Cultura y progreso en México

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“Por un Progreso Incluyente”.
Carlos Fuentes. México, 1997. p.p. 16-41
Cultura y progreso en México
PERSISTE UNA VERDAD palpable, primaria, real en el ya remoto año de 1921 (muy pasado tengo
yo) y real en el venidero año 2000 (muy futuro tengo yo). Entonces, como ahora (muy presente tengo
yo) la educación y el magisterio eran vistos como el cimiento del progreso nacional. La novedad de la
educación revolucionaria es que debería ser para todos a fin de que el progreso mismo fuese
incluyente, no dejase fuera a nadie y determinase un desarrollo que abarcase a la nación entera; a
todos los mexicanos. Porque la práctica de los años coloniales y del siglo XIX, le reservaba la
educación a unos cuantos. El impulso educativo de los primeros misioneros cristianos fue aprobado
en aras de la necesaria catequización de los vencidos. Pero en cuanto la influencia erasmiana y
humanista de la monarquía quiso establecer escuelas para la antigua aristocracia indígena,
enseñándoles castellano y lenguas clásicas, los poderes reales de la colonia —la burocracia, los
señoríos de la tierra— le pusieron un hasta aquí. Los indios, tlatoanis o tamemes, estaban para servir
a los poderes coloniales, no para aprender latines: su destino era el repartimiento y la encomienda,
no la lectura de Cicerón. Estas prácticas exclusivas —educación exclusiva para un progreso
excluyente también— cambiaron radicalmente con la Revolución. Para sus educadores, de José
Vasconcelos a Narciso Bassols, y de Moisés Sáenz a Jaime Torres Bodet, educar significaba incluir,
integrar, darle las armas de la ciudadanía y los fueros de la identidad a los mexicanos de todas las
clases, regiones y ocupaciones. En eso estamos todos de acuerdo. Algo ha cambiado, sin embargo.
La educación es vista como factor de progreso. Pero el progreso de hoy no es igual al progreso de
ayer. Ha habido una crisis en la noción de progreso que afecta tanto a su inclusividad como a su
inevitabilidad. Es preciso analizarla a fin de situar a la educación mexicana en el horizonte real y
renovado de sus obligaciones en el siglo que viene.
La historia europea a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa trató de universalizar un artículo
de fe: el progreso humano es algo inevitable e irreversible; el destino de la humanidad es la felicidad y
el bienestar y ambos son alcanzables mediante el comercio, la industria y la educación. Las
excepciones a esta convicción eran meros ajustes, accidentes de la circulación histórica. De
Condorcet (1743-1794) a Comte (1798-1857) la idea de un progreso constante y de un destino feliz
dominó el desarrollo de la vida política y social, así como el de la educación, europeas. De la
invención de la máquina de vapor a la del telégrafo, progreso material, felicidad personal y realidad
histórica se hablaron de tú. Las leyes de la joven nación norteamericana no sólo preveían un
progreso sin límites: ofrecían además el derecho a la felicidad. El México de la Independencia se
sumó con entusiasmo a esta filosofía. El triunfo del Partido Liberal sobre el Conservador después de
las guerras de Reforma y la caída del Imperio, fue también el triunfo del progreso contra la reacción.
Benito Juárez e Ignacio Manuel Altamirano lo ejemplificaron: dos indígenas puros podían ascender a
la modernidad occidental.
Pero el propio Juárez concebía un progreso excluyente de las formas de vida anteriores. El
liberalismo de Lerdo de Tejada destruyó las bases comunitarias del mundo campesino e indígena,
entregando las tierras de las comunidades a la especulación capitalista, es decir, progresista. Las
revoluciones agrarias de México, en este sentido, han sido tradicionalistas. De Zapata a Marcos,
intentan restaurar un pasado comunitario destruido por la voracidad modernizante, liberal, capitalista.
Porfirio Díaz, en fin, disfrazó y deformó aún más la idea de progreso reservándolo para una minoría
cada vez más estrecha. Pero hay dos Porfirios. En vez de la abierta regresión de los “cangrejos”
conservadores, el primer Porfirio, el rebelde de antaño que durante sus primeros años de gobierno
fue fiel al liberalismo triunfante asegurando un ascenso social verídico para nuevas y pujantes clases
profesionales, industriales y comerciales surgidas de la Reforma, sucumbió al cabo, liberal perverso,
cargado de años y medallas, a la tentación tradicional del tlatoani mexicano. Le reservó el progreso a
una minoría, enajenó buena parte de la riqueza nacional a los intereses económicos extranjeros, y
reprimió ferozmente la ecuación democrática del progreso. Una vez más el desarrollo de México,
desigual pero espectacularmente presentado a la opinión mundial (hasta Tolstoi felicitó a Díaz, en
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1910), aplazó el progreso inclusivo de toda la población. A la perestroika porfirista le faltó su glasnost.
