Movimientos y revoluciones sociales en el siglo XIX y primera mitad

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Movimientos y revoluciones sociales en el siglo XIX y primera mitad del XX. Su
repercusión en la actual concepción social del Estado.
A lo largo del siglo XIX el mapa político de Europa y de América se verá continua y
radicalmente recompuesto sobre la base de dos principios: soberanía nacional/popular, origen
contractual del Estado (Liberalismo) y el derecho de los pueblos a la independencia
(Nacionalismo). El primero significará el final del Antiguo Régimen, del Estado Absolutista
y la aparición del Estado Liberal (basado en el reconocimiento de los derechos individuales).
El segundo propiciará un importante número de “resurgimientos nacionales”, “luchas de
liberación nacional” y, sobre todo procesos de “construcción nacional”.
1. Restauración y Revoluciones liberales (1815-1870).
Después de la derrota de Napoleón las potencias vencedoras tratarán de liquidar las
consecuencias de la Revolución en el plano ideológico y de resolver las cuestiones
territoriales planteadas por las guerras napoleónicas. Los conservadores quieren volver a la
situación anterior a 1789, mientras que los liberales y nacionalistas pretenderán mantener los
logros de la revolución: promueven instituciones representativas y proclaman el “derecho de
los pueblos a disponer de sí mismos”, a formar naciones.
En el Congreso de Viena se reúnen representantes de todos los países europeos para
establecer las bases de una paz duradera y reorganizar el mapa de Europa. Las decisiones
fundamentales las toman Austria, Francia, Gran Bretaña y Rusia. Dos son los principios que
se defienden en Viena:
- Legitimidad, es decir, restaurar en el trono a los monarcas legítimos, y
- Equilibrio: mantener la paridad entre las potencias para impedir que una de ellas pueda
convertirse en hegemónica.
Inglaterra es la gran vencedora: consigue que se establezca un nuevo orden basado en
la primacía de las cinco grandes potencias. El principio de legitimidad lleva a la restauración
de muchas monarquías conservadoras, pero la tradición revolucionaria se prolongará en el
liberalismo (como deseo de mayor libertad e igualdad) y el nacionalismo (aspiración de las
naciones y pueblos sometidos a otros de independizarse o alcanzar su unidad como nación),
dos fuerzas que socavan la obra del Congreso.
La reconstrucción territorial del mapa de Europa se hizo de acuerdo con los intereses
de las nuevas potencias dominantes, pero sin contar con la voluntad de los pueblos: las
fronteras se trazaron sobre el papel, marginando los sentimientos de las nacionalidades. Un
mapa que cumple los objetivos previstos: aislar a Francia, restablecer la legitimidad
monárquica y asegurar el equilibrio de fuerzas. Pero también surgen problemas: Francia
disgustada por la pérdida de los territorios conquistados por Napoleón, los Belgas no están
conformes con su unión con Holanda, los alemanes e italianos aspiraban a la unificación
nacional.
Las tropas napoleónicas habían difundido por Europa las ideas de la Revolución, y
para combatirlas nació la Santa Alianza, un acuerdo entre un emperador católico (Austria), un
rey luterano (Prusia) y un zar ortodoxo (Rusia) que en virtud de los principios cristianos se
comprometen a “ayudarse y socorrerse en cualquier ocasión y lugar”. Actuó como un pacto
antirrevolucionario y las tropas de la Santa Alianza acabarían por intervenir en algunos
países, como España, para impedir levantamientos revolucionarios.
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Otro pacto, la Cuádruple Alianza, suscrita por Prusia, Austria, Rusia e Inglaterra, más
eficaz y realista, se convierte en árbitro de la situación internacional: las cuatro potencias se
comprometen a mantener la paz, prevenir alteraciones del orden establecido e intervenir en
caso de que un Bonaparte pretendiera de nuevo acceder al trono de Francia.
Pero las transformaciones económicas junto a las transformaciones sociales que se
están produciendo en Europa lleva rán a la necesidad de introducir cambios políticos. Las
diferencias y tensiones entre el orden político impuesto en 1815 y la realidad económica y
social de Europa, unido a la pervivencia y expansión del liberalismo se plasmaron durante los
años centrales del siglo XIX en continuos enfrentamientos y conflictos entre liberalismo y
contrarrevolución conservadora: esta para mantener la situación existente y aquél para
transformarla por medio de la acción revolucionaria. Durante la primera mitad del siglo se
suceden y enfrentan en movimientos consecutivos: 1820, 1830 y 1848; revoluciones que, por
lo general, se inician en Francia para extenderse luego por Europa occidental y central.
Y es que, a pesar de las intenciones de la Restauración, en la Europa posterior a 1815
se mantiene el liberalismo, extendiéndose sus principios entre la burguesía y la clase media,
tanto desde el punto de vista individual como colectivo. También se mantienen los ecos de la
revolución entre los pueblos europeos y americanos; la noción de legitimidad dinástica es
criticada y denunciada por los herederos del pensamiento racionalista y revolucionario; los
principios de libertad individual, libertad de expresión y fin del absolutismo se difunden.
