¿PERJUDICA AL CONSUMIDOR LA IGNORANCIA

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¿PERJUDICA AL CONSUMIDOR LA IGNORANCIA DEL DERECHO?1
Angel Carrasco Perera
Catedrático de Derecho Civil
Centro de Estudios de Consumo
Universidad de Castilla-La Mancha
Fecha de publicación: 3 de octubre de 2014
I. El derecho “pertinente” siempre se aplica
En el estado actual de la ciencia jurídica y de la aplicación judicial de las normas
constituye un lugar comúnmente aceptado que el art. 6.1 CC no contiene un predicado
deontológico (los sujetos a la ley deben conocerla) ni se soporta en un presupuesto
fáctico implícito de que los ciudadanos normalmente conocen las leyes. La larga
tradición jurídica relativa a la (in)excusabilidad de la ignorantia iuris no tiene más valor
que el de curiosidad histórica. Por ejemplo, el airado e ideológico arrebato de Joaquín
Costa sobre el problema de la ignorancia de la ley, sobrevalorando en el principio un
componente ideológico que no tiene hoy, aunque acaso pudo tenerlo en el ánimo
personal (obsesivo en este punto) de Justiniano. El art. 6.1 CC no incorpora
presuposiciones ni valores algunos en especial, afirma sólo que las normas se aplican
incondicionalmente sin importar el estado subjetivo de sus destinatarios. Como por
demás debería ser cosa obvia. Al legislador le da igual – es neutral - si Joaquín Costa
tenía o no razón en su denuncia; incluso aceptando que los ciudadanos no estén sujetos
a ningún deber de conocer las leyes, éstas se aplican incondicionalmente.
Ahora bien, si el art. 6.1 no tiene nada que ver con pretensiones normativas de
conocimiento efectivo de las normas ni se sustenta en presupuestos fácticos
determinados, ¿cuál es entonces su valor? ¿De qué está hablando la norma? La norma
no tiene como objeto real la elucubración de si las leyes deben ser conocidas –
pretensión pasada de moda cuando se aprueba en 1974 el Título Preliminar del Código
Civil-, sino la regulación de los efectos del error de Derecho. El error de Derecho no
puede hacerse valer para excusar el cumplimiento de la norma de referencia, pero puede
tener otros efectos distintos de servir de condición negativa a la aplicación de la norma.
1
Trabajo realizado dentro del Proyecto de Investigación DER2011-28562, del Ministerio de Economía y
Competitividad (“Grupo de Investigación y Centro de Investigación CESCO: mantenimiento de una
estructura de investigación dedicada al Derecho de Consumo”), que dirige el Prof. Ángel Carrasco Perera.
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¿Qué otros efectos? Los que establezcan las leyes, responde el precepto. El error de
Derecho no puede tener como consecuencia específica la inaplicación de la ley sobre la
que se yerra, pero puede provocar la aplicación de otra ley (¡la cual casi seguramente
también se ignora por el sujeto!) que establezca que la primera ley se aplique con
restricciones o paliativos. Entonces la primera ley queda restringida o desplazada, no
por mor del error sobre su contenido, sino por aplicación de otra ley cuyo supuesto de
hecho es el error sobre la primera y su consecuencia o sanción un paliativo a la
aplicación de la primera. Esta otra ley es una metanorma, como la que, por ejemplo,
establece que en caso de error de prohibición invencible deje de aplicarse la norma
penal primaria cuyo supuesto criminológico el sujeto ha realizado por ignorancia iuris
(art. 14.3 Código Penal). En consecuencia, cuando existe un error de Derecho, bien se
aplica incondicionalmente la norma cuyo supuesto se ignoraba, bien se aplica otra
norma – acaso también ignorada en su contenido- que tiene como supuesto de hecho
que el supuesto de hecho de la primera haya sido ignorado por el sujeto al que esta
norma competía.
II. Los escenarios del error del Derecho
Procede exponer cuáles son los escenarios jurídicos que se abren a los operadores
cuando un sujeto de derecho opera sin conocer (o confundiendo) los términos de una
norma cuya aplicación es del caso.
Hay cuatro escenarios jurídicos que se producen como resultado de la confluencia entre
inobservancia de la norma e ignorancia de la norma por el sujeto activo de la conducta
prohibida. Primero, el error/ignorancia puede merecer el trato de un error de prohibición
y de esta forma aliviar las consecuencias sancionatorias del Ordenamiento. Segundo, el
error de Derecho puede neutralizar (o no) la aplicación de la regla nemo auditur
propriam turpitudinem. Tercero, la ignorancia puede cursar como error contractual
susceptible de anular el contrato o la atribución patrimonial que se producen. Cuarto, la
ignorancia o error por parte del sujeto infractor, pero tutelado por la norma, puede
conducir a la posibilidad de que se reponga su interés en del status quo (favorable) ex
ante, que el afectado había perdido por el no ejercicio (adecuado, temporáneo) del
derecho.
