CAPITULO I La América anglosajona hacia el 1815

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Texto. La América anglosajona de 1815 a nuestros días
Autor. Claude Fohlen
CAPITULO I
La América anglosajona hacia el 1815
En oposición a la actual América del Norte, enteramente anglosajona*, la de 1815, no colonizada
todavía, estaba repartida entre tres potencias europeas: España, Rusia y Gran Bretaña, y una
joven nación recientemente independizada, los Estados Unidos. Francia, otro competidor, acababa
de desaparecer.
1. Visión panorámica de la América anglosajona
La guerra de 1812-1814 entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, llamada segunda guerra de la
independencia, no modificó en absoluto el mapa político de América del Norte. El único cambio
importante se había producido ya: la cesión por Francia, en 1803, de Luisiana al gobierno de los
Estados Unidos, mediante el irrisorio precio de 12 millones de dólares. De esta forma, los límites
de la Unión avanzaban hasta los confines occidentales de la cuenca del Mississipi y se abrían
paso entre las posesiones inglesas y rusas al Norte, y española, al Sur.
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El Imperio español estaba aún ampliamente representado, al norte de Río Grande, por Texas,
Nuevo Méjico y California, hasta más allá del paralelo 40, y, en el Sudeste, por Florida, conservada
hasta 1819. El interés de España por estas tierras aumentó incluso desde los últimos años del
siglo XVIII, lo cual se puso de manifiesto por la creación de nuevas misiones, obra de franciscanos
educados en el Colegio de San Fernando, en Méjico. Veintiuna de ellas se establecieron entre
1769 y 1823, y, entre ellas, las más famosas fueron las de San Carlos (Carmelo), San Francisco,
San Fernando y Santa Bárbara. Estas misiones eran, al mismo tiempo, seminarios y escuelas de
aplicación que enseñaban a los indios los rudimentos de la civilización europea, en particular, las
técnicas de la agricultura, completamente desconocidas por los indios yumas, que poblaban
California. En el apogeo de su poderío, hacia 1820, comprendían unas 20000 personas, que
constituían otros tantos centros de colonización en un país apenas conocido.
La presencia rusa se hallaba íntimamente mezclada con la de España. Tras los descubrimientos de
Behring, el comercio de pieles condujo a los rusos a Alaska a mediados del siglo XVIII, poblada, a la
sazón, por algunos millares de indios, esquimales y aleutianos. Desde 1790, la obra de colonización
se había desarrollado bajo el impulso de Baranov, director de la compañía rusoamericana fundada
en San Petersburgo, que había conseguido el monopolio del comercio con Alaska, En 1804 había
fundado un centro comercial en Sitka, que se convertiría de hecho en la capital. Desde entonces, los
rusos habían buscado la forma de extender su influencia, para lo cual crearon, entre otros, al norte
de la bahía de San Francisco, en plena California, la avanzadilla de Fort Ross. En 1815, la América
rusa se hallaba en plena prosperidad. Hicieron su aparición algunas industrias, como las tenerías o
los astilleros. La Iglesia ortodoxa emprendió una obra de conversión en el seno de los aleutianos,
mientras que la Iglesia luterana finlandesa siguió a sus compatriotas en el círculo de Baranov.
Entre Alaska y California se hallaba Oregón, territorio disputado por rusos, españoles, ingleses y,
más tarde, americanos. Por la Convención de Nootka (1790), España había cedido la mayor parte de
sus derechos a Inglaterra. Pero los rusos y americanos mostraban una y otra vez su interés por esta
región. En 1804-1806, Jefferson confió a Lewis y Clark la misión oficial de explorar, a través de la
antigua Luisiana francesa, la vía que llevaba al Pacífico. Poco después, hacia 1811, los exploradores
al servicio de John Jacob Astor y de la American Fur Company fundaron, en la desembocadura del
Snake River, el puesto avanzado de Astoria, con lo cual establecieron las pretensiones americanas
sobre las costas del Pacífico. La presencia inglesa, la proximidad rusa y la penetración americana
explican la confusión que reinaba en 1815, y tanto más cuanto que, en el transcurso de la guerra de
1812, los americanos sustituyeron a los ingleses. Por una convención firmada en 1818, el territorio
de Oregón quedaba sometido a la doble soberanía de los Estados Unidos y de Inglaterra. Para
indemnizar a España y a Rusia, los Estados Unidos firmaron con la primera el tratado de AdamsOnís, que, desde 1819, consagraría la frontera septentrional del imperio hispánico a lo largo del
paralelo 42. Respecto a la segunda, los ingleses y americanos llevaron a cabo conversaciones por
separado, que condujeron, en 1824 y 1825, a delimitar una frontera con Alaska, a lo largo de una
línea correspondiente a los 54° 40'. También habían logrado infiltrarse entre las zonas de influencia
americana y rusa, donde mantuvieron su condominio hasta 1846.
Además de Florida, la parte oriental del continente norteamericano era ya completamente
anglosajona, repartida entre la dominación inglesa, al Norte, y la república americana, al sur de
una línea fijada por el Tratado de Versalles y confirmada en 1814. Quedaba por delimitar la
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frontera de los territorios que quedaban más allá de los Grandes Lagos, lo cual sería objeto de
comisiones previstas en el Tratado de Gante.
El conjunto británico comprendía dos partes netamente separadas. AI Nordeste, las ya antiguas
posesiones de Nueva Escocia, Nueva Brunswick, la isla del Príncipe Eduardo y las islas vecinas,
pobladas por ingleses desde finales del siglo XVI y que durante largo tiempo se hallaban a la
vanguardia de la colonización inglesa en las costas de América, así como la isla de Terranova,
cedida, con Acadia, en 1713-1714. Desde 1784, los Estados ribereños del San Lorenzo poseían
una constitución, copiada de la de la madre patria: un gobernador representaba allí al soberano
inglés y ejercía el poder junto con el consejo elegido por los colonos.
El Canadá propiamente dicho comprendía las dos provincias del Alto y del Bajo Canadá, situadas
entre Nueva Inglaterra y los Grandes Lagos, con límites inciertos aún hacia el Norte y el Este.
Organizado al principio por el Acta de Quebec de 1774 y reorganizado después por la
“Constitución” de 1791, Canadá era una colonia de la Corona, escindida en dos unidades,
prácticamente impermeables la una a la otra: los canadienses franceses, el elemento ampliamente
mayoritario en el Bajo Canadá, y los anglosajones, herederos, en su mayor parte, de los realistas
de las trece colonias, de evidente predominio en el Alto Canadá.
El inmenso territorio del oeste canadiense escapaba entonces a la administración inglesa. En su
mayor parte quedaba bajo el dominio de la Compañía de la Bahía de Hudson, cuyos estatutos
fueron confirmados por un Decreto real de 1670. La Compañía estableció puestos a lo largo de las
grandes rutas de las pieles, en las futuras provincias de Ontario y Manitoba, así como en los
futuros estados de Wisconsin, Minnesota y Dakota, en los Estados Unidos. Además de su obra de
colonización, encauzaba el comercio con los indios. Desde 1811 tropezó con las ambiciones de una
compañía rival: la del Noroeste. Para suplantarla, intentó reorganizarse y favoreció los intereses de
Lord Selkirk, encaminados a instalar, a orillas del Red River, una colonia escocesa: la de Assiniboia,
cuyos primeros representantes llegaron en 1811. Era el principio de una colonización sistemática de
la pradera. Después de unos difíciles comienzos y algunos choques armados con la Compañía del
Noroeste, triunfaron los colonos. En 1821, la fusión de ambas compañías abrió una era de paz y
prosperidad que duró hasta la supresión, en 1869, de la Compañía de la Bahía. Durante este tiempo
fue creándose una nueva nación, la de los mestizos, producto del cruce de los indios con los
canadienses franceses, interesados en el comercio de pieles, y con los británicos.
Al sur de los Grandes Lagos y del San Lorenzo se extendió, desde 1783, la joven República
americana, situada entre la Florida española, la costa atlántica y el Mississipi. Las trece colonias
eran ya dieciocho Estados, por la incorporación de Vermont en 1791; de Kentucky, en 1792; de
Tennessee, en 1796; de Ohio, en 1803, y de Luisiana, formada con parte del territorio del mismo
nombre, en 1812. El límite occidental seguía, pues, buena parte del Ohio; luego, sobre una parte
de su curso, el Mississipi, rebasado ya al oeste de Nueva Orleáns. Aún quedaba, sin embargo, un
vacío entre el río y Georgia, la cual había hecho valer sus derechos sobre estos territorios, vacío
que se llenó con la admisión de Mississipi y de Alabama, en 1817 y 1819, respectivamente. Entre
tanto proseguía el avance hacia el Norte: Indiana e Illinois fueron promovidos al rango de Estados
en 1816 y 1818. Así, la República americana siguió progresando regularmente hacia el Oeste, y la
fecha de 1815 no tiene sentido alguno en este dominio.
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Más allá se abría el inmenso territorio de Luisiana, poco conocido aún y de límites imprecisos, ya
que Francia lo había cedido con “la misma extensión que tenía en los tiempos de España y que
tuvo bajo el dominio francés”, según especificaban, literalmente los términos de la cesión. Hubo
que celebrar conversaciones con España para fijar sus fronteras por la parte de Florida y de
Méjico, y con Inglaterra (Convención de 1818), para delimitar, a lo largo del paralelo 49, las esferas
de influencia británica y americana, entre el Lago de los Bosques y las Montañas Rocosas.
La antigua Luisiana se convirtió, en su mayor parte, en territorio de la Unión, el de Missouri, antes
de dividirse, en 1819, en Missouri, al Norte, y Arkansas, al Sur. Luisiana era por excelencia el
dominio de las tribus indias, ya de las que habían emigrado más allá del Mississipi para asegurar
su tranquilidad, como los delawares, los kicapoos y una parte de los cheroqueses, ya de las que
siempre habían vivido allí, como las numerosas tribus sioux, dakotas, las osages del Missouri y del
Arkansas, y los arapajoes, entre el Platte y el Arkansas. La principal riqueza de estas tribus y su
ocupación esencial era la cría del bisonte, característica de las grandes llanuras en estos
principios del siglo XIX.
El bisonte proveía a los indios de alimentos, armas, vestidos y pieles para sus tiendas. Asimismo,
formaba parte del folklore y del universo religioso. Las inmensas manadas de bisontes habían
escapado aún prácticamente a la acción destructora del hombre blanco, y estos animales
animaban a millares las tierras poco habitadas del Oeste, antes de desaparecer casi por completo
ante los ataques de los colonos.
La antigua Luisiana empezó a verse surcada por rutas que conducían a las Montañas Rocosas y
al Pacífico, ruta que sigue la dirección Este-Oeste sobre el eje del Mississipi, desde la toma de
posesión por parte de los americanos. Numerosas trails partían de San Luis, cabeza de puente
fundada por los franceses en el Mississipi en 1764. El más septentrional, seguido ya por Lewis y
Clark, llegaba a Oregón por el valle superior del Mississipi o del Yellowstone. El del centro, el
futuro Oregon Trail, Llegaba a Fort Laramie, al pie de las Montañas Rocosas, por el valle del Platte
y que se convertiría en el gran itinerario hacia el Noroeste-Oeste. Finalmente hacia el Sur, Zabulon
Pike había descubierto, durante una exploración en 1807, un paso hacia Nuevo Méjico, aún
español, y que sería, desde 1827, el Santa Fe Trail. Gracias a su situación, San Luis había llegado
a ser el principal mercado del Oeste y uno de los más importantes centros de comercio de pieles
que afluían por los trails.
Se había derrumbado la barrera que se oponía a la expansión americana hacia el Oeste, y en
1815 se abría a la colonización un inmenso continente.
2. El Canadá británico
Con una población de unos 600000 habitantes, según los mejores cálculos, el Canadá británico
representaba aún muy poco en comparación con su vecino americano. Sus dos provincias se
oponían en todos los aspectos.
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El Alto Canadá contaba sólo con 80000 habitantes. En torno a un núcleo de realistas vinieron a
agruparse en el Oeste, escoceses emigrados de los Estados Unidos y también, directamente, de
las Tierras Altas (Highlands), alemanes y canadienses franceses, en el Este. La gran inmigración
no había comenzado aún y habrá que esperar hasta 1830 para que se incremente la oleada de los
recién llegados. La capital, York (futuro Toronto), ardió durante la guerra de 1812; a la sazón era
una ciudad muy pequeña, bien situada sobre los Grandes Lagos.
La provincia se desenvolvía en medio de grandes dificultades. En primer lugar, la cuestión de las
tierras. La ley había previsto para cada colono una superficie de 200 arapendes, mediante un
pequeño canon. Pero el gobierno era demasiado débil para impedir que el monopolio no redundara
en beneficio de ciertos intereses y las iglesias protestantes habían llegado a ocupar un lugar
importante. Según el informe de lord Durham, en 1840 menos del 10 % de las tierras asignadas
había sido efectivamente ocupado por los colonos, y la proporción realmente cultivada era aún
menor. En segundo lugar, se planteaban problemas religiosos. En efecto, la Iglesia anglicana, que
había ocupado ya desde el principio una posición oficial y desempeñado un papel esencial en la vida
social y política, empezó a sufrir la competencia de los presbiterianos escoceses, de los metodistas
americanos y, aunque en menor grado, de los católicos. Las distintas sectas se disputaban las
reservas eclesiásticas, extraídas del dominio público e indispensables para las obras de enseñanza y
caridad, que sólo ellas podían asumir. En tercer lugar, las actividades económicas habían
determinado la aparición de una línea que separaba a los colonos de los negociantes enriquecidos
por el comercio de pieles y el tráfico con los indios. Estos advenedizos formaban ya un grupo
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privilegiado, apoyado por las profesiones liberales y llamado, más tarde, Family Compact. Habían
conseguido introducirse en la Cámara Alta, llamada Consejo legislativo, y, desde ella, dominar la
Administración y distribuir tierras y cargos1. La oposición se manifestaba, sobre todo, en la Cámara
Baja, llamada Asamblea y elegida por un sufragio restringido, en el que sólo podían intervenir los
británicos. Así aparecieron dos partidos, el de los Nantis, conservadores, y sus oponentes, o
partido de la reforma.
Aunque la organización política fuese la misma en el Bajo Canadá, la vida social y religiosa discurría
por cauces distintos. Con sus 500000 habitantes en números redondos, estaba profundamente
marcada por sus antecedentes franceses y una vida rural sólidamente establecida. La unidad era el
señorío, introducido en el siglo XVII sobre el modelo francés y mantenido por los ingleses. Los
señores, en su gran mayoría, si no en su totalidad, canadienses franceses, sentíanse tanto más
aferrados a sus derechos y prerrogativas, cuanto que veían amenazado aquel régimen. En 1800, los
señoríos jesuitas se habían unido ya a la Corona, y al año siguiente, una comisión recomendó que
fuese abolido el sistema. La baja de los precios y de las rentas desde 1812 agudizó aún más la
intransigencia de los señores, que arrendaron menos tierras para hacer subir su valor cuando el
aumento de población hizo más urgentes las distribuciones. Asimismo pusieron de nuevo en vigor
derechos caídos en desuso. De este modo se abrió un abismo entre la población rural y los
propietarios de la tierra. La industria maderera, principal riqueza de la provincia de Quebec, entró en
competencia cada vez mayor con el comercio de pieles, ya que la producción de trigo tendió a bajar
desde 1815. Los señores, desde luego, sacaron algún provecho de este comercio, aunque no tanto
como los ciudadanos de Montreal o Quebec. Junto a estos negociantes se desarrolló una clase de
hombres de leyes, abogados y notarios, entre los cuales se reclutaron los jefes políticos, como LouisJoseph Papineau, elegido Presidente de la Cámara Baja en 1815. Tales hombres dirigieron la
oposición contra el gobernador, pero en el Consejo fueron paulatinamente eliminados, así como en
la Asamblea y en el país, gracias a una prensa combativa particularmente representada por el diario
Le Canadien, que apareció en 1806.
