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LA PRINCESA COMPASIVA
“Parecía humo y sin embargo... enjambres de mariposas negras tejían espesas nubes en torno
al hombre más viejo del mundo...” La princesa comenzó su relato con una mezcla de nostalgia
y orgullo en su voz quebrada. Iba hilando palabras al tiempo que el deshielo en sus ojos atraía
las miradas de los allí congregados con creciente entusiasmo. Los ilustrados siempre
estuvieron ávidos de historietas curiosas. Acostumbraban a cebar sus hastiadas existencias
con retazos de vidas ajenas, siempre y cuando se contaran con el suficiente ingenio para no
cansarles demasiado. Ella lo sabía, sabía cuan vacías resultaban las engalanadas palabras de
su público esa tarde, el aburrimiento crónico que extraviaba sus pasos y les empujaba hacia
emociones cada vez más efímeras y ambiciosas. Lo sabía y, no obstante, su propósito ese día
era distinto, quería pasar por alto todas aquellas salvedades y llegar, de uno u otro modo, al
desnudo ser que acurrucado habitaba bajo las ropas de cada una de aquellas gentes. La
princesa escogió cuidadosamente a los invitados de entre los más variados estamentos de por
aquel entonces. Había un hombre menudo y enjuto de carnes que decía ser un rico
comerciante, situado estratégicamente entre las copas de vino y el grupo de damas en edad de
angustiarse ante su eventual soltería. Había también tres hombres de leyes, un viajante que
dominaba mil y una lenguas extrañas, un grupo de actores circenses venidos a más con las
nuevas modas, dos o tres celestinas de profesión, varias mujeres de vida incierta, cuatro
orondos prestamistas, un pintor de desnudos destartalados, un inventor de sueños rotos, y
hasta una poetisa sorda. Todos se vanagloriaban de su exquisita educación y así,
exquisitamente, hablaban sin parar de sí mismos, sin percatarse casi del interlocutor con el
que azarosamente compartían el espacio. Y así reían, masticaban, bebían y hasta amaban,
educada y pulcramente. Sin dejarse mucha piel por el camino. La princesa Dala se había
propuesto esa noche contar su historia, y con ella la de aquel hombre cubierto de insectos que
apenas respiraba aire y miedo cuando se cruzaron ambos entre éste y otros mundos. “Los
rumores se extendieron feroces por tierras tan lejanas que casi no recordaban sus propios
nombres. El hombre más viejo del mundo enloquecía sin remedio. Y sin remedio pasaba su
ya frágil y tórpida existencia escondido entre fantasmas, en una cueva que antaño había sido
refugio de murciélagos y alimañas”. En este punto, parejas de ojos verdes, pequeños,
maquillados, miopes, limpios, rasgados, profundos, se clavaban en la princesa. Era
abrumador: Un cuento con locos y alimañas, no se podía imaginar diversión más plena. Dala
trató de no pensar en las sutilezas detrás de la atención de los visitantes y prosiguió: “Se decía
que se trataba de un ancestro, de un sabio sin edad ni credo que había dedicado lustros enteros
a aliviar el dolor de otros hombres”. La poetisa, que ávidamente escuchaba el cuento a través
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de los labios de Dala, profirió una amplia sonrisa de espera templada. “Nadie sabía del origen
de su arte, de su apellido o de su tierra, pero en todas partes era conocido y se inclinaban a su
paso todas las cabezas”. “Las malas lenguas lo tildaron de profeta o de diablo, según les
diera”. Las celestinas asentían cómplices y maliciosamente murmuraban. “Pero lo único
realmente cierto es que el misterio y la esperanza le precedían en todos sus destinos, y se
dulcificaba la espera del enfermo y del perdido”. “Decían que no era médico, pues no usaba
hierbas ni ungüentos”, “y no era chamán que invocara dioses con encantos”. Los hombres de
leyes se miraban unos a otros con caras de sabido asombro.“Cuentan que llegaba a la estancia
del enfermo, se sentaba junto a él y tomándole de la mano, pasaba largas horas en silencio.
Después se iba callada y lánguidamente, con el semblante triste y la mano temblorosa. Al
cabo, recuperaba su porte y con paso firme retomaba sus andanzas”. Los más maduros de los
presentes entornaron al unísono sus miradas hacia un cielo imaginado.“Lo que casi nadie
conoce es que en el lecho, juntas las manos con otras manos, el viejo aliviaba dudas, temores
y angustias. Lo que ignoraba el vulgo era que aquel hombre sabio absorbía a través de sus
dedos la desdicha de otros hombres y se la quedaba para él. El enfermo fabricaba en la
ausencia del dolor risas de niños y sueños. Y en cambio, el pobre viejo guardaba en una cajita
cada pena, la envolvía luego con esmero en un pliego de papel de seda almacenando el
cofrecillo en uno espacio de su memoria”. Suspiró con una expresión franca e infantil. “En
cierta ocasión, llegó a mis oídos la historia de este ser tan particular, se me encogió el alma
sobre sí misma y un vacío frío recorrió mi cuerpo helándome casi el corazón. El hombre más
viejo del mundo había perdido la memoria, no reconocía caras ni lugares; y hacía meses ya,
había abandonado bruscamente sus menesteres en la tierra dejando sin amparo a aquellos
pocos que aún creían en la magia de sus manos”. Una sombra de oscuro amargor se instaló en
su rostro.“El hombre más viejo del mundo había perdido la razón y huyendo de las burlas y
demandas de los que temían enfrentarse a sus pasiones en soledad, se recluyó en la Cueva de
la Sangre, así llamada por los siniestros habitantes que en silencio la guardaban”. “Con los
surcos de las arrugas dramáticamente aumentados, con la piel transparente que apenas sí
cubría algún hueso, el viejo aguardaba nadie sabe qué condenas, negándose a sí mismo,
buscando grietas en el tiempo para al fin desaparecer sin más”. Algunos, sabiéndose
desdichados, enjugaron sus lágrimas disimuladamente.“Cuando decidí verlo por mí misma,
una vez superados miedos propios y extraños, me costó intuir sus formas entre las nubes de
insectos que lo acompañaban. Venciendo mi propio asco, e intrigada, movida por la misma
curiosidad que de pequeña me llevaba a vagar por los bosques, me acerqué y acaricié aquella
frente enajenada, despojada ya de sueños. Tomé sus manos entre las mías. Le miré en
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silencio, con calma. Esperando”. “Las palabras se escapaban lentamente de sus labios,
esbozaban nombres, lugares, recortes de vidas anónimas. La cara del hombre se iba serenando
a la par que las historias fluían a borbotones de su boca; su mente cansada recomponía
pasillos y estantes, recuperando cada caja su lugar original”. “Un escalofrío se abría paso en
mi interior, y los entonces, todos los entonces de aquellos hombres aliviados se instalaban
tímidos ahora también en mi memoria. El hombre cansado se levantó cubierto aún de
mariposas y continuó su camino.” “Tan sólo por un instante, me sentí triste y temblorosa por
primera vez, de todas las que estaban por venir”. A estas alturas de la historia, los ilustrados
habían reanudado sus animadas charlas fútiles y recuperado el perdido color de sus labios y
aunque sus miradas se dirían banales, conservaban el brillo de niños grandes en sus ojos. La
princesa sonrió tristemente, algo había cambiado.
Autor: ESTEEVAIRE
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