El liberalismo triunfa en toda Europa occidental, Inglaterra y Francia especialmente,
pero también Alemania e Italia, donde se une estrechamente con el movimiento nacional; se
difunde por Europa oriental y por los países americanos. Propagación de ideas que está
estrechamente unida al desarrollo de los medios de comunicación, a la generalización de la
instrucción, al mismo desarrollo económico y social. Al mismo tiempo, entre las masas
obreras comienza a extenderse la conciencia de clase y de su situación, identificándose muy
pronto con las ideas del socialismo. En consecuencia, tanto las clases medias como los
obreros y campesinos son sensibles a las nuevas ideas, especialmente en los medios urbanos,
donde los liberales, para escapar de la represión, se organizan en sociedades secretas que se
preparan para el levantamiento pasando a la acción política directa.
1.1. Las Revoluciones de 1820.
Se inicia en Alemania; los estudiantes organizados en asociaciones revolucionarias
pretenden conseguir de los distintos gobiernos alemanes constituciones que liberalicen la vida
política, situación controlada por la intervención de Metternich.
En España las tropas a punto de ser enviadas a América se levantan contra el
absolutismo de Fernando VII al mando del teniente coronel Riego, obligando al Rey a jurar la
Constitución de Cádiz de 1812, la intervención francesa 1823 en virtud de la Santa Alianza,
acaba con el régimen constitucional y restaura el poder absoluto del Rey.
En Nápoles los sublevados consiguen que Fernando IV jure una constitución calcada
de la española, la intervención austríaca acaba con la sublevación.
Se producen levantamientos también en Portugal, Piamonte, Francia y Rusia, pero
todos fracasan, muchos de ellos por la intervención extranjera. Pero la Santa Alianza,
dividida por las disensiones entre los países que la componen también entra en crisis: se
inicia con la oposición inglesa a la intervención en España y estalla definitivamente con la
Cuestión de Oriente.
La Cuestión de Oriente surge a medida que se debilita el imperio turco. La debilidad
del poder central y el sentimiento nacional estimulan el deseo de independencia de los
pueblos sujetos a su dominio y alientan la intervención de las potencias europeas que esperan
beneficiarse de la desmembración del imperio. El resultado fue la independencia de Grecia.
En 1822 se alzaron en armas y con la ayuda de Inglaterra, Francia y Rusia consiguieron
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vencer. En 1830 Turquía reconoce la independencia de Grecia y concede cierta autonomía a
otros colectivos como los serbios y los rumanos. La proclamación de la independencia de
Egipto, apoyado por Francia e Inglaterra mientras que Rusia apoya a Turquía, significará el
final de la Cuádruple alianza.
1.2. Las Revoluciones de 1830.
Aquí confluyen el romanticismo, el nacionalismo, el liberalismo y la democracia; su
base socioeconómica se encuentra en el auge de la burguesía y las clases medias y en el
desarrollo del capitalismo que, además, propicia el crecimiento de las clases populares y
obreras, entre las que se expanden las iniciales ideas socialistas. Estas revoluciones alcanzan
una mayor trascendencia en el orden político y tienen un más acusado carácter liberal y
nacionalista. Se inician con el levantamiento burgués en Francia y rápidamente se extienden
por Bélgica, siendo estos dos países donde triunfan, y por Alemania, Polonia, Austria,
Portugal y España, donde tienen diversa suerte pero que en general son controladas.
Francia. La restauración de la Monarquía no significó la vuelta al Antiguo Régimen
sino a una monarquía constitucional (la Carta Otorgada de 1814) con un régimen
parlamentario con dos cámaras, se establece el sufragio censitario que permite la
participación en el poder de la alta burguesía. A la muerte de Luis XVIII (1824) le sucede su
hermano Carlos X, jefe de los absolutistas que suprime las libertades anteriores; cuando en
1830 por las Ordenanzas de Julio intenta suspender la libertad de prensa y promulgar una
nueva ley electoral desfavorable a la alta burguesía estalla la revolución. Se levantan
barricadas en París y el pueblo asalta las Tullerías, obligando al Rey a huír a Inglaterra e
instaurando una nueva dinastía en la figura de Luis Felipe de Orleáns restableciéndose la
monarquía constitucional.
Bélgica. Los católicos belgas no estaban conformes con su unión a la Holanda
protestante en el Reino de los Países Bajos, acordada en el Congreso de Viena. En 1830 los
belgas se rebelan, proclaman la independencia y eligen como rey a Leopoldo I.
Polonia. En el Congreso de Viena, Polonia quedaba dividida entre Austria, Prusia y
Rusia; en 1830 confiando en la ayuda francesa, los polacos del sector ruso se rebelan y
aunque inicialmente tuvieron éxito, la falta de ayuda francesa significó su fracaso.
