El Armisticio de la I Guerra Mundial

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El Armisticio de la I Guerra Mundial
El P. Dehon se encontraba en Lyon aquel 11 de noviembre de 1918 en que se firmó el Armisticio que puso fin a la I Guerra Mundial. Tuvo lugar a
las 11 de la mañana, en un vagón de tren, en el bosque de Compiègne.
Pero en el recorrido de la delegación alemana nos encontramos con pequeños, aunque significativos, hechos, quizás para nosotros ya
anecdóticos. Saint Quentin sigue estando en la línea de fuego, es territorio invadido por Alemania.
Cerca está La Capelle, pero en lado francés, donde el hermano de nuestro fundador tendrá un pequeño momento, si bien protocolario, de
participación en esta historia al saludar como alcalde del pueblo natal de Léon Dehon a la delegación alemana.
Comenzamos, pues, esta sección con la descripción de los protagonistas que nos ofrece un cuadro que representa el momento. Le sigue una
memoria titulada “Las últimas horas de la guerra” y, finalmente, un mapa comentado con una mínima ‘crono-historia’ del recorrido hecho por la
delegación alemana.
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La negociación del armisticio
Esta pintura que reproduce el momento muestra a los participantes. Comenzando por la izquierda (en pie):
por parte alemana:
Por parte aliada se encontraban:
- Capitán Ernst Vanselow, de
la Marina
- Capitán Jack Marriott (de pie, al
lado del general von Winterland),
oficial naval británico.
- Conde Alfred von
Oberndorff, representante del
Ministerio de Relaciones
Exteriores
- Contraalmirante George Hope,
(detrás de mesa sentado), oficial de
la marina británica.
- Mayor General Detlof von
Winterfeldt (con casco), del
Ejército.
- Almirante sir Rosslyn Wemyss,
primer lord del Mar, representante
británico.
- Señor Matthias Erzberger
(de pie, delante de la mesa),
político civil, jefe de la
delegación alemana.
- Mariscal de Francia Ferdinand
Foch (de pie), comandante
supremo de los Aliados.
- General Maxime Weygand, de
Francia, jefe de Estado Mayor de
Foch (posteriormente comandante
en jefe en 1940). Su nombre, sin
embargo, no se menciona en la
copia francesa del documento del
armisticio.
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Las últimas horas de la guerra
Al amanecer del día 7 de noviembre de 1918 –era una madrugada fría y húmeda–, el capitán médico Artaud se presentó al capitán Lhuillier, que
mandaba un batallón del 171 regimiento de infantería cuyo puesto de mando se había establecido en primera línea, no lejos de la carretera de
La Capelle a Chimay. Iba a comunicarle que no le quedaban ya camilleros, puesto que todos ellos estaban muertos, heridos o habían sido hechos
prisioneros. Los dos hombres se miraron angustiados.
En aquel instante llegó un parte del estado mayor. Lhuillier lo abrió y leyó:
“Los parlamentarios que vienen a solicitar el armisticio se presentarán por la carretera de La Capelle a partir de las ocho. Hay que tomar
inmediatamente todas las disposiciones para facilitar su entrada en las líneas francesas”.
Lhuillier alzó la cabeza, con los ojos brillantes y con el corazón latiéndole bruscamente. Por último, con la voz quebrada por la emoción, dio una
explicación:
– Artaud, ya no necesitará más camilleros.
Aquella misma noche, a la una y veinticinco de la madrugada, el comandante Riedinger –ascendió después a general– había ordenado enviar el
siguiente telegrama:
“Del mariscal Foch al alto mando alemán. Si los plenipotenciarios alemanes desean ver al mariscal Foch para solicitar un armisticio, se
presentarán ante las avanzadillas francesas por la carretera Chimay, Fourmies, La Capelle. Se darán órdenes para su recepción y para que
sean conducidos al lugar fijado para el encuentro.”
