Economía, metodología e ideología. Una lectura de Metafísica

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ECONOMÍA, METODOLOGÍA E IDEOLOGÍA
Una lectura de Metafísica, Moral y Ciencia de Joan Robinson
Esteban Leiva y Pastor Montoya (universidad nacional de córdoba)
UNA PERSPECTIVA HETERODOXA DE LA ECONOMÍA
I
La teoría neoclásica del equilibrio general proporciona la representación formal de un sistema
competitivo de transacciones individuales. Mediante la construcción de tal instrumento analítico, se
despliega una ficción explicativa de la tendencia espontánea de los mercados hacia un desarrollo
cada vez más eficiente que incrementa el bienestar material general. Aunque se reconoce que el
incremento de la producción de bienes y servicios puede implicar diversos arreglos de distribución,
provocar sacrificios y perjuicios evitables, en general se asume que en las potencias desarrolladas de
Occidente, y en los países que siguen sus caminos, los individuos comparten una idea de progreso y
ven en el aumento del Producto Bruto Nacional o el nivel de ingresos, indicadores confiables del
desempeño de sus economías.
Dada la hegemonía de esta constelación de ideas y nociones técnicas, debería quedar claro que la
corriente principal de la economía, con el cálculo de equilibrio, no sólo proporciona un recurso de
representación para la explicación o predicción científica sino también apuntala teóricamente un
principio de auto-interpretación social. Este principio heurístico nos dice cómo descubrir el orden o la
coherencia donde aparentemente reina la singularidad y la contingencia de las vidas cotidianas. En
este sentido modelístico, la economía no es sólo una teoría descriptiva sino también algo que se
añade a los asuntos humanos como un aspecto de la realidad que es objeto de consideración. Pese
al temprano cuidado metodológico puesto en distinguir entre una economía positiva y una economía
normativa, sus ideas y nociones principales, como ocurre con otras ciencias, se difundieron
socialmente impregnando la cultura con una carga práctica convencional que reforzó las motivaciones
de la época. La orientación al éxito individual, al beneficio empresarial y el desarrollo económico,
como la creencia en una tendencia espontánea a la eficiencia social, se transfomó en exhortaciones
dirigidas a los individuos y sus organizaciones, diciéndoles cómo pensar el aspecto económico de los
asuntos humanos, reduciendo los problemas éticos y políticos a cuestiones referidas al costo o al
incentivo de las acciones.
II
Sin embargo, la definición de la economía como ciencia moderna registra un giro en su historia
reciente. En sus versiones clásicas, generalmente se presentaba como un saber acerca de la
Riqueza y, el problema de su definición y medición, era el punto de partida común de la economía
política del siglo XIX y su metodología. Esta estrategia clásica de presentación y su foco inicial, se
conservan incluso hasta entrado el siglo XX (Alfred Marshall y Arthur Pigou). Recién a partir de Lionel
Robbins (1932), se identifica la disciplina por su posesión de una teoría pura de la elección individual.
Pero desde la tradición teórica iniciada por Stanley Jevons (1871), Carl Menger (1871) y Francis
Edgeworth (1881), hacia el giro neoclásico posterior, se tiende a perder la amplitud y sustancialidad
de la estrategia precedente: la economía se piensa como un saber centrado en problemas de
asignación de recursos escasos para fines potencialmente ilimitados.
Pero si la familiaridad alcanzada por esta presentación usual de la economía registra el impacto de
Robbins, al no considerar seriamente las alternativas teóricas competitivas que el autor consideró
frente al problema de definir la disciplina, también desdeña la necesidad de justificar esta elección.
