Las cápsulas de la felicidad - FAROS Sant Joan de Déu

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Las cápsulas
de la felicidad
Texto: Mireia Vidal
Ilustraciones: Carles Salas
Los cuentos de la abuela
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arcial estaba a punto de cumplir 9 años. Mientras tuvo 8 se lo había pasado en grande. Había
aprendido a coser botones del revés, había cocinado galletas de bizcocho con queso, había cazado tres
mariposas y había hecho cinco nuevos amigos. Definitivamente su año número 8 había sido bastante
productivo, pero ahora que iba a cumplir 9, estaba a punto de ocurrir algo muy especial.
¡Sus padres le habían prometido que le regalarían una habitación para él solo! Ya no tendría que compartir
litera con su hermana pequeña y desde que lo sabía, no había parado de hacer dibujos diseñando y
rediseñando todo lo que quería. Del techo colgaría una lámpara con forma de tren, encima de la ventana
colocaría un arcoíris, el armario sería un cohete y, para dormir, usaría una cama-barco.
Marcial no podía estar más nervioso. Se moría de ganas de llevar su plano al señor Tablón. En el pueblo todo
el mundo sabía que el señor Tablón era el mejor carpintero del mundo. Acudía gente de todos los rincones
del país a encargarle muebles, pero a él lo que más le gustaba era hacer las habitaciones alegres y divertidas
de los pequeños y, desde nadie sabía cuando, había construido las de todos los niños del pueblo.
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Marcial esperaba impaciente el momento de acudir a la carpintería con el plano de la habitación bien
doblado dentro del bolsillo, pero cuando su padre entró por la puerta y le anunció que no podrían ir, no se lo
pudo creer.
— El señor Tablón ya no trabaja —señaló—. Dicen que está tan triste, que no tiene energía ni
ánimo para hacer más muebles.
Pobre Marcial. Aquello era terrible. Nadie podría construir una habitación tan bonita como la habría hecho el
señor Tablón. Pero no estaba dispuesto a resignarse.
Sin querer ni siquiera echar un vistazo al catálogo que le tendía su padre de una de esas tiendas de muebles
prefabricados, Marcial salió corriendo de casa. No tardó mucho en llegar a casa del carpintero, y cuando
llamó a la puerta, abrieron sus hijos, que también trabajaban ahí. Como era la hora de la merienda, los pilló
comiendo unas patatas fritas y alguna pasta.
— ¿Quieres? — Le ofrecieron.
Pero todo lo que quería Marcial era saber si ellos le podrían construir una habitación igual como la que
hubiese hecho su padre.
Los chicos echaron un vistazo al plano y llegaron a dos conclusiones. La primera era que se trataba de una de
las habitaciones más bonitas que habían visto hasta el momento, y la segunda, que nadie sabría construirla
tan bien como el señor Tablón.
Pobre Marcial, ya volvía a encontrarse igual. Y a pesar de que se pasó toda la tarde visitando todos y cada
uno de los carpinteros del pueblo, todo el mundo le repetía lo mismo. "Esto sólo lo puede hacer el señor
Tablón". Todos insistían en que lo mejor que podía hacer era sacarse aquella habitación de la cabeza.
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¡Nada más lejos de la realidad! Marcial no tenía intención alguna de rendirse. De tantas vueltas que dio, fue
a parar a la vera de unas viejas que tomaban el sol en la plaza.
— Dicen que buscas un buen carpintero— le dijeron las chismosas mujeres.
— Necesito uno tan bueno como el señor Tablón. Pronto cumpliré 9 años y tiene que construir
mi habitación— explicó Marcial.
— No encontrarás nunca ninguno tan bueno—replicaron las mujeres —. Pero hay otra solución.
— ¿Cuál?— preguntó Marcial abriendo tan bien las orejas que parecía que se le enganchaban
a los ojos atónitos, a punto de salírsele de las órbitas.
— Curando la enfermedad del señor Tablón. Sácale el desánimo que lleva dentro y podrá volver
a trabajar.
