París: “mecenas” del flamenco finisecular

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París: “mecenas” del flamenco finisecular
Sandra ÁLVAREZ MOLINA
Universidad de París III–Sorbonne Nouvelle
En un artículo de Vida Nueva del 4 de agosto de 1898, titulado “Españolerías
cargantes” firmado por un tal B., el periodista se lamentaba y rechazaba, por molesta, la
visión tópica, corta y populachera que se tenía de España allende las fronteras: “Con el
tiempo, ¡ay! nuestro pobre país será para el extranjero pintoresco tablado de cante
flamenco e inmensa plaza de toros [...]. Se nos conocerá por el Guerrita, el Bombita
[…]. Por Chacón, Paco el de Lucena, y las Macarronas”. Por muy selecto que fuera el
triunvirato de artistas flamencos que menta, insinuaba que el flamenco y las corridas
perpetuaban el cliché de un país caracterizado por su cante, su baile, sus castañuelas y
sus guitarras, estereotipo difundido por los relatos de los viajeros extranjeros. Sus
estampas almibaradas fueron exportadas por el mundo entero, y estos aventureros
fueron vistos como los responsables de lo que Antonio Machado denominó, en 1913,
“la España de charanga y pandereta”. En la encrucijada finisecular, el flamenco se
convirtió, efectivamente, en la nueva estampa arquetípica destinada a representar a
España en el extranjero.
Son los años de la época de oro del flamenquismo, en los que, por iniciativa de
Antonio Chacón, cante y baile se convierten en espectáculo teatral. Triunfaban en
España las revistas escénicas, imperaban el cuplé y el género de las variedades. El
flamenco no sólo llegó a ser una moda nacional sino que, por su exotismo y su carácter
pintoresco, suscitó también la curiosidad de los extranjeros que llegaban a la península.
El menosprecio que sintieron varios intelectuales españoles de finales del siglo XIX
hacia este género artístico, por considerarlo bárbaro y retrógrado, no correspondía en
absoluto con el interés y el entusiasmo que despertaba en los intelectuales, músicos y
pintores franceses. Desde principios del siglo XX, los bailes andaluces conocieron un
éxito significativo en la capital francesa. Muchos artistas, hastiados por los lupanares en
los que se habían convertido la mayoría de los cafés cantantes en declive, trataban de
labrarse un porvenir en París, capital cultural por excelencia. El reconocimiento
profesional que algunos intelectuales les negaban en su país de origen, era casi unánime
en el país galo.
Conviene pues interrogarse acerca del papel que desempeñaron empresarios de
music-halls y teatros parisinos, así como artistas y coreógrafos franceses, a la hora de
promover el baile español y flamenco en París.
Tras hacer un recorrido por las salas y carteleras del París flamenco, nos
detendremos en la trayectoria de algunos artistas flamencos que tuvieron en la capital
francesa una oportunidad que no se les brindó en España.
1. París: “mecenas” del baile español
1.1. El ambiente flamenco parisino
La exposición universal de París en 1889 fue el primer evento en el que se
organizaron grandes fiestas españolas. Tuvieron lugar en el Cirque d’Hiver y en el
Sandra ÁLVAREZ MOLINA
Teatro internacional de la Exposición1 donde no faltaron representaciones de cante y
baile flamencos (Ortiz Nuevo, 1990: 330-331), como las de Juana la Macarrona que
bailó por primera vez delante del público francés. Esta insigne bailaora había
conquistado el trono de reina del baile flamenco en los cafés cantantes más célebres (el
Café Romero, El Burrero, el Café de la Marina). Fue tan rotundo su triunfo que el shah
de Persia, entusiasmado, declaró: “Esta graciosa serpiente es capaz de hacerme olvidar a
todas mis almeas de Teheran” (Pineda Novo, 1996: 23)2. Para este acontecimiento, se
trajo a doscientas bailarinas y bailaoras españolas todas ataviadas con trajes pintorescos
(largas faldas, mantones, moño y flores en el pelo). Bailaron el fandango, el tango, el
vito, la jota, o sea bailes folclóricos regionales españoles conocidos, pero también otros,
como las alegrías, ignorados por los espectadores galos. En otro escenario, cuyo
decorado representaba las afueras de una posada, se formó un cuadro muy parecido al
cuadro flamenco de un café cantante con bailaores, bailaoras, guitarristas y cantaores.
