Marcel Proust y la estética impresionista Introducción y Capítulo 1 En busca del tiempo perdido: una galería de cuadros de la imaginación Luz Aurora Pimentel Universidad Nacional Autónoma de México Abstract En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, abunda en referencias a la pintura, desde los primitivos italianos hasta los impresionistas; las referencias se hacen por medio de un sistema que casi podríamos llamar de citación, por medio de símiles y de descripciones, a veces breves, a veces prolongadas. Sin embargo, las artes plásticas en la obra de Proust no tienen un valor meramente decorativo; bien sea porque tienen una función de caracterización o de ironización; bien porque son emblemáticas de algún modo de ver la realidad; o bien, y de manera capital como intentaré mostrarlo a lo largo de este trabajo, porque las artes plásticas, en especial el Impresionismo, son verdaderamente constitutivas de una “poética”, de un modo de ver, de escribir; es decir, de representar presentando la realidad, pues “ el estilo, para el escritor lo mismo que el color para el pintor, es una cuestión de visión y no de técnica. En la búsqueda del tiempo perdido, uno de los caminos indirectos—y no habría que olvidar que, para Proust, la indirección es la única dirección—es el estético: una reorganización de la realidad en términos plásticos, pues si el tiempo recobrado es la “vida realmente vivida” que sólo puede plasmarse en una obra de arte literario—que para Proust es, a su vez una metáfora, el equivalente de cualquier forma de expresión artística—pues la realidad misma sólo puede aprehenderse de manera poética. Ésta es, precisamente la esencia del arte de un Elstir, pintor ficcional que, en una suerte de mise en abyme de los procedimientos escriturales del propio Proust, crea y recrea la realidad en su pintura. Así, Proust crea en el pintor ficcional y en su obra un espejo de los principios compositivos de su propia obra verbal Marcel Proust’s In Search of Time Lost abounds in references to painting, from the Italian Primitives to the Impressionist painters. Most references are made intermedially through a system of citation, by means of similes and analogies, but mostly through descriptions, some brief, others long and detailed. 1 Nonetheless, art in Proust does not merely have a decorative function; it may work as a characterization device or as a subtle vehicle for irony, or as a sort of lenses to see reality in a different mode, but mostly, as I shall try to show it along this work, the place of art in A la recherche, and particularly of Impressionism, is constitutive of Proust’s poetics, a way of perceiving and writing reality, for, as he says, “to the writer, style, as much as color to the painter, is a question of vision, not of technique”. In this search for time lost, one of the indirect paths—and one should never forget that for Proust indirection is the only direction—is the aesthetic one: a reorganization of reality in artistic terms, for time regained is “life really lived” and that can only be shaped, modeled in a literary work of art—which itself is nothing but a metaphor, an equivalent of any form of artistic expression—for reality itself can only be apprehended poetically. This is precisely the essence of the art of an Elstir, the fictional painter who in a kind of mise en abyme of Proust own writing procedures, creates and recreates reality in his paintings. Thus Proust creates a fictional painter and in his art a mirror of the compositional principles of his own verbal works. Este es el primer capítulo de un libro en proceso sobre la poética impresionista de Proust y los procedimientos verbales que lo acercan a esta escuela pictórica. Ensayo inédito 2 Marcel Proust y la estética impresionista Introducción Es propósito de este libro establecer un diálogo con Marcel Proust en torno a la impresión, que él considera la raíz de nuestro contacto con la realidad, punto de partida en la búsqueda de equivalentes estéticos—plásticos, musicales y verbales—que permitan explorar a fondo nuestra relación con el mundo. No se trata, pues, de un libro que aborde únicamente el papel de las artes plásticas en la escritura de En busca del tiempo perdido; hay muchos y excelente trabajos sobre el tema (ver algunos títulos representativos en la bibliografía). Lo que yo me he propuesto hacer con este trabajo es embarcarme en un doble viaje de exploración: no sólo por la vertiente icónica, sino por la vertiente reflexiva, incluso me atrevería a decir filosófica. De manera más o menos dispersa e intermitente Proust medita sobre la naturaleza, valor y significado de la impresión, como uno de los modos privilegiados que tiene el mundo para interpelarnos. No sorprende por ello que en la representación verbal de este modo de interpelación, la corriente artística del Impresionismo sea el vehículo privilegiado para dar forma y concreción a sus reflexiones sobre la vida y la realidad, fundadas en lo que yo considero una auténtica teoría de la impresión en la obra de Proust. El método de análisis propuesto en este trabajo se funda entonces, como decía, en un diálogo. Como tal, se escuchará con amplitud la voz del autor, en largos fragmentos cuya selección asumo como postura hermenéutica frente a la totalidad de la obra. Con frecuencia, este método citacional operará una suerte de paradigmatización del texto, poniendo en contigüidad fragmentos de la obra que en el discurso están separados por una distancia textual considerable. 3 Semejante “telescopaje” no está, desde luego, exento de consecuencias, tanto negativas como esclarecedoras de ciertas formas de significación y de construcción de esta búsqueda espiritual. Por el lado oscuro, yuxtaponer los textos, de manera más o menos abusiva, aboliendo con ello la distancia real que los separa en la obra, propicia la impresión de repetitividad innecesaria. Claro está que mi trabajo analítico y de comentario bordará justamente sobre el valor de la repetición proustiana como una forma de modulación, corrección y multiplicación de perspectivas—estas modulaciones se nos presentarían como una encarnación especial del paso del tiempo: “la même et autre, comme reviennent les choses dans la vie.” Otro efecto negativo, quizá, es la descontextualización—inevitable en toda forma de citación, dicho sea de paso—que pudiera producir una falsa impresión de la importancia relativa de las ideas expuestas o los objetos descritos. No obstante, toda descontextualización abre las puertas a una recontextualización posible que ilumine de manera diferente lo ya leído, lo ya dicho. De este modo, tal vez, la sola selección de textos proustianos en diálogo con mis propios comentarios y reflexiones podría encender otras luces sobre el papel central, en términos filosóficos y compositivos, que juega la pintura en la obra de Proust. Los primeros tres capítulos tienen como centro la obra y trayectoria de Elstir, el gran artista creado por la ficción proustiana; no obstante, el primer capítulo—una especie de galería de la imaginación, aborda la creación de “cuadros” que estrictamente no lo son, ni en la ficción ni en el mundo del extratexto: se trata de descripciones de la realidad que hacen “cuadro”y que considero representativas del viaje espiritual de Proust: la realidad más “verdadera” es aquella que se representa como obra de arte, la cual, a su vez, es el equivalente espiritual de nuestra relación con ella, de la impresión que nos deja. Los capítulos cuatro y cinco intentan reunir todas las meditaciones de Proust en torno a la impresión y a la metáfora como su equivalente espiritual. He propuesto estos capítulos como centrales a mi exploración, ya que constituyen una especie de centro de imantación teórica que 4 irradia, retrospectivamente, hacia la representación verbal de la obra del pintor de ficción, y, de manera prospectiva, hacia otras formas estéticas, aquellas que están en la mirada y en el propio cuerpo. La relación entre Elstir, el narrador y Mme Swann está ideológicamente cargada de la significación misma de toda la obra. A diferencia de lo que muchos creen, Marcel Proust no es un refinado artista delicuescente, encerrado en su torre de marfil. (incompleto) 5 Capítulo 1 En busca del tiempo perdido: una galería de cuadros de la imaginación La sabiduría no se transmite, uno mismo la tiene que descubrir después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que nadie nos puede evitar, porque la sabiduría es un punto de vista sobre las cosas. A la sombra de las muchachas en flor Rumbo a Balbec, con la esperanza de ver cumplido un deseo largamente acariciado, Marcel se encamina, sin saberlo, a la decepción. La afamada catedral, edificada con los materiales del sueño, de lecturas