LAS MIL CARAS DEL RELATIVISMO

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LAS MIL CARAS DEL RELATIVISMO
Miguel Candel
“Quienes dicen que los escépticos invalidan los fenómenos me
parece a mí que son desconocedores de lo que entre nosotros se
dice. En efecto, nosotros no echamos abajo las cosas que, según
una imagen sensible y sin mediar nuestra voluntad, nos inducen
al asentimiento; como ya dijimos. Y eso precisamente son los
fenómenos. Sin embargo, si nos dedicamos a indagar si el objeto
es tal como se manifiesta, estamos concediendo que se manifiesta
y en ese caso investigamos no sobre el fenómeno, sino sobre lo
que se piensa del fenómeno. Y eso es distinto a investigar el
propio fenómeno.” (SEXTO EMPÍRICO, Esbozos pirrónicos, lib. I,
cap. 10 [versión castellana de Antonio Gallego y Teresa Muñoz],
Madrid, Gredos, 1993, págs. 58-59)
El relativismo contemporáneo (disfrazado bajo el rebozo “políticamente
correcto” de pluralismo) es hijo del escepticismo. Eso parece darle a los ojos de algunos
un título de legitimidad que se remontaría a las fuentes clásicas del pensamiento
occidental. En efecto, el escepticismo antiguo, inspirado por Pirrón de Élide, inaugura
un estilo de pensamiento que seguramente hay que considerar consubstancial a la
reflexión filosófica e incluso a la tarea científica. Reconocida por los idealistas
alemanes como uno de los momentos constitutivos del pensamiento en el trabajoso
camino que lleva a la autoconciencia, la “suspensión del juicio”1 es el acto por el cual la
conciencia frena cautelosa su impulso espontáneo a dar crédito sin previo examen a
cualquier proposición que se le presente, por verosímil que ésta sea.
Muy distinto de esa actitud cautelar y circunspecta, que de hecho se manifiesta
en todas las doctrinas filosóficas en la medida en que éstas enuncian “tesis”, es decir,
proposiciones que superan o incluso contradicen las creencias corrientes o de “sentido
común”, es el estilo de pensamiento que parece haberse enseñoreado de la mayoría de
las escuelas filosóficas contemporáneas, y muy particularmente de las llamadas
“posmodernas”.
Epoch´, término utlizado modernamente en un sentido similar por Edmund Husserl. Por otro lado, el
término sképsis, de donde derivan ‘escéptico’ y ‘escepticismo’, significa etimológicamente algo así como
“mirada atenta”. El escéptico clásico no es, pues, tanto el que desconfía de su capacidad de conocer como
el que “se fija bien” en las cosas para no dejarse llevar por juicios precipitados.
1
1
Vamos a dejar de lado las corrientes “fenomenistas” de principios del siglo XX,
representadas por los muy respetables empiriocriticismo de Ernst Mach y empirismo
radical de William James, si bien cabe buscar en ellas, al igual que en la fenomenología
husserliana, una de las raíces del escepticismo posmoderno. Pero si esa raíz no hubiera
sido regada con los productos intelectuales altamente tóxicos salidos de ciertas
industrias universitarias fin de siècle, seguramente no hubiera producido por sí misma
los engendros que vamos a comentar brevemente en esta exposición.
Cierto es que, dejando de lado el escepticismo pirrónico y su reencarnación en la
Academia platónica a partir de Carnéades, así como en Enesidemo y Sexto Empírico
algunos siglos más tarde (escepticismo, además, que ni niega los fenómenos ni la
realidad subyacente a ellos, sino la existencia de un criterio seguro para correlacionar
aquéllos con ésta), la filosofía antigua y sus desarrollos medievales plantean el
problema del conocimiento de tal manera que no queda lugar para las variadas formas
de antirrealismo y relativismo que caracterizan el pensamiento de la segunda mitad del
siglo XX. Es con el giro copernicano representado por el descubrimiento de la
“subjetividad” como surgen las condiciones para el nuevo y radical escepticismo.