La revolución contra Díaz y los científicos se hizo para devolverle al progreso su inclusividad nacional,
su promesa abarcadora, fundándola en la educación popular, la reforma agraria, la industrialización y
la defensa del trabajador. Pero esta inclusividad revolucionaria, que culminó con la presidencia de
Lázaro Cárdenas, aspiraba también, generosamente, a insertar al país en las corrientes del progreso
“universal”, sin perder las características de un progreso “nacional”. Éste, claramente, se debía fundar
en la única constante de nuestra historia: la continuidad de la cultura frente a la fragmentación de la
política y las crisis cíclicas de la economía.
La revolución mexicana no fue sólo, como se ha repetido, el primer movimiento social profundo del
siglo XX. Fue un movimiento cultural que puso en contacto a todas las regiones del país. Las
cabalgatas de Villa, Obregón, Amaro y los contingentes yaquis desde el Norte, las de Zapata desde el
Sur, no fueron solamente movimientos militares. Significaron el reconocimiento del territorio de
México por los mexicanos. Más aún: revelaron las culturas ignoradas o despreciadas por el
positivismo porfiriano. Lenguajes, canciones, comidas, hábitos, amores, memorias, anhelos: todos los
mexicanos, en la Revolución, tuvieron la oportunidad de conocerse entre sí, de comunicarse sus
noticias, sus sueños, sus carencias, sus luchas. Sobre este hecho mayor se fincaron las obras
reveladoras de la cultura nacional. El arte de Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro
Siqueiros, Rufino Tamayo y Frida Kahlo. La música de Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Las
novelas de Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela y Rafael Muñoz. La poesía de Ramón López
Velarde. El cine de Fernando de Fuentes y Emilio Fernández. Éstas son las obras más reveladoras
de la Revolución. Sin embargo, al lado de las obras “típicas” del reconocimiento de México por los
mexicanos, existen las obras que contrastan este reconocimiento, le ofrecen alternativas, lo
pluralizan, nos recuerdan que hay “más rutas que la nuestra”. Impiden que la cultura de la Revolución
se petrifique en la auto-celebración y el chovinismo o se convierta en suntuosa momia oficial. Nos
sitúan de nuevo en el mundo, pero ahora con nuestro rostro verdadero, sin los disfraces del porfiriato.
Aunque a veces, los artistas revolucionarios pretendieron ser lo que no podían ni debían ser:
fenómenos puramente nacionales. Después de todo, Orozco provenía del expresionismo alemán,
Siqueiros del futurismo italiano y el omnívoro Rivera —cubista en sus inicios— de toda la gran
tradición figurativa europea, de Miguel Ángel a Gauguin. Después de todo, la poesía del modernismo
y del grupo “Contemporáneos”, aunque no abundase en tópicos nacionalistas o imágenes de la
Revolución, era escrita en castellano, enriquecía el idioma de la ciudadanía y sobre todo la
imaginación de los lectores. De Enrique González Martínez y José Gorostiza a Octavio Paz y Jaime
Sabines, la contra-corriente poética de México añade, no le resta, poder y amplitud al gran acto de
reconocimiento revolucionario. Alfonso Reyes, una vez más, lo dijo mejor que nadie: seamos
generosamente universales para ser provechosamente nacionales. Con un ejemplo basta. La
presencia de Luis Buñuel le dio al cine mexicano, que ya había ganado el testimonio plástico de las
películas de Gabriel Figueroa y Emilio Fernández, una resonancia crítica y un imaginario visual de
validez universal. Los olvidados, Él, Nazarín, El ángel exterminador, son visiones de la infancia
adolorida, del fetichismo insano, de las pasiones de la fe y de la prisión social, igualmente válidas
para México y para el mundo. México le da a Buñuel la actualidad de su propia tradición europea, que
es la de la España de la picaresca, de Cervantes y La Celestina, la de Goya y el surrealismo. Pero el
“Indio” Fernández y Figueroa, a su vez, le dan actualidad mexicana a las enseñanzas plásticas de los
cineastas rusos Eisenstein, Pudovkin y Tissé. El progreso nacional concebido por la Revolución y
fundado en la educación y en la reforma económica y social, no podía, por todos estos motivos, hacer
dos cosas negativas. Ni podía excluir el contacto con las culturas del mundo, Diego Rivera sin Paolo
Ucello: ¿dónde quedarían los murales del Palacio de Cortés en Cuernavaca?, ni podía someter la
cultura de México a esquemas y patrones puramente occidentales. Emilio Fernández más las
escaleras de Odessa. Luis Buñuel más las barriadas del Distrito Federal. En la encarnación cultural
se disuelven estas oposiciones: una cultura nutre a otra y ésta le devuelve el favor a las demás
culturas del mundo, enriqueciéndolas. En cambio (o quizá por ello mismo) los grandes modelos
ideológicos que dominaron la idea del progreso en el siglo XX, capitalismo y comunismo (el fascismo
y el estalinismo fueron sus notorias aunque reveladoras deformaciones) se avenían mal con la
realidad de un México culturalmente rico pero económicamente pobre, y reclamado, en todo caso, de
soluciones precisas, locales, como fundamento del desarrollo nacional e incluso de la participación
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internacional del país. Soberanía y No Intervención se convirtieron por ello en principios de nuestra
política exterior. En cambio, internamente, la necesaria ecuación entre desarrollo económico y
democracia política no se dio, a pesar de que era necesaria para otorgarle plenitud a otra convicción:
las soluciones nacionales deben basarse en soluciones locales y sólo a partir de ambas se concibe
nuestro aporte a las soluciones internacionales.
