El descubrimiento de Australia Nadie lo había visto, pero todos creían que existía. Geógrafos y navegantes sabían que tenía que haber un gran continente austral en algún ignorado lugar al Sur de las Indias. Pero ni Bartolomé Díaz, después de doblar el cabo de Buena Esperanza, había advertido presencia alguna de tierra hacia el Sur, ni la expedición de Magallanes, en su recorrido por todos los océanos, había contribuido tampoco a confirmar la leyenda, existente desde los tiempos del sabio Tolomeo, que hablaba de una gran tierra al sur de los mares. Ni siquiera el holandés Abel Tasman, al descubrir y explorar en 1642 la isla de Tasmania, llegó a darse cuenta de que ésta se hallaba como desprendida del cercanísimo quinto continente. Es muy posible que más de un barco avistara las costas australianas sin imaginar que se trataba de algo más que una de tantas islas del Pacífico. Este fue el caso del navegante español Luis Váez de Torres, que describió el paso por el estrecho que llevaría su nombre, entre Nueva Guinea (descubierta por él) y otras islas bajas y atolones que vio más al Sur. Estas islas y atolones pertenecían ya al extremo Norte del continente australiano, pero Torres ignoraba la existencia del mismo. La repetición de casos como éste hace muy dudosa la fecha precisa del descubrimiento de Australia. Desde luego, el continente lo colonizaron los ingleses, pero puede decirse que, aunque sin saberlo ellos, lo descubrieron los holandeses. Las colonias holandesas de las Indias orientales (Malaca, Java, Sumatra) eran la meta de una importante ruta comercial ya en el siglo XV. Los navíos holandeses bordeaban la costa africana, doblaban el cabo de Buena Esperanza y atravesaban por completo el océano Indico sin variar su rumbo al Este durante miles de millas; luego, en un momento dado, ponían su proa rumbo al Norte en busca del puerto de Batavia, capital de la colonia. Alguna vez, más de un velero pudo pasarse un poco de largo en su travesía del Indico y bordear, sin pretenderlo, puntos de la costa occidental de Australia al subir hacia el Norte. Quizá por eso, en un mapa francés de 1542 figura una “Java la Grande” misteriosamente situada por estas latitudes. El caso es que los intrépidos marinos holandeses se aventuraron en más de una ocasión desde sus Indias rumbo al Sur, y fueron, sin duda, los primeros en explorar costas australianas, aunque probablemente no llegaron a imaginar la magnitud del continente ni llegaron tampoco a adentrarse en su misterioso interior. Willen Janszoon, a bordo del “Düyfken” exploró la costa Norte en 1606. Diez años más tarde, Dirk Hartog estuvo tres días en tierra en la costa occidental y dejó constancia de su presencia al grabar el hecho en un plato de estaño que fue descubierto allí precisamente por otro compatriota suyo un siglo después. En 1618, el barco holandés “Arnhem” exploró la costa de la tierra que lleva su nombre, y en 1627, el “Guldene Zeepard”, también holandés, reconoció gran parte de la costa Sur. Luego, ya hemos dicho que Abel Tasman, descubridor de Nueva Zelanda (a la que consideró como una península de la Antártida), descubrió también la isla situada muy cerca de la costa meridional australiana, a la que bautizó Tierra de Van Diemen, pero que después, en memoria suya, recibiría el nombre de Tasmania. Habría de transcurrir más de un siglo hasta la llegada a las costas orientales del continente (las menos exploradas hasta entonces) del capitán inglés James Cook, en su viaje de circunvalación del globo. La nave “Endeavour”, a cuyo mando estaba el célebre Cook, recorrió el año 1770 toda la costa Este de Australia y en el curso de su exploración permaneció una semana en cierta bahía recogiendo ejemplares de una flora variada y maravillosa para mostrarlos luego en Inglaterra. Tan hermoso lugar fue llamado “Botany Bay” (“Bahía de la Botánica”). Al sublevarse e independizarse sus colonias de Norteamérica, Gran Bretaña perdió la posibilidad de utilizar las penitenciarías que existían en el Nuevo Continente para los desterrados por delitos menores. Las autoridades británicas decidieron entonces que la bahía de Botany, en el Sudeste de Australia, reemplazara a las colonias norteamericanas como establecimiento penal, y en 1787 salió para allá el capitán Phillip con unas mil personas, en su mayor parte penados. El grupo llegó a Botany Bay a comienzos del siguiente año, pero después de permanecer allí unos pocos días decidieron trasladar el establecimiento al lugar que en la actualidad ocupa la ciudad de Sydney. Phillip reclamó oficialmente la Australia oriental para la Corona británica, y en1828 el continente estaba bajo soberanía inglesa. Ahora hacía falta, a cualquier precio, encontrar tierras cultivables en el interior. Esta fue la única ley que guió el avance de los más emprendedores y de los más audaces: la ley de los inmigrantes aventureros que habían presentido que en esta tierra del porvenir encontrarían la fortuna. Junto a ellos, los convictos de las penitenciarías, a los cuales las autoridades prometían la libertad a cambio de su labor de colonos, fueron los primeros impulsores de la colonización australiana. Fue el Sudeste del país, con sus llanuras y pastos escondidos tras de la montaña y el bosque, el que conoció los primeros establecimientos; en 1836, Thomas Mitchell llamaba “Australia Félix” a la que hoy es la floreciente provincia de Victoria, y poco después era Leichhardt quien exploraba el Queensland, desde sus límites meridionales hasta el golfo de Carpentaria. La colonización, o sencillamente la exploración del interior del gigantesco territorio, habría de hacerse a base de esfuerzos casi sobrehumanos y terriblemente costosos en vidas a través de eternas extensiones de tierra árida y desértica. Ejemplo de ello es la travesía de Norte a Sur del continente con objeto de establecer, poste tras poste, la inmensa línea telegráfica que quedó completada hacia 1870, después de dejar tras de sí innumerables cadáveres. Y de allí, de aquella barrera de postes perdidos en el fin del mundo, partieron las expediciones que se propusieron la tarea más ardua: la exploración de los territorios desérticos del Oeste, totalmente desconocidos. La mayor isla del Globo, el quinto continente que todos los geógrafos habían presentido, el último gran rincón habitable del mundo por descubrir, quedó definido geográficamente para las viejas naciones. Había nacido Australia, el inmenso país de los canguros y los koalas, apenas poblado por algunas tribus de aborígenes estancados aún en la Edad de Piedra. El más joven de los continentes entraba en la Historia.