Un último escenario que no voy a desarrollar con detalle, porque me parece no
problemático, es el del error del Derecho sufrido por el sujeto beneficiado por la norma
(consumidor en nuestra hipótesis) que yerra creyendo que es titular de un derecho
contractual o de una posición jurídica activa que la normativa en cuestión (la normativa
de consumo) no le reconoce. Por ejemplo, cree que tiene derecho a una indemnización
en casos en que el art. 159.4 LGDCU no la reconoce o que está legitimado para resolver
el contrato cuando el art. 121 no le reconoce esta legitimación. O bien, el consumidor (o
el que se cree razonablemente tal) cree equivocadamente que su posición está defendida
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por una norma que le protege, cuando no es el caso; por ejemplo, porque sufre un error
en la calificación jurídica del supuesto (cfr. arts. 3, 10, 92, 93 LGDCU, art. 3 Ley de
Crédito al Consumo, etc). Estos errores son irrelevantes. No se puede acceder a un
status normativo favorable para el sujeto con la sola condición de haber creído y errado
razonablemente sobre la procedencia de dicho status, que en realidad no era el caso. Es
singular que errores de este último tipo aumentan exponencialmente a medida que se
hace más compleja y vasta la normativa protectora del colectivo consumidor. Ante un
instrumento tan denso y complejo como, por poner un ejemplo señero, la Directiva
2014/65/UE, relativa a los mercados de instrumentos financieros (Directiva “MiFID
II”), puede indistintamente ocurrir con la misma frecuencia que un consumidor
(“minorista”) crea erróneamente gozar de derechos de los que no goza o carecer de
derechos que en verdad ostenta.
III. Leyes “favorables”, sanciones y “nemo propriam”
Ha de repararse en que el Derecho de Consumo – esto es, el Derecho contenido en la
LGDCU, en las leyes sectoriales accesorias a la LGDCU y en las leyes autonómicas
correspondientes- es como regla un Derecho que sólo impone gravámenes a la parte
empresarial o profesional. Respecto del consumidor, cada norma del sistema (siempre
que no sea ociosa o redundante) contiene una ventaja jurídica o, cuando menos, es
neutra en relación con el resto del sistema normativo. Por esta razón, el consumidor
ignorante del Derecho no puede participar en el añejo discurso penalista o
administrativista sobre la eficacia lenitiva del error de prohibición cuando se trata de
aplicar normas sancionatorias [comparar arts. 14.3 Código Penal y 179.2 d) de la Ley
General Tributaria]. El consumidor no puede cometer por principio infracciones
administrativas de consumo (cfr. art. 49 LGDCU), por lo que es irrelevante a tal
respecto la existencia de un error de prohibición y si éste ha de servir para mitigar la
calificación de dolo o para hacer enteramente excusable la infracción. La ignorancia de
las normas que integran el corpus de Derecho de Consumo no puede implicar nunca
para el consumidor la sorpresiva aplicación de una norma desfavorable.
Esta circunstancia lleva consigo que el coste y las desventajas de no conocer sean
menores cuando se trata de una norma atributiva de posiciones activas que cuando se
trata de normas prohibitivas-sancionatorias. Mientras que en el segundo caso el
brocardo iura novit curia conduce a la sanción del ignorante, en el primero aquella
misma paremia conducirá en suficientes casos a aplicar la ventaja al beneficiado que
ignoraba en origen su existencia al tiempo de contratar, pero acaso no al tiempo de
demandar, o incluso al tiempo de demandar, dada le creciente tendencia jurisprudencial
a aplicar de oficio la normativa protectora de consumidores.
Descartada la relevancia del discurso sobre la sancionabilidad de una conducta
acometida bajo error de prohibición por parte de un consumidor, el segundo escenario
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que abre una conducta de inobservancia es el resumido y concentrado bajo el apotegma
nemo propriam turpitudinem allegare potest (cfr. arts. 1305 y 1306 CC). Como
principio, reza el aforismo, el infractor de la norma no puede ampararse en su infracción
pretendiendo que se cumpla lo convenido [no hay acción de cumplimiento], ni puede
obtener remedio judicial frente a la contraparte que pretende sacar ventaja de la
infracción [no hay restitución de lo entregado], ni puede finalmente pretender retornar al
status quo ex ante de la nulidad cuando el contrato ha dejado de interesarle [no hay
espacio al arrepentimiento]. Pero para ello es preciso que aquella parte se encuentre in
pari causa que la contraparte respecto del modo y circunstancias en los que la norma ha
sido inobservada. En principio, no se encuentra in pari causa turpi la parte que
excusablemente ignora la existencia de la prohibición o que, en cualquier caso, es
precisamente la parte cuyos intereses tutela la norma infringida2. Para hacerse una idea
del contorno del presente discurso, ilustraré con una resolución judicial reciente. La
SAP Sevilla, secc. 5ª, 28 noviembre 2013, declara que la participación en un cártel
(algodón) no sólo es un negocio nulo por ilícito, sino también un negocio “en causa
torpe” del art. 1306 CC, aunque ni el TDC ni la jurisdicción contenciosa entraran en
este extremo cuando declararon la nulidad del cártel. En consecuencia, lo que una
empresa miembro del cártel entregó, no ya sólo en cumplimiento del contrato, sino
también de los laudos arbitrales que resolvieran contiendas entre los cartelistas, no
puede recuperarse, por haber sido entregado con causa torpe. No importa que la
situación conduzca a un enriquecimiento de la contraparte. Una empresa del sector que
se agrega a un cártel, sigue la sentencia, no puede alegar ignorancia de ley y así
eximirse de la calificación de “torpeza” por su parte. No sólo esta ignorancia es
improbable, sino que, en todo caso, es exigible a una empresa asesorarse sobre tales
extremos.