Julien Tiersot cuenta que lo que dejó atónitos a los espectadores fueron los gritos de los
jaleadores que animaban a la bailaora y el acompañamiento musical rítmico de las
palmas. Él mismo expresaba su sorpresa ante el cante insólito, extraño, que ejecutó un
cantaor: “En un momento dado, una voz se elevó por encima del chirrido de las
guitarras, clara, muy justa, algo gangosa, cantando una suerte de melopea oriental, sin
duda una de esas malagueñas que son, creo, los cantos más característicos de toda
España” (Tiersot, 1889: 72)3. Estos espectáculos tuvieron tanto éxito que en la segunda
exposición universal organizada en París en 1900 también acudieron otros grupos de
flamenco.
Ambas exposiciones resultaron provechosas ya que permitieron que muchos
músicos franceses oyeran por primera vez melodías flamencas. Sobre Debussy Falla
decía que
El conocimiento que adquirió de la música andaluza fue debido a la frecuencia con que
asistía a las sesiones de cante y baile jondo dadas en París por los cantaores, tocaores y
bailaores que de Granada y Sevilla fueron a aquella ciudad durante las dos últimas
exposiciones universales allí celebradas. (Falla, 1988: 176-177).
Aquel entusiasmo por los espectáculos participaba, en efecto, del ambiente
musical español que reinaba en la capital francesa. En estos años, muchos músicos
como Granados, Albéniz, Turina y Manuel de Falla se instalaron en París. Esta
expatriación musical respondía a una necesidad de renovar la música nacional. París era
considerado como “el hogar del arte universal […] donde se inició y se desarrolló el
renacimiento musical de España en los primeros años de este siglo” (Falla, 1988: 128).
1
La tercera sede española fue una plaza de toros con techo corredizo y reflectores eléctricos financiada
por el duque de Veragua –uno de los más importantes ganaderos de reses bravas– ubicada en el Bois de
Boulogne.
2
En junio de 1912, la artista volvió para dar un solo recital en el Olympia cobrando mil francos, viaje de
ida y vuelta pagado. Allí hizo alarde de su arte bailando soleares, tangos y alegrías acompañada por el
bailaor sevillano Rafael Ortega.
3
La malagueña: estilo flamenco de los llamados libres, es decir que no tienen medida y se cantan y tocan
ad libitum, según la voluntad de sus intérpretes. La copla es de cuatro o cinco versos octosílabos que
corrientemente se convierten en seis por repetición del primero y del tercero. Las primeras malagueñas
conocidas fueron las de Juan Breva.
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El intercambio que se produjo entre los músicos de ambos países favoreció el
enriquecimiento mutuo. La música española influyó sobremanera a los músicos
franceses como Chabrier, Debussy y Ravel seducidos sobre todo por las resonancias
andaluzas. Aunque algunos de ellos tardaron en viajar a España, como Debussy,
compusieron obras que rezumaban aires flamencos y andaluces. Es lo que confirmaba
Falla: “Claude Debussy ha escrito música española sin conocer España […]. El canto
[…] en La Puerta del Vino se presenta frecuentemente adornado con esos ornamentos
propios de las coplas andaluzas que nosotros llamamos cante jondo” (Falla, 1988: 75).
Según el compositor gaditano, el empleo de ciertos modos, cadencias, enlaces de
acordes, ritmos y giros melódicos del músico francés revelaba cierto parentesco con el
cante jondo.
1.2. Los music-halls: los cafés cantantes4 afrancesados
Fue a raíz de estas exposiciones cuando los cabarets y los music-halls abrieron
sus puertas a espectáculos de baile o danza española. El auge que conocieron en Francia
estos establecimientos dedicados a la canción fue anterior a los cafés cantantes
españoles. Ya desde los años 1860 empezaron a abrir sus puertas la Gaité Lyrique
(1868), Les Folies Bergères (1869), Bobino (1880), el Moulin Rouge (1889), el
Bataclan (1892), el Olympia (1893). En 1890 había unos 200 caf’ conc’ –abreviación de
café concert– en París (Salaün, 1990: 43). Si consultamos la cartelera de dichos
locales5, nos percatamos de que muchos, entre los cuales los más prestigiosos como Les
Folies Bergères, el Trianon, el Olympia, la Ópera cómica, el Moulin Rouge, l’ElyséeMontmartre y el Alhambra constituyen los lugares privilegiados de los espectáculos
flamencos.