Más de uno pensará que el desarrollo de las ciencias naturales y exactas, paralelo
al desplazamiento del centro de gravedad filosófico del ser al parecer, compensa esta
última deriva en el conjunto del edificio del saber humano. Como supuesta prueba a
posteriori de este aserto tenemos el hecho de que hoy día son los científicos (y, por
extensión, los filósofos de la ciencia2) los más acérrimos defensores de la barricada
realista,3 mientras que la práctica totalidad de los filósofos que ven en la filosofía un
paradigma de saber distinto del científico parecen militar en una u otra secta
antirrealista.
Pues bien, voy a sostener, por el contrario, que el paradigma dominante en la
ciencia a partir del siglo XVII, si bien ha venido avalando hasta hoy entre los propios
científicos y en el público profano un sentimiento de confianza casi absoluta en la
2
Con excepciones, quizá, como Bas C. Van Fraassen en The Scientific Image y Laws and Symmetry.
3
Un libro paradigmático al respecto es el ya célebre Imposturas intelectuales, de Jean Bricmont y Alan
Sokal (Barcelona, Paidós, 1999), que ha dejado en evidencia a un buen número de vacas sagradas de la
filosofía posmoderna, empezando por Lacan y terminando por Deleuze (aunque su blanco principal, en lo
que a crítica del relativismo y escepticismo radicales se refiere, son ciertos sociologistas para quienes toda
teoría científica es, de principio a fin, una mera “construcción social”).
2
exactitud de las teorías científicas como descripciones del mundo, es en gran parte
responsable del giro progresivamente antirrealista experimentado por la filosofía, como
mínimo, después de Kant.4
En efecto, el reduccionismo característico de la ciencia posgalileana, por el que
se sacrifica la densidad cualitativa de la experiencia inmediata en aras de la exactitud de
la observación y de su manipulabilidad dentro de un modelo artificialmente construido
(generalmente, mediante formalismos matemáticos), es, en mi opinión, el principal
responsable de que, progresivamente, en la visión moderna del mundo se haya abierto
un foso entre realidad y representación.
Inicialmente, como atestigua el método cartesiano, la realidad se sitúa del lado
del modelo reductivo (que recoge exclusivamente las llamadas “cualidades primarias”,
es decir, las determinaciones meramente cuantitativas o extensionales de los objetos),
mientras que la representación, siempre sospechosa de traicionar la naturaleza de lo
representado, aglutina las multiformes impresiones sensoriales, cuyos contenidos se ven
cada vez más como meras creaciones de nuestro sistema cognitivo y no como
propiedades de los objetos. Ni la nieve es fría y blanca ni el fuego es caliente y rojo:
frío, calor y color son meras reacciones del aparato sensorial, totalmente situadas del
lado del sujeto cognoscente; la realidad conocida, a la que errónea y temerariamente
atribuimos esas propiedades, está constituida meramente por moléculas en movimiento
caótico e intercambios entre electrones y fotones.
Nada tiene de extraño que, arrastrada por esa dinámica, la filosofía, que siempre
va a remolque de los saberes substantivos, quede absorta en el análisis y explicación, no
ya de la naturaleza de las cosas, sino de nuestras ideas sobre las cosas. Las corrientes
que la tradición ha dado en contraponer como “racionalismo” y “empirismo” son apenas
dos variantes de una misma filosofía de la representación, que sólo disputan sobre el
mayor o menor grado de innatismo de nuestras representaciones.
Podría pensarse, por consiguiente, que el esquematismo kantiano y sus
desarrollos idealistas son la culminación de esa tendencia al divorcio entre el ser y el
parecer, anticipada ya por el mismísimo Platón. En un cierto sentido trivial, así es. Pero
4
Sin que, a fortiori respecto de lo dicho más arriba, quepa acusar a Kant ni al idealismo en general de las
aberraciones perpetradas por el verbalismo antirrealista de la posmodernidad.
3
en un sentido profundo, es justamente lo contrario. Dejaré, sin embargo, aparcado este
tema porque nos apartaría mucho de nuestra indagación de hoy.