Evidentemente, el clero católico desempeñaba un papel primordial junto a la Iglesia anglicana,
oficialmente establecida. El centro impulsor de la misma era el viejo seminario de Quebec, fundado
por Monseñor de Montmorency-Laval. Procurando ante todo conservar sus privilegios, sus
riquezas y su influjo sobre la población rural, la Iglesia católica buscó su camino entre la fidelidad a
la Gran Bretaña, a la que debía todo, y el apoyo de las reivindicaciones políticas de los
canadienses franceses. En 1815 no se puede hablar todavía de “nacionalismo” en el Bajo Canadá:
el descontento empieza sólo a abrirse paso, pero los años siguientes serán decisivos para la
“nación canadiense”. A este respecto, la reciente elección de Papineau adquirió valor de símbolo.
3. Los Estados Unidos
El mejor cuadro de esta república después del Tratado de Gante es el que trazó Henry Adams, en
1889, en su Historia de los Estados Unidos durante la Administración de Jefferson y Madison. Ha
llegado a ser tan clásico, que es obligado siempre remitirse a él2.
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Entre el censo de 1810 (el tercero en fecha), que señalaba 7240000 habitantes, y el de 1820 que
arrojaba 9634000, se puede, razonablemente, estimar en 8000000 por lo menos la población
americana en 1815, distribuida entre cuatro grupos de Estados, diferentes entre sí:
a) Los cinco Estados de Nueva Inglaterra (Connecticut, Massachusetts, Rhode Island, Nueva
Hampshire y Vermont), con 1665000 habitantes en 1820, profundamente marcados por la
influencia puritana y una actividad económica equilibrada, a base del comercio de trueque, las
actividades portuarias (pesca del bacalao y de la ballena, construcciones navales) y la función
comercial distintiva de Boston, uno de los principales depósitos de la costa.
b) Los tres Estados del Centro (Nueva York, Nueva Jersey y Pensilvania, con 2696000 habitantes
en 1820) de gran tradición agrícola, de lo cual dan testimonio las culturas muy evolucionadas del
condado de Lancaster (Pensilvania), habitado por anabaptistas de origen germánico. Pero la
función comercial iba afirmándose ya en ciudades como Nueva York y, sobre todo, Filadelfia, la
antigua capital política y la verdadera capital intelectual -con su American Philosophical Society,
fundada por Franklin- y financiera, gracias a sus bancos de Chestnut Street.
c) Los seis Estados del Sur (Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur,
Georgia) a los cuales habrá que añadir, en lo sucesivo, Luisiana. Antaño países del tabaco y del
arroz, estaban a punto de convertirse en “el reino del algodón” desde que, en 1793, Eli Whitney
inventó la desgranadora. El retorno de la paz en 1815 y la expansión, en Europa y en los Estados
Unidos, del maquinismo británico, vinieron a agravar una economía que se desarrollaba ya con
dificultades. El Sur, era, con gran diferencia, el conjunto más poblado, con más de 3500000
habitantes en 1820, de los cuales, casi la mitad eran esclavos que trabajaban en las plantaciones.
Las grandes ciudades eran raras aquí, aparte los puertos de Charleston y Nueva Orleáns. Una
sociedad aristocrática detentaba el poder, del cual había eliminado a los “pobres blancos”, y
dominaba el gobierno federal: Madison fue el cuarto presidente originario de Virginia.
d) Los tres Estados del Oeste (Ohio, Tennessee, Kentucky) formaban grupo aparte, recientemente
incorporados a la Unión, estaban relativamente poco poblados y no contaban aún con una tradición,
de la que se enorgullecían otros Estados. Su crecimiento demográfico era el más rápido: 370000
habitantes en 1810, 1567000 en 1820. Pero no existía ninguna ciudad digna de este nombre.
En aquella inmensa extensión donde 2500 km. separaban Boston de Nueva Orleáns y 1600 km.
Nueva York de las orillas del Mississipi, las relaciones eran aún lentas. En 1817 había sólo 80000
km. de carreteras, lo cual, pese a todo, constituía un gran progreso. De Washington a Nueva
Orleáns, el correo oficial tardaba 24 días. La navegación a vapor dio un impulso definitivo a las
relaciones por vías navegables y reveló toda la importancia del Mississipi que por esta época era la
única desembocadura del Oeste.
Tendió a esfumarse el carácter puritano, que había impreso fuertemente su sello en las colonias
durante los siglos XVII y XVIII. Los Estados Unidos eran por excelencia un país de diversidad
religiosa. Presbiterianos y mennonitas convivían junto con otras múltiples sectas. Los más activos
a la sazón eran los congregacionalistas, que se hallaban a punto de renovar su teología en Nueva
Inglaterra, y los metodistas, empeñados, desde hacía muchas décadas, en una empresa de
proselitismo. No menor era el interés por las cuestiones religiosas, como lo demuestra la
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enseñanza y el prestigio de los colegios: Harvard (unitario), en Massachussets; Yale (congregacionalista), en Connecticut; Columbia, en Nueva York, y Princeton, en Nueva Jersey. Al sur del
Delaware eran muy raros los establecimientos de enseñanza, ya que los plantadores no se sentían
interesados por las discusiones religiosas ni por los problemas intelectuales.
Estos colegios eran también los que animaban la vida literaria, poco desarrollada aún. En este
sentido, Harvard ocupaba un lugar importante, aún cuando fuese sólo por el prestigio de sus
profesores, entre los cuales figuraban John Quincy Adams, profesor de Retórica; Edward Everett,
de griego, y George Ticknor, de literatura. Circulaban numerosas revistas literarias, al menos en
los Estados del Norte: la primera en aparecer fue Portfolio, de Dennie, y luego, desde 1315, North
American Review. Se publican también algunas obras literarias originales que, según Henry
Adams, se distinguen menos por su belleza artística que por su inteligencia y sentido común.
Washington Irving inició su carrera menos como escritor que como periodista en el Morning
Chronicle, de Adam Burr.
La guerra de 1812-1814 no modificó, aparentemente, la vida americana, y el Tratado de Gante
restableció, pura y simplemente, el statu quo. En verdad se consumó la ruptura con Europa, y en
este sentido tiene un significado real la expresión “segunda guerra de independencia”. Hasta 1812,
Estados Unidos habían ido a remolque de Europa, lo cual los había empeñado, contra sus deseos,
en las guerras revolucionarias e imperiales y había desencadenado turbulencias políticas en el
interior. No sólo se tambaleó el sistema de partidos políticos, al hallarse en trance de desaparición
los federalistas favorables a Inglaterra, sino que se intensificó la decadencia en el dominio de las
relaciones exteriores. En adelante, los Estados Unidos siguieron un camino solitario o, más
exactamente, americano, según el consejo de Washington en su mensaje de despedida. De una
manera más general, elaboróse un carácter americano. “En la medida en que la política puede
aportar una prueba, el carácter nacional se había separado ya de cualquier otro tipo extranjero...
Políticamente, el americano era un nuevo tipo de hombre” 3. En 1815 se iniciaba un nuevo episodio
en la historia americana.
Notas Del Capitulo I
1. GRAIG (G. M.), Upper Canada, cap. VI.
2. ADAMS (H.), The formative years.
3. ADAMS (H.), The formative years, pag. 1020.
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CAPITULO II
La democracia en marcha (1815-1848)
Aparte la Guerra de Secesión y la formación del Dominio del Canadá en 1867, no se observa
división natural alguna en la historia de América del Norte durante el siglo XIX. Para sus
habitantes, ya desde 1815 los Estados Unidos y el Canadá se habían “americanizado”, hasta el
punto de que no sólo escapaban a las tradicionales líneas europeas, sino que hasta la naturaleza
de su evolución era diferente. El papel del gobierno era limitado, si es que en realidad
desempeñaba alguno. En los Estados Unidos, la autoridad la asumía cada Estado, y no el Estado
federal, cuyos medios eran muy limitados. Un presidente como Jackson pudo desempeñar un
papel de primera magnitud gracias a su poderosa personalidad, aunque la mayoría de los
presidentes se hallaban desprovistos de medios de acción y, sobre todo, carecían de una
administración propiamente dicha, como demostró Tocqueville. De la misma forma, en Canadá, los
imperativos de la vida económica y social condujeron a preocupaciones meramente políticas.
Durante esta primera mitad del siglo, la democracia progresó de un modo sensible en todas
partes. Los virginianos, que habían monopolizado el poder en los Estados Unidos desde el
principio, fueron sustituidos por nuevas clases, del mismo modo que, en el Canadá, el poderío
omnímodo del Family Compact quedó batido en toda línea. Pero también son características la
ruptura diplomática con Europa, el desarrollo económico y la expansión hacia el Oeste.
1. Progresos de la democracia
En 1815, tanto en el Canadá como en los Estados Unidos participaba en el poder sólo una minoría
cualificada por su riqueza o por su cuna. En la década siguiente parece quedar suspendida toda
lucha política: es el período al que los historiadores americanos han dado el nombre de Era de los
buenos sentimientos. Desaparecido el partido federalista, el republicano, solo en adelante, no tenía
ya razón de ser. En 1821, Monroe fue reelegido presidente por unanimidad, exceptuando un voto.
¿A qué se debió la desaparición de los partidos en los Estados Unidos? Los trabajos de Livermore
y Dangerfield2 demuestran que el desarrollo mismo del país hizo desaparecer las principales
causas de oposición: sentimental adhesión a Inglaterra, desarrollo del poder federal en detrimento
del de los Estados, hostilidad hacia un Banco Central, apego a determinadas tradiciones
aristocráticas. Según Livermore, los republicanos adoptaron esencialmente el programa
federalista. ¿Acaso no se fundó, durante el mandato de Monroe, y sin oposición alguna, el
segundo Banco de los Estados Unidos, cuando tan vivas resistencias encontró el primero?
Pero, según estos mismos historiadores, y en particular según Dangerfield, esta Era de los buenos
sentimientos fue, en el mejor de los casos, una era de confusos sentimientos. Las oposiciones
habían cambiado de naturaleza, al aparecer nuevas causas de fricción. Una división geográfica
tendió a sustituir a la anterior división política, según demuestran las agrias discusiones sobre la
admisión del Estado de Missouri en 1819-1820. La sociedad sudista, basada en la esclavitud,
sentía posar sobre ella la amenaza de los progresos nordistas. Hasta entonces se había
mantenido un precario equilibrio, tanto en la Cámara de Representantes, donde la delegación
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sudista era sobrestimada -en los cálculos de la población legal los esclavos sumaban los 3/5-,
como en el Senado, donde al tener cada Estado la misma representación, Norte y Sur se hallaban en
condiciones de igualdad. Pero, ¿qué ocurriría con la antigua Luisiana, que había conocido la
esclavitud en la época francesa y española? No se trataba solamente de una cuestión política -mantener el equilibrio entre el Norte y el Sur-, sino también económica: el incremento de la demanda de
algodón en Europa y Nueva Inglaterra, conjugado con el agotamiento de tierras en los viejos
Estados, obligó al Sur a asegurarse su futuro más allá del Mississipi. Así, pues, al decir cultivo de
algodón se sobrentiende mantenimiento y extensión de la esclavitud. ¿Iba el Sur a dejarse condenar
a una lenta asfixia económica? Tras largos debates en el Congreso, el Compromiso de Missouri
(1820) decidió fijar los límites de la esclavitud, en la antigua Luisiana, a lo largo del 36° 30' de latitud,
aunque haciendo una excepción con Missouri, admitido como Estado esclavista para contrarrestar la
incorporación de Maine, Estado libre. Según Jefferson, aquello fue como “tocar a rebato en la
noche”, una grave amenaza para el futuro. El estudio, muy ajustado, de Glover Moore2 llega a la
conclusión que tal solución fue la más sensata, dadas las circunstancias. Pero –añade- “la controversia de Missouri es el resumen de toda la controversia secesionista que precedió a 1860 y que
contenía ya todos los elementos importantes de los antagonismos pasados y futuros”.
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La Era de los buenos sentimientos no excluyó, pues, vivas oposiciones, aunque de una naturaleza
tan nueva, que los contemporáneos fueron sin duda menos sensibles a las mismas que a las
controversias tradicionales. Desde todos los puntos de vista, fue mucho más decisivo el período
iniciado en 1829 con la elección del general Andrew Jackson y que se prolongó durante el
mandato de sus sucesores Van Buren, colaborador de Jackson, y Harrison, el hombre de la logcabin. Fue también uno de los períodos más discutidos de la historia americana, al que cada
generación ha dado una interpretación distinta3. Las aportaciones de Jackson fueron
fundamentales: la supresión del “Caucus”, que fue reemplazado por una Convención Nacional
para elegir al presidente; la implantación del sistema de despojos (spoils system) en sustitución de
los notables en la administración; la ampliación del sufragio en las distintas elecciones -medida en
cuya adopción no tomó parte alguna Jackson-; la supresión del segundo Banco de los Estados
Unidos, tras un lamentable conflicto con su director, Nicholas Biddle; la fijación de una tarifa
aduanera moderadamente proteccionista, que levantó una viva oposición en el Sur. Las reformas
políticas fueron contrapesadas por transformaciones económicas: los historiadores del siglo XIX
dieron más preponderancia a las primeras, y los del siglo XX, a las segundas. La aplicación de
unas y otras favoreció indudablemente el acceso de las masas de raza blanca a la vida política, lo
cual justifica la expresión “democracia” empleada por Tocqueville.
Para comprender esta transformación hay que colocar de una parte los elementos económicos, y,
de otra, los intelectuales. Desde 1815 se producen grandes cambios: nuevos medios de
transportes permitieron la salida de productos del Oeste y acercaron la región de los Grandes
Lagos y del Valle del Mississipi a los puertos del Este. El canal del Erie, abierto en 1827,
constituyó en este sentido un éxito extraordinario. Pero en la mayor parte de los Estados existía,
desde principios de los años treinta, una competencia entre los intereses privados y las
colectividades para equipar los medios de transportes, primero canales y luego ferrocarriles4.
Los historiadores dan diferentes nombres a esta metamorfosis: para George R. Taylor sería la
revolución de los Transportes5; para Cochnan, la revolución industrial6; para Douglass North y
Charles G. Sellers, la revolución del mercado7. Esta última interpretación es la más satisfactoria:
una economía de mercado había sustituido a la economía rural en el Norte y en el Centro. Los
productos del Oeste que se intercambian con el Este y con Europa eran el trigo, la carne y el
whisky, que hicieron la competencia al algodón del Sur, hasta entonces predominante. Ello supuso
un retroceso de la sociedad rural, como advierte muy bien Sellers, al hablar de la “ambivalencia
psicológica de una sociedad agraria y conservadora frente a un mundo en rápida evolución”. Las
transformaciones económicas arruinaron la mentalidad agraria y permitieron la adaptación de los
Estados Unidos “al nuevo mundo de la empresa creada por la revolución del mercado”. En esta
rápida evolución era esencial la cuestión bancaria, cualquiera que sea la explicación que se dé al
duelo Jackson-Biddle8. Para unos se trataría de mantener el viejo sistema hamiltoniano de alianza
entre el Banco y el gobierno federal; para otros, de ofrecer las mismas posibilidades a todos en la
gran revolución económica que se estaba operando. Jackson optó por la segunda solución, con la
cual esperaba al mismo tiempo evitar catástrofes semejantes a la crisis de 1819. Pero los
resultados no correspondieron en modo alguno a sus esperanzas. Estas concepciones
económicas tuvieron, a su vez, consecuencias políticas, al contribuir a recrear el sistema de
partidos, desaparecido durante la década anterior. Debido a este último hecho también progresó la
democracia durante el período jacksoniano.