La frecuente perversión de esta lógica ha sido origen de muchos de nuestros males presentes. La
separación cada vez más grande entre la economía financiera y la economía productiva, y entre éstas
y el trabajo inexistente o mal remunerado de millones de compatriotas, deforma la fisonomía entera
del progreso en México y le propone a la educación y a la cultura nacionales aclarar, concertar, reunir
los factores de crecimiento real, no las ilusiones de la juglaría ficticia, para que el país vuelva a
reconocerse y recupere la ruta de un progreso incluyente y crítico. ¿Progreso para quiénes?
¿Progreso para cuántos? La creciente fractura entre la economía especulativa y la economía
productiva, la creciente separación entre regiones, ocupaciones y expectativas, augura una funesta
parcelación del país. División no sólo entre ricos y pobres, sino entre regiones enteras y dentro de
cada clase social. El pequeño industrial no puede competir con el grande y mientras éste se asocia a
mercados internacionales pujantes, aquél es abandonado a mercados nacionales moribundos. Cierto,
la maquila deja más que el ejido, y el salario y entrenamiento del trabajador en una empresa
transnacional japonesa o alemana en México es mejor que la emigración laboral forzosa o el
hacinamiento desesperado en las ciudades perdidas. La clase media que pudo rescatar de las crisis
sucesivas ahorros, negocios, inversiones, se separa cada vez más de la clase media pauperizada
que no puede pagar la escuela privada, la mensualidad del coche o la hipoteca del apartamento.
¿Puede la educación, puede el maestro, devolverle en la medida de sus fuerzas su perfil a un país a
la vez plural y unitario; su conciencia social indispensable; la imagen de una cultura que nos
enriquece espiritualmente, pero que también debe aclararnos social y económicamente? ¿Puede la
educación nacional exorcizar el espectro de una balcanización nacional?
En todo caso, estas tareas no las cumplirá sólo la educación —pero no las llevaremos a cabo sin la
educación—. La disputa por la nación nunca ha sido simple y nunca ha sido fácil. La entorpecen, la
enturbian, no sólo demasiadas desigualdades internas, sino demasiados factores de poder externos.
A éstos paso a referirme ahora, modificando la enumeración de las preguntas que he formulado. El
orden de los factores no altera el producto, pero una manera de proceder es de lo general a lo
particular. Parto de una situación global para que al llegar a las situaciones nacionales, veamos
claramente en éstas el fundamento de nuestra inserción en el mundo. No podemos creer, de nuevo,
que de la globalidad dependerá la salud de la nacionalidad. Al contrario, si no atendemos los
problemas locales básicos, jamás accederemos de veras, no de mentirillas, a la muy celebrada
globalidad. Para entenderlo, veamos primero cuál es la naturaleza de esa globalidad proclamada hoy
como destino inevitable y salud asegurable de todos los seres humanos.
De nuevo, la idea del progreso preside el discurso de la fase más reciente de la modernidad, que es
la de su expansión global. Y nuevamente me pregunto: ¿Qué entendemos por progreso? ¿Ha dejado
de progresar el progreso? Pero como el progreso tiene un pasado, y el futuro una historia, empezaré
por recordar el pasado del progreso y la historia del futuro. ¿Qué nos dice esta dialéctica a los
mexicanos? ¿Cómo hemos confrontado la modernidad antes? ¿Cómo la confrontamos hoy?
México en el mundo
LA INCLUSIVIDAD REVOLUCIONARIA mexicana tuvo dos impulsos. El primero fue recuperar la
continuidad cultural del país y aliarla a una cierta idea del progreso nacional en favor de las mayorías
tradicionalmente relegadas. De allí la importancia dada a la educación. El segundo fue insertar de
nuevo a México en las corrientes universales del progreso, tal y como éste fue concebido por la
modernidad europea a partir de la Revolución Francesa. Evoqué líneas arriba a Condorcet, cuyo
Cuadro para un bosquejo del progreso humano celebraba una idea inevitable de la felicidad humana
en ascenso irrefrenable. La ironía del caso fue que Condorcet escribió su libro desde la cárcel y a la
sombra de la guillotina, que le cortó la cabeza en 1794. Fin de Condorcet pero no de sus ideas.
