.
Eran las colonias ideales. Exportaban ricos y variados recursos naturales que no competÃ−an con los
europeos (la primitiva industrialización de la India habÃ−a sido aniquilada por los ingleses). Eran tan
grandes que tenÃ−an muchas actividades internas (comercio, seguros, banca, transportes), que, al estar
dominadas por europeos, aumentaban notablemente sus beneficios. En ellas los nativos aprendÃ−an con
rapidez, pero les separaban la religión y el idioma, lo que facilitó el gobierno de los europeos. Estaban
regidas por una administración más o menos culta, en la que los puestos más destacados y mejor pagados
se reservaban a los europeos. De ahÃ− que las familias acomodadas de las metrópolis viesen sus imperios
como tierras de oportunidad para sus hijos. Por último, ninguna potencia extranjera desafiaba directamente la
autoridad de los colonizadores.
En 1815 los holandeses ocupaban poco más que la isla de Java. En las décadas siguientes, los ingleses
entraron en Singapur, la penÃ−nsula malaya y el norte de Borneo. En la década de 1860, los franceses
aparecieron en Indochina. En la de 1880 los alemanes se anexionaron Nueva Guinea oriental y las islas
Marshall y Salomón. En última instancia, fueron los recÃ−procos recelos de estas tres potencias los que
permitieron a los holandeses crear un imperio isleño de casi 1,5 millones km2, teniendo que sofocar
revueltas internas en 1830, 1849 y 1888. Los holandeses introdujeron una especie de trabajo forzado, el
“sistema de cultivo”, en el que las autoridades exigÃ−an a los campesinos, a manera de impuesto, una
determinada cantidad de ciertas cosechas como azúcar o café. Como una importante cuestión polÃ−tica,
patrocinaron la instrucción en los idiomas nativos: esto preservaba las culturas nativas de la desintegración,
pero significaba también que las ideas occidentales de nacionalismo y democracia penetraban más
lentamente.
India pasó a ser colonia británica en 1763, a raÃ−z de la guerra de los Siete Años. Pero su control lo
ejerció durante un siglo la CompañÃ−a de las Indias Orientales, que monopolizaba el comercio británico
con el océano à ndico. La base principal de operaciones era la región de Ben−gala, con su capital en
Calcuta, aunque poco a poco se fue exten−diendo el control británico sobre el territorio, muy poblado, pero
polÃ−ticamente fragmentado. La rebelión fue reprimida con una carnicerÃ−a, pero forzó a los ingleses a
cambiar de polÃ−tica: la CompañÃ−a y el imperio mogol fueron suprimidos e India se convirtió en una
colonia gobernada directamente mediante un gobernador general y un cuerpo de funcionarios civiles (el
In−dian Civil Service), que dirigió el proceso de transformación de India mediante la construcción de
ferrocarriles, el establecimiento de centros educativos al estilo occidental y la especialización de su
economÃ−a de forma complementaria a la británica. Los ingleses empezaron a proteger los intereses de las
clases altas de la India, apoyaron a los terratenientes indios, se hicieron más indulgentes con la
“superstición” india y, en vez de abolir los estados indios que iban incorporando, los conservaron como
protectorados, perdurando asÃ− hasta el fin de la dominación británica (1947) más de 200 estados, con
sus rajás y maharajás. Para dar adecuada cima a esa jerarquÃ−a, la reina Victoria fue proclamada en 1877
emperatriz de India.
Los oficios nativos manufactureros de la India se hundieron ante la industrialización moderna reforzada por
el poder polÃ−tico. A finales del siglo XIX, India exportaba algodón en rama, té, yute, aceite de semillas,
Ã−ndigo, trigo, e importaba manufacturas británicas. Los negocios prosperaban: la India llegó a tener la
más densa red ferroviaria fuera de Europa y EEUU. Se desarrolló una clase de indios occidentalizados
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(hombres de negocios, colaboradores de la administración...) que hablaban inglés (desde 1835 se
favorecÃ−a la instrucción en inglés) y a menudo se educaban en Inglaterra. à stos exigÃ−an una mayor
participación en los asuntos de su paÃ−s. En 1885 se creó el Congreso Nacional Indio, básicamente
hindú; y en 1906, la Liga Musulmana, portavoz de los intereses de la minorÃ−a musulmana. El
nacionalismo se hizo cada vez más antibritánico y se volvió también contra los prÃ−ncipes, los
capitalistas y los hombres de negocios indios como cómplices del imperialismo. En la 10 G.M., bajo la
presión nacionalista, los ingleses dieron más representación a los indios, especialmente en los asuntos
provinciales, pero la lentitud de ese movimiento hacia el autogobierno no logró vencer el sentimiento
antibritánico.
Al mismo tiempo, se produce la expansión territorial británica sobre todo el espacio indio, llegando por el
norte y el oeste hasta los confines de las posesiones que controlaba Rusia en Asia central, estableciéndose
Afganistán como “colchón” entre ambas potencias. Por la parte oriental, fue la búsqueda del mercado
chino y la necesidad de asegurar Bengala, lo que obligó a Gran Bretaña a ocupar Birmania. AsÃ−, el
Imperio británico abrÃ−a una vÃ−a terrestre hacia China y evitaba, con Siam (Tailandia) de estado-tapón,
una mayor expansión de Francia en el sur de Indochina (Cochinchina). La presencia británica en Asia se
completaba con sus posesiones en Malaisia, en donde Singapur era el centro de los intereses británicos en la
región.