El cuartel general alemán, situado entonces en Spa, captó a las dos y media el mensaje de la torre Eiffel. A primera hora de la mañana, Hindenburg
lo entregó al secretario de Estado Mathias Erzberger, que acababa de llegar con el tren de Berlín. El elegido para ocupar la presidencia de la
delegación alemana en las conversaciones sobre el armisticio era un hombre bajito y grueso, de rostro redondo, nariz cabalgada por unas gafas,
y aspecto general bastante vulgar. Tras haber sido diputado en el Reichtag, ministro de Hacienda del imperio y fogoso belicista, se convirtió en
el autor de una frase que debería perseguirle hasta el día de 1921 en que murió asesinado:
– Nadie debe inquietarse en cuanto a quebrantar el derecho de los pueblos o violar las leyes de la hospitalidad.
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Su sorpresa fue mayúscula el día 6, al mediodía, al enterarse de que había sido designado por el Gobierno imperial para poner la suerte de su
país en manos de los vencedores. La víspera, al igual que sus colegas del ministerio, había podido oír al general Groener, “primer maestre
general”, describiendo la situación en los siguientes términos:
– En resumen, es preciso reconocer que la situación militar ha empeorado. Si nuestro ejército aún no ha sido derrotado, ello se debe al
espíritu de heroísmo y de fidelidad al deber que reina todavía entre la mayoría de nuestras tropas. La opinión del mariscal Hindenburg,
como la mía, es la siguiente: el peor enemigo contra el que el ejército debe defenderse es la desmoralización causada por las influencias
internas. Es el bolchevismo cada vez más amenazador.
La resistencia que el ejército puede oponer a nuestros enemigos del exterior sólo puede tener breve duración, debido a su gran superioridad
numérica y a la amenaza procedente de Austria-Hungría. No es posible indicar con precisión cuánto puede durar esta resistencia, ya que
depende únicamente, por una parte, de la actitud del interior del país, y por otra de las medidas adoptadas en los ejércitos, así como del
estado moral y material de las tropas.
Ese estado moral empezaba a dar síntomas de serio quebrantamiento. Desde hacía un mes, desde el 6 de octubre precisamente, día en que el
canciller Max de Baden había pedido a Wilson la conclusión de un armisticio, las tropas alemanas estaban siendo hostigadas por la contraofensiva
aliada. Los ejércitos del mariscal Hindenburg retrocedían sin cesar, y el final parecía tanto más próximo cuanto que un viento de rebelión soplaba
sobre todo el imperio alemán. Aquel mismo 5 de noviembre, los marineros del Kiel se habían amotinado.
La revolución que, cuatro días más tarde obligaría al Kaiser a abdicar, se había puesto en marcha. Escribió después Hindenburg:
“Nada la detendría. Sólo por una verdadera casualidad, el general Groener pudo escapar de los revolucionarios en su viaje de regreso al
gran cuartel general. La fiebre empezaba a sacudir todo el cuerpo de nuestro pueblo”.
Únicamente el consejo de gabinete presidido por el príncipe de Baden, no experimentaba el aumento de esta fiebre. El día 7 seguían discutiendo
seriamente –e interminablemente– acerca de la oportunidad del sufragio femenino, mientras la Alemania imperial se hallaba ya en plena
descomposición…
Aquel mismo día, en Spa, el mariscal Hindenburg recibió a Erzberger y le manifestó:
– Es la primera vez en la Historia que los políticos, y no los militares, firman un armisticio.
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Parece como si esta anomalía le sorprendiese más que la disgregación de su ejército, pero se inclinaba, “puesto que el gran cuartel ya no podía
dar más directivas políticas”.
– Id con Dios –añadió– y tratad de obtener cuanto podías para nuestra patria.
Al mediodía, el secretario de Estado subió al primero de los cinco coches puestos a su disposición. Le acompañaba el general mayor von
Winterfeld, ex agregado militar en París; el embajador conde Oberndorff; un intérprete, el capitán von Heldorff; y un estenógrafo, el doctor
Blauert. Explicará el ministro Erzberger:
“Apenas habíamos dejado atrás Spa mi automóvil sufrió una un accidente. Al tomar un viraje se lanzó contra una casa. El auto que me
seguía chocó también contra el mío. A pesar del choque, la cosa no revistió gravedad y proseguimos el viaje en los coches que nos
quedaban. El viaje fue lento debido a los grandes contingentes de tropas alemanas que marchaban hacia retaguardia. Alrededor de las
seis, cuando ya oscurecía, llegamos a Chimay, donde el general alemán me hizo comunicar que no podía proseguir mi camino. Para
asegurar la retirada del ejército alemán, las carreteras han sido bloqueadas con árboles. Insistí en que debía continuar el viaje y un
destacamento de zapadores desembarazó la carretera de árboles y minas…”
En el mismo instante, detrás de las líneas francesas se desarrollaba una escena análoga. El comandante de Boubon-Busset, que había sido
designado para recibir a los parlamentarios, se afanaba a su vez para llegar a tiempo al punto de cita de La Capelle. Explicará él mismo después:
“Los alemanes, al batirse en retirada, habían hecho saltar las cruces de caminos con objeto de paralizar nuestro avance. Mi coche se
detuvo de pronto ante una enorme excavación que bloqueaba la carretera.