No existe ninguna restricción prima facie que evite el juego de la regla nemo propriam
en el ámbito del Derecho de Consumo. Pero para su operatividad deberían darse dos
condiciones singulares. Primera, que la norma infringida no fuere precisamente una
norma de tutela del interés del consumidor. Segunda, si lo anterior no es el caso, que el
consumidor “ignorase” la existencia de la prohibición y la contraparte no, o que el
primero la ignorase excusablemente y la contraparte la ignorase de manera inexcusable.
El ámbito que abre esta segunda condición es marginal, porque las normas de Derecho
de Consumo son típicamente tuteladoras del interés de la parte consumidora. Por tanto,
de ordinario no estará el consumidor “in pari causa turpi” ni aunque conozca y no
ignore la norma de referencia.
2
Es el clásico locus communis del menor que devuelve el préstamo desconocedor de que le protege el
Senadoconsulto Macedoniano (cfr. SAVIGNY, Sistema de Derecho Romano Actual, 1878, tomo II, pag.
387).
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Pero no siempre es el caso. Imaginemos el art. 66 bis 2 de la LGDCU. El precepto
impone una carga al consumidor comprador: ha de dar al empresario una segunda
oportunidad cuando el envío no ha llegado en treinta días y, sólo transcurrida esta
segunda oportunidad, puede resolver el contrato. Con todo, el ejemplo no sirve para
nuestros propósitos. El art. 66 bis 2 es una norma que impone una “carga” en
terminología legal. Las cargas no pueden “incumplirse” en el sentido del art. 6.3 CC.
Simplemente, si el sujeto a la carga no realiza la conducta, deja de obtener la ventaja
correspondiente o pierde una expectativa que tenía abierta. El consumidor que no puede
resolver por no haber dado una segunda oportunidad de cumplimiento al vendedor no
está incurso en la regla nemo auditur, sino que más simplemente no acredita cumplidos
los requisitos precisos para una resolución contractual.
Hay otros muchos casos de esta clase fuera del ejemplo propuesto. Imaginemos el
supuesto habitualísimo del consumidor que paga arras en la compraventa de vivienda,
firma la cláusula según la cual se trata de “arras penitenciales” y luego pretende que le
devuelvan el dinero cuando por circunstancias financieras imprevistas no ha podido
conseguir la financiación.
Fuera de las normas específicas de Derecho de Consumo, el consumidor contratante
puede sucumbir como cualquier otro contratante bajo el ámbito de aplicación de la regla
nemo propriam. Consideramos a tales efectos como normas ajenas al sistema del
Derecho de consumo aquellas que, aunque incluidas en un cuerpo legal identificado
como Derecho de Consumo, son normas que imponen conductas, prescripciones,
pérdidas de derechos, sacrificios al consumidor (cfr. arts. 108 y 160). El consumidor
que compra infringiendo la normativa de blanqueo de capitales no puede pedir
cumplimiento del contrato. Tampoco puede hacerlo el consumidor que compra
productos falsificados a un vendedor callejero. Con todo, seguro que hay matices. No
me cabe duda que el consumidor no podrá alegar ignorancia (salvo que esté producida
por el dolo de la contraparte) cuando se trate del incumplimiento de normas que
pertenecen a la estructura básica del sistema jurídico y que ni siquiera al más ignaro le
es lícito ignorar, por lo menos en el grado de conocimiento exigible a un profano. En
otros casos la solución puede ser otra, especialmente cuando se trata de una normativa
sectorial especializada que se produce para regular el sector de mercado en que opera la
contraparte empresarial, por ejemplo, normativa bancaria. Muchas veces serán las
normas de este tipo normas tuteladoras del interés de la contraparte; pero incluso de no
ser así es muy probable que en tal caso la ignorancia del consumidor non noceat.
Cuánta incertidumbre puede existir en esta materia puede ejemplificarse con la
jurisprudencia contradictoria que resuelve reclamaciones de devolución de sobreprecio,
instadas por compradores de viviendas con precio tasado, aunque el consumidor alegue
(poco convincentemente) no conocer la norma prohibitiva del sobrepago o que ha sido
impelido a “pasar por el aro” como una vía para poder acceder a una vivienda protegida.
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Con todo, y para generalizar, si la norma infringida era una norma prohibitiva o
prescriptiva, el consumidor contratante no era ignorante de la contravención y la
norma en cuestión no tenía por objeto (único / prioritario) la tutela del consumidor, el
consumidor contratante estará incurso en la regla “nemo auditur” en los mismos
términos que otro cualquiera contratante.