El otro polo de atracción de las potencias occidentales en Asia fue la penÃ−nsula de Indochina, donde el
protagonismo durante un siglo le corresponde a Francia. Su presencia en Asia es novedosa, dado el escaso
interés que hasta entonces habÃ−an tenido los franceses por establecerse en Extremo Oriente. Sin embargo,
a fines del siglo XIX se consideraba Indochina como la perla del imperio colonial de Francia. El proceso de
ocupación territorial comenzó en la zona de Saigón y el delta del rÃ−o Mekong (Cochinchina), como
mecanismo de protección de las misiones católicas allÃ− establecidas, pero también para tener una base
desde la que participar en el comercio con China, especialmente el de la seda. Hacia 1885-1887 se completa la
formación de la Indochina francesa con la ocupación de Camboya, Annam y TonkÃ−n. Con ello quedaba
configurado el imperio colonial francés en AsÃ−a, establecido sobre un territorio con fuertes resistencias y
constantes revueltas contra la ocupación occidental, lo que se convertirá en una constante histórica hasta
la guerra de Vietnam.
B. Expansión rusa y conflicto de intereses con los británicos.
El imperio ruso habÃ−a ocupado el Asia septentrional desde el siglo XVII, llegando en 1860 a orillas del mar
del Japón, donde fundaron Vladivostok (“Señor del Oriente”), la más remota de todas las ciudades
eslavas. La co−lonización efectiva de una Siberia poblada por poco más de millón y medio de habitantes
se produjo entonces con la incorporación de unos cinco millones de inmigrantes rusos. La construcción de
diversas vÃ−as de comunicación, de las que las más conocida es el ferrocarril Transiberiano, terminado en
vÃ−speras de la guerra ruso-japonesa, integró toda la Siberia central y oriental en la Rusia europea.
Rusia era un imperio continental que buscaba una salida al mar, dominio de los occidentales (en particular, los
británicos). Rusia presionaba por tierra contra el imperio turco, Persia, la India y China, mientras que los
británicos (y otros) llegaban a esos paÃ−ses por mar. Su avance a mediados del siglo XIX se produjo
principalmente por las áridas y escasamente colonizadas regiones del Asia occidental. Los británicos, que
veÃ−an el posible peligro ruso para su colonia de la India, habÃ−an sostenido ya dos guerras afganas para
conservar el Afganistán como tierra de nadie entre Rusia y la India. En 1864 los rusos tomaron Tashkent, en
el Turkestán; diez años después llegaban hasta la India, pero tuvieron que permanecer alejados por un
acuerdo anglo-ruso que adjudicaba una larga lengua de tierra al Afganistán y separaba asÃ− por 30 kms los
imperios indio y ruso en las altas tierras del Pamir.
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Los avances rusos en el Turkestán, al este del Caspio, incrementaron la presión sobre Persia (Irán), que
ya la habÃ−a sentido al oeste del Caspio, donde ciudades persas como Tiflis y Bakú habÃ−an pasado a ser
rusas. Pero la presión también venÃ−a de los británicos: en 1864 una compañÃ−a británica
terminaba el primer telégrafo persa como parte de la lÃ−nea de Europa a la India y siguieron otras
inversiones e intereses británicos. El petróleo adquirió importancia hacia 1900. Británicos y rusos
concedieron préstamos al gobierno persa, con la garantÃ−a los derechos aduaneros persas. Persia estaba
perdiendo el control de sus propios asuntos. En 1905 estalló una revolución nacionalista persa contra todos
los extranjeros y contra el gobierno servil del sha, promulgándose una Constitución (abolida peco
después), pero sin resolverse la cuestión de la independencia real. En 1907 la rivalidad terminó con un
acuerdo anglo-ruso sobre Persia, que reconocÃ−a una zona de influencia rusa en el norte y una británica en
el sur.
C. La apertura de China al Occidente: anexiones y concesiones.
La obsesión del mundo occidental por conocer y penetrar en China era muy vieja (recuérdense las
andanzas de Marco Polo). De China venÃ−an no sólo valiosos productos (seda, especias), sino muchos de
los inventos que hicieron posible la superioridad técnica de Europa. Pero desde fines del siglo XV, China
experimentó un proceso de ensimismamiento que la hizo más inaccesible aún a las relaciones con
Occidente, a pesar de las misiones jesuÃ−ticas que se instalaron allÃ−, pero que no tardaron en ser
suprimidas. Hacia fines del siglo XVIII los británicos comenzaron a intentar la apertura de los puertos
chinos al comercio con Occidente. China fue el mayor pastel por el que compitieron las potencias
imperialistas en el siglo XIX.
China era el mayor imperio asiático, con unos 400 millones de habitantes y una organización polÃ−tica
sólida, apoyada en la dinastÃ−a imperial y en una burocracia de mandarines muy cualificada y orgullosa de
su superioridad. No en vano, China se calificaba a sÃ− misma como el “Imperio del Centro”. El resto del
mundo era periferia poco civilizada, dado que los extranjeros eran considerados, sin excepción, como
“bárbaros”. De hecho, el Imperio chino careció de ministerio de asuntos exteriores o similar hasta
mediados del siglo XIX. Las relaciones con el resto del mundo no eran consideradas prioritarias.
La primera fase de la apertura de China comenzó en 1839 con la primera guerra del opio. Gran Bretaña,
que habÃ−a perdido con la independencia de las colonias de América del Norte su lugar de
aprovisionamiento de té, comenzó a importarlo de China. Para hacer frente a este flujo comercial, quiso
pagarlo con cargamentos de opio, producido en India, al que los chinos eran tan aficionados como los ingleses
al té. Ante la creciente oposición del Imperio chino a este comercio, Gran Bretaña empleó su fuerza
naval: la cañonera Némesis destruyó con facilidad a los “juncos” chinos. La consecuencia fue la firma
del tratado de Nanking (1842), según el cual China cedÃ−a a Gran Bretaña la isla de Hong-Kong y,
además, admitÃ−a el libre comercio en cinco puertos, de los que el más importante seguÃ−a siendo
Cantón, convertido, en expresión de Pierre Renouvin, en el “torno” de entrada de las mercancÃ−as
occidentales en el mercado chino. Fue la primera fase de lo que los chinos llamaron los “tratados desiguales”,
que en 1844 también hubieron de firmar con EEUU y Francia.