Más que herederos de Robbins, los especialistas son cautivos del enfoque que resulta del
desplazamiento metodológico propuesto. El Ensayo sobre la naturaleza y significación de la Ciencia
Económica implicaba una concentración de la metodología en la discusión sobre el estatus
epistemológico de los postulados y, si bien este foco suscitó una temprana polémica ontológica, el
apriorismo o realismo intuitivo de Robbins, fue desplazado por algunas variantes de
convencionalismo. En este escenario, la difusión y recepción pasiva del instrumentalismo de Milton
Friedman (1953) o el operacionalismo de Paul Samuelson (1947), tiende a restar importancia a esta
problemática, y, en general, a la metodología de la economía. El economista normal no se siente
urgido a pronunciamientos filosóficos, epistemológicos o metodológicos a acerca de los postulados
fundamentales que constituyen su recurso analítico de representación.
A favor de la autoafirmación de una disciplina objetiva que se basta a sí misma tanto para el
desarrollo de sus teorías como para el de sus investigaciones empíricas; se ha sostenido la
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discontinuidad de la economía con su metodología o su epistemología, la conveniente separación de
cuestiones descriptivas o explicativas de los problemas éticos y políticos de justificación. Dada la
disposición disciplinar de estándares propios de evaluación, las diversas elaboraciones
metodológicas o las distintas interpretaciones del estatus epistemológico de los supuestos del
análisis, no añaden nada material o sustantivo a la práctica del economista. Esta posición, que deja
de lado las controversias ontológicas implicadas en el conocimiento y su método, toma distancia tanto
de la crítica interna, que conduciría al diseño de alternativas, como de una reflexión externa a la
disciplina pero que la vincula a la ética y la política.
III
En contraste con esta posición, prescindente acerca de cuestiones normativas, en las dos últimas
décadas del siglo XX, se desarrolló un replanteamiento de los cuestionamientos críticos que la teoría
microeconómica hace surgir irreprimiblemente (Mark Blaug, Lawrence Boland, Daniel Hausman,
1
Alexander Rosenberg) . Desde esta perspectiva epistemológica ortodoxa, que sigue concentrada en
la microeconomía, se ha sostenido que es en la práctica de la investigación y la enseñanza donde
debe dárseles contestación reflexiva. Central para este enfoque resulta el hecho de que la separación
estricta de la ciencia, su epistemología y su método, así como la denegación de la problemática ética
y política de los asuntos económicos, presupone distinciones absolutas o tajantes que el naufragio del
empirismo lógico ya descubrió no solo innecesarias para la práctica de la ciencia, histórica y presente,
sino también lógicamente imposibles de establecer.
A pesar del renacimiento del interés por la metodología de la economía, aún sobrevive una actitud
antifilosófica que por apegarse a la enseñanza y la investigación actual, o a la práctica profesional,
desdeña las contribuciones del pasado tanto como las procedentes de la heterodoxia. Por todos estos
caminos, la confluencia tradicional de ideas ‘modernas’ que la ciencia económica heredó y refinó de
la economía política clásica, se pone al margen o deja de lado en la práctica contemporánea de la
enseñanza y la investigación. Una tendencia contraria a la fragmentación disciplinar y la clausura de
las especialidades, se sostiene todavía, partiendo de la filosofía económica propuesta por Joan
Robinson, y, en particular de una lectura de ‘Metafísica, Moral y Ciencia’ (Filosofía económica, 1962)
en donde se aclaran sus puntos de partida epistemológicos.
UNA EXPLICACIÓN EVOLUTIVA DE LA MORALIDAD COMO IDEOLOGÍA Y DE LA ECONOMÍA
COMO SU RAZÓN TÉCNICA
I
Joan Robinson propuso un test para distinguir las proposiciones científicas, susceptibles de
significación cognitiva, de las proposiciones ideológicas, que el análisis lógico reduce al sinsentido o
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al círculo vicioso. Paradójicamente, como ejemplo de proposición ideológica mencionó la expresión
‘todos los hombres son iguales’. Dado que el principio de igualdad es capaz de recibir diversos usos,
no parece circular ni carente de sentido ante del análisis. Para constatar su carácter ideológico, es
decir, su sinsentido lógico, basta acudir al concepto matemático de igualdad cuantitativa. Desde un
punto de vista lógico-matemático, el ‘principio de igualdad’ no puede recibir ninguna especificación,
no puede reducirse a decir que los hombres tienen las mismas cualidades o facultades. Sin ninguna
especificación, sin decir de qué, la palabra ‘igualdad’ se vuelve un sonido sin significación o sólo se
refiere a sí misma: ‘cada hombre es igualmente igual’.