La verdadera culminación de ese imparable movimiento separatista entre
conocimiento riguroso (contenido de la ciencia), por un lado, y experiencia ordinaria
(base de la filosofía), por otro, es lo que llamaré el cantonalismo posmoderno.5 En
efecto, una vez puesto en tela de juicio el realismo para un cierto nivel de nuestra
actividad cognoscitiva, a saber, aquél que se sustenta en la experiencia inmediata y
cotidiana, ¿qué tiene de extraño que el filósofo (o, más en general, el humanista),
mortificado durante siglos por su progresiva marginación social como representante del
saber en beneficio del científico “positivo”, acabe rebelándose contra la supuesta
relación privilegiada de las ciencias matematizadas con la realidad y proclamando el
mero carácter representacional subjetivo de éstas, en igualdad de condiciones con las
demás formas de saber?
En este punto es donde el antirrealismo adopta la forma específica de
relativismo, del “todo vale” posmoderno: no hay diferencia substancial entre mito y
ciencia; la realidad es un “constructo” teórico; la pretensión de verdad es un acto de
dominación; el lenguaje es un juego sin más sentido que el que le dan sus propias reglas
constitutivas; etc. No hace falta extenderse en la enumeración de tesis repetidas ad
nauseam por filósofos posestructuralistas, sociólogos del conocimiento y teóricos de la
literatura. Y que no se nos pida un rigor extremo en las matizaciones al referirnos a tesis
que pregonan justamente la superación de todo matiz distintivo entre unas tesis y otras.
Para hacer más espesa la confusión, el relativista posmoderno toma prestados a
las ciencias matematizadas algunos de sus conceptos y formalismos para emplearlos de
manera gratuita (y, por lo general, tergiversando su significado original) en la
formulación de sus propias teorías. Lacan y Kristeva son paradigmáticos a este respecto.
Convergen aquí la altanería y prepotencia de los científicos positivos, orgullosos
de habitar en una selecta república independiente regida por las leyes del llamado
método científico, con el resentimiento, la frustración y el complejo de inferioridad de
5
Que nadie vea aquí nada más que un símil facilón que se apoya en la visión tópica que ciertos
antinacionalistas tienen de la posible evolución de ciertos nacionalismos para ilustrar las consecuencias
“anarquizantes” (en el mal sentido) del reduccionismo epistemológico cientificista.
4
los humanistas, que se creen obligados a vestir traje de camuflaje físico-matemático
para no convertirse en blancos de la llamada “guerra de las ciencias”.
Tanto la negación de la superioridad epistemológica de la ciencia natural como
su imitación degradada en la especulación pseudocientífica,6 pasando por el abuso del
algoritmo en las ciencias humanas, responden a una misma actitud por parte del
humanista: aceptación implícita de la tesis cientificista de que no hay saber fuera del
método consistente en la construcción de modelos matemáticos sobre base empírica.
Aceptado esto, sólo cabe una de estas tres respuestas: a) adhesión incondicional al
método científico estándar para su aplicación a cualquier campo o nivel del saber; b)
construcción de un discurso mitad especulativo mitad retórico-ornamental revestido sin
ton ni son de expresiones propias del lenguaje científico y casi siempre carente de
coherencia lógica; c) proclamación (cuanto más solemne, mejor) de la noche
epistemológica en la que todos los gatos son pardos, al grito de que la realidad es un
producto humano (social) y ‘verdad’ es sinónimo de ‘punto de vista’.
Como es obvio, entre los seguidores de la opción a) y los de las otras dos está
garantizada la polémica y la descalificación mutua. Lo cual no quita para que en el
fondo compartan la misma actitud derrotista ante la posibilidad de un saber, el filosófico
propiamente dicho, que ni puede encajarse en el molde riguroso de la ciencia
matematizada ni acepta diluirse en la sopa verbal aconceptual y antilogicista.