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Después del Terror de Robespierre y el Imperio de Napoleón, la restauración monárquica europea
intentó, en el Congreso de Viena, detener el reloj de la historia y volver a las felices épocas del
derecho divino de los reyes y la partición europea del poder mundial como si fuese un pastel. Pero las
fuerzas desatadas por la Revolución y el Imperio ya no eran contenibles, mucho menos por la
diplomacia de esos grandes equilibristas, Talleyrand y Metternich. Napoleón había llevado las ideas
libertarias a todos los rincones de Europa. Alemanes, austriacos, húngaros, polacos, italianos y
españoles, conocieron y asimilaron ideas básicas sobre el derecho civil, la impartición de justicia, los
derechos del hombre, el derecho a la propiedad, el fin de los privilegios hereditarios, la reforma laica
de la educación, la fundación de escuelas primarias y secundarias, de liceos y escuelas de estudios
superiores; la creación de la infraestructura de comunicaciones, la protección del medio ambiente, el
equilibrio presupuestal, las carreras abiertas para todos en la administración pública. Todas estas
novedades verdaderamente revolucionarias que Bonaparte introdujo en Francia, las llevaron sus
legiones al resto de Europa. Pero esas mismas legiones eran motivadas por la ambición que
Napoleón les infundió: cada soldado de la Grande Armée, dijo, llevaba un bastón de mariscal en su
mochila. El premio al arrojo individual, al esfuerzo personal, que Bonaparte dispensó a sus soldados,
pronto se tradujo, en la paz y en la esfera civil, en una promesa de oportunidades de ascenso para
todos. “¡Enriquecéos!” fue la orden de Guizot, a la liberada burguesía post-napoleónica en 1847. Los
héroes de Balzac y Stendhal ilustran la regla —y a veces pagan un alto precio por su éxito. Los reyes
más ilustrados, como Luis Felipe de Francia, que reinó entre 1830 y 1848 con Guizot como su
ministro de educación, se declaran a sí mismos monarcas burgueses, se dejan retratar en bata y
pantuflas, contrastan con las monarquías ultra conservadoras como los Borbones de España y los
Habsburgo de Austria, pero ni unos ni otros, ni liberales ni conservadores, atenúan la creciente
oposición entre la poderosa burguesía financiera e industrial surgida de la Revolución y el Imperio, y
la masa, creciente también aunque pauperizada, de obreros arrancados del trabajo agrícola y
explotados sin misericordia, sin descanso o ayuda social, sujetos a quince horas diarias de labores, al
trabajo infantil (denunciado ejemplarmente por Dickens en sus novelas), condenados a la enfermedad
y corta expectativa de vida. El propio Guizot ilustra esta contradicción. (Ministro de educación liberal
al instaurarse la llamada Monarquía de Julio en 1830), en jornadas maravillosamente descritas por
Flaubert en La educación sentimental, Guizot deriva cada vez más hacia el conservadurismo,
considerando que en la era post-napoleónica, una vez consolidada la clase burguesa, no había
necesidad de más reformas. La muy famosa exhortación que lanzó en 1847 —¡Enriquecéos!— no
detuvo la ola revolucionaria que un año después, en 1848, destronó a Luis Felipe y vio el surgimiento
del nacionalismo revolucionario en toda Europa. Pero lo que estalló en 1848 no fue sólo una serie de
movimientos nacionalistas en cadena cuyos escenarios fueron Italia, Austria, Alemania, Hungría,
Bohemia y Polonia. Fueron también, como lo vio claramente Marx, a partir de la revolución contra
Luis Felipe en Francia y la caída de la monarquía, en 1848, una lucha de clases, una revolución
social que desmintió la identificación de la burguesía con la nación y reveló, en cambio, la oposición
entre la clase burguesa y el creciente proletariado industrial. Las revoluciones del año 48 encarnan en
las barricadas y en las plumas de Mazzini en Italia, Kossuth en Hungría, Mickiewicz en Polonia, y el
fecundamente contradictorio alemán Heme, desde su exilio. Fue llamada “la primavera de los
pueblos” pero acabó en el invierno de la represión reaccionaria. Marx expone la contradicción, con
brillo insuperable, en su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte.
