ALEJANDRO III EL MAGNO Rey de Macedonia. Nació en Pella el

Anuncio
ALEJANDRO III EL MAGNO
Rey de Macedonia. Nació en Pella el primer año de la Olimpiada 106, que
corresponde al 365 antes de J. C. Hijo de Filipo y de Olimpias, vino al
mundo el mismo día en que Erostrato quemó el templo de Diana en Éfeso.
Su madre creyó ver durante el sueño, la víspera de su casamiento, un
rayo que, cayendo sobre ella, produjo voraz incendio, que dividido
después en muchas llamas, se disipó inmediatamente: era el anuncio de
la suerte que esperaba a Alejandro y sus conquistas.
Creía descender de Hércules por Caranos y de Aquiles por su madre. Sus
grandes ojos brillaban con limpidez extraordinaria; su cara era blanca en
extremo; la nariz aguileña, el pelo rubio y ensortijado: su cabeza,
ligeramente inclinada sobre el hombro izquierdo, le daba un aspecto
majestuoso; de estatura mediana, pero de acabadas proporciones;
esbelto y vigoroso, reunía, en suma, la belleza física que tanto halagaba a
los griegos.
Lisímaco, uno de sus preceptores, le aficionó a los héroes de Homero,
siendo de todos Aquiles el que más le atraía. A los 13 años tuvo por
maestro a Aristóteles, que escribió para su discípulo un libro sobre el arte
de gobernar, que no ha llegado a nosotros, y revisó el texto de la Ilíada, el
libro favorito de Alejandro desde entonces y su lectura diaria. Aristóteles
dio al hijo de Filipo cuantos conocimientos poseía entonces la humanidad:
la música, la lira, la medicina, la filosofía y, más que todo, la poesía épica
alimentaban su alma. Filopemén y su padre le enseñaron el arte de la
guerra.
Desde muy joven se sintió arrastrado por la ambición, y tuvo en alto
aprecio la autoridad real. Se lamentaba viendo los triunfos y conquistas de
su padre, diciendo: «no me dejará por hacer nada». Nadie más que él
pudo montar el fogoso caballo Bucéfalo. Al verlo Filipo, lo abrazó y le dijo:
«Hijo mío, busca otro reino: el mío es pequeño para ti.» A los 16 años,
durante una de las guerras que mantuvo su padre, gobernó el reino; los
embajadores del rey de Persia, llegados por aquel tiempo, quedaron
admirados de la precocidad de su talento. Poco después salvó a Filipo la
vida en un combate. Asistió en 338 a la batalla de Queronea, mandando
una de las alas del ejército macedonio, y destrozó el batallón sagrado de
los tebanos, decidiendo la victoria.
No hay dato alguno que autorice para suponer, como pretenden ciertos
autores, que tomó parte en la muerte de Filipo para vengar a su madre,
repudiada por aquél para contraer matrimonio con Cleopatra, sobrina de
Átalo. Dueño del trono a los veinte años escasos, en 336, todo parece
conjurarse en su contra. Los tracios e ilirios se sublevan. Átalo, apoyado
por los grandes de la corte de Macedonia, pretende despojarle. Atenas
celebra con regocijos públicos la muerte de Filipo: los tebanos degüellan a
los macedonios que custodiaban la ciudadela, y ambos pueblos levantan
toda la Grecia contra Alejandro. Éste comienza su reinado con el castigo
de los asesinos de su padre, hace dar muerte a Átalo, tolera que su madre
1
Olimpias tome venganza de Cleopatra, y envía al suplicio a su hermano
natural Caranos, uno de los rebeldes.