diversas, descripciones, conversaciones y reproducciones parciales, pero, sobre todo, construida sobre los cimientos de la ausencia y de la imaginación, esa misma catedral imaginaria, una vez enfrentada a la realidad, quedará dolorosamente reducida a sus limitadas dimensiones de piedra, opaca, insospechadamente vulgar, en contigüidad con un billar y un café de pueblo. La realidad en tanto que presencia, fragmentaria, arbitraria y heterogénea, acabará expulsando a la catedral de la ensoñación. Porque esa lección aún está por aprender: que el deseo es hijo de la ausencia y de la imaginación, que sólo se desea lo que no se ha materializado; que todo paraíso es, en suma y desde siempre, un paraíso perdido. Viaje de lecciones será éste, y si la catedral de la imaginación se desploma ante la de la realidad, ya encontrará el muchacho al maestro que le enseñe a leer las obras de arte de otra manera. Por lo pronto, el tren sigue su curso hacia Balbec y la imaginación sigue construyendo obras maestras en la ensoñación. Después de una noche de insomnio, por la ventanilla, un desvelado Marcel registra todos los signos del amanecer. De repente, tras una curva, vuelve la noche con su oscuridad y sus estrellas. Cada una de estas “vistas” se describe por separado en términos pictóricos, como si fueran cuadros; el 6 marco mismo de la ventana proporciona ese otro marco plástico que fija el dinamismo del paisaje. Es una descripción que congela el movimiento y lo convierte en obra de arte, sin que quede por ello abolida la vivacidad, el aspecto cambiante, incluso opuesto de lo que enmarca a este “cuadro”: (…) dans le carreau de la fenêtre, au-dessus d’un petit bois noir, je vis des nuages échancrés dont le doux duvet était d’un rose fixé, mort, qui ne changera plus, comme celui qui teint les plumes de l’aile qui l’a assimilé ou le pastel sur lequel l’a déposé la fantaisie du peintre. Mais je sentais qu’au contraire cette couleur n’était inertie, ni caprice, mais nécessité et vie. Bientôt s’amoncelèrent derrière elle des réserves de lumière. Elle s’aviva, le ciel devint d’un incarnat que je tâchais, en collant mes yeux à la vitre, de mieux voir, car je le sentais en rapport avec l’existence profonde de la nature, mais la ligne du chemin ayant changé de direction, le train tourna, la scène matinale fut remplacée dans le cadre de la fenêtre par un village nocturne aux toits bleus de clair de lune, avec un lavoir encrassé de la nacre opaline de la nuit, sous un ciel encore semé de toutes ses étoiles, et je me désolais d’avoir perdu ma bande de ciel rose quand je l’aperçus de nouveau, mais rouge cette fois, dans la fenêtre d’en face qu’elle abandonna à un deuxième coude de la voie ferrée; si bien que je passais mon temps à courir d’une fenêtre à l’autre pour rapprocher, pour rentoiler les fragments intermittents et opposites de mon beau matin écarlate et versatile et en avoir une vue totale et un tableau continu. (...) vi en el cuadro de cristal de la ventanilla, por encima de un bosquecillo negro, unas nubes festoneadas, cuyo suave plumón tenía un color rosa permanente, muerto, de ese que no cambiará, como el color rosa ya asimilado por las plumas de un ala o por el lienzo al pastel donde lo puso el capricho del pintor. Pero yo sentí que, por el contrario, aquel colorido no era inercia ni capricho, sino necesidad y vida. Pronto fueron amontonándose detrás de él las reservas de luz. Cobró vida, el cielo se fue pintando de encarnado, y yo pegué los ojos al cristal para verlo mejor, porque sabía que ese color tenía relación con la profunda vida de la Naturaleza; pero la vía cambió de dirección, el tren dio vuelta, y en el marco de la ventana vino a substituir a aquel escenario matinal un poblado nocturno con los techos azulados de luna y con un lavadero lleno del ópalo nacarino de la noche, todo abrigado por un cielo tachonado de estrellas; y ya me desesperaba de haber perdido mi franja de cielo rosa, cuando volví a verla, roja ya, en la ventanilla de enfrente, de donde se escapó en un recodo de la vía; así, que pasé el tiempo en correr de una a otra ventanilla para juntar y recomponer los fragmentos intermitentes opuestos de mi hermosa aurora escarlata y versátil, y llegar a poseerla en visión total y cuadro continuo.1 (P&J, I, 656) 1 Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Trad. Pedro Salinas, José María Quiroga Pla. Barcelona, Plaza & Janés, 1975, vol. I, 656. Marcel Proust, À la recherche du temps perdu. Paris, Gallimard, « Bibliothèque de la Pléiade », 1954, vol. I, 655. En citas subsecuentes se dará la referencia entre paréntesis, con la abreviatura P&J, para la edición en español, y Pléiade, para la edición en francés. A menos que se indique otra cosa, todos los énfasis en negritas son míos 7 He aquí el paradójico ideal que anima la totalidad de la obra de Marcel Proust: un cuadrosecuencia; un objeto plástico que fuera capaz de fijar el cambio, sin que por ello se perdiera el proceso; capaz de congelar el movimiento, de rescatar lo efímero del olvido, sin la rigidez mortuoria de aquello que enmarca y encierra. Un cuadro continuo en el que el “rosa fijo” no fuera un color “muerto”, sino un rosa que se “encarna”, que se incendia en los ojos, allí mismo donde los techos siguen siendo de un azul claro de luna y el lavadero se llena del nacarado opalino de la noche. Un ideal plástico que fuese, al mismo tiempo, ideal de vida, en el que el contemplador fuera parte de lo contemplado—no sólo parte sino creador activo del objeto contemplado. Porque en esta descripción son los ojos de Marcel los que “pintan”; es su cuerpo el que, de manera creadora, reúne a los contrarios en paradójica fluidez e inestable unidad; el que compone, enmarca, inscribe en un mismo lienzo espiritual lo que de otra manera no serían más que fragmentos dispersos, ignorantes los unos de los otros, de una realidad no sólo vivida sino vívida. Pues, como afirma el propio narrador en algún otro lugar, el alma es la única capaz de transformar la realidad en una obra de arte; es la “creencia” la que dota de “un alma interior a las cosas” dándole “cohesión”, unidad estética, a un conjunto de cosas efímeras, dispares, fragmentarias. (…) je mettais ma croyance comme une âme intérieure qui donnait la cohésion d’un chef d’œuvre à cet ensemble éphémère et mouvant. (Pléiade, I, 418) (…) ponía yo toda mi fe como un alma interior que daba a aquel conjunto efímero y movible la cohesión de una obra maestra. (P&J, I, 414) Así, animado por el cuerpo que corre y el alma que contempla, queda colocado en la galería de nuestra imaginación este hermoso tableau continu, un verdadero cuadro que bien podría intitularse Nocheamanecer y que yo considero típico de toda una estrategia de representación de la realidad, característica de En busca del tiempo perdido; una estrategia que intenta reunir a los contrarios, 8 permitir su interpenetración, abolir toda demarcación que nos aísle y separe de la realidad profunda de nuestras propias impresiones. Otro momento memorable, que al igual que nuestro cuadro-secuencia intenta recrear este ideal de lo real vivido en y por la imaginación, es la descripción de las garrafas en el río Vivonne: Je m’amusais à regarder les carafes que les gamins mettaient dans la Vivonne pour prendre les petits poissons, et qui, remplies par la rivière où elles sont à leur tour encloses, à la fois « contenant » aux flancs transparents comme une eau durcie et « contenu » plongé dans un plus grand contenant de cristal liquide et courant, évoquaient l’image de la fraîcheur d’une façon plus délicieuse et plus irritante qu’elles n’eussent fait sur une table servie, en ne la montrant qu’en fuite dans cette allitération perpétuelle entre l’eau sans consistance où les mains ne pouvaient la capter et le verre sans fluidité où le palais ne pourrait en jouir. (Pléiade, I, 168) Entreteníame en mirar las garrafas que ponían los chicos en el río para coger pececillos, que, llenas de agua del río, que a su vez las envuelve a ellas, son al mismo tiempo “continente” de transparentes flancos, como agua endurecida, y “contenido” encerrado en un continente mayor de cristal líquido y corriente; y me evocaban la imagen de la frescura de manera más deleitable e irritante que si estuvieran en una mesa puesta, porque me la mostraban fugitiva siempre en aquella perpetua aliteración entre el agua sin consistencia, donde las manos no podían cogerla, y el cristal sin fluidez, donde no podía gozarse el paladar. (P&J, I, 168-69) En esta visión extasiada de la interpenetración, verdadera fusión de dos formas antitéticas de la materialidad—sólido vs. líquido—y de la espacialidad—“continente” vs. “contenido”—Proust logra, por medios retórico-descriptivos, puramente verbales, la creación de una experiencia sensorial