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Texto. La América anglosajona de 1815 a nuestros días
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En el plano de las ideas, los nuevos factores fueron el romanticismo y el renacimiento religioso.
El primero estuvo representado por Ralph W. Emerson y el grupo de intelectuales de Nueva
Inglaterra inspirados por el mismo. También estuvo, aunque en distinta forma, en los personajes
de Fenimore Cooper, el hombre de la naturaleza: Leatherstocking y el bondadoso salvaje Chingachfook. Este romanticismo se extendió al plano político, en el que inspiró cierto igualitarismo,
el cual se hallaba perfectamente de acuerdo con la democracia jacksoniana. En el terreno
religioso, el romanticismo se expresó por uno de aquellos revivals tan característicos de la
sociedad americana. Tuvo su origen en el viejo Noroeste, Kentucky y Oeste, del Estado de
Nueva York, y halló eco entre las sectas puritanas de Nueva Inglaterra. Una de sus manifestaciones principales fue la formación de la secta de los mormones, y, en otra forma distinta, se
tradujo en el movimiento abolicionista. Si Garrison representó el aspecto político del abolicismo,
Theodore D. Weld encarnó la conciencia religiosa: en el seminario de Cincinnatti, recientemente
fundado, ocupaban un lugar preeminente las discusiones sobre la abolición de la esclavitud.
De la misma forma que los problemas económicos, el romanticismo y el renacimiento religioso
se introdujeron en la política y participaron en la renovación de los partidos y en el progreso de
la democracia.
Aunque con menor amplitud, la evolución fue paralela en el Canadá, si bien aquí se añadió un
elemento nuevo: el nacionalismo de los canadienses franceses. Después de 1815, la economía de
mercado progresó a medida que se desarrollaban las comunicaciones: la apertura del canal
Welland en 1829, que atrajo la navegación entre los Grandes Lagos y el San Lorenzo, adquirió un
valor análogo al canal de Erie9. Se intensificaron las tensiones entre el equipo adicto al poder y los
restantes componentes de la población en las dos partes del Canadá, así como entre las clases
comerciantes -favorecidas por la apertura de nuevos mercados- y rurales, perjudicadas por la baja
de precios y la crisis que afectaba a la producción de trigo en el Bajo Canadá, y que representaba,
en 1844, el 4 % de la cosecha agrícola, contra el 20 % en 1831, y el 65 al 70 % a principios de
siglo. De ahí el descontento que culminó, en 1837, en la doble rebelión de William Mackenzie en el
Alto Canadá y de Papineau en el Bajo Canadá, rebeliones que, si bien fácilmente reprimidas,
provocaron un cambio de régimen político10. Para sofocar el nacionalismo del Bajo Canadá, que se
apoyaba en la tradición y, particularmente, en el régimen señorial, las dos “provincias” fueron
fundidas en una sola, con una única asamblea. Pero la novedad fue la creación de un gobierno
responsable, primera experiencia de self-government en un territorio colonial británico. Lo mismo
que en los Estados Unidos, se precisó la evolución hacia la “democracia”.
2. La expansión territorial
Durante los años de 1815-1848, los Estados Unidos alcanzaron sus límites definitivos al establecer
su soberanía hasta la costa del Pacífico. Al mismo tiempo inicióse un nuevo tipo de colonización,
que permitió explotar las áridas tierras del Oeste.
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a) EXTENSIÓN DE LA SOBERANÍA AMERICANA
No obedeció a un plan preconcebido, sino que se realizó de acuerdo con las circunstancias, de tal
forma que, en 1853, los Estados Unidos alcanzaron sus fronteras actuales (a excepción de Alaska
y Hawai). Tal extensión se hizo a costa de España, Méjico y posesiones inglesas.
Los orígenes de la campaña de Florida, en 1818-1819, no han sido nunca bien aclarados. Para
justificar su ataque contra esta posesión española, Jackson pretendió, más tarde, que había
informado de ello al presidente Monroe, cuyo asentimiento, por lo menos tácito, habría obtenido.
Monroe no dijo nunca nada sobre esta cuestión. Para halagar el amor propio de España, la
anexión se disimuló en una compra de 5 millones de dólares, en virtud del Tratado de AdamsOnís, firmado en 1819.
La anexión del Sudoeste, entre el golfo de Méjico y el Pacífico, tuvo su origen en la cuestión de Texas,
territorio que se convirtió en mejicano desde la creación del nuevo Estado en 1823, y que era una
presa tentadora para los plantadores sudistas, siempre a la búsqueda de tierras algodoneras y
deseosos de asegurar la extensión de la esclavitud en los límites previstos por el compromiso de
Missouri. Desde 1830 aproximadamente, se desarrolló en este territorio una colonización anglosajona.
Lo que iba a suceder era fácilmente previsible. En 1835, la República de Texas proclamó su
independencia, y al año siguiente solicitó su ingreso en la Unión. ¿Por qué no la aceptó Jackson? Se
han dado dos explicaciones: por temor a complicaciones-internacionales -que habrían desmentido toda
la reciente doctrina de Monroe- y por el deseo de no suscitar la oposición de los Estados nordistas a la
admisión de un enorme Estado esclavista. El problema quedó pendiente durante diez años, hasta la
admisión de Texas como 28° Estado en 1845. Pero entonces se produjeron las tan temidas
complicaciones, sin intervención de Europa, y que redundaron al final en beneficio de la Unión. Vencido
Méjico, tras fáciles y brillantes operaciones militares, tuvo que resignarse a firmar el Tratado de
Guadalupe Hidalgo, mediante el cual cedía a los Estados Unidos el sudoeste de las Montañas
Rocosas y los territorios de Nuevo Méjico y de California11. El descubrimiento casi simultáneo de oro en
torno a Sacramento hizo que se poblaran rápidamente las orillas del Pacífico y que California entrara
en la Unión en 1850. De este modo quedaba asegurado el destino de Estados Unidos por el Oeste.
Posteriormente, la única expansión en este sentido fue la compra por parte de la Unión, en 1853, de un
disputado territorio al sur de los futuros Estados de Nuevo Méjico y de Arizona, conocido con el nombre
de Gadsden Purchase, mediante la suma de 10 millones de dólares. Detrás de todas estas
negociaciones se perfilaba la cuestión de la esclavitud, y la admisión de California como estado libre
fue considerada por los sudistas como una grave concesión.
Las fronteras políticas quedaron definitivamente fijadas al reglamentarse la cuestión de Oregón,
país que, desde 1818, se hallaba bajo un condominio angloamericano cuyo funcionamiento fue, ya
desde el principio, poco satisfactorio. Oregón era la desembocadura normal de uno de los trails
más frecuentes a través de las Montañas Rocosas, partiendo de Fort Laramie. Los comerciantes
se quejaban también de la empresa de la Compañía de la Bahía de Hudson: los misioneros
metodistas habían empezado a hacer allí proselitismo, y los colonos de la Pradera, que temían
verse obligados a abandonar el territorio, presionaban cerca del gobierno federal. Después de seis
años de negociaciones, una convención entre el Reino Unido y los Estados Unidos (1846)
prolongó a través de las Rocosas, hasta el Pacífico, la línea del paralelo 49, que seguía la frontera
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en las llanuras. Discusiones parlamentarias, en las que el problema esclavista representaba un
papel importante, retrasaron hasta 1859 la entrada de Oregón en los Estados Unidos.
b) LOS MORMONES Y LA COLONIZACIÓN DE UTAH
Quedaba por valorizar el inmenso territorio comprendido entre el Mississipi y el Pacífico. Las
condiciones naturales y humanas eran aquí tan distintas de las de otras regiones, que se hubo de
encontrar un sistema de explotación original. Este fue el timbre de gloria de los mormones.
Las discusiones sobre algunos aspectos de las doctrinas y costumbres anacrónicas han
oscurecido la contribución de esta secta a la historia del Oeste12. Debe ser colocada de nuevo en
el contexto del renacimiento religioso y del romanticismo. Las primeras revelaciones del ángel
Moroni a Joseph Smith se sitúan en 1823, en una zona rural del oeste del Estado de Nueva York.
Le hizo conocer la existencia de placas preciosas escondidas no lejos de allí, sobre las cuales
estaba grabada la historia sagrada de los antiguos americanos, publicada en 1830, con el título de
Libro de los mormones. Entonces empezó oficialmente la existencia de la secta, fundada en
Fayette. En este país, aún aislado, la secta atrajo muchos centenares de adeptos que,
perseguidos, tuvieron que emigrar a Ohio, y después, en 1833 a Missouri, donde, según la
enseñanza mormónica, había de ser construida la nueva Jerusalén. Expulsados nuevamente de
Missouri en 1838, buscaron refugio en Illinois, donde construyeron la ciudad de Nauvoo, sobre el
Mississipi, que pronto fue la más poblada del Estado. Pero también allí suscitaron la animosidad
de la población, que dio muerte a Joseph Smith y a su hermano.
La dirección de la secta pasó entonces a manos de Brigham Young, el cual persuadió a sus
partidarios de que se dirigiesen a la tierra prometida, lejos de toda civilización. Comenzó el éxodo
a principios de 1846: los primeros emigrantes atravesaron el Mississipi, el futuro Estado de Iowa,
el Missouri y, tras lograr un acuerdo con los indios omaha, establecieron sus cuarteles de invierno
en el futuro territorio de Nebraska. A la primavera siguiente, reemprendieron el viaje a lo largo del
Oregon Trail, hasta Fort Bridger, en la futura Wyoming. Mujeres y niños formaban parte de la
caravana, cuya primera expedición constaba de 143 miembros. Descendiendo hacia el Sudoeste a
través de la cadena de los Wahsatch, llegaron a orillas del Gran Lago Salado (julio de 1847),
donde Brigham Young decidió implantar la secta. A la sazón, esta zona era sólo un desierto,
abrasado por el sol en verano y sometido a un riguroso frío en invierno. Los recursos eran
prácticamente nulos. Pero bajo la hábil dirección de su jefe, los mormones se pusieron a trabajar:
captaron el agua de la montaña para regar la Gran Cuenca y los valles vecinos, introdujeron el
cultivo del trigo y la domesticación de los bovinos, lucharon contra los enjambres de moscas y
saltamontes y fundaron una capital cuyo centro estaba ocupado por el Santuario y el Templo.
Brigham Young instauró una teocracia, que se mantuvo durante todo el siglo XIX y que retardó,
junto con el mantenimiento de la poligamia, la entrada de Utah en la Unión. Pero su interés era
puramente económico: los mormones desarrollaron el método de colonización aplicable a las
regiones áridas y fundaron una comunidad muy próspera en pleno desierto.
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3. El divorcio de los Estados Unidos y Europa
Respecto a la política exterior, el período de 1815-1848 se abrió con la declaración de Monroe
(1823), que señaló el nacimiento de una diplomacia propiamente americana, resultado de la toma
de conciencia inmediatamente posterior a los acontecimientos revolucionarios. Las ideas
formuladas por Monroe suscitaron numerosos comentarios, aunque desde los estudios de Dexter
Perkins13 y Samuel Bemis14 no quedan dudas al respecto.
En su mensaje, Monroe expresaba dos ideas: de un lado, el continente americano quedaría cerrado en lo
sucesivo a cualquier colonización por parte de las potencias europeas; de otro, se haría una advertencia
contra toda veleidad de intervención en las nuevas repúblicas de Hispanoamérica, recientemente emancipadas de la tutela española, o de restablecimiento de los principios de la Santa Alianza.
¿Cuál fue el papel exacto de Monroe en la formulación de estos principios? Los historiadores se
han esforzado durante mucho tiempo por disminuir su importancia. Sin duda, los principios básicos
de tal declaración no eran nuevos, pues los encontramos ya formulados en el mensaje de
despedida de Washington, en 179615, que luego haría también suyo Jefferson. Por otra parte,
Perkins y Bemis han demostrado que la idea original fue obra del secretario de Estado, John
Quincy Adams, y que Monroe la tomaría casi literalmente.
Monroe logró detener con ello una doble amenaza: la de los rusos, que trataban de extenderse por
la costa del Pacífico y excluir todos los navíos extranjeros al norte del paralelo 51, y la de las
potencias de la Santa Alianza, deseosas o susceptibles de inclinarse a socorrer a España en sus
posesiones americanas. En este sentido la misión confiada a Francia por el Congreso de Verona
de restablecer a Fernando VII como rey absoluto de España, constituía un peligroso precedente.
Monroe tuvo la habilidad de sacar partido de una sugerencia hecha por Canning al embajador de
los Estados Unidos en Londres, Richard Rush, de publicar una declaración común angloamericana
respecto a la no intervención en la América ex-española, y de un memorándun del zar Alejandro I
en octubre de 1823. Temiendo dejarse arrastrar por la estela de una potencia europea, Monroe,
siguiendo los consejos de J. Q. Adams, Madison y Jefferson, prefirió limitarse a una declaración
unilateral, contenida en su mensaje de diciembre de 1825.
¿Qué alcances tuvo? Fue recibido inmediatamente con entusiasmo en los Estados Unidos,
mientras que en Europa pasó inadvertido o provocó cierta exasperación. Sea como fuere, las
potencias europeas no tenían intención alguna de intervenir en la América española. A largo plazo
como ha demostrado Dexter Perkins, la “doctrina” fue letra muerta por lo menos durante dos
décadas. Respecto a los nuevos Estados de Hispanoamérica, la doctrina se tradujo en una política
de no alianza sistemática (negativa a intervenir en el Congreso de Panamá de 1826). En lo tocante
a las potencias europeas sirvió, con motivo de tal o cual empresa, para justificar una política de
contención. Por ejemplo, el intento anglofrancés, cuando la cuestión de Texas en 1845, o la
amenaza inglesa y española sobre Yucatán en 1848. Las aplicaciones de dicha doctrina fueron
raras, como vemos, en la primera mitad del siglo XIX, y siempre de carácter defensivo. La
verdadera historia de la doctrina de Monroe comienza a fines del siglo XIX, cuando se transformó
en ofensiva y sirvió para justificar las anexiones americanas: la prohibición de las intervenciones
europeas convirtióse en justificación de las intervenciones americanas.
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La importancia de la doctrina se debió, sobre todo, a que contribuyó a la americanización de la
política exterior de los Estados Unidos. Gracias a ella disfrutaron de un siglo de seguridad.
Justificó, incluso antes de que se empleara el término, el aislamiento americano.
Notas Del Capitulo II
1. LIVERMORE (S.), Jr., The Disintegration; DANGERFIELD (G.), The Era of Good Feelings.
2. MOORE (G.), The Missouri Controversy.
3. II parte, cap. II: “Las crisis políticas del siglo XIX”; 1, “La democracia jacksoniana”.
4. II parte, cap. V; “El crecimiento económico”; 2, “¿Capitalismo privado, o economía mixta?”.
5. TAYLOR (G. R.), The Transportation Revolution.
6. COCHRAN (Th. C.), ¿Did the Civil War retard...?
7. NORTH (D. C.), The Economic Growth. SELLERS (Ch.), Y MAY (H.), A. Synopsis of American History.
8. HAMMOND (B.), Banks and Politics. CATTERALL, R. (C. H.), The Second Bank. Véase en la II parte, cap. II: “Las crisis
políticas del siglo XIX”, núm. 1, “La democracia jacksoniana”.
9. AITKEN (H. G. J.), The Welland Canal...
10. II parte, cap. I: “Problemas de la historia canadiense”.
11. SINGLETARY (O. A.), The Mexican War; BAILEY (Th. A.), A Diplomatic History, caps. XVI y XVII.
12. ARRINGTON (L. J.), Great Basin Kingdom. Las obras de vulgarización, raramente buenas, son muy numerosas en
francés.