Marcha a Grecia (después de aliarse con los Celtas), con la rapidez
característica de sus conquistas. Al llegar a Beocia exclama: «Cuando yo
estaba en Iliria, Demóstenes me calificaba de niño: cuando llegué a
Tesalia, de adolescente: quiero mostrarle, al pie de las murallas de
Atenas, que soy un hombre». Tebas, que rechazó todo arreglo, fue
tomada por asalto y arruinada, en 335, respetando tan sólo la casa del
poeta Píndaro. Atenas, que como las demás ciudades se habían alzado a
la voz de Demóstenes, se entrega sin resistencia, y el vencedor sólo exige
el destierro de Caridemo. Pasa a Corinto, visita a Diógenes, reúne los
diputados de la Grecia, consigue arrebatarlos con su elocuencia y recibe el
nombramiento de jefe supremo de los ejércitos que habían de ir a luchar
contra Persia.
Se prepára para su marcha al Asia, enardeciendo con sus discursos a los
jefes de los soldados, dando fiestas y celebrando juegos, y, por una
sangrienta suspicacia, haciendo matar a todos aquéllos de sus parientes
que podían constituir un peligro en su ausencia. Reparte entre sus amigos
todos sus bienes, contestando a Pérdicas, que le preguntaba: «¿Qué
guardas para ti mismo?» Guardo la esperanza». Van en su ejército los
mejores generales de Filipo y todos los compañeros de armas de
Alejandro, adictos a su persona. Sale de Pella con 33.000 hombres de
infantería, 4.500 de caballería y 70 talentos de víveres para 40 días, más
una escuadra de 160 galeras, al principio de la primavera del año 334, y
pasa el Bósforo en Sestos.
En Troya, corona de flores el sepulcro de Aquiles, y hace un sacrificio a los
manes de Príamo, para apartar, sin duda, de su cabeza, como nieto de
Neoptólemo, el odio del rey de la ciudad destruida. Darío Codomán, rey de
Persia, no estaba preparado contra esta invasión, pero, según el cronista
persa Ferdusi, escribió al macedonio, titulándose «el rey de los reyes del
universo, el sol que alumbra el mundo y que luce sobre la cabeza de
Alejandro, jefe de bandidos», manifestándole que, aunque inesperada,
no le sorprendía su venida, porque conocía el amor al robo que tenían los
griegos, y aconsejándole que se retirase sin demora, sino quería perecer
con todo su ejército. A la carta acompañaba una caja llena de oro,
testimonio de las inmensas riquezas de Darío, granos de lirio, en
representación del número de sus soldados, una bolita para que el niño
invasor jugara con sus generales, y un látigo para que con él pudiera
castigarles. Alejandro aceptó estos presentes, respondiendo que
constituían agradables presagios: la caja de oro venía a ser como las
primicias de los tesoros persas que muy pronto le pertenecerían: los
granos de lirio significaban el número de partes en que el reino seria
dividido: la bola era el emblema del poder universal, y el látigo le serviría
para dar a su enemigo el justo pago de sus insolencias, y comenzaba su
carta: «Alejandro, rey de Macedonia, al titulado rey de los reyes de la
tierra; al débil y mortal ser, que se atribuye un carácter divino y se
considera como el más poderoso de los monarcas del universo».
2
Memnón de Rodas, el único de los generales persas que podía ponerse
frente al macedonio, intentó acabar con los invasores por las marchas, el
hambre y el cansancio. Darío confió más en su ejército de 40.000
hombres y les aguardó en las orillas del río Gránico. Alejandro vadea el río
a la cabeza de sus tropas, cae sobre los persas, los destruye, y con riesgo
de su vida, alcanza la victoria; en el fragor del combate hiere con su lanza
en el rostro a Mitrídates, yerno de Darío, y sálvale la vida la serenidad de
Clito.
El trofeo alzado en el campo de batalla recuerda que Alejandro y todos los
Griegos, a excepción de los Lacedemonios, habían arrancado estos
despojos a los Persas, viendo así la Grecia en ellos una victoria nacional.