Finalmente, por si lo anterior no fuera bastante, incluso si – lo que se niega- el
consumidor pudiera estar sujeto a las consecuencias negativas de la inobservancia de
una norma que tuviera como objetivo la tutela de intereses de aquél, el Ordenamiento
provee de una norma de cierre. Aunque sólo se formula expresamente para la hipótesis
particular del art. 100.2 LGDCU, su alcance es el propio de una regla principalista. La
contraparte no consumidora, reza el precepto, no podrá invocar que el contrato incurre
en causa de nulidad por haber sido contraído con inobservancia de una norma de aquella
clase.
IV. Error de derecho y “excusabilidad” del consumidor
Aunque no es materia que corresponda a esta ponencia, no es inútil para lo que sigue
hacer alguna indicación de cómo está operando en nuestro Ordenamiento el error de
Derecho. Enorme es la extensión del problema del error, pero para lo que ahora importa,
y limitándonos al ámbito del Derecho privado, en el estado actual de la jurisprudencia
no se mantiene ninguna dogmática separación entre error de hecho y error de Derecho.
Ambos son prima facie relevantes en la medida en que el error sea relevante en
Derecho, y no siempre lo es – o casi nunca lo es. Ni en las acciones de nulidad
contractual por error en el consentimiento, ni en la praxis de las condictiones por pago
erróneo de lo indebido, ni en la cualificación de la culpa/negligencia, como contraria al
dolo, existe una discrepancia fundamental entre los efectos de uno u otro tipo de error.
Si el error merece un trato ventajoso, no importa cuál sea la clase de error. La diferencia
es únicamente operativa en la medida en que uno u otro modo de error puedan satisfacer
los requisitos para que un error resulte relevante. Pero esta cuestión sólo importa cuando
procede determinar el alcance y condiciones de la impugnación del contrato por error;
sólo aquí el error relevante tiene que estar especialmente cualificado. El error bastante
para impugnar la validez de un contrato ha de ser, como se sabe, esencial y excusable.
En cambio, para reclamar la devolución lo que uno pagó sin deberlo, por error en las
circunstancias del pago, lo puede recuperar sin importar por qué erró de tal manera.
Es un postulado que se verifica con el examen estadístico de la mucha jurisprudencia
que existe sobre el error anulatorio que ordinariamente no se considera excusable el
error de Derecho. Podría pensarse que late bajo este postulado un remanente de la
antigua doctrina del obligado conocimiento de las leyes. Es posible. Pero el peso de este
presupuesto no debe ser grande. Para el conocedor del Derecho vivo, es sabido que un
error se dice inexcusable cuando no se encuentran razones de justicia contractual para
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imputar a la contraparte el coste del error. No se juzga tanto la indolencia de quien
ignora normas como la insostenibilidad de endosar a la otra parte de buena fe las
consecuencias de deshacer una posición contractual a causa del error de derecho del
actor. Por lo tanto, y lo primero, el dolo de la contraparte hace normalmente excusable
el error contractual fundado en la ignorancia o error de Derecho.
Uno estaría tentado a sostener que el consumidor (tal como viene definido en el art. 3
LGDCU) es una más de las clases de sujetos que deberían merecer un trato más
benévolo en materia de ignorancia de las leyes y sus consecuencias. Recuérdese que
hasta la entrada en vigor del CC en 1889 rigieron en Castilla las Leyes de Partida y que
éstas recibieron la tradición romana según la cual había una clase de sujetos (mujeres,
soldados, rústicos) que estaban exentos en todo o en parte del pesado deber de ser
conocedores de las leyes. Desaparecida, por discriminatoria, la antigua distinción por
clases, quedaría acaso como única excepción cualificada – que de hecho englobaría a
sujetos de muy diversos colectivos- la de los consumidores y usuarios. ¿Por qué no?
¿Por qué no sostener hoy como postulado que al consumidor en sentido legal ni se le
impone el deber ni se le presupone la ciencia del Derecho? Un axioma de esta clase no
tendría, conforme a lo expuesto anteriormente, más relevancia que la de deparar al
consumidor un trato ventajoso a la hora de enfrentarlo a las consecuencias del error de
Derecho. Un sujeto consumidor sería un contratante cuya ignorancia iuris valdría
siempre como error excusable. Repárese en lo poco que confía el legislador en el
conocimiento jurídico del consumidor que con la reforma hipotecaria operada por la
Ley 1/2013 ya no basta que el consumidor afirme en la escritura que está enterado cómo
puede jugar en su contra la variabilidad de tipos de interés, sino que es preciso que lo
escriba de su propio puño y letra.
Con todo, este postulado no está formulado ni siquiera implícitamente en el Derecho
español de consumo. No está recogido en el repertorio de ventajas legales que el
Ordenamiento concede al colectivo de consumidores, ni en la lista de presupuestos de
debilidad institucional que hacen necesaria una especial tutela del consumidor. No
puede inferirse aquel postulado del “principio general” formulado en el art. 51 de la CE
o en el art. 1 LGDCU. No se menciona ni se supone implícito en el listado de “derechos
específicos” que como clase les atribuye con carácter genérico el art. 8 LGDCU. El art.