total de la frescura como ideal cumplido en un instante privilegiado de contemplación. La figura retórica central, vehículo de esta fusión, es la serie oximorónica—“agua endurecida”, “cristal líquido”—que luego se va resolviendo descriptivamente en repeticiones moduladas sobre la figura de la antítesis que nos propone la visión negativa, y sin embargo cotidiana, del “agua sin consistencia” y del cristal degradado a “vidrio sin fluidez”. Lo extraordinariamente logrado de esta descripción reside en un constante ir y venir de la sintaxis, creando ambigüedades, aboliendo fronteras, literalmente haciendo lo 9 que dice; en pocas palabras, un fenómeno verbal que Leo Spitzer ha llamado onomatopeya sintáctica,2 procedimiento propuesto como representativo del estilo proustiano: la frase como reflejo de su contenido, un equivalente verbal de la búsqueda de unidad en y a pesar de lo disperso, lo fragmentario, lo heterogéneo, incluso lo aleatorio. Ahora bien, el gran hallazgo de esta descripción intensamente sensorial es, paradójicamente, de orden metalingüístico: se trata de un tropo que, como tal, propone un equivalente de la experiencia sensorial ubicua, ambigua, fundida y confundida en lo sólido del agua y lo líquido del cristal—una “perpetua aliteración”—hallazgo verbal, insisto, pues además de que el adjetivo es aliterativo, en sí mismo y con respecto al sustantivo que califica— “allitération perpetuelle”—, la aliteración, como figura retórica, funge como el equivalente verbal de una realidad que estalla en mil reflejos, tornándola inestable, ambigua, casi podríamos decir “tornasolada”; siempre otra y la misma, como tantos cuadros impresionistas que dejan en una zona de indeterminación el grado de materialidad de los objetos representados. Para equiparar este procedimiento descriptivo-narrativo, no hay sino recordar los diversos bodegones de Manet, en los que figuran floreros o vasos llenos de líquido. En Claveles y clemátides en un florero de cristal,3 ¿dónde termina el vidrio?, ¿dónde comienza el agua?; ¿qué los demarca? (Figura 1). En Peonías en un florero sobre pedestal,4 es difícil definir cuál es la diferencia textural, y por ende representacional, entre las flores “reales” y las “pintadas” sobre la superficie del florero pintado; en otras palabras, ¿en qué grado están pintadas/representadas estas flores? Porque en términos puramente materiales, tan pintadas están las unas como las otras; el 2 Il y a toujours chez Proust un canevas de phrase, un harnais préexistant, mais qui se modèle ensuite sur le contenu à dépeindre et trouve toujours le moyen de le « rendre » exactement, en s’organisant, pour ainsi dire, en onomatopée syntaxique. C’est la phrase latine et française, élargie et assouplie par l’onomatopée impressionniste (…) La phrase serrée dans un étau reflète (on pourra parler de « phrase-image » comme on dit un « mot-image ») la complexité dans la appréhension du monde. (1970, 410) [Hay siempre en Proust un bosquejo de frase, un armazón preexistente, pero que luego se modela sobre el contenido a describir y que halla la manera de “reproducirlo” exactamente, al organizarse en lo que podría llamarse una onomatopeya sintáctica. Es la frase latina y francesa ampliada y flexibilizada por la onomatopeya impresionista (…) La frase ceñida, atenazada, refleja (podría decirse “frase-imagen” como se dice “palabra-imagen”) la complejidad en la aprehensión del mundo.] A menos que se indique otra cosa, la traducción de textos críticos es mía 3 1882 c.; 56 x 35.5 cm. Paris, Musée d’Orsay 4 1864; 93.2 x 70.2 cm. Paris, Musée d’Orsay 10 problema reside en el grado de representación: las flores dentro del florero están representadas como reales, mientras que las pintadas sobre la superficie combada del florero están “doblemente pintadas”, por así decirlo (Figura 2). Figura 1 Claveles y clemátides en un florero de cristal Figura 2 Peonías en un florero sobre pedestal 11 “Aliteración perpetua”, incesantes reflejos sonoros, gráficos, visuales; un ir y venir de las palabras, las formas, los colores. Si en aquel cuadro de nocheamanecer, el equivalente plástico se daba por medio de una descripción que acudía al modelo de la pintura para organizar sus componentes, utilizando para ello términos estrictamente pictóricos—“pastel”, “cuadro”, lienzo”, “encarnado”, “nacarado opalino”, “tableau continu”—aquí, en las garrafas de la Vivonne, los términos son retóricos, puramente lingüísticos, y sin embargo también hacen “cuadro”. En ambos casos se trata de “imágenes” memorables, con esa especial cualidad de lo icónico que una descripción supuestamente “objetiva” sería incapaz de crear porque no tendría ese incremento, ese surplus de iconicidad producto de la elaboración retórico-poética, de ese trabajo sobre el lenguaje que es el responsable del efecto de “cuadro” en estas descripciones. Y es que en la búsqueda del tiempo perdido, uno de los caminos indirectos—y no habría que olvidar que, para Proust, la indirección es la única dirección—es el estético: una reorganización de la realidad en términos plásticos, pues si el tiempo recobrado es la “vida realmente vivida” que sólo puede plasmarse en una obra de arte literario, la realidad misma sólo puede aprehenderse de manera poética. Ésta es, precisamente la esencia del arte de un Elstir, pintor ficcional que, en una suerte de mise en abyme de los procedimientos escriturales del propio Proust, crea y recrea la realidad en su pintura. Como dice el narrador al contemplar los cuadros del artista, “la obra de Elstir estaba hecha con los raros momentos en que se ve la Naturaleza cual ella es, poéticamente.” 5 (P&J, I, 842) En busca del tiempo perdido abunda en referencias a la pintura, desde los primitivos italianos hasta los impresionistas; las referencias se hacen por medio de un sistema que casi podríamos llamar de citación, por medio de símiles y de descripciones, a veces breves, a veces prolongadas. Sin embargo, las artes plásticas en la obra de Proust no tienen un valor meramente decorativo; bien sea porque tienen 5 Mais les rares moments où l’on voit la nature telle qu’elle est, poétiquement, c’était de ceux-là qu’était faite l’œuvre d’Elstir. (Pléiade, I, 835) 12 una función de caracterización o de ironización; bien porque son emblemáticas de algún modo de ver la realidad; o bien, y de manera capital como intentaré mostrarlo a lo largo de este trabajo, porque las artes plásticas, en especial el Impresionismo, son verdaderamente constitutivas de una “poética”, de un modo de ver, de escribir; es decir, de representar presentando la realidad, pues “ el estilo, para el escritor lo mismo que el color para el pintor, es una cuestión de visión y no de técnica”. (P&J, II, 1454 ) [le style pour l'écrivain aussi bien que la couleur pour le peintre est une question non de technique mais de vision—Pléiade, III, 895]. 6 Así, a lo largo de En busca del tiempo perdido, Proust “monta” una auténtica “galería” de la imaginación donde abundan las referencias a cuadros conocidos que le dan una suerte de incremento icónico a lo descrito—personaje, objeto o paisaje—donde se multiplican las descripciones que utilizan recursos verbales equivalentes a los pictóricos fijando la descripción en “cuadro”, o recurriendo a una verdadera “paleta” de colores, variados y precisos—como en nuestro tableau continu para el que no basta la notación, azul, sino que el texto compone un azul “claro de luna”; donde existe el hermoso híbrido pictórico-verbal, el doble aliterativo, en “n” y “l”, “nacré opaline de la nuit” (nacarado opalino de noche); donde una gradación cromática nos lleva del rosa “pastel”, “fijo, muerto”, al “encarnado”, hasta llegar al “rojo”. Más aún, Proust no se conforma con la referencia al cuadro, ni con la creación ficcional de un pintor; él mismo compone sus paisajes, sus marinas y bodegones como cuadros más que como descripciones “realistas”. En este procedimiento parecería realizar el ideal de la abuela del narrador: Elle essayait de ruser et, sinon d’éliminer entièrement la banalité commerciale, du moins de la réduire, d’y substituer, pour la plus grande partie, de l’art encore, d’y introduire comme plusieurs « épaisseurs » d’art : au lieu de photographies de la cathédrale de 6 Desde luego no concuerdo con apreciaciones “estéticas”—más bien, diría yo, “diletantes”—del valor y significación que tienen las referencias a obras de arte. No es simplemente que Proust, como dice Stephen Ullman (1960, 161), por ejemplo, “ha asimilado a tal punto la manera de ver las cosas del pintor que todo lo ve en torno suyo en términos pictóricos”. (Proust had so completely assimilated the painter’s way of looking at things around him that he saw his physical environment, whether natural or man made in pictorial terms). Así—dicho de este modo—todo quedaría en un nivel puramente ornamental. No, no es cuestión de decoración sino de visión. 