Un teniente de zapadores, con unos cincuenta hombres, trataba de rellenarla y me dijo, riéndose:
– Mi comandante, supongo que no tiene usted la intención de pasar. Nos quedan aún varias horas de trabajo.
– Pues es preciso que pase y va a ver cómo lo consigo.
Llamé entonces a los zapadores, y blandiendo la orden que habían recibido, les dije:
– Voy a buscar a los parlamentarios alemanes que han de firmar el armisticio. Si no paso, se demorará el final de la guerra. Y ahora. ¡A
trabajar!”
Con verdadero entusiasmo se colocaron dos grandes vigas debajo del chasis y veinte zapadores levantaron el automóvil que, gracias a esta camilla
improvisada, pasó sin dificultad por encima del embudo.
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Alrededor de las cinco de la tarde, se vio aparecer a un jinete alemán portador de una bandera blanca y precedido por un corneta. Era un teniente
de Estado Mayor montado en un caballo enjaezado como si fuese a pasar revista y con la grupa adornada por una soberbia gualdrapa a cuadros
que dejó estupefactos a los “pollus” cubiertos de barro…
El teniente venía a anunciar el retraso de los plenipotenciarios y a comunicar que éstos no llegarían hasta la noche. En efecto, hasta las ocho no
se oyó, a lo lejos, el toque de alto el fuego. Al poco rato, dando tumbos por la carretera destrozada, el convoy alemán, con los faros encendidos
y perforando la noche lluviosa y la niebla, se detuvo ante las avanzadillas. Cada uno de los tres automóviles enarbolaba una bandera blanca,
confeccionadas con sábanas requisadas en casa de Mme. Séller, una habitante de Fourmies.
El capitán Lhuillier se adelantó y subió al primer coche, el cabo de trompetas Séller ocupó el puesto del corneta alemán y, a los compases del
toque de firmes y del toque del regimiento, el convoy se alejó a escasa velocidad en dirección a La Capelle donde serían recibidos en su
ayuntamiento por el entonces alcalde Henri Dehon. Escribía Erzberger:
“Las calles ostentaban todavía indicaciones en alemán. En un impresionante monumento podía leerse en gruesos caracteres, Kaiserliche
Kreis, pero encima flotaba la bandera francesa”.
El convoy se detuvo ante una torre donde esperaba el comandante de Bourbon-Busset. El general von Winterfeld, muy mundano, presentó sus
compañeros a los oficiales. Erzberger sorprendió a todos los asistentes con su desenvoltura:
“Parecía un viaje al que una simple avería de su automóvil le hubiese permitido estirar un poco las piernas”.
Se adelantaron unos automóviles franceses. Acompañados por varios oficiales, los alemanes se acomodaron en ellos y el convoy partió a
moderada velocidad hacia Saint Quentin, mientras un bromista –seguramente un parisiense– gritaba:
– Nach Paris!
En el presbiterio de Homblières fue servida una frugal comida. Continúa narrando Erzberger:
“Después de una hora de descanso, seguimos nuestro viaje pasando por Chauny, que estaba totalmente destruida. No quedaba ni una
sola casa en pie. Era como una hilera continua de ruinas. A la luz de la luna, aquellos muros solitarios adquirían un aspecto fantasmagórico.
No se veía ni un alma en los alrededores.”
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El convoy prosiguió su camino hasta que, de pronto, se detuvo en pleno campo.
– ¿Dónde estamos? –preguntó Erzberger.
– En Tergnier –respondió el comandante de Boubon-Busset.
