Por decir un nombre, Sara

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Por decir un nombre, Sara
Ana Delgado
Todos los días igual, cada día, uno tras otro la misma rutina, cada mañana, cada tarde, cada
noche…corriendo al trabajo, corriendo en los andenes, corriendo bajo la lluvia…mirarse al espejo
antes de salir cada mañana para descubrir de nuevo, que el maquillaje no cubre del todo las
ojeras, recogerse el pelo y dejar de mirar.
Las esperanzas se quedaron desde hace años sobre la cama cuando suena el despertador, sin
embargo aún tiene capacidad para soñar, para salir de esa realidad gris para bailar en un mundo
de globos rosas y verdes, y columpios en campos de margaritas…y besos que saben a fresas, pero
fresas de verdad, de campo.
El autobús ya no espera para romper los sueños y continúa hasta la próxima parada de un alma
rota en la rutina. Cuatro calles de más, cuesta arriba y sin paraguas, dicen que es primavera, pero
no en su corazón, no en su cartera, no en su nevera…no.
Cambiar de acera, control sin papeles, rutina, miedo, desesperanza, sueños, cristales rotos. Cada
noche, desmaquillarse, llamar por teléfono, decir las mismas mentiras, apagar la luz y volver a
empezar…cada mañana, ¡ring! Era otra noche igual y seria otro día igual, ¿porqué pensar que no
sería así, que sería diferente?, pero…una melodía flota en el aire, tal vez otra melodía.
Se encontró como cada día comiendo en esa plaza desolada, de bancos de piedra y sin árboles,
en la que en verano no se puede estar…calor, y en invierno, agua. En esa plaza desolada como su
alma marchita, cazando las últimas migajas de un tupper semivacío. Se encontró retrasándose el
momento de volver… de volver a sonreír sin querer; de volver a acortarse la falda, a guiñar ojos, a
desnudarse y a vestirse, a ser poseída y no poseer; de volver a tener miedo a contar, a decir, a
mirar, a hablar….de volver para contar billetes y soltarlos después. Se encontró sin ganas de
volver, pero tenía que volver.
Se miró los pies sin muchas esperanzas en la vida. Se miro los píes porque es lo único que pudo
mirar, lo único que podía mirar, levantar la cabeza era algo que ya había olvidado, que ya había
aprendido a olvidar, los golpes, el terror, la perdida, maestros del olvido.
Y encerrada en esa melancolía cual burbuja de cristal de repente algo pasó, algo que trastoco, sin
que se diese cuenta, su fatal destino final, el camino de baldosas amarillas se presento ante sus
ojos…y parecía un perro.
Podría ser domingo o lunes o tal vez viernes, eso a Sara, por decir un nombre, le daba igual. Cada
día su rutina era la misma, cada día la mierda que llevaba en sus espaldas era la misma. Digamos
entonces que era martes, un martes de primavera, no; de otoño, un otoño soleado, en el que aún
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no hace frío, aunque los corazones estén helados.
Aquel martes de septiembre Sara volvió a sentarse en su banco de piedra a comer, en aquella
plaza vacía que siempre pareció la mejor opción, la opción más acorde con el juego que era su
vida. Mientras se comía las escasas cosas que llevaba su tupper, mirando sus zapatos
desgastados. Se percató en un chucho, un perro sin raza, un animal del mundo que caminaba
fatigosamente con una pata dañada y un agujero en su corazón. Aquel chucho caminaba por la
vida sin esperanza, sin nada que ganar y todo que perder, sin pedir auxilio. Pero, pero lo pidió, un
lastimero aullido salió, casi ahogado de nostalgia del hocico húmedo y viejo. Sara lo miraba, no
decía nada, no hacía nada, pero lo miraba, no podía dejar de mirarlo, dejo de mirar sus zapatos
para mirar a ese perro dañado por la vida y su ahogado grito de auxilio.
Y no hizo nada, no le llamó para consolarlo, no le dio un poco de su agua, no mostro compasión,
no hizo nada y pensó: -“nadie hace nada, nadie hará nada.”
Pero se equivocó, era una soleada tarde de otoño, en la que aun no hace frío, no hace frío porque
hay aún corazones calientes que dan luz.
Sara notó los rayos de sol calientes sobre la nuca y levantó ligeramente la cabeza, al lado de ese
chucho arrastrado por la vida, arrodillada, con un vestido rojo, una joven daba un trozo de
bocadillo y algo de agua a aquel perro casi derrotado. Sus ojos brillaron de esperanza mientras
comía con avidez. La joven, con suavidad, acariciaba a aquel perro renacido y lo guiaba hacia no
se sabía bien donde, despacio muy despacio, delicadamente.