En los años 1920 se produjo una verdadera avalancha de bailes y cantes
españoles en la capital francesa. Rebasaron los límites del music-hall para acceder a
otros escenarios de mucho renombre: la Sala Pleyel, la Sala Gaveau, el Teatro del
Châtelet, el Teatro de los Campos Elíseos, el Teatro Fortuny, el Teatro Fémina, el
Teatro de la Magdalena y el Teatro Marigny se contagiaban de la fiebre flamenca.
Dichos teatros representaban los centros elitistas de la vida artística y nocturna parisina.
El teatro de los Campos Elíseos, por ejemplo, era considerado como el lugar que
predecía un “gran debut” o que sellaba el apoteosis de una carrera artística. Fue Sergio
Diaghilev quien le dio este prestigio cuando representó sus famosos ballets rusos.
Pisaron sus escenarios la bailarina Pavlova (1913), Isadora Duncán (1920), Josephine
Baker y… la Argentina. Según Paul Mourousy –gran erudito y culto escritor–, fue el
“templo de las artes […] donde todos los artistas del mundo habrán venido, al menos
una vez en su vida, a rendir tributo a la maravillosa vocación de París. París crisol
4
Recordemos que la denominación de “café cantante” viene del francés “café chantant” que en los años
1850 se puso de moda en toda Europa. Eran establecimientos que despachaban bebidas a la vez que
ofrecían espectáculos musicales. Según los testimonios de la prensa nacional y regional española, las
primeras artistas que se produjeron en los cafés cantantes andaluces fueron francesas e italianas. El
Porvenir, Sevilla, 23 de julio de 1853: “Café cantante: con ese título se ha anunciado estos días por la
calle de la capital la apertura de uno, en el que varias artistas italianas y francesas animarán la reunión
entonando canciones” (Ortiz Nuevo, 1990: 78).
5
El catálogo Rondel, disponible en el departamento de Artes y espectáculos de la Biblioteca Nacional de
Francia, recoge mucha información sobre los espectáculos extranjeros que tuvieron lugar en París.
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donde todas las artes se sitúan, se encuentran, se reunen, se exaltan y se persiguen”
(Argentina, 1988: 14).
Esta enumeración de salas y locales en los que se expandía el género flamenco
atestigua su éxito en los escenarios parisinos. De hecho, si hojeamos la prensa, es de
notar que en la sección teatral todos los títulos como “Artistas españoles hacen aplaudir
en París bailes y cantes de su país”, “En el Moulin Rouge, escenas españolas y gitanas”,
“De Madrid a París”, “Las gitanas vendrán a París”, “El baile español está en voga en
París” hacían hincapié en la presencia de espectáculos con visos flamencos. La cartelera
de los teatros también hablaba por sí misma: en 1920, Amalia Molina, con el
espectáculo Goyescas, canta en el Olympia junto a otros artistas como Amparito
Medina, Raquel Meller y el Trío Gómez (famosos por su jota aragonesa); el mismo año,
Nati la Bilbainita baila un zapateado gitano en les Folies Bergères; en 1924, La
Argentinita actúa en el Alhambra (music-hall situado en el distrito 11 de París); de
enero a febrero de 1925, el Teatro de la Cigale presenta Flores y Mujeres de España,
con coreografía de José Viñas; este mismo año, se estrena el Amor Brujo de Falla en la
Ópera de París; del 9 al 15 de abril de 1926, María Albaicín inaugura su espectáculo
Gitanerías, en el Apollo Music-hall; la semana siguiente, el Ópera Music-hall presenta
varios cuadros titulados “España de la alegría”, “España romántica”, “España gitana”,
“España de los toreros”, bailados por el bailaor El Estampío (famoso por su baile El
Picaor) y la Joselito; por fin, en 1930, el Trío Gómez y Lolita Benavente triunfaban en
el Moulin Rouge. Esa retahíla de espectáculos no es más que una muestra de la
explosión de la afición flamenca parisina. A ello contribuyeron también unas cuantas
personalidades que manejaban las riendas del comercio artístico.