Y es que el saber filosófico, como Platón advirtió en su momento, no está de
hecho (aunque sí de derecho) al alcance de todos. Se mueve en la tierra de nadie que
hay entre el saber necesariamente reductivo propio de la ciencia estándar y la pluriforme
experiencia inmediata de inagotable riqueza que, al estar en la base de toda elaboración
conceptual, parece admitir cualquier uso, no sólo en sentido constructivo sino también
desconstructivo. La filosofía, tal como sus iniciadores griegos la concibieron, es un
trabajo de mediación entre el conocimiento intuitivo de lo singular y la construcción
discursiva de generalidades. El cientificista pretende reducirla a esto último
(identificando, eso sí, sus construcciones con la “verdadera realidad”), mientras que el
intuicionista, guiado por Bergson, Heidegger y demás caterva incontable de
6
Si uno se niega, como creo que un mínimo de dignidad profesional exige, a reconocerle carácter
filosófico a las boutades, juegos de palabras y piruetas conceptuales de lacanianos, derridianos y
deleuzianos, por ejemplo, resulta prácticamente imposible clasificar sus escritos en alguno de los tipos de
5
irracionalistas, aspira a una imposible identificación inmediata con el “ser” que, para
mayor burla de su intento, no se da siquiera con el ser que nos es más propio: el de la
conciencia.
El antilogicismo posmoderno es, obviamente, más hijo de lo último que de lo
primero, aunque echa sospechosamente mano de muchas de las abstracciones científicas
para vestir la desnudez de su argumentación. Es por ello, objetivamente, mucho más
vulnerable a la autorrefutación que el cientificismo. Pero sólo objetivamente.
Subjetivamente, dada la maraña verbal en que se embosca y el transformismo
conceptual del que hace proteicamente gala, es prácticamente imposible de acorralar
con argumentación lógica alguna. Por eso la única salida que nos queda a sus críticos es
dejarlo con la palabra en la boca o, siguiendo el ejemplo de Alan Sokal, uno de los
autores del ya citado Imposturas intelectuales, sustituir la argumentación por la
imitación burlesca de su discurso sin substancia. Al posmoderno que niega cualquier
criterio epistemológico de evidencia no hay más remedio que “ponerlo en evidencia” en
la práctica, como proponía Aristóteles respecto de quien negara el principio de nocontradicción: preguntarle por qué, cuando decía ir a Mégara, tomaba el camino de esa
ciudad y no se quedaba tranquilamente donde estaba.
El relativismo y escepticismo radical posmodernos no pueden sino autorrefutarse
en la práctica, precisamente en la medida en que desembocan por fuerza en algún tipo
de pragmatismo (al modo paradigmático de Richard Rorty). La praxis que da apariencia
de consistencia a unos discursos de por sí inconsistentes puede ser de muchos tipos:
sociología de la ciencia a lo Bruno Latour, psiquiatría a lo Lacan-Kristeva, crítica
cultural a lo Foucault, análisis semiótico-textual a lo Derrida, etc. Y, como común
denominador, grandes dosis de declamación poético-literaria (tal como prescribía el
último Heidegger). Pero la praxis es inseparable del conocimiento: según desde dónde
empecemos a “contar”, aquélla es el punto de partida y de llegada de éste o éste lo es de
aquélla. Por ello, la autorrefutación práctica es a la vez, necesariamente, una
autorrefutación teórica. Nadie puede, por ejemplo, sostener efectivamente la tesis “no
hay nada fuera del texto” sin postular la posibilidad práctica de “salirse del texto” para
“comprobar” precisamente que nada hay fuera de él, postulado práctico incompatible
con la afirmación teórica inicial. En efecto, todo enunciado, junto con su dimensión
saber conocidos. Su género literario es obvio: el ensayo. Sólo que algunos de ellos rechazarán sin duda
6
meramente semántica, y aun sin ser elocucionario o ejecutivo,7 posee una dimensión
práctica como “acto de habla” que es. La autorrefutación se da en la medida en que un
enunciado o conjunto de enunciados tiene un contenido semántico tal que hace
referencia, directa o indirecta, a un acto cuya ejecución resulta incompatible con la
ejecución del acto de enunciación mencionado o, dicho de otra manera, que, de poder
ejecutarse ambos a la vez, se cancelarían mutuamente. Se trata, pues, de una
autorrefutación inseparablemente práctica y teórica (por más que, gracias a la infinita
potencialidad metadiscursiva del lenguaje y a la no coincidencia temporal del acto
enunciante y el acto enunciado, el afectado encuentre siempre nuevas “salidas” verbales
que, siendo de hecho meras fugas hacia delante, pueden hacerle creer a él y a los
creyentes en él que ha logrado escapar de la trampa semántica que él mismo se ha
tendido).
