don jaime y la calavera

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COMÈNIUS
LEYENDAS
Don Jaime y las calaveras- Baleares.doc
DON JAIME Y LA CALAVERA
El noble señor don Jaime de Aragón se dirigía a Sicilia a bordo de una embarcación de su flota y
rodeado de sus hombres de guerra. De pronto se desencadenó un fuerte temporal. Las
gigantescas olas movían el barco como un pequeño cascarón, llegando a averiarlo seriamente. El
agua entraba por una brecha abierta en el casco y los tripulantes, percatándose del peligro,
organizaron a toda prisa el salvamento de las lanchas, y el buque, abandonado, fue tragado por
las aguas. Don Jaime se encontró en medio de aquella horrísona confusión solo y asido a un
madero. Dejándose ir a la deriva, las olas lo arrojaron a una playa desierta, ya agotados sus
ánimos
y
a
punto
de
perder
la
conciencia.
Allí quedó toda la noche sin fuerzas para moverse, pensando morir a cada momento, hasta que
llegó el nuevo día en que unos pescadores le recogieron con cuidado. Cuando se repuso
ligeramente, uno de los hombres que le había salvado le hizo saber que se encontraba en las Islas
Baleares. Echó a andar en busca de refugio, hallando un palacio señorial aislado en el campo
donde llamó en demanda de auxilio. Los criados le abrieron conduciéndole acto seguido a
presencia del señor de la mansión quien, con generosa hospitalidad, le nombró su huésped de
honor, le ofreció un blando lecho en el que descansar y le prodigó toda clase de cuidados, y aún
le
dio
lujosos
trajes
para
reemplazar
sus
destrozadas
ropas.
Al día siguiente, ya repuesto don Jaime, pudo levantarse a la hora de comer y tomar
asiento en la mesa con el señor del palacio. Al poco tiempo, entre una hilera de servidores,
apareció una mujer negra horriblemente fea pero con magníficos trajes y cargada de valiosas
joyas; se sentó a la derecha del señor, quien la presentó a don Jaime como su esposa. Empezó la
comida, entrando los criados con bandejas de plata que contenían exquisitos manjares. En
seguida se abrió otra puerta y por ella apareció una mendiga con el cuerpo cubierto de harapos,
fuertes cadenas en los pies y una calavera en las manos. Esta mujer, que debía ser joven todavía
pero estaba terriblemente pálida y demacrada, reflejando en su semblante un profundo dolor y en
sus grandes ojos una tristeza infinita, se sentó en el suelo, en un rincón de la estancia, sin que los
dueños se molestaran en volver la cabeza para mirarla. De cuando en cuando le echaban algún
mendrugo de pan o algún hueso para que lo chupase, que la desdichada cogía con avidez, y luego
le servían agua en aquella calavera en la que ella bebía hasta que, terminada su pobre comida, se
levantaba
y
desaparecía
por
la
puerta.
Don Jaime sintió una compasión infinita por aquella desgraciada y se apoderó de él un vivo
deseo de remediar situación tan humillante y vergonzosa. así que, una vez hubieron terminado de
comer y se encontraron solos los dos hombres, le preguntó al dueño por la suerte de la infeliz.
El propietario de la enorme mansión repuso que merecía aquel castigo por su horrible maldad y
le relató la historia de aquel espectro que era su esposa. Con ella había matrimoniado diez años
antes, colmándola de bienestar halagos y caricias. Y así pasaron los primeros meses en la más
completa armonía, felices y queriéndose entrañablemente. Pero fue a vivir con ellos un primo de
su esposa, que seguía la carrera de sacerdote, y en la casa se le recibió como un hermano.
Pasaron algunos años sin que nada turbase la felicidad de aquél hogar dichoso, hasta que un día
aciago, aquella mujer negra que había visto antes y que servía en la casa, dio cuenta al señor de
la infidelidad de su cónyuge con el forastero. Enajenado por los celos, corrió en su busca,
encontrando primero al estudiante, al que sin vacilar le le clavó un puñal en el pecho, cayendo
muerto a sus pies. Después le cortó la cabeza y ordenó vaciarla y que se la entregasen a su esposa
como único vaso en el que bebería durante el resto de su vida. Fue despojada de sus alhajas y
vestidos y encerrada en un oscuro calabozo, de donde no saldría hasta que la muerte la liberase.
Únicamente a la hora de la comida se le permitiría llegar al comedor de palacio donde podía
contemplar
a
la
criada
negra
que
le
había
suplantado.
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LEYENDAS
Don Jaime y las calaveras- Baleares.doc
Confuso quedó don Jaime ante tan trágico suceso revelado y comprendía el inmenso dolor del
caballero, aunque el castigo lo consideraba excesivo, y así se lo hizo saber a su anfitrión.
El rey de Aragón tuvo que quedarse allí unos días esperando que arribara algún barco para poder
regresar a la península, y en ese tiempo no volvió a ver a la señora negra, que se había puesto
enferma. El médico se mostró pesimista desde el primer momento y hubo de aconsejar un
sacerdote para prepararla a morir. Se buscó un fraile de un convento cercano, el cual al poco rato
se
encontraba
al
lado
de
la
enferma.
Terminada la confesión, salió el religioso y, llamando a todos los de la casa, les hizo entrar en la
estancia donde se encontraba la moribunda que a punto de expirar, confesó en presencia de
cuantos allí estaban que ella había calumniado a dos inocentes, que eran su señora y el sacerdote
asesinado. Enamorada de este y despreciada por él, quiso vengarse con aquélla infamia. El
caballero no escuchó más. Loco de terror, se lanzó sobre la negra y hundió su puñal en el pecho.
Y, atropelladamente, corrió hacia el calabozo donde estaba su esposa y, cayendo de rodillas ante
ella, le pidió perdón al tiempo que derramaba abundantes lágrimas. Ella se lo otorgó de manera
generosa sin la menor queja ni protesta. En el acto fue trasladada a una lujosa habitación,
rodeada de cuanto pudiese ser agradable para ella, atendiéndola con mil cuidados y delicados
manjares. Pero su debilidad era tan extrema, y como si renunciara a toda clase de comodidades
en
esta
vida,
la
infeliz
murió
a
los
pocos
días.
Su angustiado esposo, no pudiendo acallar los remordimientos de su conciencia, ingresó en un
convento donde vivió en la miseria que él impuso a su esposa, en expiación a sus crímenes,
haciendo
hasta
su
muerte
continuos
sacrificios.
En cuanto a don Jaime, de tal modo se había grabado en su ánimo la tragedia de aquella
desdichada que, impresionado para toda la vida, no pudo apartarla de su recuerdo y buscó la paz
y soledad en un claustro.
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