13 Chartres, des Grandes Eaux de Saint-Cloud, du Vésuve, elle se renseignait auprès de Swann si quelque grand peintre ne les avait pais représentés, et préférait me donner des photographies de la Cathédrale de Chartres par Corot, des Grandes Eaux de Saint-Cloud par Hubert Robert, du Vésuve par Turner, ce qui faisait un degré d’art de plus. (Pléiade, I, 40) trataba de ingeniárselas para disminuir, ya que no para eliminar totalmente, la trivialidad comercial, de substituirla por alguna cosa artística más para superponer como varias capas o “espesores” de arte; en vez de fotografías de la catedral de Chartres, de las fuentes monumentales de Saint-Cloud o del Vesubio, preguntaba a Swann si no había ningún artista que hubiera pintado eso, y prefería regalarme fotografías de la catedral de Chartres, de Corot; de las fuentes de Saint-Cloud, de Hubert Robert, y del Vesubio, de Turner, con lo cual alcanzaba un grado más de arte. (P&J, I, 41) Habría que mirar el mundo a través de varias “capas” de arte; porque las descripciones en Proust no valen sólo como descripciones sino como transformaciones poéticas de la realidad para crear una impresión más profunda e intensa, más real que la supuesta “copia” o “fiel reflejo” de la realidad. Como bien lo ha observado Gérard Genette (1966, 49), “el paisaje natural, gracias a un artificio de puesta en escena especialmente rebuscado, da la apariencia de una obra de arte: la realidad se nos ofrece como su propia representación. Esos espectáculos sofisticados traducen muy bien el gusto de Proust por la visión indirecta”.7 Ahora bien, lo interesante es que los cuadros proustianos se ven sometidos a una teorización igualmente indirecta en la figura ficcional de Elstir, tanto por la reflexión propiamente teórica del pintor, como por su práctica pictórica, pero también por los análisis detallados de sus cuadros— verdaderos pastiches de crítica de arte—a cargo del narrador, en contraste con la crítica adversa e ignorante que de él hacen los Verdurin y los Guermantes, sin dejar de lado la conducta imperdonablemente ridícula del pintor en sus años de “fiel” asiduo al salón Verdurin. Elstir: un mundo, con todo todos los “esplendores y las miserias” del mundo—para hacer una evocación suplementaria a 7 [L]e paysage naturel prend ainsi, par un artifice de mise en scène particulièrement recherché, l’apparence d’une œuvre d’art : la réalité se donne pour sa propre représentation. Ces spectacles sophistiqués traduisent bien le goût de Proust pour la vision indirecte (…). 14 Balzac. En cuanto a la caracterización del pintor—como ocurre con casi todos los personajes de Proust—se trata de un objeto mixto, con un extraordinario grado de complejidad, pues también está modelado en “capas” formadas por muchos pintores del siglo XIX, para hacer de él una especie de archi-pintor, símbolo del gran artista que encarna, al mismo tiempo, los valores estéticos del Impresionismo y los principios novelísticos de la obra de Marcel Proust. Es por ello que me permito afirmar que en la “poética” de Elstir quedan resumidos los principios compositivos tanto del Impresionismo como los de una vertiente importante de En busca del tiempo perdido. Es mi propósito, en los capítulos que siguen, abordar esa poética de manera comparativa, así como analizar los procedimientos retórico-descriptivos por medio de los cuales Proust construye su mundo, configurándolo, directa o indirectamente, como obras plásticas concretas o típicas que son el referente último de las descripciones. Comenzaré por esa figura importantísima en la obra de Proust que es Elstir. Por principio de cuentas, el pintor sufre una serie de metamorfosis—como tantos otros personajes clave—que nos sorprende por lo inesperado. Aparece por primera vez en Un amor de Swann,8 formando parte del clan Verdurin: es el pintor, “M. Biche”, figura ridícula, superficial aunque subversiva, cuyo único propósito es “épater les bourgeois”. Casamentero, alcahuete de lesbianas, bufón de mal gusto, cuya obra critican incluso los mismos integrantes del grupo. La opinión generalizada es que, así como el pianista cuando “tocaba les parecía que iba sacando al azar del piano notas que no estaban enlazadas por las formas que ellos tenían costumbre de oír”, así M. Biche no hacía sino “echar los colores caprichosamente sobre el lienzo” (P&J, I, 212).9 Mme. Cottard se indigna de los bigotes azules de su marido y añora los retratos de Machard que, aunque “muy lamiditos y de manteca” le parecen “ideales”; no como “esas mujeres azules y amarillas que pinta nuestro amigo Biche”. Y, claro, el veredicto final es que “el primer mérito 8 Segunda parte del primer volumen : Du côté de chez Swann. Il leur semblait quand le pianiste jouait la sonate qu’il accrochait au hasard sur le piano des notes que ne reliaient pas en effet les formes auxquelles ils étaient habitués, et que le peintre jetait au hasard des couleurs sur ses toiles. (Pléiade, I, 213) 9 15 de un retrato, sobre todo cuando cuesta diez mil francos,10 es que sea parecido y de un parecido agradable” (P&J, I, 371-72).11 Así, la caracterización del gran artista comienza, no por su evolución, no por una crítica de arte esclarecedora, sino por la representación de una vida social hueca y por una apreciación banal de su obra: cuánto cuesta igual a cuánto se parece y cuán halagüeño es el parecido; he ahí la ecuación de la grandeza del arte desde la perspectiva mundana, aun cuando ahora se trate de esa sociedad de medio pelo que es el salón Verdurin. No obstante, la estupidez extrema de los “críticos” de M. Biche, así como ciertos procedimientos pictóricos indirectamente descritos—a pesar de la refracción, incluso de la deformación que sufren por esa crítica—nos hacen sospechar, ya desde este momento, un posible arte de vanguardia en la obra de este pintorcillo de salón. Inconsecuente, banal, practicando “las artes de la nada” ante los “reyes del instante” en turno, M. Biche pasa, como pasa el tiempo y el mundo; nos olvidamos de él, como de un bufón de quinta... Hasta que volvemos a encontrarlo, seiscientas páginas después, en A la sombra de las muchachas en flor. Es otro y sin embargo el mismo; otra su presencia, otra su vida, pero, sobre todo—y esto habría que subrayarlo de manera muy especial—es otra la mirada que proyecta y se proyecta sobre su obra, otra la conciencia que lo aprecia. En un restaurante de Rivebelle, Marcel y su amigo Saint-Loup conocen al pintor Elstir: un hombre alto, musculoso, de barba gris, atisbo descriptivo del Monet que se irá calcando parcialmente sobre su silueta de ficción.12 (Figura 3) 10 En la versión al español dice « cien mil francos ». En casos como éste—que son varios—me permitiré hacer las correcciones directamente sobre el texto. 11 (…) il y en a qui trouvent que c’est un peu léché, un peu crème fouettée, moi, je le trouve idéal. Évidemment elle ne ressemble pas aux femmes bleues et jaunes de notre ami Biche (…) Mais je trouve que la première qualité d’un portrait, surtout quand il coûte 10.000 francs, est d’être ressemblant et d’une ressemblance agréable. (Pléiade, I, 375) 12 Claude Monet en la puerta de su segundo estudio, octubre 27, 1905. Fotografía: Barón de Meyer, Archivos Durand-Ruel, reproducida en Wildenstein, I (1996) 16 Figura 3. Monet, fotografía del Barón de Meyer Una primera mirada sobre el artista es exterior, la de la celebridad—“¡Cómo! ¿no conocen al célebre pintor, Elstir?”—pero se trata de una celebridad que se abre al tiempo y a la ironía: en el momento en que lo conocen los muchachos, la admiración que le tienen es producto del rumor— “nuestro sentimiento podía tener por norte la idea vacía de ‘un gran artista’, pero no una obra que no conocíamos.”13 (P&J, I, 833)—producto, asimismo, del interés de algunos extranjeros que preguntan por él; de algunos cuantos iniciados, casi fanáticos, que vienen a buscarlo a la costa normanda. Su gran fama vendrá después. Una segunda mirada es interior, la que va rastreando su vida alejada de la sociedad, vida de contemplación y soledad que, sin embargo, se ve refractada en la opinión de los demás. 