Ocurre, pues, que el complejo teoría-praxis forma un todo continuo en que el
conocer es un acto que presupone conocimiento en su origen y aporta nuevo
conocimiento al final, el cual es fuente a su vez de nuevos actos, siguiendo un esquema
de tipo “fractal”. Esa estructura triádica iterada (conocimiento supuesto – acto –
conocimiento adquirido, o bien: acto – conocimiento adquirido – acto) guarda un
cierto isomorfismo con la de la significación. Tiene ésta, como puso de relieve Donald
Davidson en su intervención en el Congreso Mundial de Filosofía celebrado en agosto
de 1988 en Brighton,8 una disposición triangular en que el pensamiento-lenguaje de
cada sujeto necesita de la confrontación con el lenguaje-pensamiento de otro(s) sujeto(s)
para que pueda surgir su relación significativa con el mundo, a la vez que la referencia
al mundo es una mediación constitutiva de la relación dialógica con otro(s) sujeto(s).
Un corolario importante de este enfoque es que el llamado conocimiento de “otras
mentes” no resulta menos problemático que el conocimiento del mundo objetivo, ni la
evidencia con la que éste se impone aventaja en certeza al reconocimiento de aquéllas.
Pues bien, el filósofo posmoderno aprovecha precisamente esa estructura
triádica de la significación como “prueba” de la inexistencia de una relación binaria
entre pensamiento y realidad, es decir, como prueba de la relatividad de la verdad. Al
hacerlo así, pone de manifiesto el gran equívoco de la filosofía posmoderna, a saber: la
horrorizados ese encasillamiento, por considerarlo insoportablemente “logocéntrico”.
Término, éste último, sin duda preferible al innecesario anglicismo ‘performativo’.
7
7
reducción de la verdad a certeza. El uso ordinario del lenguaje se hace eco de esa
confusión al generar frases del tipo “Tal afirmación es incierta” como sinónimo de “Tal
afirmación es falsa”, cuando la primera no hace sino arrojar dudas sobre la adecuación
de una determinada afirmación a los hechos, sin negar en absoluto que se pueda dar
semejante adecuación. Pero en el momento en que se produce esa reducción de la
noción de verdad a la de certeza, aquélla queda lastrada con toda la problematicidad de
ésta. Y, como quiera que podemos decir, cartesianamente, que sólo tenemos certeza de
las verdades matemáticas o puramente formales y de la existencia del propio yo (y esto
último, según cómo se entienda el yo), el ámbito de la verdad se reduce dramáticamente
y de hecho, para la práctica totalidad de los posmodernos, desaparece por completo en
la medida en que se niega incluso la validez del principio de no-contradicción y se
“desconstruye” hasta su liquidación total la noción de yo y de subjetividad (con la
inapreciable colaboración, en este punto, de los planteamientos cientificistasreduccionistas de muchos filósofos de la mente9).
Ya hemos señalado que esta deriva es la culminación del proceso de
problematización del conocimiento iniciado en la Edad Moderna con Descartes y la
Nueva Ciencia. Es en ese proceso donde el problema de la verdad va siendo
progresivamente substituido por el problema de la certeza. Pero sólo en los tiempos más
recientes la substitución es total y la primera queda suplantada (en el sentido jurídico del
término: con apropiación del nombre incluida) por la segunda.
