Es primordial respetar los propios instintos. El día que uno deja de luchar contra sus instintos, ese día ha aprendido a vivir. Federico García Lorca En el conjunto de las experiencias del ser, la amorosa constituye uno de los impulsos más básicos, estimulantes y creativos de la naturaleza humana. Vivenciar el amor, cada uno a su manera y según su especial sentir, constituye una experiencia total, de tal magnitud que a pocos deja indiferente. Por amar y, sobre todo, por sentirse amado, se es capaz de buscar sin brújula, de explorar a ciegas o incluso de llegar a cuestionarse la más arraigada de las convicciones. Amar es una experiencia límite, y como tal, en ella se actúa de acuerdo a la forma de ser. Desde el tipo extremista que ama en la misma medida, hasta aquel que es incapaz de expresar algún tipo de sentimiento, alexitimia para algunos científicos, existen diferentes formas de encarar la experiencia amorosa. Un controvertido estudio del psicólogo Peter Todd, llevado a cabo a finales del siglo pasado en el Instituto Max Planck de Investigación Psicológica de Munich, revelaba que se necesitan haber tenido doce relaciones sentimentales para hallar a la pareja ideal. Este inusual planteamiento, formulado por un psicólogo, no deja de ser un guiño de complicidad a los eternos postulados astrológicos. Doce parejas es sinónimo de doce formas de amar, de doce formas de interpretar una misma experiencia que, en términos astrológicos se asocia a los doce signos del zodíaco, inmutables arquetipos que, aun conteniendo al Todo, sólo expresan una parte, que hace las veces de filtro personal a través del cual se interpreta la realidad. Nacer bajo la impronta de un determinado signo astrológico significa vivir conforme a unas coordenadas precisas, que configuran un tipo de carácter y, consecuentemente, un destino. El signo astrológico al que se pertenece aporta pistas claves que delatan las principales dominantes del individuo, su temperamento, sus necesidades más íntimas y todo aquello que espera de la vida en cualquier nivel. En una primera aproximación al estudio de los signos astrológicos, su clasificación según el elemento al que se adscriben permite un cuádruple ordenamiento. Así, tenemos: o Signos de fuego: Aries, Leo, Sagitario. - Polaridad: activa, masculina. - Características: vitales, entusiastas, voluntariosos, conquistadores y agresivos. - Consigna principal: yo quiero. - Forma de actuación preferente: actúan y luego piensan. - Temperamento asociado: bilioso / colérico. o Signos de aire: Géminis, Libra, Acuario. - Polaridad: activa, masculina. - Características: flexibles, sutiles, expresivos, comunicativos e inestables. - Consigna principal: yo pienso. - Forma de actuación preferente: piensan y nunca se sabe si actuarán. - Temperamento asociado: sanguíneo / intelectual. o Signos de tierra: Tauro, Virgo, Capricornio. - Polaridad: pasiva, femenina. - Características: rígidos, realistas, constantes, prudentes y materializadores. - Consigna principal: yo hago. - Forma de actuación preferente: calculan antes de actuar. - Temperamento asociado: flemático / nervioso. o Signos de agua: Cáncer, Escorpio, Piscis. - Polaridad: pasiva, femenina. - Características: receptivos, sensibles, fecundos, pasivos e impresionables. - Consigna principal: yo siento. - Forma de actuación preferente: si no lo sienten, no actúan. - Temperamento asociado: melancólico / linfático. A partir de este esquema inicial, que asocia los signos astrológicos con el elemento de la naturaleza con el que se identifican, puede establecerse otra clasificación que singulariza los signos según su ritmo particular. o Signos cardinales: Aries, Cáncer, Libra, Capricornio. - Características: capacidad de decisión, renovación y exteriorización. Son creadores: su misión es actuar. o Signos fijos: Tauro, Leo, Escorpio, Acuario. - Características: estables, resistentes, escasamente influenciables y contenidos. Son productores: su misión es obtener resultados. o Signos mutables: Géminis, Sagitario, Virgo, Piscis. - Características: influenciables, permeables, duales y dispersos. Son intermediarios: su misión es aprender y experimentar. La precedente catalogación de los signos astrológicos permite, por una parte, conocer el perfil temperamental básico de cada uno de ellos y, por otra, posibilita establecer el índice de compatibilidad primaria entre los diferentes signos que, a fin de cuentas, es el objeto principal de esta obra. Términos como "complementariedad", "afinidad" o "reciprocidad", sin