En 1856, Gran Bretaña y Francia se unieron en una segunda guerra para obligar a los chinos a recibir a sus
diplomáticos y negociar con sus comerciantes: la no ratificación del tratado de Tientsin (1858) lleva a la
ocupación de PekÃ−n por 17.000 soldados que saquean el Palacio de Verano del emperador (gracias al
botÃ−n se implantó en Europa y EEUU la moda del arte chino). Se inicia entonces un progresivo asalto a la
fortale−za del Imperio chino, trenzado de diferentes tratados, como el de PekÃ−n (1860), en los que se
ponÃ−a de manifiesto su debilidad. Mientras tanto, los manchúes tardaron 14 años en sofocar la revuelta
de los Taiping (1850-1864), con alguna ayuda europea, interesada en tener un gobierno en China con el que
hacer tratados para legalizar sus exigencias y obligar a su cumplimiento en todo el paÃ−s.
Este sistema de tratados favorecÃ−a a los extranjeros. Abrió a los europeos más de doce ciudades,
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incluidas Shanghai y Cantón, como “puertos de tratado”; en ellas se les permitÃ−a establecer colonias
propias, ajenas a las leyes chinas. Los europeos que viajaban por China estaban sujetos sólo a sus propios
gobiernos. Cañoneras europeas y norteamericanas empezaron a controlar el rÃ−o Yangtsé. Los chinos
tuvieron que pagar, además, grandes “indemnizaciones de guerra”. Accedieron a no imponer ningún
derecho de importación superior al 5%, con lo que China se convertÃ−a en un mercado abierto para los
europeos; para administrar y recaudar los derechos de aduanas se introdujo un cuerpo de expertos europeos.
Mientras el centro de China era penetrado mediante los “tratados”, en su periferia se le arrancaban regiones
enteras. Los rusos bajaron a lo largo del rÃ−o Amur, establecieron su provincia marÃ−tima (Vladivostok,
1860). Los japoneses, suficientemente occidentalizados para sumarse a la carrera imperialista, reconocieron
en 1876 la independencia de Corea. Los ingleses se anexionaron Birmania en 1886. Los franceses en 1883
asumieron un protectorado sobre Annam y, junto con Tonkin, Cochinchina, Laos y Camboya, formaron poco
después la Indochina francesa (1887). Aunque no eran territorios propiamente chinos, China era el paÃ−s
con el que habÃ−an tenido sus más importantes relaciones polÃ−ticas y culturales.
E1 imperialismo japonés miraba hacia el continente chino y hacia el sur. En 1894 Japón entró en guerra
con China por disputas sobre Corea. Los japoneses vencieron pronto, pues estaban equipados con armas,
preparación y organización modernas. Obligaron a los chinos a firmar el tratado de Shimonoseki (1895),
por el que China cedÃ−a Formosa y la penÃ−nsula de Liaotung (que baja desde Manchuria hasta el mar,
donde estaba Port Arthur) al Japón y reconocÃ−a la independencia de Corea (que pasó al área de
influencia japonesa).
Aquel rápido triunfo japonés precipitó una crisis en el lejano Oriente. Todos estaban asombrados de que
un pueblo de color se hubiese hecho tan fuerte y mostrase tal aptitud para la guerra y la diplomacia modernas.
Rusia, Alemania y Francia le exigieron abandonar la penÃ−nsula de Liaotung. Los japoneses, aunque
indignados, cedieron. En China muchos se sintieron humillados por la derrota ante Japón. El gobierno chino,
situado ante lo inevitable, empezó a proyectar frenéticamente la occidentalización. Se consiguieron
enormes empréstitos de Europa, garantizados por los derechos aduaneros. Pero las potencias europeas no
querÃ−an que China se consolidase demasiado pronto y tampoco habÃ−an olvidado el súbito surgimiento
japonés. El resultado fue una atropellada arrebatiña de nuevas concesiones en 1898.
Los alemanes lograron un arriendo por 99 años de Tsingtao y derechos exclusivos sobre la penÃ−nsula de
Shantung. Los rusos, un arriendo de la penÃ−nsula de Liaotung, con Port Arthur, y el derecho de construir
ferrocarriles en Manchuria para enlazarlos con su sistema transiberiano. Los franceses cogieron Kwangchou y
los ingleses Weihaiwei, además de confirmar su zona de influencia en el valle del Yangtsé. EEUU, donde
un poderoso “lobby” luchaba en favor de la penetración económica, defendieron la polÃ−tica de “puertas
abiertas”: China deberÃ−a seguir territorialmente intacta e independiente y las potencias con concesiones
especiales o zonas de influencia deberÃ−an mantener el 5% marcado por la tarifa china y permitir la actividad
de los comerciantes de todas las naciones sin discriminación. Esta polÃ−tica no se proponÃ−a dejar China
para los chinos (frente al posible expansionismo de Japón o Rusia), sino asegurar que todos los extranjeros la
encontrasen literalmente abierta.
Si imaginamos un paÃ−s en el que barcos de guerra extranjeros patrullan por sus rÃ−os, los extranjeros andan
por todo el paÃ−s sin someterse a sus leyes, las ciudades importantes tienen colonias extranjeras ajenas a su
jurisdicción, en las que se concentran todos los negocios y la banca, los extranjeros deciden la polÃ−tica
aduanera, recaudan los ingresos y remiten gran parte del dinero a sus propios paÃ−ses, las autoridades
nacionales colaboran, en parte, con esos extranjeros y, en parte, son sus vÃ−ctimas, podremos comprender
cómo se sentÃ−an los chinos, cultos o pobres, a finales del siglo XIX y por qué el término
“imperialismo” ha llegado a ser sinónimo de abominación para tantos pueblos del mundo.