Pero la verdad, a diferencia de la certeza, no es función del conocimiento, de su
grado de evidencia. La verdad es función de la existencia de una realidad independiente
de nuestro conocimiento de ella. Dicha remisión a una realidad independiente es, a su
vez, el requisito básico de la intencionalidad del pensamiento y la significatividad del
lenguaje. Pero no quiere ello decir tampoco que sea función de estos últimos. Como
sostiene convincentemente John R. Searle:
“El realismo, según uso yo el término, no es una teoría de la verdad, no
es una teoría del conocimiento y no es una teoría del lenguaje. Y si se
insiste en encasillarlo, podría decirse que el realismo es una teoría
8
“Las condiciones del pensamiento”, recogido en: Carlos Moya, Mente, mundo y acción, Barcelona,
Paidós, 1992, págs. 153-161
9
Entre los que destacan, entre otros muchos, los esposos Churchland (cf., por ejemplo, Neurophilosophy,
MIT Press, Cambridge (Mass.), 1986 y The Engine of Reason, the Seat of the Soul, ibíd., 1995) y Daniel
Dennett (Consciousness Explained, Little, Brown & Co., Boston, 1991).
8
ontológica: dice que existe una realidad totalmente independiente de
nuestras representaciones.”10
A partir de ese reconocimiento previo, habitualmente implícito (es decir,
realizado de facto, en virtud del simple acto de enunciar algo, incluso por los que
retóricamente lo niegan), cabe formular diferentes teorías de la verdad (siendo la más
obvia la teoría semántica o teoría de la “correspondencia”, pero no es éste un punto
decisivo en la defensa del realismo y el rechazo del relativismo, como veremos
enseguida). Sobre esa base, que excluye obviamente, por definición, el relativismo
ontológico o a parte obiecti (la realidad se entiende como lo absoluto e independiente
de cualquier punto de vista) no hay dificultad alguna en aceptar el máximo grado
imaginable de relativismo epistemológico o conceptual, es decir, a parte subiecti. Aun
en el caso de que estuviéramos siempre sistemáticamente equivocados en nuestras
representaciones de la realidad, la referencia a ésta como criterio, justamente, de ese
error, permanecería en pie con la misma fuerza que si nuestras facultades cognitivas
fueran infalibles:
“El realismo no dice que el mundo tenga que ser de una forma y no de
otra; sólo dice que es de una manera que resulta independiente de
nuestras representaciones del mismo. Una cosa son las representaciones;
la realidad representada, otra; y eso sería verdad aun si resultara que la
única realidad efectiva fueran los estados mentales. Un modo de entender
la diferencia entre el realismo y el antirrealismo es ésta: desde el punto
de vista realista, si resultara que sólo los estados de conciencia existen,
entonces los barcos, los zapatos y el lacre no existirían. Pero la tesis de
que los barcos, los zapatos y el lacre no existen es una tesis como
cualquier otra sobre la realidad externa. Presupone el realismo, lo mismo
que la tesis de que esos objetos existen. Desde el punto de vista
antirrealista, estas cosas, si existen, están necesariamente constituidas por
nuestras representaciones, y no podrían haber llegado a existencia
independientemente de nuestras representaciones. Por ejemplo, de
acuerdo con Berkeley, los barcos, los zapatos y el lacre deben ser
colecciones de estados de conciencia. Para el antirrealista resulta
imposible que haya una realidad independiente de la mente. Para el
realista, aun si no hubiera de hecho objetos materiales, aún seguiría
habiendo una realidad independiente de la representación, pues la
inexistencia de objetos materiales no sería sino un rasgo de esa realidad
independiente de las representaciones. El mundo podría en efecto haber
sido muy distinto, sin por ello contravenir el realismo.”11
10
11
John R. Searle, La construcción de la realidad social, Barcelona, Paidós, 1997, pág. 164.
John R. Searle, Op. cit., pág. 166.