Si hubiese adoptado la ruta de Ciro el Joven y de Agesilao, habría
marchado directamente, atravesando el Asia Menor, a Babilonia: más
hábil que éstos, eligió otro camino penoso y dilatado, pero más seguro,
para evitar que los persas le atacasen por Macedonia y Grecia, y para
tener siempre al alcance los recursos de la escuadra.
La Lidia, la Asiria, la Caria, Mileto y mas tarde Halicarnaso, estas dos
últimas defendidas por Memnón, caen en su poder; toma la Frigia, ocupa
Celenes y cortando con su espada el nudo gordiano, se le someten la
Capadocia y la Cilicia y Tarso es conquistada. Aquí le acometió grave
enfermedad por haberse bañado sudando en las frías aguas del río Cidno,
pero su médico Filipo de Acarnania le salvó: mientras Alejandro tomaba
la bebida que aquél le dispuso, entregaba a su médico una carta, anónima
según unos, de Pormennon según otros, en la que se le participaba que la
bebida era un veneno y que su médico estaba vendido a los persas: el
tiempo justificó la confianza de Alejandro. Algún tiempo antes se había
visto libre de Memnón el Rodio: quiso este general llevar la guerra a las
costas de Macedonia, obligando así al hijo de Filipo a regresar a su patria
para defenderla; se embarca, conquista las islas de Cos y de Lesbos: pero
la muerte le sorprende en Mitilene, y con su muerte la Persia queda sin
verdadera defensa.
Restablecido de su grave enfermedad, Alejandro lucha con Darío en la
batalla de Isso, dada el 29 de noviembre del año 333. Dudosa fue largo
tiempo la victoria: la disciplina e impetuosidad de los macedonios deciden
el triunfo, al cabo, a favor de éstos, y Darío, a quien salvaron la oscuridad
de la noche y la velocidad de su caballo, deja en poder del vencedor sus
armas, su esposa, madre e hijos y sus tesoros. 100.000 hombres habían
sucumbido por su causa. La familia del rey persa fue respetada por el
macedonio y puesta en libertad.
Marcha Alejandro después hacia el Sur. Damasco cae en su poder y con
ella las riquezas del rey de Persia. Tiro y Gaza son las únicas que le
oponen alguna resistencia: tras siete meses de tenaz resistencia, la
primera es tomada por el lado del mar, y despides casa por casa y
saqueada, aunque no completamente destruida. Gaza resistió dos meses,
defendida por Betis su gobernador: por fin fue tomada y destruida; y
según una tradición dudosa, el vencedor arrastró alrededor de los muros
3
de la ciudad tres veces el cadáver de Betis, como había hecho Aquiles con
Héctor, frente a los muros de Troya.
Chipre se sometió. Los egipcios recibieron al héroe macedonio como a su
libertador, hecho que ya habíase verificado en muchas de las provincias
de Asia. Darío consternado le envió embajadores y le ofreció la princesa
Statira, 10.000 talentos, un dote de 30.000.000 y toda el Asia Menor. «Yo
aceptaría si fuera Alejandro,» dijo Parmenón. «Y yo también si fuera
Parmenón,» contestó el rey. Pidió todo el imperio y continuó su marcha
hacia Egipto. En este país echó los cimientos de la nueva ciudad que tomó
su nombre y se llamó Alejandría, centro y lazo de unión entre el Oriente y
el Occidente, así para el comercio como para la cultura intelectual.
Avanzó después al interior de Libia, para visitar el templo de Amón
situado en uno de los oasis que de cuando en cuando se encuentran en
aquel árido país, arrostrando los peligros del calor, el hambre, la sed y el
cansancio. En el templo es recibido como un dios, como el hijo querido de
Amón-Ra, el señor del universo. Vuelve a Egipto, pasa otra vez al Asia,
atraviesa sin hallar resistencia el Eufrates y el Tigris, y en los confines de
Media y Asiria, en las llanuras de Arbelas, en 2 de octubre del año 331, se
encuentra con el ejército persa compuesto de 1.000.000 de infantes y
200.000 caballos.