13. PERKINS (D.), Hands off!
14. Beaus (S. F.), John Quincy Adams and the Foundations, The American Secretaries, y The Latin-American Policy.
15. El texto se halla reproducido en COMMAGER (H. S.), Documents of American History, núm. 100.
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CAPÍTULO III
Unidad y divisiones
En América del Norte, la mitad del siglo XIX fue un período de crisis. En efecto, en los Estados
Unidos tenemos la guerra civil, la ruptura de la Unión y su difícil restablecimiento después de la
victoria del Norte, con secuelas que el tiempo no ha conseguido aún borrar. En el Canadá, la lenta
y delicada gestación de la Confederación y la definición de un nuevo lazo con Gran Bretaña en
forma de “dominio”. ¿Fue una simple coincidencia la de estas dos crisis? En modo alguno.
El nacimiento del dominio fue, en parte, la respuesta de los canadienses franceses e ingleses a la
amenaza que representaba la reconstitución de los Estados Unidos y provistos además de una
extraordinaria voluntad de poderío. El temor de los canadienses de verse absorbidos por su
poderoso vecino o de ser despojados de las inmensas regiones del Oeste los impulsó a unirse del
Atlántico al Pacífico, al objeto de poder hacer frente a las ambiciones de los Estados Unidos. Esta
mitad de siglo fue, pues, decisiva para las dos naciones norteamericanas: nació una nueva nación,
el Canadá, mientras que, en los Estados Unidos, la lucha entre la sociedad agraria, fiel al ideal de
Jefferson, y la sociedad comerciante e industrial, acabó con el triunfo de esta última. Todo el país
marchaba hacia un nuevo tipo de civilización: la de la producción en masa y serie, aunque algunos
historiadores modernos pongan en duda esta interpretación1.
Pese a la ruptura con el viejo continente, intensificada desde 1815, la crisis americana reprodujo el
conflicto, muy vivo también en Europa, entre las sociedades tradicionales y las desarrolladas por la
revolución industrial. Las concordancias cronológicas resultan sorprendentes: abolición del
régimen señorial en el Bajo Canadá en 1854, supresión de la servidumbre en Rusia en 1861,
emancipación de los esclavos en Estados Unidos en 1863. El régimen liberal y capitalista se
impuso de un continente a otro.
1. La esclavitud y la vida política
Desde la época jacksoniana se había activado la vida política en los Estados Unidos, la cual se
desarrollaba sobre el juego de dos partidos: los demócratas, antiguos republicanos demócratas,
partidarios del ideal jacksoniano de una sociedad igualitaria, de la libertad económica y comercial
y, de una manera más general, del poder de los Estados. Frente a ellos los whigs, herederos
espirituales de los antiguos federalistas, opuestos a la democracia jacksoniana, que se apoyaban
sobre algunos representantes del Sur, de las ciudades del Este e incluso del Oeste y que eran
dirigidos por hombres de talento, como Henry Clay. Más que por un programa, los whigs estaban
unidos por una común desconfianza hacia las masas que habían hecho irrupción en la política
gracias a la apertura jacksoniana. Este sistema de dos partidos será la base de la vida política, y
hasta 1848 asegurará la alternancia de cada uno de ellos en el poder.
Desde este momento, la vida política se verá cada vez más dominada hasta llegar a la ruptura, por
el problema de la esclavitud, calmado pero no desaparecido, desde el compromiso de Missouri. ¿A
qué se debió este resurgimiento del problema de la esclavitud, en este preciso momento?
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1. A la propaganda cada vez más activa y fanática de los abolicionistas, reclutados en parte entre los
románticos y los miembros de las sectas afectadas por el renacimiento religioso trascendentalista. Se
pueden ver con toda claridad dos corrientes dentro del movimiento abolicionista: una representada por
Garrison y por fieles partidarios del mismo, como Wendel Phillips, o por políticos como Horace Greeley;
otra, representada por pastores, como William Channing o Charles Finney, que se apoyaban en textos
bíblicos para justificar la abolición de la esclavitud. A tales argumentos respondía el Sur invocando
otros textos bíblicos, igualmente numerosos, que justificaban el mantenimiento de la esclavitud2. Sea
como fuere, el Sur mostróse muy sensible a la propaganda del Norte, y algunos hombres, tan
respetados como John Calhoun, llegaron incluso a solicitar del gobierno federal que se prohibiera toda
agitación antiesclavista, o sea, que se suprimiera la libertad de expresión. La cierto es que el éxito
obtenido, en 1852, por La cabaña del tío Tom, mostró cómo esta novela -obra de imaginación, puesto
que su autora había tenido sólo muy raros contactos con Kentucky, entre las zonas esclavistasexpresaba el modo de sentir de toda una sociedad. Louis Filler ha demostrado claramente el progreso
experimentado por las ideas antiesclavistas en un amplio sector de público, muy influido por las
corrientes religiosas3. De este modo se explica también que los historiadores hayan creído descubrir en
la propaganda en favor o en contra de la esclavitud, y no en la institución misma, la causa más
importante del conflicto. Pero esta interpretación se halla hoy día prácticamente abandonada4 aunque
desde luego, no conviene subestimar las reacciones de una opinión muy trabajada por la propaganda.
2. A la creciente necesidad de algodón en Europa. Prácticamente, la producción se duplicaba cada
diez años: 178000 balas en 1810, 355000 en 1820, 732000 en 1830, 1348000 en 1840, 2136000
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en 1850, 3841000 en 1860. Era esencial su papel en las exportaciones: 22 % (en valor) en 1810 y
57% en 1860. Así, el Sur estaba imbuido por la convicción de que sus intereses eran
preponderantes y de que debían dirigir legítimamente a la Unión. Esta era la tesis que ya se había
sostenido en las discusiones aduaneras de 1828 a 1832.
En realidad eran para preocupar los problemas planteados por el progreso del algodón. Por una
parte, se necesitaban constantemente nuevas tierras para compensar el agotamiento de las antiguas
y poder responder a la demanda. El centro de gravedad del cultivo del algodón se fue corriendo
hacia el Oeste: en 1800 se hallaba en Carolina del Norte; en 1850, en Alabama y Mississipi. En
1860, más de la mitad de la recolección la aportaban tres Estados: Mississipi, Alabama y Luisiana.
Los antiguos puertos exportadores, Charleston y Savannah, fueron sustituidos por Menfis, Mobile y,
sobre todo, Nueva Orleáns. La emigración del algodón fue acompañada, pues, por la expansión de
los Estados Unidos hacia el Oeste, y atrajo al mismo tiempo la esclavitud que era su motor. Pero
intervino, además, un nuevo factor: el aumento del precio de los esclavos. Desde la supresión de la
trata de negros, en 1815, siguió practicándose el comercio clandestino de los mismos, comercio ante
el cual cerraron los ojos las autoridades federales. Sin embargo, era limitado, puesto que se evalúa
en 70000 el número de esclavos introducidos desde 1850 a 18605. La mercancía humana obedecía
las mismas leyes que cualquier otro género regulado por la oferta y la demanda y, así, al aumentar
las necesidades, los esclavos del Sur representaban un capital cada vez más elevado, que los
plantadores estaban bien resueltos a valorizar y defender. Y para valorizarlo había que abrir nuevas
tierras a la esclavitud, lo cual llevó a los senadores y representantes sudistas a apoyar siempre las
soluciones anexionistas y replantear el problema de la esclavitud cuando los territorios eran
admitidos o convertidos en Estados. Cada vez chocaban con los del Norte, los cuales deseaban
atraer colonos y abrir tierras libres en el Oeste. Para garantizar este capital había que impedir que los
esclavos abandonasen las plantaciones. De aquí que se desarrollara en las fronteras de Kentucky,
Ohio e Indiana, con la complicidad de los abolicionistas del Norte, un underground railroad, o sea
caminos para facilitar la huida de los esclavos y su llegada al Canadá, donde podían estar
seguros. Esto llegó a constituir un motivo de irritación permanente para la opinión pública tanto del
Sur como del Norte.
3. A las implicaciones políticas de la esclavitud desde 1848, fecha de la cesión por parte de Méjico,
que ponía en entredicho el estatuto de los territorios recientemente adquiridos en el Oeste. Hasta
entonces, la esclavitud había representado sólo un papel secundario en la diferenciación de los
partidos. Desde 1848 se creó un efímero partido, llamado de la tierra libre (free-soilers), cuyo
programa se resumía en el slogan: “No más Estados esclavistas, no más territorios de esclavos”.
Presentó como candidato a la Presidencia a una personalidad que antaño influía en el partido
demócrata: el antiguo presidente Van Buren. Y aunque no tuvo éxito, el hecho en sí fue significativo,
pues el partido de la tierra libre fue el precursor del republicano.
La primera crisis surgió en 1850, con motivo de la admisión de los territorios y Estados que se
habían incorporado gracias a la cesión mejicana. El compromiso de 1820 trazó una línea de
separación de la esclavitud en la antigua Luisiana. ¿Cuál sería el porvenir de las tierras que no
formaban aún parte de la Unión? ¿Habría que prolongar simplemente hacia el Oeste la línea de 36°
40'? Esta solución mecánica habría sido la mejor si California no hubiera solicitado ya su admisión
como Estado no esclavista aunque estaba situada, en su mayor parte, al sur de dicho límite. Ello dio
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origen a las laboriosas negociaciones que llevaron al compromiso de 1850, obra, según unos, de
Henry Clay, moribundo a la sazón y, según otros, de Stephen Douglas, futuro candidato demócrata a
las elecciones presidenciales y deseoso de abrir el Oeste a los ferrocarriles6. Pero estas cuestiones
de personas importan menos que el nuevo principio introducido en la legislación americana: contrariamente al compromiso de Missouri, automático en su aplicación, aquí las legislaturas de los
territorios podían decidir en adelante el problema de la esclavitud mediante un refuerzo de la
legislación sobre los esclavos fugitivos y la admisión de California como Estado libre. ¿Victoria del
Norte o del Sur? Hasta ahora, los historiadores se habían inclinado por la segunda solución, pero
R. Russel considera que, a la larga, los nordistas marcaron la pauta7. Estas decisiones dividieron a
los antiguos partidos, sobre todo a los demócratas, según una línea de distribución geográfica.
La cuestión volvió a ponerse de actualidad en 1854, a propósito de la introducción de la esclavitud
en el territorio de Kansas. Después de unos debates muy agitados en el Congreso, se decidió que
“todas las cuestiones relativas a la esclavitud en los territorios y en los nuevos Estados que se
formaran con los mismos, serían confiadas a los habitantes de dichos Estados, por medio de sus
representantes”. Dicho de otro modo: las decisiones accidentales tomadas en 1850 serían
elevadas a la categoría de principios, al objeto de permitir a los sudistas extender el régimen de
esclavitud al norte del 36° 40'. Durante mucho tiempo, los historiadores han pretendido ver en esta
medida una nueva maniobra de Stephen Douglas, deseoso de asegurarse los votos del Sur en las
elecciones para la presidencia y de continuar la obra emprendida en 18508. En efecto, estudios
más recientes han demostrado que esta ley era el resultado de un laborioso debate, que reflejaba
la nueva clasificación de los partidos sobre la cuestión de la esclavitud9. Todos cuantos se
alarmaban ante el progreso de la esclavitud se reagruparon en el nuevo partido republicano, cuya
primera reunión se celebró en Ripon (Wisconsin) en febrero de 1854, y la convención, poco
después, en Jackson (Michigan). Había nacido un partido antiesclavista. Como ha señalado Roy
Nichols, “la verdadera historia (del Kansas-Nebraska Act) muestra cómo un bill destinado a
reorganizar un territorio llegó a ser el instrumento de la reorganización política fundamental que
había hecho necesaria la desintegración de los viejos partidos” 10. Avery Craven ha resumido muy
bien la situación: El partido republicano (fue una reacción espontánea a las amenazas que
representaba la potencia de la esclavitud... Fue la expresión política de todas aquellas fuerzas,
viejas y nuevas, que habían producido ya movimientos de Liberty, Free soil, los demócratas
secesionistas de Van Buren y los antiguos whigs” 11. La esclavitud había llegado a trastornar las
bases de la vida política12.
Los temores de los republicanos no eran exagerados. Colonos del Norte y del Sur se precipitaron en el
nuevo territorio de Kansas: unos, para establecer en él la esclavitud; otros, para abolirla. Ello degeneró
en una guerra civil, que duró desde 1854 hasta 1857, preludio de la Guerra de Secesión. Una
constitución proesclavista, llamada de Lecompton, fue rápidamente negociada y aceptada en
condiciones dudosas, que luego se rechazaron. Por otra parte, en la decisión tomada en el mismo año,
respecto al esclavo Dred Scott13, el argumento desarrollado por el Presidente del Tribunal Supremo,
Taney, de que el Congreso no tenía poder alguno para abolir la esclavitud de los territorios, constituyó
un sensible golpe para los republicanos; antiesclavistas y administración federal.
La nueva clasificación de los partidos, así como los diversos incidentes o medidas de los años
cincuenta, sensibilizaron la opinión pública sobre el problema esclavista. Se comprenden desde
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entonces sus reacciones a raíz de la elección del republicano Lincoln en 1860. La prisa de Carolina
del Sur por separarse de la Unión sólo puede explicarse por un estado semihistérico, incluso antes
de que las intenciones reales del nuevo presidente hubiesen sido claramente conocidas.
2. Guerra de Secesión
No creemos oportuno recordar aquí los diversos episodios de esta lucha fratricida, tantas veces
descrita14. Sólo algunos aspectos deben retener nuestra atención.
a) La novedad de esta guerra, tanto desde el punto de vista técnico como estratégico. A este
respecto es sugestiva la comparación con otros conflictos contemporáneos, como, por ejemplo, la
guerra de Italia. La Guerra de Secesión fue la primera guerra técnica. El armamento era de una
gran precisión: el mosquetón fue reemplazado por fusiles de ánima rayada, capaces de disparar
perfectamente proyectiles cónicos15. Ya no se cargaba el arma por el cañón, sino por la culata, y
las nuevas armas eran de repetición. Estas transformaciones técnicas modificaron la táctica.
Según el experto Fuller16, el fusil de ánima rayada “dio origen a la trinchera y a la arpillera
individual, lo cual limitó el uso de la bayoneta, eliminó el sable, relegó los mosquetones y la
caballería... e hizo imposibles las rápidas victorias que caracterizaban a las batallas de antaño.
Desde 1861 hasta 1865, el fusil de ánima rayada se impuso en los campos de batalla, de la misma
forma que la ametralladora desde 1914 a 1918”. En el mar, los buques acorazados revolucionaron
los conceptos tradicionales de lucha: en este sentido, el combate del confederado “Merrimac”
contra el unionista “Monitor” demostró la superioridad de tales unidades. Hay que destacar, sobre
todo, el papel decisivo desempeñado por los ferrocarriles, que permitían los transportes masivos
de tropas: En otoño de 1863, cuando el ejército federal estuvo a punto de sufrir un desastre en
Chattanooga, lo salvó la llegada en tren de un refuerzo de 16000 hombres, los cuales salvaron en
una semana los 2000 km que separaban Virginia de Alabama. El progreso del Norte en materia
ferroviaria y el mejor estado de sus líneas pesaron de una manera decisiva en su victoria. Entre
otros inventos, el telégrafo dio también una importante ventaja a los ejércitos del Norte: hacia el
final del conflicto, el general Grant podía vigilar diariamente los movimientos de sus ejércitos
distribuidos por todo el territorio.