La oleada revolucionaria se extendería por Europa. En Italia y Alemania estallaron
insurrecciones con carácter nacionalista; en Portugal y España se sentaron las bases para la
alianza del trono con los liberales. En Suiza, el ejemplo francés inició la reforma cantonal que
evolucionaría en sentido liberal. Las revoluciones de 1830 significaron un importante golpe
para los regímenes absolutistas, que solo pudieron mantenerse en Europa central y oriental
(Prusia, Rusia y Austria).
1.4. Las Revoluciones de 1848.
Los movimientos revolucionarios de 1848 son los de mayor trascendencia de esta fase
del ciclo revolucionario burgués-liberal y sus causas se encuentran en la conjunción de una
crisis económica y el descontento político. Adquieren mayores repercusiones que los
anteriores ya que consiguen acabar con gran parte del sistema político nacido en Viena en
1815. Su carácter es liberal y nacionalista en el orden político, pero en Francia, reviste
también, y por primera vez, un matiz social.
Todos estos movimientos revolucionarios son simultáneos y su amplitud y expansión
se debe a la convergencia de las fuerzas liberales, nacionales y sociales que impulsan a los
pueblos europeos; y aunque la reacción conservadora y monárquica que se inicia a mediados
del mismo año consigue detener la gran oleada revolucionaria, habiéndose estabilizado de
nuevo la situación a fines de 1848, permanecerán en las sociedades europeas la huella y las
consecuencias de lo que se ha denominado la “primavera de los pueblos”. Hasta 1848 el
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mapa de Europa sólo había sufrido, desde 1815, dos cambios importantes: Grecia había
conseguido su independencia del Imperio turco y Bélgica la suya del reino de los países
bajos; pero esa estabilidad territorial contrasta con los signos que se aprecian de evolución y
crecimiento europeos, como el auge demográfico, el desarrollo de la industrialización, el
ascenso de la burguesía, “que reivindica un lugar en el Estado a la medida de su peso en la
economía” y la aparición del proletariado en los centros industriales urbanos. A la Europa del
Este, agrícola, aristocrática, aparentemente fijada en el absolutismo, se opone a partir de
ahora, en el oeste, una Europa “nueva, burguesa, constitucional” y hasta parlamentaria, como
en Inglaterra.
Las causas de la revolución serían: una crisis agrícola y otra de crédito, la falta de
libertad que mueve a los elementos liberales, la acción del romanticismo progresista, las
aspiraciones a crear Estados fundados sobre una base nacional y una poderosa fuerza de
carácter social que emprende la lucha contra el egoísmo de las clases dirigentes, ya se trate de
un mundo todavía feudal como en Europa central, o de la alta burguesía como en la
occidental. Estas causas y deseos, ya fueran de naturaleza política o nacional, adquieren
aspectos muy diferentes, según el grado de madurez económica y las estructuras sociales de
los diferentes países.
Francia. Aunque Luis Felipe era un rey liberal, dispuesto a satisfacer los intereses de
la burguesía, su política defraudó tanto a los católicos (por las medidas contra la libertad de
enseñanza) como a los partidarios de la izquierda (deseosos de mayor libertad). En 1848
estalla la revuelta que obliga al rey a huir proclamándose la II República (1848-1851). Muy
pronto surge la división entre los republicanos y los socialistas, partidarios de una política
favorable a los obreros. La situación era tan confusa que se eligió Presidente al sobrino de
Napoleón, Luis Napoleón Bonaparte que el 2 de diciembre de 1851 dará un golpe de Estado
proclamándose emperador.
Italia. Desde 1830 se había desarrollado en Italia la agitación nacionalista, impulsada
por las sociedades secretas. En 1848 estalla la revolución, en Turín Carlos Alberto, de
tendencias liberales, se puso al frente del levantamiento, pero los austriacos le derrotaron. La
revolución fracasó y el rey abdicó en su hijo, Victor Manuel II, que sería el rey de la
unificación.
Austria. La sublevación liberal en Viena obliga a Metternich a dejar el poder,
mientras en Hungría y Bohemia hay alzamientos nacionales. La intervención del ejército
consiguió que temporalmente las aguas volviesen a su cauce.
Alemania. Tras el Congreso de Viena había quedado dividida en 39 Estados. Aspiraba
a la unificación nacional, una causa liderada por Prusia. En algunos estados las revoluciones
son liberales y darán lugar a regímenes constitucionales; el carácter nacional o nacionalista se
manifiesta en la reunión de un Parlamento Alemán, elegido por sufragio universal. Acaba por
imponerse la reacción prusiana en Berlín (noviembre 1848) y la restauración del absolutismo
con la dispersión del parlamento por la fuerza (junio de 1849).