El Oriente iba a hacer el último esfuerzo; el terreno había sido allanado
para facilitar los movimientos de los soldados y de los 200 carros de
guerra y elefantes que los invasores contemplaron por primera vez. Darío
pudo creerse por un instante vencedor, porque los griegos, ante el empuje
de la caballería india, retrocedían. El triunfo, por último, fue, como
siempre, de Alejandro, que sólo perdió 100 hombres y 1.000 caballos, en
tanto que su enemigo dejó sobre el campo de batalla 300.000 muertos y
un gran número de prisioneros. En seguida asegura Alejandro los nuevos
territorios conquistados, posesionándose de las capitales; hace una
entrada triunfal en Babilonia; se apodera de los tesoros de Darío
encerrados en Susa, entra en Persépolis, cuyo palacio de 40 columnas en
parte quema: toma a Pasargada, la ciudad donde se coronaban los reyes,
y a Ecbatana. Busca luego a Darío (año 330), que recorría las comarcas
no sometidas en petición de auxilios, mas dos de los favoritos del
desdichado persa, Besso y Nabarzanes, según los griegos, Mahhyar y
Yehanussiar según los orientales, encadenan a su señor y le dan de
puñaladas.
Cuentan los historiadores que Alejandro asistió a los últimos momentos
de Darío y trató de consolarle: que éste le dio las gracias, le recomendó a
su madre Gul-Ara (corona de rosas) y su hija Ruscheneh (la brillante), le
suplicó fuese clemente con sus pueblos y espiró en sus brazos. Desde este
momento Alejandro, que hasta entonces se había presentado ante estos
países como conquistador, adopta las costumbres, la magnificencia y el
lujo de la corte persa: así, viste traje largo, reúne un serrallo de 360
mujeres, y se hace adorar.
Recorre la tierra de los partos, la Drangiana, la Aracosia y la Bactriana,
vence a los escitas cerca del Yaxartes, sin atreverse a penetrar en las
4
llanuras de éstos, y da muerte a Espitámenes, que después de haber
entregado a Besso y sufrido éste el suplicio, se había sublevado en la
Sogdiana el año 329. Al compás de las costumbres, varía también el
carácter de Alejandro que se hace orgulloso, cruel y suspicaz, y se
entrega a los placeres de la gula y la lujuria. Nacen las censuras por esta
conducta y las conspiraciones. Filotas y Parmenón mueren, el uno
apedreado, y degollado el otro, y el terror se impone a los descontentos.
En vano les hace ver el macedonio su indomable fortaleza, destrozando él
solo a un furioso león: en vano les lleva a la victoria: estos actos
entusiasman a los jóvenes, pero los veteranos y los generales no se dejan
seducir, se niegan e rendir adoración al rey, le obligan a que no vaya a pie
y sin escolta a las cacerías, declaran ruda oposición a sus caprichos, le
irritan, y Clito y Calisteno pagan con la vida su atrevimiento.
Para desviar a sus soldados de estos pensamientos, emprende la
conquista de la India. Se muestra a la vista de los que habitaban del lado
acá del Indo, con todas las pompas de la divinidad, logrando por este
medio que se sometan sin resistencia. Allende el Hidaspes le aguardaba
Poro, uno de los reyes de aquella parte de la India, el que, a pesar de sus
elefantes y de su valentía, es destrozado. Preguntándole Alejandro
«¿cómo quieres ser tratado?» el altivo rayah le contesta: «como rey». Fue
complacido en sus deseos, porque el vencedor le devolvió su reino
notablemente engrandecido. En esta región edificó a Nicea y a Bucefalia,
la segunda en recuerdo de su caballo Bucéfalo que había perdido.