En el plano estratégico, la Guerra de Secesión fue ya una “guerra total”. Las tácticas de Napoleón
y Clausewitz, basadas en movimientos envolventes, fueron sustituidas por la utilización de todos
los medios militares, políticos y psicológicos, dirigidos, al mismo tiempo, contra los ejércitos y
contra la población civil. El mejor ejemplo de ello lo tenemos en la campaña de Sherman a través
de Georgia en 1864-1865: en los 500 km que separan Atlanta de Savannah, destruyó todo en un
radio de 80 km. Según telegrafió a Grant, dirigió “la destrucción en gran escala de carreteras,
casas y poblaciones... De esta manera aniquilaré Georgia” 17. Únicamente socavando la moral de
las poblaciones del Sur, los ejércitos federales pudieron alcanzar una victoria tan completa.
b) Las razones de la derrota del Sur no deben ser atribuidas solamente a estos factores técnicos y
estratégicos. Los hombres tuvieron también sus responsabilidades. Si el Sur tuvo excelentes
generales, superiores incluso a los del Norte, como Robert Lee, careció sin embargo de hombres
políticos. El contraste entre Lincoln y Jefferson Davis, presidente del Estado confederado, ha sido
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valorado por David Potter: “Davis fracasó en tres puntos importantes: en sus relaciones con los
otros jefes confederados y con el pueblo, en la idea que se había formado de su papel de
presidente y en la especial concepción de su cometido político-militar como comandante en jefe.
En cada uno de estos tres puntos, Lincoln mostró un sorprendente contraste con Davis y reveló
cualidades superiores de dirección” 18.
Los confederados fracasaron también en el plano económico. Creyeron que tenían en el algodón
un esencial factor de triunfo, en particular respecto a Europa, a la que proveían de un 80% de la
materia prima necesaria para las fábricas de hilados.
El rey algodón había creado numerosos espejismos, que la realidad se encargó de disipar. El 19
de abril de 1861, Lincoln bloqueó las costas del Sur, bloqueo que resultó efectivo gracias a la
superioridad de la flota nordista. Los sitiados sólo pudieron transportar cantidades muy limitadas
de algodón. Por otra parte, la conquista de Nueva Orleáns por los nordistas, en la primavera de
1862, arrebató a los confederados su principal puerto de exportación. Finalmente, Europa
encontró, después de numerosas convulsiones y trastornos sociales, nuevos productos de
algodón, con lo cual empezaron a declinar sus simpatías por el Sur. Un mediocre poeta nordista
pudo proclamar:
...Que todo hombre libre cante...
El viejo Rey Algodón está muerto y enterrado.
De una manera más general, la derrota del Sur puede considerarse como el fracaso definitivo de
una civilización agraria en un mundo que se hallaba en plena transformación económica. Por no
haberlo comprendido, y pese a su valor y a sus superiores cualidades militares, los confederados
fueron vencidos.
3. ¿Fue la Reconstrucción intermedio inútil?
De todas las peripecias de la historia americana, ésta es la más discutida.
Casi un siglo después de estos acontecimientos, los historiadores no han podido desprenderse aún
de una instintiva simpatía por los vencidos, ni logrado escribir una historia científica de este período19.
El término “reconstrucción” impone una cierta concepción: la de un Norte que deseaba reconstruir
el Sur a su imagen, e imponerle sus ideas y modo de vida, tras haber extirpado las raíces del mal,
la esclavitud, que, desde 1865, había suprimido la enmienda 13.a. Pero la experiencia demostró
rápidamente que no bastaba transformar sobre el papel a los negros en ciudadanos, mediante la
concesión de derechos cívicos y políticos. ¿Qué uso podían hacer de tales derechos los negros,
que habían sido acostumbrados a la pasividad y a la obediencia? Por otra parte, ¿aceptarían los
blancos del Sur el régimen que se les pretendía imponer? Finalmente, ¿no se aprovecharían al
máximo de su victoria los nordistas?
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De ello derivaban los espinosos problemas de la reconstrucción. En principio se presentaban sólo
dos soluciones, lo mismo que después de cualquier victoria: la clemencia o el rigor. Lincoln, que
optó por la primera, limitóse a exigir, para la reintegración a la Unión, que, en cada Estado sudista,
una decena de electores aceptara la abolición de la esclavitud y jurase fidelidad a la Unión. En
1865, tres Estados del Sur habían aceptado ya estas condiciones y se disponían a reintegrarse,
pero el Congreso rehusó admitir a sus delegados. El asesinato de Lincoln asestó un golpe fatal a
la primera solución. Su sucesor, Andrew Johnson, trató de seguir el mismo camino; pero tropezó
con un congreso dominado por los republicanos radicales, poco dispuesto a inclinarse ante un hombre desprestigiado y, además, poco hábil. El único resultado conseguido fue la acusación del
presidente por impeachment y su virtual apartamiento del poder, tras haber sido absuelto por escasa
mayoría20. El Congreso, en posesión de plenos poderes desde 1866, optó por la segunda solución: el
rigor. Al no confiar en los blancos del Sur, impuso la ocupación militar y abrió el llamado período de
reconstrucción radical. Apoyándose en los negros liberados, los “colaboradores” (scala-wags) y los
intrusos del Norte (carpet-baggers), exigió la ratificación de las enmiendas 14.a y 15.a, que concedían
el derecho de voto a los negros y prohibían toda segregación basada en la raza, color o servidumbre
anterior, y pidió que se votaran nuevas constituciones liberales21. Durante este período (1866-1874)
se produjeron los excesos denunciados por varias generaciones de historiadores americanos: negros
iletrados que ejercían el poder, legislaciones corrompidas, descarada explotación económica por
parte de los nordistas. El resultado fue que la reconstrucción radical constituyó también un fracaso.
Incluso durante la ocupación militar, los blancos formaron organizaciones secretas para aterrorizar a
los negros: el Ku-Klux-Klan fue organizado, en 1867, en Nashville (Tennessee). Al retirarse las
tropas federales, creáronse gobiernos locales dirigidos por los bourbons* que hicieron votar códigos
negros y derogaron cuantas mejoras habían conseguido los libertos. Cuando, en virtud del
“compromiso de 1877”, el presidente Hayes retiró las últimas tropas del Sur, se establecieron en
todas partes los “gobiernos blancos”: la antigua aristocracia se había hecho de nuevo con el poder.
¿Podía haber ocurrido de otra forma? Los historiadores de la reconstrucción han tratado profusamente
sobre este extremo. La respuesta es categórica: al tener los Estados Unidos un régimen federal, el
único medio coercitivo de que disponía Washington era la ocupación, forzosamente limitada en el
tiempo. Cuando cada Estado recuperó su soberanía dentro de los límites fijados por la constitución y
la costumbre, volvió a ser dueño de sus decisiones.
Por otra parte, ¿fue enteramente negativa e inútil la reconstrucción, como ha sostenido
recientemente un historiador francés?22. A corto plazo, tal vez sí, pero no, desde luego, a la larga. Dio
origen al problema negro de la Unión, problema que se mantuvo vivo durante tres cuartos de siglo.
Sin duda alguna, uno de los resultados indirectos de la reconstrucción fue la segregación racial23;
otro, la aparición del proletariado rural y de los pequeños aparceros, verdadero sonrojo de los
campos del Sur hasta una fecha bien reciente. Pero ofreció también los medios para una solución: la
enmienda 14.a sólo podía concebirse en aquella revolución. Si no fue tenida ni se tiene aún en
cuenta, no cabe dudar de que ofrece los motivos para integrar a los negros en las comunidades. Si
se aplicara dicha enmienda supondría un arma muy eficaz24.
El Sur, formaba ya un mundo aparte antes de 1860, y la reconstrucción no podía lograr que
desaparecieran estas diferencias.
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4. Confederación canadiense
Canadá no conoció una revolución como los Estados Unidos, aunque vióse afectada por ella: la
victoria del Norte puede ser considerada como el catalizador que llevó a la creación del dominio en
1867. Durante las negociaciones celebradas entre 1862 y 1867 hubo que superar, de una parte, el
particularismo de las provincias marítimas y, de otra, conciliar a los distintos partidos políticos:
reformadores de Brown y conservadores de MacDonald. Sobre todo, eran tales las amenazas de
los Estados Unidos sobre el Oeste, y tan urgente la necesidad de enlaces a través del continente,
que las ventajas de una federación acabaron por imponerse25. La Conferencia de Quebec (1864)
elaboró las bases del nuevo régimen, las cuales fueron proclamadas en el British North America
Act, por el cual se creaba el dominio (1867).
El régimen unitario de 1840 fue sustituido por un régimen federal, inspirado en el de los Estados
Unidos, que asociaba, en su origen, cuatro provincias: Nueva Escocia, Nueva Brunswick, Quebec
y Ontario, cada una de las cuales gozaba de una cierta autonomía, con su propio gobierno y un
representante de la corona. La federación, o dominio, era regida por un gobernador general,
ayudado por un ministerio y un parlamento, compuesto por dos cámaras, según el sistema
británico. Las dos lenguas oficiales eran el francés y el inglés.
Este gobierno federal poseía poderes más amplios que el de Estados Unidos: centralizaba todas
las rentas de las provincias, a las cuales revertía, desde luego, una parte de dichas rentas; estaba
investido de poderes económicos, como el de construir un ferrocarril “intercolonial”, que unía las
provincias marítimas con Quebec.
La expansión del nuevo dominio hacia el Oeste vióse detenida por las tierras de la Compañía de la
Bahía de Hudson, que cerraban el paso hacia la Columbia británica, colonia inglesa fundada en
1858. Esta Compañía chocaba cada vez más con la oposición de los mestizos del Red River, pues
dificultaba su comercio de pieles. En 1869 establecióse un acuerdo entre el gobierno británico y la
Compañía: mediante una elevada indemnización y el mantenimiento de privilegios comerciales, la
Compañía renunció a las cláusulas territoriales de su carta de 167026.
Canadá había llegado a obtener un régimen federal, un gobierno responsable, y veía abrirse ante
él los inmensos territorios del Oeste.
Notas Del Capitulo III
1. Véase más adelante, II parte, cap. V: “Crecimiento económico”.
2. Véase más adelante, II parte, cap. III: “El Sur”.
3. FILLER (L.), The crusade against Slavery.
4. Véase más adelante, II parte, cap. II: Crisis políticas del siglo XIX.
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5. NÉRÉ (J.), La Guerre de Sécession, pág. 10.
6. HODDER (F. H.), The Autorship.
7. RUSSEL (R. R.), What was the compromise.
8. NEVINS (A.), The Ordeal of the Union, vol. II, pág. 98.
9. NICHOLS (R. F.), The Disruption y The Kansas-Nebraska Act.
10. NICHOLS (R. F.), The Kansas-Nebraska Act.
11. CRAVEN (A. O.), Civil war in the Making, págs., 30-31.
12. Véase II parte, cap. II: “Las crisis políticas”, núm. 2: “La Guerra de Secesión”.
13. TUNC (A. y S.), Le Système Constitutionnel, vol. I, págs. 162-164.
14. En castellano apenas existen obras destacables referentes a este tema. En francés, las más notables son las de
BELPERRON (P.), La Guerre de Sécession, de valor muy desigual a causa de sus prejuicios pro sudistas; NÉRÉ (J.), La
Guerre de Sécession e Informations et Documents, núm. 151, 1961. La bibliografía norteamericana, en cambio, es
“innumerable” en el sentido etimológico de la palabra.
15. Véase el excelente artículo del general GAVIN (J.), Vers l'armée moderne, en “Informations et Documents”, núm. 151,
págs., 16-22.
16. Citado por GAVIN (J.), Vers l'armée moderne, pág. 17.
17. Citado por GAVIN (J.), Vers l'armée moderne, pág. 22.
18. En DONALD (D.), Toward a Reconsideration, pág. 102.
19. Véase II parte, cap. II: “Las crisis políticas”, núm. 3, “La Reconstrucción”.
20. MCKITRICK (E. L.), Andrew Johnson.
21. Para más detalles, véase TUNC (A. y S.), Le système Constitutionnel, págs. 185-198, y II parte, cap. III, para lo
referente a la enmienda 14.
a
22. NÉRÉ (J.), La Guerre de Sécession, pág., 126.
23. Véase II parte, cap. III: “El Sur”, núm. 2, “El Nuevo Sur”.
a
24. Sobre la enmienda 14. , II parte, cap. II: “Las crisis políticas”, núm. 3, “La Reconstrucción”. En francés pueden
consultarse CADOUX (Ch.), La Cour Supreme, y TUNC (A. y S.), Le Système Constitutionnel, vol. I.
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25. Una obra esencial es la de CREIGHTON (D. G.), John .4. Macdonald, vol. I.
26. GALBRAITH (J. S.), The Hudson's Bay Company, The Honourable Company.
RICH (E. E.), Hudson's Bay Company, que nos da el punto de vista oficial de la Compañía.
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CAPÍTULO IV
¿Una edad de oro?
Los historiadores americanos han aplicado a menudo el calificativo de Edad de Oro (Gilded Age) al
período comprendido entre el final de la Guerra de Secesión y los últimos años del siglo XIX.
Período excepcional para la vida económica, y sobre todo para la industria americana, durante el
surgieron grandes magnates de las finanzas, llamados socarronamente por el pueblo robber
barons1, señores ladrones. De este modo se enfrentaron dos interpretaciones opuestas, pero no
contradictorias. Lo que para una minoría fue la belle époque, constituyó, para gran número de
obreros y colonos, una época de trastornos. En efecto, el último cuarto de siglo XIX correspondió a
una fase de depresión. Al movimiento secular, con tendencia a la baja durante todo el siglo XIX, se
superpuso, desde 1873, un movimiento de larga duración (Ciclo Kondratieff), que correspondió a
una caída de precios, lo cual, en la terminología de Simiand, equivale a una “fase B” 2. Se está de
acuerdo en que estas depresiones favorecieron la concentración de empresas y el desarrollo
técnico, como ocurrió en América del Norte, y cuyas víctimas fueron los asalariados y colonos, que
no sólo vieron mermados sus ingresos, sino que quedaron expuestos a huelgas y paros y a sufrir
las consecuencias de los adelantos técnicos. En América del Norte, una clase social resultó
especialmente perjudicada: la de los colonos, los cuales resultaron directamente afectados por la
caída de precios de los cereales, del algodón y del ganado, en el momento en que el progreso de
la maquinaria agrícola (segadora, segadora-embaladora, empleo de la locomotora de vapor)
redujo las necesidades de mano de obra.
De ahí los dos aspectos complementarios de este período: la prodigiosa fortuna de unos y la
miseria de otros, junto a la aparición de los movimientos de protesta social, nuevos en la historia
de este continente, pero también origen de gigantescas realizaciones, que abrieron el Oeste a las
últimas oleadas de la colonización.
1. Las grandes realizaciones
¿En qué medida favoreció la Guerra de Secesión la industrialización de Estados Unidos? Esta
cuestión es objeto de un debate, que será tratado más adelante3. Aquí nos limitaremos a reconocer
que, en el plano económico, muchas medidas importantes datan de estos años. Esencialmente se
trata, aparte la capital abolición de la esclavitud:
9
Del establecimiento de una elevada tarifa aduanera (Morrill, 1861).
9
De la creación de un sistema bancario nacional, el cual puso fin poco a poco a la anarquía
que reinaba desde la supresión del segundo Banco por Jackson (1863).
9
De la decisión de construir un ferrocarril transcontinental (1861 y 1864).
9
De la autorización para emplear trabajadores mediante contrato.
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La primera y la última de estas medidas se pudieron adoptar gracias a la ausencia de los delegados
del Sur en el Congreso. En este sentido, la guerra ejerció un efecto muy favorable sobre el desarrollo
económico. Más no hemos de olvidar que la industrialización había hecho ya grandes progresos
antes de 1860, y que constituyó el principal factor del triunfo del Norte en la lucha.
La inmigración permitió poblar el continente. Desde 1820 a 1860, unos 5 millones de europeos se
instalaron en los Estados Unidos, de los cuales el 50% procedían de las Islas Británicas. De 1860
a 1900, o sea, en otros cuarenta años, unos 14 millones atravesaron el Océano4, de los cuales,
más de 5 millones lo hicieron en el período comprendido entre 1881 y 1890. Se trata, sin duda, de
un fenómeno de masas, que aportó una mano de obra substancial para la valoración del país.