Aspiraciones y entusiasmos liberales y nacionales se apoyan en una élite reducida. Si
en las grandes ciudades la causa nacional conquista a una parte del pueblo, los campesinos
apenas participan; incluso los notables liberales temen los riesgos de subversión social
Aunque todas las revoluciones fracasaron, algo consiguieron: en Francia se mantuvo el
sufragio universal, conquista de la democracia y ejemplo importante (es primera potencia que
adopta un sistema electoral basado en la voluntad popular); los regímenes señoriales fueron
definitivamente abolidos, salvo en Rusia donde la servidumbre persistió hasta 1861; Prusia y
Piamonte que jugaron un importante papel en la oleada revolucionaria poco después serán los
líderes de las unificaciones Alemana e Italiana. Se mantiene el llamado “espíritu del 48",
formado por diferentes elementos: el romanticismo popular, los recuerdos de la revolución
francesa, la mística del progreso y el culto a la ciencia, el culto del pueblo y una concepción
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idealista, incluso espiritualizada, de la política. Y con la persistencia de este espíritu se
mantienen igualmente, adaptándose a la evolución de los tiempos y tomando, en ocasiones,
nuevas formas, las dos grandes fuerzas del liberalismo y de nacionalismo, a las que pronto se
añadirá el socialismo, como fuerza impulsora de la transformación de las sociedades.
El liberalismo no es fácil de interpretar, presenta contornos menos claros que el
absolutismo del Antiguo Régimen, Las democracias del siglo XX o que los regímenes
totalitarios. El sistema liberal no deja de presentar relaciones de continuidad con el Antiguo
régimen: la afirmación de los estados constitucionales en la Europa de mediados del siglo
XIX, no significará una transformación radical del panorama político-institucional y
administrativo, ni que los sistemas monárquicos de origen divino desaparezcan de golpe, ni
que sean eliminadas las élites dirigentes del Antiguo Régimen.
En el sistema liberal son los “ciudadanos” quienes disponen de la autoridad soberana
y expresan la voluntad general. Su poder (de origen contractual) será ejercido, en la Europa
de los siglos XIX-XX a través de formas de representación: los ciudadanos elegirán a quienes
tienen que actuar políticamente en su nombre. En la práctica, sin embargo, los Estados
liberales no prevén formas de democracia política. No todos están considerados como
portadores de derechos políticos: el derecho a voto sólo se asigna a los que se cree que tienen
sentido del Estado. Y la pregunta es, ¿quienes tienen ese sentido del estado, del interés
general? Por un lado la burocracia estatal y por otro todos los “propietarios”, los que por
tener el control de los recursos fundamentales (la tierra), saben como gobernar a los hombres
(los campesinos). En los regímenes liberales el derecho al voto se limita generalmente a los
que poseen un cierto patrimonio y que, al no tener necesidades económicas, se supone que
son desinteresados y por lo tanto no quieren utilizar su poder con fines personales, que
además tienen un buen nivel cultural y que conocen la política. Por lo tanto, hasta finales del
siglo XIX las élites de sangre y los propietarios rurales no desaparecen de la escena política:
nobles y terratenientes son numerosos entre los electores y, en consecuencia, entre los
elegidos de las asambleas legislativas de Francia, Italia o Alemania. Además, las viejas élites
tienen reservadas en muchos países las Cámaras Altas, no electivas o de nombramiento real,
que se convierten en un reducto de la nobleza y es importante retener que estas cámaras
tienen el mismo nivel que las Bajas en la función legislativa.
La idea clave de este Estado es la defensa de la libertad y para la consecución de sus
objetivos tienen que mantener la teoría de la soberanía nacional (con sus consecuencias:
elecciones, príncipe representativo), la separación y equilibrio de poderes, la limitación del
campo de intervención del Estado y el reconocimiento de sectores reservados a la autonomía
individual. Así, en lo económico, se propugna el ordenamiento natural de la economía, libre
de todo control del Estado; la propiedad privada, la iniciativa particular, la libre concurrencia
a la libre circulación de mercancías, ya que estos son factores que por sí bastan para producir
la prosperidad económica y el progreso social: el principio del “laissez faire, laissez passer”.
Los gobiernos que siguieron las teorías y los consejos del liberalismo económico se
caracterizaron por la adopción de medidas tales como:
a) restringir la intervención estatal en los problemas económicos. El estado concentra su
actividad en el mantenimiento del orden público: el Estado Gendarme.
b) eliminar las reglamentaciones, limitar los impuestos y combatir los monopolios como
forma de impedir las trabas al desarrollo de las iniciativas económicas.
c) establecer medidas tendentes al librecomercio.
d) asegurar la libre contratación entre empleadores y empleados, en el supuesto de que se
trata de hombres libres en cuya relación contractual no debe intervenir el Estado.
e) asegurar la libre empresa y la libre competencia, se entiende que la libre competencia hace
prevalecer la eficiencia y esto beneficia globalmente a la economía.
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2. Del liberalismo a la democracia (1870-1914).