1.3. Empresarios y coreógrafos
Ante el abrumador éxito del flamenco fuera de su marco de origen, surgió un
enjambre de empresarios y coreógrafos que contribuyeron a fomentar las
representaciones del folclore español en general y del flamenco en particular. El ánimo
de lucro movió a varios coreógrafos extranjeros que vinieron a España en busca de
artistas para montar una compañía con gitanos o integrar partes coreográficas flamencas
en sus exhibiciones. Los más atrevidos y vanguardistas en este campo fueron los rusos.
El primero en acudir a las tierras andaluzas fue el empresario Pauloski, dueño de un
famoso teatro de Moscú, que vino a Sevilla en 1894 para contratar a las primeras
cantaoras y bailaoras de los cafés flamencos, con el objeto de introducir en su país este
género. Pero el que sacó gran provecho de este filón, fue Sergio Diaghilev quien,
acompañado de su amante y coreógrafo Leonidas Massine, vino a Sevilla en 1917.
Ambos se pasaron las noches en los cafés cantantes en busca de un bailaor que sirviera
de modelo para su próximo espectáculo El sombrero de tres picos con música de
Manuel de Falla y decorados de Pablo Picasso. Fue en el Café Novedades donde se
fijaron en un tal Félix que contrataron para que aprendiese a bailar la farruca a los
bailarines de la compañía. Se cuenta que éste se volvió loco cuando supo que no iba a
actuar el día del estreno en el teatro del Alhambra de Londres en julio de 1919. Dos
años más tarde, en 1921, el mismo Diaghilev seguía explotando la vena flamenca para
su ballet Cuadro flamenco. El elenco estaba compuesto por la bailaora María Albaicín,
la Macarrona y su compañero Ramírez, la Malena, el Estampío, el Rojas, el Tijero, las
cantaoras la Minerita y la Rubia de Jerez, y el guitarrista Manuel Martell. El
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espectáculo, un tanto surrealista y con decorados de Picasso, alcanzó un gran triunfo en
Londres donde se estrenó. Después se presentó en la Gaité Lyrique de París con igual
éxito.
Otra personalidad importante que contribuyó a lanzar a la fama a artistas
flamencos fue Armando Meckel. Empresario de estrellas consagradas, presintió el
embrujo que emanaba de la bailaora la Argentina y organizó en enero de 1926 dos
recitales en la Sala Gaveau para un público de selección. Al verla bailar, brotó
inmediatamente otro admirador, André Levinson. Ese temido crítico, poderoso
arquitecto y apóstol del movimiento general en favor del baile, dio conferencias en la
Comedia de los Campos Elíseos bajo el lema “Los viernes de la danza”. Dedicó a
España una de las veladas con la colaboración de la Argentina quien hacía
demostraciones. Meckel no tardó en sacar fruto de su éxito. Organizó sesenta conciertos
por todo el territorio francés y un primer viaje por el mundo. A su regreso, la Argentina
debutó en el Teatro Fémina de París y creó su propia compañía con Carmen Joselito,
Irene Ibáñez, Dalmau, Jorge Wague, Francisco León, Juan Martínez, Viruta, Juárez y
Maso.
Otros empresarios, como Paul Franck y el señor Derval (directores del
Olympia), Firmin Gémier (director del Teatro de los Campos Elíseos), la señora Beriza
(directora del Trianon) a menudo contrataron espectáculos españoles, participando de su
auge y de su éxito en París. Estos mecenas revelaban artistas de Madrid y de Sevilla que
triunfaban en la capital del arte. En aquella época, incluir este tipo de exhibiciones en su
programación eran intentos algo atrevidos, a veces arriesgados, desde un punto de vista
artístico. En efecto, si bien algunas representaciones eran un éxito hasta el punto de que
se decía que enriquecían el music-hall parisino (La Comaedia, 24 de enero de 1924),
otras provocaban la inquietud de algunos críticos. Francis de Miomandre escribió un
artículo, “Después de los ballets rusos, los ballets españoles”, publicado en la revista
Femina en diciembre de 1927 en el que ponía en tela de juicio la autenticidad de dichos
bailes. Establecía una diferencia entre los espectáculos representados en los teatros y los
que se veían en los demás locales. Hablaba de las exhibiciones desarraigadas, mutiladas,
miserables y abruptas de los music-halls. En éstos las bailaoras tenían que atenerse a las
normas del sistema, reduciendo su número de baile a una duración determinada, más
bien corta, que les impedía transmitir toda la pureza de su arte. Era pues, según
Miomandre, un espectáculo falsificado el que se ofrecía al público parisino incapaz de
juzgarlo correctamente por desconocer su entorno creativo. El periodista francés hacía
alarde de una lucidez poco común en críticos extranjeros al denunciar en algunos
espectáculos la trillada españolada. El envés de estas representaciones eran las danzas
teatrales de la Argentina quien, según el crítico, revelaba los misterios de los bailes
españoles. Cabe pues detenerse en las figuras más representativas que marcaron
aquellos años del flamenco parisino.