13 (…) notre sentiment pouvait avoir pour objet l’idée creuse de ‘un grand artiste’, non pas une œuvre qui nous était inconnue. (Pléiade, I, 827) 17 Mais faute d’une société supportable, il vivait dans un isolement, avec une sauvagerie, que les gens du monde appelaient de la pose et de la mauvaise éducation, les pouvoirs publics, un mauvais esprit, ses voisins, de la folie, sa famille, de l’égoïsme et de l’orgueil. (Pléiade, I, 828) Pero a falta de sociedad soportable vivía Elstir aislado, de un modo selvático, y a ese género de vida la gente elegante lo llamaba pose y mala educación; los poderes públicos mala índole; los vecinos, locura, y la familia, egoísmo y orgullo. (P&J, I, 834) Empero, Elstir es un hombre generoso y sabe entregarse. Invita a Marcel a su estudio y cuando lo encontramos más tarde, lo vemos pintando, mostrándole al muchacho las marinas ejecutadas en Balbec, evaluando su obra anterior. Ahí es donde nos enteramos que este artista sabio, sensible y generoso es el mismo payaso de los Verdurin. No obstante, el gran artista de hoy, con ecuanimidad y sabiduría, lo asume como su pasado, como parte de su identidad, y es por ello capaz de darle una lección de vida a Marcel, además de una muy significativa lección de lectura de arte. Más aún, Elstir cambia la apreciación que tiene el muchacho no sólo del arte sino de la realidad. Gracias al gran pintor, aprende a leer la vida de playa, las esculturas de la catedral de Balbec, incluso los bodegones que espontáneamente se han estado formando ante sus ojos después de las comidas. Y será el propio Marcel quien nos haga tanto el relato de la evolución del artista, como un ensayo de crítica de arte en el que aborda la poética de este genio plástico, no sin dejarnos oír de paso los chismes como otra forma de crítica: las opiniones adversas de los Guermantes. [El estudio de Elstir, en A la sombra de las muchachas en flor] Le plus grand nombre de ceux qui m'entouraient n'étaient pas ce que j'aurais le plus aimé voir de lui, les peintures appartenant à ses première et deuxième manières, comme disait une revue d'art anglaise qui traînait sur la table du salon du Grand-Hôtel, la manière mythologique et celle où il avait subi l'influence du Japon, toutes deux admirablement représentées, disait-on, dans la collection de Mme de Guermantes. Naturellement, ce qu'il avait dans son atelier, ce n'était guère que des marines prises ici, à Balbec. (Pléiade, I, 835) La mayoría de los lienzos que me rodeaban no eran aquella parte de su obra que más ganas de ver tenía yo, porque me interesaban sobre todo su primera y segunda maneras, como decía una revista de arte inglesa que andaba rodando por la mesa del salón del Grand Hotel, la manera mitológica y la de influencia japonesa, representadas ambas 18 perfectamente, decía el periódico, en la colección de madame de Guermantes. Y, naturalmente, lo que más abundaba en su estudio eran marinas hechas en Balbec. (P&J, I, 841) [Al principio de la soirée Guermantes : los Elstir de la Duquesa, en El mundo de los Guermantes ] Seulement une fois en tête à tête avec les Elstir, j'oubliai tout à fait l'heure du dîner; de nouveau comme à Balbec j'avais devant moi les fragments de ce monde aux couleurs inconnues qui n'était que la projection de la manière de voir particulière à ce grand peintre et que ne traduisaient nullement ses paroles (…) Les gens qui détestaient ces « horreurs» s'étonnaient qu'Elstir admirât Chardin, Perroneau, tant de peintres qu'eux, les gens du monde, aimaient. Ils ne se rendaient pas compte qu'Elstir avait pour son compte refait devant le réel (avec l'indice particulier de son goût pour certaines recherches) le même effort qu'un Chardin ou un Perroneau, et qu'en conséquence, quand il cessait de travailler pour lui-même, il admirait en eux des tentatives du même genre, des sortes de fragments anticipés d’œuvres de lui. Mais les gens du monde n'ajoutaient pas par la pensée à l’œuvre d'Elstir cette perspective du Temps qui leur permettait d'aimer ou tout au moins de regarder sans gêne la peinture de Chardin (...) Mais on ne profite d'aucune leçon parce qu'on ne sait pas descendre jusqu'au général et qu'on se figure toujours se trouver en présence d'une expérience qui n'a pas de précédents dans le passé. Je fus ému de retrouver dans deux tableaux (plus réalistes, ceux-la, et d'une manière antérieure) un même monsieur, une fois en frac dans son salon, une autre fois en veston et en chapeau haut de forme dans une fête populaire au bord de l'eau où il n'avait évidemment que faire, et qui prouvait que pour Elstir il n'était pas seulement un modèle habituel, mais un ami, peut-être un protecteur, qu'il aimait (…) Cette fête au bord de l'eau avait quelque chose d'enchanteur. La rivière, les robes des femmes, les voiles des barques, les reflets innombrables des unes et des autres voisinaient parmi ce carré de peinture qu'Elstir avait découpé dans une merveilleuse après-midi. Ce qui ravissait dans la robe d'une femme cessant un moment de danser à cause de la chaleur et de l'essoufflement, était chatoyant aussi, et de la même manière, dans la toile d'une voile arrêtée, dans l'eau du petit port, dans le ponton de bois, dans les feuillages et dans le ciel (...) La dame un peu vulgaire qu'un dilettante en promenade éviterait de regarder, excepterait du tableau poétique que la nature compose devant lui, cette femme est belle aussi, sa robe reçoit la même lumière que la voile du bateau, et il n 'y pas de choses plus au moins précieuses, la robe commune et la voile en elle-même jolie sont deux miroirs du même reflet. Tout le prix est dans les regards du peintre.» Or celui-ci avait su immortellement arrêter le mouvement des heures à cet instant lumineux où la dame avait eu chaud et avait cessé de danser, où l'arbre était cerné d'un pourtour d'ombre, où les voiles semblaient glisser sur un vernis d'or. Mais justement parce que l'instant pesait sur nous avec tant de force, cette toile si fixée donnait l'impression la plus fugitive, on sentait que la dame allait bientôt s'en retourner, les bateaux disparaître, l'ombre changer de place, la nuit venir, que le plaisir finit, que la vie passe et que les instants, montrés à la fois par tant de lumières qui y voisinent ensemble, ne se retrouvent pas. Je reconnaissais 19 encore un aspect, tout autre il est vrai, de ce qu'est l'Instant, dans quelques aquarelles à sujets mythologiques, datant des débuts d'Elstir et dont était aussi orné ce salon. Les gens du monde «avancés» allaient «jusqu'à» cette manière-là, mais pas plus loin. Ce n'était certes pas ce qu'Elstir avait fait de mieux, mais déjà la sincérité avec laquelle le sujet avait été pensé lui ôtait sa froideur. C'est ainsi que, par exemple, les Muses étaient représentées comme le seraient des êtres appartenant à une espèce fossile mais qu'il n'eût pas été rare, aux temps mythologiques, de voir passer le soir, par deux ou par trois, le long de quelque sentier montagneux. Quelquefois un poète, d'une race ayant aussi une individualité particulière pour un zoologiste (caractérisée par une certaine insexualité), se promenait avec une Muse, comme, dans la nature, des créatures d'espèces différentes mais amies et qui vont de compagnie. Dans une de ces aquarelles, on voyait un poète épuisé d'une longue course en montagne, qu'un Centaure, qu'il a rencontré, touché de sa fatigue, prend sur son dos et ramène. Dans plus d'une autre, l'immense paysage (ou la scène mythique, les héros fabuleux tiennent une place minuscule et sont comme perdus) est rendu, des sommets à la mer, avec une exactitude qui donne plus que l'heure, jusqu'à la minute qu'il est, grâce au degré précis du déclin du soleil, à la fidélité fugitive des ombres. Par-là l'artiste donne, en l'instantanéisant, une sorte de réalité historique vécue au symbole de la fable, le peint et le relate au passé défini.] (Pléiade, II, 419-422) (…) una vez que me quedé mano a mano con los Elstir, me olvidé por completo de la hora de cenar; de nuevo, como en Balbec, tenía ante mí los fragmentos de este mundo de colores desconocidos, que no era sino la proyección, la manera de ver peculiar de este gran pintor y que en modo alguno traducía sus palabras (...) Las gentes que detestaban estos «horrores» se extrañaban de que Elstir admirase a Chardin, a Perroneau, a tantos pintores que a ellas, a las gentes de mundo, les gustaban. No se daban cuenta de que Elstir había vuelto a hacer por su cuenta, ante lo real (con el indicio particular de su gusto por ciertas búsquedas), el mismo esfuerzo que un Chardin o un Perroneau, y que, por consiguiente, cuando dejaba de trabajar para sí mismo, admiraba en ellos tentativas del mismo género, algo como fragmentos anticipados de obras suyas. Pero la gente de mundo no añadía con el pensamiento a la obra de Elstir la perspectiva del Tiempo, que permitía a los demás saborear, o por lo menos contemplar despreocupadamente, la pintura de Chardin (...) Pero no hay lección que aproveche, porque no se sabe descender hasta lo general y siempre se figura uno que se encuentra ante una experiencia que no tiene precedentes en el pasado. Me sentí conmovido al encontrar en dos cuadros (más realistas y de una manera anterior) el mismo caballero; una vez de frac, en su salón; otra de americana y con sombrero de copa, en una fiesta popular