La derrota de la “Comuna de París” (1871) suele considerarse como el final de la
época de las revoluciones y representa el inicio de una etapa de relativa tranquilidad social. A
partir de entonces predomina un pensamiento político positivista y realista, una “paz social”
paralela a un progresivo incremento de la participación de todos los estratos sociales en los
asuntos públicos. Se produce de este modo el ascenso de capas sociales “nuevas” (clases
medias, pequeña burguesía, clase obrera) que adquieren conciencia de que sus intereses
políticos y económicos no coinciden con los de los “notables”. Esto, junto a un importante
avance de la alfabetización y la elevación del nivel medio de cultura social estimuló el
nacimiento de partidos radicales, federales y socialistas, a la vez que cobran fuerza el
anarquismo y el sindicalismo. La presión que ejercen estos grupos significará la quiebra de
los principios básicos del Estado liberal. El debilitamiento de los dogmas del liberalismo, la
crítica del sufragio censitario y de la interpretación hecha por la burguesía del principio de
libertad serán los elementos que definen el paso del Estado liberal al Estado democrático.
Son las transformaciones sociales, económicas y culturales que se producen en el
último tercio del siglo XIX las que llevan a la creación de formas políticas completamente
distintas de los sistemas liberales y que, además, no cabe considerar como una simple
evolución o maduración de aquellos.
Los estados liberares al comprometerse en la construcción de un territorio social y
homogéneo (la nación) acaban con el sistema de poder local que era la base de su
funcionamiento. A finales del XIX los fenómenos sociales tienden a desarrollarse sobre un
amplio espacio territorial que se corresponde con las fronteras del Estado. La política
adquiere un carácter nacional: nacionales son las elites de gobierno que expresan las
opiniones de cuerpos electorales progresivamente ampliados, nacionales serán los partidos
políticos e, incluso, las organizaciones sindicales; en consecuencia los conflictos políticos y
sociales pasan a tener como marco el territorio estatal y, a pesar del internacionalismo del
movimiento obrero, también la lucha de clases adquiere un carácter nacional. La
culturización de las masas, instrumento clave del proceso de construcción nacional
emprendido por los Estados liberales, ha hecho aumentar el número de hombres instruidos, el
desarrollo económico incrementa las clases medias y aumenta el número de ricos lo que hace
imposible que el sistema político pueda mantenerse sobre la base de un número reducido de
notables como hasta ahora. Todas estas transformaciones hacen obsoleto un sistema político
basado en notables y señores terratenientes, en pequeños cuerpos electorales, en relaciones
sociales de aldea, etc.
El triunfo definitivo del sufragio universal (con todas sus limitaciones: caciquismo,
pucherazos, leyes electorales más o menos partidistas,..) supuso un hito en el proceso de
democratización de los Estados; junto a la elección de los representantes según la voluntad de
la mayoría, se fueron abriendo paso también la libertad de asociación obrera, la pluralidad de
partidos, la plenitud de derechos políticos y sindicales y, en función de lo anterior, la práctica
de una política reformista que pretende satisfacer el interés más general al tiempo que
disminuye el peso político de los grandes banqueros, industriales y terratenientes, aunque en
ningún momento peligra su posición social. Progresivamente se amplia el cuerpo electoral
porque en las últimas décadas del siglo muchos gobiernos acometen reformas electorales que
amplían los derechos electorales a grandes franjas de población masculina. El sufragio
extendido, incluso universal, se implanta en Francia (1848), Suiza (1848-1879), Reino Unido
(1867-1884), España (1869-1890)Alemania (1871), Austria y Suecia (1907), Estado Unidos e
Italia (1913).
El sistema liberal también entra en crisis por la modernización socio-económica que
abre profundas grietas en el cuerpo social. Las fisuras sociales tienden a asumir un mayor
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peso político porque crean nuevas formas de organización (partidos, sindicatos). Nacen los
partidos modernos: estructuras organizativas complejas, administrados por profesionales de la
política, que cuentan con estatutos, programas y reglamentos, una élite dirigente y una
jerarquía compleja de funciones de gobierno interno, un sistema formal de adhesión, métodos
de autofinanciación, estructura organizativa de escala nacional, tendencia a aumentar su masa
social recurriendo a la propaganda y formas específicas de movilización y actividades.
No es casualidad que los primeros partidos modernos aparezcan en el entorno obrero
y socialista. El avance de la industrialización provoca un aumento del número de obreros y
tiende a uniformar el trabajo manual, en las grandes fábricas (que sólo se generalizan a
finales del siglo XIX) es más fácil que surja una clase obrera política. Se asiste al nacimiento
de partidos socialistas que recogen fundamentalmente las aspiraciones y problemáticas de los
trabajadores de fábrica y que se sitúan al lado de los sindicatos que también experimentan un
fuerte crecimiento. En estas organizaciones confluyen trabajadores que, con importantes
diferencias de renta, ideas religiosas o identidad nacional están más cohesionados que a
mediados de siglo y, sobre todo, que entienden que sus reivindicaciones sólo pueden
solucionarse a través de una organización de dimensión nacional. No son sólo organizaciones
para la lucha electoral y política sino que tienden a crear una sociedad separada, dando
cobertura a muchos de los aspectos de la vida cotidiana de sus militantes (editoriales,
periódicos, escuelas, restaurantes, cooperativas, etc.), surge una fuerte identidad cultural
colectiva que acentúa la fisura entre el partido y el resto del sistema social y político.