– Pero si no hay casas…
– En efecto, aquí había una ciudad. Fue destruida científicamente por los soldados alemanes cuando la retirada de 1917 y, como puede
usted ver, no queda ni rastro de las casas.
Erzberger enmudeció, pero unos minutos más tarde, en la estación –o mejor dicho, en lo que había sido su emplazamiento– subió al antiguo
vagón salón de Napoleón III y se repuso de sus emociones, bebiendo un vaso de coñac. El tren se puso en marcha. ¿Adónde se les llevaba?
Todos se negaron a contestarles.
El 8 de noviembre, a las siete de la mañana, desde uno de los sectores de un desvío ferroviario, en pleno bosque de Compiègne, en las encrucijadas
de Rethondes, el general Weygand acechaba la llegada del tren alemán. Se hallaba junto a la ventana del vagón oficina del estado mayor del
general Foch, un vagón restaurante de la Compagnie des Wagons-Lits (el actual “vagón del armisticio” es una réplica del famoso 2419 que los
alemanes se llevaron en 1944 y que fue destruido en la estación de Berlín por un bombardeo aliado. Sin embargo, los muebles y los accesorios
que se les pueden ver hoy en Rethondes son auténticos).
De pronto, el general divisó entre los árboles un leve resplandor rojizo: era el tren de los plenipotenciarios que, frenando suavemente, entraba
marcha atrás en el otro tramo del desvío. No sin emoción, el general entró en el vagón vecino, donde se había instalado la habitación de Foch.
– Señor mariscal –le dijo al despertarle–, he aquí Alemania y su destino.
El encuentro había sido establecido para las nueve. Prosigue el general Weygand:
“Les esperé ante la puerta del vagón y les vi llegar en fila india por el camino enrejado que unía a ambos trenes. Después les precedí hasta
llegar al aposento que habitualmente nos servía como oficina de trabajo.
Escribiría por su parte Erzberger:
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“En el salón se había instalado una gran mesa, con cuatro butacas a cada lado. Poco después hizo su aparición el mariscal Foch. Era un
hombrecillo de facciones enérgicas y que revelaba a la primera ojeada el hábito del mando”.
Al otro lado de la mesa se colocaron el generalísimo, con el general Weygand a su izquierda y el almirante sir Rosslyn Wemyss a su derecha, y a
continuación el almirante Hope. En las dos cabeceras de la mesa se instalaron dos intérpretes, el oficial intérprete Leperche y el capitán von
Helldorff. Alzóse la voz de Foch:
– ¿Cuál es el objeto de su visita?
– La delegación –respondió Erzberger– ha venido para recibir las proposiciones de las potencias aliadas con objeto de llegar a un armisticio.
– No tengo ninguna proposición que presentar.
Intervino entonces el conde Oberndorff, sugiriendo:
– Tal vez sería mejor que la palabra «condición»…
– No tengo ninguna proposición que presentar –repitió, impaciente, el mariscal.
– Hemos venido –dijo Erzberger– de acuerdo con la última nota del presidente Wilson, indicando que el mariscal Foch está autorizado
para dar a conocer las condiciones del armisticio.
– En efecto, estoy autorizado para darles a conocer estas condiciones si ustedes solicitan un armisticio. ¿Piden ustedes un armisticio?
Foch pronunció estas últimas palabras con un tono seco. Al unísono, y con «precipitación», Erzberger y Oberndorff respondieron:
– Sí, pedimos la conclusión de un armisticio general.
A una orden de Foch, el general Weygand se levantó entonces y, con voz tranquila, leyó lentamente las condiciones que obligaban a los alemanes
a retroceder más allá a la orilla derecha del Rin y a entregar toda su escuadra, amén de importante material.
– Señores –prosiguió Foch, una vez terminada la lectura–, les dejo ese texto. Tienen ustedes setenta y dos horas para contestar al mismo…
La entrega de numerosos cañones y ametralladoras aterrorizó a Erzberger.
– ¡Pero entonces estamos perdidos! ¿Cómo vamos a poder defendernos contra el bolchevismo?
El mariscal replicó con un gesto evasivo. Aquello no le incumbía en absoluto.