a la orilla del agua, donde no tenía evidentemente nada que hacer, y que demostraba que para Elstir no era sólo un modelo habitual, sino un amigo, acaso un protector (...) Esta fiesta a la orilla del agua tenía un no sé qué encantador. El río, los trajes de las mujeres, los velámenes de las barcas, los reflejos innumerables de unos y otras hallábanse en vecindad en medio de este cuadrado de pintura que Elstir había recortado de una siesta maravillosa. Lo que hechizaba en el vestido de una mujer que cesaba de bailar un momento, por el calor y el sofocón, era asimismo tornasolado, y de idéntica manera en el lienzo de una vela quieta, en el agua del puertecillo, en el pontón de madera, en las frondas y en el cielo (...) la dama un tanto vulgar a la que un diletante de paseo evitaría mirar, exceptuaría del cuadro poético que 20 ante él compone la naturaleza, esa mujer es también hermosa, su vestido recibe la misma luz que la vela del barco, y no hay cosas más o menos preciosas, el traje corriente y la vela bonita en sí misma son dos espejos del mismo reflejo; todo el valor está en las miradas del pintor. Ahora bien; éste había sabido inmortalmente detener el movimiento de las horas en ese instante luminoso en que la dama había tenido calor y había cesado de bailar, en que el árbol estaba cercado de un ruedo de sombra, en que las velas parecían resbalar sobre un barniz de oro. Pero justamente porque el instante pesaba sobre nosotros con tanta fuerza, este tiempo tan fijo daba la impresión más fugitiva, sentíase que la dama iba a volver a marcharse bien pronto, los barcos a desaparecer, la sombra a cambiar de sitio, la noche a venir; que el placer se acaba, que la vida pasa, y los instantes, mostrados a la vez por tantas luces que en ellos conviven en vecindad, no vuelven a encontrarse. Otro aspecto aún, completamente distinto, en verdad, de lo que es el instante, reconocía yo en algunas acuarelas de asunto mitológico que databan de los comienzos de Elstir y con las que estaba asimismo decorado este salón. Las gentes de mundo «avanzadas» llegaban «hasta» esta manera, pero no más lejos. No era esto, desde luego, lo mejor que había hecho Elstir, pero ya la sinceridad con que había sido pensado el tema lo despojaba de su frialdad. Así, por ejemplo, las musas eran representadas como lo habrían sido unos seres pertenecientes a una especie fósil, pero que no hubiera sido raro, en los tiempos mitológicos, ver pasar al atardecer, de dos en dos o de tres en tres, a lo largo de algún sendero montañoso. A veces, un poeta, de una raza que tenía también una individualidad particular para un zoólogo (caracterizada por cierta asexualidad), se paseaba con una musa, como, en la naturaleza, criaturas de especies diferentes, pero amigas y que van en compañía. En una de estas acuarelas se veía a un poeta agotado por una larga caminata por la montaña, al que un Centauro con quien se ha encontrado, apiadado de su cansancio, se echa a la espalda y vuelve consigo a su morada. En más de otra, el inmenso paisaje (en que la escena mítica, los héroes fabulosos, ocupan un lugar minúsculo y están como perdidos) aparece reproducido desde las cumbres hasta el mar con una exactitud que indica, más aún que la hora, hasta el minuto que es, merced al grado preciso del declinar del sol, a la fidelidad fugitiva de las sombras. Con ello, el artista da, instantaneizándolo, una a modo de realidad histórica vivida al símbolo de la fábula, lo pinta y lo relata en pretérito perfecto. (P&J, I, 1388-91) La evolución de Elstir está propuesta ya desde la visita de Marcel a su estudio, en A la sombra de las muchachas en flor. En ese momento es el pintor impresionista obsesionado por la luz, el mar, los cuadros mono- o bicromáticos, tan al gusto de Helleu, Whistler o Monet—esos cuadros que el propio Marcel ha llamado “cuadros color de tiempo”. Ahí, en Balbec, el narrador nos hablaba del pasado de Elstir, de sus maneras mitológica y japonesa; no obstante, ese pasado (diegético) es para nosotros, lectores, futuro (textual), ya que habremos de esperar hasta la segunda mitad del tercer volumen, Por el camino de Guermantes, para “ver” la famosa colección de la Duquesa. Como es típico en Proust, el 21 futuro está en un pasado que, a su vez, remite al presente. Moreau y el japonismo quedan planteados como una primera etapa en la vida artística de Elstir—la descripción de los cuadros mitológicos remite claramente a la obra simbolista de Gustave Moreau.14 Una segunda etapa apunta a Renoir y a Manet, evocados hasta la alucinación en la poética del instante luminoso que anima la descripción de un baile a la orilla del agua, y en las minucias de un sombrero de copa pintado obsesivamente, como si en él se ocultaran signos preñados del significado, del sentido mismo de la vida.15 Finalmente, Whistler, Helleu y Monet son la última etapa en la configuración de este personaje. Evidentemente, las “etapas” no están marcadas rígidamente; se observan mezclas, espejeos, como por ejemplo, toda la meditación sobre el instante luminoso temporalizando el lienzo, plasmando un “tiempo tan fijo” que aumenta la impresión de lo fugitivo, y que pone en movimiento al cuadro (“sentíase que la dama iba a volver a marcharse bien pronto, los barcos a desaparecer, la sombra a cambiar de sitio, la noche a venir; que el placer se acaba, que la vida pasa…”), es una hermosa recreación-síntesis de cuadros tanto de Renoir como de Monet.16 Así, el complejo-Elstir es, estrictamente hablando, imposible, porque semejante archipintor difícilmente podría encarnar en un solo individuo. Pero Elstir no es un personaje realista, como los 14 De manera muy especial evocaríamos los famosos cuadros: Apolo y las musas (s/f; 18.5 x 12.5 cm. París, Musée Gustave Moreau), Poeta muerto transportado por un centauro (ca. 1890; 33.5 x 24.5 cm. París, Musée Gustave Moreau). Sin olvidar, claro está, sus hermosos álbumes japoneses, por ejemplo, el dibujo de un actor de kabuki (París, Musée Gustave Moreau, Des. 975) 15 En El almuerzo de los remeros (1881; 129.5 x 172.7 cm. Washington, Colección Phillips), figura incluso el enigmático caballero con sombrero de copa. Son también evocadores del caleidoscópico descriptivo de Proust las innumerables bañistas de Renoir, así como La Grenouillère, tanto de Renoir (1869; 66.5 x 84 cm. Estocolmo, Statens Konstmuseuseer), como de Monet (1869; 74.6 x 99.7 cm. Nueva York, Metropolitan Museum of Art); el Baile en Bougival, de Renoir (1883; 181.8 x 98.1 cm. Boston, Museum of Fine Arts), o su Columpio (1876; 92 x 73 cm. Paris, Musée d’Orsay), obra en la que el pintor trabaja de manera especial con los efectos de luz tamizada por el follaje (cfr. “l’arbre était cerné d'un pourtour d'ombre”). Con respecto al sombrero de copa—casi un leitmotiv plástico—la alusión más clara es, desde luego, a Manet. Amén de que son famosos sus sombreros, tanto de hombre como de mujer, hay varios cuadros que podrían figurar como correlatos posibles: Café-Concert (1878; 47.5 x 30.2 cm. Baltimore, Maryland, The Walters Art Gallery); Chez Tortoni (1878; 27 x 35 cm.; Boston, Isabella Gardner Museum); incluso el famosísimo Bar au Folies-Bergère (1881-1882; 96 x 130 cm. London, The Courtland Institute Galleries). 16 Pienso especialmente en la serie de mujeres en embarcaciones “fugitivas” que parecen cruzar los lienzos por sólo un instante. Remito a un par de cuadros famosos: En Norvégienne (1889; 98 x 131 cm.; Paris, Musée d’Orsay); Jeunes filles en barque (1887; 145 x 132 cm. Tokio, Nacional Museum of Western Art). 