duda, se reiterarán a lo largo de estas páginas, pero veremos que, a pesar de ser conceptos que se nos pueden antojar categóricos, como la mayoría de los acabados en "ad", cada persona, según su óptica astrológica personal, les dará un valor y una interpretación singulares que, a la postre, es la que guiarán sus pasos, consciente o inconscientemente, a la hora de relacionarse, de compartir y, sobre todo, de amar. Por sus particulares naturalezas, a priori, los signos zodiacales de fuego armonizan con los de aire y los signos de tierra con los de agua, y aunque esta catalogación pueda parecer reduccionista, resulta operativa para entender la estructuración sobre la que se cimenta cualquier tipo de relación y, particularmente, las de pareja. Resulta difícil, por ejemplo, hacer compatible el elemento fuego con el elemento agua, porque el primero puede llevar al segundo a un grado de ebullición, puede hacerle "hervir" y el agua, a su vez, puede apagar, o "ahogar" al fuego. Sin embargo, ambos elementos, aun siendo antagónicos, si se combinan en la proporción justa (fuego que calienta sin abrasar y agua que refresca sin anegar), pueden configurar un tipo de relación que resulte razonablemente armónica. Ciertamente, el antagonismo de los caracteres puede resultar mucho más atractivo que la plena afinidad, pero, en la práctica, los escollos que presenta la divergencia manifiesta no son fáciles de salvar. Lo diferente, sin duda, atrae, pero no es fácil de cohesionar con lo propio y mucho menos lograr el grado de complicidad necesario para afianzar la unión que, a fin de cuentas, es lo que la mayoría de humanos anhelan cuando se embarcan en la incierta pero no menos sugerente aventura amorosa, una de las más turbadoras que se puede llegar a experimentar y a la que pocos están dispuestos a renunciar voluntariamente. No debe extrañar, por tanto, que en la antigua Grecia, estar enamorado y estar enloquecido eran todo uno y que Platón definiera el amor como hechicero y como brujo. En cualquier caso, el amor encierra una misteriosa fuerza que mueve, conmueve y puede llegar a atormentar de forma implacable. El amor no sabe de límites ni de espacios y es capaz incluso de alterar la noción del tiempo, quizá la unidad de medida más cierta conocida. No en vano, el planeta Saturno, eterno e inmutable cronocrátor, el astro que regula los tiempos, se realza y exalta en Libra, el signo que representa arquetípicamente a la pareja. Sin duda, es el tiempo el principal desafío que toda relación tiene, porque sólo él saca a la luz lo que inicialmente no se ve o todo aquello que se prefiere evitar o no mirar. El frío e insensible Saturno, el malo del Olimpo, el planeta que rige la astrología, es el encargado de rasgar la venda de los ojos. Saturno obliga a ver la realidad desprovista de maquillajes, una realidad que el saber astrológico puede desvelar y anticipar en gran medida, porque sólo el conocimiento propio y, por extensión, el ajeno permiten una libre elección en este resbaladizo terreno. Relaciones de pareja, hoy Que las relaciones de pareja en la actualidad ya no tienen nada que ver con las de hace unas décadas es algo que salta a la vista y no es más que una consecuencia de la evolución y de la vorágine de cambios que la sociedad y, por extensión, los valores que la configuran están experimentando y que, entre otros muchos efectos, han propiciado el desmoronamiento del modelo tradicional, basado sobre todo en la categórica definición de roles y en el reparto por sexos de las tareas. Los papeles convencionalmente asignados a los géneros se han trastocado y, en consecuencia, las relaciones de pareja han sufrido una profunda transformación acorde al modelo social imperante, mucho más flexible, móvil, rápido, inestable y abierto en la generalidad de sus concepciones. El actual pluralismo relacional ha trastocado el consagrado modelo tradicional, cerrado y definitivo, posibilitando un sinfín de opciones y de modelos de relación y de convivencia, casi "a la carta" y son cada vez menos los que contemplan una unión de pareja como un vínculo capaz de resistir toda una vida y más los que apuestan por mantener una relación de pareja mientras ésta les aporte el nivel de satisfacción y de convergencia de intereses que desean. Las reglas del juego han cambiado y, en consecuencia, los compromisos definitivos, los roles determinados y los modelos de organización incuestionables han dado paso a nuevas fórmulas basadas en el afecto, el consenso y la negociación constante. La