10 de la LGDCU contiene una restricción justificada al art. 6.2 CC (el consumidor no
puede renunciar los derechos reconocidos en la LGDCU), pero no se encuentra una
restricción ni una expansión equivalente del contenido normativo del art. 6.1 CC. Los
arts. 17, 18 y 20 LGDCU contienen una atribución positiva de privilegios de clase en
materia de información, formación y educación, pero no una rebaja del principio de
incondicionalidad del art. 6.1 CC ni una previsión expresa de que a causa de la
desinformación institucional del consumidor como clase contractual los errores que
cometa al contratar han de ser reputados excusables por principio y correr a riesgo de la
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contraparte. Las disposiciones contractuales de carácter general contenidas en el
Capítulo I del Título I del Libro II de la LGDCU (Disposiciones Generales en materia
de contratos con consumidores) no incorporan ninguna regla particular en materia de
error contractual, ni presuponen que tal especialidad exista, por mucho que las más
significativas de estas reglas se definan por incorporar un conflicto de intereses en el
que la parte empresarial no ha dado (arts. 61, 65) toda la información exigible o debe
procurar (arts. 60, 60 bis, 60 ter, 63) a la contraparte consumidora una información
adicional o específica a la que es propia de la contratación en general.
El asunto tiene alguna importancia práctica especial cuando la norma de cuya
ignorancia se trata es el art. 1911 CC (responsabilidad universal del deudor) y la
“creencia” del consumidor-deudor hipotecario de que su responsabilidad se limita al
valor del inmueble. En la práctica es difícil que una ignorancia excusable se produzca,
porque de hecho todas las escrituras de hipoteca se cuidan de advertir que lo que sigue
se entiende sin perjuicio de la responsabilidad universal del deudor. Aunque así no
fuera, el (en el mejor de los casos) error excusable del consumidor sobre este extremo
no le permitiría “reducir” el montante de su responsabilidad por el préstamos
hipotecario sino impugnar el contrato por error, para lo cual tendría que devolver la
totalidad del préstamo recibido, de una vez, más sus intereses legales, conforme al art.
1307 CC.
V. Sobre la inexistencia de un deber de procurar a la contraparte el conocimiento
de las normas
El escenario expuesto cambiaría significativamente si, por tratarse de una relación
contractual típica de consumo entre contrapartes definidas en los arts. 3 y 4, el
empresario o profesional hubiera de ser considerado sujeto pasivo de una carga
contractual específica, que el resto de las contrapartes no soporta en el Derecho común
de contratos. A saber, la carga de informar al consumidor sobre el contenido o
significado del Derecho y correr con el riesgo de la ignorancia de aquél (esto es,
soportar la impugnación del contrato) si la carga correspondiente no ha sido cumplida.
Repárese que la propuesta es paradójica. Como ya hemos expuesto, el Derecho de
consumo contiene sustancialmente normas favorables a los consumidores, no normas de
gravamen ni restrictivas de derechos (salvo la norma restrictiva que declara ineficaces
las renuncias que los consumidores hagan a las ventajas conferidas por ley). El
consumidor tiene un incentivo natural a conocer tales normas, porque de su empleo o
exigencia sólo se le pueden deparar ventajas posicionales en el contrato. Es extraño
exigir al empresario que éste ilustre a aquél sobre cómo tiene que defenderse legalmente
frente a la contraparte obligada a ilustrar del Derecho. Con todo, la cosa es así, y en el
objetivo de conseguir “efectividad” en la tutela normativa del consumidor, el legislador
puede imponer puntualmente al empresario la carga de ilustrar a aquél sobre los
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derechos que le corresponden frente al informante. En otras palabras, el legislador
podría dar un paso más en el objetivo de la “tutela efectiva” haciendo que la ignorancia
del derecho por parte del consumidor cursara a riesgo de la contraparte que en cada caso
sacara ventaja de dicha ignorancia.
Para comprobar si existe en nuestro sistema un mandato como el expuesto, procedamos
a repasar el articulado de la LGDCU. Uno de los “derechos básicos” de los
consumidores es el de recibir una “información correcta sobre los diferentes bienes o
servicios y la educación y divulgación para facilitar el conocimiento sobre su adecuado
uso y disfrute” [art. 8 d)]. Pero se trata de una “información” sobre hechos
concernientes a los bienes y servicios y además no es un derecho bilateralizado en una
obligación correspectiva de la contraparte, y muy bien puede tratarse de un “derecho de
información” sin sujeto pasivo obligado a procurar su cumplimiento. Es casi seguro que
los que deben procurar “educación” y “divulgación” con carácter general son las
Administraciones Públicas. El art. 13 contiene una lista de prohibiciones impuestas a los
empresarios al servicio de la observancia del “deber general de seguridad” Algunas de
las conductas no son de tipo relacional y no presuponen (de momento al menos) la
existencia de una contraparte consumidora contractual. Otras sí, como las letras c)
[prohibición de venta a domicilio, con excepciones], e) [distribución de bienes sin
marcas de trazabilidad], f) [obligación de retirada de productos inseguros], g) [empleo
de ingredientes prohibidos]. Mas no tiene sentido exigir en tales casos que el empresario
informe al consumidor de las normas a las que está sujeto, al menos para precaver a
aquél; simplemente ocurre que este incumplimiento de normas de conducta generará el
correspondiente deber de responder por los daños, o la anulación del contrato o una
intervención administrativa. Cierto, es mejor para el consumidor que supiera que los
productos no pueden venderse sin marcas de trazabilidad, pero el empresario (eventual
incumplidor de la norma) no está obligado a enseñarle tal cosa, sino a responder por no
existir tales marcas. La información y educación a que se refiere el art. 17 es otro
derecho abstracto del colectivo de consumidores; seguramente no es un derecho
individual con contraparte determinada. Sin duda, aquel derecho comprende toda la
“información precisa para el eficaz ejercicio de sus derechos”, pero es seguro que la
norma no está concediendo al contratante consumidor un específico derecho subjetivo
contractual, promocional ni reaccional, no está creando un nicho del que el consumidor
puede extraer una cause of action contra el contratante profesional. La “información
necesaria a incluir en la oferta” contractual, reiterada con variaciones en los arts. 20, 60,
96, 97 LGDCU, sólo se refiere a las condiciones materiales relativas al bien o servicio.