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– Pero –insistió Erzberger– han de comprender que, al privarnos de todos los medios defensivos contra el bolchevismo causan nuestra
perdición y se pierden ustedes a su vez. También les tocará el turno…
Entonces intervino Winterfeld:
– Las condiciones del armisticio que acaban de sernos comunicadas requieren un examen atento por nuestra parte. Dada nuestra intención
de llegar a la consecución de un resultado, éste examen será realizado con la mayor rapidez posible. Sin embargo, exigirá cierto tiempo,
tanto más cuanto que será indispensable consultar la opinión de nuestro Gobierno y la del alto mando militar. En tales condiciones,
pedimos que el mariscal Foch acceda a consentir que se ordene inmediatamente, y en todo el frente, una suspensión provisional de las
hostilidades.
– Las hostilidades –replicó Foch– no pueden cesar antes de la firma del armisticio.
La última petición de Erzberger –un aumento del plazo concedido de setenta y dos a ochenta y dos horas– fue igualmente denegada. Si el 11 de
noviembre, a las 11 de la mañana, los alemanes no habían firmado el convenio, la guerra proseguiría hasta la capitulación del Reich.
La sesión había terminado.
El capitán von Helldorff, tuvo que partir inmediatamente para llevar las condiciones al Gobierno alemán.
Explicaba el general Riedinger, entonces comandante del 11 Boureau del Estado Mayor de Foch:
“Se le entregaron unos cuantos bocadillos. Pero su automóvil tardaba en llegar y el capitán almorzó en el tren con sus compañeros. Cuando
emprendió el viaje, me preguntó si «a pesar de todo» podía llevarse consigo su comida fría. Acepté, desde luego…”
Y von Helldorff, con sus bocadillos en una mano y el texto del convenio de armisticio en la otra, volvió a emprender el camino de La Capelle.
Tuvo no pocas dificultades para cruzar las líneas, pues el duelo de artillería se había reanudado y sus compatriotas lo recibieron con fuego de
fusilería. Se dieron toques de corneta y un avión provisto de una bandera blanca voló sobre las líneas, pero se necesitaron varias horas para que
los alemanes tuvieran a bien suspender su cañoneo…
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Von Helldorff llegó a Alemania en plena revolución. A las 8 de la tarde de aquel mismo día 8 de noviembre, el príncipe de Baden había telefoneado
al Kaiser:
– Tu abdicación se ha hecho necesaria para cumplir hasta el final tu misión de emperador de la paz… Puede tener un efecto decisivo para
las negociaciones y privará de argumentos a los chauvinistas de la Entente… Las tropas ya no son seguras. En Colonia, el consejo de obreros
y soldados se ha hecho con el poder. En Brunswick, la bandera roja ondea sobre el castillo. En Munich se ha proclamado la república y en
Schwenn se ha reunido un consejo de obreros y soldados. Estamos abocados a una guerra civil. La situación es insostenible. Si la abdicación
no tiene lugar hoy mismo, mi colaboración se hace imposible… Ha llegado la hora suprema. Te estoy aconsejando como pariente y como
príncipe alemán.
Pero el “emperador de la paz” trató de demorar su caída, a la que se vio obligado finalmente por el “pariente y príncipe alemán” quien “dimitió”
a su primo el día 9, a las once y media. A Guillermo II no le quedaba ya más que emprender el camino del exilio.
El día 10, los diarios de París aparecieron con unos titulares que cubrían toda la primera página: “El kaiser ha abdicado”.
Erzberger y Oberndorff, que se paseaban ante su vagón (el señor Auguste Petit, conductor del tren del mariscal, narró esta anécdota pintoresca),
vieron a uno de los empleados que estaba leyendo el periódico y le pidieron que se lo vendiese.
– ¡Es mío! –negóse orgullosamente el ferroviario.
Aquel mismo día, como de costumbre cada tarde, los dos trenes fueron, uno después de otro, a repostar agua en la pequeña estación de
Rethondes.
– Estábamos en el andén y nos disponíamos a cenar –contó el general de Mierry, entonces capitán– cuando el jefe de estación pidió que
un oficial contestase a una llamada telefónica. Paris deseaba hablar con el Estado Mayor del mariscal. Me apeé del tren y me fue dictado
el siguiente texto, que acababa de recibir la torre Eiffel: «El Gobierno alemán acepta las condiciones del armisticio que le fueron
presentadas el 8 de noviembre. Firmado: el canciller del Imperio.»