mayoría de individuos, independientemente de su orientación sexual, buscan parejas cómplices con las que compartir, convivir y comunicar en todos los niveles en términos de igualdad, implicación y de autonomía y que, sobre todo, no exijan renunciar a la identidad y a la individualidad propias; se desea amantes que permitan evolucionar y converger hacia metas comunes, sin tener que dejar de lado las aspiraciones individuales. Sin duda, se trata de un reto difícil, que exige de la pericia de un equilibrista y del tesón de un escultor para poderlo llevar a efecto, pero que, por otro lado, permite la supervivencia del "yo" frente al incierto y cada vez más frágil "nosotros". Los individuos, más que nunca, se unen para compartir con la aspiración de "seguir siendo" y sobre esta nueva construcción, en parte fruto de la imperante cultura narcisista, se desarrollan los nuevos modelos de relación de pareja, casi tantos como individuos, porque son éstos, según su carácter y tendencias, los que crean su propio modelo de convivencia, que no es más que el reflejo de sus propias identidades. Hoy en día cualquier posibilidad de relación es factible, desde parejas que comparten un mismo espacio, hasta parejas que viven en pisos separados y no cooperan en las responsabilidades domésticas, sin olvidar aquellas que fluctúan sus posicionamientos según los intereses y compromisos del momento. En definitiva, se vive por y para sí y cualquier forma de relación se supedita a este urgente dictado. Bajo esta perspectiva, apenas tiene sentido mantener un discurso de género o de roles porque éste ha sido sustituido por la funcionalidad y los tradicionales papeles masculinos y femeninos cada vez son menos definitivos y definitorios a la hora de posicionarse en una relación. Las relaciones de pareja actuales tienden, cada vez más, a estructurarse bajo la simetría y son los respectivos caracteres (signos zodiacales) de quienes las integran los que definen su peculiar organización. Esta apreciación explica por qué esta obra se ha estructurado únicamente bajo la perspectiva caracterial de los individuos que forman las diferentes combinaciones zodiacales y se han omitido las típicas distinciones de género, descritas en todos los manuales de astrología al uso, entendiendo que la realidad vigente ya se ha encargado de demostrar que han quedado obsoletas. Hombres y mujeres intercambian sus convencionales patrones de género y dan lugar a nuevos modelos de relación que se rigen por otros códigos, los propios del momento, que supeditan el género a la individualidad y la afectividad a cualquier otro factor vinculante. Las parejas homosexuales en nada se diferencian de las heterosexuales, salvo en que el amor homosexual se orienta hacia el igual y en las heterosexuales, hacia el diferente. Sobre las causas que orientan hacia uno u otro extremo se ha escrito, teorizado e investigado desde diferentes enfoques y, seguramente, todavía queda mucho por descubrir. Desde la perspectiva astrológica, se puede afirmar que el amor es un concepto solar, único, absoluto e inmutable, más ubicado en la esfera espiritual que la terrenal, que los humanos vivencian y expresan según su particular química personal, o lo que es lo mismo, amor sólo hay uno, aunque se pueda amar de doce formas diferentes, tantas como signos astrológicos, que no son más que formas singulares de percibir la poliédrica realidad. La orientación de los afectos responde a múltiples factores, seguramente, más asociados a la conducta que a la propia, lejana y velada esencia personal. Suponer que un individuo elige su forma de amar o su orientación sexual viene a ser como creer que puede elegir el color de sus ojos, su tipología o el tipo de familia a través de la cual va a colarse en este mundo. Etiquetar a alguien según su orientación, sin duda, constituye un ejercicio de reduccionismo que, finalmente, se convierte en un acto de injusticia porque cualquier persona está por encima de su orientación sexual. Los que esperan encontrar este libro teñido de rosa, sin duda, se llevarán una decepción cuando descubran que es el arco iris el que se ha tomado por modelo porque su espectro cromático es el que mejor expresa la igualdad en la diferencia y la armonía en la diversidad. El arco iris une el cielo y la tierra, el amor y el amar, resultando una invitación generosa e inequívoca a la integración, a la comunicación y a la reconciliación, tanto con uno mismo como con los demás. Las dos divisas que el amor exige para expresarse de forma plena.