¡Exacto! Qué buena idea. Aquello era exactamente lo que haría. Conseguiría que el señor Tablón volviese a
estar alegre y que tuviese las mismas ganas de trabajar de siempre, pero... ¿cómo lo iba a hacer?
— Tienes que buscar las píldoras de la felicidad —añadieron aquellas mujeres, que parecían
tener respuestas para todo—. Dirígete a la casa del sabio del río. Él te las dará— añadieron.
A Marcial ya no le hizo falta preguntar nada más. Tan deprisa como pudo, echó a correr y dejó atrás el
pueblo, y pronto llegó al río donde había cuatro o cinco casas que solían estar abandonadas. Jadeando, se
plantó en la única calle del lugar y de pronto se dio cuenta de que se había ido tan rápido que no había
preguntado cómo era la casa que tenía que buscar.
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Observando a su alrededor, decidió que alguien que tuviera unas píldoras mágicas debía ser un brujo. Y todo
el mundo sabe que los brujos viven en casas sucias, viejas y llenas de telarañas. No le hizo falta buscar
demasiado para encontrar una con esas características, así que se acercó, llamó a su puerta, que necesitaba
una buena mano de pintura desde hacía años, y esperó. Pero nadie contestó.
Estaba oscureciendo y Marcial pensó que quien fuera que viviese en esa casa no tardaría en llegar, así que lo
esperaría. Los minutos fueron pasando y el frío y la humedad del río empezaban a pellizcarle la garganta.
Tosió un par de veces y un escalofrío le sacudió el cuerpo entero. ¿Y si el brujo no quería darle las píldoras de
la felicidad? Seguramente eran muy raras y valiosas, y él no tenía nada para poder pagárselas.
Ensimismado en sus preocupaciones, apareció un campesino que había bajado del monte con un capazo
lleno de higos. Marcial se alegró de ver a alguien que se acercaba y se decidió a preguntarle.
— Buenas tardes —dijo amable—. ¿No sabrá por casualidad si tardará mucho en llegar el sabio
que vive aquí?
El campesino lo miró con ojos risueños, y justo entonces Marcial volvió a toser.
— Coge unos higos, te irán bien para curar esta tos —añadió el hombre.
Pero Marcial estaba demasiado impaciente para ponerse a comer.
— Hace rato que le estoy esperando —insistió el muchacho— ¿sabe dónde puedo encontrarle?
— Oh, pues claro que lo sé —dijo el hombrecillo de rosadas mejillas y ojos risueños—.
Acompáñame.
Marcial creyó que podía confiar en aquel hombre con cara de buena persona, y le siguió hasta una caseta
preciosa, pintada de rojo y blanco, con barandillas verdes y rodeada de un jardín con un gran huerto al lado.
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— Ya hemos llegado —anunció el campesino— Esta es mi hogar y no sé si soy el sabio que
estás buscando, pero sí soy la única persona que vive en este pueblo.
Marcial no pudo evitar sentirse decepcionado. Evidentemente, ese no podía ser el sabio que buscaba. Un
hombre así no podía ser el brujo que fabricaba las píldoras de la felicidad.
— ¿Estás triste? —preguntó el campesino, que intuía el desencanto de Marcial.
— Es que he venido hasta aquí buscando las píldoras de la felicidad —explicó el muchacho
alicaído— y me parece que me han tomado el pelo.
El hombrecillo volvió a sonreír con sus pequeños ojos, y tras dejar los higos encima de una roca, se dio una
vuelta por el huerto y llenó de nuevo el capazo con las frutas y las verduras que había cosechado.
— Aquí las tienes —le dijo al muchacho ofreciéndole el cesto—. Estas son las píldoras de la
felicidad. Tómate tantas como quieras. Pero eso sí, las debes masticar bien antes de tragártelas.
Marcial no salía de su asombro.
— Pero si esto es sólo fruta y verdura —soltó extrañado.
— Exacto. Nuestro cuerpo ya se encarga de convertirlas en sustancias que harán que esté
contento y sano.
Marcial no lo acababa de entender, pero tampoco perdía nada si lo probaba. Así que, muy agradecido, cogió
el cesto y salió corriendo antes de que oscureciese del todo.
