mario dominguez

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MARIO DOMÍNGUEZ SÁNCHEZ-PINILLA
POLÍTICAS Y SOCIOLOGÍA
COLAS DE PENITENTES EXPUESTOS
A LA RADIACIÓN CULTURAL
MARIO DOMÍNGUEZ SÁNCHEZ-PINILLA
RESUMEN
ABSTRACT
PRÉCIS
En la cultura de las sociedades
industriales avanzadas lo que
actúa no son los grandes contrastes, sino los matices; el matiz
constituye la expresión más acabada de la creciente democratización de las sociedades. Esto
puede afirmarse no sólo en el aspecto político, sino sobre todo en
materia de consumo cultural.
Utilizando como contraste empírico una encuesta del CIRES
(1994), se analizan en este artículo los matices que caracterizan
al actual consumo cultural, hasta el punto en que éste constituye un fenómeno de élites y de
masas. Sigue estableciendo un
criterio de distinción, pero gracias a la aceptación de sus valores, dicho consumo cae en el dominio público y plantea un principio de integración que permite la oportunidad psicológica de
reconocerse en los demás.
In the culture of advanced
industrial societies, what makes
an impact are not big contrasts
but different shades. Shades are
the most complete expression of
the increasing democratization
of societies. This can be seen not
only in the political aspect, but
above all in cultural consumer
material. This article uses the
survey by CIRES (1994) as an
empirical contrast on which to
study the shades that
characterise today’s cultural
consumers and to see to what
extent the latter is a
phenomenon of the elite and the
masses. A criterium of
distinction continues to be
established, but thanks to the
acceptance of its values, the
aforementioned consumerism
falls into a public domain and
raises the question about a
principle of integration that
affords a psychological
opportunity for one to identify
himself with others.
Dans la culture des sociétés
industrielles développées, ce qui
agit ce ne sont pas les grans
contrastes, mais les nuances; la
nunace suppose l`expression
plus définie de la croissante
démocratisation des sociétés.
Cela peut s`affirmer, non
seulement du point de vue
politique, mais aussi dans
l`aspect de la consommation
culturelle. Se servant comme
contraste empirique d`une
enquête du C.I.R.E.S. (1994), on
analyse dans cet article les
nuances qui caratérisent
làctuelle
consommation
culturelle, jusqu`au point auquel
celle-ci constitue un phénomène
d`elites et de masses. Elle
continue d`établir un critère de
distinction, mais grâce à
l`acceptation de ses valeurs, cette
consommation apparaît dans le
domaine publique, et introduit
un principe d`intégration qui
supposera
l`opportunité
psychologique de se reconnaître
dans les autres.
INTRODUCCIÓN
En el transcurso de los últimos años se han sucedido legados tecnológicos,
derrumbes y cénits de políticas culturales, la explosión del mercado del arte y su
consumación. El mercado de la imagen lo ha cubierto todo y ha ocupado el lugar de
los sucesos. Si, en efecto, las transformaciones habían sido demasiado convulsas y
por tanto desconcertantes, se nos da una explicación: todo parece suceder a expensas
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del proceso natural de las evoluciones y en beneficio de las apariciones repentinas.
Los hechos culturales no necesitan ser extraordinarios para saltar como prodigios y
confundirse por la celeridad de su acenso. Como las estrellas, las consultas sobre el
valor y la duración de lo que se promueve y se celebra (en pasado o en presente)
están en los astros, y lo falso y lo efímero se combinan como lo consistente y acaso lo
duradero. No hay explicaciones, no puede haberlas: prever lo que va a ocurrir es un
oficio casi de insensatos, y la explicación de lo ocurrido se encuentra todavía despegándose de un nivel igual a cero, sin metarrelatos que utilizar siguiendo una tradición teleológica. Los exégetas han huido del mapa, al igual que las vanguardias, sólo
quedan los locutores, multiplicados por aquí y por allá, aunque muchas veces no
sean portavoces sino de sí mismos, para disimular el caos. También quedan los programadores culturales, que aunque afectados por el mismo desvarío, aparecen como
una de las profesiones más legitimadas que se conozcan: una gran mayoría les reclama responsables en la promoción y ayuda a la cultura (CIRES, 1994, cuadro 9.71)
aunque luego se debata sobre las consecuencias esclavizantes/espontaneizantes de
la subvención. Debate inútil, por cuanto lo que realmente hay que cuestionarse es el
alcance de la máxima (incuestionable) de que la cultura es hoy en gran parte política
cultural, esto es, que la cultura es un encargo del Estado. Estado y espontaneidad por
desgracia nos devuelven al bucle de la improvisación y lo fraccionario.
La institucionalización del consumo.