Como ocurre en general en todos los sectores del Derecho, el resultado cambia cuando
el consumidor ha requerido del empresario información legal (por ejemplo, en la
oficina de información a que se refiere el art. 21.2 LGDCU) y éste no se la da,
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incurriendo en reticencia dolosa. Se trata de un supuesto clásico de dolo in contrahendo
que habilita la vía de la impugnación del contrato
Con todo, en ocasiones aisladas impone el legislador al empresario un deber de
informar sobre el contenido de la norma tutelar de la expectativa contractual del
consumidor. Si mis cálculos son correctos, el legislador sólo repara en ello en dos
ocasiones en la Ley General y en casos aislados en la sectorial (por ejemplo, art. 10.3
letras m) a r) de la Ley de Crédito al Consumo). En primer lugar, en la imposición
(repetida) de un deber de hacer conocer al consumidor que éste dispone de un derecho
de desistimiento, así como el modo de ejercicio, cuando la ley se lo otorga [arts. 60.2 h),
69, 97.1 i)]. El segundo caso es más desvaído y marginal y se contiene en el art. 97.1
m), que impone al empresario (sólo en la venta a distancia y fuera de establecimiento
mercantil) el deber de “recordar” al comprador que éste dispone de una garantía legal
frente a la falta de conformidad del producto vendido. En rigor, empero, ninguna de las
dos prescripciones proyectan su efecto sobre la eventual excusabilidad del error
contractual del consumidor. Si el empresario no informa sobre el derecho de
desistimiento, la norma concede al consumidor el beneficio de un largo plazo de
ejercicio de este derecho y un favorable régimen de responsabilidad en el trato con la
cosa; el consumidor que llega a ser sabidor de su derecho, ocultado por el vendedor, se
limitará a hacerlo valer, sin necesidad de articular para ello una acción judicial de
anulación por error. Igualmente ocurre con la garantía legal frente a la disconformidad;
si el bien es conforme con el contrato, el consumidor no podrá articular una acción de
nulidad por error sobre la base de que no conocía sus derechos legales ante la falta de
conformidad y el empresario no se los “recordó”. Con todo, se presenta aquí una
posibilidad no marginal que invita a considerar un posible juego autónomo de la acción
de error. Imaginemos que han transcurrido los dos años del plazo legal de garantía y los
tres años de prescripción del art. 123.4 LGDCU, pero no los cuatro años de anulabilidad
del art. 1301 CC; en mi opinión, el consumidor no puede utilizar el art. 97.1 m) para dar
consistencia a una demanda de anulación por error excusable (no habérsele “recordado”
sus derechos en cuanto a la falta de conformidad) cuando ha dejado pasar, por una razón
u otra, los plazos para reclamar por falta de conformidad.
En alguna normativa consumerista sectorial es más acusado el énfasis sobre la
existencia de una carga de ilustrar al consumidor, que recae sobre el empresario, y que
alcanza a la explicación de las consecuencias legales del contrato (cfr. art. 11 Ley de
Crédito al Consumo). En todos estos casos funciona la equivalencia entre deber de
puesta en conocimiento y asunción del riesgo del desconocimiento por parte del sujeto
beneficiado por la norma. El resultado es la legitimación para impugnar el contrato por
error, siquiera cuando la omisión informativa afecte a un elemento que hubiera sido
esencial en la prestación del consentimiento. Cuanto más es asimétrico el sector en
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cuestión – el más asimétrico de todos es el financiero- mayor propensión habrá a que el
legislador imponga deberes de esta clase.
