SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES

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SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
29 de junio de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
De un extremo al otro de la tierra, hoy la Iglesia celebra el martirio glorioso de los
santos apóstoles Pedro y Pablo. Dos personalidades fundamentales de la Iglesia tal
como lo vemos ya en el Nuevo Testamento. La profesión de fe en Jesucristo de ambos
sellada con el testimonio supremo del martirio, fundamenta la fe y el testimonio de la
Iglesia también en nuestros días.
Hay una relación estrecha entre el testimonio de fe y el martirio. Y entre el martirio y la
glorificación de Dios. En la segunda carta a Timoteo, que hemos escuchado en la
segunda lectura, Pablo afirmaba: he mantenido la fe y estoy a punto de ser sacrificado,
así daré gloria a Dios (cf. 2 Tim 4, 6-8.18 ). Algo parecido encontramos en San
Pedro. En el evangelio de san Juan, se nos dice que, una vez Pedro testimoniase por
tres veces su amor a Jesús y por tres veces recibiera el encargo de apacentar las
ovejas, el Señor le dijo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas donde querías;
pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no
quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios (cf. Jn 21, 1519). El martirio es glorificación de Dios porque es él quien da al mártir la fuerza para no
desfallecer ante la muerte cruenta, y es también glorificación de Dios porque el mártir
le ofrece su fe inquebrantable y su amor indefectible. Desde esta perspectiva, la
Iglesia ve el martirio no como una derrota sino como una victoria, por eso
tradicionalmente representa los mártires con una palma en la mano, que es un trofeo
glorioso que en la antigua Roma se daba a los ganadores de las competiciones.
El papel central e inseparable que san Pedro y san Pablo tienen en la Iglesia se debe,
pues, tanto el testimonio de su fe y su función pastoral en el pueblo cristiano como a la
gloria de su martirio en la capital del imperio romano. Ya en el siglo II, San Ireneo de
Lyon habla del "poderoso origen de la Iglesia de Roma, fundada y constituida por los
dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo". Y es debido a estos dos fundadores continúa afirmando San Ireneo- que tiene una "autoridad principal" y que el acuerdo
con esta Iglesia garantiza el acuerdo con la fe evangélica (Contra las herejías, III, 3, 12 ). Por eso la Iglesia de Roma reunida en torno a su obispo preside a todas las demás
en la caridad (S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, inicio).
La presencia de Pedro en la Iglesia, a partir de lo que veíamos en el Nuevo
Testamento, no está hecha de gloria terrenal. Al contrario, manifiesta que la Iglesia
vive del perdón de Dios, como él lo experimentó después de la debilidad que le llevó a
la triple negación de Jesús y haberlo reconocido como Mesías e Hijo de Dios vivo (Mt
16, 16). Y manifiesta, también, que la Iglesia encuentra la vida en la fuerza que le
viene de la cruz. Es el gran mensaje de aquel que convivió con Jesús, que tuvo una
relación única con él, que acogió con un amor humilde la misión que el Señor le confió
y que una vez se encontró con el Cristo resucitado lo testimonió públicamente. Su
función es fundamental en el seno de la Iglesia.
San Pablo, que no conoció a Jesús durante su vida terrena, sino que fue el Cristo
glorificado quien le comunicó el Evangelio y quien le concedió tener unas experiencias
místicas extraordinarias (cf. Gal 1, 11; 2Cor 12, 2.4 ), es un apóstol carismático.
Muestra, ya desde su vocación y su conversión, que la gracia divina puede transformar
a las personas y darles un vigor espiritual que se desarrolle en un gran dinamismo
misionero para la difusión del Evangelio, a pesar de las múltiples contrariedades que
se puedan encontrar.
San Pedro y San Pablo son unánimes en el amor a Jesucristo, amado por encima de
todo, también por encima de la propia vida. Este amor y el deseo de anunciar el
Evangelio los llevó separadamente a la capital del Imperio, Roma, además de se el
centro del poder, era el lugar donde dominaba la idolatría con todas sus
consecuencias morales y con tantas formas de vacío espiritual, por eso el libro del
Apocalipsis llama a Roma la Gran Babilonia, la madre de todas las abominaciones de
la tierra (Ap, 17, 5). Los dos apóstoles se quisieron anunciar la victoria de Jesucristo y
la Buena Nueva que es para toda la humanidad. Esto les llevó al martirio. Y con el
martirio, se convirtieron en participantes de la muerte de Jesús y penetrados de su
resurrección. Ya la Iglesia antigua comprendió que desde Roma, donde fueron
enterrados, viven en Cristo y presiden todas las comunidades cristianas. Desde sus
sepulcros, su sangre derramada ofrece un testimonio permanente de Jesucristo para
gloria de Dios. Un testimonio que todavía habla en nuestros días para animarnos a la
adhesión a Cristo -el único que da respuesta a los anhelos y a los interrogantes más
profundos- y a la transformación de nuestro mundo a partir del mensaje evangélico.
En la primera lectura, hemos oído cómo la Iglesia oraba insistentemente a Dios por
Pedro. Hoy, que se celebra el sexagésimo aniversario de la ordenación presbiteral de
su sucesor, el Papa Benedicto XVI, también lo llevamos en la oración para que el
Espíritu no deje nunca de iluminarlo, de fortalecerlo y de confortarle en su ministerio. Y
llevamos también dos intenciones que él lleva en el corazón: la santificación de los
ministros ordenados y de las personas consagradas y el surgimiento de nuevas
vocaciones que aspiren decididamente a la santidad.
Toda la Iglesia, de un extremo al otro de la tierra honra hoy a estos dos grandes
apóstoles. Y glorifica a Dios por la obra que hizo en ellos y por el don que son para la
Iglesia. De todos modos, no nos podemos limitar sólo a honrar San Pedro y San Pablo
y a dar gracias a Dios. La celebración de hoy pide que nos impliquemos en una doble
tarea. A nivel de Iglesia, pide que trabajemos por la unidad interior de nuestras Iglesias
locales y de la comunión con la sede de Pedro y Pablo, además, de orar y trabajar por
la unidad de todos los cristianos. La Iglesia antigua de los mártires y de los Padres nos
enseña a vivir una comunión sinfónica, en la que, desde la diversidad de carismas y de
vivencias espirituales, vivamos la unidad de la fe apostólica y del amor fraterno. Por
otro lado, a nivel de sociedad, la solemnidad de hoy también nos pide hacer una tarea
en continuidad con la de los apóstoles. En la complejidad actual, cuando vemos tanta
gente sedienta, corazones que son como tierra reseca, agostada, sin agua (cf. Sal 62,
2), pero también tantas formas de idolatría (como el dinero, el poder, el hedonismo, la
sacralización de amuletos o de espacios supuestamente portadores de energía
positiva, etc.), y tantas formas de opresión y de muerte, tenemos que testimoniar la
novedad del Evangelio, la paz y la alegría que da la persona de Jesús, el Hijo de Dios
vivo.
Que la fracción del pan que nos disponemos a renovar por fidelidad a la tradición de
Jesús que hemos recibido de los apóstoles, nos haga fuertes en la fe apostólica,
unidos con un solo corazón y una sola alma y testigos de la Buena Nueva de
Jesucristo.
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