9
No se crea que el antirrealismo sólo ofrece una cara, la desenfadada y
parlanchina del ensayista posmoderno. También descubrimos gestos desaprobatorios de
la noción de realidad lógicamente independiente de toda noción epistémica en
respetables rostros de filósofos analíticos como Michael Dummet y Hilary Putnam y
hasta en los de físicos reputados como J.R. Wheeler. Así, el Putnam posfuncionalista,
en Realism with a Human Face, se descuelga con frases como:
“Todo el contenido del realismo cabe en la tesis de que tiene sentido
pensar en una Visión del Ojo de Dios (o mejor, en una visión desde
ninguna parte).”12
El vicio subyacente a planteamientos de este género es tan simple como la
llamada “falacia de afirmación del consecuente”. Del enunciado que afirma el carácter
constitutivamente intencional de nuestras representaciones, y que es el postulado básico
del realismo, a saber:
Nada es una representación si no remite a un objeto
se cree poder inferir:
Nada es un objeto si no remite a una representación
Es paradójico que, al mismo tiempo que la mayoría de los filósofos que se
ocupan de la naturaleza de la mente niegan el carácter ontológicamente subjetivo de
ésta, muchos de los que se ocupan de la naturaleza del conocimiento (entre los que
figuran también no pocos de los pertenecientes al grupo anterior) avalan una
epistemología subjetiva. Eso es dar a Dios lo que es del César y al César lo que es de
Dios.
Cierto que, una vez que la filosofía perdió la inocencia epistemológica en el
siglo XVII con el descubrimiento cartesiano de la centralidad del yo, ya nunca podrá
recuperarla y volver a contemplar serenamente la luminosidad del ser, sino que deberá
perseguir afanosamente su sombra: el saber. En ese sentido, es cierto que la teoría de la
verdad como correspondencia sugiere una imagen ingenua de la relación entre
pensamiento y realidad que presupone algo así como la posibilidad de que el
pensamiento salga fuera de sí mismo para acceder directamente a la realidad y
12
Cambridge (Mass.), Harvard U.P., 1990, pág. 23.
10
comprobar luego si hay efectivamente correspondencia entre él y ella. Por eso sería
quizá más afortunada una concepción de la verdad como convergencia. En efecto,
puesto que sí tenemos acceso directo a una cierta realidad “interna” del pensamiento, al
menos a sus aspectos lógico-formales, podríamos decir que la verdad está constituida
por la relación entre distintos conceptos u objetos formales, lógicamente compatibles,
que convergen en un mismo objeto material, no accesible directamente pero
necesariamente supuesto. La verdad seguiría albergando también así un margen de
indeterminación importante, pues su relación constitutiva sería la existente entre todos
los objetos formales concebibles sobre un mismo objeto material, y aquéllos son
potencialmente infinitos (la verdad sería siempre hipotética, como lo es la estructura
lógica de un enunciado con cuantificación universal). Seguiría, por consiguiente, sin
identificarse con la certeza, pero sería una relación más controlable que la de simple
correspondencia binaria pensamiento-realidad. Por expresarlo con una alegoría
pictórica: la verdad sería como la relación existente entre todas las líneas de fuga de un
cuadro con perspectiva, cuyo invisible centro o punto de fuga correspondería a la
realidad.
Aceptemos, pues, que la inocencia epistemológica está irremediablemente
perdida. Pero ninguna necesidad lógica, sino sólo una serie de contingencias históricas,
que tienen, por cierto, mucho que ver con el desarrollo de la economía de mercado,
explica que la pérdida moderna de la inocencia haya acabado arrastrando la filosofía a la
promiscuidad posmoderna. Como tampoco son pretexto para no guiarse ya por la razón
los abusos cometidos en su nombre (o mejor, suplantando su nombre). Decir que no es
posible hacer filosofía después de Auschwitz es conceder una victoria decisiva a los
irracionalistas que construyeron Auschwitz: los juicios de valor habrían absorbido para
siempre a los juicios de hecho. Y si un día deja de “haber hechos”, si, víctima del virus
relativista-antirrealista, la filosofía muere (lo que puede muy bien ocurrir antes de lo que
creemos), no quedará nada inteligible detrás de ella. Dejará de haber palabras: sólo “el
ruido y la furia” que aturdían a Faulkner. El resto, como quería Wittgenstein, será sólo
silencio.
VOVOVOVOVOV
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