Pero mediante este argumento neopositivista, Robinson no se propone la eliminación de las
expresiones ideológicas o metafísicas, sino formular un criterio para reconocer aquellas expresiones
que si bien no pueden verificarse o someterse a la falsación experimental, no por ello carec en de
contenido o función:
“Expresan punto de vistas y formulan sentimientos que constituyen una
guía para la conducta. La frase ‘todos los hombres son iguales’ expresa
una protesta contra los privilegios de nacimiento… expresa un patrón de
vida privada –la injusticia de creerse superior por razón de clase o color –y
un programa de vida político –consistente en crear una sociedad donde
1
Cf. Hoover (1995).
“Una ideología se parece mucho más a un elefante que a un punto. Es algo que existe, que podemos describir
y sobre lo que podemos hablar y discutir.” (Robinson, 1962: 8). Las citas corresponden a la versión en castellano,
cotej adas con la original.
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todos tengan los mismos derechos, rehusando aceptar una situación en la
que algunos sean más iguales que otros.” (Robinson, 1962: 9)
Por otra parte, aunque el contenido de una expresión como el principio de igualdad no pueda resultar
falso, proporcionaría un yacimiento necesario donde la ciencia extrae sus hipótesis. Podemos
describir una ideología explicando la función que en ella ocupa el principio de igualdad y también
tomar conciencia del hecho de su violación bajo la realidad de una dominación totalitaria, aunque no
reciba ninguna salvedad orwelliana del tipo: “Pero algunos son más iguales que otros”.
II
Al mismo tiempo, las expresiones ideológicas o metafísicas nos orientan para darnos cuenta de qué
es lo que necesitamos saber para respaldarlas o contrastarlas. Tan importante como su función de
fuente y orientación de la investigación resulta que, en general, las normas enseñadas modulan los
sentimientos comunes sobre el modo apropiado de llevar los asuntos humanos y hacen posible la
existencia de una sociedad. Al iniciar su filosofía económica con la palabra ‘metafísica’, Robinson
diseña el marco en el que resistirá las tendencias monopólicas del pensamiento económico
neoclásico que no sólo no profundiza en su propio concepto de ‘utilidad’ sino que olvida el concepto
clásico de ‘valor’. Pero más allá de la historia lejana de las ideas económicas modernas, antes de
abordar las reglas del juego presente, el foco de su pensamiento se concentra en la revolución que
keynesiana y el análisis no sólo el concepto de ‘desarrollo’ sino también del de ‘subdesarrollo’. Pero
en la base inicial de esta filosofía económica se encuentra un análisis de las motivaciones, una
explicación socio-económica de la psicología moral que continua la tradición naturalista del
iluminismo inglés.
La moralidad responde, desde un punto de vista evolutivo, a una necesidad biológica:
“Para que las especies sobrevivan, todo animal debe poseer en primer
lugar una cierta dosis de egoísmo, una fuerte tendencia a la obtención de
alimento y a la defensa de su medio de vida, a sí como, ampliando la
noción de egoísmo del plano individual al familiar al luchar por los
intereses de su pareja y prole. Por otra parte, la vida en sociedad sería
imposible si la búsqueda del propio interés no estuviera mitigado por el
respeto a los demás.”(Robinson, 1962: 10)
En el análisis de las motivaciones individuales se dejan al descubierto dos tendencias contrarias que
el sistema ideológico de la sociedad debe regular normativamente para su existencia:
“Una sociedad de egoístas inmoderados se derrumbaría pero un individuo
completamente altruista no tardaría en morir de hambre.” (Robinson, 1962:
10).