Lo que quedaba fuera de toda contradicción, era que el progreso era un privilegio europeo,
occidental, y que la misión de Europa, del occidente, del hombre blanco, en fin, era llevar ese
progreso a las regiones retrasadas o, de plano, como las llamó el filósofo inglés John Locke,
“salvajes”. Un progreso blanco, europeo, occidental, excluyente de las culturas que la Europa
progresista consideraba excéntricas, fatalmente retrasadas. La perversidad de esta noción de
progreso era que pretendía fundarse en la supuesta universalidad del género humano. Locke concibe
a la naturaleza humana como la misma para todos. Sólo que ese sustrato universal de la humanidad
es invariable: la historia no lo afecta. Y aunque es universal, no se aplica a “niños, locos y salvajes”:
estos carecen del entendimiento invariable y universal que acompaña a la verdadera naturaleza
humana, que al cabo le pertenece sólo a la cultura europea y a la raza caucásica. El continente
americano, por implicación, pertenecía para el pensamiento de la Ilustración, a esa zona en
penumbra donde viven los niños, los locos y los salvajes. Con ironía reveladora, un personaje de
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Montesquieu se pregunta: “Pero, ¿cómo es posible ser persa?” Sí, ¿cómo es posible ser peruano,
mexicano, argentino, brasileño? El occidente reclama el monopolio de la cultura: la civilización, dice el
filósofo alemán Herder, sólo es posible en Europa. América, proclama Hegel, es un perpetuo Aún No,
Aún No... La idea mexicana y latinoamericana del progreso en el siglo XIX fue por ello una cruel
paradoja: queríamos ser parte, cuanto antes, de lo mismo que nos negaba. Nuestra negación,
además, implicaba una alta dosis de racismo. No queríamos ser españoles, ni indios, ni negros.
“Civilización o barbarie” fue la dicotomía acuñada por Sarmiento. La barbarie era española, indígena,
negra. La civilización era blanca, europea, norteamericana, y, sobre todo inglesa y francesa.
Para el historiador chileno Vitorino Lastarria, la América española, entre Colón y Bolívar, sólo había
vivido “un largo invierno”. Para el poeta argentino Esteban Echeverría, las tradiciones de España eran
nuestra peor cadena. En Venezuela, la patria de Bolivar, los “pardos” —la población de extracción
indígena y africana— fueron cruelmente excluidos de la propiedad y el voto. De los generales Julio
Roca en Argentina y Francisco Buines en Chile, hasta el propio Porfirio Díaz en México, las
campañas contra los indios nada tienen que envidiarles a los comparables genocidios del viejo oeste
norteamericano. El escritor argentino Carlos Bunge bendijo el alcoholismo, la viruela y la tuberculosis
por haber diezmado a las poblaciones indígenas y negras de América.
Con razón, al terminar la guerra en 1848 entre los Estados Unidos y México, Federico Engels,
escribiendo en La Gaceta Alemana de Bruselas, nota “con la debida satisfacción la derrota de México
por los Estados Unidos. También esto —dice textualmente Engels— representa progreso. Pues
cuando un país hasta ahora perpetuamente devastado por la guerra civil y sin perspectivas de
desarrollo.., es arrastrado por la fuerza hacia el progreso histórico, no tenemos más alternativa que
considerarlo un paso adelante. En el interés de su propio progreso —concluye Engels— es
conveniente que México caiga bajo la tutela de los Estados Unidos. Todo el continente americano
ganará con ello”. Este pasaje ilustra mejor que cualquier otro en qué consistía la noción occidental de
progreso. Y este no es un presidente Monroe, ni un presidente Reagan, hablando, sino el compañero
de lucha política e intelectual de Marx, desde la atalaya europea donde Hegel había pronunciado su
Aún No para el mundo americano.
Cito estos ejemplos para subrayar la importancia continental del movimiento revolucionario en
México: su ruptura con la enajenación general al poder y a la cultura imperialistas prevalentes,
imitadas y puestas como ejemplo de “progreso”, el término que Engels emplea no una, sino tres
veces, para justificar la victoria de los Estados Unidos sobre nuestro país en 1848. Sus palabras, sin
embargo, poseen la virtud actual de la advertencia: el peligro de que, girando por una sucesión de
crisis, México se divida y se separe. ¿Necesito decir que en el cimiento de la educación nacional y de
la función magisterial se encuentra el deber de mantener la idea de una unidad nacional, no ficticia,
no ávilacamachista, no de lo que se llamaba en horas más felices “la familia revolucionaria”? No la
“unidad nacional” al servicio de una bandera partidista, o de una camizeta con zeta, sino verdadera
unidad porque acepta, primero, la diversidad cultural del país como fundamento de la unidad. El
monolitismo excluyente provoca, en nombre de la falsa “unidad nacional”, su fragmentación. La
verdadera unidad sólo se obtiene mediante el respeto a la pluralidad. ¿Y qué es México hoy sino una
vigorosa pluralidad indígena, mestiza y occidental, dueña de una cultura única, viva gracias a la
diversidad de aportaciones: una cultura ininterrumpida y rica que aun no encuentra correspondencia
política? Es este divorcio entre política y cultura lo que debe preocuparnos, no una diversidad
provechosa para que nuestra corriente central, nuestro mainstream mestizo, fluya siempre con ímpetu
y fecundidad, sin sacrificar los extremos de nuestros componentes aborígenes y europeos. Hablo por
ello, evocando la tragedia nacional de 1848 celebrada por Engels como una victoria del progreso
norteamericano contra el retraso mexicano, para celebrar la diversidad cultural de México,
fundamento de su verdadera unidad, y para identificar a la nación con su cultura más que con su
poder. El futuro del país dependerá de que la identificación con la cultura se extienda a la
identificación con la democracia. A partir de estas dos identidades, Nación y Cultura, Nación y
Democracia, podremos resistir las fracturas balcánicas que podrían pronosticar, no tanto los derechos
de las comunidades indias, no tanto la abundancia de MacDonald’s y Pizza Hut, como la frontera
interna entre un Norte de México relativamente próspero e integrado a los Estados Unidos y un Sur
de México irremediablemente abandonado a su secular miseria. ¿Pueden la cultura y la democracia
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colmar esa brecha y ofrecernos un México en el que la política y la economía comiencen,
verdaderamente, a reflejar la riqueza de nuestra variedad regional, racial, cultural? La respuesta,
buena o mala, vamos a escucharla este mismo año. Ya la escuchamos otro día, cuando la
Revolución Mexicana quiso unir en un haz las libertades públicas y privadas, los mandatos de la
comunidad y los de la individualidad. La novedad de la Revolución, su celebración por los pueblos de
América Latina, fue que se fincó en la nación y su cultura. Pero el nacionalismo de los débiles
siempre es negado por el nacionalismo de los fuertes.