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Una sociedad secreta china, a la que los occidentales llamaron bóxers (boxeadores), se rebeló en 1899:
arrancaron las vÃ−as del ferrocarril, atacaron a los chinos cristianos, sitiaron las legaciones diplomáticas y
mataron a unos 300 extranjeros. Las potencias europeas, con Japón y EEUU, enviaron tropas contra los
insurgentes, que fueron dominados. Los vencedores impusieron controles más severos aún al gobierno
chino y una fuerte indemnización.
Por otra parte, tras esta rebelión, los funcionarios manchúes intentaron hacerse más poderosos mediante la
occidentalización, y, al mismo tiempo, un movimiento revolucionario que aspiraba a expulsar a los
manchúes y también a los extranjeros se extendÃ−a rápidamente por todo el paÃ−s, sobre todo por el
sur, bajo la dirección de Sun Yat-sen, fundador en 1905 del Guomindang (“Partido nacional del pueblo”)
con su programa de los “tres principios”: nacionalismo, soberanÃ−a del pueblo y reforma económica. En
1911 estalló la primera revolución china, que acabó con la dinastÃ−a manchú y estableció la
república, si bien los problemas seguirán en pie hasta el triunfo de la revolución socialista de Mao Zedong
(1949).
3. El imperialismo de EEUU: el far west y el corolario Roosevelt.
La conquista del oeste, por parte de EEUU es el ejemplo más acabado de la potencia coloni−zadora de la
población europea inmigrante en las “nuevas Europas”. Confluyen en ella problemas muy diferentes. La
expansión hacia el oeste comienza poco después de la independencia, con la adquisición de Luisiana a
Francia (1803) y Florida a España (1820), que pronto se fue−ron poblando con nuevos colonos procedentes
del este y que consideraban que su destino manifiesto era ocupar todo el subcontinente norte. En la década
de 1840, gracias a la debilidad del gobierno de México, la petición de entrada en la Unión del estado de
Texas, y la influencia de la “fiebre del oro” de California (1848), se configuró casi definitivamente el
territorio de EEUU, completada en 1867 con la adquisición de Alaska y posteriormente de las islas Hawai,
hasta formar los 50 estados actuales. El procedimiento seguido para la colonización del espacio fue muy
simple. Dado que las tierras se consideraban propiedad del gobierno federal, cuando éstas se ha−llaban
suficientemente pobladas, sus habitantes podÃ−an solicitar el in−greso como un nuevo estado en la Unión.
La colonización efectiva con la puesta en cultivo de estos inmensos territorios se acometió durante la
segunda mitad del siglo XIX, tras la Guerra Civil (o de Secesión), que no sólo bloqueó la escisión de los
estados esclavistas del sur, sino que aceleró la integración en la Unión de los territorios del medio oeste.
La construcción del ferrocarril, con la unión en 1869 de las lÃ−neas de Central Pacific (procedente de San
Francisco) y Union Pacific (procedente de Chicago), desempeñó un papel fundamental en la apertura de
los mercados del este a la producción agrÃ−cola y ganadera de las Grandes Praderas, pero también fue el
camino por el que muchos inmigrantes europeos iban llegando a los inmensos espacios del Medio y Lejano
Oeste, hasta entonces habitados por tribus indias.
Como se sabe bien por el cine o la literatura barata, la ocupación de estos territorios no fue pacÃ−fica, sino
obra de pequeñas escaramuzas y algunas batallas dirigidas por veteranos de la Guerra Civil, como el general
Custer y su Séptimo de CaballerÃ−a, cuya fama posterior no hace justicia a su muerte, en la batalla de
Little Bighorn (1874), a manos de cheyenes y sioux acaudillados por Caballo Loco (véase, por ejemplo, el
film Murieron con las botas puestas, de R. Walsh). Con todo, la lucha contra los indios continuó cada vez
con mayor intensidad. Hacia 1890 el gobierno federal declaró oficialmente el final de la frontera y
también el de la resistencia de los indios americanos al avance de pioneros, colonos y ganaderos, después
de la masacre de Wounded Knee y el asesinato de Toro Sentado, viejo jefe de los sioux, o del envÃ−o a una
reserva de Oklahoma de Chief Joseph, el lÃ−der de los pacÃ−ficos nez percé, que confesó en el momento
de su rendición: “Estoy cansado. Mi corazón está enfermo y triste”. HabÃ−a terminado la conquista del
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oeste y comenzaba el mito de la frontera.
En 1893, Frederic Turner escribÃ−a (aunque no se publicó hasta 1920) su conocida obra The Frontier in
American History, en la que se consideraba la frontera como el factor decisivo en la configuración de EEUU
y su cultura: sentido individualista, emprendedor, igualitario y pragmático, lo que le permitirÃ−a calificar a
EEUU como la “tierra de las oportunidades”, al menos para los blancos. Mientras tanto, los “indios
americanos” supervivientes (alrededor de millón y medio), recluidos en reservas, comenzaron a su vez a
elaborar la explicación poética de su derrota: los dioses les habÃ−an vuelto la espalda y se habÃ−an
hecho blancos.