Desde luego, una parte de estos inmigrantes se trasladó espontáneamente al Nuevo Mundo. Pero
la entrada de trabajadores mediante contratos firmados en el extranjero, fue al principio autorizada
legalmente, luego fomentada, y finalmente tolerada al menos. Hubo quienes se dedicaron a
recorrer Europa en busca de mano de obra barata, ya miserable de por sí5. La emigración fue,
pues, menos espontánea de lo que podría parecer, ya que respondió a una necesidad de la
“política industrial”.
La construcción de ferrocarriles transcontinentales fue la mayor realización de estos años, tanto en
los Estados Unidos como en el Canadá. El primero de ellos fue la Union and Central Pacific,
construido por dos Compañías, la Union Pacific, que partía de Omaha y se dirigía hacia el Oeste, y la
Central Pacific, que inició el tendido hacia el Este desde Sacramento. Las dos líneas confluyeron en
Promontory (Utah) el 10 de mayo de 1869, fecha histórica en adelante. Una empresa de tal calibre
sólo pudo realizarse gracias a los préstamos reembolsables del Estado federal, a los capitales
ingleses y a las distribuciones de tierras, de unas 20 millas de longitud, a lo largo del tendido férreo.
En 1881 se abrieron nuevas vías: una, hacia el sur de California, construida simultáneamente por la
Atchison, Topeka and Santa Fe, partiendo de Kansas City, y por el Southern Pacific, desde los
Ángeles: Ambas líneas se unieron en Nuevo Méjico. La otra, hacia Oregón, se empezó a proyectar
ya en 1864, pero fue interrumpido por el crac financiero de 1873 y reanudado luego por Henry
Villard, con ayuda de capital alemán. James Hill, deseoso de atraer el tráfico del Canadá, consideró,
ya en 1878, la posibilidad de construir otra línea hacia el Noroeste. Pero, al no lograr concesiones de
tierras, la construcción avanzó muy lentamente y no se acabó hasta 1893. Así, cuatro líneas
atravesaban el continente americano a finales del siglo XIX, aparte otras de menor importancia.
Gracias a ello, Chicago se convirtió en el centro de comunicaciones del continente y se abrió el
Oeste a la colonización. Las compañías para atraer a los emigrantes los seducían con el señuelo de
tierras bien situadas, cerca de centros de población y de los lugares de intercambio que
constituían entonces las estaciones. Por otra parte, la construcción de los ferrocarriles agravó el
problema indio: no sólo los autóctonos veíanse acosados en sus propias tierras, sino que la
sistemática lucha contra el bisonte los arrancó de sus ocupaciones pastorales y los privó de las
bases de su existencia material6.
Canadá siguió este mismo proceso con un cierto retraso. La incorporación de la Columbia británica
al dominio en 1871, planteó el problema de una unión del Este con el Oeste. Ya hemos visto cómo
algunos hombres de negocios americanos habrían deseado realizar esta unión en el territorio de
los Estados Unidos, pero John Macdonald, primer ministro, luchó por el triunfo de una solución
canadiense. En 1880 se constituyó un sindicato financiero, con la participación de importantes
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capitales europeos y americanos (Grupo J. Hill), el cual inició la construcción del Canadian Pacific
Railway (C. P. R.), que se acabó de construir, con una rapidez excepcional, en 1885, entre la orilla
norte del Lago Superior y Vancouver, atravesando la garganta de Kicking Horse, en las Montañas
Rocosas. Un segundo transcanadiense, el Canadian Northern, proyectado en 1901 e inaugurado
en 1915, unía Winnipeg, Edmonton y Vancouver. Un tercero debía satisfacer las necesidades de
los habitantes del norte de Quebec y del norte de Ontario y unir la Pradera con Princep Rupert en
lugar de Vancouver. Iniciado en 1903, principalmente con capital inglés, el Grand Trunk Pacific
Railway se abrió al tráfico en 1914. Estos dos transcontinentales hubieron de afrontar, desde el
principio, enormes dificultades financieras, hasta el extremo de que el gobierno de la
Confederación vióse obligado a proseguir, en 1919, la explotación de los mismos, fundidos bajo el
nombre de C. N. R. (Canadian National Railways), mientras que el C. P. R. fue el único que siguió
perteneciendo a una empresa privada.
La influencia del ferrocarril sobre la valoración del Oeste canadiense fue aún más radical que en los
Estados Unidos, en la medida en que el centro del continente se hallaba casi despoblado. Winnipeg,
que contaba sólo con algunos millares de habitantes en 1880, convirtióse en el principal mercado de
la Pradera, y fueron constituyéndose núcleos de población a lo largo de la vía férrea: Regina y
Calgary. Saskatchewan y Alberta, provincias encerradas entre Ontario y Columbia, entraron en la
Confederación en 19097. Pero las consecuencias fueron aún más dramáticas que en Estados Unidos
para los indios y mestizos de los antiguos territorios del Noroeste (ex-propiedad de la Compañía de
la Bahía de Hudson): la supresión de la Compañía provocó una primera rebelión en 1869; otra,
infinitamente más grave, estalló en 1885, cuando el gobierno decidió hacer sedentarias a las
poblaciones de La Pradera para atraer colonos. La rebelión de Riel fue el último sobresalto8.
Así, pues, indirectamente, los transcontinentales hicieron de América del Norte un continente
enteramente blanco.
Un aspecto mucho más espectacular del desarrollo económico lo representaron los trusts, formas de
organización específicamente americana. La Standard Oil, fundada en 1870 por John D. Rockefeller
en unión de cinco asociados, sustituyó a una refinería de petróleo de Ohio. La Standard Oil fue
adquiriendo sistemáticamente todas las refinerías, primero en Ohio y luego en el Estado de Nueva
York, Pensilvania (a la sazón principal Estado productor de petróleo) y Kentucky, lo cual le permitió
fiscalizar la distribución. Pero había un problema: el transporte. Entonces inició una encarnizada
lucha con las compañías de ferrocarriles y de oleoductos, terreno en el cual logró imponerse
también. En 1879, la Standard Oil, junto con las compañías dominadas por ella, poseía del 90 al 95
% de las refinerías del país y contaba con medios de transportes y de distribución muy poderosos,
tanto en el interior como en el extranjero. Desde 1879, la Standard Oil, hasta entonces empresa de
Ohio, fue convertida en trust. Las participaciones procedentes de fuera de este Estado se confiaron a
nueve administradores o trustees, encargados de los intereses de la compañía bajo la dirección de
Rockefeller. Estas participaciones estaban representadas por acciones de la Standard Oil, aunque el
activo real era desconocido por el público. El término trusts apareció oficialmente en 1882. Esta
estructura duró hasta 1892, fecha en que una nueva legislación de Ohio obligó a la Standard Oil a
disolver el trust y a fragmentarlo en veinte unidades, teóricamente independientes entre sí. En
realidad siguió aplicándose una política común, y en 1899, aprovechando unas disposiciones favorable, de Nueva Jersey, Rockefeller reconstituyó su trust y lo “incorporó” a este Estado con el nombre
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de Standard Oil of New Jersey; su capital era de 110 millones de dólares, representado por las
nuevas acciones emitidas a cambio de las de las distintas sociedades “independientes”.
Este principio de siglo fue la edad de oro de la Standard: refinó el 87 % de los productos
petrolíferos americanos, dominó el 85 % del comercio nacional y el 90 % del de exportación y
monopolizó los transportes de petróleo al este del Mississipi. Los dividendos repartidos pasaron
del 5,25 % en 1882, al 30 % en 1898 y al 48 % en 1906.
Su posición era excepcional tanto en el mercado interior como en el mundial. Pero se derrumbó en
1911 al ponerse en vigor la legislación antitrust, y el Tribunal Supremo la obligó a escindirse en 33
compañías independientes. El trust Rockefeller se desmoronó9.
Entonces se crearon otros monopolios: en la alimentación, la Sugar Refining Cy; en las
comunicaciones, la American Bell Telephone; en la industria tabacalera, la American Tobacco
Company; en los ferrocarriles, las Northern Securities, que asociaban los nombre de J. Hill, J. P. Morgan y Harriman en una compañía holding que reunía a tres ferrocarriles transcontinentales: el Great
Northern, el Northern Pacific y el Burlington. Finalmente, la fusión de los intereses Carnegie y J. P.
Morgan originó, en 1901, el “gigante del acero”, la United States Steel, cuyo capital real superaba
ampliamente los 1000 millones de dólares. La nueva Compañía regulaba más de la mitad de la
producción de las fundiciones, el 60% de la de acero, la casi totalidad de las minas de hierro y de los
minerales de los Grandes Lagos, la fabricación de alambre (importantísimo para el cercado de
pastos en el Oeste) y tubos de acero, y las 9/10 partes de la construcción de puentes de hierro10.
Durante esta edad de oro nacieron grandes potencias económicas.
2. Reacciones y descontentos
La formación de verdaderos imperios en manos de intereses privados no podía dejar indiferentes a
sus víctimas: campesinos y trabajadores de fábricas. A diferencia de los países europeos, el
gobierno federal intervino muy poco o no intervino en absoluto. En efecto, el último cuarto del siglo
XIX fue efectivamente un período de atonía gubernamental derivado, en gran parte, de las crisis
precedentes. La institución presidencial, elevada a su cenit por Lincoln, sufrió el contragolpe de la
acusación de Johnson: sus sucesores -tal vez con la única excepción de Grover Cleveland- fueron
personalidades de segunda categoría, que raramente se aventuraban por el camino del poder
personalmente. La potencia política había pasado a manos del Congreso, claramente dividido,
desde entonces, en republicanos y demócratas. Pero, en este Congreso, los lobbies dominaban a
los partidos e imponían los intereses de sus comitentes, más fieles que nunca a una política liberal
de la que sacaban el mayor partido, ya que dominaban la legislatura. De aquí aquella extraña
hipocresía que abandonaba a los débiles a su propia suerte y permitía que los más fuertes
organizaran libremente sus sistemas de dominio. Por otra parte, el darwinismo, que tanto éxito
tuvo en América del Norte, seguía una línea semejante. La especie humana había alcanzado su
actual grado de desarrollo a través de una selección natural; así lo que debía hacerse era dejar
que actuaran libremente los factores naturales. Por tanto, este interés no era sólo gubernamental,
sino que se hallaba en todos los movimientos desarrollados en el país.
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a) ENTRE LOS CAMPESINOS
Durante mucho tiempo, los historiadores han estado ofuscados por los movimientos sociales de
origen rural, y algunos han sacado de ello la precipitada conclusión de que los Estados Unidos
diferían de Europa en que allí no había proletariado ni luchas de clases11. Este punto de vista no se
acepta ya, aunque no por ello deja de ser cierto que el mundo rural vivía infinitamente más agitado
que los trabajadores de las ciudades.
Los campesinos sufrían un doble mal: baja de los precios y opresión draconiana de los monopolios.
El precio del trigo bajó casi a la mitad entre 1870 y 1896, y lo mismo ocurrió con otros productos
importantes: maíz, algodón, tabaco y carne. ¿Por qué? Además de la baja de los precios, general
desde 1873 (fase B), conviene señalar la competencia de nuevos productores: Argentina, RusiaSiberia... Con análogas cosechas, los campesinos comprobaban que percibían la mitad de los
ingresos de antes. Pero cuando compraban nueva maquinaria agrícola, indispensable ya en un país
donde la mecanización era general, el coste de dicha maquinaria era siempre el mismo, si no más
elevado. No debe extrañar, por tanto, que denunciaran a los monopolios, a los trusts y a los consorcios industriales que los explotaban, empezando por las compañías de ferrocarriles, de las cuales
dependían estrechamente para transportar sus productos en bruto. Los acusaron de establecer
tarifas demasiado elevadas, en beneficio de las sociedades industriales. Este descontento, muy vivo
en las dos grandes regiones agrícolas, el Sur y el Oeste, tuvo su expresión en tres movimientos
sucesivos: De 1869 a 1875 los grangers, nacidos en el valle medio del Mississipi, que lucharon
contra los monopolios mediante la creación de cooperativas y la promulgación, en los Estados
agrícolas, de una legislación contra los abusos, invalidada poco después por el Tribunal Supremo.
Entre 1878 y 1883, los green backers, partidarios de la inflación del papel moneda, de los dólares
con el dorso verde.
A fines del octavo decenio del siglo XIX se crearon las “alianzas de campesinos” simultáneamente
en el Norte y en el Sur. En 1892, en la convención de Omaha, decidieron fusionarse para constituir
el partido populista y llevar la lucha al plano político.
Estos tres movimientos tenían un punto común: la demanda de precios más elevados mediante el
recurso de la inflación ya fuese de papel moneda, ya, más generalmente, de moneda de plata.
Estados Unidos eran un país bimetalista, donde la extracción de oro bajó mucho desde que se
agotaron las minas de Colorado y California. Pero, en contrapartida, se descubrieron nuevos
yacimientos de plata en los Estados del Oeste, precisamente en aquellos en que los campesinos
sufrían más la depresión agrícola. ¿Por qué no reanudar la acuñación de moneda de plata,
suspendida en 1873, al objeto de crear una ligera inflación favorable a los campesinos y
beneficiosa para los Estados del Oeste? De este modo, la “libre acuñación de moneda de plata” se
convirtió en el slogan de todos los descontentos y en el signo común de todos los movimientos
sociales de origen rural12. Los partidarios de que se acuñara moneda de plata presionaron al
Congreso y obtuvieron algunos éxitos parciales (ley Bland-Allison de 1878; Sherman Silver
Purchase Act, de 1890), dejando al partido populista, después de 1892, el cuidado de renovar
estas reclamaciones.
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b) EN LAS CIUDADES
El descubrimiento de los abusos de la industrialización y de la miseria en las ciudades constituyó
para muchos americanos un motivo de asombro, después de las revelaciones de los periodistas que
T. Roosevelt llamó, más tarde, los muckrakers, o “buscadores de escándalos” 13. Desde 1894, Henry
Demarest Lloyd atacó, en Wealth against Common-wealth, a la Standard Oil. Pero ya antes, Jacob
Riis en su obra Cómo vive la otra mitad, había denunciado los tugurios, la explotación de los
inmigrantes por propietarios y patronos sin escrúpulos y los excesos del sweating system, sobre todo
entre los obreros textiles. Cientos de miles de inmigrantes llegaban cada año a un país cuyo idioma
no conocían con frecuencia y aceptaban, por no comprenderlas, unas condiciones de trabajo
draconianas. Reducidos a la impotencia, ignorados y separados de los obreros especializados que
se agrupaban en sindicatos poco numerosos, los Caballeros del Trabajo, luego la American
Federation of Labor, no podían hacer oír sus quejas14. Por eso sus protestas pasaron inadvertidas
durante tanto tiempo. No constituían un proletariado propiamente dicho, pues estaban demasiado
fragmentados entre nacionalidades diferentes y rivales entre sí (los irlandeses detestaban a los
eslavos o a los judíos de la Europa Central), sino una serie de subproletariados independientes.
Sin embargo, los problemas de la plebe urbana no pasaron inadvertidos para ciertos reformadores,
y en los últimos años del siglo XIX empezó a expresarse un socialismo americano que tenía, en
común con el de Europa la desconfianza más absoluta hacia la política del laissez-faire. Así,
Edward Bellamy, el más radical de todos ellos, con su novela Mirando hacia atrás (Looking
Backward, 1888)15 y, sobre todo, Henry George, más escuchado y penetrante, gracias a su ensayo
Progreso y pobreza (Progress and Poverty) recusaron el laissez-faire. Éstos fueron los hombres
que revelaron al público la miseria y esbozaron soluciones para impedir que la riqueza fuera
acaparada por una minoría.