El devenir de la cultura de nuestras sociedades se identifica con la
institucionalización del consumo, la creación a gran escala de necesidades artificiales
y la normalización y control de la vida privada. La sociedad de consumo supone
programación de lo cotidiano; manipula y cuadricula racionalmente la vida individual y social en todos sus intersticios; todo se transforma en artificio e ilusión al
servicio del beneficio capitalista y de las clases dominantes. Los sesenta se dedicaron
jubilosamente a estigmatizar el imperio de la seducción y la obsolescencia: racionalidad de la irracionalidad (Marcuse, 1987),organización totalitaria de la apariencia y
alienación generalizada (Debord, 1990) y sociedad terrorista (Lefebvre, 1980), sistema fetichista y perverso que perpetúa la dominación de clase (Baudrillard, 1975); así
ha sido interpretada, a la luz del esquema de la lucha de clases y de la dominación
burocrático-capitalista, el sistema cultural del capitalismo. Tras la ideología de la satisfacción de las necesidades se denunciaba el condicionamiento de la existencia, la
«supervivencia prolongada» (Debord) y la racionalización y extensión de la dominación.
Para sociólogos como Lazarsfeld (1979) o Merton (1970), y para filósofos como
Marcuse (1987) o Debord (1990), la cultura de evasión en la que se inscribe el fenómeno actual de la cultura, o mejor su consumo, se ha convertido en un nuevo opio del
pueblo cuya tarea es hacer olvidar la miseria y la monotonía de la vida cotidiana. En
respuesta a la alienación generalizada, se ofrece la imaginación industrial, desconcertante y recreativa. Al extender la parcelación del trabajo y la nuclearización de lo
social, la lógica tecno-burocrática engendra pasividad y descualificación profesional,
aburrimiento e irresponsabilidad, soledad y frustración crónica de los individuos. La
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cultura de los mass media avanza en ese terreno; tiene el poder de hacer olvidar la
realidad y entreabrir un campo ilimitado de proyecciones e identificaciones. Consumimos como espectáculo lo que la vida real nos niega: como sexo porque estamos
frustrados y como aventura porque nada palpitante agita nuestras existencias cotidianas; una amplia literatura sociológica y filosófica ha desarrollado esta problemática de la alienación y la compensación subsiguiente. Estimulando la pasividad, embotando las facultades de iniciativa y creación, y desalentando las actividades militantes, la cultura de masas no hace más que ampliar la esfera de la desposesión subjetiva y actuar como instrumento de integración en el sistema burocrático y capitalista.
La cultura industrial, decía Edgar Morin (1965), lleva a cabo la síntesis de lo
original y lo estándar, de lo individual y del estereotipo, conforme en el fondo a este
consumo cultural en cuanto que es una aventura sin riesgo. La cultura de masas es
una cultura de consumo, fabricada enteramente para el placer inmediato y el recreo
del espíritu; su seducción se debe en parte a la simplicidad de que hace gala. Pero
más allá de sus obvias satisfacciones psicológicas, la cultura de masas ha tenido una
función histórica determinante: reorientar las actitudes individuales y colectivas y
difundir los nuevos estándares de vida. Los análisis de Morin son esclarecedores al
respecto: la cultura de masas a partir de los años veinte y treinta de nuestro siglo ha
funcionado como agente de aceleración del debilitamiento de los valores tradicionales y rigoristas, ha disgregado las formas de comportamiento heredadas del pasado
proponiendo nuevas ideas, nuevos estilos de vida basados en la realización íntima,
la diversión, el consumo, el amor. La cultura de masas ha exaltado la vida de ocio, la
felicidad y el bienestar individuales, ha promovido una ética lúdica y consumista de
la vida. Los temas centrales de la cultura de masas han contribuido poderosamente a
la afirmación de una nueva forma de individualidad moderna, centrada en su realización privada y su bienestar. Al proponer, bajo múltiples formas, modelos de
autorrealización existencial y mitos centrados en la vida privada, la cultura de masas
ha sido un vector esencial del individualismo contemporáneo junto a la revolución
de las necesidades, o incluso anterior a ella.
Cada vez más el fenómeno de la asistencia popular en las exposiciones famosas se convierte en un reflejo de que nuestras sociedades son “sociedades de consumo”, fomentado además de manera intensa por diversas instituciones y organismos
públicos. La proliferación de acontecimientos culturales “antiguos” (Expo’92, Madrid Capital Cultural de Europa) y recientes (Xacobeo, Reconstrucción del Liceo, Inauguración de Teatro de la Ópera y del Guggenheim), así como el creciente nivel
educativo derivado del simple reemplazo generacional posiblemente influyen en esta
sensación en que la excitación medra. Nadie se acostumbraría ya a que se nos preparase un tiempo sin acontecimientos, lleno de transformaciones. El problema es que
introducir el mercado de la cultura en los circuitos del entretenimiento ha generado
una calentura terrible que tal vez refleja el padecimiento cultural de la población. Las
colas que peregrinan ante los lienzos, los récords de asistencia al cine superados año
tras año, son la manifestación de una ansiedad repetidamente decepcionada. Un
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número cada día mayor de gentes con formación universitaria o similar desean participar en los consumos culturales, pero raramente la experiencia acaba complaciendo sus demandas.