Por otra parte, para América Latina, compuesta por un gran número de repúblicas débiles e inestables,
crónicamente empeñadas entre sÃ− en disputas fronterizas, EEUU se convirtió en la potencia imperialista
más temida al sur de su frontera (“la amenaza yanqui”). En 1823 la llamada “doctrina Monroe”
(“América para los americanos”) declaraba que los intentos de las potencias europeas por intervenir en
América serÃ−an considerados como actos hostiles a EEUU. Pero fue este paÃ−s el primero en amenazar
desde el exterior a una de las nuevas repúblicas: entre 1845 y 1848 se anexionó Texas y todo el territorio
hasta la costa de California, al norte de rÃ−o Grande (unos 2 millones de km2), a costa de Méjico.
En la década de 1890 se incrementó el imperialismo de EEUU. En 1895, en una explÃ−cita reafirmación
de la “doctrina Monroe” el presidente Cleveland prohibió a los británicos tratar directamente con
Venezuela sobre una disputa de lÃ−mites relacionada con la Guayana británica, y los británicos tuvieron
que aceptar un arbitraje internacional. Sin embargo, cuando la vecina Colombia se enfrentó con una
revolución en el istmo de Panamá, EEUU apoyó a los revoluciona−rios y, sin consultar con nadie,
reconoció a Panamá como república independiente (1903) EEUU procedió a construir el canal de
Panamá (inaugurado en 1914) mientras el paÃ−s se convirtió de hecho en un protectorado de EEUU.
Entre tanto, los restos del imperio español (Cuba, Puerto Rico, Filipinas) se veÃ−an agitados por
disturbios revolucionarios por la independencia. Las simpatÃ−as de EEUU estaban con los revolucionarios,
ya que tenÃ−a 50 millones $ invertidos en Cuba y necesitaba el azúcar cubano para mantener su nivel de
vida. Una Cuba dócil y en orden era vital para los intereses estratégicos de EEUU en el Caribe y, a
través del canal de Panamá, en el PacÃ−fico. Los periódicos excitaron los sentimientos de indignación
moral contra la “barbarie” de las autoridades españolas y bastó una excusa (el hundimiento, en misteriosas
circunstancias, del acorazado Maine) para declarar la guerra a España, y ganarla, en 1898. Filipinas y Puerto
Rico fueron anexionadas a EEUU. Cuba se constituyó como una república independiente, pero sometida a
la Enmienda Platt, por la que EEUU se reservaba el derecho a supervisar sus relaciones con el extranjero y a
intervenir en importantes cuestiones. Cuba se convirtió asÃ− en otro protectorado de EEUU. El derecho de
intervención en Cuba fue ejercido varias veces en las dos décadas siguientes, hasta que el desarrollo del
nacionalismo cubano y los cambios en el imperialismo norteamericano condujeron a la supresión de la
Enmienda Platt en 1934. En cuanto a Filipinas, no recibirá formalmente la independencia hasta 1946, y
Puerto Rico obtendrÃ−a cierto grado de autogobierno en 1952.
En 1904 el presidente Th. Roosevelt afirmaba que la debilidad o el mal comportamiento “que desemboca en
una general relajación de los lazos de la sociedad civilizada pueden... requerir la intervención de alguna
nación civilizada” y que la doctrina Monroe podÃ−a obligar a EEUU “al ejercicio de un poder de policÃ−a
internacional”: era el llamado “corolario Roosevelt” a la doctrina Monroe. Siguió un cuarto de siglo de
“diplomacia del dólar”, en el que EEUU intervino repetidas veces, militarmente o por otros medios, en el
Caribe y en toda América Latina: Santo Domingo (1904-22), Nicaragua (1909-12), Honduras (1910-12),
Guatemala (concesiones territoriales para la United Fruit en 1906), HaitÃ− (1914-33), etc. El corolario
Roosevelt, como la Enmienda Platt, creó tanto resentimiento en América Latina que EEUU acabó
repudiándolo.
3. La organización de los imperios y las resistencias coloniales.
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El control de los inmensos territorios sometidos obligó a las potencias coloniales a organizar unos sistemas
de administración y gobierno de las colonias o, caso de ser posible, recurrir a la fórmula del protectorado,
que supone la existencia de un gobierno indÃ−gena, teóricamente independiente, que acepta mantenerse bajo
la tutela de la potencia extranjera. Se trata de una dependencia aparentemente atenuada de la metrópoli, ya
que las antiguas instituciones autóctonas son reconocidas y mantenidas, pero el gobierno local está
sometido, de hecho, a la autoridad de la metrópoli. Es el caso utilizado en el norte de Ôfrica (Marruecos,
Túnez, Egipto) y en zonas del sureste asiático (Camboya).
Lo más frecuente era que las potencias colonizadoras se hicieran directamente cargo del gobierno de
los nuevos territorios, al margen del nivel de autonomÃ−a que, en algunos casos, les pudiera llegar a
conceder. El gobierno directo por parte de los organismos metropolitanos, con el fin de explotar los recursos
naturales, representa el grado máximo de dependencia de las poblaciones autóctonas que, sin embargo,
estaban sometidas a un régimen jurÃ−dico diferente al de los colonos europeos, no gozando de la
condición de ciudadanos.
Otra modalidad era la concesión de la explotación y administración de un territorio colonial a una
compañÃ−a privada. La empresa mercantil establecÃ−a en la colonia un cuerpo de administración y
hasta un ejército propio, contentándose la metrópoli con cubrir la operación al nivel diplomático y
protegerla eventualmente con su flota. Son ejemplos la Asociación Internacional Africana en el Congo
(1879) y la Royal Niger Company (1886).
Por último están los sistemas de tratados, concesiones o zonas de influencia que se dan en áreas
demasiado extensas (Persia, China) para ser convertidos en colonias. Las potencias europeas forzaron a China
a firmar tratados abusivos que les permitÃ−an el control de un determinado territorio o puerto. Formalmente,
la independencia del paÃ−s quedaba intacta, pero en su respectiva zona de influencia los europeos eran los
dueños del paÃ−s.