La conspiración del embajador norteamericano Henry Lane Wilson contra el gobierno de Madero. La
ocupación de Veracruz por la infantería de marina norteamericana. La expedición punitiva de
Pershing contra Pancho Villa. Las sanciones del Congreso de los Estados Unidos contra nuestro
país. Las reacciones contra la reforma agraria y la expropiación petrolera... En efecto, México, como
dijo el secretario de estado Kellog, estaba sentado en el banquillo de los acusados de la opinión
mundial. Nuestros crímenes: devolverle la tierra a los campesinos, otorgarle protección constitucional
al trabajo, recuperar la riqueza del subsuelo, extender la educación a las mayorías. Esta secuela de
presiones e intervenciones sólo fue interrumpida por el buen entendimiento de dos estadistas
superiores, los presidentes Franklin Roosevelt y Lázaro Cárdenas, en los años treinta; y, finalmente,
por la participación mexicana del lado bueno en la Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto,
Cárdenas, el más grande presidente mexicano del siglo XX, le da su justo equilibrio a la tarea de la
Revolución: garantizar los derechos individuales gracias al fortalecimiento de los derechos colectivos.
Con los gobiernos que sucedieron al de Cárdenas, se inicia una nueva etapa de la vida mexicana.
Crece la cooperación con los Estados Unidos pero la nación se sigue reservando áreas esenciales
del desarrollo. Éste favorece cada vez más a un sector privado impulsado por el Estado y protegido
por altas barreras comerciales y la amplitud del crédito público. Crece la burguesía, crece la clase
media, crece el proletariado industrial, se abandona al campesino, se pervierten o fracasan las
estructuras cooperativas del cardenismo en el campo, se integran los neolatifundios, pero a todo este
movimiento social y económico se le niega el componente democrático. Ni los trabajadores pueden
elegir a sus dirigentes, ni los ciudadanos a sus representantes. El contenido social del país se separa
cada vez más de su continente político. La educación pública enseña los valores de la democracia.
La práctica oficial los niega. Una juventud educada por el magisterio en los valores de la libertad se
enfrenta en 1968 a un gobierno empedernido en las justificaciones del autoritarismo. El conflicto
desemboca en la tragedia del 2 de octubre. Pero el país, con todas las contradicciones, demoras,
deserciones, desviaciones y perversiones que conocemos, se traza una meta ciudadana
irrenunciable: México será una nación democrática e independiente o México no será. Lo que nos
enseñaron en las aulas tiene que convertirse en lo que practicamos en las calles. Lo que permanece
fuera de esta secuela de hechos, es la probable inclusión de México en el esquema occidental del
progreso. Los años de la Revolución, las presiones mismas a que fuimos sujetos, fortaleció por una
parte, pero debilitó por la otra, la idea que los mexicanos nos hacíamos de El Progreso y de Nuestro
Progreso. Quisimos —y esta vuelve a ser una demanda vigente para el siglo XXI— participar de la
idea universal del progreso pero sin mengua de la idea nacional del progreso. Éste, sobra decirlo,
debía basarse en la realidad social y económica suigéneris del país. Aquél en un imperativo de
desarrollo y participación que resultaría necio negar, pero que sería, una vez más, aquella “imitación
extralógica” denunciada por el filósofo Antonio Caso, si no se basaba en la concreción de los
problemas locales. Ambos, finalmente, tenían como principio la educación como fundamento del
desarrollo.