Aunque se admita que la compasión es un sentimiento propio de la naturaleza humana, en una
situación de conflicto de intereses la compasión no resulta suficientemente disuasiva (“Yo siempre
trataré de salvarme a tus expensas” o como nosotros diríamos “Mejor que llore tu mama y no que
llore la mía”). Como los impulsos egoístas son más fuertes que sus contrarios, los derechos de los
demás deben imponerse mediante el mecanismo de la internalización de una conciencia moral
individual, una cultura de vergüenza o una de culpa. Así, la razón técnica para la internalización de
una virtud como disposición social normal, tal como la honradez, o de una norma jurídica, tal como la
que prohíbe el robo, es económica:
“Sin respeto por la propiedad hubiera sido imposible conseguirse un nivel
de vida razonable… el miedo al castigo ayuda algo, pero es un método
caro, ineficaz y susceptible de ser contrarestado. La honradez es mucho
menos costosa. Observamos, sin embargo, que es la honradez de los
demás la que necesito para mi bienestar. Si todos, excepto yo, fueran
honrados, mi posición sería privilegiada. Así, la necesidad de que cada
uno se someta al beneficio de todos da lugar a la necesidad de una
moral.”(Robinson, 1962: 11-12)
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III
Que la razón técnica de una moralidad o una ideología sea la economía de una organización
evolutiva implica que, si una situación técnica semejante se diera en el mundo animal –vida social y
propiedad individual- se encontraría una misma solución. Es decir, un código moral respaldado por
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sanciones . Pero mientras los animales crean un patrón fijo de comportamiento, la conciencia
humana puede recibir culturas muy diversas, permitir el fortalecimiento de tipos de sociedad
diferentes dotados de sus respectivos modos de vida. En primer lugar, el pensamiento económico
requiere admitir la diversidad de las sociedades modernas como manifestación de la variedad de sus
culturas. Y en segundo lugar, apreciar la plasticidad moral de la naturaleza humana.
En el enfoque de Robinson, la propensión a desarrollar una conciencia o sentido moral se presenta
como una facultad latente en el bebé, análoga a la de hablar, decodificar los sonidos y emitirlos en la
ocasión apropiada, pero uno o dos años posterior. Para valorar la relevancia de esta analogía
intuicionista entre el sentido moral y el sentido de gramaticalidad, cabe observar que está en la base
metodológica de Una teoría de la justicia (1971) de John Rawls. La observación de la especial
plasticidad de la expresión lingüística humana como una clara nota distintiva de nuestras almas
respecto de los mecanismos instintivos animales, también fue señalada por Descartes.
Pero en la perspectiva naturalista de Robinson, la moralidad, en tanto conciencia o sentido individual,
pero también como ideología socialmente establecida, tiene una base física. Se encuentra localizada
en el cerebro y, como la facultad de reconocer palabras, se pierde por lesión y, en algunos casos,
gracias a la capacidad regenerativa de sus funciones neurológicas, se puede recuperar por
reeducación. Muy poco economistas han reconocido un interés por la psicología que permitiría
fundamentar sus propuestas teóricas, junto a la preocupación de Hayek (1952) por la psicología
teórica de la percepción, el interés de Robinson por la psicología moral anuncia el interés posterior
por un acercamiento empírico psicológico a la racionalidad, sus limitaciones, frustraciones y
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expectativas.
En el foco de su naturalismo se encuentra la conciencia o el sentido moral que se instala u opera
como un mecanismo emocional elemental: un deseo de agradar o una aversión a ofender,
satisfacción o dolor por los beneficios y los prejuicios. Esta explicación socio-económica de la
moralidad individual, pese a su abstracción, no carece de potencia crítica para el presente. El
naturalismo emocional se puede poner en una postura anticlerical. Por ejemplo, Robinson aseguraba
que la religión era un método útil tanto para impulsar al individuo a hacer lo que cree que es justo,
tanto como para imponer un determinado punto de vista sobre lo que es justo, para instalar un
modelo armónico de adaptación.