A. Los dos modelos básicos de régimen administrativo.
La formación de las administraciones coloniales fue una tarea lenta, pero constituye el necesario
complemento de todo el esfuerzo de ocupación territorial desplegado desde principios del siglo XIX y, más
intensamente, a partir de 1880. Los sistemas administrativos básicos se pueden reducir a dos: a) la anexión
de la colonia y su integración como parte de la administración metropolitana, reconociéndose a los
colonos (blancos) derechos polÃ−ticos análogos a los ciudadanos del pais imperialista, y b) la asociación
de la colonia a la metrópoli, lo que permite establecer un gobierno indirecto (indirect rule) y, en general,
“responsable”, lo que significa que existen parlamentos o consejos locales ante los que debe responder el
titular del gobierno ejecutivo de la colonia y que, por tanto, se practica el principio anglosajón del
“autogobierno” (self-government). En lÃ−neas generales, cada uno de estos modelos identifica a uno de los
dos grandes imperios coloniales, Francia y Reino Unido respectivamente.
El régimen administrativo del Imperio británico se basó con frecuencia en el establecimiento de
dominios, fórmula adecuada para el gobierno de los territorios de las “nuevas Europas”, en general colonias
de poblamiento ocupadas por la masiva inmigración de procedencia europea y, en especial, de origen
británico. En Canadá, Australia, Nueva Zelanda o la colonia de El Cabo se fueron constituyendo durante la
segunda mitad del siglo XIX sistemas de gobierno local, apoyados en cámaras de representantes, que
disfrutaban de amplias facultades en lo relativo a su régimen interior. Sólo dos ámbitos les estaban
vedados: las relaciones exteriores y la polÃ−tica de defensa. El titular del gobierno lo desempeñaba un
gobernador, cuyo nombramiento correspondÃ−a a la Corona inglesa.
Un caso especial fue la administración de India, en la que convivÃ−an diferentes modelos. Diversos estados
indÃ−genas estaban sometidos al régimen de protectorado; pero el conjunto de India dependÃ−a
directamente de la Corona británica, cuya titular en 1877, la reina Victoria, fue proclamada emperatriz de
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India. Pese a los intentos del nacionalismo indio, manifestados a través del partido polÃ−tico Congreso
Nacional, de conseguir para su paÃ−s un régimen de gobierno semejante al resto de los dominios de la
Corona británica, la dependencia directa de India respecto de Londres permanecerá en vigor hasta la
independencia. India era considerada la “Joya de la Corona”, la frontera del Imperio británico.
El sistema de gobierno del imperio francés condujo, en general, a la conversión de las colonias en
departamentos al estilo de la administración de la metrópoli. Es lo que sucedió en Senegal, Argelia, las
Antillas o Cochinchina. Esta integra−ción conllevó la participación de la población de la colonia,
limitada generalmente a los colonos de origen europeo, en el sistema polÃ−tico francés (incluida la
elección de representantes en la Asamblea Nacio−nal). En otras partes predominó la administración
directa (Madagascar) o el régimen de protectorado, como en el norte de Ôfrica. En la época de
entreguerras adquirirá mayor fortaleza este sis−tema de administración directa, con el agrupamiento de
grandes re−giones territoriales del imperio colonial, en la búsqueda de una mayor integración del mismo en
el sistema polÃ−tico francés.
El caso de Argelia es paradigmático, donde hasta 1870 se oscila en−tre la asimilación y la asociación,
conviviendo, por tanto, un sistema de administración civil, en la zona repoblada por europeos y uno militar
que se ocupaba del traspaÃ−s. Napoleón III aspiró a crear un “reino ára−be”, asociado a la Corona
francesa, pero fracasó en su intento. A partir de 1871 se retorna a la polÃ−tica de asimilación, de modo que
la colo−nia argelina es dividida en tres departamentos, lo que coloca los asun−tos argelinos en dependencia
directa del gobierno de ParÃ−s. Pero sólo los colonos europeos y los judÃ−os gozan de derechos
polÃ−ticos, mien−tras que queda excluida la mayorÃ−a de la población indÃ−gena musul−mana. Esta
segregación polÃ−tica será el origen de muchos conflictos durante todo el siglo XX, antes y después de
la independencia argelina.
B. Resistencias y conflictos.
La ocupación de los territorios coloniales, pese a la superio−ridad tecnológica y bélica de las potencias
ocupantes, no estuvo exenta de una gran variedad de resistencias locales y además de motivos de conflicto.
Las resistencias al imperialismo comenzaban en la propia metrópoli, con sectores de la población y partidos
polÃ−ticos contrarios a la carrera imperialista.
En general, la izquierda europea, tanto los partidos radicales como los socialistas, mantuvo una posición
crÃ−tica cuando no de lucha directa contra los gobier−nos metropolitanos, sobre todo por lo que suponÃ−a de
apoyo al milita−rismo. Es el caso de figuras como Clemenceau o Jaurés en Francia, los laboristas en el
Reino Unido o los socialdemócratas en Alema−nia. En sucesivos congresos de la Internacional Socialista se
aproba−ron resoluciones antiimperialistas (Ômsterdam 1904, Stuttgart 1907). La denuncia del imperialismo
como una práctica propia del capitalismo monopolista forma parte de la mejor tradición socialista de la
época de preguerra, como revelan las obras de Kautsky, Hilferding y Lenin. La izquierda era
antiimperialista por principios. La libertad para la India, Egipto o Irlanda, por ejemplo, eran objetivos del
movimiento obrero británico. La izquierda no flaqueó en su condena de las guerras y conquistas coloniales,
con frecuencia con el riesgo cierto de sufrir una impopularidad temporal (como cuando en el Reino Unido se
opuso a la guerra de los bóers). Los radicales denunciaron los horrores del Congo, de las plantaciones de
cacao en las islas africanas, y de Egipto. No obstante, antes de la Internacional Comunista (1920), los
socialistas occidentales hicieron poco por organizar la resistencia de los pueblos coloniales frente a sus
dominadores, salvo en raras ocasiones como el caso de la Indonesia holandesa. Su análisis de la nueva fase
imperialista del capitalismo, consideraba la anexión y la explotación coloniales como una caracterÃ−s−tica
de esa nueva fase, indeseable como todas ellas, pero no fundamental. Eran pocos los socialistas que, como
Lenin, centraban ya su atención en el “material inflamable” de la periferia del capitalismo mundial.