En la atonía política de este final de siglo, este doble descontento tenía sólo débiles repercusiones
prácticas. La política del laissez-faire apenas resultó afectada: en 1887, una ley sobre el comercio
entre los Estados trató de remediar algunos abusos en los transportes; en 1890, el Congreso votó
la ley Sherman contra los trusts, de oscuro significado y nula en su aplicación16. Más significativo
fue el voto, el mismo año, de una nueva tarifa aduanera, llamada de Mc Kinley, ultraproteccionista
(el nivel de los derechos fue subido en un 50%), que satisfizo a los intereses industriales.
Los negocios se hallaban por encima de todo, y medidas tan llenas de consecuencias para el
porvenir como la ley Pendleton -que, en algunos empleos, sustituyó el spolis system, en vigor
desde la época de Jackson, por el sistema del mérito, y que creó un civil service y, por tanto, un
cuerpo de funcionarios federales- pasaron prácticamente inadvertidas.
3. Articulación de 1896
La doble oposición de los granjeros y de los medios urbanos, ¿se traduciría, políticamente, en el
mantenimiento, a un nivel público, de un tercer partido, el populista, como tal vez hizo creer la
elección presidencial de 1892? En este sentido, las elecciones de 1896 tuvieron una importancia
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única en la historia de los Estados Unidos, tanto más cuanto que coincidieron con el período
culminante del descontento rural17.
La política, que había abandonado sus derechos desde la reconstrucción, volvió a hacer uso de los
mismos: jamás, desde 1860, se había desarrollado una campaña electoral tan animada ni establecido
una diferenciación tan clara en los programas de los distintos partidos. De un lado, el partido
republicano, hábilmente dirigido por el gran negociante Marcus Hanna, se puso rápidamente de
acuerdo sobre la candidatura de Mc Kinley, que contaba con la simpatía de los hombres de negocios
por su tarifa, y que era sostenido por el dinero de los medios capitalistas del Este. Por el otro, los
demócratas, "que ocuparon la presidencia con Cleveland, el cual se hizo muy impopular en los medios
agrarios, buscaron un candidato que lograra conmover a las masas y para ello eligieron a W. J. Bryan,
hombre del Oeste, de 36 años y excelente orador. Por último los populistas, muy divididos, decidieron
no escoger a ningún candidato y dieron sus votos a Bryan. Se enfrentaron, pues, dos hombres
(además de las inevitables candidaturas de menor importancia) con programas muy claros: Mc Kinley,
favorable a los intereses del big business, y Bryan, defensor de la libre acuñación de moneda de plata,
y, de consiguiente, portavoz de las clases trabajadoras. Este último recorrió unos 30000 km. en tren y
pronunció más de 600 discursos. Por su parte, Mc Kinley dejó actuar al dinero, el cual fue distribuido
parsimoniosamente, aunque con mucha prudencia, por M. Hanna.
Los resultados fueron muy nivelados: Bryan consiguió 6492000 votos, y Mc Kinley 7102000. El
primero los obtuvo del Sur y del Oeste, es decir, de los Estados agrícolas. Mc Kinley venció en el
Este industrial y comerciante; pero -fenómeno significativo- ganó también para su causa a los
Estados ribereños de los Grandes Lagos, Wisconsin, Minessota, Iowa y Dakota del Norte, así como
Oregón y California. Por tanto, Bryan no pudo triunfar en todos los Estados agrícolas y, sobre todo,
en ninguno de los industriales. Si la mayoría de los campesinos se dejaron arrastrar por la promesa
de libre acuñación de la plata, no ocurrió lo mismo con los trabajadores de las ciudades. Jamás se
observó una división tan clara entre los intereses divergentes de los campesinos y de los obreros.
Las elecciones de 1896 constituyeron, a corto plazo, un fracaso para los reformadores: fue la
derrota del populismo. Mas la prosperidad se restableció casi inmediatamente, al invertirse la
coyuntura. La adopción del monometalismo del oro en 1900 no cambió para nada la situación
económica ni levantó oposición alguna. A la larga, las elecciones de 1896 constituyeron el índice
de una transformación capital en la política americana: pusieron de relieve un nuevo interés por la
vida pública y prenunciaron una era de reformas, que los excesos del laissez-faire habían hecho
indispensable.
Notas Del Capitulo IV
1. JOSEPHSON (M.), The Robber Barons, NEVINS (A.), y JOSEPHSON (M.), Should American History? Véase más
adelante, en la II parte, cap. VI, “La Sociedad industrial”.
2. Sobre este problema, consultar LESOURD (J. A.) y GERARD (C.), Histoire economique, XIX et XX siècles (Paris, 1963),
págs. 123-142.
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3. II parte, cap. V: “El crecimiento económico”, 3, “Crecimiento económico y take-off”.
4. Véase más adelante, Estadísticas de la población, sobre todo el número 4.
5. Véase en la II parte, cap. VI, “La sociedad industrial”, 3, “Inmigración y poblamiento”. Sobre las condiciones de la vida de
los inmigrantes, véase HANDLIN (O.), The Uprooted.
6. Una exposición breve y bien documentada puede encontrarse en STOVER (J.), American Railroads.
7. INNIS (H. A.), A History of the Canadian Pacific.
8. GIRAUD (M.), Le metis canadien. STANLEY (G. F.), The Birth of Western Canada (volumen XII), y LOUIS RIEL. Véase
en la I parte, cap. I: “Problemas de la historia canadiense”, 2.
9. TARBELL (I.), The History of the Standard Oil, hostil y no científica; HIDY (R. W.) y HIDY (M. E.), History of the Standard
Oil, basada en la consulta de archivos.
10. Todavía no existe una historia de la U. S. Steel; a falta de ella, puede consultarse COCHRAN (Th. C.), y MILLER (W.),
The Age of Enterprise; MILLER (W.), Men in Bussiness; FAULKNER (H. U.), The Decline of Laissez-faire.
11 Se encuentran algunos puntos de vista en COMMONS (J.R.), Y OTROS, History of Labor, transcritos en la introducción
de PELLING (H.), American Labor.
12. HICKS (J. D.), The Populist Revolt; HUTTER (IT.), El problema de la moneda de plata.
13. REGIER (C. C.), The Era of the Muckrackers.
14. MARJOLIN (R.), L'évolution du Syndicalisme; PELLING (H.), American Labor, y HIGHAM (J.), Strangers in the Land.
15. Véase en la II parte, cap. IV: “El movimiento reformista”, I. “Orígenes”.
16. Sobre este tema existe una copiosa bibliografía. Véase preferentemente, THORELLI (H. B.), The Federal Antitrust Policy.
17. WHICHER (G. T.), W. J. Bryan; GLAD (P. W.), William J. Bryan; BEER (Th.), Hanna; HOFSTADTER (R.), The American
Political Tradition, págs. 183-202: “W. J. Bryan, The Democrat as Revivalist”.
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CAPÍTULO V
El gran cambio
En 1896 se produjo un triple cambio en los dos países de América del Norte. En el plano político, el
acceso de nuevos equipos al poder: en el Canadá, los liberales, con Wilfrid Laurier, sustituyeron a los
conservadores, que permanecían en el poder desde que se creó la Confederación; en Estados
Unidos, paradójicamente, la caída de los populistas abrió el camino al reformismo. En el plano
económico, la inversión de la coyuntura y el comienzo de un período de prosperidad que durará
hasta 1929, aunque interrumpido por numerosas crisis cíclicas violentas, pero breves, en 1903, 1907
y 1920. En el plano diplomático, el inicio de la expansión americana y el ascenso de Canadá al rango
de potencia. En resumen, América tomaba conciencia de sus nuevas responsabilidades mundiales.
1. Hacia el imperialismo
Finalizó el siglo XIX sin que los Estados Unidos se hubieran visto envueltos en aventuras
internacionales. En 1867 habían comprado -siguiendo la tradición de Luisana, Florida y las
Fronteras mejicanas- Alaska a los rusos, mediante el pago de 7200000 dólares, sin intervención
militar alguna. En 1898 se inició la primera operación ofensiva contra España. El balance de la
misma fue el establecimiento de la potencia americana fuera del continente: ocupación de Cuba,
cesión de Puerto Rico, de Guam y de las Filipinas. ¿A qué se debió este cambio tan violento?
Hay que descartar, ante todo, una explicación: la necesidad de mercados o de materias primas,
aunque ésta sea la explicación más seductora. La mayoría de los historiadores opinan que, en 1898,
el mercado interior, gigantesco, ofrecía tales posibilidades de expansión que no eran necesarias las
aventuras exteriores. Más aún, los medios financieros mostrábanse opuestos a tales aventuras.
“Sólo los americanos que tenían en Cuba plantaciones de caña de azúcar reclamaban una
intervención. Pero... las agrupaciones económicas no presionaban al Gobierno para que actuase...
Los medios financieros no pensaban aún en recurrir a la guerra como medio para favorecer sus
intereses” 1. Sólo hasta 1898 -momento en que estalló el conflicto-, la Asociación Nacional de
Industriales, poderoso lobby que agrupaba a los representantes de los patronos, insistió en la
búsqueda de mercados. Los medios capitalistas temían más los trastornos que la guerra pudiese
causar en sus negocios, que el provecho que pudieran sacar de la misma a largo plazo.
El imperialismo americano obedeció a múltiples causas. En primer lugar, existió una estrecha
correlación entre el final de la frontera y el principio de la expansión2. Cuando, al publicar el censo de
1890, los americanos se enteraron de que había desaparecido la frontera, tuvieron la falsa impresión
de que había terminado la conquista del continente y de que se les imponían nuevas tareas fuera del
hemisferio. Había aún algunas tierras vacantes o en débiles manos, de las que podían muy bien
apropiarse. Algunos historiadores interpretan incluso la tesis de Turner como una invitación a las
conquistas de ultramar3. Aunque sin ir tan lejos, no cabe duda alguna de que el imperialismo tomó
cuerpo tan pronto como quedaron solucionados los más importantes problemas interiores.
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Esta concepción era compartida por determinadas corrientes intelectuales de la época. De una parte,
la idea del Manifest Destiny -ya expresada a mediados del siglo XIX para justificar la adquisición de
Texas, Oregón y Alaska- volvió a ser adoptada durante los últimos años de aquel siglo, por
historiadores como John Burgess. Y esta doctrina tuvo tanto más éxito cuanto que concordaba con el
mito de la superioridad del hombre blanco, y, más particularmente, del anglosajón, muy en boga en
esta época. Los Estados Unidos, convencidos de su superioridad política, tenían una “misión” que
cumplir con respecto a los “bárbaros”. Su cometido era el de relevar al imperialismo británico, cuya
decadencia se señalaba ya en África del Sur4. La propaganda de ciertos medios religiosos trabajaba
en el mismo sentido. Muchas sectas protestantes consideraban a su religión como la del futuro y la
que mejor se adaptaba a una sociedad democrática, según la opinión del pastor Josiah Strong en su
muy difundida obra Nuestra Patria (1886).
Junto a estos argumentos morales, Alfred Mahan, oficial de marina, expuso otros razonamientos
más pragmáticos en sus obras de gran difusión, publicadas hacia los años noventa. Siguiendo las
enseñanzas aportadas por las guerras de la revolución y del Imperio*, Mahan restituyó a la
estrategia naval una importancia desconocida por los teóricos de la guerra. Según él, da potencia
duradera, esencial, es la potencia marítima. A la larga, siempre gana el que domina el mar. Un
país adquiere colonias si posee una fuerte marina... Los Estados Unidos, ricos y con vastos
territorios, podrían ser incitados a una especie de “pereza” naval que, si se prolongaba, podría ser
fatal. Toda su obra tenía por único objetivo convencer a sus compatriotas, pues creía que la
reforma por él deseada no se podría cumplir de forma duradera si no se lograba persuadir a la
opinión pública de que la desease también5. La expansión americana era, pues, natural y
necesaria aunque no tanto, según Mahan, por medio de colonias, como a través de bases navales,
bien situadas a lo largo de las rutas comerciales. De este modo, Mahan deseaba el desarrollo de
la flota de guerra americana. Estas sugestiones tuvieron un alcance tanto más considerable cuanto
que las adaptaron políticos eminentes, como Henry Cabot Logde, formado en un ambiente de
negocios muy importantes de Massachussets y miembro de la Comisión de Marina en la Cámara
de Representantes, y Teodoro Roosevelt, nombrado, en 1897, subsecretario de marina, antes de
ser elegido Presidente de los Estados Unidos. Roosevelt y sus sucesores en la Marina
consagraron sus esfuerzos en dotar a los Estados Unidos de una poderosa marina de guerra que
en 1890 ocupaba el sexto lugar entre las marinas mundiales (122000 tons.) ; en 1900, el cuarto; en
1907, el segundo (611000 tons.), y en 1911, el tercero, detrás del Reino Unido y Alemania (773
000 tons.). La “Gran Flota blanca”, compuesta por 16 nuevos acorazados, había sido botada
entonces. Estados Unidos poseían el elemento indispensable para el imperialismo, aunque, contra
la advertencia de Mahan, fueron aventajados por Alemania.
En el momento de la inesperada subida de Teodoro Roosevelt a la Presidencia, los Estados Unidos
habían operado ya la mutación de su política exterior. Pero fue Roosevelt el que contribuyó, más que
nadie, a dar a su país responsabilidades mundiales. Indudablemente, estaba preparado para ello por
sus cargos anteriores y su experiencia durante la guerra hispanoamericana. Sobre todo aportó una
doctrina coherente, como han demostrado recientes historiadores: Howard K. Beale y John M-Blum6.
Algunas naciones recibieron misiones especiales de protección: así, Inglaterra en África e India;
Japón, en Extremo Oriente, y Estados Unidos, en América. No creía en el mito del hombre blanco,
sino en la distinción entre naciones superiormente civilizadas y naciones bastardas. Como declaró
ante el Congreso en 1902, “la creciente interdependencia y complejidad de las relaciones
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internacionales, tanto políticas como económicas, imponen cada vez más a las naciones civilizadas y
organizadas el ejercicio de su propia política policial a través del mundo” 7.
Para los Estados Unidos, la consecuencia fue lo que se ha dado en llamar Corolario de Roosevelt
a la doctrina de Monroe. Dando por sentado que el hemisferio occidental -entiéndase americanono debía sufrir más injerencias europeas, correspondía a los Estados Unidos dicha labor policial si
las necesidades lo exigían. Así, la doctrina de Monroe se transformó en un instrumento de
intervención en las repúblicas latinoamericanas. Roosevelt lo expuso claramente en su mensaje al
Congreso el 2 de diciembre de 1904: “Los incidentes crónicos y la incapacidad (de algunos
gobiernos)... pueden, tanto en América como en otras partes, requerir la intervención de una
nación civilizada, y, en el hemisferio occidental, la adhesión de los Estados Unidos a la doctrina de
Monroe puede forzarlos, a pesar suyo, a ejercer poderes de policía internacional en los casos en
que no ofrezcan duda alguna tales incidentes o incapacidades”. En virtud de estos principios,
Roosevelt intervino en Venezuela, en el Mar Caribe, de una manera a veces brutal.
Estas intervenciones en el Caribe fueron un preludio de lo que puede considerarse como el gran plan
de Roosevelt: apoderarse de Panamá y abrir el istmo. La estrategia de Mahan se fundamentaba en
la posesión de tres bases, que formarían el “triángulo occidental”: Hawai y Alaska, que ya poseían
los Estados Unidos y Panamá, a la sazón bajo el dominio colombiano. Tras haber fomentado la
revolución de 1903, Roosevelt proclamó que Colombia se había mostrado incapaz de mantener el
orden en el istmo y que, por tanto, correspondía a los Estados Unidos asegurar la protección del
comercio y del tráfico de las “naciones civilizadas” y encargarse de la construcción de un canal. Así
logró asegurarse la posesión de aquella base esencial para proteger los intereses americanos, punto
de contacto de dos continentes. Roosevelt no dudó en recurrir a los más rudos medios de
intervención, incluso a la guerra, lo cual no podía causarle remordimiento, convencido, como estaba,
de que se hallaba en juego el futuro de su patria. Así era la política de big stick, del gran bastón.