¿Un desvarío? Veamos: de una parte, en la actualidad todo cuanto decimos,
tocamos o vivimos se encuentra inmerso en el ámbito de lo político. Sólo que esta
idea se desprecia, porque hablar de política se agota en el rumor parlamentario y
electoral. A la vez todos hemos aprendido del freudianismo que el poder, el amor, el
dinero, el trabajo, forman un sistema dentro de la sexualidad; nada es política y en su
lugar todo es sexo. Pero esto econstituye la ideología de una generación cínica que ya
no cree ni en sus propias consignas. En su lugar, todo es hoy, a la vez, estética; la
cotidianidad transcurre bajo el juicio de la estética y de ahí su demanda. Todos somos
creadores y el contorno aparece diseñado, estetizado. Todos somos creadores y consumidores creativos. Tal es así que incluso comienzan, tímidamente, a satisfacerse
tales demandas con la práctica misma de las aficiones artísticas; y a mayor expectativa de consumo, mayor práctica, de forma que aparece inversamente relacionada con
la edad e directamente con el status socioeconómico y el tamaño del hábitat (CIRES,
1994, cuadros 9.0 y 9.57). Este bucle de lo simbólico, que va del consumo a la
autoproducción (inverso al de las mercancías), la expansión de la oferta y la demanda, en especial de arte, obliga a acuñar nuevos términos que tienen como referencia
la explosión atómica y sus efectos de radiación; así la “exposición cultural” se encardina
de modo diferente según nuevas sintomatologías que ya no tienen que ver con la
salud física: los más expuestos son los jóvenes, los de clase alta, los residentes metropolitanos y los que además multiplican su grado por acercamiento a los medios escritos (CIRES, 1994, cuadro 9.0).
La “exposición cultural”, como todas las demás, transmuta las vidas de sus
afectados, obliga a un seguimiento casi profesional por parte de ellos de ese bucle
oferta-demanda. Los que improvisan, perecen (esto es, viven al margen de la radiación), los que organizan su vida como un mecanismo ajustado de producción (material)- reproducción (social), o lo que es lo mismo, como un ciclo trabajo-ocio, sobreviven. Y cuanto más se ajuste a la reproducción, cuanto más ociosos, mejor expuestos:
mujeres, mayores de 50 años, alto status socioeconómico y residentes metropolitanos
(CIRES, 1994, cuadro 9.4). Pero no hay que confundirse, a pesar de esas características no dejan de ser una nueva clase media cultural para la cual ha nacido una oferta
rápida al estilo de las de platos combinados, que hace el simulacro de una nutrición
equilibrada. Para Baudrillard (1969, 1974) nunca se consume un objeto por sí mismo
o por su valor de uso, sino en razón de su valor de cambio, es decir, en razón del
prestigio, del status y del rango social que confiere. Pues, por encima de la satisfacción de las necesidades, hay que reconocer en el consumo cultural un instrumento de
la jerarquía social, y en los objetos un ámbito de producción social de diferencias y
valores clasistas.
Ante semejante problemática, lo que motiva básicamente a los consumidores
no es el valor de uso de las mercancías, sino que a lo que aspiran es al rango y a la
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diferencia social, pues los objetos no son más que exponentes de clase que funcionan
como signos de movilidad y aspiración social. Precisamente es la lógica del objetosigno la que impulsa a la renovación acelerada de los objetos y los ritos, pues el fin de
lo efímero y la innovación sistemática es reproducir la diferenciación social. Las audaces y a veces aberrantes novedades de la moda cultural tienen como función volver a crear distancias, excluir a la mayoría incapaz de asimilarlas de inmediato y
distinguir, por el contrario, a las clases privilegiadas que sepan apropiárselas. En tal
sentido, la función social de la innovación formal en materia estética es una función
de discriminación cultural. Ya que la innovación formal en materia de objetos no
tiene como fin un mundo de objetos ideal, sino un ideal social, el de las clases privilegiadas, que es el de reactualizar perpetuamente su privilegio cultural.
Lo nuevo en este consumo es ante todo un signo distintivo, un «lujo de herederos que, lejos de acabar con las disparidades sociales frente a los objetos, la cultura
de masas se dirige a todos para volvernos a poner a cada uno en su lugar. Es una de
las instituciones que mejor restituye y cimienta, so pretexto de abolir, la desigualdad
cultural y la discriminación social» (Baudrillard, 1974). Aún más, contribuye a la inercia
social por cuanto la renovación de los objetos permite compensar una ausencia de
movilidad social real. En este sentido, el consumo cultural como instrumento de distinción de clases, reproduce la segregación social y cultural y participa de las mitologías
modernas que enmascaran una igualdad inexistente. «Cuando las cosas, los signos,
las acciones son liberadas de su idea, de su concepto, de su esencia, de su valor, de su
referencia, de su origen y de su fin, entonces entran en una reproducción hasta el
infinito» (Baudrillard, 1978), formulan su simulacro. Los artefactos culturales continúan funcionando pese a que las ideas que los sostenían hace tiempo que han desaparecido, y un nuevo analfabetismo, esta vez de más alto nivel, define el panorama.