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Despuntaba la luna cuando llegó al pueblo. Tenía hambre y decidió comerse uno de los higos. Quién sabe,
quizás el hombrecillo del río tenía razón y le calmaban la tos. Enseguida se plantó ante la puerta del señor
Tablón y llamó.
— ¿Qué quieres? —preguntó el viejo señor Tablón mientras abría la puerta, a la vez que hincaba
el diente a una golosina.
— He venido a traerle esto —se excusó el chico alargándole el capazo—. Y este papel— añadió
sacando su plano del bolsillo.
—Ya no construyo habitaciones —explicó el viejo mientras echaba un vistazo al dibujo—. ¿No te
lo habían dicho?
—Pero recobrará el buen humor si come estas píldoras de la felicidad.
— ¿Estas qué? —preguntó el carpintero.
Marcial era consciente de que era un poco complicado hacerle entender a aquel hombre que un plátano le
haría sonreír de nuevo. De hecho, ni él mismo se lo acababa de creer. Pero hizo el esfuerzo.
— ¿Qué es lo que come cada día? —le pidió.
— Mmm... —dudó el viejo— Cualquier cosa. Una sopa de sobre, unas latas, caramelos, patatas,
alguna galleta. Nunca he tenido tiempo para cocinar. Tenía demasiado trabajo montando
muebles.
— ¿Y no le gustaría volver a trabajar? —dijo Marcial— Cómase lo que hay en este capazo.
Pruébelo tan sólo una semana. Y si no funciona, no va a perder nada.
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El señor Tablón no parecía demasiado convencido, pero estaba tan cansado que ni siquiera tenía ánimo para
discutir con aquel chiquillo, así que aceptó. Cerró la puerta y lo dejó allí plantado.
Marcial se fue corriendo a su casa y se acostó, cansado. Sabía que dormir también era importante y, al día
siguiente, comenzó a contar los días con impaciencia. Dudaba de si el viejo carpintero cumpliría su palabra,
pero los siete días que le había pedido eran los mismos que faltaban para él cumpliese los 9 años.
Finalmente llegó el día. La mañana de su cumpleaños, Marcial se levantó más temprano que nunca. Ni tuvo
tiempo de desayunar el plato de fruta y el cuenco de cereales que le había preparado su madre. Tenía
demasiada prisa por saber lo que habría pasado, y antes de que las tiendas levantaran perezosas sus
persianas, él ya estaba llamando a la puerta del señor Tablón.
No contestaba nadie y Marcial pensó que quizás era demasiado temprano para despertar a un pobre viejo
sin fuerzas. Pero entonces oyó unos toc-toc, unos chic-chacs y unos clip-clop que le despertaron la curiosidad
y se asomó al taller. Qué sorpresa tuvo al ver al viejo carpintero trabajando con energía, como lo había hecho
todos esos años. Marcial sonrió satisfecho, y cuando el señor Tablón lo descubrió, le invitó a pasar. Quería
agradecerle lo que había hecho por él. Las frutas y las verduras le habían dado la energía y la vitalidad que
necesitaba, había aprendido una buena lección, pero él también tenía un regalo.
Cogió al chico por el hombro, le hizo entrar al taller y allí le mostró una lámpara con forma de tren, un
armario-cohete, un arcoíris y una preciosa cama-barco. Aquellos muebles eran aún más bonitos de lo que
Marcial se hubiese podido imaginar y girándose con alegría hacia el señor Tablón para darle las gracias, este
lo abrazó fuerte y antes de que el chico pudiera decir nada, él exclamó: “¡Feliz cumpleaños!"
Fin
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Los cuentos de la abuela es un recopilación de cuentos que el Observatorio de la Infancia y la
Adolescencia FAROS pone al alcance a través de su página web (www.faroshsjd.net) con el
objetivo de fomentar la lectura y difundir valores y hábitos saludables en la población infantil.
FAROS es un proyecto impulsado por el Hospital Sant Joan de Déu con el objetivo de promover
la salud infantil y difundir conocimiento de calidad y actualidad en este ámbito.
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