22 artistas en las novelas de Balzac, Zola o los Goncourt17; es, esencialmente, un símbolo, porque representa lo mejor de la pintura de la segunda mitad del XIX—con el japonismo, que hizo furor a lo largo de toda la segunda mitad del siglo, como una especie de lazo invisible que une a todos estos avatares de Elstir: Moreau, Renoir, Manet y Monet, no sólo el Monet de los puentes japoneses en su jardín de Giverny sino incluso en el retrato de su esposa Camila vestida de japonesa (cfr. “la belle Gabriele”).18 Los mundanos, sin embargo, no siguen el trayecto de la evolución artística; “no van más allá” de su primera etapa, por esnobismo, por afán de posesión material. Mas como son esos los cuadros que están en posesión de los duques, ésos son, según ellos, los únicos que valen [Los Guermantes critican la obra de Elstir] « Tenez—me dit Mme. de Guermantes (…) je crois justement que Zola a écrit une étude sur Elstir, ce peintre dont vous avez été regarder quelques tableaux tout à l'heure, les seuls du reste que j'aime de lui», ajouta-t-elle. En réalité, elle détestait la peinture d'Elstir, mais trouvait d'une qualité unique tout ce qui était chez elle. Je demandai à M. de Guermantes s'il savait le nom du monsieur qui figurait en chapeau haute forme dans le tableau populaire, et que j'avais reconnu pour le même dont les Guermantes possédaient tout à côté le portrait d'apparat, datant à peu près de cette même période où la personnalité d'Elstir n'était pas encore complètement dégagée et s'inspirait un peu de Manet. «Mon Dieu, me répondit-il, je sais que c'est un homme qui n'est pas un inconnu ni un imbécile dans sa spécialité, mais je suis brouillé avec les noms. Je l'ai là sur le bout de la langue, monsieur... monsieur... enfin peu importe, je ne sais plus. Swann vous dirait cela, c'est lui qui a fait acheter ces machines à Mme. de Guermantes, qui est toujours trop aimable, qui a toujours trop peur de contrarier si elle refuse quelque chose; entre nous, je crois qu'il nous a collé des croûtes. Ce que je peux vous dire, c'est que ce monsieur est pour M. Elstir une espèce de Mécène qui l'a lancé, et l'a souvent tiré d'embarras en lui commandant des tableaux. Par reconnaissance—si vous appelez cela de la reconnaissance, çà dépend des goûts—il l'a peint dans cet endroit-là où avec son air endimanché il fait un assez drôle d'effet. Ça peut être un pontife très calé, mais il ignore évidemment dans quelles circonstances on met un chapeau haute forme. Avec le sien, au milieu de toutes ces filles en cheveux, il a l'air d'un petit notaire de province en goguette. 17 Pienso especialmente en el Balzac de Le chef-d’oeuvre inconnu; L’oeuvre, de Zola, o Manette Salomon, de los hermanos Goncourt. 18 Cfr. La Japonaise (1876; 231.5 x 142.0 cm., Boston, Museum of Fine Arts). Habría que pensar también en la bella esposa de Renoir, Gabrielle, como el modelo de la “belle Gabrielle” (cfr. Renoir, Gabrielle et Jean; 1906; 65 x 54 cm., Paris, Musée de l’Orangerie). 23 Mais, dites donc, vous me semblez tout à fait féru de ces tableaux. Si j'avais su çà, je me serais tuyauté pour vous répondre. Du reste, il n'y a pas lieu de se mettre autant martel en tête pour creuser la peinture de M. Elstir que s'il s'agissait de La source d'lngres ou des Enfants d'Édouard de Paul Delaroche. Ce qu'on apprécie là-dedans, c'est que c'est finement observé, amusant, parisien, et puis on passe. II n'y a pas besoin d'être un érudit pour regarder çà. Je sais bien que ce sont de simples pochades, mais je ne trouve pas que ce soit assez travaillé. Swann avait le toupet de vouloir nous faire acheter une Botte d'Asperges. Elles sont même restées ici quelques jours. Il n'y avait que cela dans le tableau, une botte d'asperges précisément semblables à celles que vous êtes en train d'avaler. Mais moi, je me suis refusé à avaler les asperges de M. Elstir. Il en demandait trois cents francs. Trois cents francs, une botte d'asperges! Un louis, voila ce que çà vaut, même en primeurs! Je l'ai trouvée roide. Dès qu'à ces choses-là il ajoute des personnages, cela a un côté canaille, pessimiste, qui me déplaît. Je suis étonné de voir un esprit fin, un cerveau distingué comme vous, aimer cela. —Mais je ne sais pas pourquoi vous dites cela, Basin », dit la duchesse qui n'aimait pas qu'on dépréciât ce que ses salons contenaient. «Je suis loin de tout admettre sans distinction dans les tableaux d 'Elstir. Il y a à prendre et à laisser. Mais ce n'est toujours pas sans talent. Et il faut avouer que ceux que j'ai achetés sont d'une beauté rare (...) —Je crois que vous connaissez M. Elstir, me dit la duchesse. L'homme est agréable. —Il est intelligent, dit le duc, on est étonné, quand on cause avec lui, que sa peinture soit si vulgaire. —Il est plus qu'intelligent, il est même assez spirituel », dit la duchesse de l'air entendu et dégustateur d'une personne qui s'y connaît. « Est-ce qu'il n'avait pas commencé un portrait de vous, Oriane? demanda la princesse de Parme. —Si, en rouge écrevisse, répondit Mme. de Guermantes, mais ce n'est pas cela qui fera passer son nom à la postérité. C'est une horreur, Basin voulait le détruire. » Cette phrase-là, Mme. de Guermantes la disait souvent. Mais d'autres fois, son appréciation était autre : «je n'aime pas sa peinture, mais il a fait autrefois un beau portrait de moi.» L'un de ces jugements s'adressait d'habitude aux personnes qui parlaient à la duchesse de son portrait, l'autre à ceux qui ne lui en parlaient pas et à qui el1e désirait en apprendre l'existence. Le premier lui était inspiré par la coquetterie, le second par la vanité. (Pléiade, II, 500-502) “¡Ah!, precisamente—me dijo madame de Guermantes (...) creo que Zola ha escrito un estudio sobre Elstir, ese pintor de quien ha ido usted a ver hace un rato algunos cuadros, los únicos suyos, por lo demás, que me gustan», añadió. En realidad, detestaba la pintura de Elstir, pero encontraba de una calidad única todo lo que tenía en casa. Pregunté a M. de Guermantes si sabía el nombre del caballero que figuraba con sombrero de copa en el cuadro popular y que había reconocido yo como el mismo cuyo retrato de tiros largos— inmediato al primero, y que databa aproximadamente del mismo período en que la personalidad de Elstir no se mostraba todavía completamente exenta y se inspiraba un tanto en Manet—poseían los Guermantes. «¡Dios mío! -me respondió-, sé que es un hombre que no es ningún desconocido ni un imbécil en su especialidad, pero siempre 24 estoy a matar con los nombres. El de ése lo tengo en la punta de la lengua: el señor..., el señor..., en fin, qué más da, ya no lo sé. Swann podría decírselo a usted; él es quien le ha hecho comprar esos monigotes a madame de Guermantes, que siempre es demasiado amable, que tiene siempre demasiado temor a contrariar a la gente si dice que no a algo; aquí entre nosotros, creo que Swann nos ha encajado unos mamarrachos. Lo que puedo decirle a usted es que ese caballero es para M. Elstir una especie de mecenas que lo ha lanzado, y que a menudo lo ha sacado de apuros encargándole cuadros. En agradecimiento—si llama usted agradecimiento a eso; va en gustos—, lo ha pintado en ese rincón, donde hace un efecto bastante cómico con su facha endomingada. Podrá ser un pozo de ciencia, pero ignora evidentemente en qué circunstancias se pone uno el sombrero de copa. Con el suyo, en medio de todas esas mozas en pelo, parece un notario de provincias metido en juerga. Pero, oiga, me parece que está usted verdaderamente prendado de esos cuadros. Si llego a saberlo, me hubiera informado para contestarle. Por lo demás, no hay por qué quebrarse tanto los cascos para profundizar en la pintura de M. Elstir, como si se tratase de La Fuente, de Ingres, o de Los hijos de Eduardo, de Paul Delaroche. Lo que en ella se aprecia es que está observada de una manera fina, que es divertida, parisiense, y luego se pasa a otra cosa. No hace falta ser un erudito para contemplar esa pintura. Bien sé que son simples bocetos, pero no me parecen bastante trabajados. Swann tenía el tupé de querernos hacer comprar un Manojo de espárragos. Incluso lo tuvimos aquí unos días. No había más que eso en el cuadro: un manojo de espárragos, precisamente como los que está usted engullendo. Pero yo me negué a paparme los espárragos de monsieur Elstir. Trescientos francos pedía por ellos. ¡Trescientos francos un manojo de espárragos! ¡Un luis es lo que valen, y aún eso, los tempranos! Se me hizo cuesta arriba. Desde el momento en que añade personajes a esas cosas, su pintura toma un cariz desgarrado, pesimista, que me desagrada. Me choca ver que a un espíritu fino, a un cerebro distinguido como es usted, le gusten esas cosas.» (...) «Creo que conoce usted a M. Elstir -me dijo la duquesa-. El hombre es agradable.» «Es inteligente -dijo el duque-; pasma, cuando se habla con él, que sea tan vulgar su pintura.» «Es más que inteligente; es, incluso bastante espiritual», dijo la duquesa, con la expresión de entendida y buena catadora de una persona que sabe lo que trae entre manos. «¿No había empezado a hacerle a usted un retrato, Oriane?», preguntó la princesa de Parma. «Sí, en rojo cangrejo -respondió madame de Guermantes-; pero no es eso lo que hará pasar su nombre a la posteridad. Es un horror; Basin quería destruirlo.» Madame de Guermantes solía decir a menudo esta frase. Pero otras veces, su apreciación era diferente: «A mí no me gusta su pintura, pero en tiempos ha hecho un hermoso retrato mío.» De estos juicios, el uno se dirigía, de ordinario, a las personas que hablaban a la duquesa de su retrato; el otro, a aquellas que no le hablaban de él y a las que deseaba enterar de su existencia. Inspirábale el primero la coquetería; el segundo, la vanidad. (P&J, I, 1469-1471) Algo que salta a la vista, a pesar de la enorme distancia textual y social que separa estas dos críticas adversas—la de los Verdurin y la de los Guermantes—es su semejanza, su idéntica raíz en la mediocridad, en la miopía. Allá, la Cottard se queja de las