Pero no son sólo los partidos socialistas los que movilizan a las masas, a finales del
XIX se movilizan grupos sociales que habían permanecido siempre en la sombra o que no
existían: grupos de presión formados por agricultores, tenderos, manufactureros, empleados o
incluso, “consumidores”. Organizaciones que son creadas por los latifundistas, los
empresarios de las minas, los industriales del hierro. Aparecen intentos de organización entre
empleados privados, burocracias públicas, clases medias autónomas. Un proceso de
asociacionismo de carácter acumulativo: frente a unas movilizaciones cada área socioprofesional comprende que debe defenderse recurriendo también a la movilización.
El objetivo de toda esta agitación social es político: influir en las decisiones de los
gobiernos, algo muy importante cuando los estados amplían sus funciones de política
económica y tienden a comprometerse en programas de asistencia social.
En parte, esta intervención del Estado responde al temor a que los socialistas
obtuvieran el apoyo para acometer cambios revolucionarios si no se hacía nada. El ejemplo
más claro de esta nueva función del estado es la gran mejora de la sanidad pública en las
grandes ciudades, en parte por el avance científico y la disponibilidad de mejores recursos
técnicos, pero fue necesario promulgar leyes para mejorar las calles, el alcantarillado, y
recaudar el dinero necesario; el estado también empezó a mediar entre patronos y
trabajadores interviniendo en el funcionamiento del mercado de trabajo: leyes que limitan el
trabajo de mujeres y niños, establecimiento de condiciones de seguridad e higiene en talleres
y fábricas, reconocimiento de los sindicatos, limitación de la duración de la jornada laboral,
etc. Se inicia lo que mediado el siglo XX se conocerá como el “Estado del Bienestar”: los
seguros contra los accidentes de trabajo, la prevención sanitaria, las pensiones de invalidez o
de vejez, de desempleo, etc. Estos cambios pusieron de manifiesto que la idea revolucionaria
de que los pobres no podían esperar nada del Estado se contradecía cada vez más con la
realidad Y aunque en la política tiene ventaja el grupo que cuenta con mayor poder
económico (las élites empresariales o financieras, por ejemplo) también tiene opciones quien
puede determinar el resultado de las elecciones a través de la movilización del electorado, y
así los partidos conservadores y no socialistas descubrieron que podían obtener un apoyo
masivo ofreciendo a los electores recompensas en forma pensiones, subsidios o seguros.
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El proceso de reformas políticas que se van consumando en el siglo XIX, conduce a la
afirmación de instituciones democráticas en los países que podríamos considerar como
vanguardia: EE.UU, Francia y Reino Unido. Sin embargo, los tratadistas políticos destacan la
necesidad de hacer notar que entre liberalismo y democracia existen concepciones diferentes
aún cuando al final del proceso tiendan a confundirse. En tanto el liberalismo pone énfasis en
las libertades del individuo, la democracia afirma, ante todo, un sistema de gobierno basado
en la soberanía popular, en el que la voluntad general se exprese decisivamente aun cuando,
según las circunstancias, haya que sacrificar, temporalmente, algunas libertades individuales.
En cualquier caso, las principales conquistas democráticas del liberalismo del siglo XIX
serían:
1. La afirmación de las Constituciones como norma superior de organización del Estado.
2. La ampliación del sufragio que, a partir de sistemas censitarios, culmina en el sufragio
universal masculino.
3. La afirmación del parlamento como órgano del cual surgen las principales decisiones
gubernativas.
4. La afirmación de los partidos políticos, en los cuales se va canalizando la voluntad
ciudadana.
5. Cambios en el personal gubernativo, que señalan un progresivo desplazamiento del sector
aristocrático en favor de nuevos dirigentes de variada extracción social.
6. Desarrollo de la enseñanza, tanto en el sentido de su extensión como en el de la renovación
de planes y métodos.
7. Inicio de la Intervención del Estado en la regulación de las relaciones sociales, laborales y
en la economía.
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3. La crisis de las democracias.
Aunque con el final de la I Guerra mundial parece triunfar el sistema liberaldemocrático, que es el de los vencedores (EE.UU., Gran Bretaña, Francia), sustituye a las
antiguas autocracias imperiales (Alemania, Austria, Hungría,...) y se extiende entre los
nuevos países, e incluso en el plano supraestatal con la creación de la Sociedad de Naciones.
Además de extenderse geográficamente se profundiza en sus contenidos sentando las bases
de lo que después serán los Estados sociales y democráticos de Derecho, y el Estado del
Bienestar: sufragio universal integral al ampliar el voto a las mujeres (salvo en Francia,
Suiza, Portugal, Yugoslavia y Grecia); enseñanza pública, obligatoria y gratuita hasta los 14
años; jornada laboral de 8 horas; seguros de desempleo; construcción de viviendas baratas
por iniciativa municipal; desarrollo de la sanidad pública, etc.