Pero si todo es estética, y todos somos representantes o electores de un mundo
estético envolvente aunque excéntrico, dónde fijar el concepto de lo hermoso y de lo
que no lo es? No existe ya un Dios (la Academia, la Vanguardia) que reconozca inequívocamente a los suyos; o para emplear otra metáfora de Baudrillard, no existe
un patrón-oro que oriente el juicio y el placer estético. En esa clase de perdición los
objetos culturales -y su consumo- acaban transmutando su naturaleza artística por la
del fetiche. Así que este consumo cultural sin más referencias, fetichizado, acaba desalentando, cuando no aturdiendo. Ya no hay valores, y por tanto, sistemas pedagógicos, maestros que impongan estudio, esfuerzos o sacrificios por realizar, no hay ni
siquiera guías competentes en los tours culturales, que proliferan como nuevas
disneylandias del arte por todo el Estado. Sólo queda el bricolaje, pero éste, que de por
sí produce un efecto de recompensa rápida es, al cabo, portador de angustia. Un
número creciente de ciudadanos que compran para sí o para sus hijos libros, discos,
CD ROM’s, quiere saber con referencias. Su necesidad se dirige a la adquisición de
un conocimiento capaz de procurarle una mayor comprensión de la totalidad, y con
ello, una mejora de la nueva calidad de vida, pero la oferta no se encuentra en disposición ordenada, ni la crítica más instructiva acaba dando abasto con su rara pertinencia.
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Los museos que se visitan, básicamente de arte1 y el tiempo que dedican a la
visita, casi todos menos de dos horas, nos hablan de lo mismo. ¿Se aprecia en ellos lo
bello?, dado ese corto periodo de tiempo, ¿se aprehende por revelación? El arte y su
mercado que transcurren por una órbita exterior, extravagante (dadas las cifras de
las subastas, la cotización de los artistas), de cuya vida daría cuenta un código apartado de las ideas reductibles a la lucidez, obligan a ser excéntricos. “Puesto que el
mundo toma un curso delirante nosotros debemos escoger respecto de él un punto
de vista delirante” (Baudrillard, 1978). Un punto funcional para desenvolvernos en
la nueva hiperrealidad dejaría de preguntarse por lo bello, una pregunta que indicaría caducidad y elitismo. Hemos dejado de saber qué es lo hermoso, qué lo detestable. La pedagogía de la estética, que también se legitima como consumo cultural, nos
ha enseñado la conmutabilidad entre lo bello y lo feo, la indiferencia entre lo estético
y lo antiestético, entre la proporción y la desarmonía. La pregunta ha perdido vigor
por la ausencia de referentes de valor. Existe, en su lugar, una suerte de metástasis
general del valor, de proliferación y de dispersión aleatoria.
Pérdida de referencias y nuevos temas de interés.
Pérdida de referencias: he aquí el nuevo malestar de la cultura: el ciclo producción-consumo asume las características del espacio fulgurante y bullicioso del
hipermercado. La irracionalidad compulsiva de los advenimientos milagrosos, la
preeminencia de lo formal sobre lo social y la seductora acción de las imágenes ha
extendido la perplejidad y la desconfianza. Parece como si la patología de novedades
de la moda se hubiera convertido en la patología cultural caracterizada por esa búsqueda de la última noticia2 (menos del 3% de los encuestados nunca ve la televisión
y los programas favoritos siguen siendo los informativos, CIRES, 1994, cuadro 9.8).
La ampliación del campo del consumo, incluyendo ahora la cultura, constituye en realidad un factor estructural esencial de las sociedades modernas. Esto quiere
decir que tal modo de consumir está condicionado por unos factores exclusivos de
esta sociedad, entre los que figura por ejemplo la forma del tiempo libre, la cual atrae
regularmente a las personas hacia los centros de las grandes ciudades. Pero además
se originan con ello necesidades completamente nuevas, de suerte que las personas
ya no consumen hoy tan sólo para reparar las fuerzas que ha gastado en el trabajo,
sino que el consumo de determinados bienes se convierte en una actividad en sí,
completamente independiente de su finalidad. La cultura ha dejado de ser un enriquecimiento para convertirse en una forma de la tecnogimnasia. Necesariamente
esforzada, de ahí que muchos no se expongan a la cultura por “falta de tiempo” e
incluso por “problemas de salud” (CIRES, 1994, cuadro 9.60). Pero contraria al pro-
1
Un 88% si sumamos Arte, Museos o exposiciones especializadas y Museos o exposiciones generales (CIRES, 1994, cuadros 9.57
y 9.58).