2. Las estrellas flamencas en París
Muchos bailaores y bailaoras buscaron en París una salida artística internacional,
unos por ambición profesional, otros por cuanto carecían de reconocimiento en su
propio país.
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2.1. Las más ínfimas
Algunas famosas folclóricas hicieron apariciones puntuales en los escenarios
parisinos como por ejemplo Raquel Meller, aquella embajadora del cuplé, que tanto
triunfó dentro y fuera de España. Viajó sobre todo a Estados Unidos, pero de vez en
cuando se paraba en París donde actuó en 1919, en el Olympia, y en 1925, en El Casino
y en el Palace, por lo que cobró seis mil francos mensuales. Sus rivales, La Fornarina y
Pastora Imperio, también tuvieron su hora de gloria parisina tal y como lo cuenta el
señor de Sène en un artículo publicado en La Revista de Alicante el 5 de septiembre de
1907, “Dos mujeres en España”, en el que daba fe del entusiasmo que despertaba la
venida de las dos cupletistas en la capital francesa. Gracias a sus couplets y a sus
danzas, tanto la una como la otra había conquistado a los parisinos: “A la Fornarina se
la conoce ya por la princesa linda de los bucles de oro, y a la Imperio, por la reina de las
gitanas”.
No eran las únicas en tener fama. Nati la Bilbainita, Teresina Boronat, Carmen
Salazar, María Albaicín, Emma Matelas, Lolita Mas, Amparito Medina y Lolita Osorio,
eran algunos de los nombres que circulaban en los periódicos locales y aparecían en las
carteleras teatrales pero que no eran muy conocidos en España. Es obvio que el llevar
nombre español permitía sin duda que se les contratara con mayor facilidad. A veces les
cambiaban la ortografía, adaptándola a la pronunciación francesa (Roselito por Joselito,
María Dalbaicín por Albaicín); otras veces, algunas de ellas tomaban prestado el
nombre de una famosa para poder tener más éxito. Fue el caso de una tal Macarona de
la que se habló mucho por su baile del vientre en el Elysée Montmartre en 1892. Fue en
este teatro donde la Goulue estrenó su baile de la quadrille (levantar la pierna y dejarse
caer) y en el que participaba la tal Macarona. Dudamos de que se trate de la bailaora
Juana la Macarrona.
Fueron muchas las bailaoras que acudieron a París creyéndose que el estrellato
iba a ser inmediato y asegurado. Un artículo publicado en el Mundo artístico de Madrid,
el 10 de agosto de 1909, hablaba de la admiración que se granjeaban las artistas en el
extranjero, sobre todo en París donde una constelación de bailaoras vivían y se
aclimataban para probar suerte. Sin embargo, no era oro todo lo que relucía. Muchas no
cosechaban el triunfo tan anhelado. La vida en la capital francesa no les sonreía a todas
ellas. Varios cuentos, como el de “La Españolita” publicado en Nuevo Mundo (Madrid)
el 20 de agosto de 1915, narraban las tristes aventuras y los desengaños padecidos por
las artistas que se veían obligadas a vender sus encantos para poder sobrevivir.