IV
Con esta explicación de la moralidad que se remonta a la Teoría de los sentimientos morales de
Adam Smith, Robinson no se propone una mera vuelta a los clásicos sino cuestionar, en el presente,
la pretensión retrograda de reestablecer un ordenamiento eclesiástico de la moralidad sobre la base
de la religión o la razón. Como para un individuo que ha desarrollado un sentido adulto de lo bueno y
lo malo una moralidad convencional es algo deseable por sí mismo, éste no se desintegra
moralmente cuando pierde su fe. En particular, se critica la creencia de que evitar la ira de Dios es el
único motivo para obrar bien. Desde el punto de vista lógico y económico de Robinson, esta creencia
se revela como una tontería.
“Si no creo en Dios, esto no quiere decir que pueda conducir por la
derecha en Londres o por la izquierda en Paris, ni que los ladrones hayan
dejado de ser un estorbo para la gente honrada ni que una sociedad
infestada de ladrones no tenga que hacer grandes gastos para
mantenerlos bajo control.” (Robinson, 1962: 15)
Desde este enfoque lógico y económico de la moralidad, se puede criticar la pretensión universalista
de una razón crítica que argumenta que todo individuo debe proceder bien puesto que, en caso
contrario, los demás harían lo mismo. Esto implica una confusión entre el plano social y el individual:
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Robinson aduce evidencia etológica para ilustrar esta necesidad: ciertos pájaros que anidan en comunidades
excluyen a los que descubren construyendo su nido con ramitas robadas de otros nidos.
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Una apreciación histórica de la relación entre economía y psicología durante el siglo XX, puede encontrarse en
Lewin (1996). Lewin no hace referencia al libro de psicología teórica de Hayek (1952); por nuestra parte, en Leiva
y Montoya (2007 a y b), inscribimos esta obra en su crítica epistemológica a la teoría económica ortodoxa, y
señalamo s algunas observaciones filosóficas para la teoría social.
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es verdad que debemos creer que cumplir con nuestros deberes cívicos es una obligación pero, como
las decisiones individuales no tienen una importancia apreciable para el resultado social, no se puede
convencer al individuo mediante razonamientos. La moralidad es algo más que cálculo económico,
que racionalidad instrumental, y Robinson asume con los límites de la persuasión moral, la
imposibilidad de las justificaciones últimas.
Tampoco se consigue la justificación de una moralidad interpretándola como sentido de la evolución o
progreso, ya que podría objetarse que ninguno de estos procesos históricos precisa aliados si es que
se producirán inexorablemente. Por el contrario, si alguien sostuviera que cada uno es dueño de
seguir sus inclinaciones sólo podríamos contestarle haciendo una llamada a su sentido del deber.
Con este argumento, Robinson asume una posición no cognitivista: “los sentimientos morales no
proceden de la teología ni de la razón, constituyen una parte más de nuestro bagaje, como podría
serlo la capacidad de hablar.” (Robinson, 1962: 16).
Ante los sistemas filosóficos que intentan explicar o justificar racionalmente el contenido del código de
comportamiento que se deriva de nuestros sentimientos morales, Robinson alega su inutilidad. Para
establecer el punto, basta el ejemplo de Keynes. Como George Moore predicaba la obligación de
actuar de manera que las consecuencias produjeran causalmente la máxima probabilidad de bien,
Keynes se aplicó a la teoría de las probabilidades. Pero de esta manera, no se consigue un manual
útil para conducirse en la vida cotidiana.
V
Llegados a este punto, Robinson nos descubre la procedencia de su criterio de no significación
cognitiva de las proposiciones ideológicas o metafísicas. Braithwaite había señalado la diferencia
entre un sistema jerárquico de leyes científicas que, con la abstracción, ganan en generalidad y
fortaleza, y un sistema de fines o principios éticos en el que ocurre lo inverso: la pérdida de precisión
ascendente que culmina en la peculiar vaguedad inescrutable de la felicidad de Aristóteles o Mill, de
la bondad indefinible de Moore.
