Pérdida y recuperación del pelo de Julio Cortázar

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Pérdida y recuperación del pelo de Julio Cortázar
Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines
útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la
cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del
lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros,
bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.
Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera
operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado
en alguna de las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en
descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es
seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del
resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se
planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto
significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún
ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro
departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja
extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá
evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería y que sólo por una
remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño.
Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante
meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados,
así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que
busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la
deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y
complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad.
Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a
altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y
exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del
hampa, con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte
del dinero que de día ganamos en un ministerio o una casa de comercio.
Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea,
porque encontraremos pelo (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero
como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin
intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en
cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de
ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por
una larga permanencia en una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por
diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie
se decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión torrentosa
de los detritos en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán
continuar la búsqueda.
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Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del
lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería
subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso
nos producirá, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena
suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro
consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de
secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.
La carencia, de Alejandra Pizarnik
Yo no sé de pájaros, no conozco la historia del fuego. Pero creo que mi soledad
debería tener alas.
En: Las aventuras perdidas, 1958
LA LUNA Y LA MUERTE, de Federico García Lorca
La
luna
tiene
dientes
de
¡Qué
vieja
y
triste
Están
los
cauces
los
campos
sin
y
los
árboles
sin
nidos
y
sin
Doña
Muerte,
pasea
por
con
su
absurdo
de
ilusiones
Va
vendiendo
de
cera
y
de
como
un
hada
de
mala y enredadora.
marfil.
asoma!
secos,
verdores
mustios
hojas.
arrugada,
sauzales
cortejo
remotas.
colores
tormenta
cuento
La
luna
pinturas
a
En
esta
¡está la luna loca!
ha
la
noche
comprado
Muerte.
turbia
tanto
pecho
pongo
sombrío
Yo
en
mientras
mi
le
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una
feria
con las tiendas de sombra.
sin
músicas
CORRESPONDENCIA, de Luis María Pescetti
Querida sobrina:
Espero que al recibir ésta te encuentres bien. Yo estoy ma-ra-vi-llosa. Siempre me acuerdo tanto de todos ustedes, y el otro día me dije: “¡Ay! Qué
vergüenza, qué abandonada que la tengo a esta chica”. Así que me decidí y
me voy a pasar un mes con ustedes.
Tu tía.
Querida tía:
¡Qué alegría recibir su carta! Realmente no esperábamos que se
acordara de nosotros; pero, ¡qué pena! Mi casa es muy chica y no podría
ofrecerle las comodidades que quisiera. No sabe cuánto lo lamento, pero
seguro que no va a faltar oportunidad. Un beso grande de su sobrina que tanto
la quiere.
Su sobrina.
Querida sobrina:
¡Mi amor! Criatura, ¿por qué te ponés en esas molestias? Me
escribís como si te fuera a visitar un presidente. No te preocupes por mí, yo en
cualquier lugarcito me arreglo. Me pueden dar la cama matrimonial y ustedes
se acomodan por ahí, que son jóvenes, no como una. Estuve pensando que
me puedo quedar más de un mes.
Tu tía.
Querida Tía:
¡Qué suerte que se puede quedar más de un mes! Cuando se lo
conté a mi marido se puso loco de contento; pero enseguida nos amargamos
porque nos dimos cuenta de que en la fecha en que usted puede venir nosotros
no estamos. ¡No sabe cuánto lo sentimos! Pero seguro que no va a faltar
oportunidad para que venga a pasar dos o tres días.
Su sobrina.
Querida sobrina:
¡Qué cabecitas de novios que tienen ustedes dos! Si todavía
no te había dicho la fecha, mi amor. No se hagan tanto problema. Yo voy a
llegar el 12 de mayo y saqué regreso para el 10 de julio. Tuve mucha suerte
porque casi no consigo.
Tu tía.
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Querida tía:
La verdad, qué suerte que tuvo de conseguir los pasajes. Pero
mire, con Carlos estábamos comentando lo que son las cosas. ¡Ni que
hubiéramos sabido! Ésa es la fecha justa que le decíamos que no íbamos a
estar. Yo me puse muy mal, pero Carlos me dice que no me preocupe que
seguro no va a faltar oportunidad para que venga un día.
Su sobrina que tanto la adora.
Querida sobrina:
¡Ay, mi amor, pero no importa! Yo puedo correr las fechas; total
con estos pasajes no hay problema; además con las ganas que tengo de
conocer a tus últimos tres nenes que todavía no los conozco. Son unos vagos,
ustedes, la última vez que me invitaron fue para cuando nació Fabiancito, ¿te
acordás? Mandáme a decir las fechas nomás.
Tu tía.
Querida tía:
Sí, me acuerdo que usted estuvo para cuando nació Fabián,
porque cuando vino a visitarnos yo todavía no estaba embarazada. En cuanto a
su viaje, parece cosa del destino, a Carlos en el trabajo lo trasladan a un lugar
lejísimo que todavía no sabemos. Nos van a decir cuál es recién cuando
lleguemos. ¡Es una pena! Pero igual no se preocupe porque ni bien nos
instalemos le escribo mandándole nuestra nueva dirección así se pasa a tomar
un rico té alguna tarde. Seguro que no va a faltar oportunidad.
Su sobrina.
Pescetti, Luis María. En El pulpo está crudo. Buenos Aires, Alfaguara, 1999.
EL ECLIPSE, de Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada
podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado,
implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con
tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza,
aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el
convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a
bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su
labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro
impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a
Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus
temores, de su destino, de sí mismo.
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Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas
nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su
cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que
para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo,
valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad
en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin
cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su
sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca
luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna
inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se
producirían eclipses solares y lunares que los astrónomos de la comunidad
maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de
Aristóteles.
Augusto Monterroso, Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, México,
Alfaguara, 1996, 1ª. reimpr.
LA INMISCUSIÓN TERRUPTA, de Julio Cortázar
Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí
nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le
arremulga tal acario en pleno tripolio que lo ladea hasta el copo.
-¡Asquerosa! -brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que
ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la
crimea y consigue marivolarle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un
momento horada el raire con sus abrocongojantes bocinomias. Por segunda vez se le
arrumba un mofo sin merma a flamencarles las mecochas, pero nadie le ha desmunido
el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora
Fifa contrae una plica de miercolanas a media resma y cuatro peticuras de ésas que no te
dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgándose de ida y de vuelta cuando se ve
precivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.
-¡Payahás, payahás! -crona el elegantorium, sujetirando las desmecrenzas
empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano, las
colotas, el rijo enjuto y nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolanas
que para qué.
-¿Te das cuenta?- sinterruge la señora Fifa.
-¡El muy cornaputo!- vociflama la Tota.
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Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no hubieran estado
polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así los totifas y las fitotas,
mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan poplas.
En Último round, México, Siglo XXI, 1987, (10ª. edición).
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