2.2.Las más ilustres
París se convirtió en el escenario universal de coreografías novedosas, lo que
incitó a las bailaoras más famosas a introducir allí, lejos de las miradas de los puristas,
movimientos atrevidos. En marzo de 1887, Trinidad Huertas, la Cuenca, estrenaba su
espectáculo La Feria de Sevilla en el Nuevo Circo de París. Un artículo de la revista La
Andalucía del 27 de marzo de 1887 titulado “París flamenco” cuenta cómo la bailaora
iba vestida de hombre y de corto, con chaquetilla, pantalón ceñido, botas vaqueras,
calanés, camisa con chorreras y faja de seda, o sea de torero. Así ataviada provocó a la
asamblea y a los críticos, pero creó lo que se dio por llamar los bailes tauro-flamencos.
Antonia Mercé, la Argentina (1890-1936), fue la que predominó como bailaora
internacional. Considerada como madre del baile, embajadora de la danza española o
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“diosa ibérica”, como la nombraría el escritor Paul Mourousy (La Argentina, 1988: 14),
tuvo una formación clásica llegando a ser, con tan sólo once años, la primera bailarina
de la Ópera de Madrid. Desde 1910, cuando hace una aparición fugaz en una opereta El
Amor en España representada en el Moulin Rouge y en el caf’ conc’ el Jardín de París,
hasta el final de su carrera, reinó en los escenarios parisinos. En 1914, debuta en el
teatro del Alhambra en Londres con una compañía de bailaores flamencos (Antonio de
Bilbao, Manuel Real, Faíco, Lolilla la flamenca, Maria la Bella, la Malagueñita). Al
volver a España, empieza a integrar movimientos flamencos en sus coreografías dándole
otra orientación –no académica– a su repertorio. En aquella época, pesaba un gran
desdén sobre el baile y la música que en los cafés cantantes se veía y escuchaba. El baile
de café era considerado por los intelectuales y la sociedad distinguida como cosa ínfima
y grosera. Sin embargo, la Argentina vio en él una fuerza expresiva que deseaba
penetrar y de la que quería empaparse. Renunció a actuar en la Ópera, única actividad
teatral lírica admitida como digna, y tuvo que luchar en los teatros de variedades, vistos
también como antros de perversión artística y moral, para hacerse respetar y admirar.
Frente a tanta reticencia ante lo novedoso, decidió salir de España.
La temporada de 1923-1924 fue el comienzo de su fabulosa carrera en Francia.
Debuta como solista en el Olympia. En 1926, aparece junto a André Levinson en las
conferencias ya mentadas, y muy pronto empieza sus giras por el extranjero donde se le
acoge con más entusiasmo que en España. Sus viajes son un triunfo clamoroso e
ininterrumpido. Ese mismo año, presenta Un siglo de baile español en el Trianon. En
1928, crea los Ballets españoles con los que representa El fandango del Candil, El
corazón de Sevilla, bailes y cuadros de toda España con música de Albéniz, Granados,
Turina, Esplá, Halfter y Durán. Todos sus espectáculos anuncian aforo completo. Entre
1927 y 1930 pisa, cada año, los escenarios de los mayores teatros de la capital: en junio
de 1927, el Teatro de los Campos Elíseos; de marzo a julio de 1928, la Sala Pleyel, el
Teatro de la Magdalena, el Teatro Fémina, el Teatro Real de la Moneda, y la Sala
Gaveau; de abril a julio 1929, de nuevo el Teatro de los Campos Elíseos, la Ópera
Cómica, el Teatro Marigny; en junio de 1930, la Ópera Cómica y el Teatro de los
Campos Elíseos. Se le encomiaba en toda la prensa parisina. Tanto el público como los
críticos veían en ella a una de las grandes bailarinas del mundo. Su éxito era tal que se
convirtió en modelo de emancipación femenina. Los diseñadores aprovechaban la
ocasión para utilizarla en sus anuncios: “Todos los vestidos de calle que la señora
Argentina lleva son de Jean Patou”, “Mantón de armiño blanco con adornos de armiño
beige creado para la señorita Argentina por Pieles Max” (Rondel, 1932). Como colofón,
se le condecoró, en 1930, con la legión de honor.