En la última mitad de este siglo, buena parte del tiempo se nos ha ido tratando de demostrar que
somos buenos socios, dignos aliados, accionistas confiables del Progreso Occidental S.A. Este,
nuestro ideal desde el siglo XIX, fue calificado durante la primera mitad del siglo por un incoativo de
auto reconocimiento. El Estado, en este contexto, se presentaba como rector de la vida económica. A
partir de la Segunda Guerra Mundial, continuó financiando y protegiendo la expansión de la empresa
privada mediante una política de sustitución de importaciones y barreras comerciales. Pero la
empresa privada se convirtió así en parte de la clientela cada vez más extensa e insostenible del
Estado rector. Lo mismo ocurrió, en diversos grados, en el resto de América Latina: no fue el Estado
lo que creció, sino las demandas de los ejércitos, los empresarios, los trabajadores, las burocracias,
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los campesinos, los inversionistas extranjeros... Al crecer las clientelas, crecieron las obligaciones
hasta hacerlas incumplibles. Los fracasos y los excesos del Estado justificaron la crítica neoliberal y
su modelo de economía de mercado. Sólo que en vez de emular el capitalismo social de Japón y la
Comunidad Europea, copiamos el despiadado modelo angloamericano de Ronald Reagan y Margaret
Thatcher, aplazando aún más la integración de las masas de desposeídos latinoamericanos a nuevo
concepto de progreso mediante el mercado. En México, reiteramos el ideal modernizable y
globalizante, casi con aureola de salvación, a partir del auge petrolero y las crisis sucesivas de los
años finales del siglo. En muchas ocasiones, el propósito original de la revolución —fincar nuestra
acción internacional en la fortaleza interna de la sociedad y sus instituciones— fue abandonado.
Todas las fichas se fueron en apostar a que la salud vendría de afuera: inversiones, especulación,
exportación. El segundo México quedó más rezagado que nunca. El primer México amaneció un día
para ver el vuelo temprano de las golondrinas financieras y quedarse con las cenizas de sus nidos.
Más papistas que el Papa, habíamos creído con ciega fe que nuestra inserción en las rutas globales
del progreso y que nuestra consagración beata de las fuerzas del mercado resolverían todos nuestros
problemas. Ha llegado la hora de abrir bien los ojos y darnos cuenta de que ese ideal que
perseguimos desde el albor de la Independencia, nuestro amasiato con la Diosa Progreso, ha entrado
en crisis, está mutando perceptiblemente, ha generado tantos problemas como los que pretende
resolver y no ofrece, de manera alguna, una panacea radiante para un país como el nuestro. Ni
siquiera la ofrece ya para los países que han protagonizado el Progreso a partir de las revoluciones
del siglo XVIII.
¿Ha dejado de progresar el progreso? La idea beata del progreso seguro, inevitable, inventado por el
siglo XVIII, fue mancillada para siempre en el siglo XX por dos guerras mundiales, por la barbarie de
los regímenes totalitarios surgidos, precisamente de añejas culturas europeas: Italia, Alemania,
Rusia. La idea de Progreso no podía reconciliarse con los nombres de la muerte: Guernica,
Auschwitz, el Gulag, Manchuria, Hiroshima, Vietnam, Argelia. El siglo XX acabó, en los antiguos
reinos del progreso, capturado dentro de una contradicción flagrante. Por un lado, el mayor avance
tecnológico, científico y material de toda la historia. Por el otro, la persistencia y profundización de
una crisis moral y política de la civilización de occidente. Se requiere, de todas formas, una alta dosis
de beatitud para seguir creyendo en un progreso no sólo material sino moralmente adelantado,
mientras subsistan las advertencias del Holocausto ordenado por los nazis, de la devastación de
Manchuria por los bombardeos japoneses, de la salvaje tiranía estalinista, de la cruel represión
franquista, de la muerte de los cielos en Hiroshima y Nagasaki, de la destrucción de Dresden por la
aviación británica, y luego de la “cuestión” francesa en Argelia, de la defoliación norteamericana de
Vietnam y Cambodia, y del perverso acoso de Washington al cambio revolucionario en nuestro
hemisferio. ¿Esto se llama progreso?
Pero aun dentro de las ciudadelas del progreso —Europa y los Estados Unidos— el deterioro de la
vida urbana ha creado una segunda contradicción con la idea del historiador inglés Macaulay —“La
historia de Inglaterra es la historia del progreso”— o con la aún más bizantina definición de Adam
Smith: “La economía es la ciencia de la felicidad humana”. Hoy, el crimen, la droga, la gente sin techo
—15 mil sólo en las calles de Londres cada noche—, la persistente negación de derechos de la
mujer, el abandono de la niñez desvalida en un extremo y de las personas de la tercera edad en el
otro, el deterioro de las infraestructuras, comienzan a minar la solidez y confianza de las sociedades
capitalistas avanzadas. A estos males se unió al cabo, como si la historia del siglo no hubiese
ocurrido, la resurrección de xenofobias y racismos, la satanización del trabajador migratorio y la
búsqueda de chivos expiatorios para males generados por las contradicciones internas de las
sociedades francesa, alemana o norteamericana. Ataques contra los judíos, contra los árabes, contra
los turcos, contra los “sudacas”, contra los negros, contra los mexicanos. Las bestias de la
intolerancia han vuelto a levantar cabeza en el mundo occidental y los cabecillas políticos que las
alimentan, de Buchanan en los Estados Unidos a Heider en Austria, a Le Pen en Francia, a los
neonazis en Alemania, gozan de legitimidad y ganan votos.