Sin embargo, el período de entreguerras será uno de los más críticos para la
supervivencia de las democracias occidentales, en el que se puso en tela de juicio la
viabilidad del viejo programa liberal ante las nuevas realidades que habían sido causa y
consecuencia de la contienda iniciada en 1914. Cuatro rasgos básicos definen la época de
entreguerras en el marco de los liberalismos democráticos:
1. La crisis de la democracia parlamentaria clásica, tanto en los países que la tenían como
sistema desde largo tiempo atrás, como en los nuevos estados que intentan ordenar su
convivencia con arreglo a sus principios. En el primer caso es un fenómeno de inadecuación
de la base teórica e instituciones liberales que han quedado obsoletas ante las exigencias de la
posguerra; en cuanto a los nuevos países, el sistema liberal tropieza con marcos estructurales
poco propicios para su desarrollo, con economías escasamente industrializadas, bajo nivel de
urbanización de sus habitantes, población activa esencialmente rural, poca preparación
política,...
2. Nuevas alternativas de organización estatal que parecen formas más dinámicas a la hora de
abordar los problemas. Una vertiente son los fascismos y sistemas autoritarios, como
paradigmas reaccionarios de solución a la crisis del sistema liberal; la otra tiene su origen en
la revolución soviética y el afianzamiento de un estado socialista en la URSS.
3. La crisis del capitalismo y su solución. Al igual que la crisis política, la economía ponía en
cuarentena al capitalismo liberal y le exigió un esfuerzo de puesta a punto a base de una serie
de cambios que permiten hablar casi de un nuevo sistema económico o, al menos, de una
nueva fase del capitalismo.
4. A nivel ideológico se presenta un panorama extremadamente complejo, con posturas muy
diversas pero caracterizadas por la visión caótica del mundo como rasgo general, cuando no
se trata de corrientes marcadas por el escapismo inconsciente ante los graves problemas
existentes.
3.1. La crisis del Estado Liberal
La etapa del liberalismo clásico se caracterizó por una deshistorización del concepto
de Estado; se trataba de una idea positivista que al referirse a la organización política tomaba
la ley estatal como norma suprema, pero al margen de su realidad histórica, de su contenido
concreto. En buena parte, esta teoría del Estado pudo sobrevivir tanto tiempo porque la
intervención estatal era escasa y sus competencias reducidas; había, pues, una coherencia
entre los principios y la práctica. Sin embargo, al finalizar la primera guerra mundial los
Estados no podían ya renunciar a las atribuciones que por necesidades bélicas habían
abordado; sus funciones cambiaron y la vieja teoría no se adecuaba con la realidad.
Por otro lado, el período de entreguerras contempla un reforzamiento del poder
ejecutivo y de la administración en detrimento del legislativo, expresión de la voluntad
popular. Las competencias de los organismos parlamentarios se ven menguadas con la
proliferación de los decretos-leyes como procedimiento legal o la concesión de plenos
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poderes a los gobiernos para que puedan actuar sin rendir la responsabilidad que les
correspondería según la ortodoxia liberal. Cuando no se producen estos aumentos de poder
del ejecutivo, las crisis ministeriales prolongadas y difíciles suelen jalonar la vida política de
los Estados, en un claro reflejo del escaso entendimiento de los poderes. Incluso donde el
ejecutivo ya contaba con una tradición de preeminencia, como es el caso de los EE.UU.., en
que el presidencialismo fue la tendencia normal, tienen lugar otras formas de manifestarse
este desequilibrio. Por ejemplo, en EE.UU. se asiste a un incremento de fuerza del poder
federal sobre el de los Estados.
En correlación con la tendencia antiparlamentaria y de rechazo de la representación
popular, se produce la reducción de las libertades burguesas y, en ocasiones, su completa
supresión. En realidad, este fenómeno tiene su causa en la aparición de fuerzas que impugnan
la legitimidad del poder, aunque los Estados lo justifiquen ideológicamente apelando a una
supuesta función de garantía de la seguridad y estabilidad social. Esta misión es alentada por
las fuerzas conservadoras y grupos económicos, en especial los vinculados a la industrial de
guerra; no olvidemos que en los años veinte y treinta el rearme fue un instrumento con vistas
a la política exterior, pero también se contemplaba su empleo interno. Tanto en el refuerzo de
los ejecutivos como en la limitación de libertades influyen las concepciones de un liberalismo
autoritario y elitista desarrollado por aquellos años por autores como Weber y Ortega; en
ocasiones se llegó a exaltar la justificación del dominio de los “mejores” en una clara
degeneración de darwinismo social.
El Estado incrementa sus competencias asumiendo tareas en la dirección de la
economía y de las relaciones sociales. En este último aspecto destacan, ante la creciente
importancia de los conflictos obreros, las funciones asistenciales y el arbitrio de medidas de
redistribución de la renta; dos fueron los procedimientos más usuales: por un lado, las
prestaciones estatales en metálico o especie, o los servicios con cargo a las exacciones
fiscales, lo que exige una imposición progresiva (con predominio de impuestos directos que
gravan las rentas o patrimonios y no los bienes de consumo). Por otra parte, se recurrió a los
planes de seguros mutuos, con cargo al Estado o los particulares, y aplicables dentro de clases
o grupos profesionales.