2
Así, la moda no es únicamente un mecanismo de transformación de la sociedad, sino también un mecanismo de cambio
de las actitudes colectivas. Ésta es probablemente la característica diferenciadora del nuevo estilo de difusión social de la
moda (König, 1972). La valoración del ser humano se efectúa en esta sociedad no solamente según su renta, sino sobre
todo según su nivel de instrucción y su aspecto externo. Con ello se inicia el moderno estilo de consumo en la sociedad de
masas.
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fundo placer de complacerse en un conocimiento productivo, y tal insatisfacción se
mide en escalas que indican el deseo de practicar actividades no lo suficientemente
realizadas. Sabemos más que nunca, eso sí, que no sabemos gran cosa eficaz, y el
innovador negocio internacional de nuestro tiempo ya no se centra sólo en el ansia
de comunicación (los programas que elegirían los entrevistados siempre son
mayoritariamente informativos) sino que vuelven a ser las escuelas. Esta vez en forma de masters, de aulas de música, de cursos de arte y literatura. Un número creciente de personas adivina que en un nuevo escalón del disfrute se emplaza su comunicación con la belleza, pero por ahora la mayor práctica del gusto libre se realiza sólo
en la autoformación que nos capacite para ese acceso.
No obstante, una nueva oleada, con afán de autenticidad y de conocimientos
más ciertos se está conformando. Frente al pensamiento débil o ligero, cuya expresión máxima serían los diarios deportivos, todavía de hombres (CIRES, 1994, cuadro
9.48) el consumidor ha manifestado su apuesta por los libros de teatro, novela o ensayo que conocen un incremento modesto, pero importante, entre1992 y 1994 (CIRES,
1994, cuadro 9.35). Y la demanda de libros de poesía, que aumenta en esos años del
24 a 30 personas sobre 1.200 es también un indicio de esperanza.
Podrá decirse que hoy todo es mercado, todo se compra y se vende, se
promociona y se ama, pero no cabe duda de que la época en la que los artefactos
culturales han emergido y sucumbido como juguetes y en donde la importancia de
todos sus cambios ha aproximado sus resultados a la fantasía, tiende a desdibujarse.
Se lee más aunque mayoritariamente se pasen páginas amarillas del corazón (hasta
un 46% de las mujeres que leen revistas; CIRES, 1994, cuadro 9.52), y de manera
convergente, el descubrimiento de lo natural, expresado en la obsesión por las cuestiones del medio ambiente y las culturas menos involucradas en el torbellino del
marketing, suponen una variación en los temas de interés.
De acuerdo con las respuestas de los entrevistados en 1994, los temas por los
que se decantan son los de cultura, música, salud, ecología y política social, y en
menor medida también los de cine y espectáculos, política autonómica, meteorología
y política nacional (CIRES, 1994, cuadro 9.54). Los temas que menos parecen interesar ahora son los de vida de artistas y personajes famosos, horóscopos y pasatiempos, y publicidad o anuncios. Por otra parte, aunque los datos responden a las respuestas expresadas por los entrevistados, surgen bastantes dudas respecto a la veracidad de los mismos, ya que en ésta como en otras cuestiones, parece como si los
entrevistados trataran de acomodarse a los standards sociales que perciben como más
legitimados, y viceversa. El análisis comparativo entre segmentos sociales nos indica, con independencia del valor absoluto de los índices, que las mujeres se interesan
más que los hombres en términos relativos por las informaciones sobre cine y espectáculos, programación de TV, cultura, horóscopos y pasatiempos, vida de artistas, publicidad y anuncios, belleza y cocina, moda, ocio, entrevistas y salud. Mientras que
los hombres parecen relativamente más interesados que ellas por todas las informaciones políticas, cultura, deporte, laboral, ecología, economía y bolsa.
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De manera general, los de 30 a 49 años están relativamente más interesados
que los otros grupos de edad por la información política, los deportes y los temas de
salud, mientras que los menores de 30 años lo están por la información de cine y
espectáculos, programación de TV, cultura, horóscopo y pasatiempos, crímenes y
sucesos, música, publicidad y anuncios, laboral, ecología, moda, ocio y economía y
bolsa; y los mayores de 50 años lo están por la meteorología, la vida de artistas, y
belleza y cocina. El interés por la mayor parte de los temas suele ser mayor cuanto
más alto es el status socioeconómico familiar, pero lo contrario parece ser cierto respecto a la meteorología, los horóscopos y pasatiempos, los crímenes y sucesos, la
vida de artistas, la publicidad y anuncios, y la belleza y cocina. Es decir, que a pesar
de esa gran combustión cultural, los criterios de distinción sobre el “buen gusto”,
que no es sino consumo cultural tal y como especificaba P. Bourdieu, aún siguen
funcionando. O sea, que todavía hay clases.
Diferenciación, no imitación.