Sara salió de su errática observación y sin pensarlo se hizo notar, preguntó:
-¿Dónde lo llevas?
-Hay una clínica veterinaria aquí cerca, tienen un refugio, curaran sus heridas y tendrá la
oportunidad de tener un nuevo hogar, una nueva vida. – y la chica de rojo siguió su camino, suave,
delicado, hablando en susurros a aquel animal que era nuevo, desgastado, roto, herido, pero
cargado de esperanza y futuro.
Sara observaba, callada, ausente y a la vez más presente que nunca. ¿Sería posible la esperanza,
sería posible una salida?
Y de pronto la realidad la trajo de vuelta, un reloj en algún rincón luminoso de la ciudad daba la
hora, la hora de volver... ¿Y si no volvía? ¿Que pasaría si no volvía? ¿Habría para ella una clínica
que la diese una oportunidad? ¿Un lugar donde cuidar sus heridas y salir de la pesadilla? Alguien
que le susurrase al oído que era la hora de su nueva vida...
Tal vez sí, o tal vez no, pero ya no le quedaba nada que perder, nada, absolutamente nada. La
dignidad quedo a los pies de una cama infantil hace ya tantos años, hace ya tantos mares y
océanos, hace ya…una infancia perdida, una eternidad.
Pero sabía una cosa, una cosa sola; sola no podría. El miedo la había paralizado tanto tiempo,
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tantos golpes, tantos hombres, tantos besos, tanto…que realmente pensaba que no sería capaz de
hacer nada más, de ser nada más…sola no podría.
Los minutos pasaban, pasaban demasiado deprisa para estar sentada en el banco de piedra, sola
tratando de convertir la desolación en esperanza, tratando de coger otro autobús, uno con destino
desconocido. Llegaría tarde, y eso sabía muy bien lo que significaba, su piel lo sabía, sus rodillas
doloridas lo sabían, su alma estrujada lo sabía.
Y sin embargo, esta vez no la importaba, algo estaba pasando, el sol de esta tarde de otoño
temprano se había levantado guerrero y calentaba un corazón que había dejado de “pulsionar”.
Y ¿Quién?… La pregunta la tenia atrapada en la piedra, sabia quien no, no podría hablar con
ninguna compañera, atrapadas en la misma espiral de violencia y miedo que ella, no podría
arrastrar a ninguna por esta madriguera de la que desconocía el destino; tenían hijos, hermanas,
primas y ninguna las quería ver en su lugar, ellas no, ellas también necesitaban una chica de rojo.
Uno de ellos, los otros, los que cada noche la desnudaban sin verla, la poseían sin sentirla, la
penetraban sin amarla. Ellos no, príncipes azules con espadas blandidas en alto, lo había visto
alguna vez, y al final resulta que la rana es más fuerte que el príncipe y llegan los reproches, la
posesión de un juguete roto que al final no deja de ser una puta y nunca una mujer, ni mucho
menos una persona.
Sara levantó la vista al cielo despejado y lloró, lloró sin lagrimas porque hacía tiempo que las había
perdido de tanto usarlas, rodeó sus piernas con sus brazos pegando las rodillas a la cara,
sabiéndose perdida de nuevo, cayendo por un agujero negro, sin saber qué hacer, allí sentada,
sola… dejando pasar el tiempo.
Dejó pasar el tiempo y de pronto, de un brinco de mariposas se puso de pié, lloraba, con lágrimas,
la alegría que sentía no la sentía desde hacia tanto tiempo que no fue capaz de saber que era, y
lloraba. Se dio cuenta casi sin pensar, ya sabía quien era su chica de rojo, tanto tiempo cerca y
ahora se daba cuenta, desde lo más profundo de su desesperación.
Caminaba con paso firme, sabía dónde tenía que ir, sabía que no sería fácil, sabía que una nueva
vida ahora se abría ante ella, una en la que luchar era el camino para poder salir hacia delante,
siempre hacia delante.
Por la Gran Vía una tarde de otoño temprano, esas tardes en las que aún no hace frío porque los
corazones calientes iluminan la ciudad, caminaba una chica con paso firme, sonriente,
esperanzada, segura, preciosa, todo el mundo la miraba y su luz iluminó sus grises vidas para
siempre.
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