pecado y sentimiento de culpabilidad

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LOUIS BEIRNAERT, S.I.
PECADO Y SENTIMIENTO DE CULPABILIDAD
Sens chrétien du péché et sentiment de culpabilité, publicado en la obra "Trouble et
lumière", Mudes Carmélitaines, Desclée de Brouwer (1949) 31-41
Teólogos y psiquiatras
El tema del pecado origina grandes dificultades tanto a psiquiatras como a teólogos.
Aunque unos y otros lleguen a ponerse de acuerdo cuando se trata de apreciar la
responsabilidad de un sujeto en un caso concreto, resulta, sin embargo, que el
sentimiento de pecado es una realidad espiritual que forma parte integrante de la
conciencia cristiana y, en cuanto tal, no puede ser considerado sólo como objeto de un
diagnóstico. Este punto de vista es precisamente el que psiquiatras y psicoanalistas no
logran adoptar por razones profesionales. El sentimiento de culpabilidad, tal como lo
encuentran en su experiencia clínica, se les presenta como un obstáculo para que la
persona alcance el equilibrio psíquico y la adaptación social. De ahí que algunos de
ellos sucumban a la tentación de desacreditar la idea de pecado.
Sin llegar tan lejos como Hesnard en su Moral sin pecado (donde intenta eliminar una
ética fundada sobre una amenaza interiorizada, cuyo origen lo encuentra en la rigidez
inflexible de un super-ego familiar), muchos psicoanalistas, aunque admiten el pecado
como una libre desobediencia al llamamiento del bien o del valor -reconocidos por un
juicio racional y objetivo-, tienden a eliminar de este reconocimiento todo afecto que, a
su parecer, carga al sujeto con un peso insoportable. De este modo el pecado queda
asimilado a un error de comportamiento y se llega a una especie de moral biológica, que
regularía la conducta sin engendrar jamás la angustia de la culpabilidad. Por otra parte, a
fin de evitar la aparición de un sentimiento juzgado como nocivo para el equilibrio
afectivo, se buscará suavizar la regla moral de modo que sólo se exija a cada individuo
lo que pueda cumplir según sus posibilidades del momento: el resultado es una moral
sin sentimiento de culpabilidad.
La respuesta que esta concepción psicologizante intenta dar al problema de la angustia
no tiene en cuenta las posibilidades de la fe. El sentimiento de culpabilidad no es
exclusivamente un dato psicológico, sino también un dato de la conciencia religiosa y,
como tal, postula una solución propiamente religiosa.
Muerte sacrificial y transferencia de culpabilidad
Toda la Revelación nos muestra que entre el sentido de Dios y el sentido del pecado hay
una relación esencial. Desde el momento en que Dios se revela en la historia, el hombre
aparece en su presencia como pecador. La conciencia del pecador-que-soy ante Dios se
va ahondando en la medida del propio progreso espiritual, pues el reconocimiento del
pecado es correlativo al conocimiento de Dios. Tanto es así que el pecado no es sólo
objeto de una apreciación racional, sino un misterio comprendido y captado únicamente
en el espejo de la santidad divina.
Por otra parte, la aprehensión de la incompatibilidad entre Dios y yo como consecuencia
de un acto mío, lleva consigo un sentimiento de culpabilidad que me constituye en
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objeto de la cólera que tiende a suprimirme ante Dios. Nada más constante en el AT que
esta unión inmediata entre el pecado y la cólera, que conduce a la muerte. No creamos
que esto es algo típico de una revelación imperfecta, pues el mismo Pablo lo subraya
claramente: "por la dureza e impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera,
para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios... Tribulación y
angustia sobre toda alma humana que obre el mal..." (Rom 2, 5.9).
No hay revelación bíblica y cristiana del pecado que no sea, al mismo tiempo,
revelación de una culpabilidad que entraña la angustia ante la perspectiva de una
supresión existencial. Amenaza que atañe al sujeto existente pecador en su más
profunda intimidad y que, en la fe, es objeto de un conocimiento afectivo.
El ejemplo de Caín, que mata a su hermano porque sus obras eran aceptables a Dios,
muestra que el sentimiento de culpabilidad ante Dios puede ser causa de una
agresividad dirigida contra otro. Con todo, ahí está la existencia del arrepentimiento y
del sacrificio para mostrarnos que esta proyección de la culpabilidad no es fatal. Ambos
son posibles porque Yahvé es un Dios de misericordia que puede y quiere perdonar
siempre que el pecador reconozca su pecado en humildad. Pero la cólera no desaparece
sin más, sino que, en virtud de un proceso de transferencia -cuyo valor purificador
depende de su aceptación por la misericordia-, el pecador es sustituido por una víctima
animal. Sería necesario elaborar aquí una fenomenología del proceso sacrificial de la
Antigua Alianza para captar en él todo su valor afectivo. El psiquiatra que reconociese
ahí tan sólo el desarrollo de una dialéctica afectiva dominada por un juego puramente
determinista de unas leyes que le son familiares, se engañaría totalmente. El sacrificio
constituye una expiación religiosa, que tiende a liberar al individuo del sentimiento de
culpabilidad, porque se inserta en la relación de fe que ata al pueblo con su Dios.
Pero este intento de liberación de la culpabilidad es experimentado por el hebreo como
algo importante en el fondo. A medida que va sintiendo más profundamente su
impotencia para liberarse de la angustia, se hace ésta más acuciante a causa de la
predicación profética del "día del Señor". Sin embargo crece, al mismo tiempo, en el
fondo de su ser, la esperanza de una salvación concedida por pura misericordia: surge
ante sus ojos la imagen del Siervo de Yahvé quien, con su muerte vicaria, salvará a todo
hombre.