Nuestra jurisprudencia se ha asentado también en un discurso casi inflacionario en
materia de deberes de información precontractual. Es ejemplo de ello la serie amplia de
jurisprudencia, demagógica e injusta socialmente, que viene admitiendo
sistemáticamente acciones de anulación por error contractual en los contratos de
adquisición de participaciones preferentes vendidas por las entidades rescatadas con
dinero del FROB. Aparte de otras perversiones de esta doctrina, que remito a otro
lugar3, lo particular que ahora importa es que este tipo de productos financieros están
configurados por rasgos típicos imperativos, descritos e impuestos por la ley, y en
algunos casos también explicados por la norma; como, por ejemplo, que se trata de un
producto subordinado, de una inversión no rescatable, de una rentabilidad no asegurada
porque depende de contingencias objetivas, etc. La jurisprudencia viene condenando a
las entidades financieras- aparte de por otros motivos normalmente espurios- porque no
han desempeñado la labor educativa necesaria para que el inversor comprenda el
alcance y riesgo de cada una de estas cualificaciones. En mi opinión, esta doctrina está
sesgada. Porque sólo puede ser congruente si extiende su alcance al resto de la
contratación con consumidores. ¿Acaso sabe más el comprador de vivienda hipotecada
sobre la naturaleza del producto financiero que compra, bastante más complejo que una
participación preferente? ¿Conoce que en la ejecución hipotecaria apenas tendrá
posibilidad de manifestar su oposición?¿Anularemos por eso el contrato? ¿Sabe el
comprador de vivienda o de cafetera el entramado de reglas sobre reparto de riesgo
contractual entre vendedor y comprador, sabe que no puede resolver sin más el contrato
si la cafetera no funciona, sabe que el vendedor de la cafetera le puede quitar la cosa si
deja de pagar un plazo pero que el vendedor de la vivienda seguramente tiene que
esperar hasta que se produzcan tres impagos?
En mi opinión, no hay error de Derecho, excusable merced a la inobservancia por la
contraparte del deber de enseñar el Derecho, cuando el consumidor tiene una percepción
empírica precisa sobre lo que quiere y cómo funciona materialmente el producto como
producto de consumo o producto de inversión, siempre que preste su consentimiento
fáctico – sin necesidad de acertar en la cualificación negocial precisa- al intercambio de
bienes y servicios que se le presenta. En mi opinión, el error sobre las consecuencias
normativas de una cualidad típica o el error sobre las consecuencias jurídicas del propio
incumplimiento no son desplazables a la contraparte contractual.
Aunque esto es un extremo que depende en cualquier caso del legislador, el Derecho
positivo vigente no impone a la contraparte un deber de enseñar sus derechos al
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CARRASCO PERERA, Aventuras, inventos y mixtificaciones en el debate relativo a las participaciones
preferentes, RDBB 133, 2014, pags. 7 y sigts.
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consumidor salvo en el extremo relativo a la posibilidad - ¡porque de otra manera no se
creería existente!- de que este consumidor pueda desistir sin costes de la operación
contratada. Se trata de un derecho tan excepcional y, sobre todo, de duración tan
limitada (cuando se otorga por ley, que sólo ocurre de manera marginal), que el
consumidor lo podría perder irremisiblemente antes de que apareciera una “contingencia
de controversia” sobre la compraventa. Es muy distinto “enseñar” a la contraparte que
dispone de este derecho de desistimiento puro que enseñarle que tiene a su disposición
acciones para reclamar por falta de conformidad, porque cuando la contingencia de
disconformidad se produzca, ya se cuidará el comprador de enterarse cuáles son sus
derechos al respecto, que en ningún caso podrán haber caducado antes de que dicha
contingencia apareciese.
VI. Pérdida por ignorancia y renuncia de derechos
Consideramos ahora el último de los escenarios jurídicos producidos por la confluencia
entre infracción de norma consumerista y la ignorancia del Derecho de parte del
consumidor. Volvemos una vez más a las normas consumeristas que son (casi todas)
atributivas de derechos o posiciones activas al colectivo salvaguardado por la norma,
pero desenvolvemos ahora el error fuera del ámbito propio de las acciones de nulidad
contractual por causa de error.
El repaso de la legislación existente revela que el sistema de Derecho de Consumo es
una sucesión de normas que atribuyen a una clase de sujetos ventajas o derechos
especiales de muy diversas clases, que el consumidor puede ejercitar contra la otra parte
del contrato (cfr. arts. 60 bis, 60 ter, 61, 62, 63, 64, 66 bis, 66 ter, 66 quater, etc) El
consumidor puede ignorar que dispone de estos privilegios y operar con la contraparte
sin hacer uso de los mismos, perdiendo (de momento) por ignorancia la oportunidad de
aprovecharse de la norma. ¿Qué resultaría de todo esto?
Si el empresario ha impuesto al consumidor una carga que éste no sabía que podía no
aceptar, la carga no se considera impuesta, y la atribución patrimonial realizada en favor
del empresario puede ser revertida por el consumidor. Si el empresario ha jugado con un
opting-out cuando la norma impone un opting-in (por ejemplo, art. 66 TR LCU), el
silencio del consumidor no equivale a aceptación. Si no se ha producido propiamente
una atribución patrimonial en favor de la contraparte (por ejemplo, en el art. 63), la
retroacción de efectos opera como la modificación del status quo no se hubiera
producido. Si la alteración del equilibrio en ventaja de la contraparte depende de que el
consumidor preste un consentimiento cualificado y no lo ha hecho por ignorancia de la
norma, aquella alteración se tiene por no producida. Si el consumidor paga la mercancía
perdida porque erróneamente considera que el riesgo del contrato se le ha transmitido
(cfr. art. 66 ter), tendrá una acción para recobrar el dinero pagado. Si no sabía que en
determinada contingencia podía exigir al vendedor el duplo de lo pagado (cfr. arts. 66
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bis 3 y 107.1), puede reclamar esta cantidad aunque hubiera firmado un finiquito por la
cantidad simple. En todos estos casos y otros similares no se está haciendo operativo en
favor del consumidor el error de Derecho, sino que se aplica el principio (art. 13) de que
el consumidor no puede renunciar anticipadamente a los derechos que la ley concede, y
no se entiende que renuncia quien desconocía que era titular de estos derechos. El que
renuncia con ignorancia de ley no se entiende que renuncia, y esto sólo indirectamente
equivale a conceder relevancia al error de derecho.