Aparte de esta corriente anticolonia−lista europea, conviene tener en cuenta algunas de las resistencias
de−sarrolladas en el seno de las colonias. Las formas de oposición eran muy variadas. En general, el
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instrumento aglutinaba las resistencias era la defensa de valores de carácter cultural o religioso que la
presencia europea ponÃ−a en peligro. También adquirieron gran desarrollo las sociedades secretas. Pero la
oposición violenta, el enfrentamiento bélico, al avance de los europeos es lo más frecuente, tan−to en
los casos más mitificados a través del cine y la literatura, como la lucha de los colonos blancos
americanos contra las tribus indias, como en los menos conocidos pero no menos épicos, el caso de los
zulúes en el Ôfrica austral o los maorÃ−es en Nueva Zelanda. La resistencia zulú fue una de las que más
conmovió la opinión pública, dada la derrota infligida en 1879 al ejército británico (véase, por
ejemplo, el film Zulú, de Cy Enfeld). Pero la oposición de los zulúes no fue la única. Los
enfrentamientos bélicos fueron frecuentes, especialmente en las regiones del Ôfrica mu−sulmana. En
Sudán, las tropas británicas del general Gordon, derrotadas frente a las del Mahdi sudanés en 1884, no
logran reconquistar el territorio hasta la batalla de Omdurman, ganada por Kitchener en 1898; en Abisinia, los
ejércitos italianos reciben una seve−ra derrota en la batalla de Adua (1896); y en Marruecos, tanto el
ejér−cito francés como el español vivieron en un clima de conflicto hasta 1926, en que tiene lugar la
operación conjunta hispano-francesa del desembarco de Alhucemas, que pone fin a la resistencia de las
tribus rifeñas dirigidas por Abd el Krim.
En el continente asiático, la oposición a la ocupación extranjera toma formas, con frecuencia, de revueltas
internas y de apelación a los valores tradicionales como signo distintivo frente a los intentos de aculturación
de las administraciones coloniales. Es el caso de la re−vuelta de los cipayos en India o la guerra de los
bóxers en el Imperio chino.
Los cipayos eran soldados indios encuadrados en el ejército britá−nico bajo la dirección de la
CompañÃ−a de las Indias Orientales. Su leal−tad comenzó a resquebrajarse a partir de la tendencia de las
autorida−des británicas a arrebatar el gobierno de diversos estados indios a sus legÃ−timos herederos. Esto
provocó una situación de descontento que explotó por un motivo trivial: el cambio de cartuchos hechos
con pa−pel engrasado con grasa de vaca y cerdo, lo que era doblemente lesivo, desde el punto de vista
cultural, para hindúes (por el carácter sagrado de la vaca) y musulmanes (por su repudio del cerdo). En
1857 estalló un motÃ−n en el ejército de Bengala, que se convirtió en revuelta en todo el norte de India,
con grandes dosis de violencia y masacres, finalmente dominada al cabo de un año. Las consecuencias de
esta “gran rebelión”, fueron enormes en cuanto al sistema de gobierno de India. Pero la revuelta reveló
también hasta qué punto los valores europeos chocaban con la tradición cultural autóctona, tal como
manifiesta el virrey lord Lytton pocos años después, al observar que los conceptos polÃ−ticos
occidenta−les (libertad, tolerancia, imperio de la ley) son para la población de India “fórmulas misteriosas
de un sistema de administración extraño y artificial”.
La rebelión de los bóxers en China, ya citada, tiene lugar en 1900. Fue un mo−vimiento denominado por
los chinos como “de los puños armoniosos” y “bó−xer” por los occidentales, dado que sus miembros
practi−caban el boxeo chino, una forma de adiestramiento fÃ−sico y ritual. Estaba dirigido por una sociedad
secreta y pretendÃ−a expulsar a los extranjeros y acabar con la polÃ−tica de concesiones hechas en los
diferentes “tratados desiguales”. Su orientación xenófo−ba revela que amplios sectores sociales del Imperio
chino (incluida la emperatriz) eran contrarios a la apertura de China al exterior y demandaban una polÃ−tica
más nacionalista, tras la humillante derrota del ejército chino a manos de Japón en la guerra de 1895.
Los bóxers pretendÃ−an asaltar las legaciones extranjeras asentadas en PekÃ−n, que fueron sitiadas durante
casi dos meses (véase el film 55 dÃ−as de PekÃ−n, de Nicholas Ray), pero este objetivo fue impedido
tanto por la pasividad del ejército imperial como por la llegada de refuerzos internacionales. Esta nueva
derrota aceleró la descomposición del milena−rio imperio chino, el “Reino del Centro”, brevemente
gobernado por Pu-Yi, el “último emperador”.