La teoría de la distinción para Pierre Bourdieu (1991) se ejemplifica a través
del capital cultural como generador de estilos de vida diferenciados. Así, no hay que
extrañarse si las novedades encuentran siempre clientela. Ni condicionamientos de
producción, ni sometimiento de ésta a los gustos del público: «la correspondencia
casi milagrosa» que se establece entre los productos que ofrece el campo de la producción y el del consumo es el efecto de la «orquestación efectiva de dos lógicas
relativamente independientes» pero funcionalmente homólogas: por un lado, la lógica de la competencia inherente al campo de la producción; por otro, la lógica de las
luchas simbólicas y las estrategias de distinción de las clases que determinan los gustos del consumo. Tanto la oferta como la demanda están estructuradas por luchas de
competencia, relativamente autónomas pero ante todo homólogas, que hacen que
los productos encuentren en cada momento su adecuado consumo. Si los nuevos
productos elaborados en el campo de la producción se ajustan de inmediato a las
necesidades, ello no se debe a un efecto de imposición, sino «al encuentro de dos
sistemas de diferencias», a la coincidencia por una parte de la lógica de las luchas
internas en el campo de la producción, y por otra de la lógica de las luchas internas
en el campo del consumo. La cultura lista para el consumo es la resultante de esta
correspondencia entre la producción diferencial de los bienes y la producción diferencial de los gustos que halla su espacio en las luchas simbólicas entre clases.
En este sentido, Bourdieu evoca que cada uno de los universos de preferencias
que existen, al funcionar como un sistema de variaciones diferenciales, permiten expresar las diferencias sociales de forma tan completa como los sistemas más refinados. «Y porque la relación de distinción se encuentra inscrita en él y se vuelve a
activar en cada acto de consumo, mediante los instrumentos de apropiación económicos y culturales que se exigen». De ahí que la posesión de ciertos bienes culturales
atestigüe no sólo la riqueza de su propietario, sino también su buen gusto, como una
garantía de legitimidad. Pues de la misma forma que los bienes culturales están sutilmente jerarquizados, para marcar los grados de progreso iniciático, los beneficios
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de distinción están destinados a deteriorarse si el campo de producción, regido por
la dialéctica de la pretensión, no ofreciera continuamente nuevos bienes o nuevas
maneras de apropiárselos.
En lugar de un espacio social subjetivista, Bourdieu llega a construir el espacio
social en un sentido objetivo, basándose en los tres componentes de la clase social:
«capital económico», «capital cultural» y «capital social». Los agentes tienen sobre
este espacio social unos puntos de vista que dependen de la posición que en el mismo ocupan, y en los que a menudo se expresa su voluntad de transformarlo o conservarlo. El espacio social aparece pues con una estructura de relaciones objetivas
que determina la forma que pueden adoptar las interacciones y la representación que
de ellas pueden tener aquellos que se encuentran en dicho espacio. De ahí que las
posiciones sociales se presenten como unas plazas que hay que defender y conquistar, empleando estrategias para ello. Ahora bien, no es casual que la búsqueda de la
distinción no necesite presentarse y afirmarse como tal, pues una educación burguesa basta para determinar los cambios más especiales en un momento dado del tiempo. Por el contrario, la pequeña burguesía de formación reciente hace demasiado,
traicionando así su inseguridad, y se desvaloriza por la propia intención de distinción. Lo cual significa que las estrategias de pretensión están perdidas de antemano.3
Lo que esto quiere decir es que la ilusión sociológicamente fundada de la distinción
natural reposa en el poder que tienen los dominantes de imponer, con su existencia
misma, una definición de la excelencia que, al no ser otra cosa que su propia manera
de existir, está destinada a presentarse, a la vez como distintiva y natural.
Pues bien, si seguimos las indicaciones de Bourdieu, el orden social sólo conoce en sentido estricto la diferenciación y no la imitación; ésta, en el mejor de los casos,
sólo comienza a aparecer cuando el orden existente empieza a desintegrarse. Así, el
origen esencial del consumo cultural no se debe buscar en la existencia de clases
sociales en el sentido de que las clases inferiores imitan a las superiores, obligando
con ello a éstas a modificar continuamente su estilo de consumo cultural, igual que lo
hacen por ejemplo en el vestir. Tal vez lo decisivo para dicho consumo no sea necesariamente el sistema de clases sociales, sino un fenómeno más concreto, la rivalidad
en el seno de la clase dirigente. Una de las consecuencias sistemáticas de la rivalidad
existente dentro de la clase dominante de una sociedad dada es un primer desarrollo
intensivo del consumo cultural entre los representantes de las élites; este fenómeno
se produce en todas las aristocracias y en todas las estructuras sociales desde la antigüedad hasta la Edad Media, e incluso hasta el apogeo de las monarquías absolutas.