Ya hemos visto que el pecador puede rehusar reconocer su culpabilidad e intentar
escapar a su angustia descargando su agresividad sobre "otro", constituido -por su
inocencia- en reproche viviente. El pecado se revela así como monstruoso odio al
hermano. Pero este modo de proceder es sólo figura de otro en el cual el objeto al que se
carga el pecado es el Santo en persona: cuando el pecador rehúsa reconocerse como tal
bajo la mirada de Dios, busca dirigir su agresividad contra Dios mismo, para intentar
abolir la angustia en su misma fuente, a saber, en el otro que condena. En Jesucristo se
hace accesible el Dios que juzga y condena; y aunque el pecador no quiera reconocerse
como tal, podrá intentar liberarse de su angustia de culpabilidad transfiriendo su falta a
Cristo y desviando hacia Él el proceso del que él mismo es objeto. Queda así invertida
la situación de inferioridad absoluta en que se encontraba el pecador respecto a Dios
ahora es Dios mismo quien se entrega al pecador y muere bajo sus golpes. Donde el
pecado parece triunfar es precisamente donde se abre el camino para la liberación del
sentimiento de culpabilidad: el pecador culpable encuentra, en Dios que muere por el
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pecado, el Amor que se ofrece libremente para salvarle. El puro arrepentimiento es
posible ante el puro Amor, que invalida el régimen de la ley del temor.
Así se comprende cómo el reconocimiento del yo-pecador y la aceptación de la
culpabilidad interior son posibles para un cristiano. Ante Cristo en cruz se capta, a la
vez, la misteriosa profundidad de la falta que ha entrañado la muerte de Dios, y la
infinitud de un Amor que manifiesta su perdón aceptando esa muerte. Hay, por tanto,
una liberación propiamente religiosa del sentimiento de culpabilidad; y es ante Cristo en
cruz donde el hombre la reconoce.
Perdón y liberación
Sin los datos esenciales que acabamos de analizar estaríamos desorientados ante el
problema de la angustia del culpable, y no acertaríamos a intentar una solución que
tenga en cuenta tanto los datos cristianos como la experiencia psiquiátrica y
psicoanalítica.
La amoral sin pecado" oculta una radical ambigüedad, pues aunque intenta preconizar
una educación moral que evite la formación de un sentimiento neurótico de culpabilidad
-originado por la presión de un rígido super-ego-, resulta que, finalmente, no conduce a
eliminar la culpabilidad religiosa experimentada ante Dios en la fe. Esta culpabilidad
sólo desaparece en Cristo. Por esto debemos concluir que el equilibrio afectivo y la
supresión de la agresividad no requieren la desaparición del sentido del pecado, sino
más bien lo contrario.
El reconocimiento leal del pecado y la aceptación del sentimiento de culpabilidad son
posibles en el cristiano sin desequilibrio, pues ambos son correlativos a la fe en la
misericordia y en el amor salvadores. Por ello es comprensible que un psicoanalista,
poco atento a la situación especifica de un pecador cristiano -que no es la del mero
culpable ante la ley -, intente buscar el restablecimiento del equilibrio afectivo en una
relajación de las exigencias morales, pues si el individuo no puede llegar a cumplir la
regla, habrá que adaptar ésta a sus posibilidades. De este modo, se pasa por alto que el
pecador cristiano es liberado de su culpabilidad no por una adecuación de su conducta a
la regla, sino por el perdón de un amor infinito. Y es en la esperanza y certeza de este
perdón donde el pecador encuentra la liberación de su angustia y también la fuerza
necesaria para emprender su reforma moral. De ahí que el psicoanálisis se vería en un
callejón sin salida si pretendiese sustituir la ley por una moral puramente biológica,
pues la ley -como régimen- ha sido abolida por la llegada, en Cristo, de una relación de
amor entre Dios y el hombre. Relación que no suprime las exigencias morales, sino que
las dilata y da al hombre la fuerza para que tienda a someterse a ellas y acepte sus
propias debilidades. De ahí que la única solución integral al misterio de la culpabilidad
angustiosa del hombre es de naturaleza religiosa.
Con todo, esto no quiere decir que uno de los fines de la psiquiatría y del psicoanálisis
no sea el de hacer accesible esta solución a un sujeto que no llega a ella. No podemos
tratar el tema de si se puede, en una consideración existencial, distinguir adecuadamente
dos esencias en la culpabilidad vivida: la neurótica y la auténtica. Sin embargo, bastará
que se pueda descubrir, en el sentimiento experimentado, un aspecto en el que la
culpabilidad escape a la integración religiosa para que la cura psiquiátrica tenga su
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razón de ser. En este caso el sujeto da la impresión de vivir bajo una ley brutal de la que
ninguna opción religiosa le puede liberar. La cura tendrá por finalidad eliminar el
aspecto puramente neurótico de tal situación, de la que el individuo debe al mismo
tiempo reconocer su dimensión religiosa.
Resulta, pues, que el psicoanálisis favorece, en el plano de los determinismos, el acceso
a una liberación que escapa a este plano. Es, a la vez, preparación y figura de una
redención que lo sobrepasa. Éstos son su límite y su grandeza.
Tradujo y extractó: CARLOS MARÍA SANCHO
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