VII.
El riesgo que asume el consumidor que ignora
Con todo, el repertorio anterior no agota todas las hipótesis posibles que pueden
incluirse en este cuatro escenario. Hay dos situaciones en las que el consumidor sufre el
riesgo de no haber conocido sus posibilidades de acción.
En primer lugar, cuando – me referí a ello antes- la norma impone al consumidor una
carga que el consumidor no ejecuta por ignorancia, cuyo cumplimiento resulta exigido
para adquirir así el derecho correspondiente (cfr. arts. 66 bis 2, 71.3, 105.1, 107.1) y la
ejecución de la conducta correspondiente ha devenido ya imposible o ha caducado por
transcurso del tiempo señalado. En tales casos, la oportunidad está definitivamente
perdida y error iuris nocet, salvo dolo de la contraparte o salvo que la contraparte haya
incumplido un deber positivo de “ilustrar” al consumidor de la existencia de la carga
(cfr. art. 71.3).
Representémonos el caso ilustrativo del art. 160 LGDCU. El consumidor ha decidido
rescindir el contrato vacacional contratado y solicita que le devuelvan lo pagado. Es un
derecho del que dispone como un privilegio de clase, pero está sometido en su ejercicio
al pago de dos cantidades en concepto de “multa penitencial”. Si el consumidor declara
su voluntad de resolver y el empresario le reclama dichos pagos, aquél puede
arrepentirse de la resolución (“impugnarla”) alegando que había sufrido un error de
derecho por ignorar las consecuencias gravosas de la norma. Pero si a pesar de todo
quiere resolver, o la resolución ya no puede ser retrotraída por causa no imputable al
empresario, los efectos negativos asociados a su ejercicio se producen, a pesar de que el
consumidor ignorase, incluso excusablemente, que existiera esta norma.
El segundo supuesto en que el consumidor asume el riesgo de perder la atribución de la
ventaja legal como consecuencia de su ignorancia es el del transcurso de los plazos de
prescripción (arts. 123.4, 143, 164) ¿Se suspende el cómputo de estos plazos si el
consumidor ignorase la existencia o alcance de la norma que le concede la pretensión
determinada? En mi opinión, el problema no es propio del Derecho de Consumo, sino
del régimen general de cómputos de plazos del art. 1969 CC. Esto es, el asunto consiste
en saber si el cómputo de la prescripción se produce cuando el titular de la acción no la
ejercita oportunamente por ignorar (incluso excusablemente) que fuera titular de la
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misma. Si la contraparte no es de mala fe, la acción se pierde, por exigencias de
seguridad jurídica. No porque el error de derecho noceat, sino porque la norma sobre
plazos de prescripción no está sujeta a condiciones subjetivas del tipo examinado. Si se
diera el caso de que el consumidor pudiera todavía anular algún contrato, el error podría
venir en su ayuda, pero el error no puede introducir una condición negativa de
aplicación, que es incondicional, de las normas sobre plazos de prescripción.
VIII. Conclusión
En un punto es indiscutible que Joaquín Costa tenía razón en su diatriba contra el
apotegma ignorantia iuris naeminem excusat. Siempre tiene más oportunidades de
medrar en la vida quien conoce las leyes que quien no las conoce. Aunque el Derecho
haga lo imposible por neutralizar las desventajas que la ignorancia produce en el
consumidor, el conocimiento como tal es fácticamente una ventaja que no puede ser
enteramente neutralizada, como la inteligencia o la riqueza también lo son. Erraba
Costa, en cambio, cuando atribuía esa “desventaja de los pobres” a aquel brocardo
latino. El art. 6.1 CC no es capaz de producir efectos sociales prósperos ni adversos ni
sirve para distribuir ni redistribuir la renta. El precepto no sanciona que el conocimiento
del Derecho prodest en términos jurídicos. No es la regla que “sanciona” (¿) la
ignorancia del Derecho la que tiene un componente clasista, sino el factum del mayor
conocimiento que unos poseen frente a otros. Y esto está más allá de los efectos
posibles de ninguna regla de Derecho. El compromiso con la mejora de la condición
profana del consumidor está en la “educación” (jurídica en este caso). Pero la educación
pública es cara de gestionar por las Administraciones, y su utilidad marginal para el
consumidor no deja de ser cuestionable, porque no tiene incentivos inmediatos – el
consumidor casi nunca valora el largo plazo- para invertir tiempo y dinero en ella.
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