Mientras estos sistemas son estables, los estamentos inferiores tienen un comportamiento apenas afectado por dicho aspecto, se atienen a las fórmulas que en ocasiones
les han sido “conferidas” precisamente por los señores feudales, y sólo dejan de apli-
3
J. Elster (1988), plantea una crítica a Bourdieu por el carácter contradictorio de las estrategias de distinción (conductas
premeditadas para tratar de impresionar), y hace notar que hay consecuencias futuras o imprevistas que no pueden
obtenerse de una estrategia premeditada, sino como una consecuencia no querida o imprevista, esto es, como un
subproducto de otras conductas ajenas llevadas a cabo para otros propósitos independientes.
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carse cuando el patriciado urbano comienza a ocupar un nivel equivalente al de la
antigua nobleza feudal.
En el origen de este proceso se encuentra la “distinción”. Sin discutir si se trata
de un elemento innato en el ser humano, lo que nos interesa es su función social, el
hecho de que resalte las peculiaridades de determinados grupos (en términos de género, edad, estamentos, profesiones, categorías, etc.). Tal vez lo que distingue a la
actual clase dominante, la burguesía, sea la distinción, con lo cual ésta pasa a principios del siglo XIX a ocupar el mismo puesto que anteriormente había ocupado la
aristocracia cortesana. Por ello, no se imitan los contenidos del consumo cultural,
sino la distinción exclusivista de tal consumo, con ayuda de la etiqueta y el ceremonial que le es propio. Ahora bien, la tendencia a distinguirse por parte de la clase
superior burguesa se transmite a la vida en su totalidad. Todo es de primera, segunda
y tercera clase: el ferrocarril o los asientos en el teatro. No obstante la señal distintiva
no es ya el “cómo” del comportamiento, sino simplemente el “precio”, con lo cual la
riqueza, con la brutalidad que le es propia, se presenta como el estilo de vida distintivo.
El problema aparece entonces al considerar que si bien las estrategias de distinción social aclaran los fenómenos de difusión y expansión del consumo cultural,
pero no los resortes de las novedades, el culto del presente social, la legitimidad de lo
inédito. No es que dicho consumo sea ajeno a los fenómenos de rivalidad social:
desde los análisis de Veblen (1974) se sabe que el consumo de las clases altas corresponde esencialmente al principio de despilfarro ostentoso con el fin de conseguir la
consideración y la envidia de los demás. El móvil que está en la base del consumo es
la rivalidad de las personas, el amor propio que las lleva a querer compararse ventajosamente con los otros y quedar por encima de ellos. Por ejemplo, la moda, con sus
rápidas variaciones e innovaciones “inútiles” está particularmente adaptada para
intensificar el gasto ostentoso. Para Veblen, que señala que “nunca se ha dado explicación satisfactoria de las variaciones de la moda”, creía que sólo el despilfarro ostentoso permite explicar el desprecio por la utilidad práctica y la obsolescencia de las
formas, que niegan incluso la belleza. La conminación a la magnificencia tiene como
efecto la escalada de innovaciones fútiles, un incremento de superfluidades sin ninguna finalidad funcional, de manera que la consecuencia de la ley de gasto improductivo es, al mismo tiempo, la rapidez de los cambios y la fealdad del gusto del
momento. «Por lo general, la superior satisfacción que deriva del uso y contemplación de productos costosos y a los que se supone bellos es, en gran parte, una satisfacción de nuestro sentido de lo caro, que se disfraza bajo el nombre de belleza. Nuestro
mayor aprecio del artículo superior es con mucha mayor frecuencia un aprecio de su
superior carácter honorífico que una apreciación ingenua de su belleza. La exigencia
de que las cosas sean ostensiblemente caras no figura, por lo común, de modo consciente en nuestros cánones de gusto, pero, a pesar de ello, no deja de estar presente
como norma coactiva que modela en forma selectiva y sostiene nuestro sentido de lo
bello» (Veblen, 1974).
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La pregunta que habría entonces que dirigir a Veblen es entonces ¿por medio
de qué mecanismo la norma del consumo ostensible engendra las cascadas de novedades que componen el consumo cultural incluyendo la moda? Sobre este punto su
análisis es breve: la exasperación del gasto ostentoso ocasionada por las condiciones
propias de la gran ciudad, donde las clases ricas son más móviles y menos homogéneas que en las épocas anteriores. Se trata en efecto del consumo demostrativo, y ya
lo había subrayado Max Weber (1964) cuando entendía que el lujo, en la clase feudal
dirigente, no era“superfluo”, sino un medio de autoafirmación, ese ethos aristocrático de esplendidez y lleno de desprecio al trabajo.
Tal vez el mecanismo explicativo que genera esa cascada de novedades
institucionalizadas reside en que si bien la función principal de la distinción es ante
todo la “diferenciación”, hay que admitir que ésta significa también “distanciarse”:
la distancia que los distinguidos establecen entre sí mismos y los demás. Pero para
distinguirse hay que aceptar el conjunto de valores tradicionales reconocidos por el
grupo, lo cual lleva a una nueva paradoja: distinguirse e integrarse en un grupo social no se excluyen mutuamente. Quien quiera distinguirse debe hacer algo que los
demás reconozcan y acepten. En efecto, la distinción y su reconocimiento son inseparables, lo cual se puede simbolizar como una relación entre actores y espectadores.