Aun pretendía Alejandro ir más allá, hasta el Ganges: pero los
macedonios, rendidos y desmoralizados rehusaron seguirle. «Vuestro rey
os guía, y confía que no le faltarán leales,» decía a sus gentes. Un
profundo silencio le indicaba que todos deseaban regresar a Europa. El
ejército concluyó por abandonarle; el Magno general quedó solo en su
tienda por espacio de tres días; y hasta el cuerpo escogido de los kéteres
quería volverse. Renuncia entonces a continuar sus incursiones, y sobre
las márgenes del Hifaso, 12 altares que erigió, marcan el término de las
conquistas helénicas.
En seguida, a bordo de 200 naves que aparecieron como traídas por los
dioses, o que mandó construir, baja por el Hidaspes hasta el Indo.
Sorteando los peligros que su regreso ofrece, sujeta a los mallos y a los
oxidracos, alcanzándole en estas luchas una flecha que se creyó en los
primeros momentos le hubiera muerto. Llega a Pátali, en la
desembocadura del Indo. Dispone la construcción de una ciudadela y un
puerto; pero a la vista del fenómeno de las mareas, él como sus
compañeros se sobrecogen porque sus naves quedan en seco, ofrecen
sacrificios a Neptuno, y por tierra se remontan hacia Babilonia, castigando
a su paso por las provincias con la muerte a los sátrapas concusionarios,
celebrando con orgías desenfrenadas, que a veces duran una semana,
fiestas de dioses indios y griegos, trabajando en Susa por la fusión de
Europa y Asia, merced al matrimonio de sus generales con las hijas más
nobles de la Persia y de él mismo con la princesa Statira, hija mayor de
Darío, que en vida del padre le había sido ya ofrecida, y teniendo el
sentimiento en esta misma ciudad de ver morir de indigestión a su
5
favorito Hefestión, casado con otra hija de Darío. Este género de muertes
era frecuente en su corte: se dice que uno solo de sus banquetes costó la
vida a 42 convidados.
En Ecbatana, donde estuvo después, celebró las fiestas musicales y los
juegos gimnásticos de la Grecia. Llega un día en que sus compañeros, a
quienes había pagado por deudas 100.000.000, le abandonan. Alejandro
envía a 13 al suplicio y a los demás les dice: «Marchad y decid a la Grecia
que Alejandro, abandonado por vosotros, sólo confía en los bárbaros que
ha vencido.» Organiza un ejército de persas, y al día tercero los
macedonios lloran a la puerta de su tienda y solicitan el perdón, que
obtienen con estas palabras: «Todos formáis parte de mi familia.» Un
banquete de 9.000 convidados selló la reconciliación.
Continúa su marcha hacia Babilonia: entra en esta ciudad contra los
consejos de los astrólogos caldeos, que le predecían, si entraba en ella, la
desgracia; y aquí, a los 32 años y 8 meses de edad, el 21 de abril del 323,
le sorprendió la muerte, víctima de los excesos de un banquete, de su
conducta relajada, de las fiebres propias de aquel clima, o lo que es
menos probable, de un veneno. Dejaba un hijo de corta edad, llamado
Hércules, un hermano imbécil, llamado Arideo, y a Rojana, una de sus
mujeres en cinta. Según sus últimas disposiciones, su cuerpo
embalsamado debía reposar en el templo de Júpiter Amón; pero Ptolemeo
los conservó en Egipto, a donde fue transportado en un carro que nos
describe Diodoro de Sicilia, debido a Jerónimo, y que era una verdadera
maravilla. Llevado de Babilonia a Menfis, lo fue de aquí a Alejandría, en
tiempo de Ptolemeo Soter, y, dentro de esta ciudad, sepultado en
Bruquium, donde se sustituyó a la urna de oro en que hasta entonces
estuvo, una de cristal. El sepulcro fue visitado siglos después por César y
Augusto, constando que aun existía en los días de Alejandro Severo,
desde cuya fecha se pierde.
DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO HISPANO-AMERICANO
DE LITERATURA, CIENCIAS Y ARTES
(Edición digital: TORRE DE BABEL, Septiembre de 2007)
6
Descargar