Además de la oposición bélica, comenzó a forjarse una oposición polÃ−tica. Las minorÃ−as
dirigentes de la pobla−ción nativa, formadas a menudo en universida−des occidentales, desarrollaron una
incipiente conciencia nacional, que permitió la creación de movimientos y partidos polÃ−ticos defensores
de la independencia polÃ−tica de las colonias. Comienza asÃ− un proceso de nacionalismo colonial que
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culminará con la descolonización a partir de la 2ª G.M. El ejemplo más pre−coz de esta oposición
polÃ−tica al dominio colonial es el de India, donde se funda en 1885 el primer partido polÃ−tico autóctono:
el Partido del Congreso Nacional Indio, el que luego guiarán Gandhi y Nehru. Aunque la orientación
polÃ−tica de este movimiento comenzó siendo de carácter moderado y colaboracionista, con
reconocimiento del papel jugado por Gran Bretaña en la transformación de la India, su evolución se
encaminó hacia una progresiva reivindicación de autogobierno. En 1906 se declaró favorable a la
au−tonomÃ−a interna de India y en 1920 darÃ−a el paso hacia la reclamación de la independencia.
El ejemplo de India tardó en ser imitado en otros lugares, de modo que hasta la época de entreguerras no
se configuran de forma efecti−va movimientos similares de oposición polÃ−tica, aunque tÃ−mida y
mo−derada, al dominio colonial. Sin embargo, como sucede con el proceso de expansión colonial,
también las lÃ−neas maestras del camino inver−so de la descolonización se están forjando en este
periodo.
C. La guerra ruso-japonesa y sus consecuencias.
Hacia 1900, Rusia y Japón se enfrentaban en Manchuria y Corea. Japón necesitaba apoyar sus fábricas
con materias primas y mercados en Asia; aspiraban, con ayuda de su modernizado ejército y marina, a ser
una gran potencia en la zona; y veÃ−an, además, que parte de los frutos de su victoria contra China en 1895
se habÃ−an esfumado en favor de su rival, Rusia. En efecto, Rusia habÃ−a logrado de China una concesión
para construir un ferrocarril a través de Manchuria. Por otra parte, el gobierno ruso necesitaba la
expansión para sofocar la crÃ−tica al zarismo en el interior, y veÃ−a con temor el auge japonés en su
frontera oriental.
La guerra estalló, sin declaración previa, en 1904 con el ataque naval japonés al puerto ruso de Port
Arthur. Ambos bandos enviaron grandes ejércitos a Manchuria: en la batalla de Mukden participaron
624.000 hombres (la mayor cifra hasta entonces), venciendo los japoneses. à stos también vencieron, con
su moderna escuadra, a la anticuada flota rusa en el estrecho de Tsushima. Rusia fue derrotada. En 1905, con
la mediación del presidente de EEUU, Theodore Roosevelt (dueño de Filipinas y con crecientes intereses
en China, a EEUU le convenÃ−a que ningún bando alcanzase una victoria excesivamente clara en el lejano
Oriente), se firmó la paz de Portsmouth: Japón recuperaba Port Arthur y la penÃ−nsula de Liaotung, una
posición preferente en Manchuria (que en 1910 será anexionada por Japón, asÃ− como Corea) y la mitad
sur de la isla de SajalÃ−n, convirtiéndose en una nueva gran potencia.
La victoria japonesa tuvo tres consecuencias importantes. Primera, el gobierno ruso, frustrado en su polÃ−tica
exterior en el Asia oriental, volvió a fijar su atención en Europa y reanudó su activo papel en los Balcanes,
lo que contribuyó a las crisis internacionales que desembocaron en la 1ª G.M. Segunda, la guerra debilitó
tanto el prestigio y el poderÃ−o militar del gobierno zarista, y la opinión rusa se enfadó tanto por la
incompetencia con que se habÃ−a dirigido la guerra, que el malestar popular salió a la superficie
produciendo la revolución de 1905, preludio de la gran revolución de 1917. Tercera, los dirigentes de los
pueblos sometidos llegaron a la conclusión, dado el precedente japonés, de que era posible en poco tiempo
dejar de ser “atrasados” y desembarazarse de los europeos, controlando por sÃ− mismos el proceso de
modernización y preservando sus caracterÃ−sticas propias. AsÃ−, en Persia (Irán) (1905), TurquÃ−a
(1908) y China (1911) estallaron revoluciones nacionalistas, en la India y en Indonesia la agitación creció;
después de la 10 G.M. se intensificarÃ−a la autoafirmación de los asiáticos.
Los sucesivos conflictos que tenÃ−an lugar en la región de los Balcanes, la rivalidad anglo-alemana o el
impenitente revanchismo francés respecto de la derrota de Sedán, familiariza−ron a las potencias europeas
con la idea de que, en un futuro no muy lejano, habrÃ−a que recurrir a la guerra como medio último de la
polÃ−tica, según la fórmula de Clausewitz. La intuición de que una época se acaba−ba y otra
comenzaba era muy común en la Europa de finales del XIX que, precisamente, acuñó la expresión fin de
siècle para referirse a un periodo que, de creer al protagonista de El retrato de DorÃ−an Gray, de Oscar
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Wilde, también deberÃ−a significar el fin du globe. La Europa de principios del siglo XX intuÃ−a que se
avecinaba un tiempo de grandes conflictos, incluso de naturaleza diferente a las guerras tradicionales, de
carácter limitado. Las guerras modernas se−rÃ−an cada vez más “totales”. Era lo que habÃ−a pronosticado
H. G. Wells en La guerra de los mundos, en 1898. Y algo de esto fue lo que sucedió a partir del verano de
1914, con el estallido de una guerra que comenzó siendo europea y acabó siendo mundial. Con ella
terminó una época de la historia del mundo y alumbró otra bien diferente. La 10 G.M., la revolución
rusa y la revuelta de Asia pusieron fin a la supremacÃ−a mundial de Europa y transformaron tanto la
“civilización” europea que el mundo del siglo XX iba a ser muy diferente del siglo XIX.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 11
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