John Blum ha dicho, acertadamente, que si Roosevelt hubiera sido elegido en 1912, ¡habría
intervenido en Méjico, para restaurar el orden e impedir la revolución!
El imperialismo americano, encarnado en Roosevelt, estaba destinado a sobrevivirle, ya que había
canalizado en él ciertas tendencias de su tiempo. No cabe, pues, duda de que los Estados Unidos
habían iniciado una nueva era, ya que desde entonces quedarán ligados a los destinos de América e
incluso del mundo. En este sentido, su papel de mediadores entre Rusia y Japón, en 1905, simbolizó
la promoción al rango de gran potencia y prenunció su intervención en la primera guerra mundial.
Aunque introduciendo algunos matices, la política de Roosevelt fue proseguida por sus sucesores,
ya se tratase de la diplomacia del dólar, ya del moralismo wilsoniano. En el primer caso, la
intervención quedaba justificada por la protección de los intereses financieros o económicos, tal
como explica Taft: “Si bien es vez verdad que nuestra política exterior no se debe apartar... del recto
camino de la justicia, ello no excluye en absoluto una intervención tendente a asegurar a nuestras
mercancías y a nuestros capitalistas facilidades para realizar inversiones provechosas, fuente de
beneficios para ambas partes interesadas” 8. De este modo se instauró una nueva forma de
intervención en la cual la acción seguía a los capitales nacionales, como sucedió en Nicaragua en
1912, o en China. El moralismo wilsoniano reemprendió una tradición difundida en toda la historia de
los Estados Unidos: la de su misión civilizadora, de la necesidad de que las demás naciones se
aprovechasen de sus progresos. “Nosotros jamás nos apartaremos del principio de que nos debe
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guiar la moralidad, no la oportunidad, y no aceptaremos jamás la iniquidad con el pretexto de que es
cómodo hacerla” 9. Esta política no comportó en Wilson hipocresía alguna, aunque sí le acarreó
fracasos, como su intervención en la revolución mejicana en 1916.
Big stick, dollar diplomacy y moralismo son tres aspectos distintos del mismo cambio: el acceso de
los Estados Unidos al rango de potencia internacional.
En lo tocante a política extranjera, la situación de Canadá era completamente distinta, puesto que
su destino estaba ligado al del Reino Unido. Sin embargo, durante los últimos años del siglo XX,
Canadá tomó conciencia del carácter específico de sus propios intereses, particularmente en lo
tocante a sus relaciones económicas con el exterior: situada en la órbita de los Estados Unidos,
recibió su influencia, aun cuando fuese sólo por su moneda, estrechamente ligada al dólar
americano. Al mismo tiempo, debía protegerse contra la acción a menudo excesiva, de su
poderoso vecino sobre las materias primas y el mercado de capitales10. También Canadá se
emancipó para asumir sus propias responsabilidades en política exterior. En mayo de 1909, el
Parlamento canadiense autorizó la creación de un ministerio de Asuntos exteriores, puesto, en
1912, bajo la autoridad del primer ministro (no del gobernador general).
2. Necesidad de reformas
Los primeros años del siglo XX fueron por antonomasia, el período de las reformas que los
historiadores americanos designan con el nombre de progresismo. Todavía se interrogan sobre su
naturaleza y significación, y la importante bibliografía de estos últimos años prueba la actualidad
de esta cuestión11. Pero, más allá de la diversidad de opiniones, se puede considerar como
definitivamente aceptado cierto número de puntos.
Primer punto: El porqué de las reformas. Después de las elecciones de 1896, predominaba la
opinión de que el espíritu reformista había sido vencido. Más, por el contrario, llegó a su punto
culminante entre 1901 y 1917, ante todo, con el New Nationalism y el Square Deal, de Teodoro
Roosevelt, y luego con el New Freedom (Nueva Libertad), de Woodrow Wilson. Las reformas
llegaron a ser una imperiosa necesidad, pues no se trataba ya sólo, como en tiempos del populismo,
de la reivindicación de una minoría de agricultores. Samuel Hays valora acertadamente su carácter:
“La industrialización había creado, mucho más de lo que podamos imaginar actualmente, disparidades en la riqueza y en las divisiones de clases. (Los movimientos) constituían una reacción no ya
sólo contra el gran capital y la forma en que afectaba a la vida de los americanos. Las gentes de esta
época buscaban algo más que someter al capital; trataban de estar a la altura de todas las
manifestaciones de la transformación industrial” 12. No se planteaba simplemente un conflicto entre
ricos y pobres, o entre las clases urbanas y las rurales. En muchos casos, el deseo de reformas
provenía de grupos burgueses, que deseaban mejorar la condición de las clases trabajadoras,
mientras que en estas últimas se comprueba cierto conservadurismo y una oposición a las reformas
cuyos beneficiarios serían a la larga. Por lo demás, ya hemos visto como los obreros de las
ciudades no siguieron a los populistas reformistas en las elecciones de 1896. En general, el
progresismo fue la búsqueda de un ajuste, en un mundo completamente transformado por el
empuje industrial, de una sociedad modelada aún por el pasado. Pero fue también la necesidad de
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una adaptación a las nuevas condiciones de la inmigración en un continente cuya frontera había
desaparecido, y con ellas las inmensas posibilidades del Oeste. En comparación con los 5
millones de inmigrantes llegados en la década de 1881-1890, los Estados Unidos acogieron más
del doble (unos 9 millones) durante los diez primeros años del siglo XX. Se alcanzó la cifra máxima
en 1914, con 915000 nuevos inmigrados. La política del laissez-faire, que había sido la línea de
conducta del siglo anterior, dejó de ser viable; al reducirse las posibilidades se corría el riesgo de
que los fuertes oprimieran a los débiles. Se imponía, la intervención no sólo en favor de un grupo
social (lo cual era propio del populismo), sino de todos.
Aunque menos evidente en Canadá, no por ello fue menos importante el cambio. La población del
dominio, que había aumentado alrededor de 500 000 habitantes por década entre 1871 (primer
censo, 3689000 habitantes) y 1901 (5375000), aumentó en casi dos millones durante la primera
década del siglo XX (1911, 7206000). Como en los Estados Unidos, se debió a la gran oleada de
la inmigración.
A diferencia de los períodos anteriores, planteóse un problema de asimilación. Los anglosajones
constituían tan sólo una minoría entre los inmigrantes, y los escandinavos o germánicos fueron
superados por les eslavos, italianos y levantinos, cuyo nivel de vida era muy bajo, y su cultura,
muy rudimentaria, e impermeables a menudo a la civilización del país que los acogía. En las
grandes ciudades se formaron auténticos “ghettos”, frecuentemente enemistados entre sí 13.
El progresismo no fue tampoco el monopolio de un partido político ni de una región determinada,
ya que fue, ante todo, pragmático. Roosevelt y Wilson fueron dos hombres del Este; pero, como
demuestra G. Mowry, “el movimiento tenía, en sus principios, un matiz de Middle West. Pero, hacia
1910, con la elección de W. Wilson en Nueva Jersey (como gobernador) y de Hiram Johnson en
California, convirtióse en nacional” 14. Situación típica, ya que el primero era demócrata, y el
segundo, republicano. Ambos partidos, pese a las diferencias entre sus respectivas clientelas,
actuaban en la misma dirección.
El movimiento se inició en los Estados. El ejemplo más conocido es el de Wisconsin, donde el
gobernador La Follette, con ayuda de algunos profesores de la Universidad de Madison, como
John Cominos y Robert Ely -respectivamente psicólogo y economista-, creó un “laboratorio de la
democracia”. Para que el movimiento pudiera tener éxito, aunque fuera parcialmente, a escala
nacional, era necesario que se impusiera el poder federal. En efecto, éste salió de su letargo -que
duraba desde Lincoln- a comienzos del siglo XX, cambio que resultó fundamental para el futuro de
la historia de Estados Unidos. En este sentido el papel de T. Roosevelt fue capital: fue el primer
presidente realmente popular desde Lincoln y Jackson, y cultivó esta popularidad con discursos de
un calor desusado en sus predecesores, con aficiones deportivas acordes con las de la masa y
con llamadas al patriotismo, que ilustraban bien su política exterior. Aprovechóse de su
popularidad para conseguir que se aceptara una nueva legislación reformista. Más, sobre todo, fue
un oportunista, lo cual le permitió hallarse dentro de las grandes corrientes de su época. También
logró dar a su cargo un brillo y una responsabilidad que jamás había tenido en el pasado15. De este
modo pudo convertirse en un instrumento de reformas, algunas de las cuales como el recurso a la
ley Sherman para luchar contra los monopolios, o el arbitraje entre mineros y propietarios de minas
en la huelga de la antracita (1902), iban en contra de las tradiciones de su partido. Arbitro y
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reformador, robusteció el poder presidencial. Aunque muy diferente, W. Wilson actuó en la misma
dirección. Si carecía del calor humano y verbal de su predecesor y no poseía el sentido del
oportunismo político, tenía un concepto muy elevado de sus poderes. “Opinaba que el poder
federal debía ser utilizado sólo para hacer eliminar privilegios especiales... y preservar o restaurar
la competencia en los negocios. La idea de que el gobierno pudiera intervenir en el terreno
económico... le horrorizaba tanto como una legislación de clase en beneficio de los industriales o
armadores” 16. Wilson tenía, pues, un concepto moral de su poder, como una especie de arbitraje
para impedir los excesos que pudiera sufrir tal o cual clase social.
La personalidad de los presidentes y la nueva concepción de sus funciones constituyeron triunfos
esenciales en la batalla del progresismo. No es oportuno estudiar aquí las distintas medidas
reformadoras, cuya exposición puede encontrarse fácilmente en otras obras17. En cambio, sí conviene
considerar sus resultados, falseados durante largo tiempo por historiadores demasiado relacionados
con los acontecimientos y excesivamente optimistas18. Los éxitos fueron muy parciales... “Los
reformadores no resolvieron el problema, cuya principal dificultad la componía el conflicto de intereses
entre el capital, la mano de obra y el público... Fueron los representantes de un grupo que, por primera
vez en la historia de los Estados Unidos, sintióse inclinado por los problemas industriales, sin prejuicios
en favor de los empresarios ni de los trabajadores... Por lo menos plantearon algunas cuestiones
importantes que constituyeron el primer paso hacia la solución de problemas laborales
extremadamente complejos” 19. No se obtuvo resultado alguno en lo tocante a una distribución más
equitativa de los bienes; a lo sumo, en la lucha contra los trusts realizóse un esfuerzo para limitar los
excesos de los mismos. El liberalismo económico apenas fue descantillado. No se hizo nada para
mejorar las condiciones económicas y sociales en el Sur ni la suerte de los negros.
En este último aspecto, incluso podría hablarse de una agravación, ya que los progresistas del Sur
defendían los intereses de los blancos contra los negros, y la segregación racial triunfó oficialmente
después de la sentencia del Tribunal Supremo en 1896, que imponía el principio: “Separado, pero
igual” 20. Indudablemente se lograron algunos resultados positivos: creación del sistema federal de
reserva, de un impuesto federal sobre la renta, fiscalización más efectiva de los ferrocarriles,
realizaciones sociales en los dominios de la educación y la asistencia, reconocimiento semioficial de los
sindicatos y primeras medidas en la reglamentación de la jornada de trabajo21. Aunque todas estas
realizaciones no eran nada despreciables, lo más importante del período progresista fue su legado de
un espíritu nuevo, caracterizado por la búsqueda de una mayor justicia social y un deseo de progreso,
aunque no precisamente religioso. Se trataba de algo nuevo en un país en el que la violencia y la ley
del más fuerte seguían considerándose como cosas normales. Sin embargo, a partir de 1914, había ya
disminuido el celo reformista, y cuando los Estados Unidos entraron en guerra en 1917, tal celo, según
los mejores especialistas, pertenecía ya al pasado. Existían ya -señala G. Mowry- incluso antes de la
declaración de guerra a Alemania, algunos signos evidentes de que el espíritu progresista se hallaba
en decadencia22. El conformismo reclamado por la guerra y el enorme esfuerzo industrial crearon un
contexto social hostil en adelante a la acción política de los progresistas.
En el Canadá, que se transformó rápidamente, no se desarrolló ningún movimiento progresista
análogo. Se desarrollaron grandes ciudades industriales y comerciales: Montreal, Toronto,
Vancouver, Hamilton, con su inevitable cohorte de males y vicios. Pero la menor industrialización
del país, el carácter más homogéneo de la población y de la inmigración hicieron menos agudos
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los nuevos problemas sociales. La época de Wilfrid Laurier corresponde a un período de
prosperidad general y a los mejores días del liberalismo canadiense, poco reformador, pero
ardientemente nacionalista23.
Aunque esencialmente europea, la primera guerra mundial marcó profundamente a la América
anglosajona. Desde 1914, Canadá tomó parte en la lucha junto a los aliados, y, en 1917, la
intervención de Estados Unidos contrapesó la defección rusa y devolvió la confianza a la
desmoralizada coalición. La guerra confirmó la vocación industrial de la América anglosajona, la
liberó financieramente de Europa y la asoció a la reconstrucción del viejo continente.
Notas Del Capitulo V
1. RENOUVIN (P.), Theodore Roosevelt, pág. 217.
2. Véase en la II parte, cap. VII: “La frontera”.
3. WILLIAMS (W. A.), The Tragedy.
4. RENOUVIN (P.), Theodore Roosevelt, y DUROSELLE (J. B.), De Wilson a Roosevelt, cap. I.
5. DUROSELLE (J. B.), De Wilson a Roosevelt, pág. 14.
6. BEALE (H. K.), Theodore Roosevelt; BLUM (J. M.), The Republican Roosevelt.
7. BLUM (J. M.), The Republican Roosevelt, pág. 127.
8. Citado por DUROSELLE (J: B.), De Wilson a Roosevelt, pág. 24.
9. Citado por DUROSELLE (J: B.), De Wilson a Roosevelt, pág. 49.
10. BREBNER (J. B.), North Atlantic Triangle; GLAZEBROOK (G. P. de T.), A History of Canadian External Relations.
11. Véase en la II parte, cap. IV: “El movimiento reformista”.
12. HAYS (S. P.), The Response to Industrialism, pág. 188.
13. Véase en la II parte, cap. VI: “La sociedad industrial”. 2, “La clase obrera”.
14. MOWRY (G. E.), Theodore Roosevelt, pág. 10.
15. BLUM (J. M.), The Republican Roosevelt, cap. I, 6 y 7.
16. LINK (A. S.), Woodrow Wilson, págs. 18-20.
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17. HAYS (S. P.), The Response to Industrialism y los manuales de historia de los Estados Unidos.
18. BEARD (Ch. A. y M. R.), The Rise of American Civilization; PARRINGTON (V. L), Main Currents.
19. MOWRY. (G. E.), The California Progressives.
20. Véase en la II parte, cap. III: “El Sur”, 2, “El Nuevo Sur”.
21. Sobre los problemas financieros, FAULKNER (H. U.), Histoire economique des États-Unis, versión francesa, Paris,
1958, cap. XXIII. Sobre la lucha entre los monopolios, FAULKNER (H. U.), op. cit. cap. XX. Sobre el sindicalismo,
MARJOLIN (R.), L'Évolution du syndicalisme.
22. MOWRY (G. E.), Theodore Roosevelt, pág. 378.
23. A falta de un estudio verdaderamente científico consagrado a la figura de Wilfrid Iaurier, véase CREIGHTON (D.),
Dominion of the North, cap. VIII.
Notas sueltas
* Excepción hecha de Méjico. -N. de la R.
* “Borbones”, es decir, “legitimistas” del Sur. -N. de la R.
* Llevadas a cabo por Francia. -N. de la R.
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