La distinción no sólo presupone el reconocimiento, sino que trata de provocarlo; así,
para ser distinguido, es necesario hacerse notar mediante la ejecución de acciones
capaces de despertar la admiración. A veces, el que desea ser distinguido intenta
incluso provocar sistemáticamente dicha admiración entre el público. Pero el que
primero era espectador ahora quiere convertirse en actor, de modo tal que se produce un intercambio de papeles entre actores y espectadores, un cambio de perspectivas posible siempre cuando esté manifiestamente ligado a la rivalidad. Los espectadores de esa forma de rivalidad en torno al consumo cultural desempeñan un doble
papel: en primer lugar, excitan el ardor de los actores propiamente dichos, lo cual
provoca que la rivalidad llegue a un grado extremo; pero también cumplen una función más específica pues, por así decirlo, se ocupan de la observación de las reglas
del juego a fin de que sea respetado el nivel. Existe en este sentido una relación muy
estrecha entre los espectadores por un lado, y la costumbre, la convención y la etiqueta por otro. Los espectadores representan en cierto modo la opinión pública en
un grupo que, no obstante, al juzgar a los otros (actores) se liga al propio tiempo a sí
mismo, puesto que la relación entre espectador y actor puede en todo momento invertir su sentido.
En esta constante inversión sucede que cada cual ha llegado a beneficiarse de
una distinción dada, lo que significa al mismo tiempo que ya nadie se distingue. Así,
desde esta perspectiva, puede decirse que el consumo cultural en cuanto distinción
se anula constantemente a sí mismo. Al principio es signo de distinción pero gracias
a la aceptación de sus valores, aceptación sin la cual no puede existir, a consecuencia
igualmente de la rivalidad que engendra esta aceptación, del hecho de la alternancia
de roles entre actores y espectadores, deja de constituir un signo particular, y cae en
el dominio público. Al final de dicho proceso el consumo específico sobre determina- 237 -
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dos valores o moda cultural vuelve a desaparecer tan repentinamente como había
aparecido. Lo contrario de la distinción sería la uniformización, como una de las
formas más extremas de la socialización. Sin embargo, debido a su alternancia entre
cambio y persistencia, alternancia cada vez más imperativa, toda moda de consumo
cultural crea una especie de uniformización que deja suficiente margen para algunas
variaciones meramente personales sujetas asimismo a la regulación social. Distinción e integración no son pues términos opuestos, ya que tampoco la integración
obliga a la uniformidad.
La integración además se efectúa en varias etapas: para distinguirse es necesario, primero una acción o un modo de comportamiento que los otros consideran importante y distintivo o realmente útil y necesario, segundo que el signo sea reconocido por los demás, y tercero, un comportamiento ceremonial que se considera adecuado para la distinción, es decir, sometido a la regla de la respetabilidad. En realidad, distinción e integración van unidas en cada uno de estos puntos, no existe una
distinción que se mueva fuera del ámbito del reconocimiento social, e incluso sería
absurda en sí misma. A fin de cuentas una raíz esencial del consumo cultural es el
comportamiento ceremonial en general, el cual indica que para cierta actitud lo que
interesa no es el “qué” de la acción, sino sobre todo el “cómo”. El comportamiento
ceremonial no sólo ha adquirido perfiles muy delimitados para cada momento y
lugar, sino que también se ha dividido en una serie de sistemas particulares delimitados, como por ejemplo, convenciones, las denominadas “buenas costumbres”.
Podemos, en fin, concluir que el actual consumo cultural constituye así un
fenómeno de las élites y de las masas. Su lado de fenómeno de élites consiste en no
ser comprendida, pero su triunfo radica en la fuerte oposición a la multitud que segrega. Más allá de un público conmocionado, el consumo cultural pierde su sentido;
sin conmoción no hay tal consumo, éste perdería su principal razón de ser. Por esto,
su aspecto psicológico está muy vinculado al miedo a pasar inadvertido ante los
demás y se nutre no ya de la seguridad personal, por claro que parezca a veces, sino
de la duda sobre el propio valor. Más allá, pues, de su carácter banal, el consumo
cultural cumple la función de una terapia de amparo para la población. Procura auxilio socializador, acogida comunitaria, sosiego homogeneizador, tranquilidad de elecciones. Tal vez los objetos de consumo se alteran cada temporada simulando un terremoto, pero brindan secretamente la garantizada oportunidad de reconocerse en
las apariencias de los demás, mediante las ediciones equivalentes de unos y otros. Y
ello ¿para comunicarse mejor, para franquear barreras? No es seguro. Pero esto, la
comunicación, la identificación real, importa ya menos que el juego de la escena virtual donde se comercia, se desea, se analiza o se idealiza crecientemente todo.
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