Los sistemas liberales clásicos se habían caracterizado por el número restringido de
fuerzas políticas integradas en el mecanismo del poder, frecuentemente reducidas a dos, que
practicaban un turno pacífico en el gobierno; lo normal es que uno tuviera signo conservador
y el otro liberal. El sufragio universal, conquistado a lo largo de la segunda mitad del siglo
XIX en casi todos los países, apenas trastornó este mecanismo, merced a los procedimientos
de control ejercidos sobre el electorado; a modo de ejemplo podemos citar el caso del
caciquismo español o italiano como exponente de ese falseamiento del sufragio y, en general,
del mantenimiento de unas estructuras económico-sociales en beneficio de las clases
dominantes. Sin embargo, desde el último tercio del siglo XIX se produce un fenómeno que
tiene decisiva importancia para cambiar ese estado de cosas. El caso francés es ilustrativo: en
1884 se hace realidad la libertad sindical, y en 1901 se promulga la ley de asociaciones.
Organizaciones laborales y políticas se caracterizarán por su combatividad al defender
determinados derechos y acabarán con el individualismo imperante hasta entonces en la
política.
El paso definitivo se da cuando aparecen nuevos partidos; frente al tradicional grupo
de notables, se impondrá el partido de masas, en especial los socialistas y, desde 1920, los
comunistas. El ejemplo clásico de este proceso se aprecia en Inglaterra, donde el partido
laborista rompe el tradicional esquema bipartidista de conservadores y liberales. Con el
ascenso de los nuevos partidos no siempre se alcanzaba la mayoría necesaria para gobernar,
por lo que se llegaba a las soluciones de los gabinetes de coalición y en momentos graves
para el país se arbitraban acuerdos de concentración o unión nacional (en Francia en 1926, en
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Inglaterra en 1931, en España en 1918,...). Sin duda alguna, el ascenso obrero a la vida
política constituye uno de los datos más importantes del período de entreguerras. La
asociación de los trabajadores mostró un poder indudable por su incidencia sobre la vida
económica caso de presionar para defender sus derechos. La posguerra hasta 1920 se
caracterizará por la gran virulencia de los conflictos sociales en toda Europa: consejos de
obreros y soldados en Alemania, ocupaciones de fábricas en Italia, huelgas en Inglaterra,
activismo obrero en España,... aunque la escisión de la Internacional desde 1920 señala un
momento de retroceso de esta tendencia.
Otro aspecto de la crisis del estado liberal viene determinado por el viraje de la
ideología nacionalista. La idea nacionalista fue en sus comienzos un instrumento de la
burguesía en el momento en que luchaba contra los restos del Antiguo Régimen. El
nacionalismo alentaba la unidad económica y fomentaba la libertad. Sin embargo, en el
período de entreguerras el nacionalismo de las democracias establecidas tuvo un signo
conservador con tintes racistas; tan sólo conservó parte de su carácter progresivo en la luchas
de liberación nacional (caso de Irlanda o los primeros movimientos descolonizadores).
En lo que hace referencia a las nuevas democracias, establecidas en países con
especiales condiciones estructurales o en las nuevas nacionalidades, surgidas sobre todo al
desmembrarse el imperio de los Habsburgo. Tienen en común unas estructuras sociales
caracterizadas por la falta de una auténtica burguesía y de categorías sociales intermedias.
Eran países de economía básicamente agrícola y de población polarizada en los extremos de
la escala social con grandes diferencias entre las clases; el nivel de instrucción era muy
deficiente con una tasa de analfabetismo muy alta. Algunos de ellos tenían además problemas
étnicos o de nacionalismos internos entre los diferentes grupos que los integraban. El
procedimiento por el que normalmente pretendían resolver estos países su inestable
constitución política fue el golpe de fuerza tomando como ejemplo el acceso al poder por
Mussolini en Italia.
Después de la victoria sobre el fascismo en 1945, en las democracias occidentales se
establece un “pacto social” basado en el espíritu de la resistencia antifascista (todas las clases
sociales habían colaborado en la lucha y reclaman que se tengan en cuenta sus intereses y
aspiraciones en la reconstrucción de posguerra) que unido a la pervivencia de una de las
alternativas a la democracia, el modelo soviético, y la consecuente división del mundo en dos
bloques antagónicos, llevarán al nacimiento de las sociedades del bienestar, cuyo modelo
social encuentra su máxima expresión en los países democráticos de Europa occidental. Se
trata de una auténtica reforma y superación de la democracia liberal, aunque se conservan
muchos elementos característicos de aquél sistema. En este nuevo modelo de Estado se
reconoce, incluso constitucionalmente, que todos los individuos tienen derecho a gozar de un
cierto nivel de bienestar que debe ser garantizado por el Estado. Desde un punto de vista
económico, se profundiza en la línea de intervención Estatal que ahora no solo regula sino
que, a través de la creación de un sector público, se convierte también en agente económico.
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