mujeres azules y amarillas de “nuestro 25 amigo Biche”; aquí, la duquesa ironiza su imagen rojo cangrejo en la mirada de Elstir. Si los Cottard proponen como mérito supremo de un cuadro que cuesta diez mil francos “el que sea parecido y de un parecido agradable”, el duque que—como bien lo advierte la abuela desde la primera vez que lo conoce—es un auténtico patán, tiene opiniones aún más vulgares, aunque de la misma filiación: el gran señor no está para “[paparse] los espárragos de monsieur Elstir”. Y, claro, no ve en ellos más que “un manojo de espárragos, precisamente como los que está usted engullendo.” No obstante, el lector se acuerda (después de todo, recobrar el tiempo es, en parte, recordar, y recordar, de manera muy platónica, es reconocer), el lector reconoce la misma vulgaridad en estos dos ámbitos sociales y registra la ironía. En un guiño intertextual al lector, el Elstir que se proyecta en la conversación de los Guermantes está, obviamente, modelado en Manet; incluso “Zola ha escrito un estudio sobre Elstir”, como lo hizo sobre Manet en el famoso artículo de 1867.19 Lo interesante es que esta recontextualización lleva al lector a reconocer, por citación y asociación, el hermoso cuadro del mismo nombre: Manojo de espárragos (Figura 4).20 A su vez, el cuadro activa en la memoria del lector aquellos otros espárragos, los proustianos, aquellos en “Combray” que ahora se nos antojan como un retrospectivo/prospectivo y poético “yo acuso” a la banal apreciación del Duque. (…) mais mon ravissement était devant les asperges, trempées d'outre-mer et de rose et dont l'épi, finement pignoché de mauve et d'azur, se dégrade insensiblement jusqu'au pied—encore souillé pourtant du sol de leur plant—par des irisations qui ne sont pas de la terre. II me semblait que ces nuances célestes trahissaient les délicieuses créatures qui s'étaient amusées à se métamorphoser en légumes et qui, à travers le déguisement de leur chair comestible et ferme, laissaient apercevoir en ces couleurs naissantes d'aurore, en ces ébauches d'arc-en-ciel, en cette extinction de soirs bleus, cette essence précieuse que je reconnaissais encore quand, toute la nuit qui suivait un dîner où j'en avais mangé, elles jouaient, dans leurs farces poétiques et grossières comme une féerie de Shakespeare, à changer mon pot de chambre en un vase de parfum. (Pléiade, I, 121) (...) pero mi pasmo era ante los espárragos empapados de azul ultramar y de rosa, y cuyo tallo, mordisqueado de azul y malva, iba rebajándose insensiblemente hasta la 19 20 “Edouard Manet”, en “L’Artiste: Revue du XIXème Siècle » (enero, 1867) Botte d’asperges, 1880; 46 x 55 cm. Cologne, Germany, Wallraf-Richartz Museum 26 base—sucia aún por el suelo de su planta—, con irisaciones de belleza supraterrena. Parecía que aquellos matices celestes delataban a las deliciosas criaturas que se entretuvieron en metamorfosearse en verduras y que, a través del disfraz de su firme carne comestible, transparentaban con sus colores de aurora naciente sus intentos de arco iris y su languidez de noches azules, una esencia preciosa, perceptible para mí aun cuando, durante toda la noche que seguía a una comida donde hubo espárragos, se divertían en sus farsas poéticas y groseras, como fantasía shakespeariana, en trocar mi vaso de noche en copa de perfume. (P&J, I, 121) Figura 4 Manojo de espárragos Aquí, a una distancia que bien podríamos llamar telescópica, el cuadro plástico y el verbal se reúnen, se interpenetran; en el verbal la subjetividad del contemplador se incorpora, en un ir y venir semántico entre la notación plástica y el placer gastronómico. Es notable la gran cantidad de términos que remiten a la pintura, a pesar de que, ostensiblemente, se trata de la descripción de espárragos comestibles. Por una parte están las notaciones cromáticas más o menos especializadas: “malva”, “azul 27 ultramar”, y no sólo es azul sino azur. Por otra, las “irisaciones” y los “matices” “rebajándose” tienen un sentido plenamente pictórico: el tono que se “degrada”, y justamente ese es el verbo que usa Proust en francés, “se dégrade”; del mismo modo, los “esbozos” (nótese el término estrictamente pictórico en francés: “ébauche”) es un término más que remite a la pintura. Incluso en la sintaxis hay un trabajo impresionista que sustantiviza la forma, el color, los matices, poniéndolos en primer plano: “irisaciones”, “matices celestes”, “languidez de noches azules” (cfr. Spitzer, 1970, 464). Pero la revelación en este texto—casi una “epifanía” lingüística—es la muy afortunada doble acepción de la palabra pignocher, verdadero centro de imantación semántica que, desde la vertiente subjetiva, nos habla del deleitoso mordisqueo del gourmet, y desde la vertiente plástica activa su otra acepción, la de pintar con pequeñas pinceladas las espigas de los espárragos, lo más exquisito y delicioso del vegetal; de tal suerte que, por el milagro de la polisemia, quedan fundidas en un solo verbo las dos realidades: plástica y alimentaria. Figura 5. Manojo de espárragos (detalle de las espigas) 28 Si miramos detenidamente el cuadro de Manet (Figura 5, detalle), notamos que, en efecto las espigas de los espárragos, en tonos azul y malva, están pintados con pinceladas más cortas que los tallos blanco-terrosos, ejecutados con pinceladas mucho más largas y desiguales. La descripción de los espárragos es una composición estética en hermosas gradaciones semántico-cromáticas y, a un tiempo, remite a espárragos comestibles, burdos y mundanos. Así, en un mismo impulso creador, se funde lo poético y lo banal, lo sucio y lo sublime. Por una parte, los espárragos se empapan de azul ultramarino; las espigas están finamente pinceladas/mordisqueadas de malva y azul; su carne irisada, de matices celestes, refleja en sus colores la aurora naciente, la languidez de noches azules; pero también sus tallos están sucios, con el lodo de la tierra en la que crecieron, mientras que sus últimos vestigios digestivos terminan en una vulgar bacinica y en una alusión a esa mascarada mixta de Shakespeare que es Sueño de una noche de verano. Los espárragos reúnen en su carne-comestible/textura-plástica no sólo las dimensiones aparentemente opuestas de la realidad y el arte, sino los espacios opuestos del cielo y la tierra, el arriba y el abajo, lo sórdido y lo sublime… Así se “pinta” otra imagen memorable en el texto, un Manet avant la lettre, respuesta anticipada a la banalidad de un duque que pretende que las palabras en las cosas, cuyos ojos “cratílicos” sólo pueden ver en los espárragos pintados objetos comestibles que se pueden “engullir”.21 Tres cuadros en esta galería de la imaginación, tres primicias reunidas en el mismo ideal de la fusión, de la unión de contrarios en diversas figuraciones: un cuadro-secuencia de nocheamanecer, unas garrafas que intercambian valores para hacernos concebir el cristal fluido y el agua endurecida; unos espárragos capaces de unir cielo y tierra, la paleta del pintor y la digestión del gourmand, en un 21 Más aún, fenómenos textuales como éste permiten proponer la categoría teórica de la ecfrasis oculta. En este caso, es claro que la descripción inicial no se propone como “la representación verbal de una representación visual” sino com la simple descripción de unos espárragos que habrán de figurar en el menú cotidiano. Lo mismo ocurre con los nenúfares descritos en un estanque por el camino de Guermantes; se trata de una descripción de paisaje “real”. No obstante, por ciertos guiños intertextuales, pero sobre todo por las configuraciones descriptivas utilizadas, es claro que tales descripciones evocan objetos plásticos reconocibles dentro del “mainstream” cultural occidental. Para el concepto de configuraciones descriptivas ver el capítulo 4 de mi libro El espacio en la ficción, SigloXXI/UNAM, México, 2000; para ecfrasis oculta, “Lecturas iconotextuales”, en Poligrafías 4 (2003), 205-215 29 formidable arco textual que abarca más de dos volúmenes, lanzado desde Combray hasta el corazón mismo del mundo de los Guermantes. Obras citadas Chernowitz, M.E. Proust and Painting, New York, 1945 Litterature gourmande ecole.wanadoo.fr/sainte.agnes.49/autres/nouri/litterature.htm Monnin-Hornung, J. Proust et la peinture, Geneva-Lille, 1951 Murphy, Jonathan Paul Proust’s Art: Painting, Sculpture and Writing in A la recherche du temps perdu. Bern, Peter Lang, 2001 Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. Trad. Pedro Salinas, José María Quiroga Pla. Barcelona, Plaza & Janés, 1975, vol. I, 656. Proust, Marcel, À la recherche du temps perdu. Paris, Gallimard, « Bibliothèque de la Pléiade », 1954 Ullman, Stephen The Image in the Modern French Novel: Gide, Alain-Fournier,Proust, Camus. Cambridge, Cambridge University Press, 1960 30