La novedad de la situación es que hoy el Tercer Mundo comparte los problemas de la crisis urbana
con el Primer Mundo. Gente sin hogar, drogadicción, discriminación contra la mujer, homofobia,
abandono de los ancianos, inseguridad citadina, niños asesinados, infraestructuras en ruinas,
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pandemias incontrolables, son problemas compartidos actualmente por Boston, Birmingham, Bogotá
y Brazaville.
De allí, una vez más, mi pregunta: ¿Ha dejado de progresar el progreso? Sí, nos dicen las víctimas
de una creciente crisis de las viejas normas de la civilización urbana. No, nos dicen los beneficiarios
de un mundo de altas tecnologías, comunicaciones instantáneas y utilidades gigantescas. Quizá, nos
dicen reflexiones que quisieran recuperar las virtudes de la razón y la serenidad en medio de las
polarizaciones de este fin de siglo e inicio de milenio. Pero víctimas o beneficiarios, o como diría el
filósofo chileno Marti Hopenhaym, integrados o apocalípticos, todos están de acuerdo en que la
naturaleza del progreso en el siglo XXI dependerá, ante todo, del factor educativo.
La educación como base de conocimiento. El conocimiento como base de información. La
información como base de desarrollo. Demasiadas veces, lo entorpecen o deforman las rupturas del
circuito. Demasiadas veces, la educación sólo sirve de base a la información, sin que medie el
conocimiento que es garantía de solidez científica, imaginación artística, inteligencia moral. Muchas
veces, la información cree bastarse a si misma y a partir de su orgullo hueco nos engaña
haciéndonos creer que porque recibimos mucha información estamos bien informados, cuando en
realidad abundancia no significa calidad: consumimos basura en abundancia, eso sí, pero este tipo de
información nos vuelve más ignorantes y menos educados.
Comparemos nada más, en nuestro país, la calidad y belleza de la información tradicional, la
información oral que pervive en tantos sectores (y secretos) de la vida indígena y campesina de
México, con la convocatoria fea y vulgar de buena parte de la información comercial moderna. La
transformación de un campesino esbelto, esencial, silencioso, nutrido de tortilla, frijol y chile, en
chafirete panzón, grosero, mientamadres y relleno de gaseosas, es caricaturesca pero verdadera; es
un grabado grotesco de una verdad palmaria: el gran problema de la cultura mexicana sigue siendo,
¿cómo conciliar tradición y progreso?, ¿cómo ganar las ventajas de la modernidad global sin perder
las virtudes de la otra modernidad, la actualidad indígena, campesina, aldeana? Pues sus habitantes
no pertenecen a otro siglo, comparten nuestros calendarios... Corremos el riesgo de quedarnos con
una modernidad a medias, corrupta y desdibujada, finalmente inservible; y una tradición olvidada,
famélica, inválida...
Uno de los desafíos del magisterio mexicano es colmar ese abismo entre la tradición y la
modernización, dándole a ambas los valores que deben compartir, sin mengua de los valores que
cada una —tradición, modernidad— aportan. Sin la educación, sin el magisterio, jamás salvaremos
los valores del pasado ni alcanzaremos los del porvenir. Ese es el tamaño del desafío. Ése es el
tamaño de la esperanza. Pero la esperanza y el desafío ocurren, se nos dice, dentro de una
globalización sin la cual, o fuera de la cual, los mexicanos, los latinoamericanos todos, no tenemos
destino o lo tenemos sumamente menguado. ¿Es esto cierto? Compartimos la crisis de la civilización
urbana. ¿Podemos compartir la globalización y sus ventajas a fin de salir de la crisis?
En todo caso, los dos modelos más recientes de progreso en México, el del Estado rector y el del
neoliberalismo, han entrado en crisis y nos plantean a los mexicanos un dilema: ¿superar la crisis
mediante la activa inserción en la globalidad, o mediante la atención preferente a las necesidades
locales del país profundo? ¿Podemos ser “globales” si antes no somos “locales”? ¿Es necesario optar
entre la rectoría estatal y la anarquía del mercado? ¿No hay un factor de equilibrio entre estas
opciones extremas? ¿Es este factor la sociedad civil? ¿Es la democracia? ¿Es la educación? ¿O son
los tres al unísono? Pues de algo podemos estar seguros: nuestra inserción global será uno más de
los muchos espejismos que nos han obnubilado si no se funda en el progreso del México del trabajo,
la agricultura, las comunicaciones y la educación, y si ese progreso incluyente no es vigilado y
encauzado por los procesos democráticos que obligan a los poderes federales y locales, animan al
sector social y protegen, en fin, a la ciudadanía.
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