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Y vino entonces la jornada del 11 de noviembre. Refiere Erzberger:
“La sesión comenzó a las dos quince de la madrugada. Con respecto a cada artículo del armisticio, traté de obtener nuevos atenuantes.
Insistí para que fuesen disminuidos los efectivos del ejército de ocupación, pues Foch me había dicho que situaría cincuenta divisiones en
la zona de la orilla occidental del Rin. Fue el artículo 26 (continuación del bloqueo) el que provocó los debates más vivos. La pugna duró
más de una hora. Expliqué que este artículo equivalía a la prosecución de uno de los actos esenciales de la guerra, una política que, para
Inglaterra, había consistido en someter al hambre a Alemania, y demostré que las mujeres y los niños habían sido las principales víctimas
del bloqueo.
– ¡Esta actitud no tiene nada de fair (juego limpio) –terminó diciendo el ministro.
Al almirante Wemyss le sentaron muy mal estas palabras.
– ¿Qué no es fair? ¿Ha olvidado que ustedes han estado hundiendo nuestros buques sin hacer distinción alguna?
Finalmente, Erzberger consiguió ciertas ventajas parciales. La Entente se comprometía a re-avituallar a Alemania durante el periodo del armisticio
y, por otra parte, los aliados dejaban a Alemania cinco mil ametralladoras más de lo previsto.
Eran las cinco y cuarto cuando se pudo proceder a la firma del acuerdo. Sin embargo, se decidió admitir las cinco como hora oficial, de modo que
se pudiera ordenar el alto el fuego a las once de la mañana, toda vez que el texto indicaba que los combates debían cesar “seis horas después de
la firma”. Prosigue el general de Mierry:
– Con objeto de ganar un tiempo precioso se empezó a pasar a máquina el texto, comenzando por el final.
Las prisas fueron tales que el papel carbón, mal colocado, reprodujo invertido el texto en el dorso de la hoja.
“A las cinco y veinte, los plenipotenciarios pudieron estampar sus firmas en la última hoja, que trataba del armisticio y de su denuncia si
las cláusulas no eran cumplidas”.
Todos se levantaron.
– Nos esforzaremos lealmente en cumplir nuestros compromisos –declaró Erzberger.
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Más tarde escribiría:
“Recordé de nuevo las observaciones que habíamos formulado con respecto a los convenios de armisticio, y volví a hacer observar que
ciertas cláusulas no eran realizables. Acabé diciendo: Un pueblo de setenta millones de habitantes sufre, pero no muere”.
Eran las cinco y media. Y concluye Erzberger:
“No nos estrechamos las manos”.
Mientras Foch salía en automóvil hacia París con objeto de entregar personalmente el texto del armisticio a Clemenceau, el tren alemán partía
de Rethondes a las diez cincuenta. Diez minutos más tarde salía el tren de Foch en dirección a Senlis.
– A las once en punto, nuestro tren atravesaba el puente sobre el Oise –explica el general Weygand–. Las campanas tañían, la guerra
había terminado. Vi a lo lejos, bajo la sombra de los álamos que bordean el Oise, el tren alemán que se dirigía a Tergnier, semejante a una
larga serpiente negra.
Hasta las once prosiguió la batalla. Escribió el coronel Grasset:
“No sabíamos lo que ocurría, si los del otro lado serían advertidos a tiempo y si los cañones y ametralladoras dejarían de disparar a su
debido tiempo… Las balas seguían silbando peligrosamente sobre los parapetos de las trincheras; los grandes obuses, con sus explosiones
formidables, excavaban cráteres… A las diez y cincuenta minutos, varias casas del pueblo se derrumbaron todavía a consecuencia de una
salva de obuses de 150”.
El teniente Bonneval, que se hallaba en la orilla del Mosa, contó cómo vio, poco antes de las once, al capitán de su compañía, agazapado en el
fondo de un hoyo de obús, silbando suavemente al corneta que tenía a su lado, las notas del “alto el fuego” que éste había olvidado por no
haberlas tocado desde las maniobras de 1911.