El auge de su carrera en Francia correspondía al declive de los cafés cantantes en
España, convertidos en antros de prostitución en los que el flamenco ya no era flamenco
sino un género falsificado, comercializado que había perdido su genuidad degenerando
en un arte de gitanos fabricados en serie. La Argentina huyó de todo lo académico. Fue
ella quien favoreció el auge del baile flamenco en los escenarios teatrales. Encarnaba la
corriente moderna del flamenco frente a la corriente tradicional de la Macarrona. Su
empeño en buscar un equilibrio entre intuición estética y conocimiento técnico permitió
que, una vez en París, explorara todas las potencialidades creadoras del flamenco
contribuyendo a su renacimiento y su renovación. Según André Levinson, la Argentina
cogió una tradición rica y expresiva y la depuró conservando lo esencial. Sin embargo,
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su éxito desencadenó toda una ofensiva de los defensores de la danza española. Para
algunos, por mucha fama que tuviese en el exterior, la Argentina seguía vinculada al
género menor de las variedades. El anhelado triunfo en Madrid tardaría diez años en
llegar –en 1934, con la tercera versión de El Amor Brujo en el Teatro Español.
Vicente Escudero es la otra imagen arquetípica del bailaor que se forjó en París.
Tras unos principios caóticos en el Café de la Marina y en Las Columnas, ambos sitos
en Bilbao, rehuye rápidamente del ambiente libidinoso de esos locales. Se instala en
París donde primero actúa, todas las noches, en el restaurante El Garrón (calle
Fontaine). Luego empieza a producirse en el Olympia, y después en la Sala Gaveau (en
1922), en el Teatro Fortuny (en 1924), en el Teatro de los Campos Elíseos (en 1926) y
en la Sala Pleyel (en 1928). En todas sus apariciones, se le tributaba muchos aplausos y
la prensa no dejaba de elogiarlo llamándole el “príncipe del baile español”. Impuso un
estilo propio, personal, que atraía a los artistas bohemios de la época. El bailaor se dejó
influir por las corrientes artísticas vanguardistas cuyo espíritu rebelde correspondía a su
concepción atrevida del baile. En un capítulo de su autobiografía, titulado “Influencias
del cubismo y del surrealismo en mis bailes”, relata cómo se interesó por la pintura
cubista y cuenta que acudía a las reuniones de los surrealistas. Así fue cómo conoció a
Picasso, a Fernand Léger, a Juan Gris, a Aragón, a André Breton, a Eluard, a Buñuel, a
Manray y a Juan Miró, los primeros testigos de sus indagaciones y creaciones artísticas.
Explica que se inspiró de esta corriente para idear sus coreografías, tratando de traducir
la misma emoción en sus bailes: “Del cubismo me interesaba […] conseguir el
equilibrio estético entre cada una de mis actitudes con una total despreocupación por
todo lo que perciben y deforman directamente los sentidos. […] La pintura surrealista
fue la que me inspiró bailar arquitectónicamente” (Escudero, 1947: 109-110).
Gracias a la Argentina y a Vicente Escudero, el público parisino vio
espectáculos de flamenco distintos. En 1925, interpretaron juntos la segunda versión de
El Amor Brujo en el Trianon. Se dijo que la Argentina era la gran depuradora de la
españolada. Algunos críticos creyeron ver en los dos algo diferente, nuevo, que no
correspondía a los típicos espectáculos españoles que tenían visos de pandereta. Así lo
comentaba un periodista de la revista Comaedia: “Vicente es un joven bailarín español
[…] que por fín nos trae algo nuevo. […] Porque los bailes que se importan aquí están
meticulosamente concebidos para lo que se cree que es el gusto del público francés” (A.
R., 1921).
A finales del siglo XIX y principios del XX, París se convirtió en una importante
escala para la ascensión de los artistas españoles en general y de los bailaores de
flamenco en particular. Para muchos de ellos, la consagración definitiva venía de fuera
de España. No se trató aquí de juzgar la genuidad o no de los espectáculos flamencos
que se representaban. Hay que reconocer que el flamenco que se producía en los
escenarios franceses era un remedo folklórico, un flamenco destilado o “descafeinado”,
como decía Félix Grande, que, no pocas veces, alimentaba el cliché de la España de
pandereta. Empero, París también fue una fuente de inspiración, un campo experimental
que permitió que algunos revolucionaran e innovaran el baile. Y por ello podemos
concluir que, en su día, fue la meca del arte flamenco.
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