La búsqueda de un fin más amplio (B) es una consecuencia lógica de la búsqueda de un fin más
limitado (A). Todas las búsquedas de A son también búsquedas de B. Pero al ascender en una
cadena de bienes mayores, o más inclusivos, se va perdiendo precisión o contenido cognoscitivo.
Sobre esta tesis epistemológica, la filosofía económica de Robinson destaca el papel que desempeña
la educación, una formación tradicional, para dar contenido a la moralidad individual de una razón no
autosuficiente. Dado este desarrollo la enseñanza que se quiere recordar al profesional actual es:
“Cualquier sistema económico necesita una serie de normas, una ideología
que lo justifique, y también una conciencia en el individuo que le haga
esforzarse por cumplirlas.” (Robinson, 1962: 19)
Desde una perspectiva no cognitivista, una plástica moralidad individual no autosuficiente puede
asumir una variedad de sistemas éticos existentes. Aunque no hay fundamentación última de los
juicios que se orientan según un conjunto de reglas, nuestra conciencia moral alcanza para descubrir
tanto la superficialidad del relativismo como la inutilidad del objetivismo:
“Siempre creemos en un absoluto. Existen ciertos sentimientos éticos
básicos que todos compartimos: preferimos la amabilidad a la crueldad y la
armonía a la discordia, admiramos el valor y respetamos la justicia.
Tratamos como a psicópatas a los que nacen sin estos sentimientos y
consideramos patológica a la sociedad que enseña a sus miembros a no
respetarlos. No sirve de nada creer que se puede pensar o hablar sin que
se introduzcan valores éticos.” (Robinson, 1962: 19)
Desde este punto de vista, no sólo se destaca las significaciones valorativas que acompañan a la
terminología económica sino también la posibilidad de describir objetivamente los rasgos técnicos del
funcionamiento de un sistema económico. Lo que no puede hacerse es describir un sistema sin
introducir juicios de valor porque la descripción implica una comparación abierta o tácita con otros
reales o imaginarios. La diferenciación implica elección. Y ésta, juicios que provienen de prejuicios
éticos que han ido conformando nuestra visión del mundo y que están, en cierto modo, impresos en
nuestro cerebro. Pero el reconocimiento de una moralidad ineludible, no implica no intentar descubrir
lo que valoramos y por qué lo hacemos. En este punto, la filosofía de Robinson ironiza sobre la
moralidad del economista al que le atribuye la rara virtud de vencer los sentimientos contrarios al
lucro personal y justificar al ‘dios del dinero’ ante los hombres:
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“A nadie le gusta tener mala conciencia y el cinismo total es bastante raro.
Incluso los thugs robaban y mataban en honor de su diosa. Es labor de los
economistas, no el decirnos lo que debemos hacer, pero sí mostrarnos que
lo que hacemos está de acuerdo con lo buenos principios.” (Robinson,
1962: 26)
Dada esta concepción epistemológica de las relaciones entre la ética, la ideología y el pensamiento
económico, Robinson se propuso desentrañar la misteriosa manera en que propos iciones sin
contenido ni lógica puedan ejercer tales influencias sobre el pensamiento y la acción. No sólo
expresar sentimientos sino proporcionar hipótesis y racionalizar las creencias, los comportamientos,
los sistemas económicos. Al hacer esto, la ciencia económica se descubre apoyada sobre hipótesis
no contrastadas y afirmaciones incontrastables. En la confusión ideológica dominante en nuestra
sociedad, distinguir el componente ideológico de la ciencia económica es poner de manifiesto no sólo
el olvido de la tradición o la relevancia de la investigación psicológica de las motivaciones humanas
sino también las propias contradicciones e insuficiencias de un enfoque ortodoxo. Por esos caminos,
la propuesta de Robinson efectúa un primer martillazo que despliega tempranamente, en el campo de
la teoría económica, el desplome de la dicotomía hecho valor y anuncia la restitución de las
controversias metafísicas post-empiristas.
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