A las once, en toda la línea de fuego, los cornetas saltaron sobre los parapetos y soplaron con todas sus fuerzas. Un segundo más tarde,
contestaron las trompetas alemanas. Vino después un toque general: “¡En pie!”. Prosigue el coronel Grasset:
“Todo el mundo se levantó y franqueó los parapetos quedando de pie frente al enemigo. Oyóse entonces un «¡Firmes!», seguido de un
resonante toque de saludo a la bandera. Transcurrió un minuto de silencio impresionante, un minuto en el que todas las gargantas se
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contrajeron. También los alemanes se habían levantado y, por primera vez en cuatro años, las dos líneas se enfrentaron sin pretender
exterminarse. De pronto, desde nuestras trincheras brotó la Marsellesa, entonada a gritos por un millar de hombres. Los que no aullaban
hasta cansarse lloraban como niños. Los alemanes se incorporaron a estas manifestaciones y varios grupos de la “Guardia prusiana”
cantaron la Marsellesa, himno de la Libertad, agitando sus cascos enfilados en los cañones de sus fusiles y gritando: «Hoch! Hoch!
Republik!»”.
Aquel mismo día, a primera hora de la tarde, un joven alumno de un pensionado del valle de Chevreuse, escaló la tapia y partió rumbo a Paris.
Era Georges Clemenceau, nieto del Tigre. Al llegar a la rue Saint-Dominique se enteró de que su abuelo cenaba en el Grand Hotel. Y contó:
“En el Grand Hotel me indicaron el salón en que se hallaba mi abuelo. Entré. El me daba la espalda y por una abertura de un cortinaje,
contemplaba a la muchedumbre ebria de entusiasmo que cantaba, lloraba y exteriorizaba a gritos su alegría al ver terminada la pesadilla.
Al oírme entrar en el salón, dio media vuelta. De sus ojos brotaban gruesas lágrimas. Era la primera vez que yo veía llorar a mi abuelo. Me
abrazó, me besó y después me preguntó con su tono inimitable:
– ¿Qué diablos haces aquí?
Mientras le contaba mi escapada, observé que su rostro se ensombrecía.
– En un día memorable como el de hoy, abuelo…
Pero él ya no escuchaba. Cogió el teléfono y pidió hablar con el director de mi pensionado cuando lo tuvo al aparato, le oí decir:
– Mi nieto está aquí. Esta noche se queda conmigo, pero el domingo me lo tendrá usted castigado…”
Unos instantes más tarde, apoyado en el hombro de su nieto, el Tigre escuchaba a Marthe Chenal, envuelta en la bandera tricolor y cantando la
Marsellesa en la Ópera.
El texto base está extraído de “El fin de la Primera
Guerra Mundial”: Historia y Vida, 1968.
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El recorrido de los delegados alemanes
7 de noviembre
12.00h: el capitán Schaube y el trompeta Zobrowski esperan a los
delegados alemanes con la bandera blanca en Fourmies
18.00h (ca.): paso de los delegados alemanes por Chimay.
18.30h (ca.): paso por Trélon.
19.30h: paso por Fourmies.
20.00h (ca.): paso el puesto de mando del general von Anwarter en
Rocquigny.
20.20h: llegada del convoy de los delegados a Haudroy (Ferme Robart,
puesto de mando del capitán Lhuillier).
20.30-22.00h: paso de los delegados por La Capelle, recibidos por
Henri Dehon, alcalde del lugar (Villa Pasques, puesto de mando del
comandante Ducornez).
Noche del 7 al 8 de noviembre
Paso y cena de los delegados alemanes y de los oficiales franceses en
Homblières (Presbytère, Cuartel general del general Debeney, 1er ejército).
8 de noviembre
03.45h: salida del tren desde Tergnier de los delegados alemanes con
destino a Compiègne et Rethondes.
Noche del 8 al 9 de noviembre
Intentos vanos de paso del capitán von Helldorff acompañado del
comandante de Bourbon-Busset por Rocquigny.
8-11 de noviembre
Negociaciones deI Armisticio en Rethondes (Claro deI Armisticio)
9 de noviembre
13.30h: paso del capitán von Helldorff por Wignehies
11 de noviembre
Inicio de la mañana: salida en avión del capitán Geyer con la convención de
armisticio para Morville y Spa.
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11.00h: firma del armisticio.
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